Literatura
Guerra en casa: violencia y espacio doméstico en Tomar tu mano (2021), de Claudia Hernández
War at Home: Violence and Domestic Space in Tomar tu mano (2021), by Claudia Hernández
Guerra en casa: violencia y espacio doméstico en Tomar tu mano (2021), de Claudia Hernández
Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol. 50, núm. 2, e60625, 2024
Universidad de Costa Rica
Recepción: 16 Noviembre 2023
Aprobación: 12 Febrero 2024
Resumen: A partir de la idea del espacio doméstico como un espacio aprehensor, el artículo pretende reflexionar sobre las formas de violencia que, en la novela Tomar tu mano (2021), de Claudia Hernández, experimentan los sujetos femeninos representados. El espacio doméstico, en el caso de este texto literario, parece conformarse como una extensión del ámbito de la guerra y de su lógica de dominación, la cual, consecuentemente, afecta a las mujeres protagonistas en sus propios cuerpos, muchas veces controlados por los designios de los sujetos masculinos con los que se relacionan y con los que constituyen familias. Así, se analizará el espacio doméstico expuesto en el texto y se entenderá como un régimen que oprime y somete a las mujeres hasta el punto de condenarlas a una vida subordinada. Finalmente, el espacio doméstico es, en el trabajo de Hernández, una suerte de “veredicto social”, encubierto por emociones como el amor o la felicidad, las cuales funcionan como una trampa patriarcal.
Palabras clave: literatura salvadoreña, mujer, guerra, dominación masculina, violencia de género.
Abstract: From the idea of the domestic space as an apprehending space, the article aims to reflect on the forms of violence that, in the novel Tomar tu mano (2021), by Claudia Hernández, the represented female subjects experience. The domestic space, in the case of this literary text, seems to be formed as an extension of the scope of war and its logic of domination, which, consequently, affects the female protagonists in their own bodies, often controlled by the designs of the male subjects with whom they relate and with whom they form families. Thus, the domestic space exposed in the text will be analyzed and understood as a regime that oppresses women to the point of condemning them to a subordinate life. Finally, the domestic space is, in Hernández’s work, a kind of “social verdict”, covered by emotions such as love or happiness, which function as a patriarchal trap.
Keywords: Salvadoran literature, women, war, masculine domination, gender violence.
1. Introducción: literatura de guerra
De acuerdo con Consuelo Meza (2008), la “escritura de mujeres” en el contexto centroamericano, hasta el momento de realización de su investigación, era una labor comprometida con la “condición de género”. Sigue la autora:
Se encuentra, en menor o mayor grado, una crítica social referida a la problemática femenina o la denuncia social de los problemas, de diferente índole, que enfrenta cada país. Sin embargo, conforme se va afirmando la escritura, las autoras rescatan el protagonismo de la mujer dentro de los diferentes procesos históricos, políticos o sociales. (pp. 268-269)
Para Meza, eran tres los temas principales (por supuesto, los cruces fueron comunes entre ellos) de la “narrativa femenina” hasta entonces: 1) la narrativa de tema guerrillero y la de guerra, 2) la “nueva” narrativa histórica y 3) la narrativa que reflexionaba sobre la identidad femenina o sobre las relaciones de género. Meza incluye a Claudia Hernández —la autora salvadoreña que estudiaremos en este artículo— dentro de lo que denomina el “cuento de guerra” (2008, p. 269). Considerando las últimas publicaciones de Hernández, así como otros textos presentados por escritoras centroamericanas en los últimos años, podríamos decir que, si bien las tendencias mencionadas por la investigadora han tomado nuevos caminos, estas siguen más o menos presentes (al lado, entonces, de nuevas aproximaciones o de nuevas perspectivas) en la producción literaria del istmo. Magdalena Perkoswka y Werner Mackenbach, en su reciente libro titulado Escritura(s) en femenino en las literaturas centroamericanas: ¿Una cuestión de género? (2022), explican que la “escritura femenina”, la “escritura de mujer(es)” y la “escritura en femenino”1 en la Centroamérica contemporánea están, de una u otra forma, determinadas por dos coyunturas que caracterizan el campo literario de la región. En primer lugar,
la explosión de la producción literaria y cultural y cambio de paradigma estético que comienzan en el Istmo en la década de los noventa, después de la firma de los acuerdos de paz (Nicaragua, 1988; El Salvador, 1992; Guatemala, 1996) y la finalización consiguiente de los conflictos armados que han atravesado y arrasado la región por más de tres décadas. (Perkowska y Mackenbach, 2022, p. 2)
En segundo lugar,
la explosión de la producción literaria y cultural de las mujeres centroamericanas que comenzó en el contexto de los movimientos guerrilleros y proyectos revolucionarios de las décadas de los setenta y ochenta [y que] continúa, si bien bajo otro signo, hasta el presente. (Perkowska y Mackenbach, 2022, p. 2)
Con lo anterior, es claro que la guerra, así como otras formas de violencia que ella conlleva, no han dejado de ser medulares en dichas narrativas. En el caso de la producción de Hernández, la cual ha sido definida de diversas maneras (Rojas González, 2022, pp. 1-3), la violencia ha estado siempre presente. En sus trabajos literarios breves, se mostraba, muchas veces, de forma alegórica, sin una denuncia social explícita: “El tratamiento oblicuo de la violencia y la omnipresencia de la muerte parecieran transfigurarse en los cuentos de Hernández en pre-textos para plantear, con un lenguaje de-sensibilizado, con una mirada forense, una radiografía de la condición humana” (Ortiz, 2013, p. 9). En sus últimos textos, esto ha cambiado, al menos en relación con el tratamiento de la violencia. Su exposición conlleva, ahora, un señalamiento directo del orden sociopolítico2 en tanto factor fundamental sobre el sufrimiento de los sujetos, especialmente de los femeninos o feminizados. Sin embargo, no hay que ignorar que dicho orden se mantiene vinculado con la guerra, la cual, como hemos dicho, es una causa imprescindible en su narrativa: la guerra moviliza distintas “guerras sociales” experimentadas por los protagonistas. Precisamente, en relación con su primera novela,3Roza tumba quema (2017), Alexandra Ortiz demuestra cómo, a través de la ficción, Hernández problematiza la convulsa y compleja historia y culturas centroamericanas, determinadas por diferentes conflictos armados, que han llevado a los especialistas a hablar de un paso de “estados de guerra hacia la posguerra y de esta hacia un indefinido momento de una post-posguerra” (Ortiz, 2019, p. 111).
Para Margarita Rojas (2011), desde finales del siglo XX, la narrativa centroamericana ha sabido leer el “mapa social” de las diferentes naciones que conforman el istmo, hasta el punto de revelar las “guerras” que las han marcado, en diversos grados y con múltiples consecuencias sociales. Por ello, Rojas asegura que se equivocan quienes hablan de “narrativa de la posguerra”. Sigue la investigadora:
Esta ES la literatura de la guerra, se trata de relatos que intentan dar un significado a ese terrorífico tiempo que se vivió principalmente en tres de los siete países centroamericanos. Porque se estén escribiendo después de esos años no quiere decir que sean de la “posguerra”; al contrario, son de la guerra porque hablan de esa violencia. (Rojas, 2011, p. 50)
Con lo anterior, desde nuestra perspectiva, es claro el interés literario de Hernández por indagar las formas en las que la guerra ha alcanzado a los sujetos femeninos o feminizados (incluso a los sujetos masculinos, los cuales entran en círculos de violencia de los que aparentemente no pueden salir), hasta el punto de reconfigurar su realidad (desde su corporalidad hasta sus relaciones consigo mismos y con los otros). Una reconfiguración que es perceptible gracias a estos esfuerzos literarios que reactivan, desde otros lugares, la relación entre la ficción y la política. Como explica Linda J. Craft (2013), el fin oficial de la lucha armada en 1992 no implicó la desaparición de la violencia en Centroamérica, ni siquiera implicó la llegada real de la democracia sino la de una “ficción democrática” (sigue a Ileana Rodríguez, 2006). La literatura centroamericana, consecuentemente, se centró en la “destrucción nacional”, cargada de “ejemplos de «criminalidad» —las pandillas o maras, maristas, narcotraficantes, terroristas y otros tipos anti-sociales— y los «desechables», como los pobres, los marginados y los migrantes” (Craft, 2013, p. 182). Las guerras siempre van más allá de los conflictos militares, por lo que, al lado de dichos conflictos, es necesario incluir —asegura la investigadora— “la delincuencia y violencia general de las ciudades, los conflictos domésticos y el maltrato familiar, también las luchas interiores de los individuos. Una guerra ha reemplazado a otra” (Craft, 2013, p. 182).
De acuerdo con lo expuesto hasta este punto, nuestro interés está en analizar la novela Tomar tu mano (2021), con el fin de leer los signos de la “guerra” en el espacio doméstico, siempre en relación con las situaciones experimentadas por los personajes femeninos, los cuales están muchas veces atados a los designios de sus parejas masculinas, quienes se aprovechan de las realidades sociopolíticas y de las estructuras emocionales que las atraviesan. El espacio doméstico, por lo anterior, se torna un espacio opresor, que condena a las mujeres representadas a vivir en un “campo de batalla” de forma casi permanente. Para demostrar lo dicho, trabajaremos con las reflexiones de Rita Segato sobre las formas de poder y de violencia sobre el cuerpo de las mujeres (también consideraremos otros aportes teóricos, como los de Sara Ahmed sobre la política cultural de las emociones y los de Didier Eribon sobre el “veredicto social”). A continuación, expondremos algunos elementos teóricos básicos, para, luego, realizar el trabajo de análisis del texto literario.
