Desplazamientos y viajes
La novela policial clásica en la encrucijada entre el orden y el caos
The Detective Novel at the Juncture Between Order and Chaos
La novela policial clásica en la encrucijada entre el orden y el caos
Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, vol. 50, Esp., e63202, 2024
Universidad de Costa Rica
Recepción: 19 Octubre 2024
Aprobación: 05 Noviembre 2024
Resumen: Se argumenta que la novela policial es una apología de la racionalidad de la sociedad liberal y una legitimación ideológica de sus instituciones. El artículo brinda esa argumentación a través de un análisis textual que pretende comprender las condiciones de producción del género y la pertinencia de su lectura para identificar elementos que definen la construcción de la autorrepresentación de la sociedad liberal en que cristaliza esta literatura. El género exhibe las normas de la corrección política vigente en el Imperio Británico, actualmente se conocen bajo la denominación de moral victoriana, y que sirven de pautas ejemplarizantes de conducta social, pero que encubren con hipocresía las normas y costumbres características de la época. Asimismo, la ficción policial clásica ilustra la lógica y la sistematicidad de la investigación científica desde la racionalidad positivista que emerge de la tradición empirista inglesa. Se destaca también el talante racionalista e individualista del personaje protagónico como una representación del modelo antropológico cartesiano. El artículo indaga, además, la ambigüedad ideológica de una literatura que pontifica tanto al detective privado, en su calidad de representante del orden institucional, como al delincuente elegante cuyas fechorías podrían interpretarse como caos o escarnio de ese orden.
Palabras clave: novela policial, ciencia, ideología, epistemología, positivismo.
Abstract: This article maintains the thesis that the detective novel is an apology for the rationality of liberal society and the ideological legitimization of its institutions. The article provides this argument through a textual analysis that seeks to understand the conditions of production, and the reading processes of the genre, in order to identify those elements that define the construction of the self-representation of liberal society around which this literature crystallizes. The genre exhibits the norms of political correctness central to the British Empire, ideas which today are known as Victorian morality, and which serve as exemplary guidelines for social conduct, but which hypocritically conceal the norms and customs characteristic of the era. Likewise, classic detective fiction illustrates the logic and systematicity of scientific research structure around the positivist rationality that emerges from the English empiricist tradition. The rationalist and individualistic character of the protagonist is also posited as a representation of the Cartesian anthropological model. Furthermore, the article analyzes the ideological ambiguity of a literature that foregrounds both the private detective as a representative of the institutional order, and the elegant delinquent whose misdeeds could be interpreted as chaos or mockery of that order.
Keywords: detective novel, science, ideology, epistemology, positivism.
1. Introducción
Como toda narrativa, la novela policial es una construcción fundamentalmente racional, puesto que la escritura demanda atender a las normas de la lógica y la gramática, inclusive cuando pretenda conculcarlas, como en el caso de la transgresión romántica o la escritura automática experimental de las vanguardias. No obstante, la racionalidad de la novela policial lo es tanto de origen, como de composición y finalidad, pues el verdadero personaje principal de este género, el espíritu que ronda su narrativa, no es un detective, sino la racionalidad hipostasiada.
Literatura ligera, o de evasión, son nombres equívocos, pues ameritan indicar su complemento: “ligera” en relación con qué, “evasión” de qué. Ligera, quizá en relación con la complejidad en estilo y contenido de lo que Harold Bloom (2005) llamó la “alta literatura” (p. 61); y evasión como presunta huida lúdica de los problemas de la vida cotidiana para refugiarse en una realidad de fantasía. En este artículo asumimos la hipótesis de que la novela policial clásica no es simple entretenimiento, sino que contiene un potencial revelador del marco sociocultural en que emerge. Dado que la sociedad liberal que se consolida en el siglo XIX británico se prolonga hasta nuestros días, en una evolución que ha conocido transformaciones significativas en sus estructuras materiales e ideológicas, conviene aproximarse a su lectura desde una perspectiva que nos provea comprensión de las condiciones de producción del género policial que expresa la racionalidad de la sociedad liberal. Recurrimos al análisis textual de autores representativos de la novela policial clásica mediante un corpus histórico, sociológico y filosófico en función de la contextualización e interpretación del objeto de estudio. En un primer apartado, abordamos la autorrepresentación que del género realizan sus cultores; en el segundo, abordamos la ubicación histórico-cultural de la novela policial clásica; en el tercero, analizamos la epistemología que nutre a esta literatura y, por último, terminamos con el examen de su fondo ideológico, y las creencias metafísicas y antropológicas que fundamentan el quehacer de la ficción policial.
2. El arte de la inferencia
De acuerdo con la escritora británica Dorothy L. Sayers (1893-1957), que cultivó con éxito la novela policial, en la Poética (1974) de Aristóteles se encuentran todos los elementos necesarios para la composición de las obras de este género,1 inclusive su esencia: “hablando de cómo ha de darse el desenlace de una obra, dice Aristóteles: ‘debe ser posible descubrir si alguien ha hecho o no ha hecho algo’” (Sayers, 1946, p. 181),2a saber, sería el propio Estagirita, 20 siglos atrás, quien bautizaría el relato policial como whodunit story, o “historia acerca de quién lo hizo”3, un relato que versa acerca de alguien que, mediante una investigación, acaba por reconocer a otro como el responsable de un hecho de naturaleza ominosa. La agnición o reconocimiento puede acabar siendo también un autorreconocimiento, como ocurre en El asesinato de Roger Ackroyd (Christie, 2021), cuando le es revelado al lector que el narrador del relato es el asesino.
