Desde el arte, la literatura y la comunicación
La construcción patriarcal del cautiverio femenino de la belleza ilustrado en narraciones costarricenses del siglo XX1
The Patriarchal Construction of the Female Captivity of Beauty Illustrated in Twentieth Century Costa Rican Stories
A construção patriarcal do cativeiro feminino da beleza ilustrada nas narrativas costarriquenhas do século XX
La construcción patriarcal del cautiverio femenino de la belleza ilustrado en narraciones costarricenses del siglo XX1
Revista Humanidades, vol. 13, núm. 2, e52431, 2023
Universidad de Costa Rica
Recepción: 10 Septiembre 2022
Aprobación: 03 Mayo 2023
Resumen: El objetivo de este análisis es identificar rasgos del ideal de belleza representado, como modelo de identidad femenina, en nueve cuentos costarricenses escritos en el período entre los años 1900 y 2000. El ideal de belleza en la literatura costarricense presupone que la creación cultural reproduce patrones socioculturales de socialización. Se analizaron nueve cuentos costarricenses para ilustrar las representaciones del ideal de belleza de la mujer en tanto referentes de los modelos de socialización femeninos en la cultura costarricense. La metodología aplicada se basa en la hermenéutica profunda psicoanalítica, la cual permitió el análisis en diversos niveles de sentido, desde el juego intrínseco en la relación texto-lector, que articula la función de las imágenes, hasta las simbolizaciones en el texto como agente de socialización que recoge, transmite y polemiza construcciones socioculturales (Sanabria, 2007). El estudio destaca que el ideal de belleza femenino no remite exclusivamente al aspecto físico, sino que abarca y controla diversos ámbitos de la subjetividad de las mujeres. Es un conjunto de encargos sociales dirigidos hacia la mujer que no son estáticos, sino que se continúan adaptando históricamente ante mandatos patriarcales sobre el rol sociocultural femenino, lo cual implica imposiciones psicosociales para la subordinación femenina en donde la belleza se impone como una forma de cautiverio.
Palabras clave: literatura nacional, mujer, estereotipo sexual, socialización.
Abstract: The objective of this analysis is to identify features of the ideal of beauty represented, as a model of feminine identity, in ten Costa Rican short stories written between the years 1900 and 2000. The ideal of beauty in Costa Rican literature presupposes that cultural creation reproduces patterns of sociocultural socialization. Ten Costa Rican short stories were analyzed to illustrate the representations of the ideal of beauty for women as referents of female socialization models in Costa Rican culture. The applied methodology is based on deep psychoanalytic hermeneutics, which allowed analysis at various levels of meaning, from the intrinsic game in the text-reader relationship, which articulates the function of images, to the symbolizations in the text as an agent of socialization that collects, transmits, and debates sociocultural constructions (Sanabria, 2007). The study highlights that the ideal of female beauty does not refer exclusively to the physical appearance, but rather encompasses and controls various areas of women's subjectivity. It is a set of social orders directed towards women that are not static, but rather continue to adapt historically to patriarchal mandates on the female sociocultural role, which implies psychosocial impositions for female subordination where beauty is imposed as a form of captivity.
Keywords: national literature, woman, sexual stereotype, socialization.
Resumo: O objetivo desta análise é identificar traços do ideal de beleza representado, como modelo de identidade feminina, em nove contos costarriquenhos escritos entre os anos 1900 e 2000. O ideal de beleza na literatura costarriquenha pressupõe que a criação cultural reproduz padrões socioculturais de socialização. Nove contos costarriquenhos foram analisados para ilustrar as representações do ideal de beleza da mulher como referente dos modelos de socialização feminina na cultura costarriquenha. A metodologia aplicada baseia-se na hermenêutica psicanalítica profunda, que permitiu a análise em vários níveis de significação, desde o jogo intrínseco na relação texto-leitor, que articula a função das imagens, até as simbolizações no texto como agente de socialização que recolhe, transmite e polemiza construções socioculturais (Sanabria, 2007). O estudo destaca que o ideal de beleza feminina não se refere exclusivamente à aparência física, mas abrange e controla diversas esferas da subjetividade das mulheres. É um conjunto de ordens sociais dirigidas às mulheres que não são estáticas, mas se continuam adaptando historicamente ante os mandatos patriarcais sobre o papel sociocultural feminino, o que implica imposições psicossociais para a subordinação feminina onde a beleza é imposta como forma de cativeiro.
Palavras-chave: literatura nacional, mulher, estereótipo sexual, socialização.
1. Introducción
La construcción social e histórica de la socialización de género contiene en sus patrones culturales e históricos el cuerpo como referente para erigir desigualdades, identidades y alteridades. Como parte del proceso de descolonización, es relevante la relación entre escritura y cuerpos. Los cuestionamientos feministas inician históricamente con una interrogante sobre las nociones y visiones sobre el cuerpo femenino, sobre todo en la juventud, que adoptan incluso el carácter de detonante del malestar por la vulnerabilidad ante el poder masculino (Guerrero, 2021).
Abordar el ideal de belleza de la mujer en la cultura costarricense permite caracterizar su lugar en la socialización femenina. Los estándares de belleza se transmiten de forma intergeneracional. La socialización de género entroniza diferenciaciones entre hombres y mujeres en un juego oscilante entre la biología (naturaleza) y el ambiente (educación) como constituyente de la identidad a la que se es inscrito desde el nacimiento, conducente a diferencias psicológicas y sociales entre hombres y mujeres, a roles diversos que orientan visiones y relaciones socioculturales. Estos son elementos que, en la discusión actual, deben continuar deconstruyéndose en aras de la creación de vínculos igualitarios (Yubero y Navarro, 2010).
El canon estético sobre la imagen idealizada, particularmente en el retrato literario, refleja estas representaciones entre la imagen de la belleza o effictio y el de la sátira o comicidad, que no eluden aspectos morales y psicológicos confluyentes en su construcción metafórica (Sancho, 2013). El control sobre el cuerpo es intrínseco al control patriarcal sobre la subordinación femenina que se evidencia, por ejemplo, en la idea de posesión del cuerpo promovida por la religión y la violencia de los rituales asociados (González et al., 2018) y en la psicopatologización como forma moderna del control sobre las subjetivaciones (Roselló-Peñaloza et al., 2019). Al discutir sobre la subjetivación femenina, es fundamental comprender qué consecuencias les demandan a las mujeres los estereotipos subyacentes a los roles de género.
La literatura costarricense, como producción cultural, recoge y reproduce patrones socioculturales que contienen modelos de socialización asociados a la feminidad. Las narraciones se rigen por imaginarios sobre personajes y protagonistas, recogidos en estilos narrativos de la época en las que fueron escritas. En este caso, el cuento permite estudiar una temática e identificar cambios y patrones durante un siglo de literatura. Para efectos de esta investigación, se ha escogido un conjunto de nueve cuentos, no con el criterio de que cubran la evolución literaria del género en Costa Rica o que agoten la discusión del tema, sino porque reúnen una serie de características con las que se puede explorar cómo fueron recogiendo dicha temática, mostrando posibles patrones y contrastes.
2. Historicidad del ideal de belleza
Según el Colectivo del Libro de Salud de las Mujeres en Boston (1984), toda cultura sustenta, en mayor o menor medida, nociones idealizadas de belleza que no siempre abarcan la diversidad de apariencias de los países y las etnias. Al acomodarse a esa noción, la identidad femenina ingresa en una competencia para alcanzar la perfección. Desde los parámetros socioculturales de belleza, la dignidad es sometida a una apariencia satisfactoria con imágenes contrastantes según el contexto que varía por época, cultura, grupo social e incluso etnia, pero que igual tiende a fomentar el principio común de una aspiración estética de la propia identidad.
