Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LXIV (169) Mayo-Agosto 2025 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589


John Beverley

La sonrisa de Jameson (Fredric Jameson 1934—2024)1

La originalidad de Genet consiste en su demanda de querer ser, y en la unidad no-sintética de sus contradicciones

Sartre, Saint Genet

¿Qué se puede decir de una persona que, como Fredric Jameson (y probablemente muchos de los lectores de este memorial), sobrevive el desmoronamiento de la finalidad que expresaba su obra: la expansión histórica del socialismo y el comunismo en la forma que se presentaron en el siglo XX? ¿Es que con la caída del comunismo la historia ha cancelado en cierto sentido el marxismo cultural que representaba Jameson, un poco como la Iglesia Católica canceló el pensamiento Gnóstico en la edad media: una herejía poderosa y atractiva para muchos durante varios siglos, ahora prácticamente extinta?

Esta situación tiene otro comienzo, por supuesto. En la academia norteamericana, pasamos a finales de los sesenta y comienzos de los setenta del siglo pasado del campo de la crítica literaria tradicional, al territorio todavía incognito, pero seductor de la “teoría”. En esa ambición, Jameson –todavía no el Fredric Jameson, pero ya en vísperas de esa canonización después de la publicación de Marxism and Form en 1971 y su libro magistral, The Polítical Unconscious en 1981, era nuestra versión del Virgilio de Dante en la Comedia Divina. Ante nuestros ojos atónitos, nos introducía al formalismo ruso siempre una piedra de toque en su pensamiento), Mallarmé, el surrealismo, Adorno y la escuela de Frankfurt, la Teoría de la novela de Lukács, el momento de iluminación secular en Benjamín y su idea de la alegoría barroca, el “rectángulo semiótico” de Greimas, el esfuerzo de Sartre de reconciliar marxismo y existencialismo y ,a la vez, el rechazo de Sartre por Lacan, Althusser y los estructuralistas (sobre todo el Althusser de Para Marx), El grado cero de la escritura de Barthes, el trio de Foucault, Baudrillard, Lyotard (que andaban en persona por California del Sur esa época, un poco como mariachis sueltos), Derrida y Deleuze, el feminismo de la llamada segunda ola, eran estrellas visibles.

En su propia crítica literaria, Jameson proponía una combinación del close reading filológico de textos concretos, característica de la New Criticism anglo-sajon. dominante después de la Segunda Guerra Mundial, y lo que nombraba (haciendo alusión al concepto del inconsciente de Freud), “el inconsciente político” del texto. No se trataba de hacer una lectura “ideológica” o política en vez de una lectura formalista o “estética”. Jameson era un esteta. Para él, lo ideológico funcionaba precisamente a través de lo estético, y viceversa. La utopía, o el “efecto” o vivencia utópica, era la presencia latente de la ideología, entendida como la relación imaginaria del sujeto a lo real, según la famosa definición de Althusser, en toda obra de arte, no solo en obras explícitamente utópicas.

Cuando le conocí, Jameson era un joven profesor especialista en literatura francesa (su tesis fue sobre las novelas de la Segunda Guerra Mundial de Sartre), y yo, estudiante graduado hispanista. Sin embargo, me sentí atraído a su manera de pensar la literatura en general, y asistí como estudiante graduado a todas sus clases cuando enseñaba entre 1967 y 1972 en el Departamento de Literatura de la recientemente creada Universidad de California, San Diego (donde estaba también Herbert Marcuse, el gurú de la Nueva Izquierda). Con mi director de tesis doctoral, Claudio Guillén, Jameson ofreció formar parte de mi comité— mi tesis fue esencialmente un esfuerzo por aplicar sus enseñanzas a una nueva lectura de las Soledades de Góngora); y después participé por muchos años en el llamado Grupo Literario Marxista que se formó alrededor de su persona y obra. Antes de estudiar con Jameson era un joven crítico literario filo-marxista, nuevo izquierdista, pero de formación académica tradicional. Después de estudiar con él vine a ser, y sigo siendo, un crítico literario marxista.

Es para mi entonces difícil escribir sobre Jameson--Fred-- sin involucrar el tema de la trasferencia, en el sentido que tiene esa palabra en la teoría y práctica psicoanalítica (es decir, le tendencia del paciente de proyectar sentidos de amor, idealización, demanda, rechazo, abandono, odio y recelo, experimentados en el pasado psíquico en relación con su familia, hacia el analista). Jameson me dio las llaves de una crítica literaria marxista. Pero precisamente por la naturaleza de ese regalo, nunca pudimos ser amigos. Compartimos un gusto por Sartre (para muchos en esos años Sartre era el puente entre el pensamiento liberal progresista y el marxismo). Fuimos WASPs (blancos, anglosajones, protestantes), de familias de alta clase media profesional, bien educados, privilegiados. Como Sartre, fuimos traidores a nuestra clase y nuestra formación intelectual y patriótica, precisamente en medio del anticomunismo feroz de la Guerra Fría.

