Revista humanidades

Vol. 10, No. 2, Julio-Diciembre, 2020

La dimensión transpersonal de la espiritualidad: trascender mediante el arte, un recorrido histórico

Desde el arte, la literatura y la comunicación

La dimensión transpersonal de la espiritualidad: trascender mediante el arte, un recorrido histórico

The Transpersonal Dimension of Spirituality: Transcending Through Art, a Historical View

http://orcid.org/0000-0002-5063-1068 Dra. Rebeca Diego Pedro
UDLAP - Universidad de las Américas Puebla, México, México
http://orcid.org/0000-0003-4579-4425 Lic. Jordi Escortell Crespo
UA - Universitat d'Alacant, España, España
http://orcid.org/0000-0003-1654-7724 Dr. Edgar González Hernández
UDLAP - Universidad de las Américas Puebla, México, México

La dimensión transpersonal de la espiritualidad: trascender mediante el arte, un recorrido histórico

Revista Humanidades, vol. 10, núm. 2, 2020

Universidad de Costa Rica

Recepción: 26 Marzo 2020

Aprobación: 29 Abril 2020

Resumen: La espiritualidad está presente nuclear y cotidianamente en la vida de las personas ofreciendo unión entre cada uno de sus componentes. La dimensión transpersonal de la espiritualidad permite a la persona conectar con algo más allá de ella misma. Por ello, el arte ha sido uno de los principales vehículos que la humanidad ha utilizado históricamente para trascender. El objetivo de este trabajo es realizar un recorrido histórico por las manifestaciones artísticas de las primeras comunidades atendiendo a los vínculos entre arte y espiritualidad. A través del análisis de los primeros períodos históricos y sus obras de arte se contemplará cómo la espiritualidad ha formado parte del ser humano desde sus orígenes siendo un fenómeno dinámico. También se abordará cómo el arte ha permitido esa trascendencia personal de cada individuo consigo mismo, con un ser superior o mediante la conexión con los demás miembros presentes y futuros de su comunidad.

Palabras clave: Espiritualidad, Trascendencia, Arte, Psicología, Humanidades.

Abstract: Spirituality is present in a nuclear way in the life of people offering a union between each of the components of their daily lives. The transpersonal dimension of Spirituality allows the person to connect with something that goes beyond themselves. In this aspect, art has been one of the main vehicles throughout history that humanity has used to transcend. The present work focuses on making a historical journey through the artistic manifestations of the first communities attending to the links between art and spirituality. Through the analysis of the first historical periods and their works of art, it will be possible to contemplate how Spirituality has been present in humanity since its origins being a dynamic phenomenon and, the way in which art, has allowed that personal transcendence of each individual with himself, with a superior being or by connecting with the other present and future members of his community.

Keywords: Spirituality, Transcendence, Art, Psychology, Humanities.

1. Introducción

La espiritualidad forma parte del ser humano desde su origen. Asimismo, es un aspecto que ha sido repetidamente abordado a lo largo de los siglos por multitud de tradiciones filosóficas, culturales, psicológicas y sociales. La espiritualidad es un ámbito del ser humano que todas las civilizaciones han cultivado durante milenios. Se trata de atender a ese “espacio interior del mundo” y al espacio propio (Benito, Barbero y Dones, 2014). Uno de los principales factores de confusión a la hora de establecer una definición de lo que es la espiritualidad es la asociación repetida del término "espiritualidad" con el fenómeno "religioso". Sin embargo, pese a no ser sinónimos, podría existir una relación entre la experiencia religiosa y la experiencia espiritual (Hill y Pargament, 2003; Koening, 2008; Sinclair, Pereira, Raffin, 2006; Surbone y Baider, 2010).

Espiritualidad y religión no son elementos mutuamente excluyentes, sino que pueden superponerse o existir separadamente (Mytko y Knight, 1999). El ser espiritual no depende exclusivamente de la variable "religiosidad" sino que, desde la literatura científica, se considera la espiritualidad como término más amplio que la religión (Rowe y Allen, 2004) considerando la espiritualidad como concepto holístico e inclusivo (Visser, Garssen, Vingerhoets, 2009). Las creencias, más allá de su componente religioso o no, han estado ligadas a la espiritualidad y forman parte de esta, ofreciendo así aportaciones de gran valor en la dimensión transpersonal que deben ser consideradas para aproximarnos al ser humano de modo más integral.

En cuanto al arte, la literatura apunta que el verdadero origen del comportamiento simbólico-artístico de la humanidad actual nace con el homo sapiens, pese a la existencia de puntuales manifestaciones de arte anteriores. Hay que considerar que muchas de las representaciones artísticas están relacionadas con el mundo de la mente y de la religión, como ocurre también en la mayoría del arte occidental (Fullola y Nadal, 2005).

1.1. Espiritualidad, consideraciones generales

La espiritualidad está presente de forma nuclear en la vida del individuo. Emerge en cada vivencia a la que se le otorga un significado, mediante la relación humana en que el afecto permite el enriquecimiento mutuo o en actos de solidaridad y cooperación que facilitan la pertenencia más allá de la persona, sea o no consciente de dicha presencia espiritual. Se representa, por tanto, en la cotidianidad del ser humano al ofrecer unión, conexión e influencia entre cada uno de sus componentes (Benito, Barbero y Payás, 2008; Cruzado, 2015). Además, es importante destacar que la naturaleza esencial como seres humanos es profundamente espiritual (Benito, Barbero y Payás, 2008). Por ello, las necesidades espirituales son parte del ser humano, emergen del interior de la persona y se manifiestan de manera transversal en cada cultura (Benito et al., 2014; Ruth, 2002; Torralba, 2010). Los seres humanos son intrínsecamente espirituales en tanto que están en relación consigo mismos, con el resto de los seres, con la naturaleza y con lo significativo o sagrado (Jonas, 2001; Mount, Boston y Cohen, 2007).

