Pablo Pachilla
¿Es la naturaleza nuestra aliada? Sobre el debate en torno a los «actos contra la naturaleza»
Resumen: Partiendo de un diagnóstico referido a la mutación de las estrategias críticas visible en los nuevos materialismos, en el presente trabajo se explora el debate en torno a los llamados «actos contra natura» a partir de las posiciones de Karen Barad y Elizabeth Wilson. El problema concierne a la relación entre naturaleza y moralidad, y el diferendo radica en el rol de la negatividad. Por último, se recurre al trabajo de Lorraine Daston para plantear la pregunta por el concepto de naturaleza en juego y por el tipo de pasiones que se despiertan cuando dichas naturalezas se ven desestabilizadas. Sostengo que la relación entre naturaleza y normatividad es ineludible, y propongo por ende utilizar la categoría de «naturomoral».
Palabras clave: actos contra natura, antinatural, naturomoral, ecología queer, nuevos materialismos
Abstract: Starting from a diagnosis referring to the mutation of critical strategies visible in new materialisms, this paper explores the debate about so-called «acts against nature» from the positions of Karen Barad and Elizabeth Wilson. The problem concerns the relationship between nature and morality, whereas the differendum lies in the role of negativity. Finally, the work of Lorraine Daston is drawn upon to raise the question about the concept of nature at stake and the kinds of passions that are aroused when such natures are destabilized. I argue that the relationship between nature and normativity is inescapable, and thus propose to use the category of «naturemoral».
Keywords: acts against nature, unnatural, naturemoral, queer ecology, new materialisms
I. Naturaleza y crítica
Me aparece en Instagram un video o reel en el que la artista y activista drag Pattie Gonia interpreta, con esas velocidades extremas que manejan las redes, una serie de personajes bien caracterizados que afirman lo siguiente (los nombres genéricos de los personajes aparecen escritos en pantalla):
T3RFS: Discúlpenme, pero hay solo dos sexos.
BIÓLOGOS: La genética es más complicada que eso.
ANTROPÓLOGOS: La cultura también es más compleja que eso.
MICÓLOGOS: Quizás el más asombroso [es] el Schizophyllum commune (Split Gill commune). Tiene 23.328 sexos biológicos (tipos únicos de apareamiento). Me recuerdan a vestidos de baile y fractales. La Naturaleza es Queer. Y nosotrxs también.1
Como epílogo, vemos escrito en pantalla «y la Madre Naturaleza es lesbiana». Una posición como esta habla, más allá de las redes sociales, de un cierto estado de las humanidades. En efecto, hace algunos pocos años el video probablemente hubiese terminado con los antropólogos; es decir, hubiese terminado con un argumento culturalista. En este sentido, la aparición final de los micólogos es paralela a la escena teórica actual correspondientes a los llamados «nuevos materialismos», cuyo objetivo consiste en «dejar atrás tradiciones intelectuales limitadas por los aparentes ‘dualismos’ entre epistemología y ontología, así como entre diferentes áreas del ser como naturaleza y cultura, mente y materia, o vida y tecnología» (Rosa, Henning y Bueno 2021, 5)—. El remate del hongo con miles de sexos coincide por ejemplo con uno de los puntos clave del xenofeminismo, el abolicionismo de género, cuyo lema es «¡Que florezca un centenar de sexos!» (Hester 2019, 125). De hecho, el Schizophyllum es invocado en un texto breve pero pionero intitulado «Naturalmente queer» (Hird 2004, 86). No es entonces un ejemplo aislado, sino que participa de un argumento muy extendido en los debates teóricos actuales de las humanidades.
En este pasaje de la posición culturalista a la «neo-materialista», son dignos de remarcar dos movimientos correlativos: un cuestionamiento con respecto a qué significa hacer crítica y un renovado interés por la naturaleza, que conduce a redistribuir sus bordes, cuando no a cuestionar la pertinencia misma del concepto. El núcleo común de ambos movimientos radica en que, hasta no hace mucho, tener una posición crítica significaba principalmente desnaturalizar. Todo aquello que era considerado natural debía ser mostrado en su faceta humana, social y política. Como escriben Rosa, Henning y Bueno:
El pensamiento progresista a menudo asumía que para hacer lugar a la libertad y la emancipación había que restringir el reino de la naturaleza; (…) en teoría esto significaba desnaturalizar las fuerzas motrices de tales procesos, es decir, desmitificarlas y descubrir su verdadera «naturaleza», que ya no era natural. Para las teorías críticas, detrás de esa dinámica siempre estaba la no-naturaleza, algo más humano y más social, más plástico y modificable: la Razón, en el caso kantiano, o el Espíritu, en la variante hegeliana, o aún (…) la cultura y la sociedad. (…) En resumen, durante la mayor parte del siglo XX, criticar era desnaturalizar, y tener una mentalidad crítica significaba ser un no-naturalista [to be a nonnaturalist]. (2021, 4)
Este frente de batalla fue útil durante dos siglos y, por esa razón, no sería prudente denostarlo. Si las relaciones sociales eran consideradas datos naturales, entonces se percibían como inmutables, puesto que la naturaleza era inmutable. Si la esclavitud hubiese seguido siendo percibida como un «hecho natural», probablemente seguiría rigiendo legalmente —por más que empíricamente nunca haya desaparecido—. Pero ¿qué sucede cuando sabemos que la naturaleza no es inmutable? El contexto que se puede resumir con la palabra «Antropoceno» da cuenta, en efecto, de un punto de partida diferente: por un lado, el ideal de progreso que motorizaba la crítica se ve desdibujado en los tiempos que corren; por el otro, los eventos llamados naturales se ven tan mezclados con acciones humanas que resulta imposible separarlos. Si ya no sabemos muy bien qué es o qué deviene la naturaleza —porque las ciencias de la Tierra nos muestran que «eso» cambia, porque la antropología nos hace cuestionarnos si hay tal cosa como una naturaleza, y porque las biotecnologías permiten modificar lo que otrora era considerado inmutable—, entonces ya no resulta necesario acudir a un espacio trascendente para ejercer la crítica, es decir, para defender argumentativamente políticas emancipatorias. Puesto que la encrucijada en cuanto a qué significa hacer crítica en este nuevo contexto ya fue explicitada en otro lugar (Biset, 2024), me gustaría explorar el otro aspecto del problema: la reaparición de un «interés por la naturaleza» que se sirve de las ciencias naturales para fines ético-políticos al mismo tiempo que desafía la división entre naturaleza y cultura.