Estas representaciones histórico-culturales se identifican desde los orígenes del género novelesco (Martínez, 2003). En el amor cortés, la mujer tiene un papel relevante en la vida del caballero como transmisora de pautas o ideales que el hijo debe seguir con otras damas para ser considerado como tal. El papel de la feminidad está asociado con las pruebas del hombre para demostrar su valor y acceder al afecto y atenciones de la mujer escogida para ser su dama. Los discursos sobre la feminidad establecen pautas de interacción entre los géneros en los que la mujer se ubica en la categoría de lo fantástico, en el arrebato de lo ideal, inaccesible y suprahumano. El atractivo para el caballero hacia la belleza femenina es la completitud y la realización. Las características principales de la estereotipación femenina son la belleza, la seducción, la delicadeza, la inocencia y la castidad, valores culturales atribuidos a las doncellas para diferenciarlas de las cortesanas, quienes representan sexualidad y pasión en su papel de amantes de los caballeros.
Es la época en la que inicia la celebración de la mansedumbre y el rigor moralista (Eco, 2002), aunque también aparezca la sensualidad como motivo, por ejemplo, en Bocaccio. Con las cruzadas y los trovadores, surge el ideal de belleza femenino y su “educada pasión amorosa” (Eco, 2002, p. 164) al lado del papel de las infidelidades, la infelicidad y el remordimiento. Aparece el “amor imposible” (Eco, 2002, p. 167) en la poesía, al contrastar la belleza práctica de gente común con la belleza sensual de la aristocracia. El Renacimiento encarna los ideales en la visión subjetiva entre la idealización y la imagen grotesca que, en siglos subsiguientes, evolucionará en una dialéctica de la belleza confrontándose constantemente con la de razón y sus múltiples manifestaciones en las clases sociales, cuyo epítome es la novela sentimental, amorosa, del siglo XVIII, sobre irresistibles pasiones.
La transitoriedad histórica de la definición de belleza lleva su rastreo desde la época anterior a la concepción de estética y la de arte, en los orígenes grecorromanos, donde encuentra su primer deslindamiento de la noción de sacralidad para deslizarse hacia la secularidad, asociándosele en el pensamiento platónico con lo bueno, lo justo y lo verdadero y, en el pensamiento pitagórico, con la armonía y la proporción (Walzer, 2009). No obstante, según Eco (2002), desde los poemas homéricos no es posible derivar una noción consciente de belleza, al menos no corporal, sino como armonía cósmica, de la cual formaban parte las cualidades del alma y del carácter al igual que la proporción y simetría escultóricas o el ritmo en la retórica. Sin embargo, estos sí son los primeros poemas donde se contempla la visión subjetiva. La belleza física es el ideal de armonía entre cuerpo y alma. Desde Sócrates y Platón se asumen tres categorías: la belleza ideal, la espiritual y la útil o funcional, culminando en la visión platónica de belleza como armonía y proporción pitagórica o como esplendor, belleza autónoma de la dimensión física. La representación del cuerpo humano será el equilibrio entre estos contrastes incluso contradictorios en una armonía simétrica, en un permanente debate histórico sobre la estética y sus rasgos distintivos.
La imposición de límites se inscribe en las disposiciones del cuerpo, definido como sagrado (Bourdieu, 2000) y presente en la belleza femenina (Lipovetsky, 2006), permeando la identidad de la mujer que nunca será demasiado bella: conforme mayor atractivo más resplandecerá, pues así aumentará su potencial de conquista del hombre deseado. Según la época, al ideal femenino de cuerpo subyace un concepto tradicional y sociocultural de belleza, engarzado en sus hitos históricos. Para el siglo XX, destaca la polémica sobre la función del cuerpo para la mujer en cuanto a contrarrestar la histórica opresión masculina, en función de su potencial para desafiar el control social, la reproducción cultural y el orden social (Barrera-Carranza, 2021).
Bourdieu (2000) acentúa la disciplina sobre la moral femenina a todas las partes corporales. La sumisión femenina es parte del escenario que este pensador llama una “traducción natural” (p. 23). El cuerpo femenino ha sido sujeto de discursos patriarcales de opresión, como en la religión y la medicina. Esta expropiación del cuerpo es objeto de denuncias sobre estrategias y formas de violencia en las que se articulan sistemas de explotación androcéntricos para disciplinar al cuerpo y apropiárselo al interior de las relaciones de poder. El reconocimiento crítico llevado a cabo por mujeres acerca del protagonismo de las estetizaciones del cuerpo femenino contribuye a revisar el proceso de transformación, desde las múltiples caras del patriarcado, presente también en el arte como forma de deconstrucción de estos componentes de la feminidad (Oliva, 2021) que son ancestralmente transmitidos en la cultura. Mientras que, lentamente, algunos de estos elementos cambian con el tiempo, otros se afianzan.
Para Flores (2015), la maternidad primero aparece como regulación de los cuerpos femeninos, pues asegura la creación y continuidad de lazos familiares. La belleza se asociaba desde el medioevo con peligro, según Lipovetsky (2006), pues la mentalidad campesina le restaba valor e incluso la satanizaba. La belleza femenina provocaba miedo, generando tanto veneración como desconfianza de los hombres. La belleza deslumbrante no cambió con el Renacimiento y perduró entre los campesinos hasta épocas recientes. En los siglos medievales, se evidencia una hostilidad a la seducción femenina, así la muchacha hermosa poseía la mitad de la altanería que el diablo. Esto llevaba a plantear la disyuntiva entre si una esposa demasiado bella podía permanecer honesta y cómo los atributos femeninos se asociaban con ruina y perdición. La literatura medieval y renacentista concebía la belleza femenina como temible y se mostraba a la mujer como una criatura sin alma que podía rebajar a los hombres a la anarquía de los sentidos y al caos.
La permanencia de la idea constante de que las mujeres perfectas (bellas) tienen el propósito de robar la esencia vital masculina (Leavy, 1994), para Bourdieu (2000), reside en que a las mujeres se les ha atribuido una identidad cercana a lo bajo, a lo torcido y a lo mezquino. Al respecto, añade Lipovetsky (2006) que este aspecto dio paso a la idolatría y énfasis de la belleza femenina desde la división de clases: la clase rica y la clase pobre. La idolatría de la belleza femenina fue una producción del Renacimiento cuando llega a su apogeo como personificación suprema de la belleza. La mujer aparece como admirable, pero no por sí misma, sino por los hombres. Por tanto, es destinada a ser contemplada y deseada. Entre los siglos XVII y XVIII, se introduce una diferenciación con respecto a la belleza femenina según el estatus económico: una joven rica y hermosa se coronaba de cualidades sociales y morales, mientras que una joven de pueblo constituía una amenaza de degradación.
Para Flores (2015), en el siglo XIX la asociación entre sexualidad femenina y moralidad se encauzó mediante la idealización del comportamiento de las mujeres desde las esferas morales y espirituales. Esto bajo el deseo asexuado y la negación de las pasiones carnales femeninas que condujo a la oscilación de las representaciones femeninas entre la oposición de la belleza virginal y la belleza destructora, la pureza y la lujuria (Lipovetsky, 2006).
La concepción tradicional no separaba la belleza física de la moral, formando una unidad con el bien, por lo que toda perfección física excluía la fealdad del alma y viceversa. La concepción moderna define la belleza como una característica estrictamente física, desligada de valor moral, sobre todo cuando se concibe a la mujer como encarnación suprema de la belleza y se le otorga un poder que históricamente no poseía, pues, aunque se le dotaba de poderes específicos, como rituales mágicos de vida y muerte, para perjudicar o sanar, no poseía ningún tipo de consideración ni reconocimiento social. La superioridad de la belleza le confiere títulos de nobleza, prestigio y riqueza simbólica.
