Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica

Vol. 50, No. Especial, diciembre 2024

El infierno esmeralda: continuidad ideológica de la oposición espacial Campo/Ciudad en Riberas del Averno

Literatura

El infierno esmeralda: continuidad ideológica de la oposición espacial Campo/Ciudad en Riberas del Averno

The Emerald Inferno: Ideological Continuity of the Spatial Opposition Countryside/City in Riberas del Averno

Melvin Campos Ocampo
Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica

El infierno esmeralda: continuidad ideológica de la oposición espacial Campo/Ciudad en Riberas del Averno

Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol. 50, Esp., e62510, 2024

Universidad de Costa Rica

Recepción: 05 Noviembre 2023

Aprobación: 01 Julio 2024

Resumen: Este artículo analiza la novela Riberas del Averno (San José, Editorial de la Universidad Costa Rica, 2003), de Jaime Fernández Leandro, para determinar la correlación que el texto establece entre los espacios narrados —rural y urbano— y los caracteres morales de quienes habitan dichos espacios. Inicialmente explora algunos rasgos teóricos de la novela policíaca / detectivesca / negra, en relación con sus códigos morales. Específicamente, se verá que Riberas del Averno traza una frontera espacial que responde a un enfoque moral particular, el cual opone la espacialidad rural con la urbana. En otras palabras, la novela se inscribe en una tradición literaria e ideológica latinoamericana que inicia en el siglo XIX y se prolonga hasta el siglo XXI: la dicotomía campo / ciudad y su correlato civilización / barbarie. Esta oposición ha favorecido el establecimiento de un orden y de un control social en América, a partir de considerar lo rural y lo urbano como espacios morales antagónicos, en los cuales la civilización urbana ofrece la ley y el orden, mientras que la espacialidad rural de la naturaleza es el nicho del crimen, el caos y la barbarie.

Palabras clave: novela detectivesca, literatura costarricense, Campo-Ciudad, Civilización-Barbarie, Bien-Mal.

Abstract: This article analyzes the novel Riberas del Averno (San José, Editorial de la Universidad Costa Rica, 2003) by Jaime Fernández Leandro to determine the correlation that the text establishes between the narrated spaces—rural and urban—and the moral characters of those who inhabit these spaces. Initially, the paper explores some theoretical features of the police/detective/noir novel, in relation to its moral codes. Specifically, it will explain that Riberas del Averno draws a spatial border that responds to a particular moral approach, which opposes rural and urban spatiality. In other words, the novel is part of a Latin American literary and ideological tradition that begins in the 19th century and continues until the 21st century: the Country / City dichotomy and its correlate Civilization / Barbarism. This opposition has favoured the establishment of order and social control in America, based on considering the rural and the urban as antagonistic moral spaces, in which urban civilization offers law and order, while the rural spatiality of nature is the niche of crime, chaos and barbarism.

Keywords: crime fiction, Costa-Rican literature, Countryside-City, Civilization-Barbarism, Good-Evil.

“De pronto cantó el «yacabó», campanadas funerales en el silencio desolador del crepúsculo de la selva, que hielan el corazón del viajero.”

(Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, 1929, p. 145.)

1. Introducción: los nombres del conflicto

Pese a que ya Borges lo había explorado en varios relatos, el género policíaco o detectivesco tendrá principalmente auge en América Latina hasta las generaciones llamadas posmodernas: Osvaldo Soriano, Jorge Volpi, Paco Ignacio Taibó II, Roberto Bolaño o Sergio Ramírez son autores que han ganado renombre internacional. Costa Rica, sin embargo, ha incursionado poco en este subgénero de las letras latinoamericanas, por lo que son pocos los autores que lo trabajan y menos los que han sido estudiados por la academia.

Entre ellos, en las siguientes páginas trabajaré la novela Riberas del Averno (2003) de Jaime Fernández Leandro (1955-2007). Este escritor publicó casi todos sus textos con editoriales de renombre nacional —como la mencionada EUCR, la Editorial Guayacán o la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia—, un total de cinco novelas, además de dos colecciones de cuentos y una obra de teatro. Como vemos, no se trata de un autor esporádico o casual.

Ahora bien, el objetivo que persigo al analizar Riberas del Averno es determinar la correlación que el texto establece entre los espacios narrados —rural y urbano— y los caracteres morales de quienes habitan dichos espacios. Veremos inicialmente que la novela policíaca, detectivesca o negra plantea una serie de códigos morales que no suelen ser muy absolutos, sino más bien relativizados o fluidos —líquidos, en palabras de Zigmunt Bauman—. No obstante, en efecto, tal código moral existe y es la brújula que motiva al detective y lo acicatea a navegar entre aguas putrefactas, pero además —aunque se ensucie de vez en cuando— le permite moverse sin perder su cauce moral.

Posteriormente, veremos cómo Riberas del Averno traza una frontera espacial que responde a un enfoque moral particular, el cual opone la espacialidad rural con la urbana. En otras palabras, la novela se inscribe en una tradición literaria e ideológica latinoamericana que inicia en el siglo XIX y se prolonga hasta el siglo XXI: la dicotomía Campo / Ciudad y su correlato Civilización / Barbarie. Esta oposición ha favorecido el establecimiento de un orden y de un control social en América, a partir de considerar lo rural y lo urbano como espacios morales antagónicos, en los cuales la civilización urbana ofrece la ley y el orden, mientras que la espacialidad rural de la naturaleza es el nicho del crimen, el caos y la barbarie.

2. Premisas teóricas (La novela detectivesca y los espacios en América Latina)

2.1. La moral de la novela detectivesca

De acuerdo con Iván Martín Cerezo (2005), en su artículo “La evolución del detective en el género policíaco”, contextualmente, la novela detectivesca tiene sus inicios durante el siglo XIX, en el Auguste Dupin de Edgar Allan Poe, y responde al ejercicio de la racionalidad ante lo irracional de algunos crímenes y lo incomprensible de ciertos misterios. En Poe, el sensacionalismo de “Los asesinatos en la Calle Morgue” va disminuyendo en cada aparición de Dupin, con lo cual se dará paso al circunspecto e impecable estereotipo británico que es el legendario Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle. La herencia de esos dos primeros detectives persistirá durante el siglo XX en el Hercule Poirot de Agatha Christie (Martín Cerezo, 2005, p. 365).

En esta primera etapa, observamos que se trata de detectives privados independientes y no policías institucionales, quienes más bien se convierten en objeto de burla por sus limitaciones institucionales o intelectuales, pues recordemos que apenas se estaban fundando las policías estatales: Scotland Yard —cuerpo al cual pertenece el inspector Lestrade, frecuente en los casos de Holmes— es de 1829. De ahí que los inicios entremezclen el carácter detectivesco independiente con el enfoque policíaco oficial: la policía estatal se reconoce limitada ante un crimen y convoca al detective privado.

Para inicios del siglo XX, entra en escena el Padre Brown, de G. K. Chesterton, haciendo evidente un rasgo fundamental del detective que había sido soslayado: su criterio moral. En efecto —y este punto resulta clave para mi estudio—, la novela detectivesca se articula ineludiblemente a partir de una premisa moral. Expone Martín Cerezo (2005):

El detective cura la herida social que el crimen simboliza. Recompone el desorden que el crimen ha desencadenado. Su objetivo es el retorno del orden, del orden mental por medio de la verdad, y del orden social por medio de la justicia. El detective distingue perfectamente entre la justicia de los hombres, codificada en leyes, y la idea de justicia, que atiende a una noción ideológico-moral, por eso en algunos casos no entregará al culpable a las autoridades, en otros se tomará la justicia por su mano. (pp. 362-363)

Es cierto que, en su etapa inicial, era tal vez más relevante el laberíntico misterio y los recovecos lógicos, deductivos y racionales de los que echaba mano el detective para resolver el crimen. Una suerte de crucigrama, sudoku u otro divertimento intelectual dominguero por el estilo. Pero siempre estuvo presente el fundamento moral: una ley ha sido quebrantada y corresponde al detective llevar ante la justicia al culpable. La base moral es clara: la ley se debe cumplir y el policía es el agente de dicho cumplimiento. El detective recoge ese triunfo de la civilización racional moderna sobre la barbarie criminal.

Pero el siglo XX se trae abajo el idealismo racionalista del siglo XIX y la naciente Modernidad: la Gran Guerra pone en entredicho la promesa del progreso industrial, los locos años veinte evidencian que el ser humano no es tan racional, y con el crack de Wall Street se derrumba el infalible capitalismo. Seguidamente, la Gran Depresión infecta al mundo entero y se transforma la literatura policial: tras la prohibición de venta de licor, se recrudece el crimen organizado, fluye el dinero mal habido y, ante la abrumadora pobreza, la corrupción campea a sus anchas: ese es el caldo de cultivo de la nueva novela negra. Juan José Álvarez Galán, Adelaida Caro y Laura Carrillo, en su ensayo “La novela policíaca: una introducción”, señalan:

A diferencia de los relatos británicos donde intervenían las clases sociales altas, los crímenes eran generalmente “refinados” y donde el culpable casi siempre era descubierto y castigado por la ley, en la novela negra americana se reflejan sobre todo los ambientes sórdidos de los bajos fondos y el héroe es un personaje cínico y desencantado que habitualmente está sin trabajo, no tiene un dólar en el bolsillo y debe hacer frente él solo, no solo al criminal, sino también a un poder establecido generalmente corrupto. (Álvarez et al., 2014, párr. 6)

En consonancia con esa idea, el escritor Raymond Chandler —padre del detective Philip Marlowe, probablemente el primer detective postmoderno—, en su ensayo “El simple arte de matar” (1950/2014), expone sobre el escenario en que se mueve el investigador:

El [escritor] realista, cuando se dispone a escribir de crímenes, lo hace en un mundo en el que los gánsteres pueden gobernar naciones y casi gobiernan ciudades, donde hoteles, edificios de apartamentos y restaurantes famosos son propiedad de hombres que hicieron fortuna con burdeles, donde una estrella de cine puede ser un gancho de la mafia y ese tipo simpático que vive en tu mismo piso, el jefe de una lotería clandestina; un mundo en el que un juez con una bodega llena de licor de contrabando puede mandar a un hombre a la cárcel por llevar una petaca de licor en el bolsillo, donde el alcalde de tu pueblo puede dar el visto bueno a un asesinato si con ello gana dinero, donde nadie puede caminar seguro por una calle oscura porque la ley y el orden son cosas de las que hablamos pero nos abstenemos de practicar; un mundo en el que puedes presenciar un atraco a plena luz del día y ver quién lo hizo, pero es mejor desaparecer rápidamente entre la multitud sin decírselo a nadie porque los atracadores pueden tener amigos con pistolones. (Chandler, 2014, pp. 18-19)

Según se observa, el mundo que incorpora y representa Raymond Chandler en sus novelas no es el idealizado de la modernidad, de la publicidad estadounidense o del sueño (mal llamado) americano. El viaje del detective Philip Marlowe es un descensus ad inferos, pues lo lleva a explorar los bajos mundos de la sociedad, esos espacios oscuros en los que la pobreza y la corrupción difuminan la frontera que separa al bien del mal, a la ética de la inmoralidad, al crimen de la ley.

Las variaciones en este escenario permiten jugar con las ambigüedades y tentaciones que se pueden ofrecer al protagonista: por ejemplo, el ser tentado con grandes sobornos, descubrir que la víctima es una mala persona o encontrar que el culpable tiene motivos válidos para haber cometido el crimen. Si se extrae al policía del circuito oficial, entonces se lo convierte en un detective privado y, como tal, ya no está sujeto de forma tan rigurosa al sistema legal, con lo cual la novela negra puede explorar áreas más grisáceas, como el ser contratado por un criminal o ser tentado por una bella mujer —la famosa femme fatale—, etc.