Hacia la época en que Sayers escribió este ensayo (1935), el género policial no gozaba aún de la valoración de la crítica literaria; según esta, el lugar natural de los relatos policiales era la pulp fiction, las dime novels, las penny dreadfuls, en general, la “subliteratura”: composiciones literarias de factura simple, adecuadas a fórmulas preestablecidas y producidas comercialmente para consumo de masas (Castañeda, 1988, p. 117). En 1945, el crítico literario Edmund Wilson llamó la atención sobre el género mediante una serie de artículos en The New York Times. Pese a su lectura peyorativa, reconoció la influencia del género sobre el gran público y concitó una discusión en la comunidad de críticos en la que escritores como T. S. Eliot, Julian Symons o W. H. Auden justificaron su aprecio por el relato policial tanto por motivos literarios como extraliterarios: filosóficos, sociológicos, psicológicos, entre otros (Priestman, 2003, p. 84).
La novela policial surge y se desarrolla en sus primeros tiempos como un ejercicio literario sin pretensiones artísticas, concebida por sus autores con modestia como obra artesanal,4 que satisfacía a un público masivo con apetito de intriga y emociones. No obstante, es quizá inadecuado aplicar esta valoración al autor que, según Borges (1979), inaugura el relato policial británico: el norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849). Crítico literario él mismo —apodado “el Tomahawk” por los severos juicios que vertía sobre sus contemporáneos desde las páginas del Southern Literary Messenger5 —, a Poe le interesaba probablemente más el reconocimiento artístico de sus pares que llevar pan a su mesa. Sus cuentos policiales revelan una voluntad de intelectualizar la producción poética como si tuviera la consciencia de fundar una escuela. Podría considerarse paradójico que el iniciador del género policial, que exhibe el talante racionalista y cientificista que hereda de la Ilustración, fuera un romántico, que destacara además por su contribución crucial al terror y la fantasía.6 Pero la paradoja es aparente: Poe concibió a Dupin como un personaje no menos imaginario e imposible que El gato negro (1843) que regresa de la muerte. El arte en general, y la literatura en particular, son objetivaciones de la imaginación humana, de la fantasía.7 Como también, según Borges (1979), lo son los géneros.8
En Los crímenes de la calle Morgue (1841), Poe introduce al “caballero Auguste Dupin”, aristócrata venido a menos, cuya austeridad e indolencia le lleva a recluirse en una casa destartalada, sin más compañía que su mecenas casual, entretenerse ambos con meditaciones literarias y filosóficas, y dedicarse a vagar por las noches parisinas hasta que el azar le enfrenta con un caso criminal suficientemente intrigante para hacerle salir del tedio. Entonces, sin mayor esfuerzo, despliega su inteligencia analítica. Una cadena de rigurosos razonamientos y, si acaso, una breve inspección física de la escena le conduce directo a la solución del crimen, para escarnio de la policía, que, aunque "muy astuta … no procede con método"9. Dupin encarna el método cartesiano de evidencia, análisis, síntesis y comprobación (Descartes, 2010, pp. 82-83). Es una infalible “máquina de razonar”10 que ejerce la fuerza de la inteligencia analítica en un contexto fantástico en el que el razonamiento siempre resulta victorioso, en beneficio de la ley y la justicia, y en apariencia, sin mayor recurso que su propio ejercicio intelectual.11 El idealismo metafísico cartesiano del sujeto como res cogitans está detrás de la sensibilidad individualista que anima a la modernidad liberal que procrea al relato criminal: el detective es un sujeto pensante que domeña la materia a través de la razón objetivada en método.
3. El marco histórico de la novela policial clásica
El bagaje cultural de la novela policial clásica es la tradición británica, que en el siglo XIX exhibe los rasgos de un imperio que se expande colonialmente en cinco continentes, y cuyo centro europeo es Londres, el Palacio de Buckingham donde reside la reina Victoria, pero también Square Mile, el distrito financiero donde se articulan las operaciones bancarias y comerciales que hacen del Imperio Británico en este siglo el centro del poder económico mundial, con una fuerza militar proporcional a ese poder, y una influencia cultural y política global. Gran Bretaña es la sociedad más desarrollada de la época, y en la consciencia social de su burguesía, es la imagen paradigmática de la civilización. El siglo XIX es para Gran Bretaña, además, el siglo del despliegue revolucionario de las fuerzas productivas que, en su contexto económico capitalista, consolida este sistema como modo de producción dominante, y a la democracia liberal, en su contexto monárquico parlamentario, como régimen político hegemónico. Es, también, desde 1534, la sede de la Iglesia Anglicana, institución que prosiguió el cisma luterano, separándose de Roma y constituyendo a la monarquía como la cabeza del Estado y de la Iglesia a la vez. La insubordinación de Enrique VIII al poder papal es uno de los pilares que marcan el inicio de un derrotero cultural independiente que determina el ascenso gradual de Gran Bretaña a su estatus de imperio hegemónico mundial en el siglo XIX.12
El siglo de la reina Victoria es también el siglo de la moral victoriana, de la que presumen los protagonistas del relato policial clásico. No obstante su patronímico, esta moralidad describe el ethos de la burguesía europea decimonónica; consiste no tanto en el compendio de ideas, valores y costumbres de una sociedad industrial liberal, cuanto de las ideas, valores y costumbres presumidos por las clases dominantes de esa sociedad y que se encuentran sistematizados en las obras de políticos e intelectuales cercanos a la reina Victoria, como el filósofo Thomas Carlyle (1795-1881), el poeta Matthew Arnold (1822-1888), el presbítero John Henry Newman (1801-1890) y el novelista Charles Kingsley (1819-1875). La moral victoriana era un esquematismo deontológico que comprendía preceptos para el comportamiento social que el sentido común de las clases dominantes valoraba positivamente. En ese sentido, puede considerarse una moral para el apaciguamiento de la consciencia. Esta normativa contenía principios tales como la rectitud, la moderación —entendida como una autodisciplina conducente a la represión de la espontaneidad emocional y en particular las inclinaciones sexuales—, el respeto a la dignidad de las autoridades —políticos, magistrados, clérigos—, el ideal de que el éxito y la prosperidad se dan a través del esfuerzo personal y el trabajo duro, el orgullo por las tradiciones nacionales, la censura e intolerancia hacia las conductas que se desviaban de esta normativa, como en el caso del delito en sus diversas expresiones. Frente al delincuente, lo correcto era que el ciudadano bien-pensante ostentara una indignación superlativa, que se mostrara escandalizado ante una conducta impensable para sí mismo y su familia.13
