Mercedes Montoro Araque

Las catástrofes y los elementos. Historia cultural.
(José Antonio González Alcantud. Granada: EUG, 2022. 296 páginas)

Renombrado antropólogo social y cultivador del comparatismo y la transversalidad, conocido no sólo en el ámbito hispánico sino también francófono y magrebí, José Antonio González Alcantud no necesita presentación para cualquiera que se haya interesado por las expresiones culturales y contraculturales en los últimos 30 años. Temáticas tan diversas como la formación del estereotipo islámico (González 2002; González 2007), la europeidad (González 2006), la cultura patrimonial (González 2012), el racismo (González 2011), el mito de Al-Andalus (González 2014), la noción de contracultura (González 2020a) o el sur (González 2022b) son una evidencia contundente de la pluralidad y profundidad de su labor investigadora.

El libro recientemente publicado en la editorial EUG (González 2022a) se presenta como una historia cultural de la relación del hombre con la Naturaleza. Esta temática, muy en boga y fructífera en nuestros días, es abordada desde su título binómico, a través de dos conceptos clave: «las catástrofes y los elementos». De entrada, pues, la particular mirada «ecológica»1 del autor revela una concepción abierta y plural del hecho analizado en el que la conjunción copulativa del título subraya, no tanto un planteamiento antitético-jerárquico (que excluiría a uno u otro de los términos en tensión), sino la necesaria transversalidad de su lectura antropológica. La historia de las catástrofes planteada por González Alcantud es por consiguiente, una historia cultural, como asegura el autor desde su introducción, y no, solo «natural»; «simbólica y no ecológica» (2022, 19). Dicha historia cultural-simbólica es evidenciada a través de un discurso resultado de un compendio de materiales de archivo inéditos, de conferencias dictadas, de publicaciones previas, en el que el autor se centra en las respuestas culturales al sentido de catástrofe. Todo lo cual, según precisa su propio autor, ha sido «repensado» ahora, con una perspectiva nueva que «solo es posible de alcanzar con la distancia de los años» (2022, 11).

De narrativa, por consiguiente, un tanto testimonial y vivencial, y con ciertos ecos de retiro programado, este volumen no deja por ello, nada en el tintero. Junto a las necesarias cuatro partes consagradas respectivamente a la tierra (la tierra, placer y rugido); al agua (aguas de vida y aguas turbulentas); al fuego (del fuego); al aire (aires benéficos y huracanes feroces), la obra aporta un quinto capítulo. Dicho capítulo contiene las «reacciones» actuales «al sentido de catástrofe», ante la acumulación de sucesos azarosos acaecidos entre 2020-2022 y que demuestran así, que el eje vertebrador del ensayo está centrado en las respuestas culturales que éstos han provocado a lo largo del tiempo. Bien nutrido, organizado y argumentado, dicho ensayo pone de relieve ante todo, la apropiación metodológica del deber de lucidez frente a cualquier hecatombe: una lucidez que no debe dejar por ello, de lado lo que de irracional albergamos y en la que debe reequilibrarse «la relación entre hecho y metáfora» y «entre causalidad y azar» (González 2022a, 18). De fácil lectura, gracias a los múltiples ejemplos que van de Italia a Portugal, de Francia, a Egipto (Asuán), Turquía (Capadocia), Países Bajos, Texas y se detienen plácidamente en la historia andaluza, y granadina en particular, la obra nos invita a enlazar «ciencia y metáfora» (González 2022a, 18) siguiendo los pasos de eminentes pensadores como Cl. Lévi-Strauss, G. Bachelard, G. Dumézil, René Thom, Ulrich Beck, Lucien Lévy-Bruhl, James Frazer, M. Eliade, S. Freud, P. Bourdieu, P. Descola, entre otros.