La superioridad otorgada a la belleza femenina, en la modernidad, se desprende de sus lazos con la maldad y la muerte y se propaga a las masas. Esta ya no es exclusiva de mujeres pudientes, sino que, con la industrialización y el mercantilismo, se difundió a otras clases sociales. El boom de los cuidados femeninos difunde entre las mujeres la idea de no conformarse con las cualidades naturales, pues la belleza es perfectible y, a la vez, se esparce en todas las capas sociales la “democratización de la belleza” en una lógica de producción-consumo-comunicación de masas. La exposición de la belleza femenina pasó de ser un tema secreto en el círculo femenino a un tema de difusión social. Los cuidados primero se concentraron en el rostro y luego en el cuerpo. En síntesis, el cuerpo y su denotación estética (belleza) formulada socioculturalmente como idealización con los parámetros del patriarcado cumple una función en la socialización convencional de género de las mujeres.
3. Ideales de belleza femeninos
La línea más común entre épocas y culturas la conforman los arquetipos (Gil, 2000) o cautiverios (Lagarde, 2005) femeninos. Gil (2000) propone tres mandatos sociales asimilados por patrones de socialización. El primero es de naturaleza física, en donde se espera de la mujer que sea bonita, atractiva, tenga un cuerpo esbelto y deseable. El segundo demanda cumplir con el imperativo promotor de que la mujer sea coqueta, deba arreglarse a la moda y sea receptiva de lo que, para su contexto, es adecuado, lo cual, generalmente, se encuentra ligado a la juventud y a la esbeltez. Finalmente, es necesario que la mujer sea encantadora, elegante y femenina. Aquella que logre cumplir con estas características estará más próxima al ideal de belleza imperante.
Las mujeres se encuentran ante una disyuntiva entre estas tres líneas estructurales que generan un sentimiento del deber con los diferentes y contradictorios objetivos, sobre todo ante los siguientes ejes complementarios (Gil, 2000): el sexista, que busca la aprobación del ojo masculino en el plano erótico; el regulador, que implica un interés por captar la atención de las mujeres a manera de competencia; y el expresivo, de donde se pretende obtener autoestima y la satisfacción de su amor propio.
Gil (2000) expone tres arquetipos de la imagen femenina atribuidos a la mitología griega que promueven tres ideales de belleza: primero, la imagen carnal o fetichista “puta” de Afrodita; segundo, la imagen clásica de madre convencional y esposa legal de Hera; por último, la imagen juvenil o andrógina de Palas Atenea. Estos arquetipos Lagarde (2005) los plantea como “formas de ser mujer” (p. 36) en la sociedad patriarcal, los cuales constituyen cautiverios en los que las mujeres se ingenian maneras de sobrevivir bajo opresión. Lagarde (2005) afirma que la felicidad femenina se construye a partir de la realización personal del cautiverio que, como expresión de feminidad, viene asignada a cada mujer en cinco categorías de cautiverios: las madresposas, las monjas, las “putas”, las presas y las locas. La sociedad patriarcal y la cultura machista obliga a cada mujer a ubicarse en alguno o en más de uno.
Lipovetsky (2006) afirma que, pese a que durante un largo tiempo la belleza femenina era una “trampa maléfica” (p. 103) para los hombres, en la actualidad es un medio de opresión y terror para las mujeres con una función política, pues si ellas se desvalorizan a sí mismas, se mantendrán al margen de la combatividad social y política. La “belleza maldita” es sustituida por la “belleza mercancía” (p. 168). Esta dinámica se explica por la influencia patriarcal persistente en la condición de desigualdad de género de la mujer. Las mentalidades y prácticas sociales resultantes corresponden a su historicidad y cobertura en la cultura. Las lentas transformaciones de las relaciones asimétricas, jerárquicas y de subordinación abarcan el género y la sexualidad y se articulan con raza, origen, posición social o de clase y se infiltran en el campo de la educación y el trabajo (Pérez y Sanz, 2021).
Para Gil (2000), Afrodita remite a la promiscuidad, voluptuosidad, lujuria y erotismo. Su fin es ser mirada, ser objeto de deseo, despertar en el otro la idea de que los hombres “están para comérsela” (p. 210). Es asociada con el licor y la comida en exceso, al banquete orgiástico y las fogosidades extáticas. La imagen corporal es voluptuosa y atrae las miradas con su presencia imponente. Se devela a través de ropa que permita la mirada al interior de la tela y la lencería es su aliada, ya que es capaz de velar y encubrir. Su cuerpo suave evidencia lo blando de su voluntad: es débil, sensible, impulsiva, ríe y llora con facilidad; además, es obediente y, aunque es reconocida, la necesidad por la aprobación la debilita ante el otro.
Asimismo, para Lagarde (2005), la mujer que “explota” su erotismo es caracterizada bajo la condición de “puta” como forma de censura y control social ante su sexualidad femenina, lo cual sería en la literatura, para Sánchez (2023), una forma de presentarla en su “monstruosidad” (p. 122). Su especialidad social y cultural es la sexualidad prohibida y el erotismo para el placer de otros. Son las mujeres del mal que simbolizan la poligamia femenina y que son objeto de la poligamia masculina. Ideológicamente, se connota a las prostitutas, pero también están otras mujeres que sugieren el deseo erótico. La “mala mujer” le enseña al hombre el erotismo y la manera de obtener placer: es frígida y para ella el hombre es un cliente-amo. Su cuerpo es erótico para él.
Según Gil (2000), la imagen clásica de Hera se distingue por su elegancia, estilo y clase. Es la imagen maternal que las amas de casa, en todas las clases sociales, aspiran representar. La imagen corporal está definida por la medida rigurosa: no cae en extremos de voluptuosidad ni de delgadez de las demás imágenes, sus miembros son proporcionales y hay armonía y equilibrio en su cuerpo. Cae en actitudes consideradas cursis como la elevación curvada del dedo meñique al tomar el té, por ejemplo, o el andar con el brazo elevado y la mano quebrada hacia abajo. Ella trasciende la sensualidad: es formal en todos los planos y todo en ella es premeditado, un prolegómeno que genera un significante.
Asimismo, Gil (2000) propone que la imagen andrógina de Atenea, con un cuerpo adolescente en contraposición al voluptuoso de Afrodita, concuerda con el estereotipo de la figura delgada y esbelta promovido en la época contemporánea, capaz de provocar en las muchachas trastornos de alimentación. Su imagen es asexuada, virginal y una doncella tradicional. La imagen femenina no se reduce únicamente a la apariencia física, sino que es resultante de una amplitud de factores asociados a construcciones sociales y culturales sobre aspectos intrínsecos y extrínsecos de la feminidad. Las mujeres se arreglan para que el escenario social se vuelva simbólicamente significativo: su ropa, la tendencia de la moda o el paisaje en el lienzo de sus rostros a través del maquillaje. Estos sistemas fundamentan el desarrollo de opciones binarias: mujeres maduras o verdes, mujeres aptas para parir o para ser niñas eternas. La imagen está ligada a la apariencia que construyan las personas a través de su vestimenta, por tanto, se puede captar elementos dispares y canalizarlos en una mezcla aceptable dependiendo de la ocasión y el objetivo de su presencia. Se da una oposición entre madurez e inmadurez, traducida como oposición cultural entre inhibición y exhibición.
Las conceptuaciones expuestas se pueden resumir, desde el ángulo de la socialización femenina, en un estado de coerción psicológica (Gil, 2000) que presiona a construir una imagen cultural femenina. La dimensión social clasifica la imagen femenina y sus actitudes. Según las construcciones sociales, se puede interpretar un acto de exhibicionismo como provocación, del cual únicamente es responsable quien lo emite. En otros sistemas, un acto de exhibición se puede interpretar como una intención subjetiva de la mujer, quien goza de su derecho de libre expresión.