Pero Jameson pertenecía a una generación anterior a la mía: los cincuenta, época especialmente conservadora y cautelosa tanto en lo personal como en lo político en los Estados Unidos, mientras que yo era de los Sixties, época más radical, desinhibida, activista. Época en Estados Unidos del movimiento de derechos civiles y la resistencia a la Guerra de Vietnam. Época de hegemonía de la juventud, como se puede ver en las películas de Godard.

Generaciones distintas. Estilos diferentes. Pero también había el problema de su autoridad y originalidad, lo que el crítico Harold Bloom llamo famosamente the anxiety of influence, el sentimiento que no podemos sobrepasar la autoridad de nuestros antecedentes literarios. Este problema fue precisamente un tema en mi propio psicoanálisis años más tarde, cuando sentí que mi propia obra y vida habían llegado a un impase: ¿Podría yo imaginar que mi trabajo igualaba de alguna forma la profunda y extensa obra de Jameson? Obviamente no. Mi analista parecía sugerir, sin decirlo en tantas palabras (pero si en algunas), como es costumbre entre ellos, ¿por qué desmentir esa posibilidad de antemano? Pero me costaba afirmarla; sentía, no sin resentimiento, que estaba siempre en su sombra. Tenía razón en parte, por supuesto: Jameson era de otra liga. Pero tuve que liberarme de la parálisis que esa realización me causaba. Eventualmente, después de la experiencia de involucrarme en la solidaridad con, y de escribir un libro sobre la literatura militante de las revoluciones centroamericanas, llego a pasar del círculo de Jameson, primero al tema del testimonio y, después, a la crítica postcolonial y los estudios subalternos en particular.

Hoy entiendo que Jameson también debió haber enfrentado el problema de la trasferencia en su propia carrera y vida (siempre insistió que los dos ejes de su obra eran Freud y Marx), que la trasferencia fue algo que hizo posible su propio trabajo, su ingenio fértil. Susan Sontag, haciendo eco de Barthes, había propuesto en 1964, en su Against Interpretation, uno de los manifiestos de los sesenta, que la tarea de la crítica literaria y cultural en nuestro tiempo era pasar de la hermenéutica a la erótica (the erotics); el genio de Jameson fue más bien encontrar una manera marxista de erotizar la hermenéutica.

La intermediación de la trasferencia en nuestra relación marcaba una contradicción en el estado de cosas que buscábamos hacer presente políticamente en nuestro compromiso compartido con el marxismo: la igualdad. Entendíamos el socialismo como una sociedad colectiva de iguales. Pero la trasferencia precisamente no es una relación de igualdad (aunque de hecho el paciente y el analista pueden ser socialmente iguales; en mi caso, ambos éramos profesionales de clase media alta). Si Jameson era la condición de mi posibilidad, entonces podía ser su acólito, uno de muchos, pero no pudimos ser iguales. Y de allí se mezclaban sentimientos de amistad y recelo en mi relación con él.

Jameson era un hombre generoso y normalmente afable, pero también a veces severo, severe, para emplear el dicho de Jacques Lacan, jugando con la combinación de persistir – pere severe en francés– y padre severo). No tenía paciencia, por ejemplo, con preguntas que la parecían tontas y agresivas, y de esas, debido a su insistencia en el marxismo en una academia liberal, había muchas—también muchas igualmente tontas de declarados marxistas. En esos casos, simplemente no contestaba, como para decir, ‘next’. Y hay en su escritura a veces laberíntica lo que es a la vez una invitación y un desafío al lector: hubiera estado de acuerdo con Góngora, con quien compartió el gusto del hipérbaton y la frase larga, también presente en Adorno, cuando declara a sus detractores escolásticos en la España de la Contra Reforma “no hay que dar piedras preciosas a animales de cerda”.