El campo emergente de la ecología queer integra, desde una perspectiva heredera de Foucault, «una constelación interdisciplinaria de prácticas que pretenden, de diferentes maneras, alterar las articulaciones institucionales y discursivas heterosexistas predominantes sobre la sexualidad y la naturaleza, así como reimaginar los procesos evolutivos, las interacciones ecológicas y las políticas medioambientales a la luz de la teoría queer» (Sandilands 2016, 169). Es desde este punto de vista que se explora a continuación el debate sobre los «actos contra natura» entre Elizabeth Wilson (2018) y Karen Barad (2012) como caso testigo de los usos políticos de la naturaleza en el contexto de los nuevos materialismos queer. En particular, me interesa explorar la estrategia de «queerizar la biología» (Prum 2023, 35) e incluso la naturaleza en el sentido de la física. A continuación, se recurre al trabajo de Lorraine Daston (2020) para plantear la pregunta por el concepto de naturaleza en juego y por el tipo de pasiones que se ven despertadas cuando dichas naturalezas se ven desestabilizadas. Por último, se subraya la importancia de discutir el concepto de naturaleza presente en apelaciones particulares a la universalidad, esto es, en operaciones teológico-políticas relativas a lo natural.
II. Actos contra la naturaleza
En un contexto en el cual, aún en los deportes de alto rendimiento, «la propia biología sexuada se revela plástica, técnicamente mediada y susceptible de modulación parcial» (Martín 2023, 64), no es extraño que los argumentos en favor de sexualidades disidentes hayan abandonado en buena medida el culturalismo para volcarse a la materialidad. Dentro de los feminismos, cabe remarcar la importancia de Feminismo de las tripas (2021 [2015]), libro en el que Wilson desarrolla una investigación sobre la relación entre el intestino y la depresión que sortea el dualismo naturaleza/cultura. Como sostiene allí, el libro «no es un argumento que coloca el intestino por sobre el cerebro, las drogas en lugar de la palabra, la biología sin la cultura; más bien, es una exploración de las notables intra-acciones de eventos melancólicos y farmacéuticos en el cuerpo humano» (Wilson 2021, 58). Si bien el caldo de cultivo venía dado por la obra de Sandra Harding y especialmente de Donna Haraway, marcan un punto bisagra en el cambio de siglo los trabajos de Anne Fausto-Sterling (2000) y Evelyn Fox-Keller (2000), los cuales «difundieron en una amplia audiencia la idea de que la biología era un sitio de argumentación política y conceptual importante para el feminismo» (Wilson 2021, 44).
Me interesa detenerme, sin embargo, en la objeción que Wilson plantea, en un texto posterior, a la afirmación de Karen Barad (2012) según la cual no existen «actos contra natura» o «actos contra la naturaleza». Si bien el texto de Barad merecería un análisis más detallado, el argumento que aquí nos concierne se puede resumir en los siguientes términos: si «no hay un afuera de la naturaleza desde el cual actuar» (2012, 47), entonces no hay «actos contra la naturaleza», sino solo «actos de la naturaleza». Un procedimiento simple y eficaz para desmontar la noción misma consiste en señalar su ambigüedad intrínseca: son concebidos como por fuera del orden natural, pero también como un exceso de naturaleza. Esto resulta claro cuando se acusa a alguien de «actuar como un animal» al cometer un crimen contra natura.
Es evidente que la división naturaleza/cultura está en juego y en peligro [at issue and at stake], pero la lógica que intenta mantenerla es bastante perversa. Por un lado, está claro que se entiende que los seres humanos son los actores, los ejecutores de esos «actos contra natura». El sentido de exterioridad es absoluto: el crimen es contra la propia Naturaleza, contra todo lo natural. La naturaleza es la víctima, la victimada, la agraviada. Al mismo tiempo, se dice que los humanos que cometen «actos contra la naturaleza» actúan como animales. En otras palabras, se considera que el «perpetrador» daña a la Naturaleza desde afuera, pero al mismo tiempo es vilipendiado por devenir parte de la Naturaleza. (Barad 2012, 30)
Desde el momento en que lo antinatural es simultáneamente ultranatural o demasiado natural, el concepto de naturaleza inevitablemente tambalea. De este modo, no es sorprendente que la figura de lo «natura» provoque pasiones intensas, en la medida en que su topología paradojal jaquea la distinción misma entre naturaleza y cultura sobre la cual se asienta la cosmología llamada occidental. Sin embargo, más allá de la paradoja señalada, el argumento conservador le otorga a la naturaleza características arbitrarias de un modo subrepticio y empíricamente cuestionable. Al considerar que la práctica de la sodomía es un acto contra la naturaleza, por ejemplo, se da por sentado implícitamente que la naturaleza es heterosexual. Pero ¿qué pasaría si la naturaleza misma fuese «unx zurdx [a commie], unx pervertidx, unx queer» (Barad 2012, 29)? Es aquí que entra en juego la estrategia consistente en informarnos sobre la diversidad sexual en el mundo animal para rebatir argumentos conservadores —como sostiene Marlene Wayar, «no nos podemos desentender de lo ficcional que es sostener que la naturaleza es eso que piensan ellos» (2021, 215)—. El trabajo de Bruce Bagemihl (1999) adopta dicha estrategia, relevando criaturas homosexuales, bisexuales y transexuales en más de 450 especies. Acudir a la zoología en pos de una filosofía queer es un primer paso, pero Barad pretende ir más lejos. Si en trabajos como el de Bagemihl se trata específicamente del reino animal, en Barad lo queer son las vibraciones mismas de las que estamos hechxs: de la biología a la física, lo queer permea la realidad natural.
