Mariela Solana
John Money y los orígenes sexológicos del concepto de género: más allá del debate naturaleza/cultura
Resumen: John Money es una de las figuras más controvertidas en los estudios de género y sexualidad, cuestionado tanto por el feminismo y el activismo LGBTIQ como por los movimientos antigénero. Muchas de estas críticas sostienen que Money es un hiperconstruccionista que sobrevalora el poder de la crianza y la socialización en la formación de la identidad de género en detrimento de las fuerzas biológicas (cromosomas, hormonas, gónadas). En este artículo, argumento que esta crítica no es completamente adecuada y que necesitamos otro marco interpretativo para evaluar su obra, uno que no nos obligue a elegir si el género es natural o cultural.
Palabras clave: John Money, naturaleza/cultura, plasticidad, género, sexo
Abstract: John Money is one of the most controversial figures in gender and sexuality studies, challenged by both feminist and LGBTIQ activism as well as anti-gender movements. Many of these criticisms argue that Money is a hyperconstructionist who overemphasizes the power of rearing and socialization in shaping gender identity at the expense of biological forces (chromosomes, hormones, gonads). In this article, I argue that this criticism is not entirely adequate and that we need another interpretive framework to evaluate his work, one that does not force us to choose between whether gender is natural or cultural.
Keywords: John Money, nature/culture, plasticity, gender, sex
¿Duque o monstruo?
El psicólogo neozelandés John Money (1921-2006) es una de las figuras más controvertidas en los estudios de género y sexualidad. Por un lado, fue quien acuñó por primera vez el concepto de género a mediados de la década de 1950 o, mejor dicho, fue quien extrapoló por primera vez la noción gramatical de género para hablar de la masculinidad y feminidad de los seres humanos. Solo eso lo convierte en un antecedente clave de la teoría feminista contemporánea, aunque no siempre sea reconocido como tal. Money también inventó otras categorías que seguimos utilizando actualmente, como parafilia y orientación sexual (era un gran admirador de Linneo y compartía su afán taxonómico). Para quienes aprecian su obra, se trató de un científico visionario, un explorador de los rincones ocultos de la sexualidad humana. Por ejemplo, en la contratapa de Gendermaps, un libro que Money publicó a mediados de la década de los 1990, el famoso director de cine e ícono queer, John Waters, lo bautizó «El duque de la disfunción» y agradeció que tratara los problemas sexuales con suficiente cuidado y dignidad como para hacerlo sentir casi normal (citado en Downing, Morland y Sullivan 2015, 1).
Money también es una figura denostada desde distintos y, a menudo, opuestos flancos. Su reputación cayó en desgracia a mediados de los 1990, cuando dos científicos, el biólogo Milton Diamond y el psiquiatra Keith Sigmundson (2014), publicaron un artículo cuestionado uno de sus casos más famosos: John/Joan (como se lo conoció públicamente). El caso es sobre dos gemelos, Bruce y Brian Reimer, nacidos en 1965 en Winnipeg, Canadá. A los ocho meses de edad, su familia decide hacerles una circuncisión rutinaria que, en el caso de Bruce, sale mal: el cauterizador quema completamente su pene, resultando en una ablación. Después de ver en la televisión una entrevista al doctor Money (para ese entonces ya era reconocido por su trabajo con pacientes intersexuales y transexuales), la familia Reimer se contacta con él y le pide ayuda. Money toma el caso y les explica que no importa con qué cromosomas, gónadas o genitales nació su hijo, durante los primeros meses de vida, cualquier persona puede convertirse en mujer o en varón. Para que esto funcione exitosamente, se tienen que dar dos condiciones: 1) que los genitales sean los adecuados para el género elegido (en el caso de pacientes intersexuales esto implica cirugías y tratamientos hormonales «normalizadores») y 2) que la familia y el entorno lo críe ya sea como niño o como niña.
Dado que los procedimientos para recrear un pene eran muy difíciles, Money le recomienda a la familia Reimer feminizar el cuerpo de su Bruce, cambiarle el nombre y criarlo como una niña. Así es que Bruce devino Brenda y su familia comenzó el largo proceso de feminización de su (ahora) hija, que incluía no solo visitas anuales a la clínica John Hopkins, sino también una crianza estricta para lograr que Brenda llegue a ser una niña como cualquier otra.
A los ocho años de comenzar el tratamiento, Money publica un artículo en el que presenta el caso como un éxito; además lo toma como prueba de que su teoría de la adquisición de género funciona para todo el mundo, no solo para pacientes intersexuales. El hecho de que Brenda haya tenido un gemelo, con pene intacto y criado como varón, le daba más valor al caso ya que tenía el grupo de control ideal.
Pero el seguimiento que Diamond y Sigmundson hicieron del caso, una vez que la familia Reimer abandonó sus visitas a John Hopkins, cuenta otra historia: una de sufrimiento, violencia médica y abuso de autoridad. Lo cierto es que Brenda nunca se identificó como mujer y vivió todo el tratamiento de reasignación de género como una forma de tortura y un «lavado de cerebro» (Colapinto 2013, 6). Al llegar a la pubertad, logró que reconocieran su identidad como varón y cambió su nombre a David.
Diamond y Sigmundson ponen en cuestión los dos postulados en los que se apoyó Money para tratar a Bruce/Brenda/David: «1) los individuos son psicosexualmente neutros al nacer, y 2) un desarrollo psicosexual saludable depende de la apariencia de los genitales» (2014, 21). Con respecto al primer punto, ellos sostienen que hay varios estudios científicos que identifican un sustrato biológico que predetermina nuestros comportamientos dimórficos como varones o mujeres (los autores vinculan este dimorfismo a nuestra herencia como mamíferos). También afirman que hay evidencia de que existen impulsos prenatales que predeterminan la orientación sexual. Con respecto al segundo punto, recomiendan no apurarse a realizar cirugías de reasignación sexual en menores de edad intersexuales.
