Desde las ciencias sociales, la filosofía y la educación

Lo posmoderno, una clarificación conceptual

The Postmodern, a Conceptual Clarification

Mag. Juan Camilo Puentes
Universidad de Salamanca, Salamanca, España

Lo posmoderno, una clarificación conceptual

Revista Humanidades, vol. 12, núm. 2, e51303, 2022

Universidad de Costa Rica

Recepción: 23 Febrero 2022

Aprobación: 21 Abril 2022

Resumen: Con ocasión de las profundas transformaciones del siglo XX, especialmente las tecnológicas y comunicativas, la ciencia política se ha valido de nuevos instrumentos epistemológicos para explicar la realidad y los fenómenos que le atañen. Una de estas herramientas es el macromolde posmoderno, surgido con fuerza en la disciplina filosófica pero que, paulatinamente, se ha ido convirtiendo en una escuela de pensamiento autónoma que incorpora sus propios principios, reglas y valores. Sin embargo, ya sea por la reticencia científica que genera o su origen transdisciplinar, es muy poca la literatura académica que ha desarrollado rigurosamente las características epistemológicas de este macromolde: su naturaleza normativa, sus fronteras conceptuales o sus alcances explicativos. Por esta razón, el presente artículo busca dotar de un sentido inequívoco a lo posmoderno en el universo político, dando cuenta de su aplicación como corriente de pensamiento (posmodernismo) y como periodo histórico (posmodernidad), utilizando una metodología propia de la teoría política normativa, específicamente, la aclaración conceptual.

Palabras clave: enfoque científico, filosofía política, conceptualización, teoría política.

Abstract: Because of the profound transformations of the 20th century, especially the technological and communicative ones, political science has adapted new epistemological instruments to explain reality and political phenomena. One of these tools was the postmodern approach, which emerged strongly in the philosophical discipline but, gradually, became an autonomous school of thought that incorporates its own principles, rules, and values. However, either due to the scientific reluctance it generates or its transdisciplinary origin, very little academic literature has rigorously developed the epistemological characteristics of this approach: its normative nature, its conceptual boundaries, or its explanatory scope. For this reason, this article seeks to give an unequivocal meaning to the postmodern in the political universe, accounting for its application as a school of thought (postmodernism) and as a historical period (postmodernity), using a methodology typical of the political theory, specifically, conceptual clarification.

Keywords: scientific approach, political philosophy, conceptualization, political theory.

Introducción

Una de las características fundamentales de las sociedades actuales es la rapidez con la que experimentan transformaciones profundas, multifacéticas y constantes. A diferencia de otros periodos históricos en donde los cambios sociales requerían de largos intervalos de tiempo, la posmodernidad se muestra como un conglomerado de estructuras flexibles que permiten interacciones categóricas de manera instantánea y pragmática en diversos escenarios. Ya no solo son la religión o la ciencia los indicadores que dan paso a una nueva época: ahora son las relaciones sociopolíticas, las consideraciones estéticas, los estilos de vida, entre otros factores, los que mejor representan los arquetipos propios de esta evolución. Particularmente, a ese proceso complejo que condensa fenómenos como la revolución tecnológica, la globalización, el consumismo o la personalización, se le designa el adjetivo de posmoderno.

Comprender las características de este concepto no es tarea sencilla. En la literatura académica se suele usar indistintamente las nociones de posmodernidad o posmodernismo para aludir a múltiples categorías, por ejemplo, un periodo de tiempo, una escuela de pensamiento (o paradigma científico), una corriente filosófica o un producto cultural y artístico. Esta incapacidad de converger en una acepción uniforme y estándar, precisamente, denota la complejidad de una noción que nace en el seno de la filosofía, que luego se extiende a la sociología y que, en última instancia, termina irrumpiendo en la economía, la literatura, la arquitectura, entre otras artes y humanidades. Tal es la magnitud del concepto que, hoy en día, sin ningún tipo de cálculo ni reparo teórico, se suele concebir erróneamente todo producto o experiencia que surja de la sociedad contemporánea como propio de este proceso.

Sin embargo, las cualidades de esta actitud representan ante todo una postura crítica, por no decir distópica, de una realidad construida con fundamento irrestricto en el Estado, la ciencia y el mercado. Por esta razón, es indispensable conocer a profundidad los antecedentes sociales y teóricos de lo moderno, es decir, aquellos elementos tradicionales sobre los cuales se ha cimentado lo posmoderno ya sea positiva o negativamente. En otras palabras, comprender exhaustivamente el presente requiere la apropiación de cuatro componentes que abarcan una porción de la realidad determinada, que expresan una naturaleza teórica específica y que, aunque sean similares, poseen connotaciones sustanciales independientes: modernidad, modernismo, posmodernidad y posmodernismo.

El presente capítulo pretende, justamente, brindar una aclaración teórica de las categorías en mención. En la primera parte, se estudian los conceptos de modernidad y modernismo haciendo especial énfasis en su naturaleza filosófica y sociológica. Bajo esta premisa, lo moderno puede hacer alusión a un periodo histórico que se fundamenta, ante todo, en la razón, y por extensión en el método científico como el principal instrumento de concebir, fundamentar y explicar la realidad; pero, además, este se caracteriza socialmente por una subordinación desmesurada e incontrovertible a los poderes del Estado, la ciencia y el mercado. Y, por otra parte, lo moderno también puede referirse a una corriente de pensamiento, ya sea a un conjunto de postulados filosóficos que nacen con la obra de Descartes, o artísticos, que se expresan a través de la literatura, la pintura o la arquitectura.

En la segunda parte, se investigan los conceptos de posmodernidad y posmodernismo. Al igual que ocurre con las nociones mencionadas previamente, se parte de la distinción de lo posmoderno como experiencia cronológica o como fundamentación teórica. En el primer escenario, se estudian particularmente los orígenes y características de la posmodernidad a partir de tres categorías relevantes: la cultura, la economía y la comunicación; en definitiva, se analizan los cambios que proyecta la sociedad posmoderna a través de fenómenos como la cultura mainstream, el espectáculo, el simulacro, el posfordismo o la revolución comunicativa. Y, en el segundo escenario, se abordan cuáles son los fundamentos teóricos más importantes del posmodernismo como macromolde y como enfoque analítico: su visión pesimista del futuro, su intención por desvelar las grandes paradojas del conocimiento y, más importante aún, su voluntad por deconstruir las grandes e imperantes metanarrativas de la realidad.

Asimismo, teniendo en cuenta los objetivos y el objeto de estudio previos, es posible enmarcar la presente investigación dentro del área académica de la teoría política, disciplina científica perteneciente a la ciencia política. Como el objetivo primordial de la investigación es el estudio de un concepto político fundamental, en este caso el de lo posmoderno, se escogió el análisis conceptual como pauta investigativa. Con dicha elección, se pretende aclarar y hacer comprensible esta noción en un contexto político, usando herramientas metodológicas como la definición (especificación de elementos) o la síntesis conceptual (determinación de conexiones lógicas y coherentes con otros conceptos). Por último, como fundamento normativo, se utilizó una fuerte argumentación de la historia del pensamiento político con base en un enfoque tradicional. En otras palabras, se utilizó una interpretación textualista del concepto de lo posmoderno, dando continuidad a la intemporalidad de los postulados filosóficos sobre esta cuestión.

1. Modernidad y modernismo

Debido a la extensa y variada literatura que se ha escrito al respecto, hablar de modernidad y modernismo puede convertirse en un asunto problemático, especialmente, por el uso disímil y discrecional que suele otorgársele a ambos términos. En ocasiones, son usados como sinónimos para referirse a un mismo objeto: un periodo de tiempo, un movimiento cultural, una forma de organización social o una categoría filosófica. Pero, en otras circunstancias, son utilizados como conceptos antagónicos e independientes gracias a los diversos desarrollos normativos y culturales de algunas disciplinas artísticas y científicas. Muestra de ello es el uso que se le ha dado como condición estética en saberes como la literatura o la pintura (James Joyce, T. S. Eliot, Pablo Picasso), o como proceso social dentro de la sociología o la filosofía (Simmel, Marx, Durkheim)1.

En su sentido más clásico, el vocablo modernidad proviene del latín modernus que fue utilizado desde el siglo V d. C. para distinguir la época cristiana en el Imperio romano de su pasado pagano (Habermas, 1983, p. 3). A partir de allí, sirvió para contraponer todo tiempo presente al conjunto de tradiciones, ideas y procesos previos, dotándolo de un carácter de validez y de reacción frente a concepciones del mundo insuficientes o en desuso. No obstante, este antecedente lingüístico no supuso en ningún momento una coincidencia cronológica con el surgimiento, justamente, de la Edad Moderna. Como asegura Kurth (1992, p. 27) , la modernidad fue un proceso histórico que comenzó un milenio después con la invención de la imprenta de tipos móviles, se consolidó con la Reforma protestante y la Ilustración, y culminó con la estandarización del sistema educativo occidental a finales del siglo XIX y comienzos del XX.