En un texto intitulado precisamente «Acts against nature» (2018), Wilson se dedica a problematizar la posición monista subyacente a los intentos de difuminar los límites entre naturaleza y humanidad —que vale, mutatis mutandis, para toda una serie de teóricxs contemporánexs—. Según Wilson, Barad «extiende el proyecto de Bagemihl para abarcar no solo el mundo animal sino la naturaleza en general», de tal manera que Jlos mohos mucilaginosos, los relámpagos, las mantarrayas, los dinoflagelados unicelulares y los átomos son leídos como ‘bichos queer’ [queer critters] que ejemplifican los entrelazamientos constitutivos del mundo material» (2018, 24, 21). En este sentido, Barad «nos insta a replantearnos la naturaleza de la naturaleza misma: si el reino natural se conceptualiza en términos menos deterministas e intransigentes, quizá no sea necesario marcar una oposición entre él y la sodomía» (2018, 22). Su reparo radica en que «las lecturas queer de la naturaleza que valorizan lo inhumano y revalorizan la naturaleza» terminarían reforzando «la legibilidad de lo humano o de lo homosexual como un lugar que hay que proteger contra la deshumanización» (2018, 28). De este modo, la autora puede llegar a afirmar que «la política de lo queer inhumano se orienta hacia fines antisodomitas y afectivamente aplacados [defanged]: la claridad, la identidad y la transformación-afirmación del mundo, la ley y la naturaleza» (27). Las buenas intenciones son forzosamente castigadas.
La ausencia de negatividad, en efecto, volvería inofensivos los intentos —como el de Barad, pero también los de la constelación teórica de la cual participa— de asociar una política queer a una ontología afirmativa.2 En este sentido, según Wilson, «la sodomía no sólo viola las identidades y posiciones que se identifican con demarcaciones racistas, homófobas o misóginas de [las dicotomías] naturaleza/cultura, masculino/femenino o yo/otro», sino que también «arruina los consuelos de los gestos políticos, más cercanos, que bajo la rúbrica de la justicia social o la crítica queer intentan enderezar el mundo» (2018, 24). Así, la autora reivindica una lógica de la sodomía entendida como la potencia de corroer identidades opresoras y enarbolar la nota disonante frente a todo intento de normalización.
La formación en física por parte de Barad juega un rol no subestimable en la extensión de la lógica de lo queer desde los seres vivos hacia la materia en general. Desplegando la ontología de la intra-acción propuesta en Meeting the Universe Halfway (2007), Barad apela a la indecibilidad entre onda y partícula desarrollada por Niels Bohr para ampliar la queerificación de la identidad y la relacionalidad desde la sexualidad animal hasta la producción ontológica misma. De este modo, puede llegar a preguntarse: «¿Y si lo queer [queerness] no residiera en la infracción de la naturaleza/cultura per se», como sucede en las paradójicas acusaciones antisodomitas, «sino en la naturaleza misma de la espaciotiempomaterialización [spacetimemattering]?» (2012, 29) Si algo nos muestra la física es que, de cerca, nada es normal.
En un argumento de inspiración psicoanalítica, Wilson subraya que la primera versión del artículo de Barad (2011) utiliza en la cita previa la palabra breach, que es la palabra ortográficamente correcta para algo así como «infringir». Sin embargo, en la segunda —y «autorizada»— versión del texto, se utiliza —por alguna razón inaprehensible para la conciencia— la ortografía (errónea para el sentido aparentemente deseado) breech, un término en desuso para referirse a la parte baja de la espalda en mamíferos bípedos. Wilson juega con el aparente lapsus para parafrasear la pregunta de Barad en los siguientes términos: «¿y si lo queer estuviera acá (como espaciotiempomaterialización) pero no allá (en el trasero [breech])?» (25). Wilson concluye de allí que la negatividad —de la cual la sodomía es portadora— retorna a pesar de todos los intentos de erradicarla o pacificarla, y de este modo la pregunta de Barad termina siendo leída como «un gesto antisodomita» (2018, 25).
Así, según Wilson, las ambiciones políticas de Barad se verían invertidas: «ha apostado por la eficacia política de la espaciotiempomaterialización contra la sodomía que antes se había tomado tanto trabajo en defender» (2018, 25). El error de Barad parecería haber sido subestimar el poder de la sodomía entendida como negatividad: por más que intentemos desentendernos, ella siempre reaparece —aunque sea en las grietas del discurso—. Para Wilson, Barad «tiende a subestimar [under-read] la negatividad y la confusión que conlleva lo queer, y así vuelve a la naturaleza, así como a la política que podríamos extraer de ella, más digeribles de lo que quizás deberían ser» (21). La crítica consiste entonces en que «al hacer de la sodomía un acto de la naturaleza y en vez de un acto contra la naturaleza» (22), Barad intentaría someter y domesticar su negatividad característica. Pero la lógica negativa de la sodomía conlleva «confusión, sustitución [e] inversión», y «no se puede extirpar de las escenas naturales y de las políticas que extraemos de ellas» (25). De ahí que, según Wilson, las vicisitudes de la sodomía siempre terminen estropeando «nuestra capacidad de hacer el bien con la naturaleza y de hacer el bien por naturaleza [to do good with nature and to do good by nature]» (26).
Cabe aclarar que «queer» es un término altamente polisémico, y sus sentidos se van desplazando en estxs autorxs. La definición clásica de Halperin refiere lo queer a «todo lo que está en desacuerdo [is at odds with] con lo normal, lo legítimo, lo dominante» (1995, 62). Si bien este sentido resulta transversal, su aspecto opositivo se ve resaltado en Wilson, mientras que es más bien el elemento extraño el que prima en Barad —para quien «la identidad es difracción/différance/diferir/diferenciante» (2012, 32)—. En efecto, para Barad, queer es todo aquello que deconstruye la identidad y el determinismo causal: la causalidad no-lineal en la formación de un relámpago —donde la comunicación precede a los polos comunicados—, la identidad enredada de las neuronas de las mantarrayas —que actúan entre ellas a distancia—, la indeterminación ontológica de los átomos —cuyos niveles energéticos efectúan saltos cuánticos discontinuos—. De ahí que «queer» no sea una especie o clase natural aplicable a ciertos individuos ni un conjunto que agrupa determinadas entidades, sino el carácter performativo de lo real —discontinuo, ilocalizable e indecidible—. Los ejemplos baradianos se dirigen a mostrar no que eso también existe, sino cómo funciona lo real. Por eso, de Bagemihl a Barad, también se produce un desplazamiento en el sentido de lo queer que va desde lo empírico hacia lo trascendental: de la naturaleza en el espacio-tiempo a la naturaleza de la espaciotiempomaterialización.