En relación con el marco contextual de desarrollo del individuo, la literatura consultada remarca que la expresión de la espiritualidad está profundamente relacionada con la cultura y el área social de referencia del sujeto (Benito et al., 2014; Lowenthal et al., 2001; Moberg, 2002). Por lo tanto, la espiritualidad presenta una variedad de formas diferentes que se manifiestan mediante la sabiduría, las prácticas y los enfoques de vida, entre otras (Sheldrake, 2012).

Por último, la espiritualidad puede facilitar la germinación de armonía. Mediante este componente, la persona puede sentirse íntegra y digna, reconfortada con ella misma, con sus seres queridos y/o con una fuerza superior que va mucho más allá de sí misma o del resto de sujetos significativos (Barreto et al., 2015). Por ello, la espiritualidad puede ser un agente de cambio en la restauración de las relaciones adecuadas y la recuperación de la dignidad (Benito, Barbero y Dones, 2014).

1.2. Dimensiones de la espiritualidad desde la aproximación científica psicológica: de lo intrapersonal a lo transpersonal

Desde el enfoque psicológico, se definen tres dimensiones de la espiritualidad que permiten aproximarse de modo claro y directo a su estudio. De forma esquemática se puede resumir esta red de relaciones siguiendo a Mount, Boston y Cohen (2007), quienes exponen que, a través de procesos de revisión de la vida, búsqueda de sentido, despedidas y dotación de legado se refuerzan las llamadas conexiones sanadoras. Estas conexiones se establecen consigo mismo (intrapersonales), con el resto de seres (interpersonales) y con el mundo fenomenológico y trascendente (transpersonales). Las experiencias de plenitud e integridad tienen como aspectos más destacables: la capacidad de encontrar la paz, la percepción de sentido y significado en la vida, y la capacidad de elegir la actitud frente a la adversidad. Se destaca que este proceso representa una experiencia única e individual de la que la persona o la comunidad es protagonista absoluta. La misión del arte sería acompañar en este descubrimiento de lo espiritual, mediante la creación una atmósfera de seguridad que facilite esta adaptación progresiva.

En cuanto a la dimensionalidad del constructo y atendiendo a la propuesta de Benito, Barbero y Payás, (2008) se define la dimensión intrapersonal como aquella que aborda el sentimiento de integridad entendida como la congruencia con los propios valores, la coherencia y la armonía, así como la búsqueda de un propósito, del sentido de la vida, la dotación de significado de la experiencia y el encuentro de un motivo que actúe como motor del día a día. La dimensión interpersonal responde a la calidad de ser reconocido como persona con respeto y dignidad; las transacciones armónicas, la capacidad de perdonar y de ser perdonado, de reconciliarse con las relaciones pasadas; la conexión con el resto de seres sintiéndose amado y amando. La dimensión transpersonal versa sobre la posibilidad de vivir en las obras, de ser recordado y dejar una herencia o legado; la confianza en la pertenencia más allá del individuo, trascender de uno mismo, sentirse parte de una realidad superior.

Así pues, se puede decir que, mediante estas tres dimensiones, se hace un ejercicio para explicar y comprender el concepto abstracto y amplio de espiritualidad de modo más claro. La creación de estas tres dimensiones, además, permite obtener un enfoque científico, lo cual redunda en un mayor conocimiento en este campo de estudio. En este artículo se abordará la dimensión transpersonal, que permite a la persona conectar con algo que va más allá de sí misma (Benito, Barbero y Payás, 2008). En este sentido, la literatura refiere una gran cantidad de formas y tecnologías del conocimiento que tienen por finalidad la trascendencia de la persona, contemplando entre otras, la naturaleza, la cooperación o la paz. Pero, si cabe señalar un camino trazado por el ser humano a lo largo de los siglos para conocer y relacionarse con la espiritualidad ese ha sido, sin lugar a duda, la creación artística, el arte.

1.3. La transcendencia artística

El arte es parte fundamental en todas las culturas y es vehículo a través del cual se puede expresar sentimientos, pensamientos, valores y/o deseos. Está presente en la evolución humana, contribuye a la noción de bienestar, así como ejerce de catalizador del sufrimiento del ser humano en el devenir de la vida. Enfocándose en el plano de la dimensión transpersonal y considerando la espiritualidad desde una visión amplia y representativa, es conveniente conocer y ofrecer algunas muestras de prácticas artísticas que, tomando el plano trascendental como pilar, contribuyeron a la orientación del concepto espiritualidad tal como ha sido definido por la investigación científica de la mano de Puchalski et al., (2009) entre otras autoras y autores.

El presente trabajo se enfoca en aportar una pequeña muestra sobre las diferentes formas o metodologías artísticas que han sido utilizadas por el ser humano en los albores de la civilización para relacionarse con la espiritualidad desde la dimensión de la trascendencia. Conocer e intentar comprender estas primeras manifestaciones artísticas permite tener una clara aproximación a las mentalidades y preocupaciones de las primeras comunidades humanas, de sus sociedades, sus creencias y sus relaciones con su mundo exterior e interior. Se debe considerar, por tanto, el arte como una manifestación de un espacio y un tiempo concretos, una reflexión social y personal específica (en tanto que creación de un/a artista) y que, con la producción de la “obra”, creará una conexión con lo más íntimo de la persona, así como una relación con el resto a través del ofrecimiento de esta creación artística a su comunidad y al mundo, facilitándose pues con este gesto, la trascendencia más allá de la “obra” misma. A partir de aquí, el ofrecer un recorrido básico por las primeras muestras artísticas ligadas a la espiritualidad y trascendencia resultará ilustrativo para profundizar en la confluencia existente entre el arte y la mentalidad humana pues, en palabras del historiador y divulgador del arte E. H. Gombrich, “toda historia del arte no es una historia del progreso de los perfeccionamientos técnicos, sino una historia del cambio de ideas y exigencias” (2008, p.44).