La mujer moderna se enfrenta a una escisión interna, idealizando su propia personalidad. Se enfrenta a la imagen de sí misma y a cómo es percibida por los demás, expuesta a sentimientos ambiguos hacia el público y hacia sí misma. Sin embargo, la mujer, supeditada al mandato patriarcal y machista, siente la imposición de ser objeto de deseo, de levantar las miradas de hombres y mujeres aunque de maneras distintas. El juego sociocultural que se le imposta es participar activamente del espectáculo de su presencia sin que el espectador pueda saber si ella tiene la intención de suscitar deseo o no (Gil, 2000). Aunque no sea una generalidad en las mujeres, sobre todo en la posmodernidad, este eje sigue presente en el imaginario sociocultural y es rastreable históricamente.
3.1. La belleza y la literatura
Cooper (1998) analizó los arquetipos en cuentos de hadas en diferentes culturas que transportan imágenes simbólicas como recurso sociocultural para entenderse a sí mismo y al mundo circundante. Se muestran los procesos simbólicos de la mente inconsciente, como el contraste entre la descripción de la heroína, mujer hermosa de cabellos dorados, y la hermana fea, descortés y rodeada por los males de la oscuridad. A las doncellas-cisne se las caracteriza por el matrimonio de un mortal con una doncella sobrenatural y poseedora de gran belleza. Ella es conquistada cuando el mortal se adueña de algún objeto de su propiedad, condiciones similares a las costumbres tribales exógamas del matrimonio por captura.
Barbara Leavy (1994) analizó las doncellas-cisne en las historias infantiles para describir conflictos existentes entre los sexos, expresar los sentimientos derivados y comprender sus roles. Estudió la representación de las mujeres como animales y la lucha de los hombres por volverlas a la normalidad. Sus hallazgos destacan que las historias sobre mujeres convertidas en animales son diferentes a las de los hombres en la misma situación. Para las mujeres, la forma de bestia define su ser esencial. Los hombres que imaginan a la mujer perfecta también le temen y la rechazan. Es vista como un ser salvaje, obsesionado con la necesidad del amor de un hombre mortal dispuesto a todo por obtenerlo. Las mujeres perfectas tienen el propósito de robar la esencia vital masculina. El patrón común es que el hombre confunda a la novia malvada con la mujer que siempre ha deseado. Quien atrae la maldad es aquella persona oscura que refleja sexo y destrucción. La autora encontró dos tipos de mujeres: la bonita, sexualmente inocente y eficiente en labores domésticas; y la repulsiva, cuya depravada sexualidad simboliza su oscuridad, así como su maldad generalizada y su rebeldía ante las labores domésticas.
Asimismo, Baker-Sperry y Grauerholz (2003) exploraron la belleza femenina en los cuentos de los hermanos Grimm para determinar su énfasis en esta. Los resultados sugieren que la belleza femenina es un tema dominante en los relatos dirigidos a la niñez, especialmente en los que aún son populares y difundidos.
De igual manera, Deborah Singer (2005) analiza la novela Doña Bárbara desde una perspectiva de género y establece que el canon literario afianza el orden patriarcal e instaura principios que tienen como fin último lograr la sumisión de la mujer y destinarla al ámbito doméstico y a un rol secundario y subordinado. Asimismo, se legitiman relaciones sociales basadas en la diferencia de géneros en las que se reproduce la imagen de la mujer como el ángel del hogar, relegada al papel secundario. La autora escudriña los roles femeninos presentados y legitimados por la literatura como “expresión de poder, y desde esa perspectiva nos permite aproximarnos al modelo de feminidad priorizado por la sociedad patriarcal” (Singer, 2005, p. 51).
En Costa Rica, para Rodríguez (2015), entre finales del siglo XIX e inicios del XX, la aparición de una literatura nacional es un signo y un derrotero de la modernización agitada de la todavía emergente identidad nacional. El ideal de belleza femenina se inscribe globalmente durante esa época en la dinámica del comercio y la comercialización. Aparecen modelos de la feminidad en el vestir, la fotografía, las nociones expertas en concursos de belleza, incluso infantiles, así como en el lugar que ocupan la maternidad y la religión. El ideal de belleza deviene en una industria masiva que perfila rasgos distintivos, una “fábrica” de la estética y una “democratización” de su consumo (p. 83). El perfil del cuerpo femenino y la concomitante identidad de la mujer se convierten en derroteros a conquistar en la silueta, aunque esta última empiece también a mostrar variantes según la clase social.
Catálogos y revistas, así como publicidad, son vitrinas de los modelos corporales y morales en el mundo moderno. Los campos más importantes para recomponer este ideal de belleza pasan por la pulcritud, el maquillaje, la higiene y la salud, la eterna imagen de juventud con esbeltez y la domesticidad, pero si se trabaja fuera del hogar, la imagen pasa a ser de distinción, una exigencia de unicidad en la presentación de sí misma como mujer. En el arte se recrean, pero también se polemizan estos elementos estatutarios del ideal de belleza femenino que a lo largo del siglo XX se filtraron y decantaron en la cotidianidad, influenciando a diferentes clases sociales de formas distintas, según el acceso a la información y a los recursos. Aunque los gustos cambiaron durante el siglo XX, con contrastes y desencuentros generacionales, los cánones fundamentales del ideal de belleza se perpetuaron, incluso por medio de rituales como concursos o fiestas de quince años, para sacralizar modelos de identidad femenina en forma de éxito y reconocimiento, como cultos obligatorios dirigidos a la otredad.
4. La socialización de la sexualidad femenina escindida
Castillo (2005) aborda las construcciones simbólicas sobre masculinidad y feminidad y destaca el conocimiento oficializado en el lenguaje y los procesos comunicativos, portadores de la ideología dominante que los impregna con sus múltiples poderes. La literatura, junto con los procesos históricos gestantes, plasma lo simbólico y evidencia lo que en determinada época existía en cuanto a ideología, visión de mundo, etcétera. Al trabajar con textos literarios se remite al orden de la representación para impugnar los efectos simbólicos de legitimación de una división arbitraria entre los sexos.
En la cultura occidental, patriarcal en sus cimientos por definición, el discurso ideológico machista ha establecido y reforzado los estereotipos sobre la mujer que se encontrarán representados en las expresiones culturales (Calvo, 2001). El ideal de belleza es una construcción sociocultural que varía según los patrones de estética, etnia y las tendencias de la moda (Larraín et al., 2009). Bajo el influjo de la transformación histórica del rol femenino, como consecuencia de los procesos de emancipación y contraemancipación de la mujer que se instauran en los modelos de la identidad femenina, la belleza participa en la construcción de patrones de socialización femeninos.
En estos modelos de identidad de la mujer, se representan los ideales femeninos de belleza de una cultura y período histórico (Benjamin, 1997), transmitidos por diferentes medios, desde la familia y la crianza. A partir de la infancia, la mujer aprende un conjunto de reglas explícitas e implícitas sobre la prohibición de tocar el cuerpo por el mero placer. La relación de la niña con su cuerpo está llena de tabúes. Solamente se le permite tocarlo para limpiarlo y hacerlo lucir bonito y agradable para los otros. En este sentido, se inicia la relación básica de la mujer con su cuerpo: ser de otro. La niña toca su cuerpo para embellecerlo, para gustar, para ser deseada por otro. El deber estético femenino es preparar su cuerpo y toda ella para el placer ajeno.
Esto hace que la experiencia de la mujer sobre su cuerpo quede expuesta a la objetividad operada por la mirada y el discurso de los otros, la cual no se reduce a la autoimagen, sino a su representación de manera objetiva, a la retroalimentación descriptiva y normativa, que es remitida por los otros. La mirada es un poder simbólico cuya eficacia reside en la posición de quien percibe y de quien es percibido, lo cual lleva a que la experiencia práctica del cuerpo y su incorporación subjetiva estén permeadas por esquemas derivados de la asimilación de estructuras sociales y de reacciones que el cuerpo despierta en las demás personas. Si esta relación mantiene una desproporción con el imaginario del cuerpo socialmente exigido, habrá una mayor probabilidad de sentirse incómodo o incómoda con el propio cuerpo. Esto provoca en las mujeres un distanciamiento entre el cuerpo real y el cuerpo ideal, al que intenta acercarse continuamente. La dominación masculina convierte a las mujeres en objetos simbólicos que las coloca en un estado de inseguridad corporal (Bourdieu, 2000).