2. El espacio doméstico como un espacio opresivo
La escena doméstica es el resultado de procesos sociopolíticos e históricos. Por lo anterior, no la podemos asumir con un ámbito “natural”. Si bien, en un momento, fue un espacio de reconocimiento para la mujer (aunque siempre subordinado en prestigio), luego pasó a ser su “cárcel”; es decir, pasó a ser un territorio para el cautiverio,4 sobre todo en relación con su capacidad política y sus posibilidades de alcanzar autonomía. Así, la casa adquirió características especiales y permitió el desarrollo del gobierno del sujeto masculino sobre su familia, más aún, sobre los sujetos femeninos, a quienes se les asignaron roles determinados que los mantenían lejos de la escena pública (Segato, 2021, p. 9). El espacio doméstico, por lo anterior, no era (no es) habitado de la misma manera por hombres y por mujeres. Para muchas mujeres, este puede ser un lugar de satisfacción, pero para muchas otras puede ser un ámbito que oprime y violenta, contrario, precisamente, a las ideas dominantes (y dominadoras) que han significado el espacio doméstico como un lugar casi sagrado, de amor, protección y cuidado.5 Estas valoraciones, que, en principio, podríamos definir como “positivas”, muchas veces han servido para ocultar la realidad biopolítica (de control sobre los cuerpos, individuales y colectivos —seguimos a Michel Foucault, 2003, 2007a, 2007b—) del hogar. El espacio doméstico, el espacio familiar, la “casa paterna”, por lo anterior, la podemos definir como un dispositivo en el sentido foucaultiano. De acuerdo con Christopher Mayes (2016, p. 19), el dispositivo es una “red habilitadora” que incorpora tres líneas principales del trabajo de Foucault: saber, poder y subjetividad, para hacer visibles, posibles y, sobre todo, gobernables a los sujetos, vidas, cuerpos, pero también verdades y prácticas, las cuales se buscan controlar (siempre con “urgencia”), con el fin de “defender la sociedad”: la sociedad de la “normalidad patriarcal”.
Segato (2021, p. 87) explica que, con la modernidad, la mujer quedó aislada y perdió su politicidad propia. Todo lo que tenía que ver con el espacio femenino y doméstico cayó en el ámbito de lo no prestigioso, dejó de tener autonomía y autoridad. Se dio, por lo tanto, una “devaluación” de su subjetividad, la cual quedó atada, inevitablemente, a la figura del hombre, el “colonizador dentro de casa” (como lo llama la investigadora): “la primera lección de poder y subordinación es el teatro familiar de las relaciones de género, pero, como estructura, la relación entre sus posiciones se replica ad infinitum, y se revisita y ensaya en las más diversas escenas en que un diferencial de poder y valor se encuentren presentes” (Segato, 2021, p. 88). Es claro, con lo anterior, que las dinámicas domésticas reiteran el sistema relacional que ha llevado a la minorización6 de la mujer (y a la de los sujetos feminizados en general). El sujeto masculino, por su parte, asumió su posición privilegiada (el humanismo colonial-moderno lo entronó como el Sujeto Universal) y acabó reproduciendo una estructura binaria que reduce al Otro: al femenino, no-blanco, colonial, marginal, subdesarrollado, deficitario (Segato, 2021, p. 90). Explica la investigadora al respecto del espacio doméstico:
se produce una caída brusca del espacio doméstico: antes subordinado en prestigio pero ontológicamente completo en sí mismo, es ahora defenestrado y colocado en el papel residual de otro de la esfera pública: desprovisto de politicidad, incapaz de enunciados de valor universal e interés general. Margen, verdadero resto de la vida pública, es inmediatamente comprendido como privado e íntimo.7 (Segato, 2021, p. 91)
De acuerdo con Roxana Hidalgo (2004), las mujeres eran consideradas objetos de intercambio simbólico y material; eran sometidas mediante contratos matrimoniales determinados por los hombres, quienes asumían al otro femenino en los mismos términos que a los esclavos. Esta lógica de dominación, según la investigadora, no surgió de la nada sino de un Contrato Sexual (Hidalgo sigue a María Luisa Femenías, 2000, y, ambas, a Carole Pateman, 1988) derivado de los antecedentes patriarcales de la cultura occidental. Asegura la estudiosa: “En este Contrato Sexual se fundamentan las relaciones de poder entre los géneros a partir de la jerarquización, la dominación y la discriminación, condiciones necesarias para un adecuado funcionamiento de la democracia representativa” (Hidalgo, 2004, p. 12). A partir de este contrato, se erige también la separación entre lo civil público y lo privado doméstico, con su consecuente lógica opresiva, la cual encuentra su manifestación más dramática en la violencia contra las mujeres.
Como dijimos, para Segato (2021, p. 92) el “patriarcado familiar” es la primera lección de poder y subordinación. En este ámbito, el sujeto masculino reproduce su “agresividad viril”,8 de manera que las relaciones que entabla están atravesadas por una “violencia apropiadora”, la cual no solo daña las vidas de las mujeres, sino que también afecta la sociedad contemporánea en general: “Porque las agresiones que la mujer padece en las violencias y abusos cotidianos de la casa y en nuevas formas informales de la guerra, son el termómetro que permite diagnosticar los tránsitos históricos de la sociedad como un todo” (Segato, 2021, p. 91). La violencia a la que se refiere Segato no es otra cosa que disciplinamiento.9 No extraña que anteriormente mencionáramos a Foucault y su idea del dispositivo; no extraña, tampoco, que la investigadora argentina hable, en relación con las fuerzas patriarcales, de “pedagogías de la crueldad” (Segato, 2018). La violencia de dichas fuerzas busca capturar, hacer de los cuerpos de las mujeres (y de todos los sujetos minorizados) un objeto de consumo, una vida cosificada y, por ende, fácilmente desechada. Esta violencia se aprende gracias a actos y prácticas que favorecen el afianzamiento de una racionalidad que se re-produce de manera continua. Asevera Segato:
La masculinidad está más disponible para la crueldad porque la socialización y entrenamiento para la vida del sujeto que deberá cargar el fardo de la masculinidad lo obliga a desarrollar una afinidad significativa —en una escala de tiempo de gran profundidad histórica— entre masculinidad y guerra, entre masculinidad y crueldad, entre masculinidad y distanciamiento, entre masculinidad y baja empatía. Las mujeres somos empujadas al papel de objeto, disponible y desechable, ya que la organización corporativa de la masculinidad conduce a los hombres a la obediencia incondicional hacia sus pares —y también opresores—, y encuentra en aquéllas las víctimas a mano para dar paso a la cadena ejemplarizante de mandos y expropiaciones. (2018, p. 13)
De acuerdo con la estudiosa, el control sobre la vida de las mujeres se ha dado desde distintos niveles, hasta el punto de promoverse, en la actualidad, en los escenarios de las nuevas formas de la guerra10 que encontramos en América Latina (y en otras zonas del mundo). Como ejemplo, Segato menciona las violentas reglas de las pandillas, maras, sicariatos, así como de todos los tipos de corporaciones armadas paraestatales. Desde estos escenarios, la violencia interviene en “el ámbito de los vínculos domésticos de género, introduce el orden violento circundante dentro de casa” (Segato, 2018, p. 14). Por supuesto, las formas de violencia que puede experimentar una mujer en el ámbito doméstico son múltiples, y van desde la violencia simbólica hasta la violencia feminicida. En cualquier caso, la lógica que se mantiene es radical, ya que los gestos del agresor exigen “de ese cuerpo subordinado un tributo que fluye hacia él y que construye su masculinidad, porque comprueba su potencia en su capacidad de extorsionar y usurpar autonomía del cuerpo sometido. El estatus masculino depende de la capacidad de exhibir esa potencia, donde masculinidad y potencia son sinónimos” (Segato, 2018, pp. 44-45). Sigue la autora:
Entreveradas, intercambiables, contaminándose mutuamente, seis son los tipos de potencia que he conseguido identificar: sexual, bélica, política, económica, intelectual y moral —ésta última, la del juez, la del legislador y también la del violador—. Esas potencias tienen que ser construidas, probadas y exhibidas, espectacularizadas y, como expliqué, se alimentan de un tributo, de una exacción, de un impuesto que se retira de la posición femenina, cuyo ícono es el cuerpo de mujer, bajo la forma del miedo femenino, de la obediencia femenina, del servicio femenino y de la seducción que el poder ejerce sobre la subjetividad femenina. (Segato, 2018, pp. 44-45)
Con lo anterior, en el siguiente apartado nos acercaremos al texto seleccionado de Hernández. Este trabajo literario sigue la composición de las novelas previas de dicha autora, las cuales se caracterizan por una narración fragmentada, la ausencia de nombres para los personajes y para los escenarios en los que se encuentran, la centralidad de las figuras femeninas (pensadas como sobrevivientes), entre otros aspectos que podremos considerar a lo largo del análisis. Nos enfocaremos en el espacio doméstico, el cual, como dijimos, parece conformarse, en Tomar tu mano, en una extensión del ámbito de la guerra y de su lógica de dominación.