La idea de que Money es un antibiologicista alcanzó mayor popularidad cuando el caso fue retomado por el periodista de la Rolling Stones, John Colapinto. Después de escribir un ensayo lapidario sobre Money en esa revista, en el año 2000 publica el libro Como la naturaleza lo hizo: el niño que fue criado como niña, donde cuenta la historia de David Reimer luego de haberle realizado varias entrevistas. El libro también retoma la disputa entre Money y Diamond en torno al debate naturaleza/cultura. Colapinto es explícito sobre el bando que prefiere: «[E]l libro pretendía ser un claro correctivo a la postura que sobrevalora el papel de la crianza de los años 1960 y 1970, cuando las influencias biológicas sobre la identidad de género y la orientación sexual fueron descartadas por completo» (2013, 154). Si bien su target principal era John Money, el libro arremete contra cualquier teoría que minimice el poder de la biología y priorice la fuerza de la socialización. Entre estas posturas, el autor incluye a la teoría feminista.
Esta forma de caracterizar la obra de Money (y la teoría feminista) todavía tiene vigencia, especialmente tras la irrupción, en las últimas décadas, de los movimientos antigénero. Estos movimientos se caracterizan por atacar la (mal) llamada «ideología de género» entendida, en palabras de Sonia Correa, como «un sistema de pensamiento donde las diferencias entre el hombre y la mujer, a pesar de las obvias diferencias anatómicas, no corresponden a una naturaleza fija, sino que son unas construcciones culturales y convencionales» (Correa y Gutiérrez 2018, 108). En muchos discursos de los movimientos antigénero, Money es presentado como el primer eslabón en la cadena hiperconstruccionista que culmina con los estudios de género, el feminismo y la teoría queer. Estas narrativas representan a Money como un monstruo, un científico loco o un tecnócrata que creía que podía convertir, a su gusto, a cualquier persona en varón o mujer (#NadieMenos 2021; Jordan B. Peterson clips 2023; Spiked 2023). El caso Reimer es recuperado como una prueba no solo de los excesos de Money (y del feminismo) sino también de que ser varón o mujer es una cuestión natural y, como tal, no puede ser cambiada.
Pero Money también ha sido cuestionado por la teoría feminista y los movimientos LGBTIQ, y no solo por la mala praxis en el caso John/Joan, sino también por haber sido uno de los máximos responsable de la creación e implementación de los protocolos de tratamiento a pacientes intersexuales. Estos protocolos resultaron en numerosas mutilaciones genitales y tratamientos hormonales no consentidos en pacientes menores de edad.
En este artículo quisiera examinar la obra de John Money pero por fuera del marco de análisis con el que suele ser leída, a saber, el dualismo naturaleza versus cultura. Para eso, en las próximas dos secciones del artículo, hago una reconstrucción de su teoría sexológica, particularmente, la que desarrolla en el período en que acuña la noción de género. A partir del análisis de su noción de período crítico, refuto su caracterización como un construccionista radical desinteresado por las fuerzas de la naturaleza. Pero mi objetivo último no es defender su teoría. En las últimas dos secciones del artículo, muestro que hay serios problemas teóricos y éticos que se siguen de sus planteos, como el defender una concepción demasiado rígida y fija de la identidad de género, asumir una visión normalizante del género sostenida en los ideales del binarismo y complementariedad entre varones y mujeres, así como cometer graves abusos de autoridad médica. Lo que sostengo es que quedarnos atrapados en la pregunta sobre si el género es natural o construido desvía nuestra atención de estos otros problemas, que a mi entender son mucho más acuciantes, en la teoría de Money.
Género: la categoría que faltaba
John Money presentó su novedosa teoría de la adquisición de género entre 1955 y 1966 en cinco artículos coescritos con el matrimonio Joan y John Hampson. Los artículos aparecieron en el famoso Boletín del Hospital John Hopkins, donde Money se desempeñaba como docente e investigador. Desde el doctorado, su tema de estudio fue lo que, en ese entonces, se conocía como hermafroditismo y que hoy en día denominamos intersexualidad (que es el término que usaré a lo largo de este trabajo, aunque sea anacrónico en la obra de Money). La intersexualidad remite a toda una serie de variaciones corporales que no coinciden con lo que tradicionalmente se espera de un cuerpo femenino o masculino promedio. No se trata de una patología sino de una «no conformidad física con criterios culturalmente definidos de normalidad corporal» (Cabral 2003, 121). Por ejemplo, se utiliza para hablar de personas con clítoris demasiado grandes o penes demasiado pequeños (según los estándares médicos), personas con tejido ovárico y testicular, individuos con cromosomas XXY, XYY, etc. Es una variación corporal atípica pero no infrecuente: hay debates sobre el número exacto pero se suele afirmar que entre el 1% y 2% de la población tiene rasgos intersexuales.
Money acuña la noción de género para referirse a la masculinidad y feminidad de quienes no eran fácilmente reconocibles, en términos biológicos, como varones o mujeres. Lo que el científico notó en su investigación doctoral, para la que revisó y sistematizó 60 años de literatura médica sobre este tipo de casos, es que, en general, las personas intersexuales se identificaban como varón o mujer según la forma en que habían sido criadas y socializadas. Personas intersexuales con diagnósticos idénticos, por ejemplo, podían identificarse ya sea como niñas, ya sea como niños, según su tipo de educación.
Money y sus colegas de John Hopkins llegaron a la conclusión de que los datos biológicos no permiten predecir si una persona intersexual se identificará como varón o mujer. Es decir, si examinamos solamente los cromosomas, las hormonas o las gónadas, no podremos saber si esa persona adoptará una identidad de género masculina o femenina. Necesitamos algo más, alguna categoría extra que nos permita ir más allá del sexo para adentrarnos en la mente y la historia del individuo.
Como afirma Money, antes de que él introdujera la noción de género, en las ciencias biomédicas solo existía la noción de sexo (2016)1. Sexo remitía a toda una serie de rasgos biológicos vinculados a los sistemas reproductivos. El problema era que se trataba de un concepto demasiado ambiguo. Se empleaba para hablar de aspectos corporales (sexo masculino para individuos con pene y testículos, sexo femenino para quienes tenían vagina y ovarios), de relaciones sexuales (i.e. tener sexo), de la preferencia erótica (i.e. homosexual, heterosexual, bisexual, etc.) o para nombrar los roles socialmente establecidos de varones y mujeres.