Estos ideales constituían un racimo de intenciones de cara a la galería, pues los hechos de la sociedad victoriana y la conducta social tanto de sus clases altas como de las bajas contradecía con flagrancia los principios de ese conservadurismo moral, revelándolo como fariseísmo o hipocresía generalizada. La prostitución en la Inglaterra decimonónica, aunque socialmente estigmatizada, era un negocio floreciente, en el cual se podían encontrar normalmente menores de edad; a la normalización de la explotación sexual infantil en burdeles se agregaba la explotación laboral de niños en la producción textil, las minas de carbón, la agricultura y los trabajos domésticos. Antes de la regulación de la jornada laboral en ocho horas —que se conquistó hasta el Convenio de 1919 de la Organización Internacional del Trabajo—, los obreros de la ciudad y el campo podían cargar con jornadas de 14 a 16 horas diarias siete días a la semana (Bianchi, 2007, pp. 170-172). Pero ese no era el “esfuerzo personal” y el “trabajo duro” del que se jactaban los capitalistas que adherían a la moral victoriana, pues el trabajo asalariado en la fábrica y el campo se remuneraba con lo indispensable para restaurar la fuerza de trabajo, esto es, distaba un abismo de la prosperidad material. Otra empresa capitalista que florecía en el Reino Unido era el narcotráfico, que satisfacía legalmente la demanda de adictos a drogas como el opio y la cocaína.14
La moral victoriana no designa, entonces, la verdadera moralidad de la sociedad de la reina Victoria. Intelectuales y artistas contemporáneos como Mary Ann Evans (1819-1880) -quien escribió bajo el pseudónimo de George Eliot-, Oscar Wilde (1854-1900) y George Bernard Shaw (1856-1950), criticaron la hipocresía de esta moralidad y denunciaron los verdaderos problemas morales de su época, que derivaban, naturalmente, de las asimetrías dadas en el desarrollo económico, político y jurídico del imperio.
4. La epistemología empírico-analítica de la detección criminal concebida como literatura
La sociedad más desarrollada del siglo XIX que fue Gran Bretaña también poseía una rica tradición artística, consolidada desde la época isabelina y que se extendía hasta la victoriana, en la que destacaron dramaturgos, novelistas y poetas. Su tradición filosófica y científica era igualmente notable, caracterizándose por una inclinación por la investigación lógica y empírica, que puede rastrearse desde la Plena Edad Media, con los tratados filosóficos de Robert Grosseteste (1175-1253), Roger Bacon (1214-1292) y Guillermo de Ockham (1287-1347), que cultivaron la investigación naturalista desde la perspectiva de la observación experimental y el razonamiento inductivo.15 El siglo XVII británico da forma a esa incipiente racionalidad científica en una sistematización epistemológica que hasta nuestros días se conoce como empirismo e inductivismo, una lógica de la investigación científica para la cual “nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos”, un axioma doctrinario que presupone la experiencia sensorial como condición de posibilidad de todo conocimiento, y en consecuencia, opuesto a la epistemología racionalista de raigambre cartesiana, según la cual, conviene desestimar los datos sensoriales puesto que son engañosos, en tanto que la inteligencia pura, cuya expresión es matemática, es garantía de conocimiento verdadero.
La epistemología de la Revolución Científica —que encuentra su culminación en el polímata británico Isaac Newton (1642-1726) — no es ni empirista ni racionalista, si se entienden estas orientaciones como modelos gnoseológicos puros. En realidad, filósofos empiristas como Thomas Hobbes (1588-1679), John Locke (1632-1704) o David Hume (1711-1776) no despreciaban a la razón como fuente de conocimiento, ni racionalistas como René Descartes (1596-1650), Baruch Spinoza (1632-1677) o Blaise Pascal (1623-1662) despreciaban a la experiencia como tal. Ambas epistemologías discurren mediante énfasis mayores o menores en una de esas facultades. Pero la Revolución Científica sentó las bases de la síntesis entre el empirismo inductivista y el racionalismo deductivista a través de un método de investigación que demostraba la complementariedad entre experiencia y razón, a saber, la racionalidad empírico-analítica, que Immanuel Kant (2005) enuncia de esta manera:
Sin sensibilidad ningún objeto nos sería dado y, sin entendimiento, ninguno sería pensado. Los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin concepto son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos). (p. 62)
A esta tradición epistemológica se añade la influencia que tuvo el positivismo en intelectuales británicos como John Stuart Mill (1806-1873) y Herbert Spencer (1820-1903) que desarrollaron tratados lógicos y sociológicos desde esa perspectiva, es decir, la primacía del dato empírico sobre la especulación racional; la rigurosa demarcación entre proposiciones científicas basadas en observaciones controladas más razonamiento inductivo, versus las ideas sedicentemente puras o provenientes de un razonamiento deductivo basado en axiomas y definiciones arbitrarias. Y en la base, la convicción pseudorreligiosa de que el conocimiento refrendado por la ciencia provee acceso regio a la verdad. Auguste Comte (1798-1857), el filósofo francés fundador del positivismo, concebía su sociología como física social, una emulación de la física newtoniana que había investigado con precisión las leyes naturales. Comte quería lo mismo para una ciencia de la sociedad humana, que en virtud de su precisión, tuviera el potencial de ordenar el sistema social como una armonía orientada por el orden y al progreso.