3. Amores que destruyen…
El título Tomar tu mano suena a bolero. Con este paratexto, podríamos decir que la novela de Hernández trata sobre el amor, y no estaríamos haciendo una afirmación errónea. Como explica Londoño (2017, p. 17), el amor que encontramos en dicho género musical está atravesado por el dolor, el llanto, el desprecio, el sufrimiento, el engaño y la muerte. De acuerdo con lo anterior, el amor debe ser entendido dentro de dicha complejidad, sobre todo porque, como veremos, él encubre, en los distintos casos presentes en el texto, una realidad cargada de violencia contra las mujeres. La historia (ocurrida en una zona y en una época indefinidas) se desarrolla en varios tiempos que, realmente, parecen el mismo… Nos referimos a los tiempos de la guerra y de la “posguerra”. Este segundo momento, sin embargo, no se puede entender como una “etapa feliz”, después del fin de la guerra. Todo lo contrario, la novela lo expone como una extensión de la guerra que se dio, primero, entre el ejército (con sus grupos paramilitares) y la guerrilla y, después, entre grupos de hombres jóvenes que empezaron a apoderarse de los barrios pobres de la ciudad y, más tarde, hasta de ciertas zonas rurales. La posguerra es, por lo tanto, un periodo igualmente cargado de violencia, no solo la que es producto de las “asociaciones mafiosas” juveniles sino, también, la de los ajustes de cuentas por los crímenes cometidos durante la guerra. Se establece, así, en el texto, una especie de círculo vicioso de violencia que no ofrece salida alguna y que alcanza todos los ámbitos sociales, incluidos los más íntimos.
No extraña, entonces, que hablemos del amor. El amor es, aquí, una trampa que facilita la reproducción de las estructuras sociales que constriñen a los sujetos, especialmente a los sujetos femeninos. Es en nombre del amor —a la pareja, a los hijos, a los padres, a la vida en familia, pero también a la comunidad, al país, etc.— que se soportan situaciones que en otras circunstancias serían inaceptables. Explica Sara Ahmed:
De todas las emociones, el amor, de acuerdo con las teorizaciones sobre él, se considera crucial para los lazos sociales. De manera más específica, el amor se ha considerado central para la política y el afianzamiento de la jerarquía social. Se ha entendido como necesario para la conservación de la autoridad, en el sentido de que el amor al “líder” es lo que permite que se consienta y esté de acuerdo con normas y reglas que no garantizan, y no pueden hacerlo, el bienestar de sujetos y ciudadanos. (2015, p. 195)
Lo anterior hay que señalarlo de manera especial en relación con el amor romántico y el familiar, los cuales trabajan como dispositivos que ratifican la estructura de poder jerárquica y patriarcal; es decir, que ratifican las relaciones de género (Segato, 2021, p. 142) aprendidas, en primer lugar, en el ámbito doméstico. Precisamente, la novela inicia exponiendo cómo un padre golpea a su hija de 13 años, por entrar a la propiedad de los vecinos a recoger naranjas. La escena se centra en el castigo que él aplica como una forma de enseñanza y de control sobre el cuerpo de la niña (llamada por su propia madre una “indiezuela terca”): “Va a castigarla por desobedecer. Quiere que aprenda. Para que, más adelante, la vida no vaya a hacerlo en su lugar” (Hernández, 2021, cap. 1). Sigue el texto:
La quiere de rodillas. Un azote. Quiere que pida disculpas. Dos. Quiere que diga que se arrepiente. Tres. Quiere que jure que no volverá a hacerlo. Cuatro. Quiere que no mienta. Cinco. Quiere que reconozca que se equivocó. Seis. Quiere que le dé las gracias. Gracias, papá. Quiere que se levante ya. Y que no llore. Odia que llore. (Hernández, 2021, cap. 1)
La “enseñanza” del padre es medular en relación con la vida que tendrá su hija, quien debe asumir que su trabajo como mujer será obedecerle a quien se constituya en su “autoridad”. De acuerdo con Ahmed (2015, p. 195), la lógica de subordinación que los sujetos aceptan en relación con ciertas figuras sociales tiene como “paradigma crucial” el amor que siente el niño por los progenitores en el contexto familiar. Este amor se transfiere, luego, a otras figuras. Así, el amor de la hija por el padre se mezcla, en este caso, con la violencia física que recibe por parte de él y con la lógica de dominación que asimila a partir de sus “enseñanzas”. Estamos ante una escena de una “infracción” —delito o desobediencia— contra la “casa del padre”, la cual solo puede tener como consecuencia, dentro de dicha lógica, el castigo y la reducción del sujeto femenino, según vimos con Segato.
En la novela, los vecinos son vistos, al menos por los padres, como figuras peligrosas, como “lobos” de los cuales hay que ocultarse. Es una familia con catorce hijos que ha regresado de otro país, de donde fue, de cierta forma, expulsada. Esta familia, sin embargo, llama la atención de la joven, quien decide acercarse a ella, a pesar de las advertencias de sus padres: “Ella mira de reojo y cada vez que puede. No le parecen malas personas. Le resultan muy trabajadores. No entiende por qué no quiere que entable plática con ellos si sus padres insisten en lo valioso que es ser así” (Hernández, 2021, cap. 2). La joven es, entonces, invitada a la casa de los vecinos. Es la madre de los catorce hombres quien la introduce en ese espacio doméstico regido por ella, pero para servirles a ellos. La madre asegura que tienen mucha energía, que necesitan estar ocupados y comer bien. Como señalamos previamente, si el espacio doméstico es un ámbito para el cuidado de los otros, es en la medida en que esos otros son los varones, los cuales deben ser atendidos por las mujeres. Es, por lo anterior, un ámbito jerarquizado que, en esta historia, determina las existencias de las mujeres, quienes deben adecuarse a una vida de servicio. No por nada la madre de los muchachos asume a la joven como una “ayuda”, en su propio contexto doméstico: “¿Sabe hacer tortillas? ¿Puede quedarse un rato más para ayudarla con la comida? Sí. ¿Sabe lavar?… ¿Sabe coser?… Sí. Su madre la ha educado bien.” (Hernández, 2021, cap. 3).
La educación de la mujer está, como vemos, ligada de manera intrínseca con el ámbito doméstico y familiar, del cual la mujer, esposa y madre, es el elemento cohesionador. No debemos ignorar el trasfondo cristiano11 de esta construcción del sujeto femenino. La Iglesia realmente promovía la idea de la mujer (casada o casable) como la reina del hogar, como una buena madre, piadosa y sabia en las labores domésticas, siempre al servicio de los otros, principalmente del marido y los hijos. Los sujetos masculinos, por su parte, trabajan casa afuera, como señalamos con Segato, en labores “propias” de su género: “En esa casa hay solo hombres recios. Los hombres así trabajan en la propiedad. Siembran, lidian con las bestias, no tocan las cosas de la casa. Tampoco hablan cosas de mujeres ni hacen compañía” (Hernández, 2021, cap. 3). La división binaria de géneros no puede estar más claramente planteada en esta novela, que, según indicamos, representa los esquemas heredados del período colonial, en una zona rural en conflicto. Como explica Segato (2021, p. 19), la estructura colonial de poder patriarcal muta hacia el presente, lo cual vemos, en el texto, en relación con la casa: un espacio que expresa el orden patriarcal-colonial-moderno como un orden que se apropia del cuerpo de las mujeres, el primer territorio-colonia, según afirma la investigadora.
Lo anterior lo vemos también en relación con la hermana mayor de la joven, a quien el padre decide casar con un hombre desconocido, para alejarla de los jóvenes de la familia vecina. Es él quien decide por ella. Es él quien entrega el cuerpo de su hija con el fin de que no la “tome” un hombre que no sea de su agrado: “No le importaba la edad o la apariencia. Tan solo quería que fuera confiable, que estuviera disponible y que viviera tan lejos como fuera posible. Aunque no tan lejos que no pudieran ver a su niña… ¿Estaría ella de acuerdo? No era su decisión” (Hernández, 2021, cap. 3). Siguiendo a Segato, podemos decir que, acá, la mujer es dominada y disciplinada; es decir, colocada en una posición de subordinación y obediencia: “¿Mamá? Que Dios me la bendiga, hija. Mamá, yo no quiero… Obedezca, hija. Es por su bien. Obedece y calla” (Hernández, 2021, cap. 3). El matrimonio (arreglado o de otra índole) se conforma como otra estrategia de colonización sobre el cuerpo de la mujer, y está relacionado, de manera directa, con la constitución del espacio doméstico, del cual ella será la “reina”. Casarse, tener una familia y atender un hogar son los elementos constituyentes de la feminidad de las campesinas representadas en la novela. Olga C. Vásquez Monzón (2013) asegura que, durante el período de laicización del Estado salvadoreño, entre 1871 y 1889, se construyó una serie de ideales femeninos que reafirmaban su posición como esposas y madres (aunque también se desarrollaron ciertas formas de autonomía en las prácticas cotidianas de las mujeres). Así, es claro que el valor del sujeto femenino no se separó de sus roles tradicionales. Esta es una realidad que, posiblemente, se mantiene en diversos grados hasta nuestros días.