Frente a otras obras en italiano (Tagliapietra 2022) y en portugués (Lourenço 2019), pocos son los títulos donde se conjuga el sentido de la catástrofe y el de los elementos, a menos que exceptuemos la obra de A. Valdecantos, El complot de los elementos. Breve tratado sobre la narración, el espacio y la catástrofe, publicada tras la obra que reseño aquí. Por otra parte, además, dichos estudios raramente consideran como punto decisivo de la disquisición, la epistemología bachelardiana, cara, sin embargo, al autor granadino: sus «Ciencias ‘inexactas’ y literaturas ‘exactas’. Lo que va del affaire Sokal a la poética de la materia de Bachelard» (2018) o su célebre ciclo de los cuatro elementos, publicados por la editorial Anthropos a lo largo de siete años (González 1992; 1995; 1997; 1999) así lo avalan. Dicha perspectiva metodológica, a menudo obviada o relegada a un segundo plano, es sabiamente utilizada aquí, para explicar que, aún partiendo de una reflexión analítica y de diversos estudios de campo y archivo de catástrofes naturales que atañen a los cuatro elementos (terremotos, inundaciones, incendios, huracanes), los elementos siguen siendo —como aseguraba el autor del Nuevo espíritu científico (Bachelard 1981)— un flujo de exaltación poética que permite tener en cuenta el «corte epistemológico» entre lo científico y lo precientífico. Así, superando dicha limitación de la ciencia, el profesor catedrático de antropología social recoge en este volumen, el fruto de un recorrido conceptual de más de treinta años en el que asume sin rodeos, su deuda bachelardiana. La obra se presenta entonces ora, como un homenaje a la obra del autor de la psicología de la materia; ora, como una retrospectiva de la evolución del pensamiento de su autor que no duda en alargarse en agradecimientos y reconocimientos desde el prólogo o en ilustrar con fotografías de sus últimos periplos su documentado y persuasivo discurso científico. De cara a cualquier catástrofe, el pensamiento racionalista queda así puesto a prueba, dado que la inteligencia previsora (derivada de una razón lógico-científica) y el sentido de lo justo pueden ser desafiados por la supremacía de lo maravilloso del pensamiento pre-lógico, por la alogicidad y por el azar. Pero ¿cómo procede concretamente el director de la revista Imago Crítica para apoyar esta hipótesis de partida?

Se inicia el capítulo sobre la tierra con una acertada disquisición sobre «la piedra en tiempos tardomodernos». La piedra, nos dice el autor, es elemento natural y cultural, por «su manifestación de lo humano, de su hábitat, y de sus sueños de inmortalidad» (González 2022a, 35). Y una vez «descartada la Naturaleza, con mayúscula, la relación del hombre con la naturaleza, con minúscula, pasa por el jardín» (González 2022a, 24). El antropólogo nos guía, entonces hacia el concepto de giardino di pietra. Definido como «intento histórico de reintegrar lo artificial a la naturaleza sin privarse de los placeres de la cultura» (2022a, 24), el giardino di pietra asocia manierismo, telurismo, troglodismo y salvajismo primigenio, pre-lógico y pre-urbano (2022a, 26). Ilustra dicha asociación con la dimensión mágica de algunos jardines como el de la Villa d’Este (en la periferia romana) o el de Bomarzo donde se aúna piedra y jardín y según el autor «hay un trabajo relacionado con la alquimia» (2022a, 31); no, sin concluir que debería revisarse por consiguiente, al hilo de las reflexiones de R. Caillois, entre otros, el concepto de jardín no solo asociado «a la verdura y el paganismo escultórico» sino a la «presencia omnipotente de la piedra, el primer y esencial elemento de profundidad geológica» (2022a, 34). Empero, el sentimiento de «acogedora concavidad» que se desprende de la piedra, y de la tierra en general, no elude las amenazas de su potencia. Dicha premisa es argumentada a través del «rugir de la tierra» en los terremotos de Lisboa de 1755 y de Granada en 1884. Son dos sucesos que le permiten demostrar cómo se ha ido generando progresivamente, una especie de «triunfo de razón sobre las adversidades» (2022a, 44) que ha desembocado en un predominante determinismo lógico o causal. Adversidades y amenazas contra las que a menudo se responde, sin embargo, aún en nuestros días —el autor recuerda igualmente el tsunami del Pacífico (dic. 2004) o el terremoto de Haití (febrero 2010)—, con un pensamiento pre-lógico, y con «teorías apocalípticas» que parecen retornar, dado que «el fantasma de la fragilidad humana» sigue «sobre la mesa como en el pasado pre-racionalista» (2022a, 50). El capítulo se concluye con un ejemplo testimonial que conduce a la idea de vulnerabilidad de la población que resulta, a juicio del autor, «interesante desde el punto de vista prospectivo y preventivo». Un debate que queda sin cerrar en este primer capítulo y que el autor compara irónicamente, con el debate que golpeaba «con toda su crudeza» en tiempos de Voltaire (2022a, 54).