Ahora bien, el escritor Sergio Ramírez teorizaba sobre la novela policíaca en América Latina, en su ensayo “Historia negra, novela negra”, publicado en La Jornada (2017). En dicho texto, el escritor nicaragüense plantea que los detectives y policías latinoamericanos “deben moverse en aguas infectadas y, como la línea entre el bien y el mal apenas se distingue, tampoco ellos pueden tener clara su propia rectitud de conducta, y no pocas veces terminan contaminándose” (Ramírez, 2017, párr. 10).

Pero el hecho de que todas esas instituciones de justicia hayan sido infiltradas por el crimen organizado y por traficantes de sustancias ilícitas —drogas o licor— no es nuevo ni particular de América Latina, según vimos en la cita anterior de Raymond Chandler, expuesta hace más de setenta años para los EE. UU. Así, contrario a lo que propone Ramírez,1 ya desde 1950 Chandler planteaba ese descensus ad inferos del detective, cuyo viaje por el submundo criminal será lo que le permita solucionar el misterio de turno y lo acerca peligrosamente a la ambigüedad moral.

Pareciera, pues, que generalmente en la novela negra —más allá de la región en que se ubique— el detective es incapaz de mantenerse impoluto, pues se encuentra obligado a explorar espacios oscuros, los bajos mundos de la sociedad en los que la pobreza y la corrupción difuminan la línea que separa al bien del mal, a lo ético de lo legal. Mi propuesta es que la articulación espacial de lo moral, según se representa en la novela Riberas del Averno —y podría ser que en buena parte del imaginario social de toda América Latina—, está marcada por la oposición Ciudad / Campo, o sea, Civilización / Barbarie.

2.2. Civilización / Barbarie: la articulación del espacio en América Latina

En general, la novela detectivesca se vincula con espacialidades particulares: barrios marginales, espacios de tráfico —bodegas, muelles— o de vicio —bares, casinos, prostíbulos—, etc.; sin embargo, suelen tratarse de espacios urbanos, pues es en las ciudades donde cobra fuerza el crimen organizado —y con él la novela negra—, durante la prohibición de los años veinte en EE. UU. Claro que hay excepciones, pero en general los espacios que recorre el detective clásico son callejones, recovecos y escondrijos en las grandes ciudades.

Pero, como decíamos, la novela Riberas del Averno se hace heredera de la tradición cultural latinoamericana que opone Campo / Ciudad, desde la perspectiva ideológica que valora la civilización de la ciudad y margina a la barbarie del campo. En efecto, desde el Facundo de Sarmiento, hasta Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, la pampa gauchesca o el llano venezolano han sido representados como el espacio indómito gobernado por la fuerza y la violencia, antagonista de la luz civilizada que emana de las ciudades. Exploremos, pues, una breve historia de esta oposición para, luego, observar cómo se representa en los espacios y las posturas morales de los personajes en la novela de Jaime Fernández Leandro.

Planteemos inicialmente un punto de partida fundamental: al hablar de ideología, mi enfoque teórico es de sustrato marxista y parte de las reelaboraciones que sobre el concepto han realizado dos importantes pensadores: el teórico Louis Althusser, en su clásico Ideología y aparatos ideológicos del Estado (1970/2003), y el sociólogo sueco Göran Therborn en La ideología del poder y el poder de la ideología (1987).

Por un lado, de Althusser tomo dos elementos clave: primero, la reconceptualización de la ideología como un proceso de interpelaciones, inscrito en unas matrices sociales materiales específicas y, segundo, que este proceso configura las relaciones sociales entre sujetos (Althusser, 2003, p. 62). Por otro lado, con Therborn comprendo la ideología como el medio a través del cual los seres humanos interpretan el mundo y sus relaciones sociales: “Esta significatividad [funciona] a través de procesos psicodinámicos en su mayor parte inconscientes y mediante un orden simbólico de códigos de lenguaje… que interviene en la formación y transformación de la subjetividad humana” (Therborn, 1987, p. 2).

Adicionalmente, Therborn (1987) reelabora el concepto althusseriano de Aparatos ideológicos de Estado, para plantear que este proceso de conformación de subjetividades sucede en un sistema institucional más amplio que únicamente lo estatal:

aunque las interpelaciones ideológicas se den en todos los sitios, tanto los discursos como sus mecanismos de restricción, protección y apropiación delimitada así como las afirmaciones, sanciones, rituales y excomuniones relacionadas con ellos tienden a concentrarse en esos puntos nodales de los procesos sociales que podríamos denominar aparatos ideológicos. Estos aparatos son escenarios donde se concentra el discurso y las prácticas no discursivas afines, y también escenarios o lugares de conflictos ideológicos. La organización social del discurso supone que un conjunto de aparatos ideológicos se estructuran de un modo especial en un sistema de conexiones e interdependencia. (p. 70. Énfasis en el original.)

De acuerdo con lo anterior, entonces, conceptualizo la ideología como un sistema de representaciones del mundo y de la sociedad que dirigen a un grupo social, aseguran su cohesión y condicionan su percepción de la realidad. Dicho sistema se les ha enseñado a las personas desde su nacimiento, mediante diversos aparatos e instituciones sociales (familia, escuela, medios, etc.) y se encuentra tan interiorizado que opera de forma inconsciente, sujetando así a cada integrante de la sociedad a interpretar el orden social, que es cultural e impuesto políticamente, como si fuera un orden natural e inamovible. Y este es el proceso que realiza la conformación de sujetos o de subjetividades.

Pues bien, una vez aclarado eso, entremos en materia para observar cómo estos modos de producción y reproducción de subjetividades han funcionado en América Latina, mediante la organización del espacio, oponiendo lo urbano y lo rural, según los criterios ideológicos de civilización y barbarie. Al igual que en el resto del mundo, las ciudades en América —prehispánicas y occidentales— han funcionado como centros de poder, mediante la concentración de capital, de acceso a servicios, de prestigio y producción cultural y de la centralización del poder político y religioso. Esta centralidad establece necesariamente una inclusión y una exclusión: quienes están en la ciudad y quienes están afuera. La voz latina que da origen a la palabra ‘ciudad’ nos indica la frontera ideológica que se construye: civis, la civilización.

Esa distribución espacial implica, a su vez, una separación cultural, ideológica, de origen psíquico: dentro de los muros de la ciudad se encuentra el espacio seguro y protegido, el entorno cuyo orden reconocemos porque nos es familiar, eso es lo urbano, eso que comprendemos, lo civilizado; pero afuera yace aquello que nos resulta desconocido, donde viven otros seres distintos, cuyas prácticas nos resultan ajenas y cuyas lenguas se nos aparecen extrañas, incomprensibles (Abbagnano, 1974, pp. 171-172). En efecto, la oposición ideológica entre las gentes y formas de vida de las ciudades y del campo es la base del conflicto Civilización / Barbarie.

De esa manera, podemos rastrear los orígenes de esta oposición espacial hasta la Antigüedad, cuando griegos y romanos recurrieron a ella para definirse a sí mismos y designar a los otros pueblos. Lógicamente, la herencia cultural grecorromana ha llevado a que Occidente entero utilice esta designación en la misma línea, con el consecuente sesgo etnocéntrico que ha promovido el menosprecio y la violentación de las civilizaciones amerindias, africanas y asiáticas. Roberto Fernández Retamar explora críticamente esta dicotomía en su ensayo de 1977, “Algunos usos de civilización y barbarie” (2016). Acota el maestro cubano:

La contraposición… de los términos civilización y barbarie, según la cual la primera implica una forma armoniosa, realmente humana, de existencia, y la segunda una forma insuficientemente humana o abiertamente bestial, es una viejísima idea etnocéntrica… que se acantona en lo suyo y lo exalta sin medida, mientras rechaza y degrada lo extraño. Al integrante de la comunidad propia, se le da con frecuencia el término de “hombre” (o los de “bueno”, “excelente” o “completo”). Conocemos en algún detalle una de estas distinciones, aquella donde se forja, precisamente, el término “bárbaro”, el cual significa en griego (“bárbaros”) simplemente “extranjero”, es decir, el otro que no es griego. (Fernández Retamar, 2016, p. 267)

En efecto, si echamos un vistazo al Diccionario Griego clásico-Español, observamos que βάρβαρος significa “extranjero, no griego; forastero, exótico, extraño, incivil, rudo, salvaje, grosero” (Pabón, 2006, p. 106). Fredric Jameson en sus Documentos de Cultura, documentos de barbarie (1989) señala la traducción literal original de βάρβαρος referida a “quien balbucea”, ese extranjero de otra tribu, el bárbaro que habla una lengua incomprensible y sigue costumbres exóticas (Jameson, 1989, p. 92). En otras palabras, bárbaro es aquel que no es grecolatino.

Ahora bien, en América, con la llegada de los españoles, se trasladó el modelo europeo al Nuevo Mundo y, aunque las categorías de Civilización y Barbarie no se utilizaron como tales durante la Colonia, conceptualmente sí existió algo similar: la noción jurídica de “vivir en policía” (de la polis griega), que implicaba la adopción y respeto de las formas hispánicas de convivencia y adoración religiosa, el “buen orden en la cosa común”, el ordenamiento de la res pública (Marín Taborda, 2017, p. 239).

Sin embargo, será hasta el siglo XVIII cuando la Ilustración, con su fascinada idolatría por todo lo grecolatino —para bien y para mal—, recupere el antagonismo entre civilización y barbarie. Y, en esta versión del conflicto, con su complejo de superioridad continental, los ilustrados promueven el racionalismo europeo como ideal superior humano, en oposición a todo aquello que es emotivo y pasional por considerarlo animalesco, primitivo y natural: la Europa blanca es la civilización y los otros colores del resto del mundo serán la barbarie.

Con esa actitud clara, es comprensible que todo lo ajeno al eslogan de la Revolución Francesa, todo lo que tuviese algún mínimo aroma a Edad Media, a catolicismo,2 todo aquello que favoreciera el Estado —absolutista o no—, todo lo que no defendiese a ultranza el liberalismo extremo, todo eso sería entonces marcado como conservador, medieval, primitivo, salvaje y, en última instancia, bajo el signo de la barbarie natural.

Por su parte, en América, los procesos emancipadores de finales del siglo XVIII y del XIX se hallaban bajo el manto filosófico y político de la Ilustración y, por ello, recurrieron de nuevo esta oposición para justificar las independencias pues, en sus arengas, España representaba la barbarie medieval, mientras Francia e Inglaterra simbolizaban la civilización racional liberal a la cual debían aspirar las jóvenes repúblicas de América.3 Explica Fernández Retamar (2016):

Avanzado ya el proceso de desarrollo de la nueva formación en la Europa occidental, a mediados del siglo XVIII aparece allí el otro término de esta dicotomía: civilización. No es extraño que el vocablo surja entonces, cuando la burguesía euroccidental, en pleno auge racionalista, comienza a trazar un balance de su saber, que va de las manos de los enciclopedistas franceses a las de hombres como los Humboldt y Hegel… sin abandonar el empleo de bárbaro, “la civilización occidental”, como recuerda Lévi-Strauss,4 se valdrá también del término “salvaje en el mismo sentido”: es decir, el hombre “de la selva”: lo que evoca “un género de vida animal, por oposición a la cultura humana”. (pp. 271-272)

Y esta visión dominará América Latina, desde el siglo XIX con la emblemática aparición del Facundo o Civilización y barbarie, de Domingo Faustino Sarmiento (1845/2018), el cual llevará a Argentina a las levas forzosas de gauchos para que se matasen contra los indígenas en un aberrante intento por erradicar la barbarie para civilizar el país.