Además de esta polisemia, Money afirmaba que los avances científicos del siglo XX complicaron cualquier búsqueda de una «definición unitaria del sexo» (2016, 21). Si en el siglo anterior se creía que el sexo estaba determinado por las gónadas, los desarrollos endocrinológicos y genéticos de principios de siglo XX mostraron que existía una gran variedad de elementos relacionados con el sexo, como los cromosomas, los estrógenos y los andrógenos. Estos elementos no solo eran irreductibles entre sí sino que, a veces, no se alineaban como era esperado. La expectativa era que los cromosomas sexuales den lugar a gónadas y genitales determinados. En general, los individuos XY desarrollan testículos que, a su vez, producen los andrógenos que dan lugar al pene; las personas XX, por su parte, suelen desarrollar ovarios que luego secretan los estrógenos que permiten la conformación de la vulva y vagina. Pero, en la práctica, encontramos muchísima más variedad corporal. Combinaciones cromosómicas alternativas a XX o XY, individuos con gónadas masculinas y genitales femeninos, personas insensibles a los andrógenos o estrógenos, solo para mencionar algunos ejemplos.
Money propuso una clasificación de cinco variables relacionadas con el sexo: sexo cromosómico, sexo gonadal, sexo morfológico interno, sexo morfológico externo y sexo hormonal. A esto, le sumó una sexta categoría: el sexo de asignación y de crianza que, en general, depende de la morfología externa. Pero faltaba algo más:
El séptimo lugar al final de esta lista era un espacio en blanco anónimo que pedía a gritos un nombre. Después de quemarme las pestañas, llegué al término rol de género, conceptualizado al mismo tiempo como algo privado, en cuanto imaginación e ideación, y como algo público, en cuanto manifestación y expresión (Money 2016, 21).
Para Money, rol de género remite a dos caras de la misma moneda: es la sensación interna de ser varón o mujer (lo que, luego, el psiquiatra Robert Stoller llamó identidad de género) y cómo se expresa públicamente ese sentimiento (a través de gestos, preferencias, comportamientos). Estos dos aspectos del género (sentido interno y expresión externa) no solo no pueden ser escindidos sino que se retroalimentan. Como afirma Nikki Sullivan, «el rol de género es performativo en dos sentidos: es una acción o conjunto de acciones que una persona realiza corporalmente, en un mundo de y con otros y, al mismo tiempo, es constitutivo del yo» (2015, 22).
Como él mismo afirmó, su noción de rol debe entenderse en un sentido sociológico, es decir, no se trata de un guion que un actor pueda abandonar cuando deja el escenario sino que «en el cerebro, se convierte en una plantilla permanente o en mapa mental personalizado» (1985, 281). Además, la persona no solo es portadora de un rol de género sino que se convierte en un ejemplo «a través del cual ese modelo es transmitido socialmente a los otros» (281).
Introducir la noción de género, le permitió a Money traspasar el plano exclusivamente biológico para centrarse en la psicología del individuo así como en los marcos culturales que inculcan cuáles son los comportamientos adecuados para mujeres y varones2. Pero, ¿qué sucede, entonces, con las otras variables relacionadas con el sexo? Como vimos, Money creía que no permitían predecir la identidad de género de una persona. La única variable que el doctor consideraba relevante era la morfología externa pero no porque sea una fuerza biológica que nos conduzca a actuar como varones o mujeres sino porque suelen ser utilizada como criterio para asignar el sexo masculino o femenino.
Pero que el sexo no permita predecir o determinar el género de un individuo no significa que sea insignificante. Por un lado, como veremos en breve, para Money la mente es parte del cuerpo (incluso llegó a afirmar que el órgano sexual más importante es el cerebro). Por otro lado, nuestra identificación como varones o mujeres no es independiente de nuestra autopercepción corporal. Hay un sentido importante en el que la apariencia biológica influye en nuestro sentido del yo, incluido el rol de género. Money se fastidia con quienes pretendes desexualizar el género, como si las personas fueran mentes sin cuerpo, como si ser varón o mujer no tuviera nada que ver con nuestra apariencia biológica (1985, 2016).
Es así que llegamos al segundo hito de Money (el primero, recordemos, fue introducir la noción de género): la creación de los protocolos de intervención en pacientes intersexuales. Estos protocolos estaban basados en dos principios: primero, intervención quirúrgica y hormonal para normalizar la genitalidad ambigua y, segundo, recomendaciones a la familia y entorno cercano sobre cómo tratar a sus hijos o hijas. Para Money la crianza y socialización, ya sea como varón, ya sea como mujer, no era independiente de la apariencia biológica de sus pacientes intersexuales. En estos casos, primero había que fijar el sexo para después fijar el género. La primera tarea caía en manos del equipo médico (de las áreas de pediatría, cirugía, endocrinología) y la segunda era responsabilidad de la familia. Una vez que se determinaba cuál era el mejor sexo para el paciente, su entorno debía asegurarse de criar a su bebé en concordancia, enseñándole todo lo que un niño o una niña debe aprender para poder ser llamado niño o niña.
A pesar de que Money reconocía que las diferencias en los roles de género son variables en tiempo y espacio, consideraba que, en general, todas las sociedades asignan conductas dimórficas a varones y mujeres; y esto era lo que la familia debía enseñar. Por ejemplo, en el artículo sobre el caso Reimer, Money relató cómo era la crianza diferencial que recibían Brenda y su hermano gemelo, Brian (Money 1975). Ni bien transformaron a Bruce en Brenda, le pusieron vestidos, le dejaron crecer el pelo, le dieron muñecas y la obligaron a hacer pis sentada; también se la reprimía cuando se exploraba eróticamente (a su gemelo sí se lo permitían) y cuando jugaba bruscamente; las tareas domésticas eran responsabilidad de la madre y de Brenda, a Brian no le interesaban y tampoco se lo demandaban. Ambos aprendieron que la meta en la vida era formar una familia (heterosexual) pero a Brenda le enseñaron que su rol principal era cuidar más que proveer (Money les aconsejó que le adelantaran que ella iba a poder ser madre pero por adopción). Esta crianza dimórfica y estereotipada era estrictamente orquestada por Money.