Ahora bien, si la estrategia utilizada por Barad —pero esparcida a lo largo y a lo ancho de la academia y de las artes— consiste en negar la existencia de actos «contra natura» porque todo es naturaleza, aún lo contra natura —o más precisamente, porque la natura es contra natura—, Wilson abreva en una tradición que, en lugar de negarlos, los afirma para tomarlos como bandera. Ya en su libro de 2015 recurría a los trabajos en torno a la sodomía de Leo Bersani (2009 [1987]), Lee Edelman (2007) y Jonathan Goldberg (2010 [1992]) en aras de sostener que «la negatividad es intrínseca (en lugar de antagónica) a la socialidad y la subjetividad» (2021, 49). En este sentido, su objeción a Barad consiste en reivindicar en la sodomía la expresión de una negatividad ya siempre presente en el mundo natural y refractaria a cualquier intento de asimilación. Si bien el movimiento radica en llevar la llamada «tesis antisocial» en teoría queer (Halberstam 2008) al plano de la naturaleza, es preciso tener en cuenta que, para la autora, el trabajo de Bersani, Edelman o Goldberg «no es antisocial en absoluto» sino que apunta más bien a «construir teorías que puedan soportar la participación fundamental de la negatividad en la socialidad y la subjetividad» (Wilson 2021, 49). De este modo, habría que decir que su propia posición no es «antinatural», sino más bien un intento de abrazar lo negativo que carcome la legibilidad de lo natural.
En la misma línea, su comentario a Barad consiste en subrayar que «la negatividad, nunca bajo nuestro control, tiene un lugar permanente en la espaciotiempomaterialización del mundo» (24). Si bien no es definida de modo explícito, su concepción de la negatividad parece cercana a la de Berlant y Edelman, quienes la refieren a «las incoherencias y divisiones psíquicas y sociales, tanto conscientes como inconscientes, que perturban cualquier totalidad o fijeza de la identidad» (2014, viii). Pero a diferencia de estxs autorxs, para quienes los efectos de la negatividad «no son sólo negativos, ya que la negatividad desata la energía que permite la posibilidad del cambio» (ix), para Wilson es importante que la negatividad se mantenga negativa y, antes que volverse productiva, sea capaz «de tolerar su propia capacidad de daño» (2021, 50).
Resulta curioso el contraste entre esta posición y la sostenida por la autora en la introducción al dossier sobre normatividad y teoría queer de la revista differences escrito junto a Robyn Wiegman. Allí, las autoras critican la «política de la oposicionalidad» (Wiegman y Wilson 2015, 12) que perciben como dominante en teoría queer, y proponen complejizar la noción de normatividad reemplazando el «moverse contra» por un «moverse a través [athwart]» (Wiegman y Wilson 2015, 11). La transversalidad que busca allí junto a Wiegman se materializa en el artículo en cuestión a través del concepto edelmaniano de «homografesis», que está llamado a cumplir dos tareas contradictorias: por un lado, «nombrar las condiciones por las que la homosexualidad puede llegar a ser personal y culturalmente inteligible» y, por el otro, «nombrar las condiciones por las que esa inteligibilidad es siempre provisional, nunca autopresente, y por lo tanto no totalmente disponible para fundamentar una política del auto-empoderamiento o una ética de la conexión y el compromiso» (Wilson 2018, 27). En este sentido, Wilson subraya que es tanto con como contra Barad que sugiere «que las lecturas queer de la naturaleza intenten permanecer vivas ante la incesante, confusa y estropeadora negatividad de las operaciones homografemáticas de la naturaleza» (28).
* * *
No es aquí la intención hacer un balance que haga justicia a las complejidades de los textos de Barad y Wilson, lo cual requeriría de un espacio mucho mayor. El debate ontológico entre positividad y negatividad, por su parte, es tan antiguo como la filosofía misma, y no es este el lugar para resolver las diferencias entre Hegel y Spinoza o entre Adorno y Deleuze. El objetivo de este apartado fue simplemente el de ofrecer un panorama de la discusión poniendo el foco en la utilización del concepto de naturaleza, y esto en aras de mostrar algunos de los modos en que el mismo reaparece en la nueva escena teórica descrita en el primer apartado. Haciendo ahora un zoom out hacia la discursividad en juego, las condiciones del debate y los supuestos compartidos por ambxs autorxs, quisiera utilizar el siguiente apartado para intentar esclarecer qué se entiende por naturaleza en el debate previo y cuál es la relación que allí se juega entre naturaleza y moralidad.
III. Naturomoralidad
Resulta de utilidad traer a colación aquí la distinción establecida por Daston (2020 [2018]) entre tres significados a menudo unidos pero no idénticos del concepto de «naturaleza», a los que llama, respectivamente, naturaleza local, naturaleza específica y ley natural universal. A cada una de ellas les corresponde una ciencia, una pasión y un modo de violación. Así, si la ecología es la ciencia de las naturalezas locales, y las naturalezas específicas son objeto de la taxonomía, las leyes naturales universales se inspiran en la mecánica. Si el desequilibrio es la violación de una naturaleza local y el monstruo el de la naturaleza específica, la figura correspondiente para la ley natural universal es la del milagro. Estas violaciones producen a su vez tres pasiones distinguibles a las que la autora llama, respectivamente, terror, espanto y asombro.
