V.
Recensiones

David Durán

Vivir juntas: cohabitación en Jacques Derrida. (Diego Soto Morera. San José: Arlekín, 2022. 312 páginas)

Considero que el enunciado base de Vivir juntas lo hallamos en las últimas páginas del primer capítulo. En una síntesis bastante sugerente, Diego Soto comprime la problemática de todo su libro. Escribe:

Toda reunión, integración, corporatividad, hegemonía, toda confección suplementaria o artificial de nuevos grados de propiedad, también de comunidad (lo veremos), no remite a un principio integrador o principio comunal; sino a una violencia originaria, a una partición de toda propiedad, que da lugar al advenimiento de otros. Violencia originaria, ¿otro nombre del polemos? (2022, 80)

Esta cita coincide con la estructura tripartida de Vivir juntas y nos permite leer el texto a partir de un esquema triangular. Los tres vértices de este triángulo componen el problema que está enunciado en la cita y los conceptos centrales de este problema. En efecto, se trata del problema del vivir en común, es decir, del problema de la vida o del viviente, el problema de la comunidad o de lo común y, menos evidente que los otros, el problema de la soberanía y de lo político en relación con la vida en común. Por eso Diego Soto se pregunta si esta violencia originaria no tendrá acaso la forma del polemos del fragmento 53 de Heráclito. Es decir, una violencia no entendida exclusivamente como ejercicio de la fuerza física, sino como una diferenciación de las fuerzas que reparte lo sensible en dioses, humanos, esclavitud, libertad. Es así como Diego Soto pretende leer el problema de la cohabitación o del vivir en común, es decir, en el marco de una filosofía del polemos entendida como violencia originaria que funda lo común y lo expone simultáneamente al caos y a la disolución.

Ahora bien, si planteamos la estructura triangular del texto es para mostrar que vida, comunidad y soberanía componen un problema que en Derrida no es exclusivamente filosófico, si por filosófico entendemos solo el fondo metafísico de los conceptos. Es decir, no se trata solo de hacer «crítica de los conceptos», sino de mostrar que nuestra forma plantear la vida en común, el vivir juntas, contiene unos presupuestos metafísicos que, si bien los planteamos aquí en la forma del concepto, requieren más que una reflexión teórica y crítica. Por eso la deconstrucción derrideana no tiene que ver tanto con analizar un problema desde una determinada posición teórica, sino con prestar oídos a una situación que poco a poco adviene como problemática. Por eso la vida en común se refracta en tres conceptos esenciales, pero excede la delimitación ternaria, pues antes que división hay implicación recíproca de los conceptos. Esta es la enseñanza que extraemos al plantear el problema de la vida en común sobre el fondo de la violencia originaria o del polemos.

En el caso de la vida, Diego Soto intenta desplazar la comprensión de la vida desde la perspectiva de la identidad y de la mismidad a la perspectiva de la diferenciación que le ofrece Derrida. Por eso, en lugar de «la vida la vida» (la vida repetida si se quiere), es decir, la vida como principio o fuerza vital de autogestión de sí misma, encontramos «la vida la muerte» en Derrida, esto es, la muerte en la vida, lo que implica introducir la otredad en la comprensión de la vida misma. Siguiendo la influencia de Hegel, Nietzsche y Freud en Derrida, Diego Soto se mueve de una comprensión de la vida como mismidad y principio de autoproducción de sí a una comprensión de la vida como un «diferencial agonístico de fuerzas». Ser vivo es, por lo tanto, ser en tensión y estar sometido a un diferencial de potencias. El ser vivo no solo está en disputa con el otro, sino consigo mismo. Esto significa partir de la vida no como un principio de autoafección, sino de heteroafección. Así la continuidad en lo vivo a partir de una misma fuerza vital se reemplaza con la introducción del intervalo y de la separación al «interior» de la vida misma. Con esto Diego Soto plantea el imperativo de pensar lo vivo a partir de la prótesis y del suplemento. Dicho de otro modo, la vida como «diferencial de fuerzas» supone, no que lo mismo produce lo mismo, como ocurre con el principio de autoafección vital, sino que la mediación de lo otro produce una separación y espaciamiento necesarios sin los cuales no podríamos comprender la vida como tal. En el texto citado más arriba, Diego Soto afirma que toda forma de reunión o de comunidad no remite a un «principio integrador», sino a una «violencia originaria». Por eso la vida no es lo propio que se repite a sí mismo de forma idéntica y produce la comunidad de lo semejante, sino la expropiación de la mismidad vital a través de un rodeo de lo otro. Esta es la aporía de la vida en común que Diego Soto plantea con Derrida: la cohabitación o la vida comunitaria es una apertura a la consolidación de nuevos mundos de vida en común, pero también es simultáneamente, como ocurre con el polemos en la constitución de la polis, una exposición permanente a la calamidad, al caos, a la disolución del orden y a la demolición del sentido.