Quisiera cerrar esta sección destacando que el cambio de paradigma que trajo aparejado la teoría de Money fue radical. En palabras de Jennifer Germon, «El equipo médico ya no estaba obligado a descubrir el verdadero sexo de una persona; ahora su trabajo consistía en determinar el mejor sexo para cada uno de sus pacientes» (2009, 24). Lo novedoso, también, es que la excepción explicaba la regla. Si bien Money acuñó la noción de género para pensar la intersexualidad, rápidamente se volvió una herramienta para explicar cómo todas las personas desarrollamos nuestra identidad de género (y, por eso, podía funcionar en caso como el de Reimer, donde la variación corporal no dependió de una condición hereditaria, sino de mala praxis).
Período crítico
Aunque intenté mostrar que Money reconoce la importancia de la apariencia biológica, así y todo se le podría objetar que desestima el poder causal de las variables biológicas. Esto es en parte cierto; sin embargo, Money explícitamente repudiaba la etiqueta de construccionista social, por lo que entendía un «determinismo sociocultural» (2016, 27). Aunque era un fuerte crítico del dualismo cartesiano, reconoce que, por su formación como psicólogo, tendió a sobreestimar el papel de la crianza y las relaciones sociales. Pero esto solo explica el resultado del proceso, no sus condiciones de posibilidad. Como señala Sullivan, Money se consideraba a sí mismo un interaccionista, es decir, alguien que «reconoce los efectos generativos tanto de la biología como de la cultura» (2015, 19). Para mostrar la imbricación entre lo biológico y lo cultural, Money desarrolló su propia versión del llamado período crítico. Esta noción tenía como fin propiciar «un cambio de paradigma que se alejara de la yuxtaposición de los dos términos, naturaleza/cultura, hacia una integración de tres términos: naturaleza/período crítico/cultura» (Money, 1985, 284).
A partir de la comparación con estudios de etiología animal, Money llegó a la conclusión de que, en los seres humanos, las hormonas gonadales generan un esquema cognitivo —que luego llamará mapa de género— que permite codificar la masculinidad, la feminidad o la androginia (Money 2016). Qué tipo de esquema desarrolle un individuo depende de los estímulos que reciba en el período crítico. Este período es importante ya que le permite conectar aquello que, a veces, aparece separado: lo innato y lo adquirido. Es una noción que no inventa él sino que retoma de la endocrinología, más particularmente de la obra de Charles Stockard en la década de 1920, quien introdujo esta noción para describir eventos prenatales cuyos efectos se manifiestan después del nacimiento (Germon 2009). Se trata de un período no solo altamente sensible a los estímulos externos sino que tiene consecuencias prácticamente irreversibles en el futuro desarrollo del individuo.
Money recupera esta noción pero la sitúa ya no en la etapa prenatal sino en la posnatal: es una ventana de tiempo que se abre en el nacimiento y que dura hasta aproximadamente los dieciocho meses de vida o los dos años de edad. Durante la pubertad, también hay un período de alta sensibilidad a los estímulos externos, aunque menos determinante que la primera. En estos primeros meses de vida, en general, el individuo comienza a identificarse con su progenitor y con sus pares del mismo sexo y se diferencia de su progenitor y de sus pares del sexo opuesto. Se trata de un proceso positivo de identificación y negativo de complementación: aprendemos a actuar no solo de forma similar a nuestro sexo sino también de forma complementaria al otro sexo. Si hay solapamientos entre la identificación y la complementación, resulta en un esquema andrógino que suele ser menos usual.
Money sostenía que aprender el género es igual a aprender un lenguaje: todos los seres humanos tenemos la misma habilidad biológica de aprender un idioma pero qué idioma aprendamos depende del entorno social: «El mismo principio se aplica al dimorfismo de roles masculino/femenino. La capacidad está dada filogenéticamente, mientras que la actualidad está dada ontogenéticamente» (2016, 36).
En una publicación conjunta con Anke Ehrhardt, ambos caracterizan la génesis del rol de género como un proceso multivariado y secuencial: hay toda una serie de estímulos internos y externos (i.e. influencias hormonales, genéticas, patrones cerebrales, imagen corporal, autopercepción, socialización, comportamiento del entorno) que van operando en distintos momentos y que permiten explicar, en conjunto, el género que adopta una persona adulta (Money y Ehrhardt 1972). Así y todo, el período crítico tiene prioridad. En este punto Money es categórico: una vez que el género se imprime en el cerebro en estos primeros dieciocho meses, queda establecido y es casi imposible desaprenderlo. Esto es así tanto para el desarrollo normal como para el atípico: «Sea cual sea la consecuencia de un desarrollo fallido o erróneo durante el período crítico, es fija e irreversible. No es posible retroceder y comenzar de nuevo una segunda vez» (Money 2016, 95). Así como nunca olvidamos nuestro idioma nativo (aunque nos mudemos a otro país y aprendamos nuevas lenguas), lo mismo podemos afirmar del género.
Todo esto es importante para entender la premura en el tratamiento de pacientes intersexuales: una vez que esta ventana de tiempo de cierra, la identidad de género puede verse corrompida. También es lo que permite entender que Money rechace las terapias de conversión para personas transexuales adultas: una vez que esa persona ha adquirido su rol de género (aunque este no coincida con el que se espera de esa persona por su genitalidad), no hay convencimiento que pueda anularlo (Money y Tucker 1975). Nadie ni nada puede cambiar el género de una persona transexual adulta, solo es posible ayudar a que su morfología externa coincida con su sentido interno (y cabe mencionar que, desde los 1970, Money viró su atención al tratamiento de reasignación sexual a personas transexuales). Como afirma en un libro coescrito con Patricia Tucker, Sexual Signatures, «Una vez que se cierra, la puerta de la identidad de género queda firmemente asegurada. (Money y Tucker 1975, 98).