Todos y cada uno de estos tres órdenes naturales se han utilizado para definir una forma característica de lo antinatural [Unnatürlichen] y oponerse a ella: los monstruos [Monster] que violan el orden de las naturalezas específicas, los desequilibrios [Störungen] que dan un vuelco al orden de las naturalezas locales y el indeterminismo [Indeterminismus] que quebranta el orden de las leyes naturales. Es un hecho sorprendente que estas versiones de lo antinatural también provoquen respuestas emocionales características: espanto [Entsetzen], terror [Schrecken] y asombro [Staunen], respectivamente. (51, trad. modificada)
Sin pretender agotar con esto la inabarcable polisemia del término, la distinción resulta esclarecedora en relación al debate previamente visto en la medida en que nos muestra que «naturaleza» se dice de muchas maneras. Si en Barad la performatividad queer de la naturaleza es una lógica ubicua que alcanza incluso a los átomos, de lo que se trata es de «queerizar» las propias leyes naturales universales, entendiendo por ello una deconstrucción que las abre hacia una lógica agencial múltiple y diferenciante —como escribe en otro texto, «la naturaleza misma es una deconstrucción continua de la naturalidad» (Barad 2015, 412)—. Sin embargo, el concepto de naturaleza que se encuentra en juego en Wilson parece ser el de naturaleza específica, definida taxonómicamente en relación a su afuera, objeto de la teratología (lo monstruoso de la sodomía). Como sostiene Daston, el concepto de naturaleza específica «suele verse perturbado cuando el mecanismo de su reproducción se desvía: monstruos que transgreden las fronteras entre especies o, sobre todo en la tradición cristiana, formas de sexualidad que no conducen a la reproducción, entre ellas la homosexualidad» (2020, 22-23). Es precisamente esta ruptura con respecto a la lógica reproductiva acostumbrada lo que repele a la tradición en los «actos contra natura», y lo que Wilson reivindica allí como gesto filosófico-político: una negatividad ejercida no sobre las leyes naturales universales de la física ni sobre las naturalezas locales ecológicamente concebidas, sino sobre la naturaleza específica humana. Usando las categorías de Daston, entonces, si Wilson apela a la figura del monstruo sodomita, Barad pone en juego la del milagro permanente de la espaciotiempomaterialización. El diferendo es, en definitiva, si podemos o no «pensar en el mundo natural como un aliado de las políticas sexuales progresistas» (Wilson 2018, 20). Ahora bien, no es lo mismo aliarse con la naturaleza humana que con la naturaleza de lo real en cuanto tal: desde una posición posthumanista, lo segundo resulta más atractivo que lo primero.
Existe un segundo punto señalado por Daston en relación a las pasiones de lo antinatural que resulta de interés para el debate mentado, y que concierne a la imbricación inextricable entre lo natural y lo moral:
En muchas ocasiones resulta extremadamente difícil, cuando no imposible, determinar si el desorden que desencadena una de estas pasiones es natural o moral. Por ejemplo, el espanto de los monstruos que parecen atravesar las fronteras entre especies, como la imagen burlesca de una oreja humana que parece brotar del cuerpo de un ratón; ¿es una reacción ante el quebrantamiento de un límite natural o ante la transgresión de un tabú moral que prohíbe la zoofilia [bestiality] o la arrogancia [hubris] científica? El terror desatado por una inundación o una avalancha, ¿es simplemente el miedo magnificado de un riesgo extremo para la vida y la propiedad, o es el miedo acrecentado por la culpa debida a la responsabilidad parcial por la catástrofe? El asombro por los milagros (o la libre voluntad), ¿lo evoca la ruptura de la cadena de causación material o la aseveración de una volición, humana o divina, que desafía deliberadamente todas las constricciones? Plantear incluso estas preguntas en términos de alternativas excluyentes parece un tanto forzado. Es característico de estas pasiones desdibujar la diferencia entre lo moral y lo natural. (52-53, trad. modificada)
Como vemos, en las pasiones específicas desencadenadas por la violación de cada uno de los tres conceptos de naturaleza se presenta un problema en relación a la división naturaleza/moralidad, y es que el objeto mismo parece rechazar la alternativa. En cuanto a las naturalezas locales, el terror frente a las catástrofes llamadas naturales parece estar teñido por la sospecha de que, de hecho, no son completamente naturales. Incluso en lo que concierne a las leyes naturales universales, el asombro frente a un milagro radica precisamente en la ruptura de la autonomía de la causalidad natural que, en la versión clásica, se ve interrumpida por un acto del espíritu y, en su versión cuántica, se ve desdibujada por la indeterminación. Sin embargo, es sin duda el caso de las naturalezas específicas donde esta imbricación resulta más notoria: los monstruos que las transgreden producen un espanto cuyo componente cognitivo se funde con la consideración sobre las acciones humanas causantes de la quimera. Daston resume con claridad el embrollo del siguiente modo:
No resulta tentador desafiar a un monstruo, reprender a una sequía o regañar al puro azar. Solo cuando estos desórdenes naturales se transforman poco a poco en culpabilidad humana, la indignación tiñe las pasiones de lo antinatural. Si se cree que el monstruo es progenie de una unión pecaminosa, si se cree que la sequía se debe a la codicia de los acaparadores de tierras, si se cree que la desvinculación de causa y efecto es una intervención divina o demoníaca... solo entonces se desata la indignación. En estos casos, las perturbaciones del orden moral se consideran cómplices de las perturbaciones del orden natural. (2020, 60, trad. modificada)
La estética del espanto, pero también la del milagro, implica de este modo necesariamente una consideración naturocultural o, en todo caso, «naturomoral». Si este es el caso, es decir, si lo antinatural y lo inmoral son dos caras de la misma moneda, se puede tanto mostrar la paradoja para desactivar el dispositivo como asumir estratégicamente los momentos de ruptura con respecto a la naturomoralidad que se presenta (engañosamente) como única y (violentamente) como obligatoria. Barad realiza el primer movimiento de un modo eficaz, y su argumento debería ser el punto de partida para cualquier consideración ulterior. En cuanto al segundo movimiento, si bien el énfasis de Wilson realza un aspecto importante, no parece ser el caso que el momento disruptivo esté ausente en el pensamiento de Barad. Es posible que falten elementos en «Nature’s Queer Performativity» para dar cuenta de la producción de identidades «molares» (Deleuze y Guattari, 1980), y que sea esa ausencia la que produzca el razonable temor a no poder dar cuenta de la opresión. Sin embargo, todos sus ejemplos se dirigen a mostrar precisamente hasta qué punto lo real difiere, tanto en sí mismo como con respecto a la metafísica naturalista que llevan como estandarte los guerreros de la identidad.