Autores como Patton (2001) han sostenido que la modernidad se encuentra estrechamente relacionada con los cambios económicos y sociales surgidos a finales del siglo XVIII. Más concretamente, señala que sus orígenes recaen, primero, en los albores de la Revolución Industrial, hecho que permitió el desarrollo de nuevas tecnologías e infraestructura: sistemas de producción de energía eléctrica, medios de transporte y medios de comunicación; y segundo, en el surgimiento de la ciudad como una construcción institucional en la que convergen los procedimientos burocráticos del Estado, la prestación de servicios públicos (sanidad, seguridad, educación) y las interacciones de la vida social. En otras palabras, como diría Giddens (1991), la modernidad debe ser vista como una forma específica de organización social fragmentaria que tuvo su origen en Europa a finales del siglo XVII y que, paulatinamente, se fue extendiendo por el resto del mundo.

En cualquier caso, aun con las discrepancias sobre su nacimiento y declive, dentro de la literatura especializada, es posible resaltar algunos de sus elementos más importantes. Teóricamente, la modernidad se caracteriza por una marcada tendencia a la búsqueda de un sistema universal, transhistórico y paradigmático que establezca significados indivisibles basados en la razón. Para ello, utiliza el conocimiento como un instrumento de acumulación y de especialización: en el primer escenario, le permite desarrollar y consolidar en un solo cuerpo, a través de la aplicación de los principios y las reglas de la racionalidad, una ciencia objetiva, un ordenamiento jurídico uniforme y un sistema universal de creencias y valores (Patton, 2001); y en el segundo, le proporciona acceder a un conocimiento cada vez más detallado de la realidad cuya finalidad es enriquecer la vida cotidiana de los individuos y promover su organización en la esfera social (Habermas, 1983).

De esta aproximación, pueden extraerse al menos cuatro ideas centrales: la racionalidad, la universalidad, la unidad y la certidumbre. La primera de ellas, la racionalidad, hace referencia a la capacidad que tienen los seres humanos de alcanzar conocimiento, siguiendo criterios objetivos, postulados generalizables, verificables y contrastables del mundo. En palabras sencillas, implica que la fundamentación de la realidad (ideas, instituciones, relaciones sociales, etc.) no depende de la tradición, del dogma o de la superstición. En sentido contrario, coloca a la razón como epicentro y origen de toda filosofía, de toda moralidad y de toda acción pública (Finlayson y Martin, 2006) ; incluso, de la verdadera existencia del individuo, pues se concibe como el único instrumento capaz de producir la ilustración2 en los hombres, esto es, de servirse de su propio entendimiento sin la sugestión o intromisión de ninguna voluntad externa (Kant, 2013).

Bajo estas condiciones de autonomía y libertad, la sociedad moderna es capaz de establecerse sobre principios y normas de carácter universal. En efecto, para Kant, el acto de razonar (y en definitiva, de catalogar algo como racional o no) involucra necesariamente la identificación de objetos y normas universales que todos los ciudadanos deben aceptar y obedecer irrestrictamente (Finlayson y Martin, 2006; Vallespín, 2011) . Por consiguiente, lo universal, al surgir del trabajo colectivo de la humanidad, no debe dar lugar a interpretaciones o matices. Mejor aún, debe anteponerse ante cualquier caso en particular y fungir, precisamente, como una verdad nomotética: aplicable en todo momento, en todo lugar y para todos los individuos. Solo así, desprendiéndose de juicios particulares y dogmáticos, es posible garantizar un verdadero desarrollo de la razón, el conocimiento y el progreso moral (Patton, 2001).

Además de los elementos mencionados, la sociedad moderna también se fundamenta sobre los principios de unidad y certidumbre. A diferencia del concepto de pluralismo donde coexisten múltiples impulsos creadores, la unidad hace alusión a que la realidad se manifiesta como un solo cuerpo cohesionado y homogéneo (Patton, 2001). Más aún, desde el plano epistemológico se parte del supuesto que, para entenderla a cabalidad, deben realizarse aproximaciones completas y no fragmentarias de su naturaleza. Ejemplo de ello sería la connotación tradicional del evolucionismo social que observa la historia de las sociedades como una única entidad y que se estructura sobre principios de organización y transformación (Giddens, 1991). Y, por último, la certidumbre se relaciona con la idea de que todos los elementos que conforman dicha entidad cumplen una función reiterativa, constante y uniforme que se extiende a lo largo del tiempo y que no varía (actores, instituciones, reglas, etc.). Prácticamente, que sirve para reproducir las condiciones materiales y simbólicas de la realidad bajo los parámetros de racionalidad, universalidad y unidad.

Aplicados a una dimensión pragmática, estos principios dan lugar a una caracterización de la modernidad sui generis en términos sociales. La sociedad, bajo este discurso, es vista como un escenario complejo en el que confluyen tanto las interacciones de los sujetos, supeditadas a sus propios intereses, emociones u objetivos, como a otras fuerzas dinámicas: a) la economía capitalista basada en la acumulación de capital, la competitividad y la producción e intercambio de bienes y servicios; b) la vigilancia, supervisión y control constante de la información y las relaciones sociales; c) el poder militar ejercido y representado a través del monopolio de la violencia y; d) la industrialización y tecnificación de los procesos, es decir, la transformación de la naturaleza en favor del hombre (Giddens, 1991, p. 59). Recapitulando, se trata entonces de una sociedad reglada y dominada por tres fuerzas determinantes sin exclusiones entre ellas: el Estado, el mercado y la ciencia.

Para Butler (2010, pp. 1–2) , además de la expansión de los mercados, la mercantilización extrema o la hiperdependencia de la ciencia y la tecnología, la sociedad moderna también se caracteriza por un marcada transición cultural. La pérdida de la confianza irrestricta en la religión, el surgimiento de la cultura de masas, la influencia de los medios de comunicación o la reivindicación de los derechos civiles y políticos son un reflejo de ello. En el fondo, esta transición implica una reconfiguración de las esferas pública y privada: ya no se trata de que ciertos fenómenos como la religión o la monarquía sean las fuerzas hegemónicas de la sociedad; ahora, es el Estado-nación, como una creación moderna, el encargado de instituir el orden social y la jerarquía de principios y valores. Más que eso, es el que posee la potestad, entre otras atribuciones, para invadir la esfera privada, determinar los roles de la vida diaria e, inclusive, construir nuevos referentes culturales3.

En líneas anteriores se había definido la modernidad como un periodo histórico que partía desde la invención de la imprenta hasta los inicios del siglo XX. No obstante, este intervalo de tiempo es supremamente extenso y heterogéneo si se piensa analizarlo en su conjunto. Por esta razón, algunos autores como Beck et al. (2003) han recurrido a la distinción de una primera modernidad representada por los procesos clásicos de producción tecnificada como, por ejemplo, los hallados en la Revolución Industrial; y una segunda modernidad, caracterizada por la irrupción de la sociedad del riesgo, es decir, una sociedad posindustrializada donde no solo se producen y reparten bienes y servicios, sino también, donde se administran y distribuyen cargas y peligros4.

En ese sentido, siguiendo los lineamientos de la primera concepción de modernidad (la segunda puede ser más próxima al concepto de posmodernidad), es posible resaltar otras características relevantes desde una mirada sociológica. Además de estar influenciadas por el capitalismo, la ciencia y la razón, las sociedades modernas se distinguen por ser Estados-nación, lo que significa ser entidades políticas con ciertas responsabilidades internacionales que poseen un cuerpo diplomático y burocrático determinado y que se circunscriben geográficamente a unas fronteras debidamente demarcadas; igualmente, se caracterizan porque sus individuos son teóricamente libres e iguales y sus relaciones sociales se basan en la espontaneidad; porque a cada miembro de la sociedad se le puede proveer de un trabajo remunerado; por la búsqueda de una explotación constante e indiscriminada de la naturaleza; y por un desarrollo social acorde con el principio de diferenciación funcional, entre muchos otros aspectos (Beck et al., 2003, pp. 4–5) .

Finalmente, aunque se ha abordado la idea de modernidad desde una perspectiva teórica y sociológica, debe hacerse una breve diferenciación con el concepto de modernismo. Este último responde, más que a un periodo histórico, a una corriente de pensamiento cuyos orígenes, por lo menos en la filosofía, se remontan a mediados del siglo XVII con el pensamiento de Descartes (Norris, 2005) . Algunos autores como Clippinger (2001) aseguran que es un movimiento tanto filosófico como literario, comprendido entre 1890 y 1950, “marcado por la creencia en la unidad de la experiencia, la predominancia de los universales y un sentido determinado de referencialidad” (p. 251). Y otros como Patton (2001, p. 11872) expresan que se trata de una tendencia estética que imprime una sensibilidad artística cargada de valores como la innovación o el cambio frente a postulados tradicionales.

Ya sea lo uno o lo otro, lo cierto es que el modernismo, a diferencia de la modernidad, encuentra su sustento ontológico en el campo intelectual. Más que un espacio-tiempo donde convergen actores e instituciones, el modernismo es una categoría utilizada por múltiples áreas del saber que adoptan el racionalismo, la lógica y las tradiciones grecolatinas para expresar su descontento con formas de pensamiento dogmáticas y convencionales. En sí mismo, el modernismo es una forma particular de ver el mundo en la que cada nueva manifestación (científica o artística), impregnada por los criterios de innovación y transformación, busca superar y reemplazar la realidad preexistente (Frow, 1997). En ese juego, dichas manifestaciones se convierten en grandes narrativas que, a su vez, subsumen en otras subnarrativas dotándolas de una representación y un significado inequívoco e incontrovertible (Clippinger, 2001).