Más allá del debate naturaleza/cultura
Al situar el período crítico ya no en la vida intrauterina sino en el lapso que va del nacimiento a los dieciocho meses de vida, Money pudo incluir una gran cantidad de factores que entran en juego en la determinación del género: variables sexuales (cromosomas, hormonas, gónadas) pero también aquellas relacionadas con la crianza y la socialización. En su modelo interaccionista o biosocial, la biología importa por dos motivos: porque la condición de posibilidad de los mapas de género es hereditaria y porque la morfología sexual es importante para la autopercepción propia y ajena. Pero, recordemos, que ninguna variable biológica tiene, por sí sola, el poder de determinar el rol de género de una persona: ni los cromosomas, ni las hormonas, ni las gónadas.
Para Money, el órgano sexual por excelencia es el cerebro; esta es la interfaz en la que lo cultural y lo biológico interactúan, especialmente durante el período crítico. La génesis del género, por ende, no es ni puramente natural ni puramente cultural.
La plasticidad biológica que Money le adjudica al cerebro permite entender el valor preferencial que le otorga a la crianza y socialización; pero esta plasticidad tiene un límite, tanto en términos de sexo como de género. Money señala que, en principio, las gónadas de un feto pueden desarrollarse en cualquiera de las dos direcciones (lo que en biología se conoce como bipotencialidad) pero una vez que se especifican, no hay vuelta atrás (es decir, una vez que se convirtieron, por ejemplo, en testículos, no se pueden transformar en ovarios). Lo mismo sucede con el comportamiento: «Al principio conducías por toda la carretera, pero a medida que ibas avanzando, tendías a ceñirte cada vez más a los carriles señalados y socialmente prescritos para tu sexo» (Money y Tucker 1975, 73).
Money llegó a afirmar que, al fin de cuentas, no importa tanto saber si el origen del género es natural o adquirido ya que una vez que algo se imprime en el cerebro, «funciona como naturaleza» (2016, 96), es decir, se transforma en parte de la biología estructural del cerebro3. En su modelo interaccionista, los ojos, los oídos y los otros sentidos tienen la misma capacidad de programar el cerebro que los genes y hormonas. Si bien es importante saber qué factores afectan y cuándo, «es todavía más importante saber que una vez que ingresan en el cerebro, se fijan inmutablemente» (2016, 96).
A diferencia de lo que plantean algunos de sus críticos, para Money sexo y género no son opuestos.
Es cierto que el sexo no es lo mismo que el género pero sí es uno de sus elementos constitutivos. Como afirma Germon, «Money insistía en que sexo y género no eran sinónimos ni antónimos, aunque a menudo se utilizaban como tales» (2009, 82). Si queremos entender por qué se los piensa como opuestos, tenemos que introducir un nuevo personaje en esta historia: el psicólogo Robert Stoller.
Stoller se dedicó a separar aquello que, para Money, estaba unido: rol de género e identidad de género, por un lado, y sexo y género, por el otro. En primer lugar, el autor sostuvo que puede haber incongruencias entre las expresiones públicas del género y la identidad de género de un individuo, como se ve en etapas tempranas de la vida de personas transexuales. En segundo lugar, remarcó que hay diferencias fuertes entre el género (que es objeto de estudio de la psicología e incluye comportamientos, pensamientos y personalidad) y el sexo (que es objeto de estudio de las ciencias biológicas e incluye las variables que Money había identificado). Según este esquema dual, el género es lo adquirido y el sexo, lo innato (una distinción temporal que Money repudiaría). Además, ya no son consideradas fuerzas en colaboración sino agentes causales que pueden anularse mutuamente.
Como psicólogo, Stoller proponía centrarse en el género, sin recurrir a fuerzas biológicas para explicar cómo y por qué los varones y mujeres son como son. Sin embargo, como remarcan sus críticas, el sexo reaparecía constantemente en su obra, especialmente cuando su modelo psicológico flaqueaba. Aquellos momentos en que Stoller no podía explicar por qué una persona actuaba de una forma discordante a lo que su genitalidad y su crianza parecían indicar, la respuesta solía yacer en «algunas fuerzas biológicas» (Germon 2009, 69). Si, para Money, esas discordancias tenían su génesis en fallas ocurridas durante el período crítico, para Stoller la explicación yacía en algún tipo de influencia biológica (a veces, las hormonas, otras veces, los cromosomas sexuales). Ya no se trataba de errores en un proceso biocultural, como en Money, sino de dos fuerzas en pugna: lo natural y lo cultural, lo innato y lo adquirido. Según Stoller, la biología sí tenía el poder de anular la influencia de la crianza y la socialización.
Por todo lo anterior, creo que no es tan fácil afirmar, como hacen algunos referentes de los movimientos antigénero, que Money sea un construccionista radical desinteresado por la biología. Como vimos, la biología es importante aunque ninguna de las variables por sí solas sea responsable de determinar el rol e identidad de género. La adquisición de género es un proceso multivariado y secuencial en el que interactúan diversos elementos; algunos de ellos suelen asociarse con la biología y otros con la cultura, pero todos entran en juego de forma compleja. Es cierto que la crianza y la socialización tienen preeminencia y pueden, de hecho, producir una identidad de género que difiera del sexo genético y gonadal. Pero esta crianza y socialización necesitan encarnarse en un cuerpo con una genitalidad socialmente reconocible (i.e. vulva para las mujeres y pene para los varones). La biología es importante para Money ya no como una fuerza causal independiente de nuestras acciones sino como la materia que puede y debe ser intervenida para garantizar la alineación entre el género y la morfología externa. Si bien esto le permite eludir la crítica del desinterés biológico, no es algo positivo en sí mismo: esta forma de pensar la alineación necesaria entre sexo y género es lo que le permite vulnerar los derechos de sus pacientes menores de edad.
Coincido con Bernice Hausman (2000) cuando nos invita a superar la falsa bifurcación a la que nos llevan planteos como los de Diamond y Sigmundson o el de Colapinto:
O bien la identidad de género es construida socialmente a través de las respuestas del individuo a los estímulos del entorno antes de los dos años, o bien la identidad de género es innata y está determinada por la genética, las hormonas prenatales o alguna otra fuerza psicológica (o combinación de fuerzas) durante el desarrollo fetal. (Hausman 2000, 116)
Pero hay otras opciones para caracterizar la constitución del género, opciones que no necesariamente abrevan en el dualismo naturaleza/cultura. Si bien no puedo desarrollarlas aquí en profundidad, la epistemología feminista y los nuevos materialismos feministas, se han dedicado en las últimas tres décadas ha ofrecer varias alternativas (Pitts-Taylos 2016; Solana 2022; Keller 2023).