Un elemento importante en la novela, en relación con las dinámicas maritales que se entablan, es el cortejo, vinculado con el enamoramiento de las jóvenes. El amor, como señalamos antes, funciona como un enganche que mantiene a los sujetos femeninos en el ámbito doméstico. El ámbito doméstico no es solo un medio físico, sino también un lugar psíquico, que ratifica la colonización que se da desde lo más profundo del ser. En Tomar tu mano, encontramos que las jóvenes quieren formar parte de las estructuras socioafectivas que facilitan la constitución de parejas y, entonces, la reproducción de las dinámicas de género entre hombres y mujeres: “Ojalá alguno me escriba cartas a mí. Si le dijera eso a su madre, ésta seguro la regañaría. Le diría ¿Para qué quieres que te escriba cartas uno de esos? Debe sentirse bonito. ¿El qué? Estar enamorada” (Hernández, 2021, cap. 4). Las ansias de la joven se resumen en la idea de “estar en pareja”; es decir, habitar una relación, estar “dentro”. Esta ubicación no es gratuita. El vínculo que se persigue las dirige al mundo íntimo, al espacio cerrado de lo doméstico. Por supuesto, para estas jóvenes este era todo un juego de ilusiones que, sin embargo, facilita su “encadenamiento” en una sociedad rural sexista.
El sexismo es claro en relación con diversos aspectos de las vidas de estas mujeres, quienes no solo deben ser “educadas”, también deben ser “protegidas”. Su protección está directamente relacionada con su cuerpo, el cual se asume como una propiedad, como parte de la “casa paterna”, de ahí que su “honor” (su “pureza”) deba garantizarse. Así, el cuerpo de la mujer importa en la medida en que es una extensión del espacio doméstico patriarcal y, entonces, de las estructuras de dominación que, en este contexto, lo rigen. Por ejemplo, lo vemos en relación con la hermana, quien, luego de ser casada a la fuerza, queda prontamente embarazada. Un día, la menor le pregunta a la madre, a partir de los comentarios de una amiga, que si su hermana iba con un hijo cuando se casó. La madre se enfurece y la amenaza: “Si vuelve a decir algo como eso, dice la madre, le quebrará la boca.… La madre amenaza con decírselo a su padre. ¿Cómo se le ocurría dudar del honor de su hermana?, diría él. Le ordenaría que se hincara y que pidiera perdón una y otra vez mientras la azotaba” (Hernández, 2021, cap. 4). El “honor” de la mujer no es otra cosa que una extensión del honor del padre y, luego, del marido. Aquí vemos cómo este “ideal”, que está más ligado a grupos de poder cultural y económico, alcanza a los sujetos que se encuentran en estadios “inferiores”; en especial, a mujeres como las representadas en la novela de Hernández, las depositarias del “honor masculino”. Podríamos decir que el honor, el hogar y la patria son los tres pilares sobre los que se construye el orden social patriarcal. Estos tres pilares tienen que ver con la obtención de un estatus que, como explica Segato en relación con la producción de masculinidad, está supeditado a la exacción de tributos de un otro que es percibido como el proveedor del repertorio de gestos que alimentan la virilidad. Sigue la investigadora:
En otras palabras, para que un sujeto adquiera su estatus masculino, como un título, como un grado, es necesario que otro sujeto no lo tenga pero que se lo otorgue a lo largo de un proceso persuasivo o impositivo que puede ser eficientemente descrito como tributación. En condiciones sociopolíticas «normales» del orden de estatus, nosotras, las mujeres, somos las dadoras del tributo; ellos, los receptores y beneficiarios. Y la estructura que los relaciona establece un orden simbólico marcado por la desigualdad que se encuentra presente y organiza todas las otras escenas de la vida social regidas por la asimetría de una ley de estatus. (Segato, 2021, p. 40)
Con lo anterior, podemos decir que el espacio doméstico, así como el cuerpo de la mujer, se presentan como “territorios” ideales para la exacción de los tributos que el hombre necesita para construir su masculinidad. Lo vemos en relación, también, con la hermana menor, quien, con su desarrollo físico, empieza a llamar más la atención de los hombres: “Quiere ir sola.… Siempre ha ido sola a comprar. Hasta cuando era más pequeña. Nunca le había pasado nada. No nota que el cuerpo le ha cambiado ni que los hombres la miran distinto ya. La notan. Preguntan que dónde había estado” (Hernández, 2021, cap. 5). Sus padres, por lo anterior, ya no le permiten salir sin alguien que la pueda “cuidar”, por el riesgo que, según ellos, corre. Ante esta situación, los padres permiten que uno de los jóvenes vecinos le sirvan de protección, sobre todo por el miedo que todos les tienen. La madre de los catorce hombres escoge a uno un año menor que ella para el “trabajo”:
Pero no puede ser uno de los mayores. Están muy ocupados con la cosecha. Deberá ser uno de los menores. ¿Qué tan chico? No el más pequeño ni el que le antecede, ni el otro. El cuarto en la línea de atrás para adelante. Es un año menor que ella. Lo sabe. Sabe también que le ayudará a cargar las cosas. ¿Cómo va a cuidarla si es también más pequeño en estatura? Pequeño y todo, es hombre. (Hernández, 2021, cap. 5)
Es en relación con la joven que él puede ratificar su identidad como hombre, puede ratificar su estatus. El cortejo y el establecimiento de noviazgos en el texto literario también participan de la lógica expuesta, la cual garantiza, con los procesos indicados, la constitución de familias —de casas paternas— y, consecuentemente, la reproducción del orden social patriarcal. Precisamente, en Tomar tu mano, este momento en el que la joven se vincula con un hombre (aunque sea menor que ella) marca un hito en su historia personal. Luego de un tiempo, el cuarto en la línea de atrás para adelante deja de cortejar (a través de cartas) a la amiga de ella y decide pedirle a su “protegida” que sea su novia: “¿Qué contesta? Que sí. ¿Qué más podía decir? Quería para sí lo que decían las cartas para su amiga” (Hernández, 2021, cap. 5). Los padres de ella, sin embargo, siguen opuestos a que se relacione con los vecinos. En este punto nos enteramos del porqué del miedo de los padres:
El padre quiere que le prometa que no va a ser novia de ese muchachito. No entiende que quiere protegerla. No entiende que la madre del muchacho viene de una familia donde los hombres matan a otros hombres para conseguir lo que quieren y golpean a las mujeres si no lo logran. No entiende porque nunca se lo dice. Le dice solo que es peligroso. (Hernández, 2021, cap. 5)
Aquí empezamos a discernir la relación que se establece, en el texto literario, entre la violencia casa afuera y la violencia casa adentro. Ya hemos visto cómo el padre moviliza una forma de violencia, según él, educativa, que se mantiene dentro de los límites del hogar, pero esta violencia paternal no es diferente de la violencia que se da en la sociedad, en el ámbito casa afuera; no lo es en el sentido en que tanto la una como la otra dan cuenta del sistema de poder y subordinación que afecta a las mujeres. Como advertimos con Segato, el sujeto masculino reproduce su “agresividad viril” en distintos niveles y hacia diferentes sujetos (incluso hacia otros hombres), con el fin de apropiarse de los cuerpos de los otros y de ratificar su poderío masculino. Estamos ante la reproducción de una lógica de conquista y de dominación, que se mueve libremente y que se intensifica en momentos de violencia extrema, como sucede en medio de un conflicto armado, en el que participan grupos que ejercen su poderío de múltiples formas.
Ante el silencio y oposición de los padres, quienes siguen castigando con agresiones físicas más intensas a la hija (según el padre, para que ella desistiera de relacionarse con el joven), ella decide huir con él (aunque rápidamente se arrepiente de haberlo hecho). Es el joven quien le dice que no debe soportar ese trato y que él puede ayudarla:
Van solo con lo puesto. Él va adelante. ¿A dónde se dirigen?… A la casa de un tío de él. No está muy lejos de ahí.… Le había propuesto que se fuera con él, la había sacado de su casa en medio de la noche y le iba a cumplir. ¿Cumplir qué? Nadie iba a decir que no tenía palabra.… Van a decir que le falté el respeto y que la abandoné. ¿Dirán eso? Nadie la querrá después. Ni siquiera sus padres, dice el tío que les abre la puerta en la madrugada. ¿No? Este hombre es lo único que usted tiene ahora, dice. Es su marido. Rompe a llorar. No quiere un marido. ¿Para qué aceptó venirse a vivir con él entonces? ¿Acaso no me quiere? (Hernández, 2021, cap. 6)
A la joven, la situación parece salírsele de las manos, aunque ella realmente no tiene mayor poder de decisión. Desde nuestra perspectiva, es claro que su relación con el muchacho es ratificada a través de una especie de rapto. Ella, incluso, le ruega a su “marido” que le permita volver donde sus papás a pedirles perdón, pero él no la deja, ya que asegura que no la van a recibir y que todos la van a señalar. Por eso, él tiene que cumplir con su palabra. La joven, consecuentemente, entra en un estado de depresión del cual solo sale con una “promesa de felicidad” que, como veremos, está relacionada con la constitución de un hogar y con su legitimación como esposa de él:
Haga lo que le corresponde, dice el padre [de él]. Trabaje duro y salga adelante. Lo hará. Lo sabe. Y, un día, le comprará un anillo. Ella se sonroja. Entonces la llevará con sus padres. Ella se alegra. No podrán reclamarle nada. ¿Cuándo será ese día? Más adelante. Todo estará bien entonces.” (Hernández, 2021, cap. 8)
Como vemos, la defensa del honor sale a relucir como un argumento que garantiza la dinámica instaurada entre estos sujetos. Él debe ser un sujeto “de palabra”, por lo que tiene que proteger a “su” mujer: darle seguridad, un hogar, ropa, alimentos, etc. Este trabajo de “protección” (vinculado con el espacio doméstico y con la mujer como centro de ese espacio) es, en el fondo, una forma más de control sobre el sujeto femenino, el cual queda a merced de su “marido”. Sin embargo, también hay que decir que es gracias a esta situación jerarquizada que él puede confirmar su “poder masculino”. El poder masculino está condicionado por la demostración, ante los otros hombres, de su capacidad viril. La demostración de ese poder, en este caso, está en tener una mujer, una casa e hijos (fundar su propio espacio doméstico). Entonces, el honor del hombre se alcanza a través de la subordinación de las mujeres, pero es realmente ratificado por otros hombres. Como afirma Segato: “El sujeto que está en una búsqueda por reconstruir su virilidad se apropia de un tributo femenino y se construye como hombre” (2021, p. 179). Con lo anterior, no extraña el peso que tienen sobre el joven los comentarios y “consejos” que le dan sus tíos y sus hermanos, quienes, fundamentalmente, le dicen que “actúe como un hombre”. Que haga “suya” a la joven, que la obligue a cumplir sus deseos, que no se deje manipular y que tenga hijos varones lo más pronto posible: “Aprenda a no hacerle caso, dice la mujer. Incluso cuando le diga que no, dice el tío. No la trate como a una niña, dice el hermano mayor. No deje que lo mande, dice el segundo de los hijos de su madre. Sea hombre, dice el tercero” (Hernández, 2021, cap. 8).