Por motivos de concreción y para poder ofrecer una visión, lo suficientemente diáfana a la vez que significativa del tema que nos concierne, se ha focalizado el campo de análisis tanto geográfica como cronológicamente en las primeras civilizaciones de la cultura occidental. En este sentido, dicha temporalización permitirá abordar, primeramente, el estudio alrededor de las incipientes muestras de arte prehistóricas europeas y las diferentes interpretaciones que ha dado la investigación y que conectan con los conceptos de “espiritualidad” y “trascendencia” previamente comentados. Posteriormente, se centrará en el arte y la trascendencia en una de las grandes culturas de la Antigüedad, el imperio egipcio, período fundamental en cuanto a la unión entre arte, espiritualidad y creencia.

2. Desarrollo

2.1. Trascender en la prehistoria: las primeras manifestaciones artísticas

Existen manifestaciones artísticas desde el primer momento de la humanidad, pero el verdadero origen del comportamiento simbólico-artístico en el ser humano aparece de la mano del homo sapiens, el primer antepasado que, más allá de “crear” el arte con una finalidad de conservación y/o reproducción, incorpora en sus “obras” una capacidad de interiorización que le van a permitir relacionarse con el exterior de una forma totalmente distinta al resto de mamíferos. Y es en esta capacidad de interiorización y conexión con uno mismo y con el resto que se observa la espiritualidad como inherente en el ser humano (Jager et al., 2012). El inicio, por tanto, en el estudio del arte, tal y como se entiende en la actualidad, ha sido fijado con las primeras manifestaciones artísticas creadas por las comunidades de homo sapiens. Este aspecto es consolidado a través de la literatura especializada a lo largo de los años (Barandiarán, Martí, Del Rincón y Maya, 2007; Fullola y Nadal, 2005;Hodge, 2019; Huyghe, 1965).

Si bien es claro el punto de inicio, no lo es tanto el significado que tienen estas incipientes creaciones artísticas. El modo más habitual en la investigación ha sido vincular este “arte prehistórico” con la producción artística de aquellas culturas “primitivas” existentes en la actualidad, es decir, las civilizaciones actuales que, por diferentes condiciones, permanecen en un “estadio de civilización” lo más próximo a la época prehistórica (Argullol, 1989). No obstante, al igual que en las “civilizaciones primitivas” actuales, los antepasados prehistóricos no utilizaban las representaciones pictóricas y/o escultóricas con un único sentido o función. Por tanto, supone que el paralelismo entre el “arte prehistórico” y el “arte primitivo actual” encierra en sí mismo una serie de dificultades y contradicciones, puesto que existe lo que la antropología ha nombrado como “multiplicidad de aproximaciones” para explicar dichos interrogantes (Fullola y Nadal, 2005). En cualquier caso, es evidente que las representaciones artísticas prehistóricas, como el conjunto del arte occidental, están ligadas con el mundo de la mente y de la espiritualidad. En estos primeros tiempos de la Historia de la Humanidad, lo que se denomina pensamiento mágico o religioso impregna todos los aspectos estructurales de los pueblos prehistóricos y, en consecuencia, de su arte. De este modo, las representaciones artísticas prehistóricas apuntan hacia una dualidad entre reproducir o relacionarse con aquellos fenómenos conocidos o “perceptibles” (por ejemplo, los ciclos de la naturaleza misma) y analizar o interrogar aquellos otros que son desconocidos o provocan inquietudes vitales (el nacimiento, la muerte, el más allá, el origen y finitud de las cosas…) (Argullol, 1989). Tanto en los fenómenos perceptibles como desconocidos, el arte permitirá aproximarse a esta dimensión transpersonal ofreciéndoles la posibilidad de sentirse parte de algo más grande o elevado que lo tangible e interrogarse acerca de aquello no visible. Estas inquietudes y preguntas tendrán su respuesta directa a través de la consolidación de las dos grandes posturas estéticas del arte: el realismo (se busca dar a la “obra” la apariencia de las “cosas” que se ven, apoderándose de ellas en cierto modo) y la abstracción (se impone a la materia las estructuras mentales propias de la persona “artista”) (Huyghe, 1965). Siguiendo esta línea, en la literatura se ha llegado a manifestar que el arte rupestre prehistórico nos remite a rituales chamánicos, en los cuales se considera la existencia de una “realidad visible” conectada a una “realidad no visible”, manifestación directa de la espiritualidad (Barandiarán et al., 2007; Fullola y Nadal, 2005). No obstante, dejando a un lado cuestiones puramente teóricas o interpretativas, el arte era, ya desde los orígenes de la humanidad, un facilitador de la expresión de aquello que permanecía en las mentes de los primeros homínidos y que les permitía, a través de esta vía, la trascendencia más allá de uno mismo.

El arte prehistórico inaugura así esta conexión única entre la creación artística y la vinculación del individuo con el entorno que le rodea, su mundo interior y aquello inobservable. Las manifestaciones artísticas de este vasto período son inmensas y están sujetas a profundos cambios en la medida en que una nueva excavación o descubrimiento aporta novedades al estudio histórico. Al repasar algunas muestras de arte paradigmáticas que plasman la voluntad de trascender más allá de la creación del “objeto” u “obra”, se conseguirá tener una idea de esta incipiente conexión entre arte y trascendencia –aunque sus múltiples interpretaciones siguen en discusión- que ya se contempla en los primeros pasos de la humanidad.