Tampoco es el único enfoque desde el cual se puede analizar la obra de Money. De hecho, creo que enfocarnos únicamente en la pregunta de cuán constructivista es su obra desvía la atención de otros problemas más graves, muchos de los cuales expondré en el próximo apartado. Por eso, considero que necesitamos desarrollar otro marco crítico para interpretar su teoría, uno que nos permita trascender la dicotomía naturaleza/cultura.
Los problemas son otros
En El espejismo de un espacio entre naturaleza y cultura (2023), la filósofa feminista Evelyn Fox Keller analiza las implicancias, supuestos y malentendidos que generó el debate naturaleza/cultura. En especial, objeta una de las formas en que este debate fue interpretado: como si existieran dos fuerzas que, independientemente, contribuyen a dar forma a un rasgo. Para esta autora, cuando pensamos en rasgos de un individuo (como su altura o su inteligencia) es imposible «separar las contribuciones de la naturaleza y las de la crianza para tratar de estimar su importancia relativa» (2023, 12). Y es imposible por varios motivos: porque los términos en uso son ambiguos (no siempre lo natural y el entorno significan lo mismo), porque en procesos multicausales y sobredeterminados no podemos desglosar tajantemente los factores de influencia, y porque muchas veces lo que se quiere discutir es otra cosa.
Keller señala que a pesar de que este debate suele ser descartado como obsoleto o superado, todavía hay algo en la oposición entre naturaleza y cultura que capta el interés del público. La popularidad del libro de Colapinto y la reciente irrupción de la crítica a la «ideología de género» parecen respaldar esta afirmación. Según la filósofa, parte de este interés está vinculado a una de las preocupaciones subyacentes en este debate: la cuestión de cuán fija o maleable es la naturaleza humana. Cuando decimos que un rasgo es natural o cultural, a menudo lo que queremos decir es que ese rasgo es o bien innato y no puede ser cambiado tras el nacimiento, o bien adquirido y sí puede transformarse por influencias del entorno. Pensemos, por ejemplo, en la expresión «nació así». Esta frase no debe ser tomada en sentido literal: no significa que tal persona haya sido de esta forma desde que nació sino que nada de lo que le sucedió posteriormente tiene el poder de cambiar su destino. Es cierto, afirma Keller, que hay rasgos prácticamente imposibles de cambiar tras el nacimiento, como la cantidad de dedos que tenemos (salvo un accidente) o el no tener la capacidad de respirar bajo el agua. Pero hay otros que sí cambian, especialmente los llamados «rasgos conductuales, ya que hoy sabemos que casi nada en el cerebro queda del todo fijado en ningún punto del desarrollo» (Keller 2023, 118).
Si nuestra preocupación es determinar cuán maleable es un rasgo —y creo que, en los debates sobre la identidad de género y la orientación sexual, esta es la pregunta de fondo— la autora propone «reformular la pregunta por la naturaleza y la cultura, y preguntar, en cambio: ¿qué tan maleable es un rasgo, en una determinada edad de desarrollo?» (118). La ventaja de esta pregunta, a diferencia de la anterior, es que puede ser abordada empíricamente, observando si cierto rasgo ha sido modificado, cómo y cuándo. Además, tiene el beneficio de que «abandona toda implicación sobre la agencia causal por la cual un rasgo llega a ser más o menos fijo o más o menos maleable» (119), algo que en procesos muticausales y sobredeterminados es importante. Ya no se trata de ver cuánto aporta la naturaleza y cuánto la cultura, ni si uno tiene el poder de anular al otro. Se trata de preguntar cuán plástico es un rasgo y en qué momento permite más mutaciones.
Keller agrega que es conveniente dejar de pensar a la plasticidad como relacionada a influencias pre y/o posnatales ya que «no hay nada especial en el nacimiento como punto de corte» (118). Money estaría de acuerdo en no concebir al nacimiento como momento bisagra, pero se le podría replicar que tampoco hay nada de especial en el período crítico, como veremos a continuación.
Siguiendo las advertencias de Keller, creo que la pregunta por la plasticidad está en el corazón de los intereses de Money y de sus críticas. Y no es solo uno de sus aspectos centrales sino también uno de los más cuestionables. Como señala la pensadora feminista Victoria Pitts-Taylor, la plasticidad cerebral es un hito de las neurociencias modernas. En este campo, se sabe que el cerebro es relativamente plástico desde hace más de un siglo. Sin embargo, los estudios neurocientíficos del siglo pasado solían limitar esta noción «al desarrollo de cerebros muy jóvenes, al aprendizaje y la memoria, y a la recuperación de lesiones» (2016, 17). En el siglo XXI, en cambio, la tesis de la plasticidad neuronal fue extendida y es común hoy en día escuchar que el cerebro se modifica por la experiencia a lo largo de toda la vida.
Ahora bien, no todas las áreas de la experiencia humana son concebidas como igual de plásticas. Pitts-Taylor remarca que, incluso en los estudios neurocientíficos recientes, hay un área que no goza de la misma flexibilidad que otras: la diferencia sexual. En estos estudios, especialmente aquellos influenciados por las teorías evolucionistas, se siguen manejando con un cerebro del siglo XX: dimórfico, fijo y programado prenatalmente:
Incluso en la era de la plasticidad neuronal, algunos investigadores de la diferencia sexual afirman no solo que el cerebro se organiza en el útero como masculino o femenino, sino también que esta organización da forma a la identidad de género, la orientación sexual y los rasgos cognitivos de los individuos. (Pitts-Taylor 2016, 6)
Es cierto que, según Money, la codificación del género no ocurre intrauterinamente. Sin embargo, el hecho de situarla en el período crítico, fuera del útero, no lo protege contra la fijeza e irreversibilidad de la identidad de género adquirida. Siguiendo a Keller y Pitts-Taylor, creo que es importante reconocer mayor dinamismo al cerebro generizado o por lo menos durante una mayor cantidad de tiempo.