Pero en sus fotos aparece en general sonriente. Y de vez en cuando le salía una sonrisa radiante. Su cara se hacía más redonda, sus ojos brillaban, se abría totalmente al mundo, como en la sonrisa cándida de un niño. Recuerdo una instancia: estamos en la casa de campo en Connecticut que compartía con su esposa Susan. Hemos probado finos vinos (Jameson era conocedor del buen vino), y quizás un poco de marijuana (¿por qué no decirlo? La droga era también una forma de la dialéctica de ideología y utopía). Más o menos 1985. Estamos escuchando la canción del grupo Blondie titulada Rapture—el título juega con la distinción entre rapture, o rapto, que sugiere más bien una experiencia espiritual o de alta cultura, y rap, la nueva forma de canción emergiendo en los barrios negros de Nueva York en esa época). Comienza como una canción glam rock tipo Bohemian Rhapsody del super grupo Queen, describiendo gente bailando. Pero de repente la cantante Deborah Harry, que era como el resto de su grupo no solo rubia sino blanquísima, interrumpe el ritmo y la letra, y pasa a enunciar un rap (enunciar porque un rap propiamente es hablado y no cantado) – uno de los primeros raps puestos en disco (la canción es de 1980 más o menos). El rapto deviene un Rap; lo rapsódico es a la vez rap-sodico. A la vez música blanca/música negra; rock/post punk; cultura alta/cultual popular. Música blanca—Rock—derivada de una música negra anterior, el rhythm and blues--que incorpora en una especie de Aufhebung una nueva música negra popular contemporánea, emergente. Postmoderna.

Al experimentar esta transición abrupta pero exquisita (Baltasar Gracián en su Agudeza y arte de ingenio lo hubiera llamado un correspondencia o coincidencia de opuestos, como cuando Góngora describe el mar tormentoso como «una Libia de ondas») aparece la sonrisa de Jameson. Me mira con esa sonrisa, y yo, abrumado también por el ingenio de la transición, le miro de vuelta, con una sonrisa de asombro, reconocimiento, y placer compartido. Es ese momento, somos iguales; participamos igual y recíprocamente en lo que los formalistas rusos hubieran llamado una experiencia de ostranenie o desfamiliarización, hecho posible por el “acto de ingenio” (Gracián) de Deborah Harry y su grupo. El espacio de arte ha creado una posibilidad socio-cultural, latente pero no presente antes. Pero esto solo por “interrumpir” un género o formación artística anterior: es decir, de una negación del “carácter afirmativo” del arte. Harry, cuyos orígenes estaban en el Punk, habla de deconstruir el rock.

La sonrisa de Jameson y mi respuesta a ella se aproximan al momento de asunción jubilosa cuando el infante ve su imagen en el espejo y comienza a jugar con ella, llamado así por Lacan al comienzo de su famoso ensayo sobre «El estado-espejo». El imagen-reflejo establece el sujeto como tal. Por eso su efecto placentero, animador. Pero la identificación es momentánea, inestable, porque se trata en última instancia de un malentendido. La imagen en el espejo no es interior al ser que refleja y, por tanto, no puede sostener al sujeto que se conoce como si en la imagen y actúa en el mundo a través de ella.

A la asunción jubilosa del estado-espejo equivale una utopía, o una vivencia utópica—una identificación entre sujeto y mundo, ser y circunstancias, ideal y real, deseo y posibilidad. Pero es una utopía momentánea, como nuestra experiencia compartida de la canción de Blondie. El sujeto nuevamente formado en el estado -espejo se siente en seguida inadecuado, y el mundo y la vida también. Ser y mundo ya no coinciden. En su desconexión nacen el grito y el llanto. La rabia. El deseo de aferrar con los dedos.

Según la teoría psicoanalítica clásica, de una experiencia parecida nace la compulsión de la repetición. La compulsión de la repetición está al centro de la vasta obra de Jameson. El principio de la dialéctica de utopía e ideología, que Jameson analiza en tantos artefactos culturales, debe ser entendida también como una dialéctica interior a su propio ser. Toma la forma exterior de una escritura que busca rescatar o restaurar la unidad perdida. La utopía de Jameson es más de Baudelaire que de Fourier.

Jameson solía insistir que había heredado de Flaubert la disciplina de dedicar cierta cantidad de horas cada día a escribir. Siempre a las diez de la noche exactamente, no importa en qué circunstancias, se despedía de la compañía, para prepararse para el nuevo día. Las horas de la mañana, de las seis a medio día eran solo para escribir.