2. Posmodernidad y posmodernismo

Previamente se había hecho la comparación entre las nociones de modernidad y modernismo, entendiendo aquella como un periodo histórico y esta última como una corriente de pensamiento. Sin embargo, a pesar de sus particularidades y divergencias, ambos conceptos pueden determinar, dependiendo de la carga semántica que posean, un sentido concreto de lo posmoderno. Por un lado, si se observa lo moderno positivamente, o sea, como un escenario ideal y deseable, lo posmoderno sería su etapa posterior: la continuación de la historia en una trayectoria lineal caracterizada por la radicalización y profundización de sus condiciones elementales. Pero por otro, si lo moderno se observa negativamente, esto es, como un escenario injusto y distópico, lo posmoderno sería una construcción disruptiva del pasado: el nacimiento de un nuevo momento histórico que trae consigo distintos e innovadores sistemas de valores, principios y, en definitiva, estilos de vida5. Véase Figura 1.

Relación entre lo moderno y lo posmoderno
Figura 1.
Relación entre lo moderno y lo posmoderno
Fuente: Elaboración propia.

Desde una mirada lingüística, lo posmoderno6 puede ser entendido como un producto adjetivado tanto de la posmodernidad como del posmodernismo. En su versión más clásica fue definido por Lyotard (1984) como “la incredulidad hacia las metanarrativas” (p. xxiv), aproximación que puso en evidencia los postulados imperantes de la modernidad y que estableció lo posmoderno como una actitud crítica del sujeto. Para este autor, más que un escenario histórico delimitado, esta noción responde a un estado de la mente, a una forma de existir en el mundo y de relacionarse con él donde se cuestiona la verdad como una construcción permanente y se le revela, no como una certeza, sino como una paradoja. De ahí que, particularmente, lo posmoderno implique la pérdida de la confianza en las grandes teorías modernas: el liberalismo, el socialismo, el autoritarismo y cualquier otra metanarrativa que se fundamente en la idea de una filosofía universal o del progreso de la humanidad (Rojek, 1995).

Si bien lo posmoderno puede ser un producto lingüístico de la posmodernidad o del posmodernismo, es necesario precisar que estos últimos no son conceptos equivalentes ni homónimos (Rojek, 1995). Por el contrario, se han forjado como categorías analíticas independientes que abarcan determinados fenómenos de la realidad y que sirven de sustento para comprender, desde varias ópticas, la naturaleza misma de lo posmoderno y sus múltiples manifestaciones: como filosofía, como paradigma científico, como estilo de vida, etc. Desde luego, al igual que ocurre con la relación modernidad-modernismo, la posmodernidad y el posmodernismo pueden concebirse ya sea como un periodo histórico o como una corriente de pensamiento. Más específicamente, mientras la posmodernidad alude a una forma de reproducción material de la sociedad subsiguiente a la edad moderna (ya sea positiva o negativa), el posmodernismo hace referencia únicamente a sus reproducciones culturales (Schulte-Sasse, 1986, p. 6) o dicho de otro modo: mientras el primer término alude a una forma de vivir la realidad, el segundo habla de una forma de analizarla y representarla.

Con lo expuesto hasta el momento, no hacer una distinción sobre estos conceptos, sobre sus orígenes y sus elementos característicos, sería perpetuar las tergiversaciones y las falsas interpretaciones que se han brindado desde la literatura académica. Por este motivo, es necesario poner ambas ideas en un diálogo comparativo teniendo como marco de referencia no solo sus antecedentes históricos o sus contribuciones teóricas, sino también las transformaciones sociales, económicas y culturales que estas dos nociones han ocasionado en los dos últimos siglos. A continuación, se profundiza en ambas cuestiones.

2.1 Posmodernidad

En las últimas décadas se ha utilizado con mayor frecuencia el término posmodernidad7 en trabajos y exposiciones de diversa índole: libros, conferencias, encuentros literarios o exposiciones artísticas. Empero, pese a su popularidad en el ámbito académico e, incluso, en el lenguaje coloquial, este vocablo dista de tener un significado inequívoco y uniforme. Antes bien, como señala Fokkema (1998, p. 29), posmodernidad es una palabra que ha sido empleada con varias acepciones en disciplinas como la economía, la ciencia política o la sociología. En economía, por ejemplo, suele relacionarse con una etapa avanzada del capitalismo caracterizada por la consolidación de un mercado internacional y la implementación de nuevos modelos de producción (Barsky, 2001); y en política, como un proyecto que busca acercar las dinámicas locales con las globales, suprimir las teorías hegemónicas tradicionales y construir nuevos referentes y objetos de estudio (Rojek, 1995; Hassan, 2001).

Indiferentemente de la perspectiva analítica, la posmodernidad puede entenderse como un nuevo periodo histórico del cual aún se debate su nacimiento. Algunos pensadores como Toynbee (1947) establecen como punto de partida la segunda mitad del siglo XIX con el surgimiento de las organizaciones transnacionales, la expansión de las industrias o la drástica división y especialización del trabajo; otros como Etzioni (1968) lo hacen en 1945 con la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la creación de nuevas tecnologías y la reconfiguración de ciertos paradigmas normativos; desde un punto más sociológico, Bauman (1991) lo sitúa a comienzos del siglo XX como un fenómeno particularmente europeo pero que solo se consolida hasta el periodo de postguerra; y otros como Harvey (1989) lo datan en 1972, momento de la demolición del proyecto urbanístico de Pruitt-Igoe en San Louis, Estados Unidos.

De cualquier modo, aun sin llegar a un consenso sobre sus orígenes, lo cierto es que la posmodernidad apunta a una idea más compleja: si se piensa como un momento histórico (ya que puede dar lugar a otras interpretaciones) en ningún caso puede proyectarse como un proceso lineal, absoluto o totalizador. Contrario a ello, es una experiencia que si bien es global, se manifiesta con fuerzas, magnitudes y tiempos sui generis alrededor del mundo (Hassan, 2001). De lo anterior, surge la premisa de que más que asimilar la posmodernidad como una parte de la historia universal, lo que se busca es estudiarla como un fenómeno incompleto e inacabado, que muta constantemente y que adopta ciertos símbolos y significados dependiendo del contexto. En última instancia, más que comprender la posmodernidad como un cuándo, se busca hacerlo como un cómo y un por qué (Rojek, 1995).

Esta disposición epistemológica implica posicionarse sobre aquellas transformaciones radicales que dieron paso a una nueva sociedad y que marcaron un punto de quiebre o de maximización (dependiendo de la carga positiva o negativa que se le atribuya) de las condiciones modernas. Entre otros procesos de cambio, se podrían nombrar, por ejemplo, el posmodernismo como un producto cultural e intelectual en la filosofía, las ciencias sociales y las artes; el posestructuralismo en la semiótica, la lingüística y la psicología; el feminismo en la teoría política y el discurso social; o la aparición o solidificación de fenómenos como el capitalismo multinacional, las cibertecnologías, el terrorismo internacional, la radicalización de los movimientos nacionalistas, étnicos y religiosos, la implementación y propagación del neoliberalismo, la descolectivización y reconstrucción del sujeto político, etc. (Hassan, 2001).

Estudiar minuciosamente cada uno de estos factores es una tarea casi inabarcable. Pero sí es posible condensarlos en categorías mucho más amplias que permitan, desde una mirada neutral, estructurar una idea de posmodernidad que trascienda las delimitaciones temporales, los sesgos teóricos y las hegemonías eurocéntricas. Es evidente que las sociedades contemporáneas coexisten en un entorno posmoderno (Fokkema, 1998) que tiende a ser global, aunque no por ello homogéneo (Hassan, 2001), y que busca reproducirse constantemente con la imposición de paradigmas normativos, axiológicos y morales. Con base en lo anterior, cabe preguntarse cuáles han sido aquellos escenarios que han logrado canalizar y exteriorizar con mayor intensidad ese proceso de transición de la modernidad hacia la posmodernidad. En principio, y sin ánimo exegético, estos componentes serían la cultura, la comunicación y la economía. Véase Figura 2.

2.1.1 Cultura

Tal como lo expresa Giddens (1991), el tránsito de la premodernidad a la modernidad se sustentó en el desvanecimiento de la tradición como factor de configuración del espacio-tiempo. Mientras en las sociedades premodernas la tradición ocupaba un rol fundamental (las costumbres, las creencias, la religión), en las sociedades modernas este rol fue reemplazado por el uso de la razón y el método científico. Tras dos siglos de supremacía, los ideales del movimiento ilustrado que sirvieron para estructurar las representaciones identitarias colectivas se vieron abocados, igualmente, a una fase de oscilación e incertidumbre. Las verdades consagradas por la ciencia, el mercado y el Estado se convirtieron en postulados insuficientes para explicar la deconstrucción del sujeto moderno, el dinamismo de las relaciones sociales y la vertiginosa transformación de las instituciones políticas y económicas.