Inclusive, este proceso de expansión del proyecto liberal civilizatorio fue también violento en otras regiones latinoamericanas, según documenta el historiador José Pedro Barrán, en su ya clásica Historia de la sensibilidad en el Uruguay (2011). El maestro uruguayo analiza la agresiva imposición de un modelo cultural europeizado en el país sudamericano, con la intención de erradicar la cultura “bárbara” de los gauchos, campesinos y todas las clases bajas del Uruguay. Resume Barrán (2011) dicho proceso de erradicación de la “barbarie” de esta manera:

la sensibilidad sustitutiva de la "bárbara", a la que por razones ya dichas denominamos "civilizada" [tuvo agentes] protagonistas del cambio y que ellos fueron los sectores dirigentes de la sociedad; segundo, que durante todo el período de apogeo de la sensibilidad "bárbara" (1800-1860) esos sectores trataron, mal que bien, no siempre con coherencia, a veces participando de planos importantes de la sensibilidad rechazada, de imponer la nueva sensibilidad "civilizada" a través de coerciones del aparato estatal. (p. 197)

En ese contexto tan convulso y violento —que no será exclusivo del Cono Sudamericano— se comprende la función de la literatura como aparato ideológico, según vimos que lo planteaba el sociólogo Göran Therborn (1987, p. 70). De tal manera, textos literarios tan antiguos como “El matadero” de Esteban Echeverría de 1840, o el Facundo de Sarmiento de 1845, y otros mucho más recientes como Doña Bárbara de Gallegos, de 1929, abarcan casi cien años de abierta continuidad ideológica de la oposición Civilización / Barbarie. Con lo anterior, queda claramente evidenciado el papel de la literatura como un modo de conformación de las nuevas subjetividades “civilizadas” en América Latina.

Más aún, la vigencia de la discusión sobre el proyecto sociopolítico y cultural civilizatorio de los liberales e ilustrados latinoamericanos resonará también en 1891, entre las líneas del emblemático ensayo “Nuestra América”, de José Martí (2005):

el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. (p. 33)

Como es notable, la cita de Martí parece más optimista de lo que finalmente sucedió, pues quienes vencieron fueron los “letrados artificiales” con sus “libros importados”. Pero, más allá de la precisión histórica del ensayo, lo relevante es la toma de posición ética y política que establece el apóstol de América cuando sentencia: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza” (Martí, 2005, p. 33). La condena a los liberales americanos es lapidaria: ya sea la europeización ilustrada o el fanatismo moderno por los estadounidenses, en ambos casos el supuesto anhelo civilizatorio se reduce a un burdo esnobismo, pedante y megalómano, que busca someter y explotar todo lo relacionado con la naturaleza y las gentes naturales de América.5

En la misma línea de pensamiento, la continuidad ideológica del conflicto Civilización / Barbarie reaparecerá durante todo el siglo XX, unas veces de forma más evidente, como la ya mencionada Doña Bárbara de Rómulo Gallegos (1929), 80 años después del Facundo, y en otras ocasiones con algún leve —pero no muy sutil— cambio de nomenclatura, como como la oposición Campo / Ciudad o, en sus versiones más globales, la tensión Centro / Periferia, o las dicotomías Progreso / Retraso y Desarrollo / Subdesarrollo. Estas variaciones del conflicto Civilización / Barbarie también pueden tener consecuencias menos violentas que las que tuvo en el Cono Sur, en términos sociales, como sus representaciones literarias, por ejemplo, en Costa Rica, con Don Concepción (1905) de Carlos Gagini: clásica comedia moralizante que busca adoctrinar por qué los pobladores del campo no deben migrar a la ciudad, pues no es su espacio “natural”.

Interesantemente, dicho conflicto se ha mantenido vigente como debate ideológico no solo literario, sino artístico, cultural, social, político y hasta arquitectónico6 en América Latina, con defensa de ambas posiciones. Según plantea Jean Franco en sus ensayos sobre “La vuelta a las raíces” en el arte latinoamericano, nuestras vanguardias artísticas retomarán la oposición, pero para invertir las jerarquías y revalorar lo anteriormente considerado “bárbaro” de América, o sea las culturas indígenas, africanas, mestizas o mulatas, campesinas, llaneras, rancheras o gauchescas. Tomando como fundamento la literatura del propio Martí y la poesía del gran Rubén Darío, ejemplos claros de esta revaloración vanguardista de lo “bárbaro” recorren toda América, como Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Diego Rivera, Octavio Paz, Silvestre Revueltas, Juan O'Gorman, Juan Rulfo, Pablo Neruda o Ricardo Güiraldes,7 entre muchísimos otros (Franco, 1985, pp. 87-151).

Ahora bien, para el caso de Costa Rica, el conflicto Civilización / Barbarie nunca llevó a enfrentamientos tan radicales como en Argentina, pero sí se discutió la oposición en términos políticos, culturales y estéticos. En nuestro país, el conflicto se manifestó principalmente en la famosa polémica sobre el nacionalismo en literatura, a fines del siglo XIX.8 El modernista Ricardo Fernández Guardia exponía en 1894:

Se comprende sin esfuerzo que con una griega de la antigüedad, dotada de esa hermosura espléndida y severa que ya no existe, se pudiera hacer una Venus de Milo. De una parisiense graciosa y delicada pudo nacer la Diana de Houdon; pero, vive Dios que con una india de Pacaca sólo se puede hacer otra india de Pacaca. (Fernández Guardia en Segura Montero, 1995, p. 25)

Esa frase del escritor sobre la “india de Pacaca” es un momento clave en la historia de la literatura costarricense, pues sintetiza la discusión sobre el rumbo estético del proyecto nacional, ante la encrucijada entre civilización o barbarie, blanco o indígena, campo o ciudad. En oposición a Fernández Guardia, Carlos Gagini fue un firme defensor de incorporar lo nacional en la literatura, hecho que evidenció en múltiples textos suyos, como El árbol enfermo o El Erizo. No obstante, Gagini también sucumbió al partido civilizatorio cuando en Don Concepción representó al campesino (“concho”) de forma burlesca, casi para advertir que no debía haber migración del campo a la ciudad (Quesada, 1984, p. 10). En esa misma línea, se ubica “El clis de sol”, de Magón, quien además explora con mayor seriedad en “La propia”9 el carácter bárbaro, inmoral y violento del campesino, que es justamente el enfoque ideológico del texto que nos ocupa. Procedamos ahora a revisar algunas generalidades estructurales y narratológicas de la novela en cuestión, como parte de los puntos de partida teóricos.

3. Generalidades sobre el autor y la novela

Dado que la novela Riberas del Averno es poco conocida, quisiera dedicar unas líneas a exponer una breve reseña y contexto, para que el lector se ubique con mayor claridad. Pese a tener cinco novelas, dos colecciones de cuentos y una obra de teatro, publicadas por editoriales de prestigio costarricenses (Guayacán, Universidad de Costa Rica y Universidad Estatal a Distancia), el escritor Jaime Fernández Leandro (1955-2007) no ha sido objeto de mayores estudios en la crítica nacional.

De hecho, en su enciclopédico proyecto Los novelistas costarricenses, el filólogo Benedicto Víquez Guzmán es el único que ha dedicado unas líneas al escritor. Inicialmente Víquez elabora una nota biográfica en que ubica a Fernández con un origen de clase media, formación superior en Psicología y Educación por la Universidad de Costa Rica, y un desempeño laboral en la burocracia estatal de la Dirección Nacional de Desarrollo de la Comunidad. Hacia el final de su vida, dejó ese trabajo para dedicarse a enseñar gramática y literatura en Bachillerato por madurez (Víquez Guzmán, 2010, párr. 1).

Posteriormente, Víquez comenta las cinco novelas de Fernández Leandro: Palenque (1989), Aquel fue un largo verano (1993), Retorno a Palenque (1999), Riberas del Averno (2003) y Ardiente Caribe (2003). Comentaré su crítica al texto que nos ocupa después de haber expuesto brevemente la diégesis.

La novela Riberas del Averno consta de dos partes, la primera con 14 capítulos, la segunda con 11 —del 15 al 26— y un epílogo. Los protagonistas son el narcotraficante en auge, Fausto Mena, su amante Alba Iris Arriola, el capo Augusto Paloque, el mediocre jefe de policía Róger Santillana y los corruptos agentes Elvis Silva y Luis Mario Artavia. El espacio representado es el ficticio país República Esmeralda, cuya capital es Ciudad Esmeralda. La acción transcurre en la provincia de Puerto Caribe, cantón de Choltapa, distrito Pocora, región atlántica del país cubierta por la selva del Zurquí y bañada por el río Sinaloa.10 En la localidad de Madre de Dios, Fausto Mena tiene una finca donde almacena y trasiega drogas. A continuación, ofrezco un breve resumen de la novela, según los 26 capítulos y epílogo en que está organizada:

Primera parte

1. Cerro Zurquí: dos pescadores encuentran un cadáver mutilado y avisan a la policía.

2. Un yate a Isla Sierpe, en el Pacífico de República Esmeralda, la familia de Fausto Mena y Marielos Zárate va de vacaciones; discuten por la amante de Fausto, Alba Iris Arriola.

3. Sede de Policía Técnica Judicial de Choltapa, en condiciones deplorables, el jefe Róger Santillana y los agentes Elvis Silva y Luis Mario Artavia hablan del nuevo, Jorge Reyes.

4. Brevísima historia del nuevo agente, el citadino Jorge Reyes.

5. Alba Iris y Fausto van al restaurante Bahía, donde Mena hace sus negocios; historia de Fausto: empezó como guardaespaldas político, entró en corrupción y, ante un escándalo, fue chivo expiatorio y enviado a la cárcel; al salir, usó su pago para entrar en el narco.

6. Ciudad Esmeralda: Augusto Paloque sale de la cárcel, donde estuvo porque Fausto lo denunció para robarle territorio; tras ordenar el asesinato de Mena, va a un cabaret.

7. Editorial de Radioperiódicos La Costa: queja urbana contra narcotráfico y corrupción.

8. Finca de Madre de Dios: dos encapuchados queman la droga que almacena Fausto.

9. Fausto Mena recibe amenazas y llama a Santillana, quien le aconseja huir.

10. Historia del Doctor Chalier, narco de Suerre: surge de pobre, escribe poesía y piensa retirarse en Europa; Silva y Artavia le encargan a Chalier que asesine a Fausto.

11. Fausto intenta transferir su dinero a Bahamas y anda paranoico. Recuerda cuando evitó una guerra entre las pandillas de Chalier y Barbilindo, otro narco.

12. En una cantina, Santillana imagina su vida ideal de retirado, con su empleada, Graciela.

13. Silva está nervioso porque no han cumplido las órdenes de Paloque: Fausto Mena sigue vivo y Chalier se ha ocultado, pues decidió no involucrarse.

14. Fausto acelera su partida pero es emboscado por Silva y Artavia.

Segunda Parte

15. Silva y Artavia están de juerga con el pago por el asesinato de Fausto. Los saluda Jairo Herdocia, un policía pobre; Silva le regala el reloj del muerto, que ha conservado.

16. Alba Iris reclama la impunidad del crimen de Fausto a Santillana, quien le aconseja huir.

17. Historia de Muñeca, un criminal de mala muerte que hace los trabajos sucios a Silva y Artavia: un violento peón por contrato. Le mejoran la paga para tenerlo tranquilo.

18. Informe forense del cadáver; un especialista formado en Holanda analizará el ADN. Reyes piensa huir por miedo; llega Graciela a buscar a Santillana y Reyes la seduce.

19. Herdocia lleva a empeñar el reloj de Fausto en la relojería, del libanés Ricardo Aued. El relojero reconoce el reloj de Fausto, lo compra y luego llama a Alba Iris.

20. Hotel Shangai, en Puerto Caribe. El dueño Fu Lin trafica con mujeres. Reunión de capos donde reparten territorios y organizan un negocio con un cargamento de drogas.

21. Alba Iris le cuenta del asesinato de Fausto al relojero Aued, quien le da el reloj como evidencia y le aconseja ir a Ciudad Esmeralda, para consultar con su hija que es abogada.