Aunque Jameson se nutre de un conocimiento de los ismos teóricos europeos de su época, incluyendo la reformulación de la teoría freudiana por Lacan y su escuela, en realidad cuando lo leemos no encontramos una teoría ni aun los elementos de una teoría singular. Jameson no es un teórico. Su escritura, como toda crítica literaria, representa más bien una forma de bricolaje, bricolage, para recordar el concepto de Claude Levi-Strauss. Un poco de esto, un poco de esto otro (el bricolero construye algo –un puente digamos– con lo que le viene a la mano, mientras el ingeniero somete los materiales y la construcción a un esquema abstracto anterior). Ese proceso en fin produce si no una revelación (el inconsciente es inconsciente por alguna razón: como decía Althusser, la ideología no tiene un afuera), por lo menos una aproximación al inconsciente político de un texto. El texto crítico, en su ir y venir, no ofrece una utopía concreta, con características o reglas tal cuales, o una experiencia estética prolongada, o un conocimiento en el sentido científico, más allá de la subjetividad, sino más bien una experiencia de la escritura en sí. De la dificultad y el regocijo que provoca. Un materialismo conceptista.

De allí el gusto de Jameson por la frase, ya mencionado, que mantiene en suspensión todos los elementos—clausulas, adjetivos, comas y puntos y comas, tiempos verbales (este que fue...ahora es), paréntesis…–postergando la conclusión inevitable. El florecimiento de elementos dentro de la suspensión de la frase es el tiempo/espacio del otium (ocio) de una utopía pastoril, sin cambio de estación, sin la necesidad de trabajo, sin propiedad privada, sin ley (la “eterna primavera” de una edad de oro); su terminación, especie de ruina o tumba de sí mismo, vuelta del tiempo de la historia actual y de la necesidad: negotium. Pero la ruina o la tumba pueden ser incorporadas como un elemento atractivo en la memoria o (porque el tiempo es cíclico) en un futuro o próximo paisaje, como en la poesía y pintura pastoril, donde (en el famoso cuadro de Poussin) los pastores contemplan entre los árboles y luz del atardecer una tumba de mármol, inscrita con la frase Et in Arcadia ego, también en Arcadia estoy (dice la muerte). La frase no describe una utopía: la utopía está latente en la forma misma de la frase. El discurrir de la frase es una elegancia compuesta dialécticamente («la elegancia es la forma de comportamiento que transforma la cantidad más grande de ser en apariencia», dice Sontag, en Notes on Camp).

Hay por supuesto una contradicción en la noción misma de crítica literaria marxista, o de un marxismo cultural, un poco como decir frío hirviendo. El marxismo nace como, entre otras cosas, una crítica del humanismo burgués, relacionado a la vez con la idea de la autonomía del sujeto, visible (o centrado) en la experiencia estética, como pensaba Kant. Pero paradójicamente la crítica literaria ha resultado ser uno de los campos discursivos más influyentes del marxismo, y quizás el que más ha resistido en sus formas más heterodoxas la caída del comunismo (de Jameson se puede decir que fue no solo el crítico literario marxista más leído de su tiempo, sino también quizás el escritor marxista más leído –Zizek sería el otro candidato, pero no está claro si Zizek es un escritor propiamente marxista o un kantiano filo-marxista).

La literatura moderna es, por supuesto, parte de lo que el marxismo clasifica como la superestructura ideológica del modo de producción capitalista, distinta de las relaciones de producción que forman la base. Pero es una parte especial, con una autonomía relativa, según la frase de Althusser. El espacio y la naturaleza de esa autonomía relativa es el campo de la crítica literaria marxista. La literatura es en su forma moderna –perfilada por el Renacimiento europeo y dispersada globalmente por el colonialismo—una forma cultural (el print culture de Marshall Mcluhan) hecha posible y producida por el capitalismo incipiente, dependiente de la tecnología de la imprenta y el negocio comercial editorial (a diferencia de la ley, la religión, o la filosofía). Y con la expansión del capitalismo viene a ser la expresión de la interioridad del nuevo sujeto burgués, su sentido de sí mismo y de su relación con el mundo, su propio Bildungsroman, reemplazando así los géneros de la vida de santos, o de espejo de príncipes medievales. Intervenir en la literatura es entonces intervenir en la subjetividad misma de la cultura burguesa, y de allí desestabilizar potencialmente su coherencia. El efecto estético –lo que expresa aun un texto reaccionario—involucra necesariamente la utopía. Para ser estético algo tiene que tener una raíz en sensaciones de placer, bienestar, comunidad actual o posible, superación de conflictos, para Jameson el lux, calme y volupté de Baudelaire, mezclado quizás con el Absoluto de Hegel y el idealismo filosófico.

