Lenguaje desquiciado y silencios: las relaciones entre locura, lenguaje y literatura en Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza

Literatura

Lenguaje desquiciado y silencios: las relaciones entre locura, lenguaje y literatura en Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza

María Martínez Díaz
Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica

Lenguaje desquiciado y silencios: las relaciones entre locura, lenguaje y literatura en Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza

Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol. 49, núm. 1, e52595, 2023

Universidad de Costa Rica

Recepción: 11 Mayo 2022

Aprobación: 03 Agosto 2022

Resumen: Este artículo construye una lectura de Nadie me verá llorar, que se interesa en las relaciones entre el lenguaje de la locura y el lenguaje de la cordura y, al mismo tiempo, en las relaciones entre el texto, el sujeto y el lector. Para ello abordo en primer lugar, el tema de la locura como una ausencia o una abundancia de lenguaje, luego la presencia del pathos como una posibilidad de existencia de la locura, y finalmente, analizo las relaciones entre el lector y el texto a partir de lo previamente problematizado. La noción de locura que suscribo para este análisis, es la que propone Foucault (1972) en Historia de la locura, al señalar que se debe entender como una construcción histórica, cultural y social, pues está en constante transformación. Por lo tanto, la locura tiene un carácter voluble, que la hace imposible de fijar.

Palabras clave: Cristina Rivera Garza, literatura, lenguaje de la locura, lenguaje de la cordura, Michel Foucault.

Abstract: This article reads the novel “Nadie me verá llorar” from the perspective of the relations between the language of madness and the language of sanity, and at the same time, the relations between the text, the subject, and the reader. In order to do this, I start by addressing the issue of madness as an absence or, an abundance of language, then, I look at the presence of pathos as a possibility of the existence of madness, and finally, I analyze the relationship between the reader and the text based on what I previously problematized. The notion of madness that I subscribe to for this analysis is the one proposed by Foucault (1972) in History of Madness, pointing out that it must be understood as a historical, cultural, and social construction since it is in constant transformation. Therefore, madness has a fickle character, which makes it impossible to fix.

Keywords: Cristina Rivera Garza, Literature, language of madness, language of sanity, Michel Foucault.

Nadie me verá llorar, la primera novela de la mexicana Cristina Rivera Garza, publicada en 1999, es un relato en el que se cruzan “el discurso científico y el literario” y por lo tanto, se interesa por “el momento en el que ambos discursos dialogan” (Cavazos, 2011). La novela tiene como marco temporal la historia de México y más específicamente el Porfiriato y la Revolución Mexicana; sin embargo, el relato le “da voz a los que se mantienen al margen de la Historia oficial” (Cavazos, 2011). Para Macías (2006), la “novela se concentra en los marginados …. El histórico manicomio de La Castañeda, inaugurado por Díaz dentro de las celebraciones de la Independencia, es el escenario principal. Allí, dementes, alcohólicos, drogadictos, anarquistas e indigentes eran recluidos por igual” (p. 195).

Rivera Garza (2013) narra la vida de Matilda Burgos que migra muy joven del campo a la ciudad y se enfrenta a los acontecimientos históricos, sociales y culturales que vive la capital y el país durante el cambio de siglo. Ella es encerrada en el ahora legendario manicomio de La Castañeda por haberle negado favores sexuales a unos soldados. En este lugar conoce a Joaquín Buitrago, adicto a la morfina, quien para entonces se ha convertido en un “fotógrafo de locos” (Rivera Garza, 2013, p. 13) y que encuentra un nuevo sentido en su vida al conocer a Matilda, de quien se enamora. En el manicomio Joaquín conoce a Eduardo Oligochea, el psiquiatra del hospital, quien va a establecer relaciones particulares con ambos.

La autora escribe una “confesión tristísima” acerca de cómo encuentra a Matilda Burgos:

en el archivo como en la biblioteca uno se pone a platicar con sus muertos. Así encontré a Matilda Burgos la loca, la mujer que hablaba mucho, la que caminaba por los pasillos del manicomio con una corona de luz sobre la cabeza. Estaba dentro de un expediente. Dentro de una fotografía en blanco y negro. Dentro de una mirada. Dentro de ese sarcófago ... La vi, lo reitero, con la naturalidad con la que se observa a alguien muy querido, así como uno ve, cuando puede o cuando quiere, a sus propios muertos. … Su expediente contenía, además, una especie de diario de apenas 21 páginas manuscritas en las que la interna volvía una y otra vez, de manera obsesiva, sobre un puñado de temas: el encierro, la locura, la política, la guerra, el hospital, los anarquistas, la locura, el encierro, la política. (Rivera Garza, 2005, p. 218)

Desde este primer encuentro de la escritora con su protagonista que resulta ser una mujer de carne y hueso llamada Modesta B., se pone en evidencia una fascinación por el discurso de la loca, pues como señala Palaversich (2005b), Rivera Garza “reproduce verbatim las cartas diplomáticas que en vida real Modesta B., y en la ficción Matilda, escribía obsesivamente en un estado ya avanzado de esquizofrenia” (p. 105). Ese encuentro con Matilda desde el lenguaje, y más específicamente, el lenguaje de la locura es el que me convoca a escribir este texto, pues suscita una serie de problemáticas en torno a las relaciones entre lenguaje, locura y literatura.

El problema de la locura en los textos literarios se relaciona con el tema de la exclusión: los personajes locos construyen su historia en la subalternidad,1 en los límites y en el “afuera” de lo considerado “normal”. Palaversich (2005a, p. 87) señala que, en Rivera Garza, así como en Patricia Laurent Kullick (1962), Diamela Eltit (1947) y Mario Bellatin (1960), se recurre a personajes que encarnan sujetos marginales, “nómadas” y “descentrados”. Por ello, para la autora, la protagonista loca de Rivera Garza adquiere “matices postmodernos”. Al tener personalidades “fragmentadas” estos personajes se convierten en ejemplos de

la figura del esquizo descrita por Deleuze y Guattari (Mille Plateaux) como un ejemplar sujeto posmoderno, un ser que constantemente emprende líneas de fuga de los terrenos codificados por la norma social, que desterritorializa y desmantela significados habituales para iluminarlos desde una perspectiva nueva y subversiva. (Palaversich, 2005a, p. 87)

En esa medida, para Park (2013), la “trama se inscribe en el conflicto de la redefinición de las nociones de locura, enfermedad y normalidad como conceptos de gran envergadura impregnados por el ideal positivista.” (p. 66). Como ya lo ha visto la crítica, estos personajes posibilitan reflexiones en torno a la subjetividad al cuestionar la idea de un sujeto coherente o racional, capaz de alcanzar algún tipo de propósito en la vida, que es el que la racionalidad quiere construir como hegemónico. La reflexión sobre el sujeto loco en la literatura es, por lo tanto, vital en la medida en que posibilita interrogar nuestra propia racionalidad y pretensión de saber, lo cual nos acerca a una reflexión más justa sobre el sujeto y, al mismo tiempo, sobre la literatura. En este análisis busco construir una lectura de Nadie me verá llorar, que se interesa en las relaciones entre el lenguaje de la locura y el lenguaje de la cordura, y al mismo tiempo, en las relaciones entre el texto, el sujeto y el lector. Para ello abordo en primer lugar el tema de la locura como una ausencia o una abundancia de lenguaje, luego la presencia del pathos como una posibilidad de existencia de la locura, y finalmente, analizo las relaciones entre el lector y el texto a partir de lo problematizado.