Para llenar este vacío, se estableció un nuevo prototipo de cultura (que surge, precisamente, como resultado de las rupturas e intermitencias sociales) en donde se fragmentan las condiciones de la modernidad y se descentralizan sus propias hegemonías. Ya no se toma por absoluta la dicotomía entre la alta cultura (high culture) y la baja cultura (popular culture) para explicar los ideales de conducta que se pretenden replicar (Huyssen, 1986). Más bien, se trata de una cultura que opta por la destrucción de una realidad precedente con sus símbolos, sus formas y sus mitologías para construir un nuevo orden social. En palabras de Jameson (1992), la posmodernidad es ante todo una conciencia, una actitud de quiebre con lo antiguo, con lo convencional, con lo natural, en la que la cultura desplaza la normalidad del pasado para dar lugar a un presente disruptivo. Más concretamente, es la construcción de un “mundo más humano que el anterior, pero uno en el que la “cultura” se ha convertido en una verdadera “segunda naturaleza”” (p. ix).

Esta concepción de lo cultural como un poder convergente y omnipresente (o en palabras de Adorno y Horkheimer, como una industria cultural) trae consigo una desubicación temporal del sujeto que conlleva, a su vez, una negación de lo preexistente y del porvenir. La cultura posmoderna no acepta irrestrictamente el pasado, de hecho, lo revisa irónicamente y emite juicios de valor sobre él; pero tampoco acepta el futuro automáticamente como sinónimo de progreso o armonía. Por ello, algunos autores han cuestionado las tesis posmodernas por ser un tipo de relativismo extremo (Losada y Casas, 2008) , o incluso, una suerte de pesimismo dogmático. Sin lugar a duda, el desplazamiento de la modernidad hacia la posmodernidad es, al mismo tiempo, un salto del optimismo mesiánico de la civilización al pesimismo de la historia, la existencia y la supervivencia (Kivisto, 2011) .

En el fondo, lo que se quiere poner de manifiesto es la fragilidad de las condiciones de la posmodernidad, entre ellas, la cultura. En una sociedad posmoderna no se maximizan ni perfeccionan los valores modernos, en cambio, se intensifican las incongruencias de los sistemas culturales debido a que los referentes sociales, que antes eran sólidos, ahora se desvanecen en el aire (como diría Marx y posteriormente Berman). En palabras de Harvey (1989) , la posmodernidad no es más que una versión crónica de la modernidad supeditada a las tendencias de circulación, fragmentación e inestabilidad. Muestra de ello sería el constante cuestionamiento sobre las instituciones modernas como la ley, la educación, la religión, la policía o la burocracia, las cuales son vistas como paradigmas desactualizados y carentes de legitimación (Rojek, 1995). En suma, ante la rigidez de la modernidad, la cultura reacciona haciendo tránsito a un molde más flexible, especialmente, con la incorporación de sistemas normativos cimentados en el consumo, el simulacro y el espectáculo.

Por un lado, la cultura posmoderna es una cultura del consumo8. Gracias a la influencia del fordismo y del taylorismo en los procesos de industrialización a comienzos del siglo XX, la sociedad se vio abocada a un incremento inusitado en la producción de bienes primarios y manufacturados. Este hecho hizo que se transformaran profundamente los imaginarios colectivos sobre la satisfacción, el estatus social, la calidad de vida y, sobre todo, que las relaciones sociales y económicas giraran en torno a la idea de la necesidad. En la sociedad posmoderna, como equivocadamente se piensa, no solo se busca crear nuevas necesidades que funjan como fundamento del sistema consumista, sino que, de igual manera, se pretende desacreditar y derogar el conjunto de necesidades tradicionales bajo el supuesto de que sus objetos de complacencia son ridículos, antiestéticos o, simplemente, no compaginan con los valores actuales (Bauman, 2007).

En ambos casos, la satisfacción de las necesidades artificiales (aquellas que superan las necesidades más básicas y fisiológicas) tiene una doble connotación: es una imposición social creada por el sistema para su autoreproducción y conservación y, al mismo tiempo, se desarrolla en un escenario de supuesta libertad en donde los individuos, supeditados a las alternativas ofrecidas, poseen la potestad de decidir. De no ser así, de no respetar el estrecho margen de decisión de los sujetos, la sociedad entraría en un fallo irreversible, en una etapa de desequilibrio y emancipación, pues justamente el principio que fundamenta la existencia del consumidor es su capacidad de elección. Por tanto, la cultura posmoderna crea como previsión el arquetipo del homo eligens como aquel sujeto que puede vivir sin limitaciones y que puede escoger íntegramente su propio modelo de existencia (Lipovetsky, 2003). En síntesis, crea un individuo cuya subjetividad se moldea con la elección, la idealización y la materialización de las múltiples ofertas que puede adquirir del mundo exterior (Bauman, 2007).

Una interpretación más extensa llevaría a considerar la cultura como un poder invasivo e inflexivo. En la posmodernidad se desdibujan las fronteras de las relaciones dialécticas en las cuales se sustenta la realidad: ahora, es mucho más complejo distinguir entre lo interior y lo exterior, el trabajo y el ocio, o lo privado y lo público (Rojek, 1995, p. 7). Por ende, la cultura ya no existe únicamente como un poder unificador de los intereses colectivos (religión, nación, idioma), puesto que, a su vez, actúa como un poder alienador que implosiona las barreras mismas de la individualidad. Allí, en la intimidad del sujeto, es donde se van fraguando los ideales de una sociedad del consumo y donde se imprimen las necesidades del ocio que son determinantes para garantizar la continuidad de los estándares sociales y económicos. Es decir, una vez se derrumban las fronteras internas del sujeto, la cultura queda habilitada para invadir su privacidad, moldear su subjetividad y convertir su ethos en la imagen del homo consumens.

Por otro lado, la cultura posmoderna es una cultura del simulacro y la simulación. En la filosofía de Baudrillard9 (1994), ambos conceptos tienden a ser utilizados indistintamente para explicar el cambio de un orden social tradicional a un mundo cibernético. Para este autor, el simulacro hace alusión a una copia de lo real, a una réplica inauténtica que posee una naturaleza degradada en comparación con su versión original. En efecto, la premisa del simulacro rechaza que un objeto o una idea existan por sí mismas como fuentes generadoras de otros fenómenos; en contraste, afirma que todo poder creador nace como una imitación de lo real, el cual paulatinamente se va desprendiendo de su fuente y va adquiriendo autonomía propia. El simulacro, entonces, no es una causa de lo existente, es una consecuencia que se representa como una ilusión para los individuos.

En cuanto al concepto de simulación, Baudrillard (1994) lo define como “la generación por modelos de lo real sin origen o realidad: lo hiperreal” (p. 1). Para ponerlo en términos pragmáticos, es un estado de la sociedad que aglomera todos los procesos y los objetos que son atribuidos como imitaciones y que son opuestos a la representación (p. 6). La simulación, en ese caso, es una hiperrealidad donde no se tiene ningún punto de referencia con lo real, donde se niega el signo como valor y donde se busca acaparar toda manifestación como una parte de la realidad simulada. Bajo esta premisa, la cultura no es más que un instrumento de conservación de la realidad simulada, una creación del propio sistema para defenderlo de cambios abruptos y de alteraciones a su poder creador. Según el propio Baudrillard (1994), la cultura termina siendo “un fantasma que apoya el funcionamiento del medio en sí mismo cuya función es siempre inducir a las masas, producir humanos homogéneos y mentes inestables” (p. 67).

Por último, la cultura posmoderna es una cultura del espectáculo. Para Debord (1995, pp. 8–9), este concepto alude a la idea de una sociedad gobernada por las técnicas de difusión masiva de información que, al ejercer como un poder unificador, terminan permeando las relaciones sociales. La sociedad del espectáculo ya no se satisface con el ser o el tener o, dicho de otro modo, ya no se enfoca irrestrictamente en la producción de un bien o en su adquisición; lo que realmente le interesa, al fin y al cabo, es cómo ese bien se manifiesta ante el individuo y qué imágenes proyecta. En suma, el espectáculo busca transformar los ideales y creencias individuales en moldes colectivos regidos especialmente por las fuerzas del mercado y del consumo. Todo esto, a través de la proyección en masa de imágenes que sugieren, ilusoriamente, los cánones de una vida plena y auténtica donde se complacen todas las necesidades artificiales.

En una comparación longitudinal, esta irrupción desenfrenada de simbolismos y representaciones lo que hace, en el fondo, es develar la fragilidad y flexibilidad de la cultura posmoderna. En la modernidad, la cultura ocupaba un rol de profundidad donde se exaltaba la razón, la lógica y la forma, mientras que en la posmodernidad se reemplazan dichos criterios por valores como la imprecisión, la incertidumbre, el vacío o el ocio (Callinicos, 1990; Gellner, 1992; Norris, 1990). Si el consumo se fundamenta en la elección y la simulación y el simulacro en la ilusión, el espectáculo lo hace a través del monopolio de los canales de transmisión de información. Así las cosas, el éxito de una sociedad del espectáculo recae en la construcción de imágenes que parezcan autónomas, completas y originales10 (aunque no lo sean), en el sometimiento de las voluntades individuales y en la disuasión de toda búsqueda por encontrar la fuente de la que emana todo arquetipo cultural11.