Esta es la tradición cultural, lógica y epistemológica, que sirve como caldo de cultivo para la ficción policial. "¡Datos, datos, datos!… ¡No puedo hacer ladrillos sin arcilla!" (Doyle, 2010, p. 810) exclama exasperado Sherlock Holmes, en El misterio de Cooper Beeches (1892). Los datos son la base positivista del conocimiento como “reconocimiento”: la aprehensión sensorial analíticamente descifrada de lo que ya estaba ahí; la investigación científica positivista se comprende como una búsqueda de indicios —datos indiciales—, huellas, vestigios, que son los “ladrillos” que están en la base de una cadena de razonamientos que es el camino hacia la resolución de un enigma, a saber, el método. Arthur Conan Doyle, aunque estaba formado en los procedimientos de la investigación empírico-analítica, por su profesión médica, incurría en cierta imprecisión cuando hace recitar a su personaje en otro relato, Los hacendados de Reigate (1893): "En el arte de la deducción es elemento fundamental el saber discernir cuáles, de entre diversos hechos, son relevantes y cuáles son triviales. De otro modo, las energías y la atención, en lugar de concentrarse, se disipan" (Doyle, 2010, p. 278). Esto no es el arte de la deducción. No es razonamiento deductivo lo que emplea en la investigación, sino razonamiento inductivo, en un marco metodológico empírico-analítico. La lupa es un instrumento inútil para la deducción, puesto que las premisas de un razonamiento no son entidades materiales. En Escándalo en Bohemia (1891), el inductivismo de Holmes queda en evidencia ante esta admonición: "Es un error capital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta, uno empieza a deformar los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar de ajustar las teorías a los hechos" (Doyle, 2010, p. 286).16
Sherlock Holmes es un razonador inductivista, y la ciencia criminológica es un saber empírico-analítico. El detective profesional es un científico que encarna una especialidad. No es un diletante o un aficionado, sino un profesional que se desempeña con eficacia y cobra por su trabajo.
En la valoración instrumental, positivista, de la investigación científica, interviene una consideración metodológica coherente con el marco de la división capitalista del trabajo, esto es, la especialización profesional que es condición para la producción de valor mercantil; la concepción y la valoración del conocimiento está en relación con su productividad específica. Frente a esta idea, es evidente que el detective, en calidad de profesional especializado, apreciará y despreciará determinados conocimientos, pues está convencido de que ciertos conocimientos son inútiles, y más bien lastran la investigación, es decir, la producción por la que recibe honorarios. Así, en su retrato de Holmes (Estudio en escarlata, 1887), Watson lo describe de esta manera:
Tan notable como lo que sabía era lo que ignoraba. Sus conocimientos de literatura contemporánea, de filosofía y de política parecían ser casi nulos. En cierta ocasión en que yo hice una cita de Thomas Carlyle, me preguntó con la mayor ingenuidad quién era ese y qué había hecho. Sin embargo, mi sorpresa alcanzó el punto culminante al descubrir de manera casual que desconocía la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. Me resultó tan extraordinario el que en nuestro siglo XIX hubiese una persona civilizada que ignorase que la Tierra gira alrededor del Sol, que me costó trabajo darlo por bueno.
—Parece que se ha asombrado usted —me dijo, sonriendo al ver mi expresión de sorpresa—. Pues bien: ahora que ya lo sé, haré todo lo posible por olvidarlo
—Me explicaré —dijo—. Yo creo que, originariamente, el cerebro de una persona es como un pequeño ático vacío en el que hay que meter el mobiliario que uno prefiera. Las gentes necias amontonan en ese ático toda la madera que encuentran a mano, y así resulta que no queda espacio en él para los conocimientos que podrían serles útiles, o, en el mejor de los casos, esos conocimientos se encuentran tan revueltos con otra montonera de cosas, que les resulta difícil dar con ellos. Pues bien: el artesano hábil tiene muchísimo cuidado con lo que mete en el ático del cerebro. Solo admite en el mismo las herramientas que pueden ayudarle a realizar su labor; pero de estas sí que tiene un gran surtido y lo guarda en el orden más perfecto. Es un error el creer que la pequeña habitación tiene paredes elásticas y que puede ensancharse indefinidamente. Créame: llega un momento en que cada conocimiento nuevo que se agrega supone el olvido de algo que ya se conocía. Por consiguiente, es de la mayor importancia no dejar que los datos inútiles desplacen a los útiles. (Doyle, 2010, pp. 61-62)
La epistemología de la novela policial es el verificacionismo positivista, único método que permite ostentar pruebas contundentes ante un tribunal. La excentricidad del detective clásico se detiene ante el altar de la investigación empírico-analítica que conduce a la verdad de los hechos, la cual no admite falsacionismo, ni escepticismo, ni relativismo, porque de ella dependen la ley y el orden.
5. La metafísica individualista de la modernidad liberal
La concepción de mundo de la sociedad liberal decimonónica, que engendra la novela policial, es una trama de representaciones en torno a la realidad física, la condición humana, el conocimiento, la moral y las instituciones sociales. Es una concepción que provee identidad personal y comunitaria a los individuos que componen el tejido social a la vez que les brinda certeza de estar en lo correcto en sus convicciones e interacciones en todos los rubros de esa trama.