No obstante, tampoco se trata de romantizar la plasticidad. Pitts-Taylor advierte que hay que tener una actitud recelosa hacia la plasticidad cerebral, especialmente cuando puede ser explotada para el control y la manipulación. Siguiendo a Catherine Malabou, la autora marca una afinidad entre la exaltación de la plasticidad cerebral y la demanda de constante flexibilidad, multitasking y resiliencia del capitalismo tardío. Afortunadamente, según estas autoras, la constitución cerebral no es tan fácil de controlar y alterar biopolíticamente: «la verdadera plasticidad es más rebelde» (Pitts-Taylor 2016, 19).
Este punto es importante para revisar otro de los problemas del planteo de Money: el voluntarismo que subyace a la confianza del equipo médico para decidir y recrear el «mejor» género para sus pacientes intersexuales. Todo esto nos conduce a hablar de los abusos de autoridad médica. Para empezar, es importante señalar que el deseo de intervenir en cuerpos sexualmente ambiguos es problemático, ya que la gran mayoría de casos de intersexualidad no representan un riesgo para la vida. Estos cuerpos suelen ser sometidos a corrección no por motivos de salud, sino por razones estéticas y culturales. La teoría y el activismo intersexual han resaltado que esto obedece «al sistema cultural de los géneros en el que la biomedicina funciona, y la estigmatización de los cuerpos que varían» (Benzur y Cabral 2005, 295). En el caso de Money, es sorprendente que a pesar de estar familiarizado (por su investigación doctoral) con numerosos casos de pacientes intersexuales que, sin haber recibido intervenciones, llevaban vidas adultas felices, jamás haya contemplado la posibilidad de no intervenir tempranamente. El binarismo es un valor más que un hecho. Cuando los nacimientos intersexuales ponen en duda este valor, lejos de multiplicar las categorías, se busca adaptar los cuerpos al esquema dual. Como sugieren Diana Maffía y Mauro Cabral, esto se da en «una cultura dicotómica que fuerza no sólo la interpretación de los cuerpos sino su misma apariencia» (2003, 88).
Germon plantea algo similar: «A pesar de tener conocimiento de primera mano de que los humanos existen en más variedades que n=2, estos investigadores no pudieron concebir una subjetividad hermafrodita o intersexual saludable» (2009, 51). Si las únicas opciones consideradas «normales» son dos, varón o mujer (y con genitales concordantes), la intersexualidad será percibida como una anomalía a ser resuelta. El problema se intensifica cuando esta resolución no queda en manos del paciente (que es menor de edad) sino del equipo médico. Como afirma Cabral, la intervención temprana le roba «a ese niño o niña la posibilidad de decidir acerca de la necesidad de modificar [su cuerpo] o no en el futuro, con pleno conocimiento de las consecuencias que cada decisión comporte» (Benzur y Cabral 2005, 295).
En el libro de Colapinto y en el artículo de Diamond y Sigmundson, aparecen varios testimonios de David Reimer en el que afirma que nunca fue escuchado y que eran los médicos quienes tenían la última palabra.
Como dijimos, estas intervenciones obedecían a un enfoque demasiado voluntarista de la adquisición del género. La visión fija e irreversible de la identidad de género, una vez que se cierra el período crítico, convive con una confianza excesiva en la capacidad del equipo médico de crear el «mejor» género para sus pacientes en ese brevísimo lapso de tiempo. A pesar de que Money haya fundamentado su teoría del rol en la sociología, no retoma de esta una de sus enseñanzas claves: no hay ningún médico, familia o entorno inmediato que tenga la habilidad de crear el género de nadie.
Para cerrar esta sección crítica, quisiera introducir otro sesgo en la obra de Money que podemos poner en duda: la complementariedad entre varones y mujeres. Esta complementariedad es una parte integral de los protocolos de intervención a pacientes intersexuales porque se necesita para el correcto desarrollo de los mapas de género. Para que los esquemas de género logren imprimirse en el cerebro sin fallas, lo más importante es aprender la diferencia entre varones y mujeres, tanto en su biología como en sus conductas. Cuando vimos con el caso Reimer, la educación de Brenda y de su gemelo era radicalmente dimórfica: mientras a la primera se la inculcaba para asumir una feminidad estereotipada, al segundo se le educaba en la masculinidad más tradicional.
Si bien no pude desarrollar los lineamientos de esta crianza dimórfica, algunas de las técnicas desplegadas por Money eran éticamente reprobables. Por ejemplo, para que sus pacientes entendieran la diferencia sexual, el doctor les mostraba imágenes pornográficas. En el libro de Colapinto, aparecen testimonios de David en los que relata que Money era una persona completamente diferente dependiendo si su madre o padre estaban con ellos en el consultorio. Cuando Money estaba solo con los gemelos, les mostraba fotos de niñas y niños sin ropa y de adultos teniendo sexo; el objetivo era que aprendieran «lo que las mamás y los papás hacen» (Colapinto 2013, 64). David también recuerda que obligaban a los gemelos a desnudarse, uno frente al otro, para que compararan cómo eran los genitales de una niña y de un niño.
Germon (2009) destaca una contradicción en Money: si bien estaba explícitamente a favor de la liberación femenina y de las nuevas posibilidades para las mujeres del siglo XX, no les otorgaba la misma libertad a sus pacientes intersexuales. En estos casos, como la meta era reforzar la opción de género elegida, no había mucho margen para experimentar ni para alejarse de las normas sociales.
Se podría objetar que estas críticas son injustas y que no podemos juzgar a Money con el diario del lunes. Hoy en día, los ideales del binarismo y de la complementariedad fueron ampliamente cuestionados, pero no era el caso en las décadas de 1950, 1960 o 1970.