2.1.2 Comunicación

La cultura posmoderna, como se observó previamente, se establece como un conglomerado de representaciones y objetos que buscan consolidar los procesos de homogeneización e individualización a través de ciertos marcos referenciales: la elección, el consumo, la simulación, el simulacro o el espectáculo. Estos patrones, lejos de configurarse como simples fenómenos aislados, encuentran su validez y sustento en los mecanismos de transmisión de información que utilizan los individuos y las instituciones para interactuar entre sí. En ese sentido, la imposición de estereotipos y paradigmas solo es posible a través de los medios de comunicación, los cuales son capaces de transformar los arquetipos culturales de una sociedad (y sus significados) y convertirlos en comportamientos aceptables y deseables para la mayoría.

En palabras sencillas, la comunicación puede ser entendida como un proceso en el que se comparte un significado a través del intercambio de información y en el que intervienen emisores, receptores, códigos culturales de referencia, protocolos de comunicación, entre otros elementos (Castells, 2009, p. 54) . Como un acto social por naturaleza, la acción comunicativa busca desligarse de las barreras de la propia subjetividad (materializadas en concepciones o juicios de valor previos) y estimular una relación dialógica con otras subjetividades que coexisten en el mundo (Deetz, 1992). Por consiguiente, no es una facultad que exista por sí misma al interior del individuo, sino que se crea a partir de la interacción con los demás en un contexto determinado; dicho de otro modo, no es más que el mecanismo espaciotemporal en el que convergen los actores, los contenidos y las formas que permiten construir lo social y, en última instancia, lo político.

Frecuentemente se ha concebido la comunicación como un concepto de naturaleza lingüística, semiótica o, inclusive, antropológica, en el que se da prelación al estudio del lenguaje, los signos o los símbolos. Pero desde perspectivas más críticas como el posmodernismo se ha analizado su vínculo con otros fenómenos, por ejemplo, el poder, las relaciones sociales, la psicología de masas, la revolución tecnológica, entre otros asuntos. Sin ánimo de examinar todas sus relaciones concomitantes, basta con enunciar brevemente las transformaciones que ha generado la modernización de la comunicación en los sistemas políticos (procesos de ideologización, alienación, democratización, etc.) así como en las relaciones socioculturales (procesos de automatización, virtualización, individualización, etc.).

Desde el plano político, la comunicación se vincula con el poder a través del discurso (Foucault, 1980) y la racionalidad (Vattimo, 1990). A diferencia de las concepciones políticas tradicionales que vislumbran la existencia de un único centro de poder (élites, empresas, partidos políticos), en la sociedad posmoderna se deslocaliza esta hegemonía y se disgrega desde y hacia múltiples direcciones. La comunicación es política, sobre todo, porque la vida social se fundamenta en una constante lucha de discursos, tanto de sujetos como de grupos, que buscan imponer puntos nodales que privilegien sus propias miradas del mundo sobre los demás (Mumby, 1997, p. 18). Esto significa, en definitiva, la intención de construir formas diferenciadas de subjetividad que puedan extrapolarse, imponerse y perpetuarse a través de los canales de comunicación.

Como resultado de aquella desintegración no solo se obtiene una pluralidad de discursos, sino también de racionalidades. Para Vattimo (1990), la inflexión de la sociedad posmoderna es, ante todo, una reacción contundente frente a los modelos representativos del poder. Ya no existe un único prototipo de racionalidad imperante (científica, ilustrada, liberal), sino más bien, una serie de racionalidades locales que involucran posturas étnicas, religiosas, culturales o estéticas y que, en esencia, son minoritarias frente a la primera. De allí, que la comunicación pueda pensarse como un componente esencial (y democrático) de este tipo de sociedades, pues, entre otros factores, facilita y promueve la inclusión de diversas voces en la esfera pública garantizando que sean escuchadas y que sus intereses sean canalizados y concretados (Rojek, 1995).

Ahora bien, aunque la desconcentración pueda asimilarse con la desmonopolización de la información y la participación, autores como Castells (2009) aseguran que la comunicación se subordina irrestrictamente al poder hegemónico de las Redes Globales Multimedia. Esta noción alude al control ilimitado que ejercen ciertas empresas transnacionales sobre los medios tradicionales de comunicación (prensa, radio, televisión), así como de aquellos derivados de la revolución tecnológica (plataformas digitales, comunicación inalámbrica, Internet). Esta postura, en síntesis, promulga que por más posibilidades y libertades que se otorguen en la mass media, especialmente para que los individuos defiendan sus intereses y reafirmen su identidad, la comunicación, como regla general, estará sujeta a la lógica del mercado o, en su defecto, al control estatal. En cualquier caso, ya sea a través de interacciones privadas, como en Internet, o de concesiones públicas, como en la radio o en la televisión, la comunicación es un poder que permite monopolizar la información y, a partir de allí, sacar beneficios económicos, políticos, religiosos, etc.

Justamente, con ocasión de la revolución digital a mediados de los 80, los gobiernos y las empresas tuvieron acceso a un mayor catálogo de mecanismos de control y comercialización que superaban los alcances de los medios convencionales. Pero estas transformaciones informáticas traspasaron rápidamente las fronteras de lo político y lo comercial y se asentaron en la base misma del sistema social. Así, los avances tecnológicos dieron lugar a una sociedad en red: network society (Castells, 2002; 2004; 2009; 2010), cuyo funcionamiento ya no consistía en el traspaso tardío de información a través de un único canal de transmisión, sino por medio de varios dispositivos que, gracias a sus desarrollos microelectrónicos, permitían una mayor fluidez de mensajes entre emisores y receptores (Monge y Contractor, 2003).

En efecto, la influencia de la reconfiguración comunicativa fue de tal magnitud que algunos autores como Rojek (1995, p. 139) han argumentado que la sociedad posmoderna, más que estar caracterizada por la fatalidad, la clonación, la artificialidad o la diversidad sexual, lo está, más que todo, por la comunicación. Sin embargo, no debe entenderse como una comunicación tradicional donde los módulos y las plataformas de interacción y transferencia son unidireccionales. En cambio, debe comprenderse como una comunicación que incorpora, gracias a los avances informáticos, un sistema de interconexión flexible, escalable y superviviente: flexible, porque la comunicación puede reconfigurarse a sí misma para adaptarse a ambientes diversos creando nuevos nodos de conexión; escalable, porque su estructura puede incrementar o disminuir de tamaño sin mayor esfuerzo; y superviviente, porque tiene la capacidad de resistir a ataques externos debido a la desconcentración de sus funciones en múltiples nodos (Castells, 2004, p. 6).

En conclusión, a diferencia de otros componentes referenciales (cultura, economía, conocimiento), la comunicación juega un rol fundamental dentro de la sociedad posmoderna, pues es la encargada de transformar los códigos culturales y los imaginarios colectivos en significados que puedan ser distribuidos fácilmente en la sociedad en red. De hecho, paradigmas como el consumismo, el individualismo en red, el cosmopolitanismo o el multiculturalismo solo son posibles gracias a ciertos protocolos de comunicación como la publicidad, la digitalización, la coexistencia de marcas o la creación de una red hipertextual que terminan integrando múltiples procesos comunicativos (Castells, 2009). Por ello, no se habla de una comunicación basada en el intercambio de cultura, sino todo lo contario, de una comunicación que asume la cultura del intercambio de información de manera rápida, flexible y constante.

2.1.3 Economía

El triángulo de los elementos constitutivos de la sociedad posmoderna, junto con la cultura y la comunicación, se complementa con la economía. En líneas previas se expuso cómo las transformaciones de la cultura han llevado a la imposición de patrones de comportamiento que son reproducidos y transmitidos a través de los medios de comunicación. Ahora, es necesario analizar cómo se relacionan estos factores con la economía, en particular, cómo los acontecimientos económicos de las últimas décadas, sustentados especialmente en el capitalismo posindustrial y la implementación de políticas neoliberales, han moldeado y reforzado los paradigmas de lo posmoderno. Muestra de ello, por ejemplo, sería la forma en la que la economía ha promovido la cultura del consumo como un presupuesto inquebrantable del capitalismo o la manera en que se ha impuesto el dominio económico de las Redes Globales Multimedia en los mercados internacionales.

Para empezar, cabe resaltar que la sociedad posmoderna es, en esencia, una sociedad capitalista tanto en forma como en contenido (Lyotard, 1987). Formalmente lo es porque si se tienen en consideración los sucesos cronológicos, es evidente que las sociedades posmodernas surgidas a finales del siglo XIX, donde se ubica su punto de partida más lejano, hayan estado imbuidas por el capitalismo industrializado europeo y norteamericano. Y, por otro lado, siguiendo los postulados de Lyotard, también lo es en su contenido debido a que el capitalismo ocupa una posición omnipotente y omnipresente en todos los niveles de las sociedades actuales. Más exactamente, se configura como un sistema autónomo tanto en lo macrosocial como en lo microsocial permeando toda interacción de actores e instituciones. De esta forma, decisiones gubernamentales, inversiones financieras o, inclusive, actividades cotidianas de los individuos, se configuran en torno a la supervivencia del sistema capitalista, a su reproducción y a su propagación.