La raíz de toda concepción de mundo es una metafísica, esto es, una preconcepción general acerca de la naturaleza de la realidad, su constitución esencial, sus condiciones de posibilidad y su eficiencia. “Concepción de mundo” (Weltanschauung) es una categoría acuñada en el romanticismo alemán del siglo XIX y filosóficamente sistematizada por Wilhelm Dilthey, entre otros. Por su adscripción romántica, la categoría pretende dar cuenta de la subjetividad que estructura un sentido común situado, una sensibilidad social y una racionalidad operativa. Una concepción de mundo no es solo ideología, cultura o superestructura, pero comporta elementos susceptibles de constituir ideologías, v. gr. ideas tamizadas de valoraciones en torno a la familia, la religión, el trabajo, la ciencia, el arte, en general, todas las dimensiones de la experiencia humana, que en el entramado de una concepción de mundo orientan intuitivamente el pensamiento y la acción en una sociedad histórica determinada. Según Dilthey, las concepciones de mundo son una respuesta histórica y culturalmente sedimentada al "enigma de la vida" (Lebenrätzel), según la interpelación que las generaciones asumen de ese enigma (Brie, 2001, p. 240). La antropología cultural estimó la fertilidad teórica de la categoría para indagar el ethos y la mentalidad vigentes en comunidades históricas:
La "concepción de mundo" de un pueblo ... es la manera en que un pueblo se representa característicamente el universo. Si "cultura" indica la manera en que un antropólogo ve a un pueblo, "concepción de mundo" indica cómo ve un pueblo todo.... "Concepción de mundo" puede utilizarse para abarcar las formas de pensamiento y las actitudes ante la vida más comprensivas. (Redfield, 1963, p. 109)
Dilthey identificó tres concepciones de mundo perfiladas en el transcurso de la historia occidental: 1) el realismo naturalista, como la representación del mundo a partir del entendimiento y la experiencia que producen conocimiento empírico-analítico de fenómenos físicos; 2) el idealismo objetivo, como la representación del mundo que deriva de una perspectiva emotiva y vivencial de la realidad y que produce valores; 3) el idealismo de la libertad, como la representación del mundo en términos de realización de la voluntad humana que propende al planteamiento de proyectos vitales (Brie, 2001, p. 248).
Estas concepciones son tipos ideales, y es normal que una formación social acuse características de todas ellas, con énfasis más recurrentes en ciertos estratos e individuos. La novela policial, no obstante, transmite la imagen especular del realismo naturalista que da forma a la ciencia moderna, de la cual el razonamiento inferencial es uno de sus instrumentos, y además, el estilo de pensamiento que el canon encarna en sus personajes. Por lo que respecta a su concepción del mundo físico, la sociedad liberal moderna —y la novela policial que opera como su versión literaria— es materialista, pero con transacciones del voluntarismo en lo que toca a la autorrepresentación: el individuo liberal es una voluntad creadora que se apropia de la realidad a través de emprendimientos sagaces; el detective privado de la novela policial personifica una racionalidad instrumental que, a la manera de una máquina de precisión, descifra infaliblemente el enigma del caso.17
El modelo de sociedad que presupone la novela policial es el Estado liberal democrático con división de poderes. El poder judicial es el marco en el que intervienen las fuerzas del orden, la policía, los tribunales, jueces, cárceles. La detección y el castigo del delito se imponen como condiciones para la restitución del orden político, legal y moral. La ley sintetiza el concepto y valor de la justicia. La novela policial contemporánea epitomiza la sensibilidad social y la racionalidad jurídico-política que emergen de los valores impulsados por la Ilustración, los cuales se concretarán en los Estados democráticos liberales que se imponen al Antiguo Régimen.
La aparición y el auge de la novela de detectives es una consecuencia de la consolidación de la concepción individualista del mundo que se despliega con la impronta de la modernidad. El héroe de la novela policial clásica no suele ser el policía,18 miembro anónimo de un cuerpo institucional; quizá lo fue, pero, al independizarse, sintoniza con el espíritu positivo de los tiempos, y se monta una empresa. La investigación privada es el bien que produce y ofrece como mercancía. El héroe de la novela criminal clásica es el detective privado, individuo que, en su particularidad, representa la interiorización de la sensibilidad individualista empresarial. Maximilien Heller, Sherlock Holmes, Hercules Poirot, Peter Wimsey, Sam Spade, Philip Marlowe, Pepe Carvalho, Bernie Gunther, entre otros, son detectives privados; no obstante, sirven al Estado. Pero al servicio del Estado, y en calidad de agentes privados del orden, sirven al principio fundamental que legitima la sociedad política liberal, esto es, la propiedad privada. Los héroes de la novela policial son así personificaciones del Leviatán hobbesiano, que, ostentando el monopolio de la violencia, se erige para garantizar el derecho a la propiedad privada, contra las pretensiones de los rebeldes al contrato social, a saber, los pillos. Para la sensibilidad individualista liberal, el hurto es afrenta contra la propia naturaleza humana, puesto que la propiedad es derecho innato, señal natural de humanidad.19 El detective privado de la ficción policial clásica está para restituir ejemplarmente lo que el pillo ha afrentado. La difusión masiva del género a lo largo del tiempo, a través de los medios de la industria cultural, instaló en la consciencia del público la imagen del detective de la novela policial clásica como un individuo genial y heroico que se conduce con la arrogancia de quien se sabe infalible e implacable. Dicha imagen se corresponde con la realidad del personaje en lo que atañe a genialidad, heroísmo, arrogancia e implacabilidad, toda vez que se trata de una construcción arquetípica. Pero en justicia, ha de recordarse, como lo hace Román Gubern (2002), que los autores no siempre hacen triunfar a sus protagonistas:
De las 60 investigaciones descritas, solo en 25 entrega el culpable a la justicia, es decir, menos de la mitad de los casos. En 9 ocasiones, el culpable escapa al castigo, en 11 se trata de delitos menores o episodios que no guardan proporción con el supuesto crimen y en 15 Holmes ejerce la gracia o se inhibe ante el culpable real o aparente. (p. 226)
Es decir, el héroe individualista de la saga policial se arroga la función judicial; a tal punto llega su identificación con las instituciones de la democracia liberal que considera legítima la abolición circunstancial de la división de poderes.