La figura de la forma marxista del Absoluto, la totalidad (la coincidencia de base y superestructura, organización económica y organización ideología-psíquica--me lleva a uno de los puntos más debatidos sobre la pertinencia de Jameson. Como se sabe, varias otras escuelas de nueva crítica literaria emergieron después de los sesenta del pasado siglo en competencia fraterna con la de Jameson, entre ellas la de Edward Said y sus discípulos. Said y Jameson eran amigos, pero amigos rivales. Y así entre los discípulos que entraban en la academia norteamericana: aquí jamesonianos, allá saidianos (y después derridianos). Para Said, Jameson se basaba en un historicismo marxista que apuntaba hacia una utopía social comunista inevitable y concreta. Said era un crítico radical, políticamente activo particularmente en la causa palestina, uno de los formadores de la crítica postcolonial, pero rechazaba la narrativa historicista del marxismo, con sus polos opuestos de presente degradado y utopía, y su sentido de lucha de clases como la contradicción central que generaba los conflictos sociales y culturales. A Said, Jameson le parecía demasiado quietista en cierto sentido (el quietismo era un movimiento teológico de finales del siglo XVII en España), incapaz de un compromiso político vivencial con las circunstancias o contingencias del presente, demasiado dispuesto a reducir el texto a una alegoría.

Es una versión, cabe decir, de la pelea entre Hegel y Nietzsche (o Kierkegaard) en el siglo XIX europeo. Y el mismo Jameson ha insistido que su obra no llevaba a un compromiso político o forma de acción política concreta, precisamente por su duda radical sobre la categoría del sujeto. Por la misma razón, Jameson no se prestó a la elaboración de un discurso centrado en las políticas de identidad o de las modernidades periféricas del mundo postcolonial (para Jameson, la modernidad es singular). Said y su escuela llegan a la conclusión, entonces, que la crítica de Jameson es esencialmente melancólica (en el sentido que da Freud a la distinción entre melancolía y luto), porque siempre tiene que ser pensada y escrita desde una situación de carencia o ruina (allí quizás un síntoma de la filiación de Jameson con el existencialismo). Yo era jamesoniano y mi impresión era, es la opuesta: que la crítica melancólica de nuestro tiempo es precisamente la crítica post marxista representada por Said (y después por la deconstrucción literaria). Eso es porque esa crítica no puede abarcar y de allí no salir de la totalidad. La totalidad es “estructura”. Por pensar que no podía salir de la estructura del sistema capitalista, por no ver su antes o su más allá, marcan a pesar de su radicalismo supuesto una especie de impasse de la historia, no distante del “fin de la historia” que marca el pensamiento neoliberal en general. De allí quizás la celebración del estilo tardío en Said, estilo que está a punto de superarse dialécticamente, pero que todavía trae los elementos de su origen. (Me atrevo a decir que en la crítica latinoamericana, Roberto Fernández Retamar, Ángel Rama, y Beatriz Sarlo serían variantes de la posición saidiana, esencialmente sociológica; Carlos Rincón y, paradójicamente, Octavio Paz tendrían algo más en común con Jameson. Roberto Schwarz sería quizás un espacio de intermediación entre estas corrientes).

Said combina su escepticismo hacia el determinismo de Marx con un rechazo a Freud. Parece perverso sugerir que el sujeto analítico—el paciente, el sujeto de la trasferencia—tenga algo en común con un sujeto colectivo como una clase o una formación social. Quizás se trata en esta idea de una alegorización del psicoanálisis, en el sentido que Said y otros críticos de Jameson (por ejemplo, mi amigo y colega Paul Bove, en su ensayo Misprisons of Utopia, que también es una crítica de Benjamin) dan a su idea central de la alegoría. Pero desde una perspectiva freudo-marxista, lo que comparten una neurosis y la reproducción de un modo de producción es, como insistimos anteriormente, la estructura, una estructura en dominación, como decían los estructuralistas, que mantiene en correlación los elementos constitutivos, su combinatoria o lógica de distribución semiótica.

Como se sabe, una neurosis resiste a modificarse con el tiempo. No desaparece con la maduración biológica del sujeto. Por eso requiere una intervención terapéutica. El análisis, por lo menos en la versión freudiana, identifica y deshila los elementos de esa estructura, de esa manera aliviando sus efectos en la vida del paciente. Por lo mismo, un modo de producción no tiene propiamente una historia: abarca muchas temporalidades, incluyendo la narrativa de la transición de un modo producción a otra (como del feudalismo al capitalismo), pero como estructura en dominación no cambia en su esencia Tiene crisis, tiene su propia evolución interna, sus épocas—capitalismo mercantil, industrial, imperialista, global-- pero las relaciones de producción propiamente capitalistas, y la lógica de valor de cambio y plusvalía que involucran, no cambian sin una intervención desde fuera, que tendría que ser entre otras cosas una intervención (revolución) cultural, como se trata de la representación de lo real, lo actualmente ocurrido u ocurriendo, de relaciones simbólicas , en última instancia arbitrarias y no ontológicas, pero particulares a una situación (como en el caso de una neurosis). De allí, la insistencia de Althusser que el marxismo no es un historicismo. Como solía decir Jameson, «es más fácil imaginar el apocalipsis que el fin del capitalismo» (creo que no es suya la frase pero la hizo suya).