Las representaciones artísticas prehistóricas formaban parte de la cotidianeidad de estos grupos o comunidades primitivas y, por tanto, hay que tener en cuenta la diferenciación, según soporte material, que se establece entre el “arte mueble” (objetos decorados que pueden trasladarse) y el “arte parietal” o “arte rupestre” (pinturas, grabados, relieves, entre otros, realizados en las paredes). En este sentido, es significativo del arte paleolítico europeo la aparición de diferentes elementos decorativos del arte mueble que denotan esta unión entre la funcionalidad del objeto y su voluntad representativa. Más allá de las placas pintadas o grabadas, de arpones o propulsores óseos decorados, uno de los ejemplos quizás más significativos en cuanto a esa creación artística mágico-simbólica sea la aparición de las famosas venus paleolíticas (por ejemplo, la venus de Willendorf o la venus de Lespugue). Estas son pequeñas estatuillas de figuras de mujeres desnudas, con rostro desdibujado o sin él, con vientre, senos y/o glúteos protuberantes. Suelen tener una composición romboidal coincidiendo los vértices con la cabeza y los pies y la parte central, más ancha, con unos caracteres sexuales muy marcados. La carencia de rasgos faciales se ha atribuido a un ejercicio de abstracción, en el que se pretende resaltar solo aquello que interesa, mientras que el gran tamaño de senos y caderas ha sido vinculado a un rasgo racial propio de las poblaciones de la época que compartirían con etnias actuales (Alonso, 2018).

Ahora bien, las interpretaciones alrededor de estas estatuillas no están exentas de polémicas. Retratos, imágenes del canon de belleza de la época, culto a los ancestros, muestra de la existencia de un posible “matriarcado” prehistórico o de la importancia de la mujer en este período, etc. Ciertamente, son múltiples los significados que se les otorgan a las venus paleolíticas, pero mayoritariamente se acepta la relación de estas figuras con la Diosa madre o la Madre Tierra, sinónimo de fertilidad o fecundidad. Se entiende así que la realización de estas “esculturas” ligaría al individuo con una realidad más allá de su día a día tangible, permitiéndole trascender en la idea de fecundidad y buscando así una plasmación de sus interrogantes e inquietudes internas. En manifestaciones como las expuestas en este apartado, se observa el papel de las representaciones artísticas para responder a los interrogantes que aquejaban las mentes de los primeros seres humanos, quienes se conectaban con una realidad más grande (entiéndase la idea de fecundidad) a partir de las venus.

Este vínculo entre el arte y la trascendencia también se manifiesta a través del arte rupestre o arte parietal. Las pinturas en las paredes de las cuevas o zonas rocosas al aire libre de difícil acceso muestran un amplio catálogo de animales, símbolos, elementos abstractos y figuras humanas. Muchas veces se ha argumentado que este arte venía condicionado por ritos mágicos y propiciatorios para la caza o recolección. Según estas interpretaciones, el antepasado prehistórico pintaría en las paredes figuras de animales que querría cazar con la finalidad de trascender, consiguiendo que una serie de “fuerzas mágicas” intervinieran en su beneficio para conseguir sus objetivos. Estas hipótesis han sido matizadas, criticadas o rechazadas por la literatura a lo largo de los años (Barandiarán et al., 2007). Por ejemplo, a partir de la irrupción de corrientes de pensamiento y análisis histórico, ligadas al estructuralismo o neo-marxismo a finales del siglo XX, las interpretaciones alrededor de la pintura rupestre paleolítica variarán de esta concepción que ligaba la “magia” del arte con la caza hacia un arte que se constituye como difusor de conocimientos o reflejo de una sociedad. En este sentido, la investigación avanzará a lo largo del siglo XXI centrándose en analizar estas primitivas obras de arte como motor para transmitir aprendizajes o vivencias entre los pueblos nómadas paleolíticos, lo que supone incluir el estudio del arte dentro del estudio histórico del conjunto de toda una civilización (Hernando, 2011). En cualquier caso, con un carácter puramente mágico y/o simbólico o una voluntad transmisora, el arte de los primeros humanos adquiere una función que traspasa o transciende la “obra” en sí misma, aunque su significado siga siendo motivo de estudio y revisión.

De igual forma, con el paso del tiempo, también el arte rupestre va transformando su finalidad y/o significado. A modo de ejemplo, de las escasas representaciones de figuras humanas del arte paleolítico se pasará a un arte mesolítico y neolítico (especialmente en el caso del arte levantino de la península Ibérica) donde aparecen escenas de grupo, figuración humana, nueva simbología, etc. en lugares mucho más accesibles a las representaciones artísticas anteriores. Se aprecia así que las diferentes comunidades artísticas toman una nueva conciencia respecto a su arte y, dejando atrás posibles “obras” basadas en un fuerte componente mágico interior, se busca a partir de ese momento plasmar las vivencias de la comunidad en su conjunto (Huyghe, 1965). Cabe ligar pues estas manifestaciones artísticas a las transformaciones que se producen en esos períodos: cambios climáticos, cambios de subsistencia pasando de la caza a la ganadería, de la recolección al cultivo, en definitiva, un cambio de comunidades más dispersas y nómadas a grupos sociales sedentarios y más estructurados. Esto no supone abandonar el arte como representación simbólica del mundo que les rodea, sino que los poblados neolíticos usarán esas imágenes como “narración de unos acontecimientos observables para expresar, por analogía, y a modo de lenguaje gráfico, la posesión del mundo natural y los espíritus que lo pueblan, dueños de la vida y la muerte, rebasando la propia condición humana” (Olaria, 2001, p. 228).