El núcleo de la ideología individualista de la modernidad liberal es el individuo solipsista al que conduce el cogito cartesiano, esto es, la certeza en la existencia del yo como res cogitans inmaterial a la vez que la certeza en la existencia del mundo material como res extensa, es decir, constelación de fenómenos físicos manipulables por el yo, fenómenos que comprenden otras entidades subjetivas, pero a las cuales no se las concibe sino como cuerpos mecánicos analogables a cualesquiera otros comprendidos en esa constelación. Por ende, el idealismo metafísico cartesiano, en su visión del mundo exterior al sujeto, deviene plenamente compatible y complementario con el materialismo metafísico de la tradición británica y de la Revolución Científica.
Esa visión instrumental del mundo exterior al sujeto solipsista es lo que permite al detective de la novela policial tramitar el caso, detectar al culpable y entregarlo a las autoridades como un producto comercial. Su comercio es la ley infringida por el delincuente, a saber, el crimen. Su objetivo es restituir el orden de la sociedad liberal que impone la ley para su conservación. Con arreglo a ese objetivo, el detective investigará hasta dar con el criminal: hará el análisis de la escena, rastreará pistas que devendrán pruebas, determinará el móvil del crimen, reconstruirá el modus operandi del criminal, descubrirá su identidad y lo transferirá a las autoridades. Estos procedimientos no se ajustan a las meditaciones con las que Descartes descubre las verdades esenciales porque estas pertenecen al dominio de la res cogitans inmaterial, que solo puede sondearse a través del pensamiento puro, sin hacer intervenir la experiencia, que distrae a la razón y distorsiona su análisis. Con lo cual, la ideología individualista de la sociedad liberal conserva la metafísica solipsista del racionalismo cartesiano, pero implementa una epistemología empírico-analítica para la indagación de las verdades materiales que conciernen a las ciencias fácticas en general, y a la criminología en particular.
El uso eminentemente instrumental de la inteligencia en la novela policial es sintomático de la alienación de la inteligencia en la sociedad liberal (Kracauer, 2010, p. 40). Esta subvaloración del pensamiento racional —orientado al conocimiento (¡pero de la identidad del criminal!) — da cuenta a la vez de una secularización —el weberiano desencantamiento del mundo moderno— que trastoca sin más lo sagrado en profano, lo poético en prosaico, lo altivo en mediano, puesto que el ethos democrático liberal tramita la ciudadanía desde el universalismo abstracto que predica la igualdad ante la ley, a la vez que ignora las diferencias sustanciales que se precipitan en una sociedad de clases, como denuncia Anatole France (2005) en su novela autobiográfica:
En Francia somos militares y somos ciudadanos, otro motivo de orgullo: ¡ser ciudadanos! Esto consiste, para los pobres, en sostener y conservar a los ricos en su poderío y ociosidad. Han de trabajar ante la majestuosa equidad de las leyes que prohíben, al rico como al pobre, acostarse bajo los puentes, mendigar en las calles y robar pan. (France, 2005, p. 92)
La novela policial clásica refleja la convicción de que el orden y la razón establecidos son definitivos, y que su cuestionamiento solo puede provenir de la criminalidad o de la locura, que en última instancia se identifican. Por lo tanto, afirmar la legitimidad de las autoridades no puede ser sino una tautología. La sociedad liberal decimonónica ostenta la certidumbre de haber consolidado el final de la historia.20
El héroe positivo de la novela policial engendra su negativo, no solo como antagonista habitual en sus aventuras (v. gr. Moriarty), sino como héroe criminal protagónico. Es el caso del escritor inglés Ernest William Hornung (1866–1921), cuñado de Arthur Conan Doyle, cuyo Sherlock Holmes, detective impoluto, probablemente inspirara en 1889 a “Arthur J. Raffles”, un ladrón aristocrático cuyas hazañas son referidas por un cronista propio, un “Harry Manders”, al estilo del Dr. Watson. Las proezas criminales de Raffles serán emuladas por otros delincuentes literarios, como Arsène Lupin (Maurice Leblanc, 1905) y Fantômas (Marcel Allain y Pierre Souvestre, 1911).
La novela policial, también llamada “criminal”, si bien exalta a los agentes de la ley —policías o detectives privados—, también empieza a hacerlo con quienes están en sus antípodas, y no en términos antiheroicos, sino abiertamente apologéticos. No solamente la lucha intelectual contra el crimen resulta admirable, sino el crimen mismo. De hecho, como lo advierte Edgar Allan Poe, la creación de Auguste Dupin se inspiró en la lectura de las Memorias (1827) de Eugène-François Vidocq (1775-1857), famoso criminal francés que llegó a convertirse en jefe de la policía parisina (Priestman, 2003, p. 61). Michel Foucault (2004) también constata la producción de una literatura que celebra el crimen en paralelo con la que lo condena, una literatura escrita por literatos, a diferencia de la seminal literatura vernácula de los criminales condenados a muerte que ante el patíbulo esbozaban una semblanza, para la admiración de las masas populares que se congregaban para atestiguar la ejecución pública. Se trataría de un salto desde el criminal estigmatizado al criminal idealizado. La nueva literatura criminal que ensalza a los criminales elabora desde la sensibilidad romántica que adversa la corrección política, legal y moral que exudan los héroes positivos de la novela policial.
La proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero glorificaba también al criminal. De ahí que pronto los reformadores del sistema penal pidieran la supresión de esas hojas sueltas. De ahí que entre el pueblo provocara un interés tan vivo aquello que desempeñaba en cierto modo el papel de la epopeya menor y cotidiana de los ilegalismos. De ahí que perdieran importancia a medida que se modificó la función política del ilegalismo popular. Y desaparecieron a medida que se desarrollaba una literatura del crimen completamente distinta: una literatura en la que el crimen aparece glorificado, pero porque es una de las bellas artes, porque solo puede ser obra de caracteres excepcionales, porque revela la monstruosidad de los fuertes y de los poderosos, porque la perversidad es todavía una manera de ser un privilegiado: de la novela negra a Quincey, o del Castillo de Otranto a Baudelaire, hay toda una reescritura estética del crimen, que es también la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles. Se trata, en apariencia, del descubrimiento de la belleza y de la grandeza del crimen; de hecho es la afirmación de que la grandeza también tiene derecho al crimen y que llega a ser incluso el privilegio exclusivo de los realmente grandes. (Foucault, 2004, p. 73)
La maniobra literaria de hacer cambiar de signo al héroe de la novela policial no resulta subversiva en absoluto, no solo por haber reemplazado a los criminales populares del relato patibulario vernáculo por criminales aristocráticos y refinados, de suyo alejados de las masas, sino porque la existencia misma del crimen constituye la legitimación más clara del castigo y de sus ejecutores, esto es, el orden establecido. Es de nuevo la sombra del Leviatán asomándose por la ventana del presunto caos que no hace sino justificar la vigilancia. Los delitos de cuello blanco cometidos por delincuentes exquisitos son elucubraciones de la razón instrumental a la que se reduce la inteligencia humana en la sociedad liberal moderna, la misma razón instrumental que emplea el héroe positivo para dar caza a su malhechor, y que Kracauer (2010) llama ratio para enfatizar la reducción alienante que sufre esa razón.
Como procesos de la ratio formados artísticamente, ejemplos de un proceso formal que es siempre igual, prescinden de la pesada objetiva, solo conservan exactamente el significado necesario para atacar a la policía, para perturbar el normal funcionamiento del engranaje. Es su actitud de maestro lo que demuestra en qué medida las transgresiones de Lupin están dirigidas a la “sociedad”: se burla de los ciudadanos, anuncia públicamente sus intenciones en un diario que, según él, es su favorito; tras una fuga exitosa de la cárcel, le explica al inspector de policía, ansioso de saber, los detalles de su gloriosa empresa. Lo supralegal que él representa solo perturba la ley para darle un fundamento; por lo tanto, debe reconocer lo legal como remanente de lo legítimo en la misma medida en que lo rechaza. (pp. 123-124)
La racionalidad instrumental objetivada en derecho, criminología, mercado, novela policial, etc. —es decir, todas las esferas de la experiencia humana en la sociedad liberal moderna—, identifica al delincuente común —ladrón, estafador, asesino, violador— como rebelde contra el orden social, socialmente desviado, opositor a este orden, desde una sedicente locura criminal. Pero el delincuente común no se opone realmente al orden establecido; no quiere cambiarlo, sino lucrarse de él a través del despojo material de quienes estima son los privilegiados del orden. Si la propiedad es, para la sensibilidad individualista liberal, señal natural de humanidad, el delincuente común se muestra receptivo de esa sensibilidad, es él mismo un individualista liberal, un empresario espiritual que desea beneficiarse del orden al que él mismo beneficia con su acción delictiva, como detalla Marx (1977) en esta “digresión” sobre el delincuente como agente de la producción y reproducción de la sociedad capitalista:
Un delincuente produce delitos. Si se observa más detenidamente la conexión de esta última rama de la producción con el conjunto de la sociedad, nos liberaremos de muchos prejuicios. El delincuente no produce exclusivamente delitos, sino también el derecho penal, y de esta forma el profesor que da lecciones sobre derecho penal, y además el inevitable libro de texto en el que el mismo profesor arroja al mercado general sus lecciones como «mercancía». De esta forma se produce un aumento de la riqueza nacional... El delincuente produce además toda la policía y la justicia penal, alguaciles, jueces, verdugos, jurados, etc.; y todas estas diferentes ramas de actividad que constituyen otras tantas categorías de la división del trabajo social, que desarrollan diferentes capacidades del espíritu humano, que crean nuevas necesidades y nuevas formas de satisfacerlas…. El delincuente produce una impresión, en parte moral, en parte trágica, según los casos, y presta de esta manera un «servicio» al movimiento de los sentimientos morales y estéticos del público. No solo produce libros de texto sobre derecho penal, no solo códigos penales y con ello legislaciones penales, sino también arte, hermosa literatura, novelas e incluso tragedias, como demuestran no solo La Culpa de Müllner y Los bandidos de Schiller, sino incluso Edipo y Ricardo Tercero. El delincuente interrumpe la monotonía y la seguridad cotidiana de la vida burguesa. La protege con ello del estancamiento y provoca esta tensión y movilidad inquieta, sin las cuales incluso el aguijón de la competencia se embotaría. El delincuente sirve, pues, de estímulo a las fuerzas productivas. (pp. 406-407)
El relato policial decimonónico es pulcro: ahorra al lector las imágenes escabrosas de la comisión del crimen; esta conspicua ausencia de violencia explícita instala en la mente del público la creencia de que el crimen y la violencia están situados en los márgenes de la sociedad, la cual ha de entenderse oblicuamente como la buena sociedad, la sociedad de la gente de bien, y que el buen orden de esta sociedad está protegido por firmes instituciones que cuentan con el apoyo de ciertos ciudadanos extraordinarios que desempeñan acciones heroicas, a saber, los detectives privados. La novela policial decimonónica aporta un notable apalancamiento a la buena consciencia moral y cívica: la fe fundamentalista en las instituciones liberales.