Barbara Leavy (1994) encontró, en muchas historias de diferentes culturas y épocas, a la mujer bella, sexualmente inocente y eficiente en las labores domésticas, mientras que en otras a la mujer repulsiva, cuya oscuridad se simboliza en su depravada sexualidad, así como en su maldad generalizada y en su rebeldía ante las labores domésticas. Estas dos categorizaciones concuerdan con las imágenes de la sexualidad escindida de Lagarde (2005): procreación y erotismo. La procreación se refiere a la mujer bella y sexualmente inocente y el erotismo a la mujer repulsiva y de sexualidad amenazante. En estas historias, la mujer oscura que trae la maldad refleja sexo y destrucción, pues la libre expresión de la sexualidad femenina es suficiente para que ella aparezca como repulsiva y mala.
5. El poder de las mujeres
Las mujeres ingenian formas de sobrevivir a los cautiverios y ejercen el poder del dominado (Lagarde, 2005). Ellas son su cuerpo, un cuerpo expuesto, un cuerpo para otros; sin embargo, junto con su sexualidad, conforma el núcleo de sus poderes. La mujer tiene su cuerpo, sexualidad y subjetividad para intercambiar y negociar con los hombres y con otras mujeres. Con ese poder logra, bajo condiciones desfavorables y difíciles, la supervivencia y un lugar social. Quizá sea debatible que se considere una forma de poder, pues los espacios en que actúan más bien aparecen naturalizados para esas mujeres, quienes deben limitarse a determinadas formas de acción, so pena de duras represalias.
Leavy (1994) coincide al mencionar la denominada “vagina dentada”, que apunta no solo al peligro de la sexualidad femenina, sino también al poder castrador sobre la sexualidad masculina. Aunque se continúa categorizando a las mujeres en malas y buenas según el protagonismo de la sexualidad en sus vidas y cómo la experimenten, la sexualidad femenina sigue siendo considerada peligrosa para la sexualidad masculina.
Gran parte de las actividades eróticas femeninas tienen el valor de la dádiva en la lógica mercantil. Aunque las mujeres no quieran establecer una relación, en ocasiones lo hacen para obtener beneficios reales o simbólicos (Lagarde, 2005). Algunas mujeres cónyuges (novias, esposas, amantes, amigas) acceden a intimar con el hombre para obtenerlos o incluso para conseguir permiso para algo. Las acciones realizadas por ellas se convierten en estrategias de subsistencia, supervivencia y mejoramiento de sus condiciones de vida paupérrimas (Garrido-Reina et al., 2022).
Bourdieu (2000) plantea que las mujeres están destinadas, simbólicamente, a la resignación y a la discreción, pero oponen a la violencia física o simbólica formas de violencia suave sobre los hombres, desde la magia, la astucia, la mentira o la pasividad, hasta el amor posesivo que culpabiliza, victimizándose y ofreciendo su incondicional entrega y sufrimiento en silencio. Las mujeres están constreñidas a aportar la prueba de su maldad y a justificar los prejuicios que les atribuyen una esencia maléfica. La visión androcéntrica está continuamente legitimada por las mismas prácticas que determina su propio discurso. Un importante antecedente para Costa Rica que aborda este tema en la literatura es el estudio de Yadira Calvo (1984).
6. Los cuentos y su lugar como memoria colectiva
Una escena literaria requiere de una interacción durante la lectura que evoca el plano simbólico en que se inscribe. La investigación sobre la socialización en general, y en particular las relacionadas con la literatura y los roles de género, suele descuidar el nivel de la función socializadora del arte y específicamente el de la literatura como una obra estética portadora de significado (Lorenzer, 1981). Por ejemplo, Leavy (1994), Cooper (1998), Calvo (2001), Eco (2002), Baker-Sperry y Grauerholz (2003), Singer (2005) y Rodríguez (2015) señalan cómo se ha conformado y establecido el ideal de belleza a lo largo de la historia y su impacto posible en la identidad femenina, pero no exponen la paradoja de las imágenes literarias, la de los personajes en el habla y las escenas que resultan de ellos, las cuales representan interacciones posibles, pero en todo caso ancladas culturalmente, cerrando el círculo hermenéutico al incluir la conexión con el marco cultural respectivo. El ideal de belleza femenino, tradicional y generacionalmente transmitido, está sujeto a un mecanismo psicosocial, culturalmente predeterminado, que transforma la tensión simbólica en mandato social, porque el deseo simbólico sensual y el correspondiente dictado masculino de superioridad llegan también a inscribirse profundamente en la identidad. Por consiguiente, su reflexión desde el imaginario colectivo se convierte en una fuente posible de comprensión de los mandatos a la feminidad.
En esta investigación se eligió el género "cuento" porque, de esta manera, se podía cubrir todo el siglo XX. Estos han sido seleccionados según criterios que incluyen tanto movimientos literarios como cambios históricos del siglo XX en estilos siempre variables. La clave central fue, sin embargo, que los personajes narrativos y su dramaturgia representaran a personajes femeninos y dilemas derivados de la confrontación con algún aspecto del ideal de belleza como imaginario social.
Para llevar a cabo el análisis se recurrió a la hermenéutica profunda de Lorenzer (1981) y Lorenzer (2002). Las imágenes literarias y las escenas en el texto que encarnan la narrativa solo pueden entenderse considerando sus personajes interactuantes como una experiencia simbólicamente condensada, colectiva e históricamente construida.
Según Lorenzer (como se citó en Sanabria, 2007), la comprensión escénica parte de la contratransferencia del lector en ciertos puntos del texto durante la relación de lectura en las partes "porosas" de la representación. La experiencia de la lectura es entendida en su sentido cultural como portadora de significado: concibe al texto literario como una contraparte para debatir sobre el trasfondo cultural de una estructura de socialización.
Los personajes narrativos literarios, vinculados escénicamente, tienen el potencial de ilustrar la intersubjetividad y presentar la subjetividad como patrones de interacción en el contexto cultural de las relaciones de género. La hermenéutica profunda no considera los diferentes personajes narrativos como subjetividades individuales, sino que procura comprender la estructura escénica del texto como una presentación interactiva a partir de los bosquejos de vida que reflejan su relevancia cultural en conexiones significativas. Las figuras narrativas individuales muestran un aspecto diferenciado de la estructura simbólica de la escritura entrelazada, en especial, en el juego de lenguaje asociado a la identidad de género.
Ambos enfoques coinciden en que la formación de una relación identificatoria con el texto y sus representaciones personificadas abren el camino a la comprensión, aunque la hermenéutica profunda pone su énfasis tanto en la experiencia interactiva de la lectura como en la triangulación de la interpretación.
König (2005) resume un análisis desde la hermenéutica profunda así:
1) der Text ist ein Drama mit interagierenden Personen; 2) uneingestandene Lebensentwürfe werden spürbar anhand einer sinnlichen Lesereaktion; 3) die an der Analyse TeilnehmerInen richten ihre Aufmerksamkeit auf die freiassozierenden Einfällen die der Text zugunsten des Themas erweckt; 4) irritirende Interaktionssequenzen erlauben einen Zugang zur latennten Sinnebene; 5) das sinnliche Leseerlebnis führt in der analysierenden Gruppe zu verschieden Lesearten; 6) die Reicheweite der zu den Szenen verbundenen Einfällen gestalten ein Korpus zur zentralen Debatte über den Text; 7) Deutungsversuche entwicklen sich zur möglichen Verallgemeinigung um eine szenische Interpretation verschiedener Szenenfolgen zu fassen; 8) der hermeneutische Prozess bedient sich der Verdichtug der nun analytisch fassbaren zentralen Szenenthematik; 9) die Literaturinterpretation greift zur Theoriebegründung.