1. Locura: ausencia o abundancia de lenguaje

La noción de locura que suscribo para este análisis es la que propone Foucault (1972) en Historia de la locura, al señalar que se debe entender como una construcción histórica, cultural y social, pues está en constante transformación. Por lo tanto, la locura tiene un carácter voluble que la hace imposible de fijar. Gros (2000), al explicar la propuesta de Foucault, señala que la locura está en la fragmentación, en el desgarre. En efecto, Foucault (1972) propone que a finales de la Edad Media, la locura es poderosa pues es soberana y temida. Dicha experiencia de la locura se define como trágica. En el Renacimiento, el poder de la locura va desapareciendo y entonces, las conciencias de la locura se manifiestan en la medida en que este poder desaparece o es ocultado. La locura aparece en la conciencia de Europa occidental de forma multidireccional, pues coincide con muchos procesos que van transformando su sentido. De tal forma, como mencioné, tiene una presencia desmembrada:

la conscience de la folie, au moins dans la culture européenne, n’a jamais été un fait massif, formant bloc et se métamorphosant comme un ensemble homogène. Pour la conscience occidentale, la folie surgit simultanément en des points multiples, formant une constellation qui peu à peu se déplace, transforme son dessin et dont la figure réserve peut-être l’énigme d’une vérité. Sens toujours fracassé. [La conciencia de la locura, al menos en la cultura europea, nunca fue un hecho masivo, que formara un bloque que cambia como un conjunto homogéneo. Para la conciencia occidental, la locura surge simultáneamente en puntos múltiples, formando una constelación que poco a poco se desplaza, transforma su destino y cuya figura reserva tal vez, el enigma de una verdad. Sentido siempre reventado]. (Foucault, 1972, p. 215, traducción propia)

En esta transformación, lo que es constante es la locura misma, que nunca deja de existir y que “cada época objetivó de determinada manera” (Díaz, 2005, p. 25). Frédéric Gros (2000), explicando el pensamiento de Foucault, indica que en cada época existen cuatro formas de conciencia de la locura y estas son estrategias de la razón para “aprehender concretamente la locura, al mismo tiempo que se precave de ella” (p. 35). Las cuatro conciencias de la locura son evidencia del debate y de la complejidad que se experimenta ante la experiencia de la locura.2 Con el surgimiento del positivismo en el siglo XIX y la aparición de la conciencia analítica de la locura, esta es objetivada. Tal conciencia es la que cree irónicamente poseer la verdad sobre la locura, cuando en realidad, a ninguna le corresponde darla, pues, reitero, la locura está en la falla, en la fractura, en el desgarre (Gros, 2000, p. 37).

Ahora bien, cuando Shoshana Felman (1978) se refiere a la famosa polémica entre Foucault y Derrida en torno a la Historia de la Locura,3 indica que el objetivo de Foucault es demostrar que la filosofía, la psicología y la psiquiatría se construyen desde un “desconocimiento radical del lenguaje de la locura” (p. 39, traducción propia). Por lo tanto, la “historia cultural de Occidente sería la historia … de un imperialismo de la razón, y por lo mismo, la historia de una represión … de la locura.” (Felman, 1978, p. 39, traducción propia).

Según Foucault, el momento preciso de esta represión de la locura se encuentra en el cogito cartesiano, más precisamente, en la primera Meditación de Descartes. Ahí, Descartes construye un “golpe de fuerza” que “reduce la locura al silencio” (Felman, 1978, p. 39, traducción propia). En efecto, en el tratamiento de la duda, Descartes expone acerca de la locura, el sueño y el error, y para Foucault, lo hace de manera desequilibrada, pues mientras encuentra formas de admitir el sueño y el error, la locura queda completamente excluida, como aquello que se debe silenciar. Asimismo, a los ojos de Foucault, con una frase famosa: “Y qué, son locos”, la locura queda expulsada de la posibilidad del pensamiento.

Felman (1978) aclara que Foucault busca en su obra un lenguaje alternativo, que le permita decir la locura, poder transmitirla (p. 42). Y se pregunta si a la locura se la ha confinado al silencio, ¿Cómo devolverle la palabra? ¿Es posible construir un discurso en el que la locura pueda manifestarse?

Esta relación entre locura y lenguaje resulta particularmente relevante para entender la demencia de la protagonista de Nadie me verá llorar. Esta se manifiesta de dos formas distintas en Matilda, una que pasa por el silencio y otra por la abundancia del lenguaje. Por un lado, el narrador de la novela de Rivera Garza a menudo asocia la locura de Matilda con su silencio. El mutismo es “la burla perfecta de la razón” (Rivera Garza, 2013, p. 250) declara el narrador hacia el final de la novela, poco antes de describir la muerte de Matilda. Este silencio tiene que ver efectivamente con la búsqueda del texto por encontrar un lenguaje que le permita decir la locura, y “todas esas palabras sin lenguaje” que Occidente ha olvidado (Felman, 1978, p. 42):

Cuando él se acerca, el griterío incesante del manicomio se hace tan tenue como un murmullo y, luego, cuando Matilda vuelve el rostro y lo recibe con la sonrisa franca, los sonidos desaparecen por completo. El silencio. Matilda siempre creará silencio a su alrededor. (Rivera Garza, 2013, p. 28)

Se pone de manifiesto la necesidad del silencio ante la imposibilidad del logos de decir la locura. Por eso en la novela, el narrador señala que la presencia de Matilda ante los ojos de Joaquín Buitrago hace desaparecer los sonidos, e indica que ella crea “silencio a su alrededor” (Rivera Garza, 2013, p. 28).

Por otro lado, hay un lenguaje distinto que Matilda produce. Es desarticulado y se condensa en una metáfora que el mismo texto propone, en la cual, el lenguaje es como un edificio en el que siempre “hay pasillos sin luz” (Rivera Garza, 2013, pp. 110-111). Ese lenguaje abundante e incoherente a los ojos del psiquiatra –Eduardo Oligochea– es señal de su trastorno, y constituye un detalle protagónico en la anamnesis del médico al señalar que la “interna es sarcástica y grosera. Habla demasiado. Hace discursos incoherentes e interminables acerca de su pasado.… tiene una tendencia clara a inventar historias que nunca se cansa de contar” (Rivera Garza, 2013, p. 110).

Ese lenguaje desquiciado de Matilda, que empeora hacia el final del relato cuando se encierra voluntariamente en la Castañeda, da cuenta de una reflexión de Lacan y de Freud en torno al lenguaje. Vásquez Ávila (2011) señala que desde “el psicoanálisis, la locura no puede ser concebida más que al interior del campo del lenguaje” (p. 37). Para demostrarlo retoma la propuesta de Lacan (1999) en su artículo titulado “Propos sur la causalité psychique” en donde plantea que el fenómeno de la locura es relativo al lenguaje, que es “la esencia del ser humano” (p. 38). Asimismo, la autora subraya la idea de Freud4 acerca del síntoma que viene anudado con la palabra, y en él, “lo inconsciente toma forma de discurso, de enunciado” (Vásquez Ávila, p. 38):

si el síntoma se puede desplegar mediante la palabra es porque el inconsciente está estructurado como un lenguaje … Si el inconsciente es el descubrimiento mayor del psicoanálisis, es gracias a las reflexiones sobre el lenguaje: porque el ser humano habla, uno puede acceder al inconsciente; y, por esta razón, Lacan enunciará que el inconsciente, en el fondo, está estructurado, tramado, eslabonado y tejido del lenguaje; estructurado como un lenguaje y no por un lenguaje. Lacan aclara y subraya que ambos, lenguaje e inconsciente, poseen una misma organización; y, de esta manera, el lenguaje deviene la condición misma del inconsciente. (Vásquez Ávila, 2011, p. 41)

De tal forma, el lenguaje y el inconsciente tienen una “misma organización”. En cuanto a la relación entre el lenguaje y la locura, para Vásquez Ávila (2011) esta última se manifiesta cuando ocurre un quiebre entre la palabra y el Otro, es decir, cuando rompe el flujo "entre la aparición de la palabra y su destino", ya que la palabra, concebida como "la casa del ser"5 -pues a partir de ella se construye el sujeto-, se dirige siempre al Otro, "nace en la relación con el Otro" como lo propone el psicoanálisis.