22. Santillana recoge las cosas de su oficina. Llega Olga, hermana de Graciela, quien ha huido con Reyes.11 Irrumpe el furioso marido y Santillana lo asusta; intenta seducir a Olga.

23. Alba Iris llega a Ciudad Esmeralda para hablar con la abogada Aued. Ponen la denuncia en Asuntos Internos; el encargado, Guzmán, es muy recto. Alba Iris regresa al Caribe.

24. Avisan a Silva que no será nombrado jefe. Silva y Artavia deciden matar a Alba Iris.

25. En una cantina, Santillana convence por teléfono a Olga de que vivan juntos tras nombrarla heredera. Un periodista le cuenta que se descubrió todo. Santillana huye.

26. Silva y Artavia llegan a la finca de Madre de Dios para matar a Alba Iris, pero son emboscados por policías judiciales de Asuntos Internos. Arrestan a los corruptos.

Epílogo.

Seis meses después. Artavia se hizo religioso; Alba Iris contó todo al diario El País; Santillana se pensionó. Silva vende crack en la frontera y lo arrestan en una trampa.

Pues bien, en su proyecto virtual sobre novelística costarricense, el apreciado y ya fallecido Benedicto Víquez Guzmán dedica únicamente dos párrafos a Riberas del Averno. Su comentario sigue dos líneas: una literaria y una social. De una parte, el filólogo concede a la novela un valor en la denuncia que elabora de la problemática social del narcotráfico12:

No hay duda de que el narcotráfico, el lavado de dólares, el tráfico de blancas, de armas, la prostitución infantil, la corrupción política, son epidemias que carcomen los cimientos de nuestra patria y están ahí, a la vista de todos, con completa impunidad, e inmunidad y que la novela es un buen intento por denunciarlos, pero, pensamos que no pasa de la superficie. (Víquez Guzmán, 2010, párr. 17)

Como vemos, Víquez Guzmán critica la superficialidad de los cuestionamientos sociales en la novela. Pero, además, esa misma objeción encuentra un correlato en el ejercicio literario de Fernández Leandro. Juzga el crítico:

Es una novela policíaca, de las llamadas novelas negras. Es tradicional, monofónica, predecible, bastante superficial y de escaso valor literario. No ahonda en las verdaderas causas y causantes, los peces gordos del tráfico de drogas. Se mantiene en los estratos bajos y muy intermedios… Hay un crimen y alrededor de él se desgrana una serie de intrigas entre miembros del Organismo Técnico del Poder Judicial, destacado en la zona Atlántica del Puerto Caribe. (Víquez Guzmán, 2010, párr. 16)

Esa sentencia de que el texto es “tradicional, monofónico, predecible, superficial y de escaso valor literario” es —palabras más, palabras menos— común a cuatro de las cinco novelas de Fernández Leandro:13 inclusive, en su ópera prima encuentra “errores ortográficos y tipográficos” (que también los hay en Riberas del Averno, de la Universidad de Costa Rica). Pero más allá del juicio estilístico y literario que podamos realizar, lo interesante es por qué un autor de temáticas reiterativas —novela de la burocracia14 y detectivesca— y con escaso valor literario logra espacios de publicación en editoriales tan serias, académicas y prestigiosas de Costa Rica.

Y creo que tiene que ver con el continuismo ideológico que planteo como abordaje para el análisis que nos convoca. Lúcidamente señala Víquez en su crítica a Riberas del Averno:

El interés parece que se centra especialmente en la corrupción de los agentes oficiales, desde el jefe que se hace de la vista gorda en espera de una jubilación, hasta sus subalternos que se convierten en sicarios pagados por los narcos criollos de la zona. (Víquez Guzmán, 2010, párr. 16)

En efecto, la propia reseña editorial de la novela —clásico programador de lectura— también apela a esa representación de la decadencia y corrupción como signo de barbarie:

Esta es una novela que indaga en el tenebroso mundo del tráfico de drogas. Los personajes que aparecen en Riberas del averno [sic] son gente degradada y corrupta, cuyo afán es hacer fortuna rápidamente; individuos dispuestos a todo con tal de disfrutar los halagos que el dinero proporciona. (Editorial UCR, s.f., párr. 6. Énfasis en el original.)

Como es observable, el texto publicitario señala la evidente correlación entre la avaricia y la decadencia moral esta “gente degradada y corrupta, cuyo afán es hacer fortuna rápidamente”, con una clara intención didáctico-moralizante.15 Procedamos, ahora, a revisar el vínculo entre dicha corrupción degradante y el entorno rural en que se desarrolla la novela.

4. El infierno verde (La maligna barbarie selvática en la novela)

En las siguientes páginas, exploraremos el carácter moral que la novela Riberas del Averno le otorga al espacio natural y bárbaro, desde cuatro componentes: primero, el carácter maligno y cómplice de la selva, el llano, la costa y el campo; segundo, la corrupción y decadencia a las que tienden los habitantes rurales; tercero, la condición supersticiosa y creyencera de quienes moran en la región selvática y, por último, el sesgo étnico que induce a la población costera y rural a la degradación. Una vez establecida la corrupción y bajeza moral de la Naturaleza y del espacio selvático de la barbarie que presenta la novela, observaremos en la siguiente sección la altura moral e incorruptibilidad del espacio urbano civilizado.

4.1. La selva maligna

Inicialmente abordemos el título Riberas del Averno, pues remite a un espacio determinado y a una catalogación moral de dicho entorno. Primero, recordemos que la acción de la novela de Fernández Leandro transcurre en la provincia de Puerto Caribe, cantón de Choltapa, distrito Pocora. Esta es la región costera atlántica del ficticio país República Esmeralda, área cubierta por la selva del Zurquí y bañada por el río Sinaloa.

Ahora bien, según la Real Academia Española (RAE), la palabra ‘ribera’ refiere a la orilla o región costera ante un cuerpo de agua: “Orilla o tierra cercana al mar, a un río, a un lago, etc.” (Real Academia Española, s.f., definición 1). En la novela, aparecen dos riberas: al principio, son las costas del río Sinaloa, donde aparece el cadáver de Fausto Mena horrendamente mutilado y, en adelante, se presenta la amplia ribera atlántica que es la costa de Puerto Caribe, el gran escenario de la novela. Ahora bien, el título Riberas del Averno como programador de lectura, ofrece una clara referencia: se trata de las orillas de un cuerpo de agua que es el Averno, similares a las costas del río Estigia (Στύξ), cuyas aguas separan la tierra humana de los infiernos (Grimal, 1989, p. 178).

En el caso del texto de Fernández Leandro, al relacionar el título con la ubicación geográfica del espacio representado, el Averno es el Mar Caribe y todo lo que se encuentre cerca de él es área corrompida y putrefacta. Así, la importancia del espacio está anunciada desde el título, el cual programa la lectura en dirección de interpretar el vínculo entre el espacio narrado y lo maligno: esta selva que veremos es la morada de lo demoníaco, es un infierno verde.

Veamos la descripción que realiza un noticiero en la novela del espacio selvático y del descubrimiento del cadáver mutilado:

El hallazgo en días recientes de un cadáver salvajemente [énfasis añadido] mutilado, en las márgenes selváticas del río Sinaloa… Los móviles ocultos tras tan brutal asesinato, nos hacen pensar en un tenebroso mar de fondo, [énfasis añadido] en el que la traición, la mentira, el desmedido afán de lucro y la ausencia de escrúpulos [énfasis añadido] arrastra a individuos ansiosos de dinero fácil hacia los abismos de la perdición [énfasis añadido]. (Fernández Leandro, 2003, p. 37)

Claramente, estamos ante un espacio de barbarie, de salvajismo, de muerte y bajeza moral, donde los habitantes descienden a un inferos moral por el burdo afán de “dinero fácil”; la pobreza no es expuesta en la novela ni pareciera ser un factor relevante en la búsqueda de alguna mínima riqueza. Antes bien, el “tenebroso mar de fondo” es el escenario de esta corrupción, de la bajeza moral: las márgenes selváticas del río son las Riberas del Averno.

Este entorno salvaje y abrumador se presenta a través de la novela, como el escenario de diversos crímenes y aberraciones. Al respecto reflexiona el narcotraficante protagonista:

Fausto Mena observa una carretera que se caracteriza por ser poco transitada. La muralla verde de la selva tropical atlántica empieza donde terminan las fincas ganaderas. Transita a ciento treinta kilómetros por hora. No hay duda de que esta región feraz ha sido muy productiva para él... Sin pensarlo mucho da un giro al volante y se interna por un camino vecinal que se profundiza entre lóbregos bananales. (Fernández Leandro, 2003, p. 85)

Aclaremos, primero, que la región “ha sido muy productiva para él” pues la ha aprovechado para traficar drogas y cometer sus crímenes impunemente. Pero esa “muralla verde de la selva tropical” no es solo el escenario del mal sino que, además, la propia naturaleza se vuelve cómplice de los criminales pues, primero, ofrece escenarios apartados para que se realicen los crímenes y brinda cobijo para ocultar las monstruosidades, ya que ese “camino vecinal que se profundiza entre lóbregos bananales” será justamente la ruta que llevará a Fausto hacia la muerte.

Adicionalmente, la jungla descrita en el primer capítulo de la novela semeja un Averno por la descripción y el descensus ad inferos oscuro y horrendo, hasta llegar a la hondonada selvática en la que se encuentra el automóvil desbarrancado con el cadáver mutilado. La naturaleza es abrumadora —“La lluvia y el frío interminable” (Fernández Leandro, 2003, p. 3), “el terreno es barrealoso, el frío aprieta y no cesa de llover” (p. 4), “la maraña vegetal” (p. 7)— y, como buena cómplice de los crímenes, la selva de lluvia torrencial oculta a los pescadores ilegales (pp. 3-4), esconde los camiones que saquean madera de las reservas nacionales (p. 7) y descompone los cadáveres descuartizados para que ocultar a los culpables. Además, se sabe de la existencia de “fosas comunes ocultas entre los bananales” (Fernández Leandro, 2003, p. 76), espacios oscuros y tenebrosos donde la naturaleza, en su suprema barbarie, ayuda a ocultar las evidencias de los aberrantes crímenes que atestigua.

Quisiera introducir acá un concepto clave, siempre útil al trabajar los espacios: el cronotopo, del maestro ruso Mijail Bajtín. En su Teoría y estética de la novela (1989), Bajtín define el cronotopo como una “conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en literatura” (Bajtín, 1989, p. 237). Según esta idea, en la literatura se representan, en forma de cronotopos, ciertas conexiones específicas entre lo espacial y lo temporal que existen en la cultura.

En nuestro caso, para el espacio de la selva, la novela Riberas del Averno establece un correlato cronológico vinculado con un tiempo del caos, la irracionalidad y la indeterminación. Desde el inicio, se observa este desorden temporal, pues el texto inicia con el descubrimiento del cadáver mutilado (Fernández Leandro, 2003, p. 5) y cierra hasta el capítulo 15, al inicio de la segunda parte, cuando se revela que el cadáver pertenece, en efecto, a Fausto Mena:

Elvis Silva luce en su muñeca izquierda un rutilante reloj…, propiedad en su momento de Fausto Mena, el cual le fue arrebatado a su dueño momentos antes de que le cortaran las manos. Dos horas antes lo habían ultimado con un balazo en la nuca. (Fernández Leandro, 2003, pp. 89-90)

De manera similar, muchos personajes incurren en divagaciones de la memoria que inducen a confusión sobre la temporalidad del relato. A continuación, ofrezco una lista de los personajes que divagan, en qué consisten sus recuerdos y las ubicaciones correspondientes:

· Capítulo 5 (pp. 26-29): mientras Alba Iris y Fausto van en automóvil al restaurante Bahía, Fausto rememora su historia de corrupción y decadencia, iniciando como agresor político, luego ha pasado por la corrupción política y, tras salir de la cárcel, ingresó al narcotráfico.