El capítulo 2 nos conduce a la oposición entre «aguas de vida y aguas turbulentas» con tres subcapítulos titulados «percepción social y simbólica del agua», «lecturas al modo bachelardiano» y el concluyente subcapítulo sobre «alogicidad y razón práctica en las inundaciones». El lector entra de lleno en la percepción cultural del agua en la península ibérica, partiendo de lo que el autor denomina «ilusión despótico-hidráulica» (2022a, 58) para domesticar las aguas fluviales. La visión crítica y comparatista del autor queda patente cuando evoca la violencia del hombre frente a dicho proceso, antes natural y cíclico, y ahora artificial, antropizado, y desmesurado en zonas como Asuán o períodos como el comunismo chino. Es este imaginario hídrico —que toma como punto de partida en el ámbito ibérico, poéticas hidrofílicas que remontan al barroco y que, siguiendo a François Delpech, se basan en los «prestigios de lo maravilloso mitologizado inspirado en la Antigüedad» y en las «inquietudes de lo inconstante» (2022a, 60)— lo que parece constituir, a juicio del autor, una hidrofilia fundacional, concretamente, en Granada. El discurso argumentativo del autor no esquiva a autores como Fray Luis de Granada, o a cineastas como José Val del Omar, ni a pensadores como A. Ganivet, ni incluso a viajeros franceses como Adrien Mithouard. Ahora bien, dado que uno de los postulados que propugna el autor del ensayo es que todo «misticismo» en Granada —como el que lleva por ejemplo, al pintor Rodríguez Acosta a soñar con la Granada que está «asentada sobre un lago subterráneo» (2022a, 67)— no puede ser entendido en su totalidad, tampoco «sin sus sensibilidades empíricas», el antropólogo no duda en recurrir a abogados e historiadores locales próximos a la «experiencia del agua» (2022a, 60) como Miguel Garrido Atienza; a alcaldes como A. Gallego Burín, de quien es conocida su labor de canalización y depuración de aguas infectas en Granada; o, a pensadores como Ganivet, con su particular «filosofía del molinero». El agua es, por consiguiente, a juicio del director del grupo de investigación «Observatorio de Prospectiva Cultural», un elemento tan «estructurante» como «desestructurante» desde el punto de vista de la organización social (2022a, 67). Y por lo tanto, puede ser definida, tomando como ejemplo las aguas de la vega de Granada, como «fuente de jerarquización», como «bien connotado de conflictividad», tanto «social como simbólica» (2022a, 70). De la escasez y la conflictividad, el autor pasa a continuación, a enumerar las causas y los orígenes de las aguas diluvianas, con el fin de retomar el hilo argumentativo en torno al sentido de catástrofe del elemento acuático. Tras citar algunos mitos de fundación de las ciudades andaluzas, que hacían derivar a sus héroes fundadores del Diluvio (más concretamente de Tubal, nieto de Noé) o citar mitos platónicos como el célebre mito de la Atlántida, el erudito antropólogo trae a colación otra interpretación primitivista de las inundaciones, como es el culto de la Tarasca. Llegados a este punto, el paralelismo entre la Tarasca provenzal —cuya relación mítico-ritual entre agua y monstruo serpentino es clara en período canicular— y la Tarasca granadina resulta, a mi juicio, algo desatendido. Pero dicha desatención no es olvido por parte del autor, sino decisión asumida de no reiterarse, tras lo ya volcado en coediciones como El agua. Mitos, ritos y realidades (González 1995), catálogos de exposiciones como «Tarascas del Mediterráneo: de Tarascón-Arlès a Granada» (González 2008), o artículos como «Dragones meridionales que mueven a risa…» (González 2015). Una cuarta dimensión entre simbólica y social del agua es que ésta es objeto y sujeto de higiene, tal y como puede apreciarse en Granada, Tetuán o Fez. Sin embargo, su comercialización va en contra del «ethos tradicional, fundado en conceptos míticos», habiéndose tenido que «ofrecer atajos conceptuales, como la salubridad de las aguas minerales» para «justificar el fin de la práctica gratuidad del agua de boca» (González 2022a, 80). Una última dimensión simbólica y social del agua, y la más sofisticada, es evidentemente su uso estético. Se basa para