De manera general, el capitalismo actúa como una fuerza invisible que no necesita de legitimación alguna (Lyotard, 1987, p. 69). Este no funciona como otras fuerzas, verbigracia, el derecho, la política o la ciencia, cuyos fundamentos de validez deben prescribirse previa y materialmente. En el capitalismo, en cambio, se presumen sus reglas automáticamente sin el ánimo de consagrar ningún tipo de obligación o imposición. Esta característica va ligada con su naturaleza fluctuante y dinámica, pues a diferencia de esas otras instituciones que son más estáticas y rígidas, este puede sobreponerse fácilmente a cambios sociales abruptos (o provocarlos), autorregularse de acuerdo con las circunstancias del contexto o imponerse con mayor rapidez en ciertos tiempos y espacios. Lo anterior, ha llevado a concluir que el capitalismo no ha sido un proceso que se ha desarrollado de una manera homogénea ni lineal, por el contrario, ha sido una institución volátil a lo largo de la historia y en el mundo entero (Hall y Soskice, 2001; Peck y Theodore, 2007).

Particularmente en las sociedades posmodernas actuales pueden identificarse, al menos, dos etapas del capitalismo que las han influenciado notoriamente y que han condicionado los estándares económicos del siglo XXI: el fordismo y el posfordismo. La primera de ellas surgió a comienzos del siglo anterior como un referente de los procesos industriales, cuyo principal legado fue la incorporación del sistema de ensamblaje en línea que, en términos más amplios, representó la transición a un sistema jerárquico de producción (Rojek, 1995). A partir de este momento, se consideró la idea de producción en masa (y, por consiguiente, la de consumo en masa) como un indicador imprescindible para el desarrollo económico de los Estados que, a la larga, se convertiría en un modelo dominante en la segunda mitad del siglo XX y que sería vital para la reconstrucción y recuperación económica europea12.

Por su parte, el posfordismo, como su nombre lo indica, se originó en la década del 70 como una forma de organización económica posterior al fordismo que buscaba superar los fracasos de una producción precaria y un mercado de consumo saturado. Aunque se discute si verdaderamente existe como una categoría autónoma dentro de la historia económica reciente –otros prefieren emplear términos menos peyorativos como toyotismo, fujitsuismo, sonyismo (Wood, 1991), o de una manera más amplia, capitalismo informacional (Ignatow, 2017), capitalismo basado en el conocimiento (Foray y Lundvall, 1998) o economía en red (Castells, 2004)–, lo cierto es que el posfordismo puede resumirse como una fase de transición económica del capitalismo industrializado hacia el capitalismo posindustrializado. Esto es, en otras palabras, la sustitución de la producción clásica de bienes manufacturados por la innovación de sectores tecnológicos, comunicacionales o científicos.

Efectivamente, gracias al rol transformativo de las tecnologías, el posfordismo propone un modelo económico en el cual las industrias clásicas, como las manufactureras o extractivas, pierden su papel protagónico mientras las empresas organizativas, gerenciales o por servicios tienden a prosperar en el mercado global (Jessop, 1992; Lash y Urry, 2018). Más aún, la idea clásica de la producción en masa se revalúa para dar lugar a la idea de la innovación como sustento básico del sistema capitalista y, sobre todo, como garantía de una producción flexible. A diferencia del fordismo en donde primaba la producción ilimitada de bienes bajo la premisa del costo marginal, en el posfordismo se trabaja con producciones limitadas (muchas veces sin stock) en las que se utilizan maquinarias flexibles y se fabrica en series pequeñas y con variedades de productos (Jessop, 1992; Swyngedouw, 1986).

A su vez, ambos sectores industriales son acogidos en el contexto de la internacionalización o, como lo llaman otros autores, de la globalización (Beck, 2009; Giddens, 2003; Stiglitz, 2002). Para garantizar la estabilidad del sistema y un crecimiento económico suave y duradero, el posfordismo incentiva la creación de instituciones económicas y extraeconómicas que se acoplen fácilmente a los contextos globales y a las redes del libre mercado (Halal, 1986; Jessop, 1992). Igualmente, promueve la expansión de los sectores económicos en un escenario sin fronteras gubernamentales, geográficas o de cualquier otra índole, en donde se legitime la libre interacción de capitales, personas, bienes o servicios desde lo local hasta lo global (Lash y Urry, 2018). En definitiva, es un sistema que, si se observa desde lo más pragmático, se fundamenta en la creación de empresas transnacionales cuyos sistemas de producción y subcontratación se diseminan por todo el mundo y en el que existe una tendencia cada vez mayor a la desregularización estatal13.

Elementos de la sociedad posmoderna
Figura 2.
Elementos de la sociedad posmoderna
Fuente: Elaboración propia.

2.2. Posmodernismo

Tal y como ocurre en la relación modernidad-modernismo, es necesario advertir que el posmodernismo es una entidad conceptual diferente a la posmodernidad, aunque sea tratado en algunas ocasiones como homónimo o sinónimo de esta. Mientras la última obedece a un escenario fenoménico caracterizado por cambios drásticos en la forma de vivir el mundo, aquel corresponde a una categoría analítica que pretende comprenderlo, caracterizarlo y describirlo (Schulte-Sasse, 1986). En términos amplios, el posmodernismo, más que un acontecimiento, es una actitud crítica frente a los modelos hegemónicos (o como los denomina Lyotard (1984), las metanarrativas) en los que se fundamentan la sociedad y la cultura occidental; o más claramente, una posición reflexiva que busca sobreponerse ante cualquier explicación totalizadora de una manera crítica, suspicaz y escéptica.

Como apunta Butler (2002, pp. 6–7) , el posmodernismo, a diferencia de la posmodernidad, se originó en las escuelas de humanidades francesas a finales de la década del 60, punto geográfico desde el cual se propagó especialmente a Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. En este contexto, se consolidó como una corriente de pensamiento, especialmente, como una teoría filosófica que buscaba transformar los paradigmas normativos y los referentes políticos y sociológicos de la modernidad y que tuvo repercusiones, incluso, en diversas manifestaciones artísticas como la literatura, la pintura y, en general, las artes visuales. Por este motivo, es común que se le relacione con otros movimientos culturales como el posestructuralismo, el romanticismo, el vanguardismo u otras estrategias estéticas e intelectuales que proponían objetos de estudio, metodologías y contenidos similares (Patton, 2001). Es más, esta es la razón por la que algunos académicos afirman que el posmodernismo es un movimiento cultural mucho más amplio, el cual, por su naturaleza y alcance, subsume en otras corrientes contemporáneas más específicas14.

Como se enunció brevemente, el posmodernismo puede ser comprendido como una actitud crítica15 o, en palabras más metodológicas, como un enfoque analítico. Esto implica, si se toma la acepción de Losada y Casas (2008), el reconocimiento de ciertos criterios de orden epistemológico como conceptos, presuposiciones, reglas de inferencia, entre otros, y su aplicación práctica como instrumentos explicativos. Empero, lejos de abordar el funcionamiento de sus componentes más procedimentales, es necesario resaltar brevemente su composición como paradigma científico (esto es, hacer una estimación sobre sus valores y principios) aunque desde esta escuela de pensamiento se discuta, irónicamente, su condición de paradigma y, mucho más, de científico. Lo anterior, sin olvidar hacer mención de su posición ontológica frente al concepto de modernismo y la carga normativa que posee (protoposmodernismo o antiposmodernismo).

Axiológicamente, el posmodernismo es un conjunto de valores que busca desestabilizar y superar las categorías clásicas de la modernidad como la identidad, el progreso histórico, la univocidad del significado o la certidumbre epistemológica (Aylesworth, 2015). Para ello, propone una filosofía que se aparta de los métodos científicos tradicionales (rigurosidad investigativa, análisis estadístico, comprobación empírica, etc.) y que incorpora una serie de conceptos y prácticas que permiten, ante todo, relativizar cualquier objeto o fenómeno absoluto o cualquier forma dogmática de interpretación (Barsky, 2001; Vaas y Wiredu, 2005). Bajo esta perspectiva, es lógico que aparezcan en escena nuevos postulados normativos como la pluralidad, la singularidad o el disenso que, en definitiva, terminan desplazando los valores hegemónicos de las sociedades modernas como la universalidad, la unidad o, epistemológicamente hablando, la racionalidad y la certidumbre.

Una de las críticas más recurrentes de esta escuela recae, justamente, sobre la idea modernista de concebir el mundo como un cuerpo homogéneo, cuyas reglas y principios son aplicables uniformemente. El posmodernismo, en cambio, observa la realidad como un escenario flexible conformado por múltiples sujetos y objetos fenoménicos que se materializan a través de creencias, lenguajes y culturas particulares, y que no se supeditan a arquetipos o moldes definidos (Bertens, 2005; Butler, 2002). Por consiguiente, son escasas las manifestaciones totalizadoras del mundo y si existen, se establecen para reforzar lo que Lipovetsky (2003) considera como el proceso de personalización que no es más que la aplicación del principio del homo eligens y el homo consumens en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

Así las cosas, lo político, lo social o lo ideológico, por poner algunos ejemplos, son elementos vistos como un resultado fragmentario de las nuevas condiciones de la sociedad que, en ningún caso, son capaces de abarcar los procesos colectivos como lo hacían en la modernidad y, mucho menos, de hacerlos perdurar. En este orden de ideas, afirma elocuentemente Foucault (1984, p. 45), lo que antes se mostraba como universal, necesario u obligatorio ahora es ocupado por lo contingente y lo singular. Lo colectivo, entonces, ya no es un escenario de cooperación que se teje lentamente a través de la cohesión de sus estructuras, sino más bien, una suma de partes flexibles, heterogéneas y transitorias, cuya conducta es determinada por la rapidez de los cambios culturales, la liquidez de las estructuras sociales y la sugestión de la información.