[1) el texto es un entramado de personajes e interacción; 2) los bosquejos de vida no inmediatamente reconocibles se vuelven palpables por medio de una reacción sensual del lector; 3) los participantes en el análisis dirigen su atención a las ideas asociadas libremente que el texto evoca en resonancia con la subjetividad durante la lectura; 4) secuencias irritantes (inquietantes o “porosas”) de interacción abren acceso al nivel latente de significado; 5) la experiencia de lectura identificatoria conduce a posiciones diferentes en el grupo analizador; 6) la gama de ideas relacionadas con las escenas conforman un corpus para el debate sobre la temática central, 7) los intentos de interpretación se desarrollan hasta una posible condensación para captar una interpretación escénica de diferentes patrones de interacción; 8) el proceso hermenéutico utiliza la compresión del tema escénico central ahora analíticamente comprensible; 9) su análisis recurre a la fundamentación teórica]2. (König, 2005, p. 562-565)
El término “ideal de belleza” o "estereotipo" sigue las escenas relevantes identificadas analíticamente, lo que se entiende como la acción de actuación en la estructura psicosocial que transmite la experiencia de la vida cotidiana. La subjetividad y la representación simbólica se cruzan en las interacciones cotidianas que evocan la experiencia individual en forma de imágenes metafóricas y metonímicas. La acción individual se acopla con la representación colectiva dentro de un marco cultural. Un ideal o noción de belleza se centra en un tema implícito (aquí se trata de los dictados de un sistema patriarcal sobre la estética física y el rol psicosocial de la feminidad) y abrevia la experiencia individual en forma de estereotipo o mandato. Los ideales o nociones psicoculturales pueden ser tomados de las imágenes literarias, aunque no directamente, porque una representación en la literatura tiende a objetivar la experiencia, pero al mismo tiempo a codificarla escénicamente. La decodificación conduce a resaltar los arquetipos salientes o mandatos sociales (Gil, 2000) o cautiverios (Lagarde, 2005) femeninos que son transmitidos y asimilados por medio de patrones de socialización.
Un cuento transcurre por escenarios temporales y espaciales, organizados en tramas cotidianas, reales o ficticias, realistas o fantásticas con significado por derecho propio, poniéndolo a disponibilidad de una comunidad (Brockmeier, 2012). Las particulares circunstancias culturales en que se escribe lo ubican en la adquisición de su secuencia discursiva, en la perspectiva de la experiencia humana.
El plano discursivo de la intersubjetividad (Brockmeier, 2012) implica una mutua persuasión del significado de la narración. La lectura conlleva una recíproca interpretación de los hablantes al interior de procesos de recepción, de reciprocidad, de pragmática, de retórica y de cognición. Diferentes narrativas despliegan distintas redes de significados en redes intertextuales. La narración conduce hacia una indagación del mundo social que refleja al expresar el material cultural presente en un contexto y una época determinada. Estas expresiones son agentes socializadores, pues influyen desde el contexto en el que se produjeron y se leen. Son modelos de socialización. En la producción literaria, cada subjetividad tiene una relación diferente con el texto, dependiendo del contexto. La interpretación es una manera de revelar el impacto en quien lee (Sanabria, 2007).
El sentido latente o drama escénico del texto es conceptuado conforme a la simbología presentativa3 y abordado desde una comprensión de escenas que se proyectan alrededor de la praxis vital bajo el velo lingüístico. La comprensión escénica recoge imágenes como ramificaciones o indicios del plano latente de la representación simbólica. La comprensión escénica discierne, por medio de la “atención flotante”, formas simbólico-presentativas en el plano estético narrativo. La dramaturgia latente revela patrones de socialización subyacentes. Las irritaciones se convierten en preguntas que dirigen la indagación sobre los temas de interés representados en el texto, sobre los rasgos de los personajes y las interacciones que protagonizan en sus escenarios, así como las orientaciones hacia la acción que recrean (Sanabria, 2007).
El presente estudio aborda el ideal de belleza femenino en cuentos costarricenses del siglo XX por medio de los siguientes parámetros: determinar la pauta que establecen los personajes literarios sobre la noción de belleza y señalar el posible cambio histórico en los modelos de socialización femenina.
Con base en Rojas y Ovares (1995) y Quesada (2010), se analizaron las diferentes corrientes literarias del siglo XX, seleccionando textos que pertenecen al género del cuento. Estos cubren el período entre 1900 y 2000, son protagonizados por la figura de la mujer y se recurre al ideal de belleza femenina, ya sea física o como metonimia patriarcal en la narrativa. Los criterios de selección fueron:
La generación del Olimpo (1890-1900): enmarcada dentro del momento histórico en que la oligarquía cafetalera tenía su mayor auge en nuestro país. La literatura que desarrollan los escritores de esta época responde a un proyecto nacionalista y civilizador. Las imágenes que presentan son básicamente las del Valle Central en función de la conservación de las tradiciones y costumbres. Se critica su pérdida debido a la modernidad capitalista de la época.
La generación del Repertorio Americano (primeras décadas del siglo XX): intelectuales interesados en la protección de las clases populares y el antiimperialismo, críticos del progreso material y defensores de los valores espirituales, enfocados en el fortalecimiento de temas sobre educación. En sus textos, se refleja una nación en conflicto y el sufrimiento de las clases populares.
La generación del 40 (1940): contexto internacional de guerra y cargado de oposición entre discursos ideológicos (capitalismo-socialismo, liberalismo-fascismo). Por su parte, en Costa Rica se experimenta una reforma política y social. Los escritores denuncian los conflictos en el país. La literatura está comprometida con las luchas revolucionarias.
La Segunda República (a partir de 1948): el panorama costarricense está rodeado de grandes cambios como la abolición del ejército, el derecho de la mujer al voto, la creación de instituciones estatales para el beneficio de los ciudadanos en temas de salud, educación y cultura y el fortalecimiento de la clase media. Las narraciones continúan las denuncias sobre problemas sociales, haciendo énfasis en las transformaciones en los contextos urbano y rural. Además, se evidencia una presencia más activa de la figura femenina en los textos.
Globalización y postmodernidad (últimas décadas del siglo XX): surge un contexto social en medio de la crisis económica de 1980. Las nuevas tecnologías y el acceso a la información sin fronteras transforman el modo de vida de los habitantes. En la literatura se observa una crítica de la historia oficial de Costa Rica, así como de los procesos de desintegración social, corrupción y descomposición moral. Las narraciones tienden a combinar datos históricos con elementos fantásticos o recurren al humor grotesco y a la farsa.
De acuerdo con estos periodos de la literatura costarricense del siglo XX, se eligieron nueve cuentos:
“La propia” (1910) de Manuel González.
“El pobre Luciano” (1924) de Carmen Lyra.
“La lagartija de la panza blanca” (1936) de Yolanda Oreamuno.
“La calera” (1947) de Carlos Salazar Herrera.
“La luz en la oscurana” (1955) de Fabián Dobles.
“El pino de la calle de enfrente” (1967) de Julieta Pinto.
“Metástasis” (1974) de Carmen Naranjo.
“El hondón de las sorpresas” (1986) de Rima De Vallbona.
“Cenicienta” (1993) de Anacristina Rossi.