Efectivamente, en el relato, la locura tiene que ver con el momento en que las palabras faltan o se manifiestan como un quiebre entre la palabra y el Otro que la recibe. Por eso, el lenguaje de Matilda llega incluso a ser incomprensible:

Si pudiera descansar, si pudiera callar. Las palabras salen a borbotones durante sus días exaltados. No puede contenerlas, ni disuadirlas y, todas a la vez, la obligan a tartamudear. Algunas frases quedan inacabadas para siempre, interrumpidas por la marea de otras similares. El soliloquio de noche es demencial. (Rivera Garza, 2013, p. 238)

Lenguaje “demencial”, sin oyente, inagotable e insoportable, seguido del silencio, como un vaciamiento de palabras: “pronto no quedará nada. Pronto podrá regresar a su refugio, a ese lugar sin puertas que Eduardo Oligochea denomina locura. Una afección mental. El silencio.” (Rivera Garza, 2013, p. 238). A Matilda parece ocurrirle algo que Hounie (2013) explica en relación con el sujeto cuyas palabras “proliferan al igual que los afectos que a chorros despliega sin distinción a quienes lo encuentran, como los chorros de la lluvia que lo golpea” (p. 252). Se trata para la autora de una “condición de desamarre” que “conlleva una búsqueda sin límites”, y que provoca algo que Calligaris (1991) llama metafóricamente “una errancia infinita”. Hounie agrega, citando a Calligaris, que es “como la tarea de una araña que tratara de encapsular preventivamente a un peligroso enemigo del tamaño del mundo” (2013, p. 253). Matilda también expone incansable y de forma errática, ese “monólogo interior” del cual habla Hounie, que habla sin cesar, que “nos habita” y que “invade plenamente el sujeto”. Su boca es “imposible de acallar” (Hounie, 2013, p. 253).

Ahora bien, a propósito del silencio, Vásquez Ávila (2011), retomando un poema de Stefan George,6 propone que si la palabra está ausente, eso es señal de que algo falta en el “repertorio interno del lenguaje del sujeto” (p. 28). En ese sentido, si no hay palabras, si no hay lenguaje, es porque ocurrió algo: “una falla, una ruptura, una lesión” en ese repertorio. Esto le permite a Vásquez Ávila (2011) pensar en el delirio como algo “correlativo a una palabra que ha quedado fuera del lenguaje” (p. 49), pues se ha llegado al límite del lenguaje propio. La invención de un nuevo lenguaje se hace entonces necesaria:

El delirio puede ser descrito como un nuevo lenguaje, o tal vez habría que decir, como “otro lenguaje”. Lo que la locura nos revela es que en el delirio, la “herramienta del nombre” es la que está fracturada, rota.… A partir del hecho de que algo es innombrable, una nueva construcción discursiva aparece con propias y nuevas reglas. (Vásquez Ávila, 2011, p. 50)

De esta forma, el silencio y el lenguaje loco de la protagonista dan cuenta de una reflexión sobre la relación entre la locura y el lenguaje que es central en el relato de Rivera Garza y que dialoga con estas reflexiones desde el psicoanálisis. El delirio de Matilda está efectivamente retratado desde un fenómeno del lenguaje que se esfuerza por nombrar algo que es innombrable.

2. El pathos como posibilidad de existencia de la locura

Ahora bien, volviendo al debate teórico entre Foucault y Derrida, para Felman (1978), cuando Foucault se pregunta si es posible construir un discurso en el que la locura pueda manifestarse, Derrida lo cuestiona y señala la imposibilidad de tal empresa:

Que la traduction de la folie constitue déjà une maîtrise, une répression de la folie, une violence contre elle; que l’éloge de la folie ne puisse se faire que par la raison, au seul moyen de la raison: Jacques Derrida le souligna dans son compte rendu de l’ouvrage de Foucault. De même remarqua Derrida, que la liberté de la folie ne s’entend que du haut de la forteresse qui la tient prisonnière, de même l’entreprise de Foucault demeure prisonnière de l’economie conceptuelle qu’elle s’efforce de défaire. [Que la traducción de la locura constituye en sí misma una domesticación, una represión de la locura, una violencia contra ella; que el elogio de la locura solo pueda hacerse a través de la razón, como único medio: Jacques Derrida lo subrayó en su rendido de cuentas de la obra de Foucault. Igualmente Derrida señaló que la libertad de la locura solo se entiende desde lo alto de la fortaleza que la tiene prisionera, asimismo, la empresa de Foucault permanece prisionera de la economía conceptual que ella se esfuerza por deshacer]. (Felman, 1978, p. 44, traducción propia)

Derrida (1967, como se citó en Fortanet, 2008) empieza cuestionando el pensamiento de Foucault desde el título de su obra, para señalar la imposibilidad de escribir una historia sobre la locura, pues, si bien Foucault hace una “arqueología del silencio de la locura”, no logra encontrar un lenguaje que esté ajeno a la exclusión y a la violencia. Es decir, para Derrida, si Foucault usa un “lenguaje razonable” reproduce la exclusión de la locura.

En el pensamiento de Felman (1978), lo importante en este debate es rescatar lo que está en juego, y que tiene que ver con el lugar de la locura. Para ella, cuando Derrida (1967) se refiere a la imposibilidad del logos de decir la locura, que en esencia es silencio, pone de manifiesto que la locura escapa de la filosofía, pero que “no desaparece” completamente, sino que encuentra un refugio en algo que Derrida llama el “pathos":

La métaphore, le pathos, le langage de la fiction: sans être nommée, c’est la littérature qui a subrepticement ici fait irruption … Ce qui dès lors, s’indique dans le fonctionnement de la folie, c’est le genre de rapport qui relie la littérature et la philosophie. [La metáfora, el pathos, el lenguaje de la ficción: sin ser nombrada, es la literatura la que irrumpe aquí de manera sorpresiva …. Lo que desde entonces se indica en el funcionamiento de la locura, es el tipo de relación que une a la literatura con la filosofía]. (Felman, 1978, p. 47, traducción propia)

Se esboza así una oposición entre el logos y el pathos. La locura y su silencio no pueden ser posibles en el logos, por lo tanto, encuentran cobijo en el pathos, en la metáfora, en el lenguaje de ficción. Según Derrida (1967, como se citó en en Felman, 1978), la relación entre locura y literatura está presente en Foucault de manera metafórica, por la “literatura” y por el “pathos” situado en la intensidad de su “estilo”, la “vehemencia de su respiración” (“souffle”), la “potencia emotiva de su escritura” (Felman 1978, p. 48, traducción propia):