· Capítulo 10 (p. 57): historia del Doctor Chalier, narcotraficante de Suerre, recuento de su niñez pobre y su ascenso a comandar las Panteras Negras.

· Capítulo 11 (pp. 68-70): mientras trata de acelerar la transferencia de sus cuentas a Bahamas, Fausto recuerda cuando evitó una guerra entre las pandillas Demonios Azules y Panteras Negras, en 1987.

· Capítulo 17 (pp. 101-102): historia de Muñeca, temible criminal psicopático. Hijo de madre soltera y familia pobrísima; fue peón bananero y de diversas fincas en el área. Una noche se emborrachó y peleó con su mejor amigo hasta matarlo. Acabó en la cárcel en la banda Hijos de Satán.

Nótese que las historias representadas de esta manera caótica son relatos de decadencia moral y corrupción de los personajes. De hecho, no hay historias pasadas de personajes que no sean de degradación moral; hay otras divagaciones mentales que también se dan en personajes corruptos, pero son especulaciones a futuro sobre el escape de Fausto (capítulo 11, pp. 67-71) y la pensión de Santillana (capítulo 12, pp. 73-78).

Como vemos, en el texto de Fernández Leandro no hay un orden para la temporalidad del mal que impera en esta jungla caótica, en la barbarie de la naturaleza irracional. Este es el Averno del monte, del campo, la barbarie. El infierno verde de la selva es el tiempo del caos, de la irracionalidad y espacio de la bajeza, del crimen, de la maldad.

4.2. La corrupción rural

La perspectiva de la novela Riberas del Averno es que el entorno selvático y campesino induce a los “individuos ansiosos de dinero fácil hacia los abismos de la perdición” (Fernández Leandro, 2003, p. 37); en otras palabras, el texto plantea que el espacio configura el carácter moral de las personas, en la línea que criticaba Yolanda Oreamuno en su ensayo “El ambiente tico y los mitos tropicales” (Repertorio americano, 1939, pp. 8-10).

La novela ejemplifica esta correlación entre el entorno selvático y la corrupción rural en múltiples casos, inclusive reafirmados en la onomástica de los personajes, como Augusto Paloque (un gran —augusto— árbol —palo—) o el protagonista Fausto Mena, cuyo nombre remite al legendario brujo medieval que se alía con el demonio para obtener placeres mundanos. Un fragmento de la descripción que elabora el texto sobre Mena revela su ansia “de dinero fácil” y su desprecio por la pobreza y por la condición de trabajador:

Y recuerda aquellos años de juventud, cuando decidió que llegaría a ser un hombre rico, poderoso e influyente. Y rápido. Siempre consideró que su padre y sus hermanos eran unos infelices derrotados; que alquilaban su fuerza de trabajo de finca en finca; laborando como esclavos negros para ricos hacendados qué año con año se volvían más opulentos…, mientras ellos vivían miserablemente en ranchos mugrosos, sin mayores perspectivas de futuro. (Fernández Leandro, 2003, p. 26)

En ese mismo capítulo, la novela amplía el relato de la caída moral de Fausto Mena, su descensus ad inferos de la corrupción. Desde joven, Mena es violento y agresivo, rasgos que le granjean un puesto de guardaespaldas para un importante político, miembro de uno de los partidos gobernantes del país. Estas agrupaciones políticas son conocidas por hacer negocios turbios: contratan empresas de amigos y reparten dineros a fundaciones personales mediante instituciones públicas (Fernández Leandro, 2003, p. 27). Tras una denuncia de corrupción, el partido utiliza a Fausto como chivo expiatorio: lo envían a la cárcel culpado de fraude y, al salir, le dan una recompensa económica. Con el dinero, Mena primero empieza a especular con dólares pero, tras una segunda estadía en la cárcel, decide ingresar el tráfico de drogas en alianza con Augusto Paloque. Ese es el descenso a la inferioridad moral de Mena: primero se vincula con la corrupción política y, luego, este Fausto rural realiza un pacto con el Diablo narcotraficante. Es el último clavo en su propio ataúd.

Pero esta ansiedad “de dinero fácil” que empuja “hacia los abismos de la perdición” no afecta solo a la gente común, pues hasta quienes deben ser agentes oficiales de la ley están comprados y la corrupción abunda en la Policía Técnica Judicial. Esta decadencia está representada en la novela en los malignos agentes Silva y Artavia:

Silva es el más corrompido de los dos, y es muy probable —si no sucede un imprevisto— que quede como jefe regional de lo que en la práctica sería una brigada de exterminio de drogos baratos, traficantes de poca monta, prostitutas callejeras, pobres diablos… En cambio, los traficantes que pueden pagar protección, y las bandas (como los “Panteras Negras”) que se dejen instrumentalizar por ellos, gozarán de total impunidad para delinquir a su gusto y antojo. (Fernández Leandro, 2003, p. 74)

Más adelante hablaremos de los nombres de las pandillas; sobre onomástica ahora señalemos a quien será el jefe regional de la Policía Técnica Judicial, “en la práctica sería una brigada de exterminio de drogos baratos, traficantes de poca monta, prostitutas callejeras, pobres diablos”, el agente Elvis Silva, cuyo nombre es un seudo anagrama de su apellido: la selva indómita que no puede ser civilizada, pues la mueven las fuerzas de la barbarie. Este corruptus in extremis se hace acompañar por el agente Luis Mario Artavia, junto con quien hunde a Puerto Caribe en la degradación, al cobrar por el ejercicio de la ley y decidir quiénes pueden pagar para mantenerse fuera de la cárcel, como Augusto Paloque.

Pero el carácter criminal de estos seudo policías va más allá de la simple venta de protección (Fernández Leandro, 2003, p. 24): estos dos lacras morales no temen ensuciarse las manos. Son ellos dos los encapuchados que matan a los perros guardianes de Fausto Mena y le prenden fuego a la bodega en la finca Madre de Dios, donde Mena guarda la droga. La descripción del incendio revela la asociación con el Maligno: “las llamaradas empiezan a surgir como demonios rojos que brincan y bailan en la noche negra” (Fernández Leandro, 2003, p. 46). La selva caribeña es el escenario idóneo para este pantano moral:

habrá de olvidar (si Dios lo permite) la mierda de tantos años en el “suampo” pletórico de excrementos de la guerra entre policías y hampones, en la cual no se sabe cuál de los dos bandos es más pernicioso para el cuerpo social. (Fernández Leandro, 2003, p. 74)

En efecto, “la justicia había dejado de ser ciega en la llanura atlántica” (Fernández Leandro, 2003, p. 103). Pero la contaminación moral —que es representada en la corruptela policial de Silva y Artavia— es como una enfermedad social que, inclusive hasta en la capital, Ciudad Esmeralda, infecta a aquellos “individuos ansiosos de dinero fácil” y los lanza “hacia los abismos de la perdición”. Recordemos a aquel político nacional, miembro de un partido importante, que estaba involucrado en negocios oscuros, ofreciendo contrataciones a empresas de amigos, mediante instituciones públicas (Fernández Leandro, 2003, p. 27).

Retomando la idea de lo rural como espacio de degradación moral, obsérvese que no es que no haya corrupción en la ciudad —de hecho la hay, pero en mucha menor escala—, sino que la gran escenografía de la novela es el llano y la selva caribeña: este es el escenario de la corrupción, Puerto Caribe. Este país llamado República Esmeralda, cuyo nombre refiere a la joya verde, es valioso pero verde como selva, proclive a la corrupción, a la degeneración, al mal. En este inferos selvático reina una moral inferior, sus pobladores son moralmente inferiores.

4.3. La superstición de los salvajes

Otro rasgo que la novela asigna a la barbarie rural es la superstición, creencias falsas que no se ajustan al concepto de religiosidad que podría existir en un ámbito civilizado. Estas creencias mágicas-religiosas populares están presentes en todo Puerto Caribe, pero se manifiestan con mayor claridad en el personaje del Doctor Chalier, capo narcotraficante originario de Suerre, un gueto negro de la provincia caribeña. Al Doctor Chalier se lo describe con el adjetivo de “mítico” y se le asignan creencias mágicas en un poder sobrenatural que lo protege:

Es un hombre cuarentón, bien parecido, padrote legendario en los contornos y es vox populi que posee poderes mágicos que lo mantienen a salvo de los embates de la adversidad. La prueba es que nunca ha sido arrestado, a pesar de las surrealistas cantidades de droga que trafican el ámbito regional… Suerre, su ambiente natural, es tierra de “candombles” [sic] y de danzas de negros a la luz de la luna. (Fernández Leandro, 2003, pp. 58-59)

Señalemos inicialmente que no existe tal cosa como “candomble”, así con esa grafía; lo más cercano a esta palabra es la religión sincrética brasileña del candomblé, hibridación entre el catolicismo y la religión yoruba, traída a América por los negros africanos esclavizados por los portugueses durante la Colonia. El uso de esa palabra mal escrita y sin corrección de errata, evidencia un menosprecio intencional por la creencia sincrética popular, el candomblé, y lo mismo se extrapola del comentario “danzas de negros”, como si fueran actitudes supersticiosas, salvajes e incomprensibles para la civilización urbana blanca.

Ahora bien, la protección sobrenatural otorgada por deidades sincréticas con la que es favorecido este personaje nos ofrece una interesante arista interpretativa. El Doctor Chalier hace referencia a François “Papa Doc” Duvalier (1907-1971), legendario dictador haitiano de 1957 a 1971, famoso por su violencia, opresión y torturas. En un principio es clara la relación por similitud fonética entre los nombres de ambos personajes —Doctor Chalier y “Papa Doc” Duvalier—, pero el vínculo conceptual se extiende al ámbito mítico, cuando se dice del narcotraficante de Suerre que era “vox populi que posee poderes mágicos que lo mantienen a salvo de los embates de la adversidad”. Y es que el tirano “Papa Doc” Duvalier apoyaba parte de su poder simbólico sobre el pueblo de Haití en la creencia de que tenía poderes vudú, que lo protegían mágicamente de cualquier daño.

Luisa Fernanda Arango Sánchez (2016) en su artículo “Magia y totalitarismo: el uso del vudú como cohesionador social y herramienta de control político durante el régimen totalitario de François “Papa Doc” Duvalier en Haití (1957-1971)”, expone:

Duvalier logró afianzar la creencia de sus poderes sobrenaturales en la comunidad esparciendo los rumores de que él mismo era un bòkò, esto es, un sacerdote con los conocimientos y la capacidad de crear zombis. Este rumor sembró el pánico en todas las esferas sociales ya que la imagen del zombi era el máximo símbolo de retorno a la esclavitud, a un estado de no conciencia y de servilismo obligado. (p. 33)

Como se puede observar, es clara la relación entre los dos personajes pues ambos sostienen gozar de una protección sobrenatural, de origen vudú, por un lado, y de origen yoruba, por otro. Adicionalmente, el candomblé asociado con Doctor Chalier es una religión sincrética de origen yoruba, igual que el vudú haitiano, creencia en la que apoyó su reinado de terror el monstruoso dictador “Papa Doc” Duvalier. Y esa misma leyenda sobre la protección otorgada por un poder sobrenatural, no casualmente aparece también en el clásico Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, atribuido justamente a la “Devoradora de hombres”: mujer primitiva, dominadora de llanos, conquistadora de seres humanos y bruja sincrética, representante arquetípica —junto con Facundo Quiroga— de la barbarie americana que tenía un pacto con el diablo, su “Socio” para que la protegiera de confabulaciones enemigas (Gallegos, 2021, p. 153).