Avanzando en el tiempo, la trascendencia a través del arte sigue presente en las comunidades más próximas a la aparición de los primeros imperios de la Antigüedad. Las diferentes transformaciones estructurales y sociales dan lugar también a la incorporación en el arte de elementos nuevos como es el caso de los “monumentos”. Esto simboliza también el inicio de construcciones arquitectónicas que van más allá de la creación de espacios habitables puesto que el “monumento” se concibe como un elemento representativo de la dimensión trascendental del ser humano. De esta manera, sirve como vehículo de culto a los muertos o a los poderes divinos. Los ejemplos más evidentes son las construcciones megalíticas de los periodos finales de la Prehistoria (Neolítico, Calcolítico, Edad de Bronce). Los menhires, dólmenes o las construcciones regulares y complejas, como por ejemplo el Stonehenge de Reino Unido, expresan una voluntad de comunicación, de trascendencia del ser humano con otra realidad que escapa a sus sentidos. Según el gran teórico del arte francés:

El menhir expresa ya esta función fundamental que hemos asignado al arte: crear un intermediario entre el hombre y el universo. Pues el menhir está constituido por una piedra tomada del mundo físico; procede de la naturaleza, forma parte de ella, pero esta piedra está cargada en seguida por el hombre de un sentido que no tenía por sí misma (Huyghe, 1965, p. 27).

Igualmente, los dólmenes, en tanto que su función es de panteón (tumba colectiva) suponen un vínculo y mayor atención a la idea de la muerte y las creencias ligadas a estas (Fullola y Nadal, 2005). Se comprueba que, con la aparición de una arquitectura monumental, el arte se perfecciona y se expresa la espiritualidad colectiva de las comunidades, más allá de crear obras “funcionales” o con menor carga simbólica. Se asientan aquí las bases fundamentales que cada proceso artístico seguirá en un futuro. Estas se consolidarán con la irrupción y esplendor de los imperios de la Antigüedad, lo cual refuerza los fuertes lazos existentes entre la espiritualidad, el fenómeno trascendente y la creación artística.

2.2. Arte y espiritualidad en la antigüedad: la eternidad de Egipto

La aparición y consolidación de las grandes civilizaciones antiguas supone para la Historia el establecimiento de los cimientos que edificarán los grandes pilares del pensamiento y la cultura que llegan hasta la actualidad. Así como las últimas manifestaciones artísticas prehistóricas, el arte en la Antigüedad se verá estrechamente ligado a la espiritualidad y a un carácter trascendental que supera el valor estético o de contenido que pudieran tener las obras de arte. Junto a otros focos creativos como China, India o la América precolombina, si existió un período artístico y una civilización durante la Antigüedad que se preocupó en materializar, estructurar y enseñar un arte directamente relacionado a representar lo sagrado, la divinidad y las relaciones entre individuos y dioses, ese fue el desarrollado durante el Imperio del Egipto faraónico. Un arte creado para la eternidad (López, 1996; Wilkinson, 1995).

El Egipto de los faraones fue una de las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales más organizadas y bien estructuradas de las civilizaciones antiguas y, por ende, su arte plasmará ese orden y sentido. El modo en que la sociedad egipcia percibe el mundo estará muy influenciado por cuestiones geográficas. El antiguo Egipto se situaba en el borde noreste del continente africano. Una región totalmente desierta si no fuera por el río Nilo, que aportaba fertilidad y vida a la zona, el cual a esa altura del territorio se vertebra en un delta rico en canales y recursos. La inundación anual del río les permitía el cultivo y la abundancia, lo cual contrastaba con los territorios más allá del río, caracterizados por ser desiertos. Ya en esta organización se observa la dualidad de la sociedad egipcia vinculada a la dualidad geográfica en la que estaba inmersa. Este hecho, representado como Kemet o “la tierra negra" y Desheret o “la tierra roja”, tenía un significado en el orden terrenal, pero, también, un significado en el orden cósmico entendido como la dualidad entre el Caos y el Orden, representado en muchas ocasiones por Osiris (Robins, 2008). Y del mismo modo:

El orden que los egipcios se esforzaron por mantener en el mundo que los rodeaba también fue fundamental para su arte. Las imágenes no ocupaban lugares al azar en la superficie de dibujo, a menos que hubiera una evocación deliberada del caos, sino que estaban ordenadas por un sistema de registros (Robins, 2008, p. 21).

Los vínculos entre poder y religión son evidentes durante esta época ya desde la aparición de los primeros faraones quienes eran identificados con Horus durante su vida y con Osiris después de su muerte y tendrán como misión mantener el orden (Robins, 2008). Estos datos reflejan que los monarcas, más allá de ser la máxima autoridad social y política, estaban vinculados directamente a la divinidad. Son el “dios sobre la tierra” y, aunque existen diferentes interpretaciones sobre si eran considerados como dioses directamente o como hijos o “inspiración” de la divinidad, su poder abarcaba más allá de las funciones propias de un “gobernante terrenal” mezclándose así la vida política con la religiosa de manera indisoluble (Donadoni, 1990; Padró, 2019). Esto evidencia la importancia de la espiritualidad en la vida diaria del Egipto faraónico.

Ejemplos de lo mencionado se observan en las obras pictóricas. Las diferentes jerarquías o posiciones sociales se reflejan en el arte egipcio mediante la manipulación de la escala, otorgando mayor tamaño a mayor estatus social. Además, la representación del faraón se realiza en una escala similar o igual a la representación de las deidades con quienes interactúa, aún más grande que las representaciones de súbditos. De hecho, las representaciones en dos y tres dimensiones estaban orientadas a crear imágenes que ejercían como representaciones significativas de los cultos a los dioses y a la muerte. Mientras que les esculturas ofrecían a las deidades un lugar donde morar, las representaciones pictóricas de la muerte ejercerían un papel fundamental a la hora de asegurar la supervivencia en la próxima vida. Además, ofrecerían un punto de encuentro entre los reinos de los vivos y de los muertos, donde la persona fallecida podría recibir las ofrendas de los vivos. Estas ofrendas, según el entendimiento y la mentalidad egipcia, estarían disponibles pues en la próxima vida (Robins, 2008).

Para las personas de Egipto existía un “más allá”, una vida que seguía después de la terrenal y, por tanto, las acciones u obras realizadas iban ligadas a la trascendencia. Imágenes de deidades protectoras encontradas en casas, muebles y ornamentación crearían una protección poderosa frente a las fuerzas malignas del universo (Robins, 2008). Estas representaciones artísticas, se encaminaban en la línea de conservación y permanencia para augurar una prosperidad en tiempos venideros.