IV. Naturaleza y normatividad
Es bien conocido que las posiciones conservadoras tienen la costumbre de apelar a la naturaleza —más aún, al oxímoron «naturaleza humana»— para corregir a quienes se desvían de ella. De hecho, el artículo de Barad en cuestión comienza considerando la afirmación de un profesor norteamericano de filosofía política según la cual «la sodomía debe ser condenada porque el fundamento racional de toda moralidad es la naturaleza, y la sodomía es contraria a la naturaleza» (2012, 28). No tiene sentido enumerar los casos, porque están por doquier. Sin embargo, podemos ver que el recurso de «apelación a la naturaleza» no solo es utilizado desde posturas conservadoras, sino que subyace también a los debates internos a la izquierda en términos amplios. Ahora bien, cabría preguntar si, en todos los casos, lo que se está haciendo no es fundar un nuevo iusnaturalismo. Sea heteronormativo o queer, TERF o trans, la pregunta sobre la legitimidad del procedimiento permanece. Si queremos apostar por una ética plural en los modos de vida, ¿cómo conviene usar a la naturaleza? ¿Conviene usarla? Más aún, ¿se puede no usarla?
Sean cuales sean nuestros credos, es probable que encontremos apelaciones a la naturaleza para justificar tanto cosas con las que estamos a favor como otras con las que estamos en contra —a las cuales llamaremos, según de qué lado estemos, dogmas o conquistas—.
Las majestuosas traslaciones de las estrellas modelaron la buena vida para los sabios estoicos; los derechos del hombre fueron suscritos por las leyes de la naturaleza en la Francia revolucionaria y en los recién nacidos Estados Unidos; ambas partes en los recientes debates sobre el matrimonio homosexual y los organismos genéticamente modificados invocan rutinariamente a la naturaleza como su aliada. La naturaleza ha sido invocada para emancipar, como garante de la igualdad humana, y para esclavizar, como fundamento del racismo. La autoridad de la naturaleza ha sido invocada por reaccionarios y revolucionarios, por devotos y laicos por igual. (Daston 2014, 579)
Si es cierto entonces que ambos bandos han acudido a ella, hubo una determinada época en la cual el movimiento crítico se dedicó a desnaturalizar. El constructivismo social, con mayor o menor dosis de idealismo, parecía el mejor medio para combatir el esencialismo natural de la derecha ontológica.3 Esta posición de la crítica consistía en desligar normatividad y naturaleza: lo natural no dicta las normas. Denunciar una supuesta «falacia naturalista» constituía así el núcleo duro del movimiento crítico. Sin embargo, la estrategia tiene dos problemas: en primer lugar, las leyes naturales también fueron invocadas con fines emancipatorios, y fueron exitosas a su modo; en segundo lugar, este desinterés dejaba casi intacto el concepto de naturaleza usado por el adversario. La naturaleza podía ser domesticada, dialectizada o deconstruida, pero seguía siendo aquello que se contraponía al aspecto relevante, definido por algo así como una no-sustancia social o espiritual.
Sin embargo, tanto el argumento de Barad como la crítica de Wilson dan cuenta de un terreno de base diferente. El hecho de que se esté discutiendo sobre el concepto de naturaleza desde un punto de vista ontológico a raíz de un problema político habla ante todo de una mutación del movimiento crítico. El problema de los actos contra natura y su relación con la sodomía resulta interesante precisamente porque muestra esta reaparición a partir de una apelación a la naturaleza que ya no pretende ni adoptar la actitud positivista de poner entre paréntesis la relación entre ontología y política, ni acudir a la posición tradicional de la crítica consistente en desnaturalizar. La relación entre normatividad y naturaleza está de vuelta.
No deja de ser cierto que parece haber dos posiciones ontológicas bien marcadas en este debate interno a los materialismos queer: una en la cual los movimientos de la naturaleza misma son antinaturales, otra en la cual lo antinatural es un momento de la naturaleza que subvierte todo intento de aprehenderla y conlleva una ineluctable economía de la confusión. Por un lado, la positividad que va de los animales gay de Bagemihl a los átomos queer de Barad; por el otro, la negatividad de la sodomía en Bersani o Edelman y la reivindicación de la infracción en Wilson. Desde este punto de vista, ambos aspectos pueden resultar complementarios: así como Wilson puede otorgarle a la negatividad esa característica peculiar al inconsciente de insistir a pesar de la conciencia y de reaparecer donde menos lo esperamos, nada impide pensar esa desviación como una creación positiva, irreductible a la mera oposición. Si la negatividad produce grietas en el tejido de lo real, el manto pagano de la positividad tiene la capacidad para envolverlo todo.
Sería precipitado definir a Barad como naturalista y a Wilson como antinaturalista. En Barad, «las prácticas mismas de diferenciación entre lo ‘humano’ y lo ‘no humano’, lo ‘animado’ y lo ‘inanimado’, así como lo ‘cultural’ y lo ‘natural’, producen efectos materializadores cruciales que pasan desapercibidos si se inicia el análisis una vez que ya se han establecido esos límites» (2012, 31). En otras palabras, la naturaleza no es ni un punto de partida ni el receptáculo que debería integrar a su opuesto, sino un resultado siempre provisorio. Por eso, al igual que Haraway, no es «ni naturalista, ni constructivista social» (2004, 330). En cuanto a Wilson, su rechazo a tomar la naturaleza como aliada política no implica un antinaturalismo, sino más bien la inscripción de una dialéctica negativa inmanente a la materia —de ahí que en sus libros (2004, 2021) se detenga en el intestino, en el hipotálamo y hasta en los inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina en vistas al problema de la depresión considerado desde un punto de vista que no podría rechazar el apelativo de político.
Todo parece indicar que, tal como sostiene Latour, el concepto de naturaleza siempre va acompañado «por una afirmación sobre la manera de reformar la vida pública» (2021a, 45). Ahora bien, si este es el diagnóstico, se trata de ser conscientes de la imbricación e intentar sortear los obstáculos a los que nos enfrenta. En este sentido, si es cierto que «la comprensión de la naturaleza moldea los discursos sobre la sexualidad» y viceversa (Sandilands y Erickson 2010, 2-3), no parece prudente eludir la responsabilidad que significa asumir un determinado concepto de naturaleza.