El otro ejemplo clave acerca de las creencias populares calificadas como supersticiones tiene que ver con la religiosidad indígena costarricense. Pese a ser de ascendencia africana y a establecer la etnia dominante como negra, la novela expone:

Doc Chalier… no pasa de ser un creyencero animista [énfasis añadido] y mesiánico que espera un Juicio Final en el cual el Gran Sibú aniquilará al poder blanco y mestizo, para entronizar la maravillosa aurora del gobierno de los negros y los mulatos. (Fernández Leandro, 2003, p. 68)

Según el Diccionario de mitología bribri (2003), de Carla Jara y Alí García Segura, Sibú o Sibö̀ es el dios y eje central de la religiosidad talamanqueña —boruca, bribri, cabécar, teribe—, divinidad suprema que ofrece:

los códigos de comportamiento para la vida en general, que se derivan y explican por medio de lo que hizo Sibö̀ antes de crear la semilla de maíz origen de los indígenas: cómo vivió, cómo organizó el mundo en que vivimos. (Jara y García Segura, 2003, p. xii)

Como se puede observar, Sibú es en efecto una divinidad fundamental en el sistema mítico-religioso de varios pueblos indígenas centroamericanos, cuyas raíces se remontan al pasado prehispánico. No obstante, el texto de Fernández Leandro devalúa estas creencias religiosas mediante el uso de la fórmula retórica “no pasa de ser un creyencero animista”, frase que evidencia un claro tinte despectivo hacia las religiones indígenas, por parte de la novela.

Así, Riberas del Averno califica las creencias de esta región selvática y rural como agüizotes y supercherías de pueblos irracionales. Y esta visión se fortalece en la novela cuando se expone otras formas de creencias populares que también son descalificadas como supersticiones y agüeros, propios de la barbarie. Expone el texto sobre la mala fortuna de Jairo Herdocia, un empobrecido policía:

Las cosas se fueron poniendo tan feas, que Herdocia ha pensado no pocas veces en la posibilidad de que alguna de sus ex mujeres —sedienta de venganza— le haya mandado echar el “mal de ojo”, hechicería por lo demás harto frecuente en un ambiente cargado de supercherías y animismo. En las aceras, abastecedores y cantinas de Puerto Caribe y lugares aledaños es común ver gentes cargando amuletos contra el “mal de ojo”, “la muerte amarilla”, “el demonio de las olas” y algunas otras desgracias reales o imaginarias que en el mundo existen. (Fernández Leandro, 2003, pp. 120-121)

Así, en esa ribera del Averno que es Puerto Caribe, predominan las creencias en brujas y hechicerías, en duendes y demonios, desde el ámbito de la vida o la muerte, como ese mal de ojo hasta trivialidades como agüizotes futboleros “Enterraron muñecas degolladas y hatos de huesos de gallina en el terreno de juego, y el equipo local logró un par de victorias resonantes” (Fernández Leandro, 2003, p. 121). No son religiones, sino supercherías y falsedades. En la selva y el monte, predomina la superstición de los salvajes. Este inferos está subyugado por supersticiones, no por religiones: las creencias de sus pobladores son inferiores.

4.4. El problema étnico

Finalmente, el último sesgo ideológico que presenta la novela en relación con la barbarie y la naturaleza es el problema étnico: todos los personajes protagónicos corruptos son morenos, mestizos, mulatos, cholos, chinos indígenas o negros: el corpulento y moreno Fausto Mena, la sensual morena rompe hogares Alba Iris, la empleada indígena que satisface sexualmente al moreno bigotón de Santillana, los mestizos Silva y Artavia, el moreno Augusto Paloque y el narcotraficante negro Doc Chalier. Todas las etnias no blancas son proclives a la corrupción y decadencia. Veamos esta este intercambio entre el Doctor Chalier, Silva y Artavia:

—Ustedes los mestizos no saben vivir —interviene Doctor Chalier—. Se van a los extremos: o andan rodando de caño en caño; o se aferran a la terapia de alcohólicos anónimos como última tabla de salvación.

Por las mentes de Artavia y Silva cruzan imágenes de negros tirados en las aceras y cantinas de Puerto Caribe, consumidos hasta el hueso por la adicción al “crack” fulminante, cuyo consumo se ha extendido como alentado por el mismo demonio. También piensan en esas negras otrora despampanantes que hoy por hoy alquilan su sexo, enloquecidas y enflaquecidas, al primero que aparezca con tal de conseguir la ansiada “piedra”. (Fernández Leandro, 2003, pp. 61-62)

El Gran Sibú aniquilará al poder blanco y mestizo, para entronizar la maravillosa aurora del gobierno de los negros y los mulatos. (p. 68)

Silva y Artavia son mestizos; Chalier es negro. Nótese que los mestizos están del lado de la ley, pero se corrompen; los negros son narcotraficantes o son víctimas de las drogas: culpables, en ambos casos, de la propia destrucción de su provincia y su grupo étnico. Como se puede observar, en la novela de Fernández Leandro, las categorizaciones étnicas son abiertas y contundentes. Ante estos comentarios tan claramente segregacionistas decidí hacer un recuento de las veces que aparece cada mención a grupos étnicos y estos son los resultados.

La categoría de ‘mulatos’ aparece seis veces (Fernández Leandro, 2003, pp. 31, 68, 104, 107, 109), referida en cinco ocasiones a mujeres prostitutas. La categoría de ‘morenos’ aparece seis veces (pp. 14, 76, 90, 107, 113, 114), referida principalmente a indígenas (tres veces) y mestizos (dos veces), como Santillana y Herdocia, y en una ocasión como atributo de una prostituta mulata. La categoría de ‘indios’ aparece una vez nada más (p. 77), referida a la empleada doméstica Graciela; no se usa categorías como ‘indígena’ o ‘aborigen’. La categoría de ‘mestizos’ aparece dos veces (pp. 61, 68), utilizada por Doc Chalier, como vimos más arriba. La categoría de ‘chinos’ aparece solo una vez (p. 127), referida al traficante de mujeres Fu Lin y en cuyo Hotel Shangai tiene lugar la reunión de capos y narcotraficantes de Puerto Caribe. La categoría de ‘blancos’ aparece seis veces (pp. 64, 68, 121, 122, 127), referida al carácter de poder del blanco —ley, dios— y solo una vez a las mujeres blancas traficadas por Fu Lin.

La categoría de ‘negros’ aparece 35 veces, pero esta es la peor categorización, pues la enorme mayoría de estas menciones étnicas viene acompañada de marcas despectivas. Únicamente hay ocho menciones no despectivas sobre los negros: “estibador negro” (Fernández Leandro, 2003, p. 15), “escritor negro” (p. 57), “el negro Chalier” (p. 68), “el gobierno de los negros y los mulatos” (p. 68), “negros amigos de los gringos” (p. 83), “una señora negra” (p. 118), “la señora negra” (p. 122) y “un bar de negros” (p. 152).

Por oposición, en 27 ocasiones el narrador expone calificativos como: “esclavos negros” (Fernández Leandro, 2003, p. 26), “negro creyencero” (p. 34), “pobreza negra” (p. 57), “narcotraficante negro” (p. 57), “mucama negra” (p. 57), “candombles y de danzas de negros” (p. 59), “negros tirados en las aceras” (p. 61), “maldito negro” (pp. 63, 68), “negros y míseros marginales” (p. 64), “en una cárcel de la Florida, rodeado de negros y chicanos” (p. 83), “un negro cínico y taimado” (p. 154). En seis momentos se habla de la pandilla criminal llamada las Panteras Negras (pp. 64, 67, 68, 70, 74, 93). En seis ocasiones se refiere a las negras como prostitutas (pp. 62, 102, 106, 138, 139, 152), la última de las cuales señala, animalizando a las mujeres, “un putero de negras pura calidad —carne de exportación—” (p. 152); además, hay un caso de negros prostitutos (p. 121).

Adicionalmente, los nombres de las pandillas de criminales son abiertamente integradas por grupos étnicos específicos, como las Panteras Negras, o bien sabemos de ellas porque algún miembro mestizo forma parte de ellas, como Barbilindo que dirige a los Demonios Azules (Fernández Leandro, 2003, p. 68), o “Muñeca” que se une a los Hijos de Satán en la cárcel (p. 102). Obsérvese que los nombres de las pandillas se relacionan con entidades malignas —Demonios, Satán— o con animales, lo cual los vincula con la naturaleza salvaje que domina en el monte. Inclusive, en la reunión de capos para repartir el territorio, Augusto Paloque bromea con su condición de bárbaros cuando detiene una leve trifulca argumentando: “pongámonos de acuerdo como gente civilizada que somos” (Fernández Leandro, 2003, p. 131).

Así, como es trágicamente notable, para la novela de Fernández Leandro, entre estos negros y mulatos, indios y mestizos, chinos y cholos, campea a sus anchas la barbarie de la destrucción, la corruptela y la decadencia moral y humana, en total consonancia con la visión civilizatoria en que se inscriben Sarmiento, Gallegos, los ilustrados,16 los ideólogos europeos del colonialismo y estadounidenses del Destino Manifiesto:17 la gente de piel oscura está más cerca de los animales, salvajes y naturales, y es deber de los blancos el llevarlos a la civilización. Este inferos está poblado por etnias inferiores, sus pobladores son étnicamente inferiores.

Hemos visto, entonces, el tiempo del caos y el crimen que imperan en este espacio del monte, el llano y el campo, esta selva maligna y la corrupción rural que genera, las supersticiones de los salvajes y el problema étnico de estas sociedades que tienden al mal. Procedamos ahora a estudiar el espacio de la ciudad, y el tiempo de la ley y el orden.

5. La justicia urbana (La Santa Luz civilizatoria en la novela)

Digamos inicialmente que la novela no ofrece la misma relevancia a la construcción de la ciudad en tanto espacio antagónico de la barbarie, como el que dedica a la naturaleza. Mientras el campo/selva/monte protagoniza 23 capítulos, solo tres capítulos transcurren enteramente en la ciudad, en tres capítulos es mencionada para ofrecer la esperanza de justicia y en otros dos capítulos tiene injerencia activa en la resolución de conflictos, pese a que transcurren en áreas rurales: el 26 en Puerto Caribe durante la captura de los corruptos y el epílogo en La Virgen, frontera norte, cuando arrestan a Silva. Revisemos pues, a continuación, la imagen de la ciudad y de lo urbano en Riberas del Averno.

5.1. Un Santos Luzardo bastante iluminado, pero no tan santo

En el desarrollo de la novela, el primer ejemplo de civilización racional que se nos presenta es el personaje de Reyes. Inicialmente, a finales del capítulo tres, se lo describe como alguien estudiado pero que no es idóneo para trabajar en Choltapa (Fernández Leandro, 2003, p. 18). Luego, el texto dedica enteras las dos páginas del capítulo cuatro a ofrecer un poco de la historia del personaje: su origen relativamente pobre, su destreza intelectual en la educación formal, sus estudios de Derecho en la Universidad Central de la ciudad capital, su ingreso a trabajar en la Policía Técnica Judicial y el reconocimiento que recibe por su desempeño (pp. 21-22).

En los capítulos siguientes, es apenas tangencial su presencia y será hasta el capítulo 18 cuando cobra protagonismo, para relacionarlo con el ejercicio racional y ético de la labor policíaca. En ese momento del texto, el agente Reyes revisa el informe de medicatura forense sobre el cadáver: en el país no se hacen análisis de ADN, por lo cual se recomienda traer un técnico formado en Holanda. Ante esto:

El agente Reyes se entusiasma con la idea de una investigación realizada como Dios manda; desarrollada con los más avanzados instrumentos criminológicos. Pero al leer el informe presentado en tiempo récord por sus colegas Artavia y Silva, ve frustradas una vez más sus aspiraciones de lograr un enfoque científico en la lucha contra la delincuencia. (Fernández Leandro, 2003, p. 111)

Notemos, en principio, que se trata de un personaje de origen urbano, enviado a un entorno rural de naturaleza salvaje, por lo cual él representa la intromisión de la ciudad, de la civilización en medio de la barbarie del monte. Él es el único a quien interesa realizar un análisis científico, racional, de la evidencia obtenida del crimen para obtener resultados y, por esas mismas intenciones de investigar ética y racionalmente, los policías rurales y corruptos desconfían del citadino Reyes.