Las mujeres casadas, cercanas a la joven, por su parte, parecen desarrollar un sentimiento de empatía hacía ella (ya que conocen mejor la dinámica en la que se encuentran). Este sentimiento se da, sin embargo, de forma temerosa o sencillamente no se pronuncia en voz alta —muchas veces por miedo—. Así, la voz narradora nos muestra lo que piensan la esposa del tío y la hermana de la joven de la situación que vive la “indiezuela”. La esposa del tío, cuando nadie las escucha, le dice “que habría sido mejor que esperara, que era muy joven para comprometerse”. Sigue la narración: “A veces quiere decirle que huya, pero se detiene porque sabe que será sencillo para el marido adivinar que la idea no se le ocurrió a ella sola” (Hernández, 2021, cap. 7). Por su parte, la hermana (quien va por su tercer hijo) le pregunta: “¿Cuál es [tu deseo]? Tener hijos. No sabe lo que dice. Niños que se parezcan a él. Es muy joven todavía. Niñas que le digan papá. No sabe a lo que se mete” (Hernández, 2021, cap. 9). Los hijos se conforman como otro elemento aprehensor del sujeto femenino, quien no solo pierde primacía en relación con ellos (ella queda en segundo plano), sino que, también, se vuelve un medio exclusivo, por muchos años, para su desarrollo. El cuidado de los hijos (sobre todo de los varones) implica el valor social reducido de las mujeres, quienes, desde muy temprana edad, asumen su rol como natural (lo cual garantiza la reproducción del patrón): “¿Ya está embarazada? Todavía no. Es afortunada, piensa la esposa del tío. Muy afortunada, piensa la hermana. Muy desgraciada, piensa ella.” (Hernández, 2021, cap. 9).
De acuerdo con Esther Vivas (2019), durante siglos, el sistema patriarcal ha relegado a la mujer a su rol de esposa y madre cuidadora. Esta relegación se ha dado a partir del hecho biológico de la gestación, el parto y la lactancia, lo cual ha permitido la construcción cultural de un “instinto maternal” relacionado directamente con el sujeto femenino. Es, entonces, a partir de esta construcción que se ha naturalizado el mito de la mujer como un sujeto al servicio de las criaturas y del marido. Ellos son (“deben ser”) su único sentido en la vida. Asegura la autora:
El sistema patriarcal y capitalista, a partir de esta construcción ideológica, nos ha relegado como madres a la esfera privada e invisible del hogar, ha infravalorado nuestro trabajo y consolidado las desigualdades de género. Como mujeres no teníamos otra opción que parir, así lo dictaban la biología, el deber social y la religión. Un argumento, el del destino biológico, que ha servido para ocultar la ingente cantidad de trabajo reproductivo que llevamos a cabo. El patriarcado redujo la feminidad a la maternidad, y la mujer a la condición de madre. (Vivas, 2019, cap. “Incertidumbres”)
Las ansias iniciales de la joven por tener pareja (por encontrar el “amor de su vida” y tener hijos) contrastan con la realidad de las mujeres casadas, las cuales parecen vivir una especie de “condena”. El matrimonio (la dinámica doméstica, en general) funciona, realmente, como un veredicto social (Eribon, 2017) de género, facilitado por el discurso amoroso romántico y por la “promesa de felicidad” que mencionamos antes. Como afirma Ahmed (2023, p. 22), la felicidad dicta la organización del mundo y muchas veces se emplea para justificar la opresión.12 Al respecto, el cuarto en la línea de atrás para adelante le asegura a la muchacha, para convencerla de que estaban haciendo bien, lo siguiente: “Tendrán una casa. ¿Bonita? Y propia. ¿Se imagina ella dueña de una casa? No. Pero lo será. Se lo promete. ¿Qué otra cosa tendremos? ¿Qué quiere tener? No se le ocurre. Nunca le habían preguntado” (Hernández, 2021, cap. 9). Así, en la novela se expone, al menos inicialmente, cierta inmutabilidad del mundo de estas mujeres (persuadidas con la “dicha doméstica”), las cuales terminan por ratificar la división sexual y las funciones sociales que les han sido asignadas. Las hijas “reencarnan” a sus madres, en el sentido en que reproducen la misma dinámica relacional y familiar que han seguido ellas. Sin embargo, hay que aclarar que esto se da, verdaderamente, por las disposiciones sociales y las disposiciones sexuadas que les dan forma a los cuerpos y a las vidas de las mujeres, en sus diferentes ubicaciones. El orden social realmente se reproduce con el matrimonio y la maternidad tradicionales, según podemos interpretar a partir de la narración de la escritora salvadoreña.
Con lo anterior, no debemos ignorar que estamos ante una serie de casos ubicados en una zona rural —como hemos dicho previamente— y determinados por las experiencias de mujeres campesinas, racializadas, empobrecidas (son mujeres que ni siquiera tienen acceso real a educación). Por supuesto, el sistema de dominación y jerarquización social es más evidente en relación con ellas y tiene más consecuencias en sus vidas, continuamente disminuidas, incluso, como hemos visto, dentro del ámbito doméstico. En la novela, el representante más claro de este sistema es el tío del muchacho. Es él quien, de manera firme, lo alecciona en relación con su rol social. Él le dice cómo debe tratar a su mujer, qué debe hacer para mantenerla en línea, le habla sobre la importancia de trabajar para “cuidar”13 de ella y de los hijos, etc. El tío, además, le dice que debe aprender a ser un “hombre completo” y eso significa aprender a matar: “Debe aprender a matar a todos aquellos que puedan ser una amenaza. Silencio. Va a aprender a matar. Esa noche.” (Hernández, 2021, cap. 10).
Como explica Segato (2021, p. 44), la capacidad de matar ligada con el sujeto masculino, en un contexto en el que los hechos se dan por debajo de la ley, revela cierta cohesión, vitalidad y control territorial, que permite darle una forma específica a la vida social de una zona. Si bien la investigadora se refiere al caso de Ciudad Juárez, es posible hacer nuestro el núcleo de su argumentación en relación con otros grupos de “asociación mafiosa”, como los que encontramos en la novela de Hernández. La relación entre matar y ser hombre hay que vincularla con el principio masculino de la virilidad, el cual se mueve libremente entre los espacios casa adentro y casa afuera, aunque con una diferencia: según Segato, mientras en el espacio doméstico el hombre utiliza la violencia porque puede hacerlo; en el espacio externo, la utiliza porque debe hacerlo, precisamente para demostrar que puede. Sigue la autora: “En un caso, se trata de una constatación de un dominio ya existente; en el otro, de una exhibición de capacidad de dominio que debe ser reeditada con cierta regularidad y puede ser asociada a los gestos rituales de renovación de los votos de virilidad” (Segato, 2021, p. 43).
Con lo anterior, a partir del capítulo 11 del libro de Hernández, se narra el proceso por el cual pasa el muchacho para ser un “hombre completo”. El tío y otros individuos comienzan a llevárselo a “trabajar”. Las primeras veces solo debe observar y vigilar que nadie se entere de lo que hacen. Luego, le empiezan a poner “tareas sencillas” como:
atar las manos de los muchachos una vez que los hombres a los que acompaña los derriben a golpes y los pateen tanto que no puedan oponer resistencia. Bien atadas, le dice uno de los hombres. Como a los cerdos, le indica el tío.… ¿Puede escribir el cartel que colgará de los cuerpos que van a colgar a la orilla de la carretera?, pregunta mientras van en el auto rumbo a otra locación.… La gente no sonreirá cuando mire ese lugar por la mañana, pero aprenderá a no hacer lo que no debe. Él habrá ayudado a enseñarles. Y recibirá una mejor paga esta vez. (Hernández, 2021, cap. 12)
El muchacho realmente no puede hablar ni negarse a nada y, sobre todo, no debe permitir que nadie se entere de sus identidades: “Ya le ha explicado [el tío] que, si alguien llega a ver quiénes son, estarán en peligro y que, si llegan a estar en peligro por causa de él, ajustarán cuentas con él, con su mujer y con el hijito que está por tener” (Hernández, 2021, cap. 11). Es claro, con lo expuesto, que no solo él entra en la “asociación mafiosa”. Verdaderamente, toda su “casa” debe atenerse al “compromiso”, al “pacto” que asume con el grupo de hombres asesinos, encargados que movilizar el terror en la zona. La “guerra”, por lo tanto, no se queda en el ámbito casa afuera, sino que alcanza los límites casa adentro, en la forma de una amenaza constante. Así, la familia se vuelve una garantía de control sobre el muchacho: destruir su “casa” es destruir su virilidad; es decir, su capacidad básica de dominio.