No obstante, recordemos que Money era contemporáneo a Alfred Kinsey y estaba familiarizado con los experimentos de William Masters y Virginia Johnson (el matrimonio, de hecho, fue invitado a colaborar en uno de los libros que él compiló). Al mismo tiempo que Money defendía sus protocolos para «corregir» y «normalizar» la ambigüedad genital, había otras investigaciones que ponían en duda la idea misma de una «vida sexual normal». Ian Morland (2015) señala, por ejemplo, que a pesar de que Money conocía de primera mano los estudios empíricos de Masters y Johnson que demostraban que, para alcanzar el orgasmo, las mujeres no dependían tanto de la penetración como de la estimulación del clítoris, al momento de tratar el caso Reimer, el doctor no pudo contemplar la posibilidad de que llevara una vida (hetero)sexual plena sin tener un pene.
Cierre
Siguiendo la propuesta de Keller, creo que el interés por saber hasta qué punto fenómenos como la identidad de género o la orientación sexual son naturales o culturales está vinculado a nuestro deseo de comprender cuán maleables o rígidos son. Mientras que gran parte de la teoría queer ha argumentado que los modos de ser gay, heterosexual, cis o trans son históricos, situados y contextuales, una parte del activismo LGBT recurre a una estrategia divergente: la afirmación de que «nacimos de esta forma». Para estos grupos, apelar al innatismo es una forma de resistir las terapias de conversión, las cuales asumen que las orientaciones sexuales e identidades de género son elecciones que pueden ser cambiadas a voluntad. Esta estrategia puede parecer similar a la de los grupos conservadores que defienden un orden natural que diferencia (y jerarquiza) entre varones y mujeres, así como entre heterosexuales y homosexuales; pero su fin es completamente diferente. En este sentido, acuerdo con Julieta Massacese (en prensa) cuando propone que no hay un vínculo necesario entre el construccionismo y el progresismo ni entre el determinismo biológico y el conservadurismo. En todo caso, la tarea consiste en analizar de qué manera las teorías y narrativas que se apoyan ya sea en la idea de naturaleza, ya sea en la de construcción social (o en ambas), caracterizan el mundo, la política y la acción humana.
En este sentido, considero que, si queremos reconocer los matices, las potencialidades y las limitaciones de una teoría de género, es conveniente salir del atolladero natural versus cultural. En este artículo, centré mi crítica hacia Money en otra preocupación: la pregunta sobre la plasticidad (o no) de los roles e identidades de género. Hablar de una identidad o sexualidad que se fija durante el período crítico (y por lo tanto es irreversible), dificulta reconocer los vaivenes y mutaciones que cualquier individuo puede experimentar. En general, las narrativas gays más populares son las del coming out: un sujeto finalmente descubre su verdad oculta, que le atraen las personas del mismo sexo. Pero la teoría y cultura queer muestra que también hay otras trayectorias: personas gays que luego se enamoran de personas del otro sexo; personas trans que, después de un tiempo, detransicionan, etc. El deseo y la identificación no tienen por qué ser entendidos como puntos de llegada definitivos; también pueden ser considerados paradas transitorias en un proceso de final abierto.
En este artículo sugerí que en lugar de tomar posición en el debate sobre si el género es natural o construido, es más productivo indagar sobre su plasticidad y dinamismo. No solo es imposible establecer cuánto contribuye la naturaleza y cuánto la cultura a la identidad (dado que no son fuerzas independientes), sino que centrarnos en este dilema no nos permite identificar problemas más urgentes. Al fin y al cabo, no importa tanto si Money es un construccionista o un biologicista; sus dificultades son otras. Por un lado, Money adopta una concepción demasiado estática e irreversible de la identidad de género (i.e. lo que sucede durante el período crítico es prácticamente inmutable). Por otro lado, esta rigidez coexiste con una mirada demasiado voluntarista y maleable de la constitución del género durante ese breve período. El modelo de Money, así, reemplaza la fe en el destino biológico por la fe en otro destino que, aunque sea el resultado de una interacción biosocial, es igual de limitante. Si a esto le sumamos los otros problemas que identificamos, como los abusos de autoridad médica, la adhesión acrítica al binarismo y la defensa de una crianza dimórfica basada en la complementariedad entre varones y mujeres, podemos ver que no hace falta dilucidar si Money era construccionista o no para cuestionar su obra. Tenemos elementos de sobra.
Notas
1. En realidad, como vimos, sí existía el género pero en su uso gramatical: «El sexo pertenecía a los genitales y a la procreación como hombre o mujer. El género pertenecía a la filología y la gramática, para la clasificación de sustantivos, pronombres y adjetivos en masculinos, femeninos o neutros» (Money, 2016, 17-18).
2. Money da un buen ejemplo para entender la diferencia entre sexo y género: las muñecas Barbie y Ken son fabricadas sin sexo (o, mejor dicho, sin sexo morfológico externo, según su clasificación). Pero ciertamente no son fabricadas sin género. A pesar de no tener ni vaginas ni penes, manifiestan un género (femenino en el primer caso y masculino en el segundo) que no solo son fácilmente discernibles sino incluso exagerados (2016, 12).
3. A medida que avanzaba su obra, Money otorgó un papel cada más relevante a las hormonas sexuales prenatales como precursores de la masculinidad y feminidad. En este artículo no puedo entrar en estos detalles ya que me centro en su producción más temprana. Para profundizar sobre los cambios en la teoría de Money, recomiendo el libro de Downing, Morland y Sullivan (2015).
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Mariela Solana (mariela.solana@gmail.com) es Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es Investigadora Asistente de CONICET en el Instituto de Investigaciones de Estudios de Género (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Es Directora del Programa de Estudios de Género de la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ). Es autora del libro La noción de subversión en Judith Butler (Buenos Aires: Teseo, 2017). Ha compilado los libros: Pretérito indefinido. Afectos y emociones en las aproximaciones al pasado (Título, 2015), junto a Cecilia Macón; Debates y acciones feministas en las universidades (UNAJ Edita, 2021), junto a Daniela Losiggio; Affect, Gender and Sexuality in Latin America (Palgrave MacMillan, 2021) junto a Macón y Nayla Vacarezza; y El discurso no es destino: debates feministas sobre el cuerpo, la naturaleza y las ciencias junto a María Inés La Greca (Madreselva, 2024). Orcid: https://orcid.org/0000-0001-6894-8082
Recibido: 8 de julio, 2024.
Aprobado: 15 de julio, 2023.