* * *
Al terminar de escribir estas líneas en la ciudad de Buenos Aires, no puedo evitar ver una extensa entrevista radial que le hacen al escritor de extrema derecha Nicolás Márquez (2024a). Márquez es un personaje oscuro y al mismo tiempo deslucido: transpira odio y resentimiento y, a la vez, algo en él recuerda a la estrechez de pensamiento de ese hombre que, habiendo hecho cosas terribles e inimaginables, rechazaba Lolita por considerarla inmoral cuando los guardias que custodiaban su muerte le ofrecían algo para matar el tiempo. Pero lo invitan porque no solo habló en actos de campaña y es retuiteado por el presidente, sino que acaba de publicar su biografía oficial, y es una voz relevante en el ecosistema del gobierno actual en Argentina. Católico convertido de padres ateos y amigos militantes kirchneristas, parece estar peleándose internamente con personas cercanas sin importarle lo que eso pueda producir a una escala mayor. La entrevista sale al aire el viernes 3 de mayo, y en la madrugada del lunes 6 un hombre arroja una bomba molotov a cuatro mujeres lesbianas en el barrio porteño de Barracas. Tres de ellas mueren por las quemaduras.4
Márquez argumenta, y cita datos. «Yo lo pongo en evidencia, después que todo el mundo haga lo que quiera.» (1h 1’) Sus datos están elegidos de modo sesgado, y la causalidad que establece a partir de correlaciones estadísticas no resiste ningún examen epistemológico. Pero parece pretender a un saber inconmovible, por más que sea arbitrario. Unos días después de la entrevista, el activista Manuel Lozano (2024) se vio obligado a salir a responderle en un medio de comunicación masivo, refutando un argumento del ultraderechista que funde el dato de que las personas homosexuales tienen en promedio una menor esperanza de vida con la categorización valorativa de «insano»; no hace falta ser ningún genio para darse cuenta de que las personas que no encajan en la normatividad heterosexual pueden sufrir conflictos subjetivos debido precisamente a discursos de odio circulantes como el del entrevistado —que no es más que un ejemplo exacerbado de una heteronormatividad que lo excede—. En este sentido, cuenta las «terapias» por las que pasó en su infancia y juventud, incluyendo un profesional de la salud mental que lo torturó mandándole todas las mañanas un mail durante más de cien días diciéndole cómo se tenía que suicidar. Evidentemente, muchas preguntas podrían hacerse pero, en el contexto de este epílogo, quisiera enfatizar cómo Márquez fundamenta sus afirmaciones sobre la manera de reformar la vida pública en una idea de naturaleza.
Un impulso morboso me lleva a revisar el libro coescrito entre Márquez y Agustín Laje, El libro negro de la nueva izquierda. La parte de Márquez se titula «Homosexualismo cultural». Allí describe el sexo gay como «una conducta reñida con la naturaleza» (2016, 138), una «práctica contraria a [la] naturaleza» (184) consistente en «violentar la naturaleza» (148), y sostiene que «así como en materia nutricional hay quienes tienen una dieta desordenada o autodestructiva —los obesos, los bulímicos, los coprófagos o los anoréxicos por ejemplo—, en el plano sexual también hay quienes mantienen una sexualidad trastornada o contraria a la naturaleza» (182). Si bien la insistencia del autor en palabras como «recto» —tanto en el sentido anatómico como en el moral— y su pavor frente al intento por parte de sus enemigos de «penetrar el lenguaje» se prestarían sin mayor esfuerzo a una interpretación psicoanalítica, me llama poderosamente la atención un argumento referido al mundo natural. Podría argumentarse, escribe,
que «el comportamiento homosexual es observable en animales y como los animales siguen su instinto conforme la naturaleza y el hombre es también un animal, la homosexualidad debería entonces estar de acuerdo con la naturaleza». Con este parangón tendríamos que aceptar como bueno o natural el canibalismo, el incesto o el que los padres maten o coman a sus crías —praxis recurrentes en algunas especies— y legitimar dichas conductas por medio de una ley: pero es la naturaleza la que le impuso a la conducta humana el detalle de que ésta se encuentre subordinada a la razón y no al impulso salvaje, de ahí que las conductas bestiales antedichas suelan provocar instintiva y espontánea aversión o repugnancia en la conciencia del hombre. (148)
La paradoja señada por Barad se hace allí patente: las prácticas «contrarias a la naturaleza» son al mismo tiempo calificadas de «conductas bestiales», de tal modo que lo antinatural y lo ultranatural convergen en un espacio imposible. Curiosamente, la objeción que presenta el autor ante su propio razonamiento va en la línea de Bagemihl: en el mundo natural, la sodomía existe. ¿Cómo salir entonces del aprieto? ¿En qué sentido debe comprenderse el imperativo de seguir a la naturaleza? La solución propuesta repite el locus occidental clásico: la naturaleza nos dotó a los seres humanos de razón. El círculo vicioso es evidente: hay que seguir a la naturaleza, pero —puesto que en la naturaleza hay de todo— solo hay que seguirla en el sentido indicado por la razón. ¿Y cuál es la razón? La que impuso la naturaleza. El poder del argumento está en su capacidad para desentenderse simultáneamente de dos objeciones. Por un lado, ¿qué pasa si alguien tiene una concepción diferente de la naturaleza? Se responderá que no es la racional. Por el otro, ¿qué pasa si alguien tiene una idea diferente de la razón? Se responderá que no es la natural. Y sin embargo, la circularidad entre la ley natural objetiva y la razón humana que la capta, como sabemos a partir de la tradición, no cierra sin un Dios legislador que garantice el isomorfismo entre ambas partes. Este momento no tarda en llegar, y el positivismo recalcitrante apegado a los meros hechos y a los datos objetivos se transforma en un tomismo más cercano a los fundamentalismos contemporáneos que a las sutilezas del Doctor Angelicus. Para Márquez —diplomado en Filosofía Tomista por la Universidad FASTA, sigla que corresponde a la Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino—, la sexualidad homosexual «es objetivamente desordenada, puesto que padece una tendencia contraria a la finalidad para la cual la sexualidad fue diseñada» (183). El diseño inteligente viene así a colmar la brecha entre «las normas que emanan del orden natural» y «la inteligencia, que es la que en definitiva guía nuestras acciones» (184)5.