El “aprendizaje” que obtiene el muchacho con los otros hombres en el campo también modifica las relaciones que se dan en el ámbito casa adentro, en términos más cotidianos. La dinámica de poder aprendida con el grupo, resumida en los actos de capturar, torturar, matar, callar y olvidar (como si nunca se hubiese cometido un crimen), permite el desarrollo de una serie de actitudes y comportamientos machistas que redefinen su relación con la joven, a quien debe ocultarle todo y, sobre todo, a quien debe “educar” para que no esté preguntando por lo que hace:
¿Cómo se lo explica a ella [que debe salir cuando se lo manden]? No tiene que hacerlo. No quiere que ella se asuste porque él no está. Pues ordénele que no lo haga. ¿Podría ella cumplir? Enséñele. Su tío tiene razón, dice la madre. Debe enseñarle usted a no preguntar. Luego va a querer saber siempre, dice (Hernández, 2021, cap. 12).
Nuevamente, el elemento tutelar se vincula con los hombres (ellos, como hemos visto, igualmente están definidos por una dinámica de poder-saber entre machos), quienes movilizan la opresión de las mujeres en la sociedad jerarquizada, representada en la novela. Como explicamos con Segato (2018, p. 14), la pedagogía de la crueldad lleva al hombre a actuar como un colonizador, como un patrón dentro de casa. La violencia que movilizan las corporaciones paraestatales armadas que buscan controlar la vida atraviesa e interviene en la forma en la que se desarrollan los vínculos casa adentro.
En la novela, lo anterior se muestra en relación con la pareja protagonista, la cual entra en una dinámica más compleja: ella ya no reconoce al joven, quien empieza a beber y se torna más violento (gracias al “aprendizaje” que recibe de los otros hombres), hasta el punto de abusar de ella:
Los hombres son así a veces. No parecía un hombre anoche. No era él. ¿Quién era entonces? Alguien más. Una bestia. Caminaba como una. Resoplaba como una. Jadeaba como una. Entró en su cama como una. Le hizo daño. Ella pedía que no siguiera, que se detuviera. La bestia no escuchaba. La entendía. Cuando le sucedió a ella, también dijo que no, que no, por favor. Pero él siguió, piensa la esposa del tío. Todas las veces, dice la joven madre. Todas las veces le pidió a Dios que lo detuviera, piensa la tía. Dios no movió un dedo. Dejó de pedirle. Y dejó de visitarlo. Dios debe estar de su lado, cree. (Hernández, 2021, cap. 14)
Como vemos, el trabajo narrativo de Hernández se esfuerza en mostrar que la experiencia de una es la experiencia de todas. Así, este texto literario juega con elementos de la narrativa testimonial, al movilizar lo individual como una forma de acercarse a lo colectivo. De ahí que la experiencia de la joven se entrelace constantemente con las de las otras mujeres. En este caso, se evidencia lo anterior en relación con las formas de violencia que experimentan las mujeres en su propio cuerpo. La guerra, no solo llega a casa, llega también al ámbito corporal femenino. Las violaciones, principalmente de mujeres, son un acto central de las nuevas modalidades de la guerra (antes fueron un elemento complementario). La violación que comete el marido es una forma de ratificación de su poder de dominación. Asevera Segato, en su libro La guerra contra las mujeres:
la violación de las mujeres es también su destitución y condena a la posición femenina, su clausura en esa posición como destino, el destino del cuerpo victimizado, reducido, sometido. Cuando se viola a una mujer o a un hombre, la intención es su feminización. Esto porque nos atraviesa un imaginario colectivo que confiere significado a la violación y que establece la relación jerárquica que llamamos «género», es decir, la relación desigual que vincula la posición femenina y la posición masculina. (2021, p. 182)
Lo que engrandece, en este punto de la novela, el terror de lo narrado es que ese acto de violencia lo comete el propio “señor de la casa”, como una forma de dominio a lo interno, que, sin embargo, no podemos dejar de relacionar con lo externo. El mismo texto de Hernández, de una línea a otra, pasa de exponer las situaciones que viven las mujeres en el espacio doméstico a mostrar lo que sucede con los hombres en el ámbito casa afuera, y lo hace de una forma tan fluida que parece que todo está íntimamente relacionado. Así, no hay una separación narrativa entre la violación que acabamos de referir y el “trabajo” que los hombres realizan, con la “ayuda de Dios”, como indica el texto, al interrogar, torturar y matar a un grupo de muchachos:
Ellos son los que les dicen a los muchachos que están en una misma habitación que esa es su última oportunidad. Ellos son los que hacen las preguntas.… ¿Por qué mienten? No importa. No los han mandado a conseguir una respuesta. Los han mandado a limpiar el lugar y eso van a hacer (Hernández, 2021, cap. 14)
Estamos ante lo que Segato (2021, p. 39) llama “violencia expresiva”; es decir, una forma de violencia cuya finalidad es la expresión del control absoluto de una voluntad sobre otra.14 La investigadora incluso afirma que esta forma de violencia —que incluye la tortura física y moral— es la más cercana a la violación, lo cual explica aún más la conexión sobre la que trabaja la narración de Hernández.
En la novela, otros hombres también repiten los esquemas socioculturales machistas, sobre todo en relación con las formas de violencia que desatan sobre las mujeres. Lo anterior lo vemos con miembros vinculados con el muchacho y, por supuesto, con el grupo mafioso del que son todos parte. Se refiere el caso de uno de sus colegas, quien se había robado a una niña y la había “hecho suya”:
Deténgase, señor, le grita. No siga. ¿Pero cómo no iba él a seguir si ella era tan bonita y no lo sabía, y nadie todavía la había estrenado? ¿Cómo iba a detenerse si olía ella tan bien y sabía tan bien? Cállate, le decía. ¿Cómo no entendía ella que él tenía necesidad? No entendía que ella tenía la culpa de que se la hubiera robado de la ciudad pequeña en la que vivía para llevársela a la ciudad pequeña de donde era él, y de que no aguantara hasta llegar a ella, donde tenía una casa y una cama, y se detuviera en el camino y la tumbara en el monte.… No grite, pendeja, le ordena. Tampoco quería que llorara.… La niña solo llora. Dame las gracias, hija de puta. Gracias, señor. Gracias por la oportunidad que le ha dado al muchacho, dice el tío cuando regresan del auto, cubiertos de sangre. El hombre acepta con la cabeza. Ve con tu mujer y gózala, le dice cuando lo dejan cerca de su casa. Líbrate en ella. Es lo propio de los hombres. (Hernández, 2021, cap. 14)
En este momento de la narración, vemos lo ya señalado antes: una forma de violencia se liga de manera inmediata con otra, al unir la narración de las vivencias de las mujeres con la de los hombres, quienes también se apoyan entre ellos, pero siempre con el fin de ratificar su capacidad de dominación, dentro de su “organización corporativa”. Pasamos, en la cita, de la violación de esta niña, al asesinato y la tortura como “oportunidad” para los hombres y, de vuelta, a la utilización del cuerpo de otra mujer como un premio por y para ellos. Si algo resalta el texto de Hernández es cómo estos sujetos utilizan a su antojo a las mujeres, porque así lo han aprendido en el proceso de construcción de su masculinidad, en el contexto de un conflicto armado, en un espacio rural. Las mujeres, por su parte, parecen no tener voz, ni capacidad de actuar, ni fuerza de voluntad, pero, si esto es así, es precisamente por las formas de opresión que experimentan en su cotidianidad y que tienen como consecuencia su “vida cosificada”, como afirmamos con Segato. Precisamente, en la novela se expone cómo las niñas —raptadas y violadas— son obligadas a constituir un “hogar”, con todas las demandas que ello conlleva en sus vidas. Lo fundamental, dentro de la lógica de terror que se revela en el texto, es que estas mujeres estén al servicio de los hombres hasta que ellos quieran. Los cuerpos de estas niñas, por lo dicho, se asumen como territorios conquistados y colonizados. Ellas no solo sufren violaciones, embarazos, pérdidas, agresiones físicas y psicológicas, sino que, además, son culpabilizadas por su propia situación. Los hombres (y algunas mujeres que se han acomodado dentro el orden masculino) les hacen creer que sus esfuerzos son por ayudarlas a ellas, que todo lo que trabajan es por su bien, que ellas deben retribuirles sus “sacrificios laborales”, incluso que sus golpes son para que aprendan a comportarse como “buenas esposas”. Si, finalmente, no actúan como tales, es justo que ellos tengan otras mujeres y que quieran librarse de las que ya no les sirven:
¿Su marido va a ayudar también? Claro. No podrían llenarlo [el pozo] sin él. Entonces necesita comer también. Preparará algo para él. No se preocupe por eso, dice el tío. ¿A dónde va a comer él? A usted eso no le importa, le responde. Ya deje de preguntar. No sabe cómo la soporta, le dice el tío. No lo hace. No sabe cómo no le ha quebrado el hocico. Debería ponerla en su lugar, le dice el que conduce. Él, a la suya, la tiene a raya. Jamás le pregunta nada ni jamás le reclama si llega tarde o si no llega. Ella no es feliz cuando él no se aparece, pero es menos desdichada. Debe pegarle, dice. Él le pega a la suya. Le pega si no lo saluda cuando llega. Le pega si murmura a sus espaldas. Le pega si los pisos de la casa no brillan. Le pega si encuentra polvo en los muebles. Le pega si los niños que le ha dado lloran. Le pega si se resiste a abrirse cuando él quiere. La golpea, sobre todo, si le plancha mal el pantalón. Es la única manera en que entienden, le asegura. El tío asiente. Al terminar de descargar en el pozo, él la hará entender. (Hernández, 2021, cap. 17)
La violencia expuesta no tiene sus raíces en el espacio doméstico, a pesar de que es ahí donde se desarrolla. Ella es realmente el resultado de múltiples causas que se mueven entre lo íntimo y lo público, entre la dinámica de pareja y la dinámica sociocultural y política. Por lo anterior, con Segato debemos decir que la dinámica relacional entre agresor y víctima no debe explicarse exclusivamente a partir de lo emocional, centrada en lo íntimo, en el campo de los sentimientos y de las motivaciones personales. Como afirma la autora: “Aceptarlo sería aceptar que solo uno de los dos ejes que anteriormente mencioné, el eje vertical del agresor con la víctima, estaría pulsando, y olvidar el mandato que fluye por el eje horizontal de la relación del agresor con su fratria masculina, presente o en sombras” (Segato, 2018, p. 49). Así, lo que expone la novela de Hernández es toda la violencia de la “política patriarcal” (vinculada con el elemento de la guerra, un “amplificador” del “orden de las cosas”), la cual se expresa en forma de mandatos que los sujetos asumen como ineludibles; en el caso de los hombres representados, los mandatos masculinos de violación, de dominación, de control del territorio-cuerpo y del cuerpo como índice de un territorio (Segato, 2018, p. 49), los cuales se ejercen con total impunidad, demostrando la “intocabilidad masculina” y el poder de los “grupos mafiosos”.