Reyes sospecha corrupción porque Artavia y Silva cierran el caso; no obstante, decide que no desea investigar pues teme por su vida y piensa renunciar apenas se pensione Santillana y Silva sea nombrado jefe. En efecto, si bien Reyes representaba la presencia de la luz civilizatoria en medio de la morena naturaleza indomable, abandonará su actitud civilizatoria por miedo y claudicará ante la barbarie. Como remate de su caída, cuando llega la indígena Graciela a buscar a Santillana, Reyes intenta seducirla y, pese a las negativas de ella,18 acaba teniendo relaciones sexuales con ella (Fernández Leandro, 2003, pp. 115-116).

De modo que Reyes, el incorruptible intelectual urbano, enviado de la civilización para frenar la rampante barbarie de la corrupción en la selva atlántica, ha sucumbido a las animales pasiones de la carne y al miedo ante la naturaleza primitiva y salvaje de los criminales. En efecto, ese Santos Luzardo puede ser bastante iluminado por su búsqueda de las luces de la razón, pero su santidad tiene el límite del deseo sexual. De cualquier manera, el citadino idealista Reyes es la representación de lo urbano en la selva de Puerto Caribe: inicialmente es la chispa de luz que busca cambiar las cosas, pero se verá derrotado ante la selvática oscuridad y la degeneración de la región atlántica. Será solo al final, cuando la urbe tome cartas en el asunto, que se puede poner freno a la rampante degradación de la barbarie montañosa del país.

5.2. La Ciudad de Dios

Sobre la presencia de la ciudad, decíamos que tres capítulos transcurren enteramente en un ámbito urbano, aunque no siempre inspirador: la historia de Reyes (capítulo 4), la liberación de Paloque (capítulo 6) y, por último, la reunión de Alba Iris con la abogada, seguida de la denuncia ante Asuntos Internos (capítulo 23). Ya habíamos dicho que existen algunos visos de corrupción en la ciudad: no es que no haya corrupción del todo en la ciudad —hay pandillas en las cárceles, está la corrupción que libera al criminal Paloque y el decadente cabaret—, sino que el escenario de la corrupción es la selva caribeña, mientras que la solución del conflicto moral emana de lo urbano: de la ciudad proviene el orden racional, la justicia y el castigo para los criminales.

En ese sentido, en tres capítulos la ciudad es mencionada para ofrecer la esperanza del imperio de la ley y el orden: de la ciudad viene el informe forense que pretende esclarecer el asesinato con métodos científicos (capítulo 18), el consejo del relojero Aued a Alba Iris para consultar con la abogada urbana (capítulo 21) y el periodista que anuncia el escándalo y la redada para capturar a los corruptos (capítulo 25). Finalmente, serán solo dos capítulos en los que la ciudad tiene injerencia activa en la resolución del conflicto, pese a que transcurren en áreas rurales: en las redadas de las oficinas de la P.T.J. para obtener evidencia y en la finca de Madre de Dios para capturar a los corruptos (capítulo 26) y, en el Epílogo, en el pueblito de La Virgen, en la frontera norte, cuando arrestan a Silva mediante una operación encubierta.

Me interesa ahora retomar el título pues, si la selva es el Averno, por oposición entonces lo urbano será lo celestial. El bien, la virtud, la ley y el orden racional encontrarán su espacio en la ciudad. Y, sin duda, esta imagen remite a la figura ya clásica de la Ciudad de Dios, propuesta por San Agustín de Hipona. Recalquemos que esta convocatoria de la perspectiva religiosa viene realizada por la propia novela, pues el título relaciona la selva con el Infierno y todo el texto vincula el campo con la maldad, la corruptela y la degradación.

Ahora bien, el título original del texto agustino es De civitate Dei contra paganos (La ciudad de Dios contra los paganos) y la categoría de lo “pagano” viene del latín pagānus, que significa ‘aldeano’ (derivado de pagus, ‘aldea’), por alusión a la resistencia del medio rural (de rus, campo) a la cristianización (Real Academia Española, s.f., definición 1). El intertexto es claro: la región natural, rústica, tiende al paganismo, a la superstición, al crimen y a la falta de orden, mientras que la ley de Dios, la justicia suprema y el orden sagrado residirán en la Ciudad Celestial. Expone el teólogo de Hipona sobre la justicia de Dios: “Él, en quien se halla la virtud consumada, y la más encumbrada sabiduría y la perfecta justicia; Él, en quien no hay rastro de debilidad alguna, ni de precipitación, ni de injusticia.” (San Agustín, Libro XX, Capítulo II, párr. 3).

En esa misma línea, la Ciudad Esmeralda —nótese la referencia a la ciudad ideal gobernada con máxima justicia por El maravilloso mago de Oz, en la novela de Frank Baum— es el espacio que ofrece refugio, consuelo y justicia a la desamparada Alba Iris Arriola, viuda “impropia” de Fausto Mena.

Inicialmente, la joven se encuentra en otro mundo, ante una “elegante residencia… amueblada con un gusto refinado, lo cual hace que Alba Iris se siente una roma campesina sin estilo” (Fernández Leandro, 2003, p. 145). El choque cultural es totalmente radical pues la abogada es “una mujer alta y bien vestida… Alba Iris se siente un tanto cohibida. Se encuentra ante un tipo de mujer exitosa: como las de la televisión” (p. 146). Este mundo de riqueza, hermosura y elegancia es, además, el centro de la justicia y rectitud moral:

Ahora vamos a ir al departamento de Asuntos Internos de la P.T.J. a poner la denuncia. Le recomiendo que sea clara y concisa. El jefe de ese departamento es una persona muy recta y no le gustan las ambigüedades… La licenciada Aued —que es una mujer de armas tomar— ya tenía la cita hecha con el jefe departamental; fueron recibidas cordialmente en su despacho. Un hombre bastante joven y apuesto, el señor Guzmán. Allí le explicaron la situación con lujo de detalles y le entregaron el reloj para que sea examinado por los peritos del organismo judicial. (Fernández Leandro, 2003, pp. 147-148)

Según se observa, el entorno urbano rebosa de toda virtud imaginable —opulencia, belleza, clase—, además de una incorruptible justicia, del imperio de la ley y el orden: este es el idealizado ámbito urbano de la Ciudad de Dios. Esta imagen de la ciudad y lo urbano como portadores de justicia y orden se refuerza en los capítulos finales de resolución de los conflictos: en el penúltimo capítulo, el periodista de la ciudad llega a anunciar, como un Arcángel Civilizatorio, la venida de la Justicia Urbana a la ruralidad corrupta; en el capítulo final, Silva y Artavia llegan a la finca de Madre de Dios para matar a Alba Iris, pero son detenidos por los policías urbanos de Asuntos Internos; y en el epílogo, en la remota y rural frontera norte, el fugitivo Silva es capturado: “afuera lo espera una ‘perrera’ [una patrulla] de la P.T.J. expresamente enviada desde la capital [énfasis añadido]” (Fernández Leandro, 2003, p. 167): la Ciudad de Dios alcanza a detener el mal hasta en las fronteras más recónditas del Averno rural.

5.3. Descensus ad inferos rural / Ascensus ad superos urbano

En las líneas finales de este estudio, exploraremos los viajes en la novela Riberas del Averno. Propiamente dichos, en el texto no se ven mayores desplazamientos que algunos menores y cuyos resultados no son los deseados. Es inútil el viaje a Isla Sierpe de Fausto y Marielos para salvar su matrimonio (Fernández Leandro, 2003, pp. 9-12), y el viaje de escape de Fausto y Alba Iris se anhela, pero nunca se concreta.

Sin embargo, sí acontecen dos particulares cambios entre espacios: el traslado de la ciudad al campo, en busca de trabajo, por parte del agente Reyes; y el traslado del campo a la ciudad, en busca de justicia, por parte de Alba Iris Arriola. Siguiendo las claves de interpretación que hemos venido elaborando para la novela, respectivamente, se trata de un descensus ad inferos rural y de un ascensus ad superos urbano. En relación con este aspecto, quisiera retomar una reflexión de San Agustín:

No puede gobernarse un Estado sin justicia. Porque donde no hay justicia no puede haber tampoco un Derecho. Lo que se hace según Derecho se hace con justicia. Pero lo que se hace injustamente es imposible que sea según Derecho. Y no podemos llamar Derecho ni tenerlo como tal a las injustas determinaciones de los hombres, siendo así que estos mismos hombres sostienen que el Derecho dimana de la fuente de la justicia… Así que donde no hay verdadera justicia no puede haber una multitud reunida en sociedad por el acuerdo sobre un Derecho… Ahora bien, si el Estado (res publica) es la empresa del pueblo, y no hay pueblo que no esté asociado en aceptación de un Derecho, y tampoco hay Derecho donde no existe justicia alguna, la conclusión inevitable es que donde no hay justicia no hay Estado. (San Agustín, Libro XIX, Capítulo XXI, párr. 1)

Desde la perspectiva de San Agustín, entonces, para que exista Justicia debe haber Derecho y, en ese sentido, los abogados son necesarios para que la Ciudad de Dios se manifieste en su plenitud. Y me interesa este comentario del teólogo de Hipona porque ambos traslados ciudad/campo y campo/ciudad involucran justamente a dos personajes vinculados con el Derecho y, por consiguiente, con la Justicia: el agente Reyes y la abogada Aued. Esquematicemos los desplazamientos entre ambos espacios:

· El descensus ad inferos rural: el estudiante de Derecho Jorge Reyes debe trasladarse a Puerto Caribe y este cambio de espacio lo degrada, pues abandona su actitud ética y racional, para sucumbir al miedo y al deseo erótico animalizado. Reyes pasa de la Ciudad de Dios al Averno rural de la naturaleza, con espacios físicos deteriorados, como las instalaciones de la policía (Fernández Leandro, 2003, p. 13).

· El ascensus ad superos urbano: Alba Iris Arriola se traslada a Ciudad Esmeralda para entrevistarse con la abogada Aued, en busca de justicia por el asesinato de Fausto Mena; la joven ingresa a un mundo de progreso económico, de elegancia arquitectónica y belleza física, con rectitud moral, legalidad y orden social. Arriola va del Averno rural de la barbarie a la racional y civilizada Ciudad de Dios.

De nuevo, entonces, como hemos comentado reiteradamente, en la novela de Fernández Leandro, por oposición, si la selva es el Averno de la barbarie y la naturaleza, lo urbano será lo Celestial y la racionalidad. De manera, entonces, que los intercambios de espacios van, uno desde lo celestial a lo demoníaco, el descensus desde la urbe incorruptible ad inferos rural, y el otro va en ascensus desde lo corrupto y degradado ad superos urbano, justo y civilizado.

Retomando la correlación espacio temporal del cronotopo, si en el espacio de la selva tenemos un tiempo del caos y el crimen, de la irracionalidad y la barbarie, para el espacio de la ciudad, tendremos un tiempo de la ley y el orden. Observemos la rigurosa disciplina temporal que se ejerce en la Policía Técnica Judicial:

Ahora vamos a ir al departamento de Asuntos Internos de la P.T.J. a poner la denuncia. Le recomiendo que sea clara y concisa. El jefe de ese departamento es una persona muy recta y no le gustan las ambigüedades… La licenciada Aued —que es una mujer de armas tomar— ya tenía la cita hecha con el jefe departamental. (Fernández Leandro, 2003, pp. 147-148)

Como vemos, entonces, en la novela Riberas del Averno, son claras las conexiones específicas entre lo espacial y lo temporal del cronotopo de la ciudad: un tiempo regular, del orden urbano y racional, propio de la sacralidad ritual de la Ciudad de Dios. Esta temporalidad rigurosamente ordenada de la ciudad se opone al tiempo del caos y la irracionalidad, de la indeterminación y el crimen que, según vimos en el apartado anterior, imperan en el espacio del monte, el llano y el campo: aquella selva maligna impregnada de corrupción rural, enmarcada en las supersticiones de los salvajes, miembros de etnias que tienden atávicamente al mal.