A riesgo de insistir demasiado en este punto, quizás sea útil tomar en cuenta la distinción profesional que se suele hacer entre psicoterapia y psicoanálisis. En principio, la psicoterapia (con o sin drogas psicoactivas) puede aliviar y modificar los efectos de una neurosis, permitir la solución de ciertos problemas o impasses en la vida de uno. Pero no puede atacar la estructura de la neurosis en sí sin una intervención propiamente analítica. Y esa intervención requiere trabajar a través de (Durcharbeiten) la trasferencia, ya que la transferencia reitera los elementos de identificación, odio, repulsión, temor, amor etc. en la estructura que produce la neurosis inicial. No es que el análisis produce resultados necesariamente mejores en el sentido utilitario de la psicoterapia o la psico farmacia; sino que en principio es más radical.

Vuelvo a Jameson. Evidentemente su escritura, como el psicoanálisis tradicional (si mi argumento tiene razón alguna), funciona más en la manera de un análisis que de terapia. Es capaz de vislumbrar o hacer presente en su operación mecánica y afectiva la lógica de combinación de los elementos psíquico-culturales de un modo de producción en general y en una situación socio histórica especifica. De allí la defensa de la utopía en Jameson, aun con las insensateces e inconveniencias que encontramos en esquemas utópicos actuales o ideales (sobre todo, el hecho de que las utopías literarias suelen ser aburridas). No hay nada en el capitalismo tardío (ni naturaleza, ni proletariado en el sentido clásico, ni arte, ni aun el espacio del sujeto individual del existencialismo) que puede superar su lógica como totalidad. Estamos dentro de la lógica de su totalidad. Pero a la vez su fundación ideológica es también utópica, basada en la esperanza o la vivencia de reconciliación o combinación de elementos en sí antinómicos o arbitrariamente relacionados. Jameson usaba el modelo del rectángulo semiótico del estructuralista Greimas para representar el núcleo de combinación del inconsciente político, visible en las operaciones estético ideológicas de textos de literatura o arte.

La idea básica del libro quizás más influyente de Jameson, El postmodernismo, la forma cultural del capitalismo tardío, identifica una nueva forma de arte que corresponde con la nueva lógica del capitalismo transnacional neoliberal. En principio, para Jameson se trata en el postmodernismo de una contra revolución, un milenarismo a la inversa, que se aproxima a la restauración cultural propuesta por el barroco en Europa por la Contra Reforma. En ambos casos, estamos frente a formas de producción artística que incorporan elementos del radicalismo del arte anterior: en el caso del barroco, el realismo renacentista reconfigurado por Caravaggio, por ejemplo; en el caso del postmodernismo, la fusión entre arte culto y cultura de masas (Warhol, la música minimalista); pero con un sentido de rechazo o suplementación de los ideales políticos radicales o revolucionarios de la época anterior) Jameson hereda la distinción que hace Adorno en los cincuenta en su libro Filosofía de la música moderna, entre el modernismo propiamente dicho de Schönberg, basado en el sistema de composición dodecafónica autónoma, y el modernismo parcial de Stravinski, que incorpora elementos de muchas formas musicales en una especie de pastiche, en principio (según Adorno) más apetecible al consumidor (mientras que la disonancia de una composición dodecafónica resistía una incorporación fácil al sistema de consumo). El arte postmodernista como la música de Stravinski es pastiche, des-historización, perdida de afecto, sumisión del efecto estético a la mercantilización.

Sin embargo, también agradable, ingenioso, como vimos en el caso de la canción de Blondie. Post revolucionario (para Adorno, Stravinski es la reacción), pero capaz también de producir, como en la imagen en el estado del espejo de Lacan, la posibilidad de la aparición de otro modo de estar en el mundo, centrada en el caso de Rapture en el paso de una forma cultural popular blanca a una afroamericana. ¿Pastiche o Aufhebung, negación de la negación, dialectico?