En la novela, las relaciones de pareja son el elemento narrativo central para mostrar cómo las mujeres, relegadas al ámbito casa adentro, (sobre)viven dichos mandatos. En el caso de la pareja de jóvenes, vemos cómo su “historia de amor” se va transformando en otra cosa: una historia de terror, de violencia, de muerte... La muchacha se torna una “carga” para el joven (por sus dificultades para tener más hijos, por los costos económicos que implica tener una familia, por su actitud y disposición social),15 quien rápidamente se relaciona con otra niña del instituto. El “guion de felicidad y de amor” que se le vendió a la muchacha al inicio, con el fin de controlar la situación de su “encarcelamiento” en un nuevo espacio doméstico, se rompe ahora en pedazos, se desarma su idea de “hogar”:
Hilos de lágrimas le corren por las mejillas. Ya no tiene nada. No diga eso. Su marido está con otra. El rostro de la vecina no luce sorprendido. No puede volver con sus padres. Ellos deben quererla. No. Son sus padres. Ella les desobedeció. Ellos le dijeron muchas veces que no fuera novia de él, que él no era bueno. Todos los padres les dicen eso a sus hijas. Decían que me iba a ir mal. Es solo una etapa. Los matrimonios son así. Ella no tiene un matrimonio. Tiene un hogar. Él no se casó con ella. Nunca se casaría con ella. Los hermanos de él se lo habían dicho. (Hernández, 2021, cap. 19)
Nuevamente, el amor romántico y el orden familiar se conforman como elementos que ratifican el aprisionamiento psíquico y material de esta mujer quien, a pesar de todo lo sucedido, sigue soñando con su marido (al menos con su versión “benévola”). Incluso cuando intenta abandonar su casa al enterarse del romance que él tiene con otra (ella se refugia con sus hijos en una iglesia), sigue añorando su vida en pareja. Esta insistencia en mantener la ilusión revela, desde nuestro punto de vista, el trabajo colonizador que los discursos sobre el hogar y la familia logran en las mujeres. Así, aunque ella intente salir de la dinámica de poder y dominación en la que se encuentra, no lo alcanza del todo (al menos no en este punto de la historia). Pero sus intentos tampoco son facilitados por la figura masculina, la cual no puede permitirle tener voluntad propia, así como no puede permitirse perder su espacio de control personal sobre el cuerpo de esa mujer y sobre los hijos (ya tenían un hijo y otro venía en camino; más tarde tendrán una hija), a quienes asume como su posesión:
¿Te hace falta algo? [Le pregunta el sacerdote] Extraña a su marido. No al que llega enojado o al que la golpea, sino al que era antes. Al que la quería.… Sueña que llega ahí y le pide perdón y le ruega que regrese con él. En el sueño, él le dice que no quiere a nadie más que a ella y que ya no tiene a la otra mujer. Usa la misma camisa a rayas con la que el verdadero marido se presenta en el lugar. Pero no tiene el rostro enojado como el de verdad aparece, ni lleva un machete al cinto, ni grita furioso que qué hace ella ahí en lugar de estar en su casa ni por qué se llevó a su hijo sin su consentimiento. No desenvaina el machete ni le dice que la va a hacer pedazos ni le dice al sacerdote que no se interponga o ahí mismo acaba con él también. (Hernández, 2021, cap. 19)
Los embarazos constantes son otra de las estrategias (ya antes mencionamos las violaciones) para el control sobre el cuerpo de las mujeres (Marroni, 2000). Dentro de la lógica patriarcal, una mujer embarazada “debe” mantenerse al resguardo, en su casa, con sus otros hijos; en su “condición”, difícilmente podrá encontrar un trabajo y, así, adquirir alguna independencia económica; mucho menos podrá vivir su sexualidad, con lo que se perpetúa el dominio patriarcal para asegurar su fidelidad al hombre, pero, también, a su casa y a su comunidad. En la novela de Hernández, se evidencia cómo los hombres buscan embarazar, las veces que sean necesarias, a las mujeres, principalmente con el pretexto de tener hijos varones, que, de alguna manera, sean una copia fiel de ellos.16
En general, la relación del hombre con su familia no se diferencia de lo aprendido con el grupo mafioso: su trabajo es controlar, aterrorizar, dirigir voluntades. Por ello, en casa, la mujer realmente se encuentra en una situación de terror que se extiende a lo largo del tiempo y que, en muchos momentos, se justifica por la idea de amor que ha aprehendido, por el miedo a morir a manos del marido, por el horror de dejar a sus hijos sin padres y hasta por la presión social, la cual, como hemos visto, también alcanza al hombre (aunque con consecuencias muy diferentes). No por nada él finalmente decide (luego de ser reprendido por su padre) no irse con la otra mujer y quedarse con “la propia” y con sus tres hijos: “Ha llegado a pedirle perdón. No quiere que sus hijos crezcan lejos de él. ¿Cuándo cambió de opinión? El día que había sido de la muerte de su hermana” (Hernández, 2021, cap. 24). El marido, entonces, “reacciona” (como ya se lo habían anticipado a ella otras personas) y retoma su lugar dentro de esta casa patriarcal.
4. A manera de cierre: el derecho de vivir en paz
La decisión que él toma de quedarse, de no “abandonar” a su familia, no representa ningún cambio en la situación que experimenta la mujer casa adentro. Todo lo contrario. Que él se quede implica una continuación de la “guerra”. Así, el tiempo pasa y las formas de violencia se acumulan en el país, en el hogar, en los cuerpos… La mujer parece asumir su rol y su situación general inferiorizada como una suerte de destino;17 parece, incluso, asumir los golpes y las violaciones. Solo los hijos le ofrecen (contra su voluntad) algún “respiro”, una vez que crecen y se pueden enfrentar a su padre:
¿Cuánto hace que están juntos? Ya bastante, responde ella. El hijo mayor tiene dieciséis años. En voz baja, platica con su hermano. ¿Creía él que tenía valor de ayudarlo? ¿A qué? A amarrar a su papá. No ese día: cuando llegara borracho y queriendo golpear a su mamá. Claro. Lo amarrarán y lo doblarán. Ella, que está oyendo, les dice No. Los niños se asustan. Él es su padre, dice. Deben respetarlo. (Hernández, 2021, cap. 26)
Lo anterior, por supuesto, solo complica más la realidad doméstica, la cual se carga de nuevas formas de hostilidad entre los miembros. Los hijos ahora se sienten responsables por su madre, lo cual no se puede valorar como un cambio deseable. Realmente, estamos ante el accionar de “hijos de la guerra”, de la “guerra en el espacio doméstico”. Son, pues, víctimas y sobrevivientes, que, muchas veces, terminan reproduciendo las formas de control y dominación que han aprehendido en casa. En la novela, lo vemos cuando terminan atando y doblegando a su padre, quien no hacía más que retarlos. Estos niños, por lo tanto, construyen su masculinidad en términos similares a los del padre: están ahí para “proteger” a la mujer, a su madre, y para someter a otros hombres. Se crea, así, una especie de círculo vicioso de agresiones, del cual parece que no pueden salir. Es un círculo vicioso que asimilan en casa, pero que, como hemos visto, está determinado por una lógica patriarcal que viene y va más allá de los límites del hogar. Lo que sí queda claro, en relación con dicho círculo, es que es el padre quien, principalmente, lo hace funcionar. El padre moviliza la “guerra casa adentro” (y, entonces, las formas de “resistencia” con las que se encuentra): “Ha sucedido otras veces, dice el menor. No con el hacha, responde ella. Una vez fue con una pistola, recuerda. Ni ellos ni su hermana vieron, piensa aliviada. Ese no es el punto, dice el hijo mayor. El punto es que no quiere que hagan enfadar a su padre. Pues que no lo haga enfadar él a ellos, entonces, dice el hijo mayor” (Hernández, 2021, cap. 27).
