Revista humanidades
Enero-Junio, 2015 • Volumen 5 • ISSN 2215-3934
DOI: http://dx.doi.org/10.15517/h.v5i1.19389
Recibido: 20-Septiembre-14 / Aceptado: 09-Diciembre-2014
Jorge Boccanera
Poeta y periodista, profesor de la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires, Argentina.
Correo electrónico: jorgeboccanera@gmail.com
Cardumen, la música del sueño
No hay duda de que el protagonista de Cardumen es el mar, ese animal fabuloso al que Rodolfo Dada se acerca con pasos silenciosos y tono sobrio, para que no se espante. Y quizá el libro gire todo alrededor de una manera de mirar el mar, de pasar los ojos por su lomo y sentir que cada mirada es la primera. Rodolfo acerca desde su primer libro Cuajiniquil el registro de la selva tropical y el mundo marino, pero además todo lo que allí se transfigura, el colibrí que muda en pez, el pez que muda en colibrí.
Eso me suscita este libro tan original. Y también pensar que si el caracol tuviera voz sería como la de Rodolfo, intentando deletrear cada tramo recorrido: su rugosidad, olor, temperatura, forma, humedad, con el asombro de quien descubre, en el cruce de una piedra a otra, mundos diferentes. Porque el autor de Cardumen, como los guías y exploradores de los bosques, nos hace ver a los lectores lo que hasta hace un instante nos estaba vedado. La mirada de la naturaleza de Rodolfo, que fue pescador, marinero y buzo, traslada una experiencia y la emoción de esa experiencia; por ello la suya es una poesía sumamente inusual en la literatura hispanoamericana. Porque a diferencia con aquellos que rastrean la naturaleza desde el exotismo o procuran símbolos y elementos que sirvan al juego alegórico, las redes expresivas de Rodolfo eluden las formas disecadas para entregar un universo vivo, en su hábitat, donde todo nace y se pudre al mismo tiempo.
En esta cuerda, las vecindades de Cardumen más que en la altisonancia de himnos telúricos al estilo Neruda, estarían en la poesía nicaragüense y su modo de entretejer todos sus temas con su fauna y su flora. No son gratuitos los epígrafes de Salomón de la Selva y José Coronel Urtecho, autores de una literatura que Rodolfo ha seguido con pasión. Podría decirse que un mismo muelle une las aguas de Cardumen y del libro Cantos de Cifar y el Mar Dulce de Pablo Antonio Cuadra, con quien comparte una escenografía de botes y arenales, aserraderos extraviados en medio de la selva y playas titilando frente al espejo de la marea. Pero a mi entender hay otras vecindades como la mirada contemplativa y a fondo del haiku japonés; por ejemplo cuando dice: “El mar/ conciencia pura/ es pereza azul”); y el Jorge Debravo de Salmo de las maderas. Con éste último comparte Rodolfo un sentido de la solidaridad, una toma de conciencia, una reciprocidad, un todo confraternizando. Su cardumen es comunidad. Otro dato interesante de esta escritura es que se articula con sus imágenes y juegos fónicos a una línea que podría parecer lejana, la poesía afroantillana, con sus cosmogonías y sus visiones de energía solar.
No hay altisonancia ni adjetivación ampulosa en Cardumen, porque el respeto impone más silencio que énfasis y en algunos pasajes el poetizar se circunscribe en nombrar creando un espacio de empatía, cordialidad, comprensión. Para darle una dimensión humana al cosmos y sacarlo de la desmesura, es necesario conocerlo. Rodolfo pone a la mano el aroma y la forma de la vida, y con el uso del diminutivo –hilito, sopita, palomitas, manguitos, bodoquito- domestica una naturaleza a ratos torrencial porque conoce sus nombres de pila más que sus grandes apellidos. Y lo hace sabiendo que esa naturaleza nunca se entrega en su totalidad, porque el misterio sigue siendo el centro de todo lo que late.
Sobresale en la poesía de Rodolfo el ritmo, que tiene que ver con una búsqueda expresa de lo sonoro: “dicen que el viento dejó/ la música del sueño/ un burum/ la música del sueño”, eso que a veces se logra con la cadencia de la enumeración: “tepezcuintes, chachalacas, yaguarundis, y palomas torcaces, coliblancas y tórtolas moradas”.
Rodolfo hace el relato de su experiencia con un tono despojado, a ratos en una cuerda coloquial cruzada por el relampagueo de logradas imágenes. Dice: “soplo de luz rasgando un mar callado”, “El viento cruza mi ventana como un huracán de agitados delfines”. Es importante también en estas páginas el modo de describir con un lenguaje que la crítica nicaragüense Gladis Miranda Arellano calificó de “claro y directo, sencillo y sobrio”.
Si en este libro cada parte de la selva enseña algo de su libertad, hay que decir que hay un claro testimonio en el tránsito humano de esos paisajes; las vicisitudes de los trabajos y las luchas por dignificarse. Y en esto también Rodolfo habla desde lo vivido. Así cruzan personajes de carne y sueño: ese Guillermo “muerto completamente”, Atanasio despedido por cuatro manitas que se agitan sobre las tablas, Juana y su tinajón, Alejandro y su bote donde crece una bromelia azul. Porque esa mirada sobre el mundo implica una posición, la del que dice: “Nadie construya su casa en la casa del otro” y en otro poema cuenta que cuando apoya su oído en la piel del futuro, escucha risas.
Hay que celebrar este Cardumen que, además de Cuajiniquil, el primer libro de Rodolfo editado en 1975 y que conserva una gran frescura, compila trabajos hasta ahora guardados en el espacio de la reelaboración y la corrección desde el 2003: Cardumen, Fotografía en sepia, Sobremesa y Pequeño poema del Colorado, además de sus obras para niños.
Ahora me callo, hay que hacer silencio, el mar está soñando en Cardumen y no hay que despertarlo.
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