Según la concepción y espiritualidad egipcias, el ser humano estaba compuesto por una serie de “elementos” o “partes”, algunas de las cuales pertenecían a la realidad “tangible” mientras otras formaban parte de una realidad “intangible”, estas referidas, en términos del concepto psicológico de espiritualidad, a aquellos elementos abstractos y propios del mundo no visual, dadores de, pertenencia más allá de uno mismo y ligados al mundo trascendente. Adentrarse en la religiosidad egipcia supondría desviarnos en exceso del objetivo del presente trabajo, pero cabe señalar tres “elementos” o conceptos fundamentales para comprender la voluntad de trascender que posee el arte del Egipto Antiguo. En primer lugar, para la civilización egipcia el ba (o bai) parece corresponder a la parte del ser humano que más se asemeja a nuestra concepción actual del “alma”, una fuerza animada y única que marca la diferenciación y personalidad del individuo (Padró, 2019). Es un elemento ligado al cuerpo vivo, pero que adquiere su fuerza en el momento de la muerte cuando, liberado de la corporeidad física, tiene la libertad de deambular entre el mundo de los vivos y el de los muertos, pues según la creencia el ba tenía la capacidad de viajar por el mundo de los vivos durante el día y regresar a su “cuerpo” durante la noche en busca de descanso (Garzón, 2017; López, 1996).

Un segundo elemento, el ka se ha establecido como el “doble divino” del individuo, una esencia o fuerza vital innata que otorga la “vida” al cuerpo del individuo (Garzón, 2017; López, 1996; Padró, 2019). El ka es un elemento que no muere en sí mismo, pero el abandono del cuerpo humano por parte de este elemento sí supone la muerte del individuo y el inicio del camino hacia un más allá. Finalmente, un tercer componente que enlaza los dos anteriores sería el akh o aj que se trataría de una especie de ser luminoso divino, relacionado exclusivamente con el mundo de los muertos y el más allá. Garzón explica que:

La conversión a este elemento ocurría cuando el individuo fallecido conseguía salir de la tumba y reencontrarse nuevamente con su “ka”. Como el cuerpo físico o “khet” no podía moverse por su estado inerte, esta acción era responsabilidad de “ba”. Se vincula esto, por lo tanto, a la concepción de renacimiento y, al mismo tiempo, con la inmortalidad, pues este elemento, el “aj”, es en sí mismo es inmortal (2017, p.120).

Vistos estos aspectos se hace evidente que el arte egipcio es la expresión máxima de su espiritualidad y que entre sus finalidades está la de crear obras para la trascendencia, que fueran útiles dentro de la concepción misma de esa religiosidad. De este modo, los artistas anónimos de esta época producirán creaciones para materializar y transmitir esas creencias colectivas, por tanto, es importante que el artesano/artista conozca el significado de aquello que representa más que la capacidad estética u originalidad que posea en crear figuras novedosas o bellas. Además, este arte sagrado es un arte oficial y, por consiguiente, prescinde de cualquier expresión individual y se rige por unas normas, lo que en historia del arte se denomina un “estilo”, que dotan de una armonía y equilibro a todo el conjunto artístico (Argullol, 1989).

El arte egipcio ha producido un interesante legado de ejemplos de la conexión entre expresión artística y espiritual. Indudablemente, por su forma, su grandiosidad y su perdurabilidad a lo largo de los siglos, la primera referencia artística que viene a la mente al hablar de Egipto serán sus pirámides. Estas estructuras funerarias, lugares de enterramiento de faraones y personajes de renombre social, evidencian la importancia de la trascendencia en esta civilización. Dichas estructuras permitían, según la espiritualidad de la época, la “vida más allá” con la conservación y protección del cuerpo y memoria de sus difuntos. Dado que, para los egipcios, como se ha señalado previamente, la “muerte” del individuo suponía el inicio de una nueva vida en el más allá y que el cuerpo inerte todavía ejercía una serie de funciones en este tránsito, no sorprende que las pirámides tuvieran esa estructura sólida (fortaleza para el cuerpo del difunto) y una forma triangular que, según ciertos autores, ayudaría al difunto en una ascensión hacia el mundo de los muertos (Gombrich, 2008).

La tumba era la “casa” del difunto y, por tanto, tenía su propia organización como tal: una parte social, una parte dedicada a las ofrendas, una parte privada, etc. Como cualquier casa, únicamente tenían sentido si en ella habitaba un individuo, cuya personalidad era única (Donadoni, 1990). Por este motivo, los rituales funerarios ligados a estas sepulturas confirman esa voluntad de trascender a través de un minucioso trabajo de embalsamamiento del cadáver y la colocación de la momia en un cofre o sarcófago de piedra, creado específicamente para cada ocasión y difunto, que recibía precisamente el nombre de neb anj (“señor de la vida”) (López, 1996) para su preservación. Se trataba no solo de conservar el cuerpo, sino también de hacer perdurable su apariencia, por eso, en las cámaras mortuorias, se colocaban esculturas con retratos simples y solemnes del faraón esculpidos en granito. Se considera que estas eran el soporte material del ka (fuerza vital) del faraón difunto (Padró, 2019). Por consiguiente, el ba (alma) debía poder reconocer sus propias estatuas para juntos iniciar ese proceso ligado al renacimiento e inmortalidad (López, 1996) y, de este modo, conseguir que “el hombre perdure mediante su representación. El arte se convierte, entonces, en un vehículo para la eternidad” (Argullol, 1989, p. 37).