La división de la sociedad en esquemas cada vez más diminutos, sin ideales paradigmáticos o arquetípicos, ha traído consigo una reconsideración del poder, si se quiere, en términos pluralistas. En el posmodernismo, ninguna de las metanarrativas existentes logra imponerse en su totalidad sobre los individuos, las instituciones o los procedimientos; antes bien, ya sea por un proceso consciente o por el mismo desinterés hacia lo normativo, estas van perdiendo su condición de absolutas y se transfiguran en referentes pasajeros que son fácilmente intercambiables y desechables. De tal modo que no se habla de una única metanarrativa imperante o un conjunto hegemónico de ellas (liberalismo, capitalismo, catolicismo, etc.) capaz de resolver las grandes paradojas de la sociedad contemporánea; sino que se habla, en todo caso, de múltiples micronarrativas que coexisten de forma fragmentaria, limitada y que carecen de impulsos categóricos o definitivos (Barsky, 2001; Patton, 2001).

Se podría pensar erróneamente que el proceso de deconstrucción de las metanarrativas solo se desarrolla desde una posición abstracta donde se ponen en evidencia los dogmas e ideologías nacidos en la modernidad. Sin embargo, la condición posmoderna también se manifiesta a través de procesos pragmáticos donde se reconfiguran los elementos y prácticas cotidianas de los individuos: desde sus propios sistemas de creencias y valores hasta las acciones más simples como asistir a la escuela, tomar el bus o pagar los impuestos. En resumen, el posmodernismo no se limita a existir como una categoría analítica propia de las disciplinas académicas; también, encuentra su validez ontológica en el propio sujeto, en la construcción de su subjetividad y en la aplicación de nuevos preceptos axiológicos que critican un estilo de vida convencional y los valores en los que se fundamenta (Bauman, 2003).

Como se puede inferir, el posmodernismo, más que responder a un cuándo y un dónde, responde, ante todo, a un qué, un cómo y un por qué16. A diferencia de la modernidad que puede situarse en un contexto histórico determinado, el posmodernismo suele identificarse con un tipo de consciencia reflexiva, con una pérdida de la confianza sobre lo establecido que no necesariamente coincide con las etapas cronológicas adscritas a la posmodernidad. Bajo esa lógica (y sin entrar en el juego de palabras) es posible encontrar posiciones posmodernistas previas a la posmodernidad, caracterizadas por una crítica acérrima a los poderes instituidos, a las autoridades o a los valores tradicionales. Es el caso, verbigracia, de los trabajos filosóficos de Nietzsche, Marx o Kierkegaard o, desde una perspectiva más cultural, de las contribuciones literarias y pictóricas de Stern, Rimbaud o los dadaístas.

En cualquier caso, se trate de una corriente de pensamiento o de un movimiento cultural –dicho sea de paso, que se extiende hasta la pintura, la arquitectura, la literatura, entre otras artes (Hassan, 2001)–, el posmodernismo es un instrumento que, en esencia, expresa su descontento hacia los procedimientos de la modernidad que buscan establecer postulados universales, incontrovertibles e infinitos. Lo verdadero, lo bueno o lo bello ya no son elementos que se aceptan naturalmente como un devenir del pasado y que se prolongan indefinidamente hacia el futuro; o resultados de procesos rigurosos basados en la racionalidad científica que los dotan de certeza, lógica y objetividad. En contraste, son componentes que se problematizan, se comparan y se critican para desmantelar la idea mítica de un mundo deseable y duradero (Patton, 2001).

Para lograr este objetivo, el posmodernismo parte de una presuposición epistemológica básica que consiste en analizar críticamente todo método analítico, toda metodología o herramienta investigativa que sea propia de la modernidad. En términos generales, se piensa que las sociedades posmodernas son escenarios extremadamente complejos que no logran ser asimilados por medio de los referentes epistemológicos clásicos basados en la razón y el método científico. La flexibilidad y liquidez de las instituciones, las transformaciones vertiginosas de las relaciones sociales o la revolución tecnológica e informática son fenómenos que, aunque han sido posibles gracias al desarrollo científico y a la innovación industrial, traspasan todo esfuerzo de comprobación empírica y se asientan en territorios más reflexivos y profundos que los números o las estadísticas, en ocasiones, no logran explicar.

A partir de la Ilustración francesa y el movimiento enciclopédico, el mundo occidental comenzó a incorporar estándares cada vez más rigurosos, especialmente en las esferas científicas, para comprender la realidad y, en última instancia, para validarla. El uso de la razón y la lógica ocupó un lugar neurálgico en la construcción de las ideas modernistas que, tiempo más tarde, se consolidarían como las grandes metanarrativas de la sociedad (Barsky, 2001; Duignan, 2020). Todos estos paradigmas, desde los grandes sistemas económicos hasta las ideologías políticas de los Estados modernos, pasando por las diversas corrientes y movimientos culturales, fueron objeto de una construcción lenta y sistemática que se sustentó en la apropiación del mundo desde la perspectiva de la utilidad, la producción de lo complejo y el dominio de las acciones humanas sobre la naturaleza (Beck et al., 2003).

La ciencia, bajo este escenario, no se desarrolló como un conjunto de procesos autónomos que permitieran la reflexión de lo pasado y que abocaran a la construcción de un mundo más humano. En cambio, esta fungió como un mecanismo restringido y supeditado a los intereses de la burguesía, a la cosmovisión eurocéntrica y masculina de la realidad e, inclusive, a los propósitos militares de los gobiernos (Butler, 2002). En definitiva, el culto ciego e incontrovertible por la ciencia, sus métodos y la búsqueda de un conocimiento objetivo y generalizable, dio lugar a un mundo más anárquico, como afirma (Taylor, 2003)), caracterizado por la pérdida del sentido, la razón instrumental y el eclipse de los fines; y peor aún, dio lugar a una segregación excesiva de otros procedimientos, otras miradas y formas de acceder al conocimiento que se apartaban de los cánones empírico-analíticos y que dotaban al mundo de otros significados.

En el posmodernismo se afirma que la realidad, el conocimiento y los valores son categorías que se construyen a partir de discursos y que no obedecen a criterios imprescriptibles y uniformes (Duignan, 2020). En consecuencia, una revaloración de los relatos, los lenguajes, los símbolos, entre otros elementos, necesariamente conduciría a la estructuración de nuevos sistemas de pensamiento y, en particular, de nuevos referentes cognitivos y metodológicos. Esta posición epistemológica no pretende consagrarse como un procedimiento inequívoco y absoluto como ocurriría en la modernidad, ya que, dada la naturaleza de la misma filosofía posmoderna, eso sería un contrasentido. Por el contrario, busca extender el argumento de que su lógica propone un pluralismo amplio que incorpora en un mismo sentido lo ontológico y lo epistemológico, o en otras palabras, que reconoce la existencia de múltiples formas de ser y de conocer (Patton, 2001).

Aunque desde el modernismo se defienda acérrimamente el método científico como un elemento clave en el progreso de la humanidad (afirmación que no se discute en términos relativos), desde el posmodernismo se critica, sobre todo, su naturaleza dogmática y totalizadora. Para esta escuela de pensamiento, la ciencia no es un mecanismo que permite comprender y explicar el mundo de manera neutral, sino más bien, es otra de las herramientas que utiliza la modernidad para conservar el statu quo (Butler, 2002). Por ende, si se quiere resolver este vacío, toda epistemología debe pasar por un proceso de deslocalización, desmonopolización y deslegitimación que permita la participación de múltiples actores, la creación de otros objetos de estudio y la aplicación de diferentes métodos de investigación tal y como ha ocurrido en la antropología, la sociología y otras ciencias sociales (Dickens y Fontana, 2015).

En definitiva, el posmodernismo, por una parte, puede ser considerado como una escuela de pensamiento (macromolde o paradigma) que surge como reacción a los presupuestos hegemónicos de la modernidad, cuyo objetivo principal pretende relativizar todo fenómeno a través de la deconstrucción de las grandes metanarrativas, es decir, parte de la premisa de que se debe poseer una actitud reflexiva sobre todo lo que se considera establecido, lógico, duradero o deseable. Particularmente, es el rechazo de ciertas categorías imperativas como la racionalidad, la universalidad, la unidad o la certidumbre o, más concretamente, es el rechazo de la creencia irrestricta y absoluta en el esencialismo o fundacionalismo de la realidad, la exaltación de la libertad o la fe en el progreso (Losada y Casas, 2008). Y, por otra parte, el posmodernismo también constituye un enfoque analítico que, además de proponer un nuevo marco metodológico, critica abiertamente la legitimidad del saber científico y la objetividad en el conocimiento.