7. Análisis
Esta sección se desarrolla en las siguientes categorías:
7.1. Formas de belleza
Entre 1900 y 1920, el ideal de belleza femenino se funda en una polarización entre los conceptos de belleza exterior y belleza interior: las mujeres protagonistas en los relatos que cumplen con uno de estos aspectos no lo hacen con el otro. Los conceptos de belleza interior y exterior caminan paralelamente sin entrecruzarse. Los ideales son representados siempre por personajes femeninos distintos. Por un lado, una mujer buena, bondadosa, respetuosa y cumplidora de los roles socialmente asignados posee una belleza interna y, aunque sus cualidades físicas no la denotan como la más hermosa, cuenta con cualidades personales deseables como esposa y madre. Estas mujeres son buenas, cariñosas, fieles y los hombres las buscan para formar un hogar, para procrear. Ellas les transmiten a los hombres un sentimiento de tranquilidad y seguridad que no los expone a ningún riesgo. Estos personajes representan una belleza moral, interior, socialmente deseada y el “deber ser” de una buena mujer.
El personaje de Micaela en “La propia”, esposa abnegada, fiel y trabajadora reúne los principales rasgos de los cuentos de inicios del siglo XX. Ella personifica el tipo de belleza descrito anteriormente: “Ña Micaela, como de treinta y cinco años, flaca, enfermiza, aventajada por el trabajo rudísimo de la piedra y de la batea en sus dieciocho años de matrimonio” (González, 1998, p. 149).
La belleza exterior es representada por mujeres físicamente hermosas y sensuales. Son provocativas y capaces de desatar pasiones enloquecedoras en los hombres, quienes corren peligro ante su sola presencia. La figura ejemplar es María Engracia: “una muchacha de quince años, alta, flexible como rama de guayabo, de carnes firmes como el guayacán, de ojos y pelo negrísimos como el güiscoyol… es María Engracia” (González, 1998, p. 148).
Estas mujeres bellas utilizan sus atributos físicos para conseguir beneficios de los hombres y, a la vez, conducirlos a desgracias. La mujer seductora es insensible, cruda, calculadora y egoísta. Para conseguir intereses personales es capaz de fingir y manipular. Todo en ellas es sensual: son conscientes de su cuerpo únicamente para utilizarlo como mercancía. Se muestran sin sentimientos y se las desliga incluso de cualidades como la compasión o la capacidad de amar: “Sólo una idea bullía en el encandilado cerebro de ñor Julián: ‘dale gusto a la Engracia’ y sólo un sentimiento en el corazón de la muchacha: ‘sacarle los riales a ñor Fulian’, y ambos cumplían a maravilla sus propósitos” (González, 1998, p. 152).
Los dos tipos de belleza resultan excluyentes. La belleza externa va ligada a una fealdad interna y viceversa. Ambos no pueden coexistir en una misma mujer, son opuestos que establecen patrones diferenciales de relación con los personajes masculinos o con otras mujeres. Asimismo, una mujer que es y se sabe bella no es una buena mujer. Por su parte, una mujer buena y con gran belleza interior no puede aspirar a ser hermosa. Esta polarización de la belleza femenina tiene implicaciones en la vida de las mujeres de inicios del siglo XX con respecto a sus relaciones sociales, pues les asigna roles que limitan sus posibilidades de acción: las mujeres de belleza interna serán las esposas, las madres o las religiosas y las mujeres sensuales se encuentran destinadas a ser amantes o prostitutas. No se presenta una mujer completa, sino ideales mutuamente excluyentes.
A mediados del siglo XX, esta polarización persistió, aunque con algunos matices como intento de fusionar ambas características. Se muestra un ideal escindido por medio de mujeres fragmentadas en quienes se destacan características o atributos parciales o singulares, pues no es posible la integración de ambos aspectos en un mismo personaje femenino. Los cuentos siguen describiendo personajes femeninos con un tipo de belleza o el otro, aunque la polarización sea más sutil. De esto dependerá la finalidad que los hombres a su alrededor tengan para ellas: unas van a servir como esposas y otras como amantes; un tipo de belleza brinda seguridad, el otro lleva a locuras pasionales.
Durante la década de los cuarenta, aparece un traslape del ideal de belleza, pues la protagonista de “La calera”, Lina, es una mujer hermosa físicamente y buena a la vez, una esposa y mujer decentes. Aunque en un primer momento parece que la dicotomía entre belleza y bondad desaparece en este personaje, en realidad solo es el comienzo de una nueva división, ahora entre la mujer sexuada, seductora y mala y la otra buena mujer que, aunque bella, tiene una imagen asexuada: su belleza refiere a la inocencia maternal, su ternura es desapasionada y no provoca erotismo. El personaje de Lina, con su belleza pasiva, es contrapuesto a la Cholita, quien seduce a Eliseo con su belleza exótica:
Al venir la noche, llegaba el calero a su casa y miraba a su mujer. Blanca, muy blanca, con los ojos verdes y el pelo castaño claro. Después pensaba en la Cholita. Morena, quizás demasiado morena, con los ojos negros y el pelo carbón brillante. (Salazar, 1990, p. 22)
Esta división de la belleza maternal y la pasional se vislumbra también en la década de los sesenta con “El pino de la calle de enfrente”, relato que muestra a Mildred, mujer bella, inteligente y buena esposa; y a Clara, mujer sexualmente “agresiva” quien despierta en el marido de Mildred deseos carnales: “Clara era la más agresiva. Se instalaba al lado de mi marido desde que llegaba, con el escote a la altura de sus ojos” (Pinto, 1967, p. 15).
Aunque persiste la belleza física y la interior, es posible observar en estos relatos del siglo XX que se van sumando otras cualidades o mandatos a cumplir según el respectivo ideal, volviéndolo cada vez más complejo y exigente. El personaje de Lupe en “El pobre Luciano” es la figura de una mujer capaz de ser bella físicamente y a la vez reunir las características de una “mujer buena”. Aunque todo parece transcurrir bien, con el tiempo se descubre que oculta una obsesión que la hace descuidar a sus hijos y que vuelve loco al esposo. Finalmente, al igual que en los cuentos precedentes, la mujer bella trae consigo desgracias que terminan llevando al cónyuge hacia un final de tragedia, la muerte:
Pero si se casaron, no fueron muy felices como reza en el final de muchos cuentos de hadas. Y no lo fueron porque… de aquella cabeza salpicada por la gracia en una mejilla, comenzó a asomar la puntita de una manía que poco a poco fue adquiriendo tremendas proporciones. (Lyra, 1977, p. 293)
La parte ominosa femenina aparece bajo la sombra de sus cualidades tradicionales: una mujer a cargo del mundo doméstico y cotidiano que utiliza este nimio poder para torturar a su esposo hasta la muerte. La integración de los modelos tampoco es posible porque la parte femenina que empuja a Luciano al suicidio emerge subrepticiamente y lo deja en la indefensión; no es un atributo que Lupe pueda asumir deliberadamente, al contrario, es como si fuera innato. El argumento tácito es que una mujer bella no puede ser buena, aunque al principio lo parezca. El mensaje implícito es que la belleza femenina esconde malignidad y aquel hombre que se deje llevar por ella terminará en la desgracia. Pese a que Lupe es elegida esposa y madre, resulta una mala elección del hombre y queda claro que ella no era apta para cumplir con ambos roles.
En los años posteriores a las décadas de los veinte y treinta, el concepto incorporó aspectos como la inteligencia y un mayor control sobre las vidas y decisiones femeninas, por ende las mujeres comenzaron a actuar con cierta autonomía, independencia e inclusive con autocuidados, por lo menos en el aspecto físico.
Además de belleza física e interior y aparte de los roles de buena madre y esposa, ahora la mujer también debe ser luchadora y tener iniciativa para cumplir con el ideal de su figura, el cual se torna cada vez más complejo e inalcanzable y, sobre todo, ambiguo y contradictorio, como se puede ver con el personaje de Cintia en el cuento “Cenicienta”: “Además de tener que ser esposa perfecta con fidelidad de acero inoxidable, intelectual de peso y excelente mamá, tenía que ser Madonna en la cama” (Rossi, 1993, p. 177).