ello, el estudioso del agua nazarí en la clasificación de Mª Jesús Rubiera: «albercas, surtidores-animales y baños» (González 2022a, 80). De ahí parte hacia la concepción del agua como ornato y productividad en el mundo cristiano, antes de arribar al mundo contemporáneo, donde reitera su percepción «entre productiva y estética» (2022, 82); o incluso, «higiénica» a través de los balnearios. El agua no se agota en definitiva, como concluye González Alcantud, «en lo puramente social, sino que afecta en profundidad al campo de las imaginaciones colectivas» (2022a, 85). Y para demostrarlo, se detiene en un comparativismo detectado desde el siglo XIII entre dos ciudades enclavadas geográficamente en lugares esteparios o desérticos en las que el agua fluye por una red hídrica que las caracteriza, como son Granada y Fez. Dicho capítulo —reproducido en su integridad en (Lisón Tolosana 2010); y parcialmente en (Montoro Araque 2023)— insiste en la necesidad de compaginar los aspectos estéticos de la poética sensorial del agua alhambrina con una «lógica más pedestre que las hipérboles poéticas de los cantores del agua nazarí» (González 2022a, 89). Dentro de los complejos acuosos bachelardianos, el catedrático de antropología retendrá dos, concretamente en Granada: las aguas claras y primaverales (como es el caso de las aguas de la acequia de Aynadamar) frente a las aguas violentas, al llegar a la urbe. Dicha distinción permite al profesor de la UGR traer a colación de nuevo, al abogado M. Garrido Atienza y los pleitos del Albayzín, así como el recorrido de las aguas granadinas que, aún atravesando la ciudad, en medio de conflictos, no pueden ser empleadas para el abastecimiento humano por falta de higiene, lo que hace que desemboquen en la Vega y sean dedicadas a la producción agrícola. Pasa entonces revista a numerosos pleitos como los del apeo de Loayssa del siglo XVI, del «Darro turbio» o «Darrillo el sucio» (1908) antes de concluir que, en realidad, el agua en Granada debe ser leída en «clave fenomenológica» más que en clave poética (2022a, 97). Por último, el interesante capítulo del agua es cerrado con la contundente idea de «a-logicidad», imprescindible, a juicio del profesor para cerrar la fractura entre pre-logicidad (Lévy-Bruhl 1986) y practicidad (Bourdieu 1991). Remontando al medievo y a su particular interpretación prelógica de las catástrofes, González Alcantud evoca cómo históricamente se ha eludido tratar dicho problema incluso por la mirada racionalista, en una especie de mescolanza dicotómica de «racionalidad práctica capaz de prospectar el futuro» y «pulsión irracional de la religión» (2022a, 113). Cita entonces, el profesor a pensadores como Max Weber, Atanasius Kircher, Descartes, Kepler y Palissy que evolucionaron, como es sabido, asociando la noción de destino moral a los males de la naturaleza. O al naturalista y cosmólogo Buffon (1707-1788), quién ni siquiera aludió en su Historia natural a la inundación por su efecto catastrófico. El siglo XIX fue proclive igualmente, a cuestionar el mito diluviano, tanto en Inglaterra como en Francia. La separación entre razón y fe (a menudo, intentando recuperar la noción de superstición para diluirla con métodos de verificación racionalista) fue el punto en común de estudiosos como Frazer, Saintyves, o incluso Paul Sébillot. El capítulo se cierra con un estudio, verbi gratia, de los métodos empleados en la vega de Granada, sometida a las periódicas inundaciones del río Genil, donde se desplazó en el siglo XVIII «el concepto de culpa del fatum divino a la responsabilidad del Estado» (2022a, 118). Se produjo, de esta manera, en las mentalidades la «ilusión del control de la naturaleza y del destino» y por consiguiente, todo ello redundó en la «creencia «mística» en la eficacia de la razón práctica inferida de la razón lógico-científica» (González 2022a, 119). Y sin embargo, el profesor González Alcantud sostiene que los desbordamientos (ya se trate de los de Missouri, Mississippi, Paris, Praga o Florencia) permiten apuntar igualmente, el valor de la «alogicidad en la prospectiva cultural y tecnológica» (2022a, 125) frente a cualquier determinismo lógico o causal.