Un amigo me dice que no está seguro de la relevancia de discutir el concepto de naturaleza, porque cuando la derecha dice «naturaleza», en realidad está diciendo «la Biblia». Si bien el caso Márquez confirma esa sospecha, no me parece prudente abandonar la discusión, teniendo en cuenta que al concepto de naturaleza, queramos o no, lo tenemos adentro. Es evidente que las ultraderechas «apelan a la naturaleza», iterando figuras clásicas sobre la unidad e inevitabilidad de lo natural en comparación con las distintas posibilidades culturales humanas, alguna de las cuales serían correctas porque se rigen por la naturaleza, mientras que otras serían erradas porque se desvían de ella o la invierten —para usar dos términos a gusto de esa tribu—, convirtiéndose en criminales contra la naturaleza o «agentes de la contranatura» (Márquez 2024b). No se trata solo de la homosexualidad, sino también del aborto y de cuestiones metafísicas relativas a la «ley natural» en general. Pero el concepto de naturaleza también está entre nosotrxs, y la pregunta es qué hacer con él. ¿Usamos la naturaleza para refutar argumentos conservadores empíricamente infundados, señalando los bizarros comportamientos sexuales de organismos no humanos como hace Bagemihl? ¿O mejor esperamos que su propia negatividad se invierta, al modo de Wilson? La experiencia argentina revela las carencias de la estrategia consistente en «romper las reglas»: en efecto, el actual gobierno no parece tener demasiada consideración por las «leyes naturales» en el sentido tradicional que el conservadurismo reivindica —lo cual va de la mano con su concepción hipercapitalista de los «derechos naturales»—. Que un humano considere hijos a sus perros, que defienda la venta de órganos o que los medios de comunicación bromeen a diario con la supuesta relación filial incestuosa del primer mandatario hubiese sido inaceptable en un consenso liberal como los que estábamos acostumbrados a ver en las últimas décadas. Incluso su relación «meramente fisiológica» con la comida («Si vos me dieras una forma de alimentarme vía pastillas sin tener que estar comiendo, me mando las pastillas») tiene un claro tinte transhumanista; recordemos que uno de los eslóganes a favor de su contrincante en el ballotage de 2023 fue «votá al tipo normal»6. Y, sin embargo, estos aparentes actos contra natura no redundan en ningún beneficio para las subalternidades.
Otra opción es construir un concepto de naturaleza empíricamente más ajustado y teóricamente más sólido, lo cual implica ante todo aceptar su pluralidad y su carácter disputable. En otras palabras, implica abandonar el supuesto de la unidad de lo natural así como el de su separación con respecto a lo moral y a lo político —la creencia mágica en la naturaleza como piedra de toque capaz de poner fin a cualquier discusión y de ordenar la vida pública—. Implica al mismo tiempo cuestionar los cortes por los cuales establecemos las distinciones diferenciales entre naturaleza y moral, sin tomar su comprensión previa como un dato unívoco, es decir, responsabilizarnos por las alianzas y lazos entre seres humanos y no humanos que efectuamos cada vez que estamos a favor o en contra de algo. Implica, en definitiva, asumir las naturalezas como un terreno de disputa, teniendo presente que «la batalla cultural» de la nueva ultraderecha gramsciana consiste principalmente en pasar la naturaleza por debajo de la mesa. Una naturaleza muy particular7.
Notas
1. https://www.instagram.com/p/C2u0_pZLhn2/ La traducción es mía, y las mayúsculas están en el texto que aparece en pantalla. TERF es el acrónimo de trans-exclusionary radical feminist, feminista radical trans-excluyente.
2. El rechazo de Wilson hacia lo que ve como intentos de conciliación, así como su defensa de la desviación a la norma, se emparentan con la posición de Michael Warner hacia la estrategia consistente en mostrar que las personas homosexuales son «tan normales» como las demás, lo cual es caracterizado por el autor como un gesto antipolítico. Al respecto, véase Solana, 2018.
3. Tomo este término de Viveiros de Castro 2013, 51.
4. No se trata, desde luego, de establecer una relación causal lineal entre ambos episodios. Muchos factores entran en juego, incluyendo —como señala Julieta Massacese— el recuerdo corporal de «la sensación de la vida cotidiana en la dictadura» por parte de varones mayores de sesenta años, relativo a «la idea de cierto derecho natural sobre las mujeres que se ha perdido por razones históricas» (en Carrasco 2024). Sin embargo, la entrevista en cuestión es un indicador del caldo de cultivo para la violencia patriarcal que caracteriza al proceso político actualmente en curso. Remito en este sentido a una concepción de la causalidad no-lineal, estadística y catalítica como la que propone Manuel DeLanda (2021).
5. El autor refiere al libro del filósofo católico anticomunista Carlos Sacheri El Orden Natural (2007 [1975]). Sin entrar en un análisis en profundidad del libro, allí Sacheri pasa rápidamente de la existencia de un orden —algo que todo grupo humano encuentra sin dificultades— a la existencia de un creador que puso fines estáticos en su creación —una idea comprensible pero no muy actualizada bibliográficamente—.
6. Clip viral de Tomás Rebord en el programa de streaming MAGA: https://www.youtube.com/watch?v=5mWPsEbqCvg
7. Agradezco profundamente a todas las personas que leyeron un borrador de este texto y me hicieron algún comentario que contribuyó a mejorarlo, especialmente a Mariela Solana, Emiliano Exposto, Regina Ruete y Marco Vielma.
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Pablo Pachilla (pablopachilla@gmail.com) es doctor en Filosofía. Es investigador asistente del CONICET. Entre sus publicaciones recientes se cuentan artículos como “Lo Unheimliche en el giro ontológico de la antropología” (Estudios posthumanos, 2024) y “The Eye is in Things. On Deleuze and Speculative Realism” (Comparative and Continental Philosophy, 2022), los libros editados POSNATURALISMOS (RAGIF, 2023) y Deleuze 1968-1980: continuidades y rupturas (RAGIF, 2023, junto a Julián Ferreyra), y capítulos como “La filosofía y sus otros: antropología y biología en el debate contemporáneo”.
Recibido: 8 de julio, 2024.
Aprobado: 15 de julio, 2024.