Il est important de comprendre ceci. La folie, telle qu’elle résonne, telle qu’elle se laisse entendre à travers la rhétorique de Foucault, est précisément ce que l’histoire de la folie a rendu possible en le supprimant: le “halo lyrique de la maladie”. La folie, qui n’est pas maladie mentale, qui n’est pas objet, n’est rien d’autre que cet “éclatement lyrique” et l’excès de ces “valeurs pathétiques”; cette capacité de déchirement, de souffrance, de vertige et d’émotion, cette impuissante puissance de fascination littéraire: la folie pour Foucault, ne signifie rien d’autre que le pathos lui-même; la notion de folie est alors elle-même une métaphore du pathos: du reste impensé de la pensée, de son excédent littéraire. [Es importante comprender esto. La locura, tal como resuena, tal como se deja comprender a través de la retórica de Foucault, es precisamente lo que la historia de la locura ha hecho posible al suprimirlo: el “halo lírico de la enfermedad”. La locura, que no es una enfermedad Emental, que no es un objeto, es únicamente esta “explosión lírica” y el exceso de sus “valores patéticos”; esta capacidad de desgarramiento, de sufrimiento, de vértigo y de emoción, esta impotente potencia de fascinación literaria; la locura para Foucault, es el mismo pathos; la noción de locura es entonces una metáfora del pathos: del resto impensado del pensamiento, de su excedente literario]. (Felman, 1978, p. 52, traducción propia)

De tal forma, en esta lectura de Derrida (1967), la locura en Foucault es lo relativo a una capacidad de sentir “desgarramiento” o emoción, y esto es posible en la medida en que ya no se piensa la locura como una enfermedad. En ese momento ya no es un objeto sino pathos, lo relativo a la metáfora

En la novela de Rivera Garza es posible ver esa relación entre el pathos y la locura, cuando el lenguaje loco se enfrenta a otro lenguaje: el de la cordura. En el capítulo tres de la novela, titulado “Todo es lenguaje”, se muestra un conflicto entre ambos lenguajes, como una especie de lucha entre la locura y la cordura manifestada en la palabra. De tal forma se puede ver la sucesión de dos lenguajes muy distintos en el relato: el literario y el médico. El primero, siempre precedido del adverbio “adentro”, da cuenta del pathos: los estados del alma, y se refiere a las historias de algunos reclusos, pacientes de Oligochea, en la Castañeda:

Adentro. Conmoción en los corredores. Olor a cigarrillos. Gritos de desolación. … Las voces salen de la celda de Imelda Salazar. ¿Qué dicen? “El mundo se va a acabar. Los platos están llenos de soberbia.” … Está de rodillas y, con los brazos abiertos en cruz, mira hacia la ventana imaginaria por donde se cuelan los rayos del sol. Hay terror y esperanza en sus ojos, determinación en las palabras que pronuncia a los oídos del aire. (Rivera Garza, 2013, p. 87)

A este lenguaje literario le sigue el lenguaje científico, el de la anamnesis que da su propia versión de la historia del personaje:

Imelda Salazar. Tlaltenango, Zacatecas, 1896. Soltera. Maestra. Católica. Constitución débil. … El padre fue alcohólico, del resto de la familia no se tiene noticias. … Aquí varios médicos la examinaron y la encontraron enajenada. Tiene actitudes prolongadas y se entrega a rezar desordenadamente. Dice que los trastos en los que le sirven su alimento contienen impurezas espirituales (soberbia) y un marcado olor a azufre, por lo que arroja los alimentos al suelo y los lame en compañía de un perro … Demencia con Psicastenia. Delirio religioso. Oligofrénicas. (Rivera Garza, 2013, pp. 88-89)

El lenguaje científico es violento en la medida en que su función es la de aplacar la locura, dominarla. Tal es la intención de Oligochea que ante el lenguaje metafórico parece buscar refugio en el lenguaje expurgado para seguir sintiéndose el maestro de la locura. Aquí hay que recordar que, a partir del siglo XIX, con la llegada del “saber objetivo” de la ciencia, la locura se transforma pues aparece el saber del médico y con él, un “criterio de reconocimiento” de la locura muy diferente. En esta época es que surge precisamente la conciencia analítica de la locura que aplaca aquello que en la locura provoca temor al dominarla a través de “técnicas de la supresión” (Foucault, 1972 p. 221). Esta conciencia de la locura es la que aún existe hoy en día y pasa por el saber de la ciencia y la objetividad del científico (Díaz, 2005, p. 63). Para Gros (2000) con esta conciencia, la locura queda en un estado de alienación y corresponde con una época moderna que pretende “alumbrar por sí sola la verdad total de la locura” (p. 37).

Para Foucault (2003), tal saber no existiría sin la disciplina que supone un orden perpetuo y que posibilita también en el asilo, un control absoluto de las actividades de los cuerpos. Este es el que va a posibilitarle al médico tener una mirada neutral, objetiva frente al alienado, convertido a su vez en un objeto de estudio (p. 4). En esta intención del lenguaje científico de dominar la locura, se ven los ecos de la propuesta de Pinel7 quien plantea que la terapia de la locura es “el arte de subyugar y de domar, por así decirlo, al alienado, metiéndolo en la estrecha dependencia de un hombre que por sus cualidades físicas y morales, pueda ejercer sobre él un imperio irresistible y pueda cambiar la cadena viciosa de sus ideas” (Foucault, 2003, p. 10, traducción propia).

En este enfrentamiento entre locura y cordura, Oligochea ejerce un poder que se manifiesta a través del lenguaje, y que consiste en definir, etiquetar y diagnosticar la locura, pues a través del lenguaje se manifiesta el saber de la ciencia:

Hay vocablos por los que Eduardo Oligochea siente especial predilección. El adjetivo “implacable”, por ejemplo; las sílabas de la palabra “delirio”, que, pronunciadas una tras otra, le recuerdan las perlas artificiales de un collar. También le gusta el sonido del acento sobre la e en el adjetivo “hebefrénica”, la sobriedad rotunda de la palabra “etiología”. Hay ciertos términos que, en cambio, lo hacen sonreír con una arrogancia difícil de ocultar: los diagnósticos de “imbecilidad”, “psicosis masturbatoria”, “susto”, “locura razonada”, entre otros. Cada vez que los encuentra al final de los interrogatorios coloca signos de interrogación entre ellos, y luego de descartarlos, añade una nueva terminología con su pluma fuente. “Toxicomanía”, “histeria”, “esquizofrenia”. Ésos son los nuevos nombres para quienes han perdido el deseo por la vida. (Rivera Garza, 2013, p. 102)

Oligochea se burla de los antiguos diagnósticos hechos por otros, pues en el fondo se cree poseedor de la verdad. No admite términos ambiguos o imprecisos que apelan a lo inasible de la locura. Coloca nuevas palabras sobre las viejas, corrigiendo viejos diagnósticos inexactos, creyendo tener los correctos, los exactos que logran por fin, fijar la locura, contenerla con el poder del saber de la ciencia. Para Oligochea, la verdad sobre la locura está en sus manos, y en las de nadie más.