La novela policial decimonónica emplaza la violencia en individuos maltrechos, fortuitamente dañados, que adversan el orden y operan para el caos, animados por pasiones egoístas. Es la locura del crimen contra la parsimonia de la razón encarnada en el detective, que no obstante, puede ser también un personaje excéntrico, involuntariamente cómico, como Poirot, el detective belga con cabeza en forma de huevo que se encabrita cuando sus conciudadanos británicos le atribuyen la nacionalidad francesa (Christie, 1920), o como el padre Brown, a quien su propio autor describe sistemáticamente como “un ser insignificante” (Chesterton, "La cruz azul", 2008). No obstante, la del detective es una excentricidad —incluso una misantropía— inocua para sus conciudadanos. Por algo es excepcional.
En la ficción criminal decimonónica, el agente del orden combate a los malhechores movido por una mística del deber que lo sitúa al borde de la inmolación; la restitución del bien demanda erradicar el mal que ellos encarnan; por eso, en el límite, Moriarty debe morir, y Holmes se arroga el sacrificio (Doyle, El problema final, 1892). El detective de la novela policial británica abraza la misión de aclarar los misterios que rodean un delito, para lo cual apela a la lógica y la ciencia de la criminología, que son soporte de un sistema sociopolítico consensuado, armonioso. El delincuente es la mácula de este orden, una anomalía, un inadaptado patológico. Si el ser humano es social por naturaleza (Aristóteles, 1988, I. 1253a, párrs. 2-8), y quienes viven al margen de la institucionalidad, al margen de la ley, son inferiores a la especie humana, entonces los delincuentes son individuos antisociales que amenazan el bien común y deben ser detectados y avasallados —el detective es un inquisidor contemporáneo—. Este maniqueísmo asume la lucha contra la criminalidad como un combate de talante apolíneo, que enfrenta a las fuerzas dionisiacas, a la locura que contraviene las leyes incontestables de la sociedad victoriana.
6. Conclusión
La novela policial clásica es un ejercicio literario que combina la lógica y la fantasía para proveer una dramatización de la realidad escabrosa del crimen. A sus productores los anima la intención deliberada de divertir y admirar al lector con la sagacidad de sus personajes, pero al mismo tiempo, una intención tácita de instruirle en el respeto a los convencionalismos de la sociedad liberal. Esa intención se encarnó en la moral victoriana, que el género abrazó y mantuvo hasta su crisis y posterior evolución americana como novela negra. Desde la perspectiva de esa transformación evolutiva, la literatura clásica de detectives nos puede parecer ingenua, pero en esa impresión se evidencia una impronta fantástica. Los autores del género, en su tarea de ofrecer un producto a la vez atractivo, moralmente edificante, pero también ingenioso y estéticamente valioso, concitaron el interés de un público lector que creció sistemáticamente asimilando el canon del detective, su método, su moralidad intachable y su sentido de la justicia.
Edgar Allan Poe, en Los crímenes de la calle Morgue, estableció el canon del detective privado como una deshumanizada máquina de razonar, que es coherente con el individualismo solipsista del racionalismo cartesiano y con la representación liberal de la condición humana como homo oeconomicus, esto es, un individuo racionalmente programado para la eficacia en la obtención de réditos. Desde su concepción decimonónica, ambas imágenes calaron en la representación de un modelo antropológico afín al modelo cultural de la sociedad liberal capitalista desarrollada. El detective del relato policial epitomiza el sentido común vigente de esta sociedad en lo que atañe a las autorrepresentaciones de lo que es real, bueno y verdadero, y recurre a la institución científica para refrendar esas creencias; pero, en la medida en que la ciencia no responde a la pregunta por su propia naturaleza, la concepción de la ciencia está supeditada al discurso epistemológico dominante. En la época de la novela policial clásica, este discurso es la epistemología positivista, para la cual la ciencia es certidumbre sustentada en datos.
La novela policial clásica encuentra su inspiración en la cosmovisión materialista y mecanicista de la modernidad y en la ideología individualista de la sociedad liberal. Su protagonista ostenta una inteligencia genial que pone al servicio de la ley y el orden. Pero engendra una némesis: otro individuo que le iguala en inteligencia pero que acciona para el delito y el caos. De antagonista en el relato detectivesco, el delincuente genial pasa a protagonizar historias propias, en una significativa vuelta de hoja que eleva al delincuente a la estatura de héroe, una dignidad reveladora de las contradicciones ideológicas de la sociedad que produce esa ficción. La transmutación del héroe en delincuente da cuenta del escepticismo con que una parte del público consumidor del relato policial recibe la ideología de la ley y el orden. La lectura escéptica de esta literatura conduce a la sospecha de que la ley y el orden de la institucionalidad liberal contemporánea son nombres engañosamente alternativos para especies diferentes de delincuencia y caos.
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Notas