El problema íntimo de su interrogación del postmodernismo es que Jameson es a la vez modernista (la ideología estética dominante de los cincuenta, de la arquitectura comunista, y de la escuele de Frankfurt), y postmodernista, sumido en la cultura popular norteamericana de los cincuenta y sesenta. Como crítico es modernista; como consumidor es postmodernista, definido en parte como sujeto por la cultura de consumo del capitalismo tardío. Su obra tardía incluye ensayos sobre Mahler y Adorno. Pero dudo que Adorno, autor del famoso ensayo sobe el jazz como una forma musical del fetichismo de la mercancía, se hubiera ocupado de un fenómeno como Rapsody. Jameson se sitúa no tanto entre Schönberg y Stravinski sino más bien entre Adorno y Elvis.

La asunción jubilosa producida por la transición en Rapsody no es capaz de mantenerse en el tiempo de una larga duración como un nuevo icono de hegemonía, como en el caso de la grandeza barroca o la fuerza colonizadora del modernismo. En eso coincide con la definición propuesta por Lyotard del postmodernismo como el fin de las grandes narrativas. Funciona más bien como la “iluminación” de Benjamín, la luz del relámpago que no permite ver momentáneamente el paisaje que nos rodea, paisaje que contiene la historia cancelada por la cultura dominante de las condiciones de vida y luchas de los oprimidos.

Lo que sigue, la desaparición de la luz y la fragmentación repentina de lo visible, la comedia humana devorada por la negrura, como en un cuadro de Caravaggio, es la escritura paciente, insistente, dialécticamente compleja, disciplinada de Jameson, como una especie de voz desde y hacia la utopía (la utopía es la igualdad), desde el pasado o desde el futuro. Esta escritura es en el presente de la lectura una forma de regocijo o jouissance, que, para repetir, nos pone en la posibilidad de otro modo de ser social, de estar en el mundo, de subjetividad. Quizás no una utopía en el sentido clásico del concepto—una sociedad ordenada para siempre sobre principios también eternos de armonía y verdad: en ese sentido, Jameson es más postmodernista que modernista. Pero ciertamente elementos vivenciales de una sociedad plausible y posible, dentro de nuestras limitaciones –más justa e igualitaria, más expresiva del principio del placer, más abierto al cambio.

No quiero negar los muchos elementos de la crítica llamada postmarxista, comenzando con la brillantez de Said, y la paciente labor anti metafísica de Derrida y la desconstrucción. Pero vuelvo a insistir que Jameson es, en última instancia, aun en la sombra de la derrota del comunismo, un crítico más alegre, más abierto al futuro. El error de Said y los deconstructivistas en criticar a Jameson (en su inversión, un error repetido en la crítica de Jameson como idealista o culturalista por el marxismo ortodoxo), es leerle desde el marxismo, como si el historicismo determinista del marxismo del siglo XIX y del estalinismo y la social democracia fuera la condición necesaria e implacable de su esfuerzo como crítico literario contemporáneo. Todo lo opuesto, me parece. Hoy hay que leer al marxismo desde Jameson. La famosa consigna de Jameson, Always historicize (siempre historiar) implica poner el texto cultural en diálogo con su situación histórica concreta. Pero también en diálogo con la situación del presente, donde el texto continúa funcionando en relación a un horizonte político y cultural actual o posible. Podríamos llamar a ese horizonte el futuro inmediato o cercano, the near future en vez del futuro profundo (deep future) de la novela de ciencia ficción tradicional. (Para un ejemplo de una novela del futuro cercano, que también hace presente la imagen de una utopía plausible, sugiero El ministerio del futuro, de Kim Stanley Robinson, novela dedicada a Jameson).

Jameson entiende que la utopía no está en un futuro o pasado solo alcanzable a través de la imaginación (utopía es en primera instancia un juego de palabras de Tomas Moro, el inventor del concepto: u-topos, no lugar o lugar inexistente. Just around the corner. Se descubre por un accidente que interrumpe el viaje o la cotidianidad. Es una forma del libro de viaje, o de flanerie. ¿Un texto? Una utopía de la escritura, como preveía Roland Barthes en 1953 en un libro clave para Jameson, El grado cero de la literatura. Un tiempo-espacio donde lenguaje y mundo, palabra y cosa, deseo y expresión se reconcilian: «la escritura demanda una felicidad (bonheur) de palabras» decía Barthes. Quizás. Para Jameson también el estilo fue siempre lo esencial. Para Barthes una anticipación de esa posibilidad fue el estilo narrativo de Camus en L’etranger, sin afecto, sin moralismo, sin retórica, sin simbolización, sin alegoría. Pero el estilo de Jameson, comenzando con su tendencia hacia una frase sinuosa, dialéctica, es más bien un amontonamiento de cosas varias, ordenado pero siempre a riesgo de caerse.