El capítulo 3 y 4 nos llevan respectivamente del fuego al aire. Mientras que en el primer caso, el autor mantiene como hilo conductor cómo las sociedades contemporáneas han deconstruido y dividido el pensamiento unitario sobre el fuego, que en un principio fue focalizador, por ejemplo, del hogar romano (y elemento central para el establecimiento de los cultos patricios). De existir dicho pensamiento unitario, precisa el autor del volumen, éste está movido por la «nostalgia de unos orígenes comunes» y es dicha nostalgia lo que genera las diferentes «conceptualizaciones de los ritos ígneos» (2022a, 132). Basándose en los estudios de especialistas como G. Dumézil, Cl. Lévi-Strauss, J. P. Vernant, Bachelard, Eliade y descartando el discurso de los orígenes, el lector se adentra en la génesis de las diferentes lógicas del fuego pasando del fuego alquímico, al fuego del alfarero-artesano, al fuego de uso culinario, —con la célebre distinción levi-straussiana entre lo hervido y lo asado (González 2022a, 137)— o incluso al fuego prometeico, metáfora de la revolución industrial, donde el fuego es ya asimilado al calor y la energía, hasta desembocar en las interpretaciones recientes del fuego como termodinámica. No olvida, por otra parte, el profesor de la UGR el papel jugado por los catastróficos volcanes como los de Nápoles (Etna, Vesubio y Campos Flégreos) y la fascinación y miedo que generan; ni tampoco obvia cómo la arquetipización del fuego como encarnación del mal ha tenido siempre un gran arraigo en las mentalidades, y para ello trae a colación las imágenes más célebres del Apocalipsis de san Juan, la obra de Gonzalo de Berceo, el martirio de la célebre Juana de Arco o el acto santificador del no menos célebre San Juan de Dios para el lector granadino. Fuegos purificadores, fuegos tranquilos y verticales de la llama del hogar, fuegos asociados a la fecundidad y a los solsticios invernales o estivales son otros arquetipos que subrayan la ambigüedad y polivalencia de este elemento ígneo. En definitiva, junto a los otros tres elementos, el fuego permite demostrar al erudito antropólogo cómo «la metáfora cultural» trabaja «sobre esta base de interpretación de la materialidad» (2022a, 154). No obstante, el fuego no sólo es un elemento generador de «antropología fantástica» (2022a, 156); como buen antropólogo y «aguafiestas de lo insondable» —¡la expresión es suya!—, el fuego se analiza aquí al mismo tiempo, como «topos», como «lugar común, de la existencia social» (2022a, 155). Una dicotomía integradora, por consiguiente, a medio camino entre naturaleza y cultura, —«natural» pues, y «simbólica» (2022a, 19)—, y entre historia social y cultural, que había sido anunciada desde el título del volumen.