Esto nos conduce al segundo vértice de nuestro esquema triangular, es decir, lo común y lo comunitario. En este caso, el trabajo de Diego Soto consiste en desplazar la idea de lo común de una lógica de la semejanza y de la fraternidad, basada en una «economía hematológica», es decir, de reunión de los hermanos a partir de la misma sangre, a una lógica de la integración que conserva la ruptura y la posibilidad de la disolución. «Vivir Juntas» es una traducción del «vivre ensemble» derrideano que pretende, en primer lugar, mover la comprensión de lo común de la «fraternocracia», esto es, de la posición privilegiada del hermano semejante, a la «Junta» entendida en los dos sentidos que «ensemble» tiene en el francés: «Juntas» como ensamblaje, unidad o totalidad constituida y «juntas» como proximidad, cercanía o vecindad distinguible. En otras palabras, «Vivir Juntas» en el sentido de una totalidad con sus dehiscencias y rupturas. La vida en común es, como decíamos más arriba, la posibilidad de una unidad protética expuesta al caos y al advenimiento de lo otro. La comunidad entendida como un agregado de hermanos reproduce una lógica de lo comunitario y de lo común basada en la identidad consigo mismo del viviente. En este sentido, la vida como fuerza autoproductora toma la forma de una organicidad regida por la semejanza de los unos con los otros a través de la idea de una sangre compartida.

Esto último nos conduce al tercer vértice de nuestro esquema triangular: la soberanía. Esta adquiere su justificación y poder de ejecución a partir de una lógica de la ipseidad heredada de la vida como presencia a sí. El soberano es quien posee el derecho y la fuerza de ser y ser reconocido como sí mismo. Su unidad e identidad provienen de una asamblea de semejantes sin mediación alguna que se posiciona a sí misma como origen de la comunidad política. En este sentido, la soberanía funciona como una especie de narración mítica del origen de la comunidad política que reparte y ordena lo sensible. Dicho de otro modo, el soberano, idéntico así mismo, decide, manda y produce Ley. Ahora bien, tal como plantea Diego Soto, el recurso a una narración, a la decisión, al ejercicio del poder, para ordenar y repartir las potencias y producir la apariencia de unidad natural, prueba que la indivisibilidad ontológica de la soberanía y de la comunidad política está lastrada desde el «interior» por un mecanismo protético y artificial que produce la apariencia de lo vivo, de lo natural, de lo idéntico a sí mismo. Acá no podemos entrar en los detalles que implica decir que la soberanía y la comunidad política se constituyen como un mecanismo protético que imita lo vivo. En Vivir juntas, Diego Soto trabaja estos aspectos de manera detallada y sugerente. Me basta con nombrar el caso de la marioneta, no solo porque nos hace volver de nuevo sobre el problema de la vida a que me referí anteriormente, sino también por las implicaciones que tiene sobre la noción de soberanía. Cito las palabras de Diego Soto:

La marioneta permite poner en perspectiva la espontaneidad del ser vivo, su autonomía automotriz, pues un viviente únicamente logra ser soberanamente automotor si es «simultáneamente, perfectamente programado como un reflejo automático». La reacción refleja es el carácter protético propio de la marioneta cuyo movimiento le viene de otro, pero también constituye al ser vivo, quien vive y se mueve soberanamente gracias a movimientos reflejos (…). (2022, 233-234)

Me interesa esta imagen de la marioneta en la medida en que sitúa el problema de la soberanía en la paradoja entre la aparente espontaneidad constituyente de la comunidad política y, a la vez, el carácter protético del movimiento que viene de otro. Se trata de reconocer que el ejercicio del poder, el ordenamiento, el reparto, el mando y la ley producen su propia justificación a través de una expropiación y de un mecanismo que imita el «reflejo automático». Vuelvo a la cita con la que empecé y me pregunto, junto a Diego Soto, si el polemos del fragmento 53 de Heráclito, esa violencia originaria de la que habla Derrida, no estará precisamente en la base del problema de la soberanía, es decir, una exposición a la calamidad y una protección frente a ella. Por eso concuerdo con Diego Soto al considerar la falsedad de la idea que reprocha a Derrida centrarse exclusivamente en problemas éticos individuales y no ocuparse seriamente de una filosofía política. ¿No es acaso la violencia originaria —el polemos heraclíteo—, que funda la vida en común, el problema político por excelencia?

Referencias bibliográficas

Soto, Diego. 2022. Vivir juntas: cohabitación en Jacques Derrida. San José: Arlekín.

David Durán (jose.duranguillen@ucr.ac.cr) es estudiante del Doctorado en Filosofía del Programa de Posgrado de la Universidad de Costa Rica.