Casi por definición una sociedad igualitaria o más igualitaria que las actuales tendría su propio camino de desarrollo, radicalmente abierto a consecuencias nuevas, mediocres, buenas o trágicas, y también sujeta a la mortalidad. Jameson (2024):

The truest pastorals must somehow also include the shadow, and mortality….the barely perceptible crack or rift… the stain that portends an inevitable discord, just as in the greatest Utopias there are always the tragic incidents,.. the shadow that narrative and time must cast on the motionless frieze.

Esta observación es de uno de los últimos ensayos publicado de Jameson. Es un ensayo donde vislumbra en la Ilíada la transición entre el despotismo asiático y las ciudades estado de una primera modernidad como un estado de excepción permanente, dominado por la subordinación de la mujer, rivalidades, odios, violación, pasiones y agresión masculinas. Escrita en 2022, esta visión, presentada desde el pasado de una pre-civilización al presente, anticipa la época de Trump y el nuevo imperialismo actual. La Ilíada es para Jameson no una épica, que marca un telos o dirección de la historia de la barbarie a la civilización (los griegos son los bárbaros, y Aquileo no exactamente un héroe épico en el sentido de representar en su propia persona y hechos el movimiento de la historia) sino un agon, una pelea o lucha, como las peleas de lucha libre (no por nada, Trump es fanático de la lucha libre). ¿La temática guerrera y de relaciones masculinas, patriarcales, de combate mano a mano, permite a Jameson en su propia escritura una especia de desborde libidinal de agresión masculina? ¿Deberíamos entender este desborde también como una liberación de la estructura de una neurosis? ¿Una desublimación no represiva, como diría Marcuse?

Quizás el capitalismo tardío de la globalización y el postmodernismo no sea tan tardío, sino la premonición de una época más violenta y autoritaria, ni post capitalista, ni post nacional, ni aun tan tardía. Un capitalismo bárbaro. Pero si Trump, Musk, Netanyahu, Bolsonaro, Milei, Putin, Orban, Modi, el neofascismo europeo, etc. son lo más seductivo o necesario que puede ofrecer el capitalismo como forma política-cultural actual, quizás ha llegado el momento de la necesidad de hablar de nuevo de las posibilidades del socialismo, o de la posibilidad que esa palabra designaba, aun en la presencia de su derrota histórica. En esa tarea, el problema no es tanto una defensa del marxismo subyacente a lo que se designaba el “socialismo real” —queda poco para defender en este sentido (ni los cubanos leales al régimen defenderían a Cuba como modelo de un país socialista logrado—por eso, proponen la idea del “periodo especial”). Mas bien, se trata de una rearticulación del marxismo que abarque los problemas del momento—la crisis climática, la crisis del liberalismo clásico combinado a la vez con el deseo de nuevas subjetividades, la forma actual de las luchas por los derechos humanos, los nuevos desafíos de la tecnología (el IA) y su relación con la acumulación de plusvalía, las catástrofes demográficas, la inmigración.

Trump y sus pares aúllan, heridos en su masculinidad, vengativos, buscando como Agamenón la destrucción de la ciudad, de la civilidad (civilitas). Jameson, buscador y defensor de la utopía, ahora más allá del bien y el mal, sonríe, ya no con la sonrisa cándida del infante en el estado del espejo sino con la sonrisa traviesa y amenazante del gato en Alicia en el país de las maravillas. Una sonrisa dialéctica.

Notas

1. Este texto fue concebido para un Dossier sobre Jameson, editado por Ileana Rodríguez, para la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica.

Referencias

Jameson, Fredric. 2024. “Agon: The Iliad.” New Left Review, no. 149. https://newleftreview.org/issues/ii149/articles/fredric-jameson-agon-the-iliad

John Beverley (brq@pitt.edu) es Profesor Distinguido Emerito de la Universidad de Pittsburgh. Formó parte del Grupo Literario Marxista (MLG), creado alrededor de la influencia de Fredric Jameson, y después del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos. Hasta 2020, fue con Sara Castro Klaren coeditor de la serie Illuminations: Cultural Formations of the Americas para la University of Pittsburgh Press. Sus libros recientes incluyen The Failure of Latin America y Sobre los límites del campo, una colección de sus ensayos sobre literatura latinoamericana. Su libro más conocido es su introducción a y edición de las Soledades de Góngora para la serie de Clásicos Catedra.

Recibido: 1 de abril, 2025. Aprobado 10 de abril, 2025.