El antepenúltimo capítulo del volumen y más reducido en extensión contiene dos manuscritos previamente publicados con el mismo título en el volumen coeditado con Carmelo Lisón Tolosana (González y Lisón 1999). Partiendo de nuevo de la perspectiva bachelardiana, el autor alude a la imaginación abierta proyectada por todo lo aéreo: al viento como fuente de numerosos males físicos, a la felicidad que aporta, en ciertas ocasiones; al vuelo como metáfora ensoñadora del aire. Metáforas culturales, en suma, que son propiciadas por el viento como en el caso de los molinos, y cuya utilidad productiva no obvia que éste sea también un objeto de inspiración literaria y religiosa. El capítulo se cierra nuevamente, con la dual constatación inferida de los múltiples ejemplos según la cual, por una parte, «la imaginación abierta mutada en metáfora vuelve a ser fértil» (González 2022a, 229) tanto en el caso del aire como en el caso del huracán y las tempestades marinas (2022a, 245-251); y por otra, cómo de la razón práctica, inferida del conocimiento teórico y moral, se debe evolucionar hacia un «soltar amarras con el determinismo» y un acercamiento progresivo «a la teoría de los aleas» (2022a, 261).

Por último, catástrofes modernas como las de Auschwitz, Chernóbil, Covid-19 son el punto de reflexión que guían al lector en el capítulo 5 y último del volumen desde la causalidad primitiva, hasta el concepto de culpa como punto relevante en el ethos de las religiones, y hasta el concepto de piedad, punto éste que une «al proyecto antropológico con las religiones» (2022a, 277). Un orden vertical que aseguró de este modo, durante siglos, como precisa el profesor, «los fenómenos catastróficos a la ignota voluntad divina» y frente al que se alzó «la ilustración con sus valores racionales» (2022a, 269). El autor alude entonces, aunque someramente, a pensadores tan conocidos como Leibniz, Voltaire o Kant para concluir que la culpa se transformó en «discernimiento oscuro y velado» (2022a, 270), antes de volcarse en el súper-yo freudiano o incluso evolucionar, en la última pandemia, del mundo religioso a la responsabilidad de los estados, tal y como lo había previamente analizado el autor del volumen (2020b). Así, frente a la multiplicidad confesional, el «antropólogo no creyente» aboga por una antropología abierta en la que tengan cabida la racionalidad y la espiritualidad —con la «piedad como resorte fundamental»—, capaz de dar respuesta, al mismo tiempo, con «poiesis» a las «angustias del destino» (2022a, 276-279).

Con «más allá de la socio-reflexividad», concluye el catedrático de antropología su magistral y dilatado ensayo, incidiendo en el relativo fracaso de la previsión del riesgo y la noción de reflexividad (Beck 1992; Douglas 1996) dado que, o bien, los estados se muestran incapaces de «asumir sus responsabilidades» (González 2022a, 287) y se sigue recurriendo a «viejos métodos como el confinamiento»; o bien, a pesar de toda la tecnología del mundo moderno, asistimos a menudo, a catástrofes derivadas del azar, tal y como puede inferirse de catástrofes contemporáneas como el acqua alta en Venecia o el incendio de la catedral de Notre Dame de Paris. Frente a este «relativo fracaso» de la «reflexividad» (2022a, 290), González Alcantud propone entonces, retomar el «vínculo transformador» no siempre posible, entre las pandemias, las plagas y otras hecatombes y las transformaciones de las sociedades, tal y como lo había pronosticado William H. McNeill (1983). Concluye por último, el catedrático en antropología con la necesidad de repensar, desde las ciencias sociales, la noción de causalidad del racionalismo de herencia dieciochesca para sustituirla o embellecerla con la de aleatoriedad, «en pos de una reflexividad que conlleve la idea de riesgo y de azar». «La casualidad», asegura, «ha vuelto a desplazar la causalidad» (2022a, 288).

Este ensayo evidencia, sin duda alguna, que, a pesar de tratarse de una obra fruto de una intensa y concienciada labor de recopilación, los diferentes capítulos pueden leerse como un continuum que aprehende numerosas problemáticas, disquisiciones y perspectivas en torno a la idea del sentido de catástrofe, con un análisis tan complejo como iluminador. Se echa en falta, sin embargo, una conclusión final y una bibliografía de fin de volumen, así como una última revisión del mismo que hubiese evitado algunas repeticiones de párrafos completos, como la detectada en las páginas 122 y 125. La palabra y el estilo del profesor González Alcantud, y su inclinación por la anécdota ayuda por otra parte, a hacer amena e inteligible la exposición, sin por ello renunciar a una rigurosa plasmación de su marcada erudición.

La originalidad y la novedad del tema están por consiguiente, garantizadas, por el lugar acordado, junto al sentido «natural» de catástrofe, a la fenomenología bachelardiana, en la que también fundamentó su obra otro antropólogo culturalista como Gilbert Durand. Lejos de limitarse en su mirada antropológica a lo anecdótico y a lo local, el autor apela a la historia y a la interpretación y comprensión de los fenómenos con el rigor científico que le procura una seleccionada bibliografía (referenciada a pie de página) y una cultura personal que le lleva a agotar la materia. Una obra, en suma, digna de ser reseñada no solo por la peculiaridad, transversalidad y amplitud de horizontes de la perspectiva ofrecida, sino por proyectar una apertura del conocimiento sobre las catástrofes pasadas y venideras siguiendo los pasos de un químico, a quién no le importó encontrar el «oriente del conocimiento» basándose en una «filosofía del no» (Bachelard 2012, 19).

Notas

1. Mantengo el término, a pesar de que el autor confiese su exclusión e impericia en el asunto (González Alcantud 2022, 263).

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