Sin embargo, el lenguaje del pathos, precedido del adverbio “adentro” en donde se refugia la locura, va sacando a Oligochea de control. Lo conduce poco a poco al mundo de las emociones que se esfuerza tanto por mantener “a salvo”, escondidas y sujetadas. Esto se vuelve evidente con el relato de Lucrecia Diez de Sollano de Sansiprián:

Adentro. Timidez. Voces apenas audibles. Ojos mirando el suelo. “¿Sabes por qué te encuentras aquí?” “Sí.” … Cuando levanta la vista se adivina un desafío en su mirada. Una espada. Como señora bien educada sólo habla si se lo piden; no hace preguntas, ni añade información innecesaria. Detrás del escritorio, Eduardo se mueve inquieto en su silla. Su voz lo desorienta; su rostro le trae a la mente la imagen de un gavilán volando en círculos concéntricos sobre su víctima. La tranquilidad exterior de su cuerpo parece sostenida sobre un frágil andamiaje. (Rivera Garza, 2013, p. 89)

En la narración de la voz omnisciente –en donde está el pathos y la locura– es posible ver también la derrota del psiquiatra, y del lenguaje depurado y violento de la ciencia y de la razón, pues en ese enfrentamiento con la locura –la metáfora del pathos– Oligochea ya no puede ignorar su propia subjetividad. El texto literario, el de los locos, lo lleva a enfrentar su “yo”. La loca desafía, su mirada es letal. Se manifiestan en el texto todas las señales del encuentro entre un depredador y su víctima: el gavilán cazador, la mirada como espada, lista para matar, frente a un Oligochea nervioso, errante, listo para ser devorado. En esa derrota, empieza a sentir desde su cuerpo que tanto se esfuerza por controlar:

Las manos de Eduardo Oligochea yacen sobre los papeles amontonados, inertes. Tras sus anteojos la mirada perdida. El aturdimiento de todas las historias se vuelve insoportable ciertas tardes de invierno. … A veces, cuando se deja embargar por la desolación y se olvida de los libros, duda de la posibilidad de encontrar los nombres correctos para cada padecimiento … A veces la tristeza negra de un par de ojos lo obliga a pensar en el “yo”. …

Las voces se le cuelan por todas las hendeduras del cuerpo y ahí se quedan, dentro, corriendo por sus venas, escarbando la médula de los huesos. Y luego las imágenes. … A veces la mortandad le da vértigo. A veces no puede más. (Rivera Garza, 2013, pp. 93-94)

El lenguaje del “adentro” humaniza a Oligochea. Esta última cita parece perpetuar la idea del depredador devorando a su víctima. Es decir, la locura se manifiesta desde una imagen poderosa y mortífera. Oligochea frente a ella es débil y por fin, en esta cita se ve cómo la manifestación de la locura, desde la narración, procede a devorarlo. Por eso las voces se “cuelan” por las “hendeduras del cuerpo”, lo devoran, lo poseen, “corriendo por sus venas” y “escarbando la médula de sus huesos”. El pathos (la locura) lo devora. Y la consecuencia clara de esa desposesión del cuerpo, de ese mirar cómo su cuerpo es devorado, es la duda. Oligochea empieza a preguntarse por fin acerca de la verdad:

¿Y si el mundo exterior en verdad estuviera regido por los designios del diablo? ¿Y si el señor Sanciprián en realidad estuviera tratando de recluir a su mujer y su “exagerada manera de sentir” solo para poder vivir en paz con su nueva amante? … A veces, ciertas noches de invierno, la vida impasible de los internos es capaz de sacar a Eduardo Oligochea de sus casillas. A veces su propia incertidumbre es tan oscura que sólo puede pensar en el placer momentáneo de fumar un cigarrillo. (Rivera Garza, 2013, p. 96)

Las preguntas acerca de la verdad tienen que ver con lo tramposo del texto, que tal como lo propone Barthes (1984), se manifiesta como un tejido irregular, lleno de huecos y peligroso pues tiene un carácter múltiple que no puede ser descifrado. Es “revolucionario” y “loco” ya que no acepta dioses ni razones, ni límites (Barthes, 1984, p. 68, traducción propia). Es decir, hay una relación estrecha entre locura y literatura. Para entenderla, a continuación, me detengo para aclarar esta asociación.

Felman (1978) también se interesa por ese carácter “rebelde” del texto y se refiere a esta cualidad al hablar de su movimiento retórico que es especular. A partir del análisis de Tour de vis, novela de Henry James, que se muestra como ejemplo clásico de la trampa que el texto le pone al lector, la autora indica que la novela le ofrece una alternativa, para después eliminarla. La alternativa consiste en hacer una lectura ingenua del texto, y otra “sofisticada”. Sin embargo, Felman aclara que la trampa no está dirigida al lector ingenuo, sino más bien, al inteligente, al que quiere precisamente, esquivarla:

Comme le piège tendu par le texte de James vise précisément ceux des lecteurs qui sont “difficiles à attraper”, ceux-là mêmes, en d’autres termes, qui se méfient des pièges et qui cherchent à les éviter, nous pouvons dire que Le Tour de vis, piégeant le lecteur quel qu’il soit, est un texte qui plus spécifiquement piège le lecteur analytique, en tant que, par excellence, il veut être un lecteur non-dupe. [Como la trampa en el texto de James está dirigida precisamente a los lectores que son “difíciles de atrapar”, a esos mismos que, en otros términos, desconfían de las trampas y que buscan evitarlas, podemos decir que Le tour de vis, atrapando a cualquier lector, es un texto que más específicamente atrapa al lector analítico, que por excelencia, no quiere ser un lector tonto]. (Felman, 1978, p. 326, traducción propia)

Hay una intención del lector “sofisticado” de dominar el texto,8 pero al hacerlo, reprime “el inconsciente” que está explicando. Esta reflexión problematiza la intención de dominar, de convertirse en el maestro del texto, del inconsciente, de la locura, lo cual encierra en sí mismo una imposibilidad, pues convertirse en el maestro –al querer “diagnosticar” la literatura y asegurar así, “el control propio”– es entrar precisamente, en el juego de la locura: “indicar la locura del otro, conduce a la exclusión de uno mismo de la locura, aquí la exclusión misma es inclusión”. Por lo tanto excluir a un personaje como loco, es repetir el gesto de exclusión para así, “incluirse en la locura” (Felman, 1978, p. 335)

Felman se refiere aquí a un movimiento retórico del texto que tiene la capacidad de destruir la “autoridad”, pues subvierte la polaridad que separa al analista (el que interpreta) y al analizado (el síntoma). De tal forma, hace que el analista entre en un juego especular con la locura. Para ejemplificar esto, Felman recurre al mito de Edipo, quien se convierte en imagen de la parálisis del intérprete, que ocurre cuando Edipo asesina a su propio padre. En ese momento, Edipo toma el lugar del padre, del intérprete, pues está tratando de entender el misterio de su asesinato:

C’est par le meurtre qu’Oedipe devient maître. … Mais Oedipe ne devient maître que pour bientôt s’aveugler lui-même. S’aveugler: dernier geste du maître, pour se donner l’illusion qu’il commande jusqu’à son aveuglement … qu’il maîtrise jusqu’à sa castration … s’aveugler, donc, moins peut être pour se punir en se châtrant que pour ne pas voir, justement -pour dénier encore-, la réalité de sa castration, existant en dehors de son propre geste, du fait que la maîtrise même de sa conscience se trouve subvertie, du fait que celui qui est pris au piège de sa détection, c’est lui-même, du fait que l’Autre, c’est lui. [Es a través del asesinato que Edipo se convierte en maestro. … Pero Edipo se convierte en maestro para enseguida enceguecerse él mismo. Enceguecerse: el último gesto del maestro, para crear la ilusión de que él manda hasta quitarse la vista … de que domina hasta su castración … enceguecerse, entonces, más que para castigarse al castrarse, es para no ver, justamente, -para negar otra vez-, la realidad de su castración, que existe fuera de su propio gesto, pues la dominación misma de su conciencia se ha subvertido, ya que el que ha caído en la trampa de su detección, es él mismo, pues el Otro, es él]. (Felman, 1978, p. 336, traducción propia)

De tal forma, el gesto de quitarse la vista es negar la pérdida del poder. Es ignorar que ya no se es el maestro, sino que se está en el lugar de la locura, en la literatura. Esta ignorancia ocurre por querer creer que se puede estar “afuera” tanto de “la trampa de la literatura, del inconsciente o de la locura” (Felman, 1978, p. 336). Por lo tanto, la literatura es la muerte del maestro, su “transformación en fantasma” (Felman 1978, p. 343).