Conclusiones

A diferencia de otras formas de organización social, la sociedad posmoderna emerge como un proyecto inacabado, flexible, paradójico e, inclusive, contradictorio, que se remonta a mediados del siglo XX en territorio europeo. Comprender a profundidad la naturaleza líquida de sus relaciones sociales, instituciones políticas o paradigmas culturales, implica, ante todo, un reconocimiento de las dinámicas, símbolos y representaciones del mundo moderno y, por supuesto, de sus productos culturales, artísticos y filosóficos. Bajo esta premisa, modernidad y modernismo no son meras representaciones banales que aluden a un momento histórico o a una corriente de pensamiento, más bien, fungen como categorías necesarias para brindar un sentido determinado a la naturaleza de lo posmoderno.

Aunque desde algunas perspectivas teóricas se conciba el presente como una continuación cronológica de lo moderno, lo cierto es que se trata de una categoría sustancialmente heterogénea: ya sea por la hiperprofundización de sus elementos esenciales, o bien, por la construcción asimétrica y disfuncional con relación a los modelos clásicos, la posmodernidad se erige como un espacio-tiempo sui generis que fragmenta tanto las macroestructuras de la sociedad como las microestructuras. El Estado, la economía, la ciencia, pero también, el individuo y su esfera privada, sus derechos y sus roles sociales son permeados por la cultura de la propaganda, el simulacro, el mainstream y, en definitiva, el consumo. En otras palabras, lo que antes era protegido y respetado, ahora es susceptible de compraventa, de intercambio, de privatización y de producción: los servicios públicos, la naturaleza, el ocio, el tiempo, etc.

El arquetipo propio de esta sociedad ya no es el hombre clásico. Por el contrario, se persigue el paradigma del hommo eligens, aquel que tiene la libertad de elegir, aunque sea de manera ilusoria, entre alternativas, objetos y experiencias del mundo. El individuo, por consiguiente, ya no pertenece única e irrestrictamente a esas grandes colectividades como la nación o la religión; antes bien, a través de un proceso de personalización extrema, se desvincula parcial, tangencial e intermitentemente de lo comunitario para crear espacios de encuentro consigo mismo, para establecer conexiones y lenguajes digitales a partir del uso de las nuevas tecnologías y para satisfacer, cada vez más, necesidades de autocomplacencia que son provistas por la misma cultura y canalizadas por los medios de comunicación. En definitiva, es un individuo que antepone la esfera privada por encima de la esfera pública, los intereses particulares sobre los colectivos o el monólogo reiterativo del perfil narcisista sobre la conversación y la deliberación política.

Si el sujeto posmoderno se ha transformado en comparación con su antecesor, también se podría inferir lo mismo de sus explicaciones sobre la realidad. El posmodernismo, entendido como escuela de pensamiento, como perspectiva teórica o como enfoque analítico, es un salto profundo frente a las visiones modernistas que se fundamentan en la razón y el método científico. Bajo esta mirada, la verdad o la certeza son solo construcciones parciales que intentan establecerse en el universo epistemológico como enunciados permanentes e incontrovertibles. El posmodernismo, precisamente, busca relativizar toda metanarrativa, es decir, toda gran verdad que intenta explicar en términos absolutos los fenómenos y los objetos del mundo. En ese sentido, es una filosofía de denuncia, no por el carácter pragmático de sus postulados (como ocurre con el marxismo o el feminismo), sino más bien, por su capacidad de poner en tela de juicio lo que poco se había cuestionado: lo científico, lo moral, lo ético, etc.

En suma, tal y como ocurre con la categoría de posmodernidad, el posmodernismo es en sí mismo un proyecto inacabado y en constante cambio. Esto se traduce en la idea de que las contribuciones teóricas, los productos artísticos o los movimientos culturales que lo conforman reconocen, de antemano, sus propias limitaciones explicativas y expresivas. La posmodernidad y sus dinámicas vertiginosas y fragmentarias solo son captables a través de postulados que comparten su misma naturaleza sociológica; de ahí que, el posmodernismo, no busca imponerse como un conjunto de dogmas incontrovertibles y de aplicación universal. En contraste, propugna por ser un enfoque de actualización constante, una perspectiva impresionista de la realidad que le permita caminar a la misma velocidad de las transformaciones sociales y, con ello, comprender en mayor medida el pasado, el presente y el futuro de los actores, de las comunidades, y, por supuesto, de las instituciones.

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Notas

1 Para una aclaración conceptual de modernidad y modernismo, véase Schulte-Sasse (1986) y Khair (2001) .
2 Para un estudio pormenorizado sobre la relación entre Ilustración y la construcción del mundo moderno, véase Koselleck (2000).
3 Autores como Habermas (1983) sostienen que la cultura moderna es una construcción que ha permeado todos los ámbitos de la vida social, especialmente, a través de “los principios de la autorrealización ilimitada, la demanda por la autoexperiencia auténtica y el subjetivismo de la sensibilidad hiperestimulada” (p. 6).
4 De igual forma, estos autores utilizan los términos modernidad simple y modernidad reflexiva respectivamente.
5 Ergo, lo moderno puede tener varias connotaciones: un periodo histórico (modernidad), una corriente de pensamiento (modernismo), un contexto o movimiento determinado que busca ser perpetuado en el tiempo (protoposmodernidad/ismo) o, por el contrario, que busca ser reemplazado y superado (antiposmodernidad/ismo).
6 El término posmoderno, si bien ya había sido utilizado anteriormente, se consolidó en el lenguaje académico con la publicación de La condición posmoderna de Jean-François Lyotard en 1979 (Aylesworth, 2015).
7 Otros autores se han referido a esta misma idea como hipermodernidad (Lipovetsky y Charles, 2006), modernidad líquida (Bauman, 2000), modernidad radicalizada (Giddens, 1991), modernización reflexiva (Beck et al., 2003) o cultura ultramoderna (Toynbee, 1947) .
8 Para Lipovetsky (2003), la sociedad posmoderna está destinada al consumo y no necesariamente en los términos tradicionales de la satisfacción de las necesidades primarias. Para él, sus individuos buscan acceder a una amplia gama de bienes físicos y simbólicos entre los que se encuentran “objetos e informaciones, deportes y viajes, formación y relaciones, música y cuidados médicos” (p. 10).
9 Otras teorías al respecto son las de Deleuze y Krauss (1983) y Foss et al. (1985).
10 En palabras del propio Debord (1995): “El espectáculo se presenta como una inmensa positividad indiscutible e inaccesible. No dice nada más que “lo que aparece es bueno, lo que es bueno aparece””. (p. 11).
11 Para Collins (1989), en la sociedad posmoderna no emergen culturas dominantes. No se puede considerar como responsable a una sola institución (gobierno, sistema escolar, mass media, etc.) de fungir como la fuente irrestricta de la imposición de los estándares ideológicos y estéticos.
12 Para Jessop (1992), el fordismo no solo es un paradigma industrial caracterizado por la producción en cadena, la disminución del tiempo y de los costos de producción o la mecanización del trabajo. Además de ello, lo considera como un fenómeno más amplio que involucra, por ejemplo, la organización específica de la fuerza laboral basada en la imposición de ciertas prerrogativas administrativas (horarios menos flexibles, especialización de la mano de obra, etc.), la competición monopolística entre grandes empresas a través de la publicidad, la existencia de un capital financiero centralizado, la intervención estatal para garantizar el bienestar social o la participación de las economías locales en un sistema económico internacional.
13 En el posfordismo el Estado transita de un modelo de bienestar clásico, en el que se intentan reparar las injusticias y desequilibrios sociales, hacia nuevas formas económicas de gobierno en donde prevalecen, claro está, las lógicas del mercado internacional (Jessop, 1992). Esto se traduce, entre otras situaciones, en una excesiva flexibilización del mercado laboral, la privatización de determinadas funciones estatales o necesidades colectivas, la independencia de grandes monopolios de la regulación estatal o una marcada descentralización administrativa (Lash y Urry, 2018; Swyngedouw, 1986).
14 Para McHale (2015) , el posmodernismo ha sido una tendencia cultural dominante a lo largo de la segunda mitad del siglo XX en sociedades industrializadas del hemisferio occidental que, a su vez, se ha diseminado por el resto del mundo. Otros como Jameson (1992, p. 6) aseguran que es a través del posmodernismo donde otras fuerzas e impulsos culturales tienen lugar, ya que es un sistema cultural donde se permite la reproducción de formas emergentes o residuales de la cultura.
15 La actitud posmoderna estructura un nuevo discurso normativo y axiológico que, en definitiva, rompe con la concepción lineal de la historia que se caracteriza por concebir un pasado definido y un futuro predecible (Giddens 1991).
16 Esta afirmación se aparta de los postulados de Rojek (1995) utilizados anteriormente para comparar la posmodernidad con la modernidad. En este caso, se busca recalcar la naturaleza ontológica del posmodernismo como corriente filosófica, lo cual hace pensar que no necesariamente debe adscribirse a un punto cronológico o a un contexto en especial, como sí podría ocurrir con la posmodernidad.
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