Con el tiempo, la relación entre los padres empieza a cambiar, por razones como la ya indicada (el desarrollo de los hijos)18, pero también por un “accidente” del padre (fue herido en una de sus salidas misteriosas) y, consecuentemente, por cuestiones socioeconómicas, la mujer decide buscar un trabajo y sale del “hogar”. Por supuesto, él no ve este cambio con buenos ojos, pero no tiene más opción que asumirlo, ya que el dinero es poco y la situación de la guerra empeoraba todo: las cosas se encarecían y escaseaban, según explica la mujer (Hernández, 2021, cap. 33). Esta realidad externa al ámbito doméstico le ayuda a ella, podríamos decir que le permite empezar a pensar otra vida posible; mientras que, para él, representa un momento de debilidad, en relación con su contexto doméstico, pero, sobre todo, en relación con los otros hombres que pueden notar su “incapacidad” para mantener su casa y controlar a su mujer. Como afirmamos antes con Segato, la masculinidad se construye a partir de la exacción de las mujeres y de la aprobación de los otros hombres, quienes ratifican su valor como machos.
Es claro que, en la novela, la situación sociopolítica no deja de afectar, en ningún momento (ni siquiera con el “accidente” del padre), la realidad casa adentro. El padre educa a los hijos de acuerdo con su visión de mundo y con las situaciones que conoce y que sabe que pueden tener consecuencias para él y para su familia, sobre todo en el período de posguerra, con los asesinatos por venganza. Establece, por ello, una dinámica de cuido que parece propia de un grupo mafioso: el padre cuida a la madre, el hermano menor a la hermana (el mayor ya estaba fuera del país) y, si algo llegaba a sucederle al padre, él también tendría que encargarse de proteger la casa. Finalmente, si algo le pasaba al hermano menor, es la hermana la que debía defender el techo que compartían (Hernández, 2021, cap. 36). Como vemos, es la lógica guerrera de defensa y ataque la que funciona en este espacio doméstico, lo cual ratifica el ligamen que hemos establecido entre la violencia política y social y el ámbito familiar. Aquí, la política de los cuidados es establecida como una forma de protección militar, que obliga a todos los miembros de la casa a estar constantemente alertas:
No importa quién entre, no debe salir de ahí vivo, ¿entiende? ¿Quién podría entrar? Cualquiera. ¿A qué entraría? No se sabe. La gente es mala. Hace cosas terribles. ¿Por qué querrían hacerles cosas terribles a ellos? ¿No se había terminado ya la guerra? ¿Cómo puede él responder a esa pregunta? (Hernández, 2021, cap. 36)
En este punto de la novela, se revela lo indicado previamente: la guerra no tiene un cierre. Parece conformarse como un “estado de las cosas”, tanto en relación con el territorio en el que habitan estos personajes, como con la casa19 en la que conviven. Por eso, la casa no es realmente un hogar, es una casa de seguridad, estratégicamente ubicada para facilitar el escape, al menos frente a los amenazantes externos (por ejemplo, cuando la guerrilla toma la ciudad). Pero, contra todas las previsiones del padre, el orden que estableció se empieza a desmoronar de cualquier forma. No solo, como hemos dicho, por la situación sociopolítica (primero con la guerrilla, luego con los “ajustes de cuentas” y, más tarde, con la constitución de grupos de jóvenes criminales), sino también por la dinámica interna de esa “casa”. El hijo mayor, enviado por él al extranjero, establece una relación sentimental con la novia que él había tenido en el instituto y con la que quiso salir del país, lo cual lo hace sentirse traicionado por su propia familia. Culpa, por supuesto, a su mujer por todo lo sucedido:
El padre descargaba su enojo. Su hijo era tan miserable como ella, decía. Los dos habían nacido para hacerlo infeliz. Ella decía que también sufría. Él decía que ella lo había enviado con esa misión. Infeliz. Maldita. Deje de golpearla, le ordena el segundo hijo. Le apunta con la pistola que él le ha dado (Hernández, 2021, cap. 38)
El sufrimiento y la infelicidad son los signos que definen esta guerra doméstica, que alcanza a los hijos de múltiples formas.
La figura materna es, finalmente, la que va tomando las decisiones para que los hijos rompan con el ciclo de violencia y no terminen muertos. Su idea siempre era que abandonaran la casa y el país, que salieran del contexto de guerra, que hicieran sus vidas lejos de ellos. El hijo menor, luego de tener problemas con las pandillas del barrio, es enviado al campo, a casa de sus abuelos maternos. Más tarde, se une con la mujer que amaba y salen juntos del país. La hija, por su parte, corrió la suerte de ser entregada por su padre a uno de sus amigos paramilitares (a aquel que se había robado a una niña para hacerla suya), con el fin de alejarla de los pandilleros que buscaron apoderarse de ella.20 La madre no estaba de acuerdo con la idea, pero es convencida de que es una medida necesaria, ya que el hombre le prometió al padre que se iba a casar con ella, se la iba a llevar del país de forma legal y la iba a cuidar como a una hija (sin tocarla). Por supuesto, las promesas son incumplidas, pero la diferencia está en que la hija sabe defenderse (su padre le enseñó cómo hacerlo):
Él golpea primero. Ella debe gritar, dice el padre. Tan fuerte como pueda.… En el país en el que están, la policía atiende el llamado de las mujeres.… Pero también debe defenderse. Si es necesario, debe meterle un cuchillo en la espalda.… Debe empuñarlo así. Debe clavarlo así (Hernández, 2021, cap. 45)
En la novela, hay varios ejemplos de mujeres que se defienden de sus parejas, mujeres que toman un machete (literalmente) y se liberan de su agresor. Pero también, de mujeres que, luego de ser abandonadas, deciden vivir sin pareja, con sus hijos o con otras mujeres, como sucede, finalmente, con la protagonista. Ella regresa con su marido al pueblo, sus padres les dan un terreno para trabajarlo, pero el marido sigue siendo el mismo. Rápidamente se enoja con ella, cancela el matrimonio que habían acordado y la abandona. Entonces, él se casa con la primera novia que tuvo en el instituto, la cual no le toleró sus agresiones: “Nunca le perdona que le pegue una primera vez. Lo ignora. Nunca le perdona que le pegue una segunda vez. Se burla. ¿Qué va a hacer ella? Espera a que se duerma. Saca su machete. Termina con el problema” (Hernández, 2021, cap. 55). La vida de este hombre concluye no a manos de uno de sus pares, ni siquiera por una venganza por los múltiples asesinatos que cometió. Es una de “sus” mujeres, en su propia casa, la que toma la determinación de acabar con él, para que él no acabara con ella. Él siempre estuvo muy preocupado por la guerra casa afuera, pero, en su propio “dominio” también se libraba una guerra, de la cual no parece haberse enterado nunca.
Entonces, aparte de la violencia como defensa o como una forma de acabar con su sufrimiento,21 la novela también presenta, como hemos dicho, la posibilidad de constituir grupos de convivencia (y de resistencia); específicamente, se forman grupos de mujeres sin “maridos”:
Su marido [se refiere al hombre que les dio casa a los protagonistas, al inicio de la historia] nunca la dejaría por otra. ¿Por qué no lo dejaba ella? [le dice la protagonista] ¿A dónde iría? Al sitio que el finado [el esposo de la protagonista] inició [y que ahora estaba bajo el control de ella].… Su marido no podría llegar. No era bienvenido.… ¿Quería? Si aceptaba, debía ser en ese momento. Con solo lo que tenía puesto. Ella iría a su lado. Nunca pasaría hambre.… ¿Quería? La anciana mira al marido en el cementerio, enterrando al sobrino. Le dice a ella que, la próxima vez que lo vea, él estará en su lugar. Le da su palabra de honor de que ella se encargará de que así sea. Entonces tomará la mano que ahora le ofrece. (Hernández, 2021, cap. 55)
Estamos ante mujeres que les tienden la mano a otras mujeres para salir de esa violencia que tiene un claro signo masculino. No porque “naturalmente” el hombre sea violento, sino por la construcción social e histórica de la masculinidad hegemónica, ligada, como se ha tratado de comprobar, a una lógica guerrera. Esta lógica es parte de las “pedagogías de la crueldad”; es decir, es parte de todos “los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a los sujetos a transmutar lo vivo y su vitalidad en cosas” (Segato, 2018, p. 11). La “guerra en casa” de la que hablamos desde el inicio de este trabajo muestra cómo dichas pedagogías hacen de las mujeres y de los sujetos feminizados objetos para la explotación, el abuso, la marginación, etc. Sus existencias, por lo anterior, se asumen como un bien, como una cosa mensurable, que se puede robar, comprar, utilizar y desechar. Son actos violentísimos que, como vimos en la novela de Hernández, se repiten para producir un efecto de normalización de la crueldad, que se mantiene hasta nuestros días, en distintas formas y con diferentes consecuencias. La novela, sin embargo, no nos deja sin una salida. Desde nuestra perspectiva, tomar la mano significa alejarse de esa dinámica de dominio y control, para revelar una política de los cuidados fundada en la solidaridad entre sujetos minorizados. Esta es una “contra-pedagogía de la crueldad”; es decir, es un esfuerzo por acabar con el proyecto histórico de las cosas y por trabajar “la consciencia de que solamente un mundo vincular y comunitario pone límites a la cosificación de la vida” (Segato, 2018, p. 16).
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Notas