Se perfilan así las características que comparten la literatura y la locura. Para Felman (1978) ambas son “objetos rechazados”, objetos de “desconocimiento” y de “negación”. Son “polos de gravitación de la energía misma de la represión”, por tanto, hay una relación entre ambas que es “oscura”, pero “constitutiva”, que las relaciona a su vez con aquello que las excluye y que las destina a la represión (p. 15).

Ahora bien, volviendo a la novela, la vida de los locos que se manifiesta en el texto literario, y que es otro tipo de expresión de un lenguaje desquiciado, hace dudar al psiquiatra (lector sofisticado) al señalar lo imposible que es asir la verdad, y que en realidad, no tiene el control. El lenguaje de Eduardo pretende ser “uniforme”, constituido con la exactitud de los datos. Pero al enfrentarse al “idioma” de los locos, se da cuenta de que está lleno de “laberintos” y “zonas empantanadas”, “áreas resbaladizas sobre las que puede trastabillar y romperse la cabeza” (Rivera Garza, 2013, p. 104). El lector, frente a esta escritura (este texto) no puede ser juez, como lo quiere ser Oligochea, solo puede ser un intérprete que se va determinando al mismo tiempo que el texto, en el proceso de lectura.

Pero Oligochea no quiere dejarse llevar por ese texto. Quiere dominarlo, quiere ser un lector-juez y al mismo tiempo, como psiquiatra, quiere ser el maestro del inconsciente, de la locura. Busca dirigir al alienado hacia la “realidad”, establece lo que Foucault llama, la “tautología asilar” que consiste en “imponer la realidad, intensificarla, agregar a la realidad ese suplemento de poder que le va a permitir morder a la locura y reducirla, entonces, dirigirla, gobernarla” (Foucault, 2003, p. 164, traducción propia). Y precisamente, ante el “remolino de las palabras” –el lenguaje del pathos– Oligochea se refugia en la tautología que es “la reina de su corazón”, y por eso repite incansable: “Una mano es una mano. Una jeringa es una jeringa” (Rivera Garza, 2013, p. 104).

Sin embargo, el médico cae inevitablemente en la trampa. Al escuchar las palabras de Mariano García, un paciente anciano que le relata su vida y le inquiere: “Usted tampoco me cree, ¿verdad doctor?” (Rivera Garza, 2013, p. 105), Oligochea no puede escapar de ese lenguaje, de su capacidad de “desgarramiento, de sufrimiento, de vértigo y de emoción” (Felman, 1978, p. 52, traducción propia). El intento de Oligochea de dominarlo es inútil, así como es inútil querer encapsular un enemigo del tamaño del mundo (Hounie, 2013), como la araña de Calligaris. Al excluir la locura para dominarla, Oligochea “enloquece”:

Eduardo toma notas al compás de la voz del anciano. … Por momentos mientras el viejo deshoja palabras, puede sentir la arena de sus huesos desmoronándose sobre el piso y, más tarde, revoloteando en desorden entre las madejas ruidosas del aire. Hay algo en su voz, en su manera de encorvar los hombros, que le recuerda a su propio abuelo. Si no estuviera en el manicomio sus historias podrían pasar por charlas de ancianos inventando el pasado mientras los niños se reúnen alrededor del fuego. (Rivera Garza, 2013, p. 106)

Las palabras poderosas del anciano (el lenguaje de la locura), hacen que Oligochea entre en la melancolía, y con ella en el pathos, y así queda atrapado en las intensas palabras de la locura, fuera de la razón y del control de la ciencia.

3. Relaciones entre el texto y el lector

Ahora bien, hay que precisar esta relación entre el texto y el lector, que ya mencioné en el apartado anterior. En la novela hay dos grandes lectores: Joaquín Buitrago y Oligochea. El primero lee un texto que le apasiona: Matilda, y el otro, además de leer a sus pacientes, como ya lo analicé, lee un texto que despierta su curiosidad: Joaquín. Sobre Joaquín como lector, el narrador señala:

El fotógrafo no sabe lo que busca dentro de la cabeza coronada de luz de Matilda Burgos. Debe de haber algo en el silencio de su vida. Cada vez está más cerca. Está convencido. Puede sentirlo en las voces dulces de la morfina. Esta vez no tiene miedo a morir. No importa. Esta vez no la dejará ir.” (Rivera Garza, 2013, p. 28)

Matilda representa para Buitrago un texto caótico y misterioso, lleno de silencios, desquiciado y por ello, insoportable. Se empeña, por lo tanto, en llenar esos vacíos, ordenar ese texto que es Matilda, y así, atraparlo, convertirse en su maestro, como lo propone Felman (1978, p. 335). Joaquín quiere saberlo todo, asir la totalidad, sin darse cuenta de que tal empresa es fútil, imposible, pues el texto que es Matilda, es imposible de “descifrar”. Tal como lo plantea Barthes, su estructura no tiene “fondo”, ella cual texto es también “revolucionaria”, y rechaza a la “razón”, a “la ciencia” y a “la ley” (Barthes, 1984, p. 68, traducción propia). Sin embargo, ante ella como texto, Joaquín cree tener las de ganar, y, por lo tanto, roba su expediente, y luego se encierra en la biblioteca a investigar todo sobre su historia. Joaquín no permite la multiplicidad de Matilda ni su “misterio”, su intención es la de dominar.

De esta forma, llama la atención el interés de Buitrago por los libros y su entrega a la lectura exhaustiva en la biblioteca. El narrador señala que Joaquín “se siente a salvo” “en los libros”, pues en ellos “todo tiene nombre”, en sus hojas le es posible “encontrar huellas”; cuando lee, las historias tienen “orden” y le ayudan a orientarse “en las incógnitas del mundo” (Rivera Garza, 2013, p. 71). Es decir, la noción que Buitrago tiene de los textos está muy lejos de la que Barthes (1984) propone. Los libros de Buitrago dan la impresión de ser manuales ordenados, planos y predecibles, instrumentos de “autoayuda” casi, que no le producen ninguna duda, ni incertidumbre.

Esto se problematiza más cuando el narrador señala que Buitrago “lee todos los libros” (Rivera Garza, 2013, p. 73), afirmación que puede hacer pensar en “La Biblioteca de Babel”. Borges (1986) habla de ella como un “Universo”, compuesto “de un número indefinido y tal vez infinito, de galerías hexagonales” (p. 36). Ahí se puede palpar el carácter “interminable” de los libros y de la biblioteca, pues la “certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma” (p. 40). En efecto, en el cuento Borges da cuenta de lo diminutos que somos ante los libros, la noción de biblioteca como universo nos devuelve una imagen del ser humano como algo insignificante, siempre limitado a sus escazas posibilidades. La propuesta de Borges es coherente con la de Barthes que apunta hacia esa magnitud del texto, cuya totalidad es imposible de asir. Esa imposibilidad está muy lejos de ponernos “a salvo”, pues por el contrario, está llena de peligros, de trampas. Su lógica es la del enredo, y su alcance inasible, por lo tanto, infinito.