Como se observa, no se busca la belleza o el gusto en estas obras, sino el “mantener viva” a la persona difunta, logar que trascienda y se eleve hacia otros niveles de conciencia (según sus creencias) y también que trascienda a través de los tiempos, que sea recordada y perdure su imagen, sus logros y su personalidad a través de los tiempos. Es por esto por lo que, una denominación egipcia para el artesano-escultor era precisamente “el-que-mantiene-vivo” (Gombrich, 2008). Estos lazos entre arte y espiritualidad dentro de las pirámides se refuerzan con la aparición de los murales pictóricos (en tumbas y otros monumentos) que plasman las ceremonias religiosas de esta civilización. Nuevamente se busca la perfección mediante la representación más clara y perpetua posible, sean escenas religiosas, políticas o de la vida cotidiana. Como se ha citado anteriormente, cada elemento ocupa el lugar que le corresponde, no hay nada dejado al azar, puesto que todo responde a un canon prestablecido con unos objetivos marcados. El artista, quién previamente había aprendido el “estilo”, tenía que plasmar aquellas escenas que sabía que pertenecían al difunto con el mejor y mayor detalle posible. Paisajes vegetales, escenas familiares o los mismos rituales de enterramiento han quedado estampados en los muros de estos monumentos con precisión exquisita. Tanto es así, que los zoólogos actuales han podido llegar a identificar muchas de las especies de aves y animales que aparecen en las paredes de las pirámides (Gombrich, 2008).

Otro de los elementos arquitectónicos, que también resultan interesantes a la hora de indagar en el arte egipcio y su espiritualidad, son los templos dedicados a los diferentes dioses y diosas. Estos edificios, con un mayor apogeo durante el período denominado Imperio Nuevo, estaban divididos en una parte abierta al público (un patio porticado y una serie de salas) y un “templo cerrado” exclusivo para el personal ligado al culto donde se encontraba la capilla del dios o diosa, en la cual reposaba una pequeña estatua de la divinidad. Además, la gran mayoría de templos, disponían de otras instalaciones como jardines, talleres, archivos, biblioteca e iban precedidos por una avenida de esfinges (dromos o camino del dios) (Padró, 2019).

Por otra parte, resulta interesante la aparición en los muros de grabados que mostraban al faraón junto otras divinidades protectoras. En los pilonos de los templos se pueden encontrar escenas donde aparece el faraón sujetando por la cabellera un grupo de enemigos u otras donde encontramos al monarca vencedor delante de prisioneros arrodillados. Es claro que estas representaciones funcionarían como “propaganda oficial”, por su ubicación y su realismo, pero no es menos cierto que también se buscaba una “magia propiciatoria” para conseguir la victoria y el establecimiento del Orden frente al Caos por parte del faraón. Por ello las imágenes se realizaban en los templos, de esta manera, ejercía así la doble función propagandística y protectora del recinto sagrado (Arroyo de la Fuente, 2009).

Todas estas muestras del arte, como vehículo para trascender más allá de la propia obra o del propio individuo, tendrán también sus paralelismos con otros aspectos artísticos o culturales en el Egipto Antiguo. A modo de ejemplo, los mismos rituales de enterramiento eran considerados necesarios a la hora de beneficiar el paso del difunto hacia la inmortalidad. Los procesos de momificación o las fiestas de los muertos donde se visitaban tumbas y se reunía a la gente son muestras de ello. De este modo, la civilización egipcia tenía en alta consideración la continuidad del tiempo y, aunque el difunto no dependía de la memoria de sus supervivientes (ya que, como se ha señalado previamente, algunos de los “componentes” del ser humano gozaban de capacidad de acción propia), la deuda del presente con el pasado era evidente y la “solidaridad” entre los que son y los que se han ido fundamental (Donadoni, 1990).

También, los textos aparecidos en los sarcófagos buscan esta conexión entre la vida y la muerte. Probablemente, la compilación funeraria más significativa de estos escritos sea el famoso Libro de los Muertos, derivado directamente de los Textos de los Sarcófagos del período conocido como Imperio Medio (Padró, 2019). Esta obra es un claro ejemplo de la dimensión transpersonal de la espiritualidad en el Egipto Antiguo. En dichos textos se describen los procesos que seguirían los muertos al entrar en contacto con las diferentes divinidades para, una vez superados estos, sobrevivir resucitados en el paraíso de los “Campos Elíseos” o “Campos de los Juncos” (paraíso del dios Osiris en el más allá). Estos documentos siguen las directrices marcadas por el arte, que vienen siendo comentadas desde el principio de este epígrafe, y buscan una función más allá del puro entretenimiento o de la narración de hechos. La lectura de un pequeño fragmento del capítulo o letanía CXC, la última del Libro, evidencia esa voluntad de buscar la eternidad:

Este Libro revela los secretos de las moradas de Duat (inframundo); sirve como guía de iniciación a los misterios del mundo inferior […] entonces el Alma de todo aquel difunto por quien hayan sido recitados estos textos podrá circular entre los vivos, a plena luz del día; será poderosa cerca de los dioses… y los dioses, después de examinarla, reconocerán en el difunto a su igual… En verdad, este Libro es un misterio muy grande y muy profundo… (Champdor, 2006, p. 75).

Como se ha podido comprobar, el arte egipcio fue capaz de representar aspectos culturales y/o religiosos que no se podrían apreciar a simple vista, e iban más allá de la percepción propia que se tenía de la obra de arte. En otras palabras, el arte egipcio traspasó el “mundo visible” o “terrenal” puesto que

lo importante no es representar lo que estimula los sentidos, sino trascenderlos, y (esto) encaja a la perfección en las concepciones de un arte al que se consideraba cargado de poder mágico y, por tanto, dotado de la capacidad de dar realidad a lo que representa (Alegre, 2013, p. 299).

Esta impregnación de lo trascendente se plasma también más allá de las propias obras artísticas como, por ejemplo, en la escritura jeroglífica, la cual se utilizó para reforzar esta dimensión simbólica del arte. No en vano, este sistema de escritura utilizado en el Egipto Antiguo recibe el nombre de medu netcher, cuya traducción sería “palabras de dios” (Wilkinson, 1995).