6. El triunfo de la civilización (Conclusiones sobre el conflicto en la novela)

Si bien en la novela policíaca el detective simboliza el triunfo de la civilización racional moderna sobre la barbarie criminal, en el texto de Fernández Leandro esta victoria se representa, más bien, en el triunfo de la civilización policíaca y racional de la ciudad, sobre la barbarie criminal de la selva. De manera que, más que detectivesca, podríamos calificar a Riberas del Averno como una novela criminal, pues se centra en retratar los espacios de degradación moral de la sociedad y dicha espacialidad está ubicada en la naturaleza, el campo, el monte, la selva.

Continúa, sin embargo, la novela esta tradicional estructuración de la espacialidad latinoamericana, dicotomía articuladora entre ciudad y campo, entre civilización y barbarie, categorizadas moralmente en este texto policíaco entre bien y mal, la Ciudad de Dios y la Selva del Averno. Establece con claridad el texto de Fernández Leandro los correspondientes cronotopos de la civis y la rus: por un lado, la ciudad presenta un tiempo regular, de ley y orden, el cual se opone a la temporalidad del caos, el crimen y la irracionalidad, en el espacio del monte, el llano y el campo.

Como futuras líneas de investigación, sugería un colega que podría ser pertinente explorar cómo se inserta la novela en la historiografía literaria costarricense, desde el punto de vista de esos sesgos ideológicos sobre la ruralidad y sus habitantes. La recomendación resulta interesante si consideramos especialmente que, desde sus inicios, la literatura nacional ha tendido a ensalzar la vida idealizada y bucólica del campo, en los textos de Magón y la Generación del Olimpo, en oposición a la corruptela urbana, como lo hace Carlos Gagini en Don Concepción. Y esto se contrapondría curiosamente con la dureza de la vida campesina retratada por la Generación del Repertorio Americano, donde la selva se vuelve casi enemiga del ser humano. Como digo, es una idea interesante pero se trata, a todas luces, de otra investigación totalmente distinta, la cual quedará para que la elaboren futuros estudiosos.

En resumen, entonces, la novela Riberas del Averno establece una afirmación ideológica del sistema legal y espacial tradicional: la gobernanza justa se ejerce en la urbe, el centro purifica a la periferia, la racionalidad organiza el caos, el crimen y la corrupción serán derrotados por la ley y el orden. La ley emana de la Ciudad de Dios para controlar a la Selva del Averno; la civilización es benévola, la barbarie, maligna. La ley sagrada se impone al infierno verde.

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Notas

1 Considero cierto, sin embargo, que en América Latina se relativizan los consabidos de la novela policíaca, pero no por la infiltración de criminales en el poder judicial, sino por nuestra compleja historia política: las múltiples dictaduras y gobiernos militares establecieron regímenes legales que criminalizaban cualquier tipo de disidencia y, en ese sentido, los límites entre el oficial de la ley y el criminal se problematizan, se invierten y confunden. Ejemplo clave es El beso de la Mujer Araña, de Manuel Puig, en que el oficial interrogador y torturador se vincula con la víctima torturada. No digo que el texto de Puig sea un policíaco, sino que la definición de lo legal y lo criminal en América Latina ofrece complejidades que no se ven en otros espacios y aún están por explorar.
2 La queja ilustrada contra el pensamiento mítico es selectiva, pues ataca solo al catolicismo y deja libres otras formas de mitificación, como ciertas variaciones del cristianismo protestante o la famosa masonería.
3 Simón Bolívar ofrece un breve ejemplo en su Carta de Jamaica, de 1815: “«Tres siglos ha… que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana” (Bolívar, 1983, pp. 98-99).
4 Fernández Retamar cita “Raza e historia”, de Lévi-Strauss, incluido en Raza y cultura (2015).
5 Esta línea de Martí ha sido extensamente comentada. Particularmente, Roberto Fernández Retamar (2016), en “Algunos usos de civilización y barbarie” (p. 273), comenta el giro decolonial en Martí. Lo anterior en la medida en que, desde la perspectiva de Martí, el conflicto Civilización / Barbarie se trata, en realidad, de un falso problema y, como tal, solo se resuelve “saliéndose” del problema para observar la falsa oposición desde fuera y reconocer que las opciones en realidad no son antagónicas: el conflicto real es entre las actitudes europeizante o de fascinación por lo estadounidense y la explotación de los elementos naturales de nuestra América.
6 No es mi intención ahondar acá en este argumento, pero es un estudio que llevo en ciernes: ciertas ciudades de América Latina —San José es uno de los ejemplos más claros— han demolido o intervenido cientos de edificios antiguos por considerarlos vinculados al Antiguo Régimen, orden estéticamente “bárbaro”, de corte medieval o barroco. Y estas intervenciones arquitectónicas han buscado construir edificaciones consideradas “modernas”, “civilizadas”, en consonancia con los proyectos de orden y progreso emanados de la ilustración europea. Espero dedicar en el futuro más tiempo a confirmar esta propuesta.
7 Ya desde 1872, José Hernández en su Martín Fierro criticó abierta y severamente el trato inhumano que los liberales (llamados ‘unitarios’, en la Argentina), partido político de Sarmiento, daban a los gauchos e indígenas. En efecto, el mayor representante de la literatura gauchesca es justamente un defensor de aquello que los ilustrados civilizatorios denominaban “barbarie”. Véanse como ejemplo los cantos II y III del Martín Fierro (Hernández, 1894, pp. 18-39).
8 No quiere esto decir que dicho conflicto no haya funcionado en Costa Rica como articulador cultural de múltiples y diversas maneras, más allá de lo literario. Como mencionábamos, por ejemplo, la dicotomía progreso / retraso fundamenta toda la inversión estatal en la Segunda República, a partir de 1949, demoliendo los edificios de la Primera República (por retrógrada, anquilosada, arcaica, casi medieval, en resumen, “bárbara”) en busca de una modernización del Estado y de la organización social del país, no casualmente amparada bajo el ala norteamericana de la de Alianza para el Progreso, del presidente John F. Kennedy.

Por último, el liberalismo, neoliberalismo y el capitalismo tardío se sostienen ideológicamente mediante la desvaloración simbólica de todo lo que no sea capitalismo neoliberal —el ecologismo, por ejemplo—, calificándolo como atraso, subdesarrollo, conservadurismo y barbarie. Para fundamentar lo anterior, puedo citar al ex presidente de Costa Rica, Óscar Arias, quien argumentó en 2007 a favor del progreso que traería el TLC con EE. UU. y acusó de arcaicos a quienes defendían la naturaleza, pero las palabras del presidente Rodrigo Chaves en 2024 son elocuentes para demostrar que la dicotomía Civilización / Barbarie sigue muy vigente en la actualidad:

hay gente que piensa que pondrá recursos de inconstitucionalidad por cualquier cosa que huela a desarrollo en esa zona [de Limón]. Nosotros no… se lo vamos a dejar a la fauna y que el ser humano no tenga la oportunidad de generar prosperidad con eso… dicen que hay que dejárselo a los monitos y no señor, tampoco es así. (Chaves, como se citó en Arrieta, 2024, párr. 4)

9 De hecho, hay un triángulo amoroso en Riberas del Averno —la novela que nos ocupa— que recuerda este clásico del costumbrismo nacional. Más adelante explicaré la susodicha infidelidad, cuando reseñe la diégesis del texto.
10 La simpleza al reelaborar los nombres de la división política nacional es observada por Benedicto Víquez: “los nombres sufren cambios pero fácilmente se constata que se trata de Costa Rica, Puerto Limón” (Víquez Guzmán, 2010, párr. 16). Esto es parte de la poca elaboración literaria que acusa el desaparecido filólogo costarricense en esta novela de Fernández Leandro.
11 El triángulo amoroso entre Fausto Mena, su esposa Marielos Zárate y la amante Alba Iris Arriola, recuerda bastante al clásico del costumbrismo nacional “La propia”, de Magón, y su triángulo entre Ñor Julián Oconitrillo, Micaela y María Engracia. A este me refería. La mayor diferencia radica en que Alba Iris en efecto está enamorada de Fausto, contrario a María Engracia que abandona a Ñor Julián; sin embargo, esa traición al tagarote encuentra otro correlato en la novela de Fernández Leandro, en la fuga de la amante de Róger Santillana, Graciela, con el agente Reyes.
12 De hecho, según algunos lectores, el texto de Fernández Leandro podría categorizarse como una “narconovela”, pese a que dicha categoría remite mayoritariamente a las telenovelas sobre narcotraficantes, como Escobar: el patrón del mal, de Caracol, o Narcos, de Netflix, en vez de literatura sobre narcotráfico. Considerar la posibilidad de que Riberas del Averno sea una “narconovela” podría tener fundamento en la medida en que el texto relata bastante las tragedias del narcotraficante, aquello que el guitarrista Glenn Frey llamó “Smuggler’s Blues” en la teleserie Miami Vice. Es una hipótesis interesante que cabría explorar en investigaciones posteriores, para establecer relaciones del texto costarricense con la tradición de Élmer Mendoza o Gonzalo Martré. Sin embargo, dado que mi enfoque se relaciona con la vigencia del conflicto Civilización / Barbarie y su representación ideológica en la novela costarricense del siglo XXI, es claro que tal abordaje no es pertinente.
13 Solo de la tercera novela, Retorno a Palenque (1999), dice Benedicto Víquez Guzmán (2010): “a pesar de seguir la misma estructura de la anterior, lineal, causal, típica del realismo crítico, es a nuestro entender, de mayor alcance literario” (párr. 12).
14 No estoy seguro de que este sea un subgénero claramente establecido en la literatura costarricense, pero encuentra toda una tradición que incluye obras como El emperador Tertuliano y la Legión de los Superlimpios o la saga de Palenque del propio Fernández Leandro. Víquez Guzmán (2010) habla de una “generación ecologista” (párr. 7) pero esa nomenclatura, en mi opinión, es muy atomista y yo preferiría enmarcarlo en la línea postmoderna, tan desencantada de las instituciones y proyectos sociales de izquierda y, sin embargo —tal vez hasta contradictoriamente—, la primera en experimentar con los modelos policíacos, detectivescos y negros.
15 Convenientemente, la reseña omite el contexto rural de la novela. Este silencio, creo, tiene que ver con los modos retóricos políticamente correctos de la sociedad costarricense de sesgo postmoderno, normalizados durante las primeras décadas del siglo XXI: se mantienen los prejuicios y las discriminaciones, pero se las oculta al enunciarlas.
16 Pese a que en las academias occidentales sigue existiendo un culto acrítico a la Ilustración, es innegable el sesgo patriarcal y racista que existía en los ilustrados: era la Declaración universal de los derechos del hombre (no de la mujer), de 1789, y seguían siendo coloniales y racistas, como evidencia el cuadro “El triunfo de la civilización”, de Jacques Réattu, de 1793 (Kunsthalle de Hamburgo, Alemania). Activistas como Olympe de Gouges, por ejemplo, murieron por cuestionar el carácter patriarcal y esclavista de la Ilustración.
17 Es particularmente fuerte en esta perspectiva el poema “La carga del hombre blanco”, de Rudyard Kipling, pues detonó una serie de manifestaciones de apoyo, como la caricatura de Victor Gillam, publicada en la revista Judge, el 1º de abril de 1899.
18 Si bien no se usa la palabra, el texto no sugiere consentimiento de ningún tipo, lo cual implica que se trata de una violación pese a que, más adelante, la pareja huye junta (Fernández Leandro, 2003, pp. 140-141).
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