Buitrago está engañado al pensar que todo lo puede leer y que en los libros está fuera de peligro. Es todo lo contrario, como ya lo había podido comprobar, pues este carácter de lector se manifiesta antes de Matilda, cuando conoce a Diamantina, su primer amor:

Cuando volvió a verla, la llamó Diamantina como si la conociera de toda la vida. Antes de tocar a las puertas de su casa en el número 35 de la calle de Mesones, Joaquín exploró los alrededores varios días. Quería tener una imagen concreta de lo que la rodeaba. Para poder llegar a ella necesitaba un contexto. Examinó una a una las baldosas frente a su casa. … se fijó en todo aquello que imaginó de interés a los ojos de Diamantina … todo estaba ahí para adornar la existencia de una mujer con gafas. (Rivera Garza, 2013, pp. 41-42)

Ella es una mujer intimidante, inteligente, segura de sí misma, que lo frustra profundamente desde que la conoce, precisamente porque entiende que nunca sería suya. Sin embargo, y a pesar de las primeras impresiones, Diamantina y Joaquín tienen un romance efímero. Y él se enamora de ella casi a pesar de su inmensa fuerza, pues lo que lo enamora es su debilidad: “Al tocar las vértebras de su espalda, su fragilidad lo hizo temblar.” (Rivera Garza, 2013, p. 47).

El carácter detallista de Buitrago al acercarse a Diamantina da cuenta de su necesidad de asir todo lo relativo a la mujer –al texto–: su contexto, cada detalle, cada resquicio de su entorno, deseando dominar, hacerlo todo conocido, propio, y así, esquivar las trampas, los posibles territorios omitidos, los pantanos peligrosos: ser un lector sofisticado, como lo propone Felman (1978).

Sin embargo, cuando se enfrenta a ese texto-sujeto y dialoga con él, se da cuenta de su ceguera, su imposibilidad de poseerlo: “Ella lo vio directamente a los ojos, lo desnudó. -Pobre hombre. ¿Qué clases de mujeres conocería? “Tímida virgen”, válgame Dios. En ese momento Joaquín supo que Diamantina nunca le pertenecería.” (Rivera Garza, 2013, p. 43).

Joaquín cual Edipo, está en la ilusión de que manda, de que domina y queda atrapado en el juego del texto (de Matilda y de Diamantina) sin siquiera percibirlo, creyendo estar en control, el texto destruye su autoridad. Está ciego, como ya la maldición de Alberta9 lo había señalado: “Maldigo tus ojos que no saben ver” (Rivera Garza, 2013, p. 224).

Ahora bien, hay otro lector juez en el relato, que ya he mencionado: Oligochea. El texto que lee y procura ordenar y explicar es Buitrago:

Eduardo Oligochea lo escucha en silencio, tratando de organizar el marasmo de las palabras, los cabos sueltos de sus relatos. Toma notas. Debe de haber un principio, un conflicto y, al final, una solución, o cuando menos una moraleja. Pronto, sin embargo, se da cuenta que todo es inútil. Joaquín no habla sino al aire. (Rivera Garza, 2013, pp. 34-35)

El psiquiatra es un lector que se cree también en control, sus emociones “a salvo”: “No quiere despertarlas” “No le interesa compartirlas” (Rivera Garza, 2013, p. 34). En la ausencia de emociones, aferrado al logos, a la ausencia del pathos, el psiquiatra cree dominar.

Asimismo, la relación de Oligochea con las palabras es muestra también del tipo de lector que es. El psiquiatra busca siempre en el lenguaje la “exactitud”, la “uniformidad”, él es un “profesional sin poesía”, que siempre desconfía de las “palabras sueltas”, “desatadas”, que le causan “vértigo” (Rivera Garza, 2013, p. 39). Sin embargo, al igual que Buitrago, Oligochea está ciego, pero cree que manda, y niega así “la realidad de su castración” (Felman, 1978, p. 336).

Eduardo establece una conversación con Buitrago en la que él se posiciona como un lector juez. Sin embargo, cuando Buitrago ya no quiere decir más, cuando opta por el silencio, el psiquiatra se da cuenta de su ceguera:

Pero ahí, frente a él, extrañado y dolido al mismo tiempo, Eduardo se da cuenta por primera vez de que esos lugares secretos no están ocultos como objetos voluminosos bajo una manta, sino que están expuestos al mundo, protegidos únicamente por su transparencia. Joaquín no le había ocultado nada, pero Eduardo no sabe ver. (Rivera Garza, 2013, p. 111)

La ceguera de Eduardo es relativa a su imposibilidad de ser el maestro del texto (de Buitrago), y percibir que las “confesiones nunca son exhaustivas, nunca completas” (Rivera Garza, 2013, p. 110). Oligochea tampoco ve que en el proceso de descubrir lo que los diferencia y lo que los acerca, él y Buitrago se establecen el uno al otro. Como en un juego de espejos, ambos están “frente a frente”, pero no ocurre una alineación entre el sujeto y el texto. Oligochea (el sujeto) está desesperado por dominar, por saberlo todo, y el texto (Buitrago) –que es sujeto a su vez– está constituido de lenguaje desquiciado, lleno de trampas y silencios:

Eduardo se hunde en el espacio sin palabras donde se encuentran, se está ahogando. No sabe qué decir. Quiere saber. Cree tener el derecho de saber, pero mientras se va convenciendo de que Joaquín no hablará más, su desconcierto aumenta; tiene la sensación de haber sido burlado. ¿Quién es este hombre ahora? (Rivera Garza, 2013, p. 111)

Oligochea cae “en la trampa de su propia detección” y se da cuenta de que “el Otro, es él” (Felman, 1978, p. 336). Esa pregunta final, dirigida hacia ese otro del espejo, en realidad es hacia él mismo. Oligochea entra así en el juego del texto, es decir, el juego de la locura y se incluye en ella sin saberlo, perdido en la incertidumbre, el silencio y el caos. Por eso queda atrapado en el pathos del texto:

A pesar de su tranquilidad exterior, partes de su cuerpo se estremecen sin control y sin pausa. Las emociones que hasta ahora había logrado mantener en orden sobre los estantes de su cabeza empiezan a agitarse. El ruido de un frasco que se quiebra. Siente rabia. Tiene ganas de escuchar una explicación. (Rivera Garza, 2013, pp. 111-112)

El psiquiatra pierde el control y llega a verse a sí mismo como un loco, cuando una mañana ve a un interno que camina descalzo en el hielo del campo, y corre en su ayuda:

Sabe que puede detenerlo, sabe que puede guiarlo hacia el interior y prevenir así un seguro ataque de pulmonía. Seguramente el hombre ni siquiera es capaz de diferenciar la hora del día, la temperatura de la atmósfera, las sensaciones de su cuerpo, sus emociones. Pero luego, cuando el loco vuelve el rostro, Eduardo no puede evitar el asombro. Está dentro, atrapado en su propia planicie desierta en la que el ruido de los locos sustituye la ausencia de su propia voz. (Rivera Garza, 2013, p. 113)

En la alucinación siniestra de Oligochea, se percibe la forma en que el psiquiatra toma el lugar del alienado, comprobando una vez más, la relación especular que establece con Buitrago, y con la locura. Aquí, la locura es poderosa y vence la misma voz del psiquiatra, que aunque cree tener el control de la situación, indicándole al enajenado el camino, en realidad, sufre del mismo tormento, está atrapado en la misma prisión: el enajenado es él.