El Imperio faraónico supone, por tanto, una de las mayores expresiones en cuanto comunión entre trascendencia y arte. Esta es una idea no ajena a las demás civilizaciones de la Antigüedad, especialmente las más próximas, tanto por geografía como por intercambios culturales. por ejemplo, el arte desarrollado en Mesopotamia responde a una voluntad de mantener en la memoria las gestas de sus reyes o las escenas de su vida diaria, pero, probablemente, el hecho de que no concibieran la vida después de la muerte del mismo modo que la cultura egipcia, ha provocado que tengamos menor producción artística conservada en la actualidad (Gombrich, 2008). De igual modo, se podrían incluir en este apartado las culturas minoica y micénica, conocidas como “culturas prehelénicas”, que fueron la antesala de lo que sería el nacimiento de la cultura y arte griegos.

3. Conclusiones

A lo largo de los siglos posteriores, las manifestaciones artísticas han ido reproduciéndose, ampliándose y modificándose. Asimismo, conducen hasta el arte que se conoce actualmente y a las diversas funciones que se desprenden. De esta forma, y desde aquellas primeras “obras” de los antepasados, el arte ha seguido formando parte nuclear de la estructura humana y de sus vidas hasta llegar a la actualidad por el simple hecho de que contribuye al bienestar de las personas. Contemplar y analizar una obra de arte supone una especie de conexión con un mundo que va más allá de lo que se percibe en ese instante a través de los sentidos. Cuando se trata de una obra que pertenece al pasado, su observación entraña además un vínculo con esa comunidad primitiva y con lo que supone esa obra de arte que ha trascendido al paso del tiempo. Es por tanto que, mediante la observación de la obra, la persona se sitúa en un contexto histórico, social y cultural concreto y, además, resuena con aquel repertorio de creencias que permitía a las comunidades conectar y trascender más allá de la vida física. En una conferencia pronunciada en Buenos Aires en 1940, el escritor y pensador vienés Stefan Zweig sintetizaba estos pensamientos al decir que:

De todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación. Nuestro espíritu humano es capaz de comprender cualquier desarrollo o transformación de la materia. Pero cada vez que surge algo que antes no había existido […] nos vence la sensación de que ha acontecido algo sobrenatural […]. Y nuestro respeto llega a su máximo, casi diría, se torna religioso, cuando aquello que aparece de repente no es cosa perecedera […] sino que tiene fuerza para sobrevivir a nuestra propia época y a todos los tiempos por venir […]. A veces nos es dado asistir a ese milagro, y nos es dado en una esfera sola: en la del arte (Zweig, 2015, p.13).

El estudio entre los vínculos existentes entre arte y “espiritualidad”, sea en otras épocas históricas o en la actualidad, precisa de un mayor análisis por parte de la comunidad investigadora para profundizar en el estudio de las relaciones del individuo consigo mismo y con el mundo que le rodea y con aquello que le permite trascender y unirse a una realidad suprasensible, superior y que traspasa conceptos como tiempo y espacio. No es abundante la literatura que aborde este tema directamente, por ello, el objetivo de este trabajo ha sido realizar una primera y esquemática aproximación al asunto y, debido a esto, precisa de una mayor profundidad en el análisis de las muestras artísticas. Además, es interesante ampliar las evidencias de las civilizaciones estudiadas (revisar con mayor profundidad los diferentes períodos prehistóricos – Paleolítico, Neolítico, Calcolítico, Edad de Bronce, etc.). Así como buscar los paralelismos con otras culturas coetáneas de las mismas (en el caso de la Antigüedad revisar la producción artística y sus significados de civilizaciones como la China, la India o la América precolombina). Igualmente, seguir con el estudio de manera cronológica a través del prolífico arte griego, el arte romano, el del primer cristianismo, el arte islámico y las nuevas concepciones renacentistas, ayudará a reforzar esa capacidad transmisora del arte entendida desde el plano de lo trascendente.

Siguiendo en esta línea, y abriendo puertas e interrogantes a futuras reflexiones, también, es interesante profundizar en esa capacidad trascendente del arte, ya no solamente por sus cualidades o habilidades creativas individuales o por su perdurabilidad más allá de uno/a mismo/a, sino por su valor psicológico (Damasio, 2010). Por tanto, revisar el uso “sanador” de las obras de arte y su relación con las diferentes sociedades históricas supondría un paso más en el conocimiento interdisciplinar de las relaciones humanas-artísticas.

Visto este recorrido histórico, a través de la dimensión transcendental ligada al arte, se podría concluir que la espiritualidad ha estado presente en el ser humano desde sus orígenes como fenómeno dinámico y asociado a la autotrascendencia, la trascendencia con un ser superior y la comunión con otros seres y que, en este proceso, el arte ha sido un facilitador para ello. Dicha experiencia trascendente, sería, por tanto, subjetiva e individual en tanto que está sujeta al ojo que la observa, y sería comunitaria en tanto que representa creencias, ideas o tradiciones de diferentes culturas y civilizaciones históricas. Con todo lo referido anteriormente, se concluye que la dimensión espiritual se expresaría ya en las civilizaciones mencionadas mediante la búsqueda de sentido, propósito y trascendencia; orientándose a conectar con uno mismo, con la inmediatez, con otros seres, con la naturaleza y con lo significativo y/o sagrado (Paloutzian y Park, 2014; Sari y Hartati, 2014) teniendo como instrumento el soporte artístico.

Es por todo lo expuesto, que el arte conforma un lenguaje de expresión. Como cita Balducci (2011), es el idioma universal que habla de todos y para todos, es el espíritu que da a cada uno la conciencia de ser parte de la familia universal. Y es este arte, el que abre las puertas a la reflexión y a la conexión consigo mismo y con la comunidad, siendo parte del universo, facilita así la trascendencia.

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