4. Reflexiones finales

En síntesis, esta relación entre locura y lenguaje da cuenta de una serie de reflexiones centrales en la novela de Rivera Garza. Hay diferencias tajantes entre el lenguaje de la cordura y el de la locura. El primero coincide claro está, con las formas de la racionalidad de Oligochea. El lenguaje racional imposibilita decir que la locura se ampara en el poder de la ciencia o de la razón y se caracteriza por ser metódico, ordenado, y sobre todo violento, pues su objetivo es aplacar la locura y dominarla.

El lenguaje de la locura se manifiesta como una estrategia para alejar a sus opresores: a la razón, al poder. Es un lenguaje con una fuerza caracterizada por el silencio o el caos. Así se demuestra que la locura se concibe de forma primordial en el “interior del campo del lenguaje” (Vásquez Ávila, 2011, p. 37), y se manifiesta a través de un lenguaje inventado, frente a la imposibilidad de nombrar o decir. Al mismo tiempo, el lenguaje de la locura se revela en el pathos, en el lenguaje literario, que saca de control a los que pretenden tener su verdad, conduciéndolos al mundo de las emociones, en donde sus pretensiones son derrotadas. El pathos de la locura se manifiesta en el lenguaje literario y les permite a las protagonistas sentirse vivas, y encontrarle sentido a su existencia. En todos los casos, es un lenguaje desquiciado con la capacidad de sacar de quicio o trastornar a todo aquel que intente controlarlo o asirlo.

Los que hacen uso del lenguaje de la razón se conciben también como lectores/jueces, que se creen sofisticados e inmunes a las trampas del texto/sujeto/loco. En Nadie me verá llorar, Joaquín y Oligochea son ambos lectores que se creen maestros del texto/sujeto que es Matilda o la locura. Joaquín quiere ordenar a Matilda como texto caótico e incomprensible que es, y así dominarla. Oligochea frente a la locura/texto se posiciona desde la altura, creyendo saber todo sobre ella/él. Pero ambos caen en las trampas del texto/sujeto, al percibir que este “no tiene fondo”, es indescifrable y al mismo tiempo “revolucionario”, tal como lo propone Barthes (1984, p. 68). Al mismo tiempo, a este texto lo caracteriza el pathos en donde se refugia la locura, y que arrastra las pretensiones de verdad de estos lectores, y los atrapa, en un juego especular.

Esta visión de la locura dialoga con la propuesta de Foucault, para el cual la locura tiene un carácter inasible, que yace más bien en la falla, en el desgarre. Esto permite hermanar la reflexión sobre la locura con la cuestión de la subjetividad y con el texto literario, en vista de que los tres comparten ese carácter escindido, voluble e indescifrable.

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Notas

1 Gayatri Spivak (1988) usa la palabra “subaltern”, traducida como “subalterno”. El subalterno es un sujeto que carece de posición discursiva, por ello , según Spivak, “es un espacio en blanco entre las palabras, aunque el que se le silencie no significa que no exista” (Spivak y Giraldo, 2003, p. 298).
2 Las conciencias de la locura son la crítica, ubicada en el Renacimiento, que designa a la locura, pero no la define ni la denuncia (Foucault, 1972, p. 216); la práctica que separa la locura a partir de las normas del grupo, esa conciencia excluye al regirse por lo que el grupo define como “razonable” (Foucault, 1972, p. 217); la enunciadora que señala la locura pues se concibe como algo fácil de reconocer, esta conciencia no descalifica ni enjuicia la locura, por lo tanto no pasa por el saber, ni se preocupa por diagnosticar (1972, p. 219), esta conciencia se ubica en el neoclasicismo; la conciencia analítica aparece en el siglo XIX y supone una mirada que se fundamenta en la ciencia (Foucault, 1972, p. 220), con esta conciencia se cierra definitivamente el diálogo con la locura.
3 Dos años después de la publicación de Histoire de la folie, Derrida hace un cuestionamiento de la interpretación que hace Foucault del cogito cartesiano y ofrece a la vez, su propia interpretación. Foucault señala que la locura ha sido anulada de la posibilidad del pensamiento desde la primera Meditación de Descartes, frente a esto, Derrida va a plantear más bien lo contrario: la locura no es excluida por Descartes, sino “retomada en la misma constitución de Cogito” (Fortanet, 2008), es decir, para Derrida, Descartes más bien recurre a la locura como recurso pedagógico, y no la anula. Este texto de Derrida está en el libro La escritura y la diferencia y se titula “Cogito cartesiano de la locura”. Nueve años después, Foucault le responde a Derrida en la revista Paideia, en un anexo a la nueva edición de Histoire de la folie (Fortanet, 2008). Luego en 1991, Derrida da la última respuesta, en la conferencia pronunciada en el Gran Anfiteatro de Sainte-Anne, por motivo del trigésimo aniversario de la publicación de Histoire de la folie à l’âge classique, titulada “Ser justo con Freud” La historia de la locura en la edad del psicoanálisis. La primera versión de este texto se publicó en las actas del coloquio: Penser la folie, Essais sur Michel Foucault, Galilée, 1992.
4 Sigmund Freud (1990).
5 Vásquez nota la gran influencia de Martin Heidegger en el artículo de Lacan “Función y campo de la palabra”. Por ello señala la idea del filósofo en torno a la palabra que se manifiesta en el acto de hablar, y en ese sentido, lo que le otorga su humanidad al ser humano es la necesidad que tiene de la palabra, por lo que “la palabra tiene una estrecha relación con el ser en lo más profundo de lo humano” (Vásquez, 2011, p. 42) por ello la palabra es la “casa del ser”, expresión de Heidegger.
6 Vásquez cita un poema que Martin Heidegger incluye en su texto Camino hacia la palabra (Heidegger, Acheminement vers la parole, p. 134). Se trata de un poema de Stefan George intitulado “La palabra”.
7 Phillipe Pinel (1745-1826) propone un ordenamiento de las enfermedades mentales que alimenta todo el movimiento alienista del siglo XIX (Castel, 2009, p. 70). La propuesta mencionada es la del Traité médico-philosophique, section II, VI: “Avantages de l’art de diriger les aliéné pour seconder les effets des médicaments” (p. 58).
8 De acuerdo con Felman, este es el caso del lector psicoanalítico que intenta explicar el texto, y “amaestrar” la literatura.
9 Alberta es el segundo gran amor de Joaquín. Joaquín la abandona, lo cual la lleva a lanzarle una maldición: “-Maldigo el día en que te conocí Joaquín Buitrago. Maldigo a tu padre y a tu madre, a los hijos que no tendrás, a las mujeres que tengan la mala suerte de dormir a tu lado. Maldigo tu casa, las calles por las que camines de noche y de día, los cielos que te nublen la cabeza. Tú nunca triunfarás. Maldigo tus ojos que no saben ver. Esta quemadura te la debo a ti, Joaquín. Esta quemadura te va a doler el resto de tus días” (Rivera Garza, 2013, p. 224).
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