La belleza física y la interior siguen siendo la base antagónica y polémica de la identidad femenina, pues el dilema se presenta en todas las mujeres protagonizando papeles específicos, centrales o decisivos con respecto a la red de interacciones en la narración. Aunque los aspectos señalados hasta ahora no son los únicos criterios para definir a una mujer bella, estos siguen prevaleciendo.
Las modalidades femeninas al enfrentar los conflictos cotidianos están permeadas de los pros y contras por las consecuencias que les acarrea el hecho de ser bellas o no. Por tanto, se visibilizan otras dimensiones de su vida como el dolor, el sufrimiento o el enfrentamiento de adversidades en la pareja y la sociedad. Pareciera que cada esfera de la vida femenina estuviese determinada por estas coordenadas o no existiera otra forma de enfrentar la condición femenina.
Desde el punto de vista de la contribución de esta dimensión simbólica de la construcción sociocultural patriarcal de las cualidades femeninas que el epítome de la mujer bella condensa, los rasgos femeninos aparecen como una dimensión ominosa en la cual el contenido latente de las imágenes en las escenas representadas remiten al temor intrínseco, inconsciente, irracional e irreflexivo que debe despertarse en los hombres desde la suspicacia sobre sus intenciones, pues la desprolijidad en sus encargos conlleva el signo de una catástrofe en ciernes o es explicativa de la catástrofe afrontada. El orden de los mandatos en la polarización es el imaginario del orden social y el caos se desata por la “desobediencia” femenina. Para la identidad femenina, es la implicación de la vivencia del “sobresalto” sobre la reacción que pueda provocar su apariencia y comportamiento.
7.2. Protagonismo de la mujer
Durante la primera mitad del siglo XX, la mujer aparece como protagonista, pero desde una perspectiva narrativa que no profundiza en su particularidad interior. Es caracterizada con una línea superficial; sus actitudes siempre están ligadas a la repercusión negativa en la vida de los hombres como principal objetivo de su existencia, con un destino trágico. Esto sucede con el esposo de Lupe en “El pobre Luciano”: “En su casa no era más que una víctima de la manía o virtud de orden y aseo de su mujer, hacia quien sentía ahora una especie de tirria” (Lyra, 1977, p. 295).
Ocurre un cambio para la segunda mitad del siglo XX, con “Metástasis” (Naranjo, 1974), cuando se representa a la mujer mediante una focalización interna: sus sentimientos, pensamientos y miedos son expuestos y profundizados. Los cuentos se adentran en la visión interior de las mujeres sobre los acontecimientos circundantes. Desde la década de los sesenta son las mujeres quienes cuentan sus historias; aparece una narradora protagonista quien presenta temáticas de una manera sensible y profunda que hasta entonces no se habían desarrollado, como el abuso sexual, la maternidad, la vejez o la dependencia hacia los hombres. Este cambio lo ejemplifica Cintia de “Cenicienta”, quien relata sus pensamientos y vivencias en lo que ella declara “su búsqueda por autonomía”: “El matrimonio no le sirve a ninguna mujer… yo no conozco UNA SOLA MUJER que esté realmente contenta con su matrimonio. Todas sacrifican algo, todas hacen concesiones” (Rossi, 1993, p. 173).
Los cambios históricos suscitan cambios narrativos, de allí que se muestre la humanidad y sensibilidad femeninas. Las mujeres son seres humanos integrales, de la mano de transformaciones sociales de la época. Por ejemplo, las guerras mundiales, y particularmente la guerra civil, se narra sobre la incorporación de la mujer al ámbito laboral, el auge de los movimientos feministas, entre otros cambios políticos y económicos, como lo ilustra Cubillo (2011), que se dieron con el auge de la intelectualidad femenina en la primera mitad del siglo XX en Costa Rica y su involucramiento activo en la vida política (Molina, 2009). Las protagonistas empiezan a develar su dimensión emocional y dejan de ser solamente objetos de desgracia. Los personajes femeninos van manifestando su capacidad para evidenciar su sufrimiento, sus crisis, la presión social por alcanzar los encargos sociales, y para demostrar que aman, sienten, odian y tienen necesidades.
Debido a la figuración de estos personajes, a finales del siglo XX, se denuncia la situación social de las mujeres y su sufrimiento. El personaje Cintia (en “Cenicienta”) representa este nuevo protagonismo a través de la voz que cuenta sus encrucijadas. Ella cuestiona y protesta contra las injusticias a las que son sometidas las mujeres para mantener el orden social: “Cintia expuso ante esa oficina que toda mujer tenía derecho a amar al hombre que le diera la gana y a ser correspondida, mientras ese hombre fuera libre y mayor de edad” (Rossi, 1993, p. 200).
Ya no se muestra solo a la mujer vista por los demás, sino también apreciada desde sus propios ojos. Las temáticas se enriquecen con la incursión de la voz femenina y se muestra una mujer integral junto con una denuncia social. Aunque el papel femenino polemiza su lugar y siempre genera un alto nivel de desgracia y tragedia, al final del siglo XX se afinan detalles sobre la perspectiva femenina desde una nueva visión y una cierta disputa sobre el actuar inadecuado femenino.
En su contribución latente al imaginario social de la figura femenina, se encuentra el énfasis en la tragedia, en la injusticia, en la protesta y en la denuncia de la calamidad, lo que legitima a la voz femenina, pero sobre todo la voz de sus sentimientos, lo cual le permite reclamar su lugar e igualdad sociales. Sin embargo, su identidad todavía está dominada por sus emociones: no se destaca su beligerancia política o su reflexión crítica sobre su condición psicosocial, no aparece una proclama abierta por su autonomía, sino una necesidad intrínseca de liberación por su ahogamiento subjetivo en el sistema opresivo masculino.
7.3. Belleza como sinónimo de peligro
La belleza femenina es un tema controversial y conflictivo que no se sabe manejar y los relatos dejan el mensaje latente de que siempre representa peligro, tanto para los hombres como para las propias mujeres. En las narraciones tiene efectos devastadores para los hombres, representantes de la ideología patriarcal: quienes se ven seducidos por ella reciben castigos sociales severos, como la pérdida de beneficios materiales, de familia o incluso la vida.
La belleza sensual es la más peligrosa para los hombres y la más castigada, pues ser arrebatadora es un dominio de lo irracional: una dulce tentación satanizada que es un arquetipo que se enraíza con la noción de la femme fatale, el cual viene desde la época de la colonia (Romero, 2018), en el reducto secreto de sus encantos seductores. La mujer sensual, que se sabe bella y utiliza su belleza para atraer a los hombres, es capaz de conseguir de ellos lo que desee. Los personajes masculinos, para recibir los beneficios de los atributos de la mujer seductora (sexualidad, gozo, placer), se convierten en seres pulsionales, capaces de abandonar todo para no perder la fuente de su placer.
El personaje Julián en “La propia” (González, 1998) ejemplifica cómo una mujer bella lleva a un hombre a perderse para conseguir de él lo que quiera. Él aparece como un ser pulsional capaz de entregar lo que sea para seguir gozando de su amante María Engracia. Esto le ocasiona la pérdida de todas sus posesiones, el descuido de su familia (su hijo terminó moribundo en un hospital y su hija siendo prostituta) y el desprecio de su esposa. Por último, vuelto loco por los celos y la traición de María Engracia, Julián comete un asesinato y termina en la cárcel:
El débil cerrojo de la puerta cedió al empuje vigoroso de Julián y antes que Aureliano pudiera defenderse, una tremenda puñalada le dividía la carótida izquierda… Todo lo confesó Julián. (González, 1998, pp. 156-157)
Este discurso ambiguo expone el deseo masculino hacia una pareja hermosa y atractiva que les permita acceso a cierto estatus social para provocar la admiración y envidia de otros hombres, mientras la perniciosa belleza femenina implica para el hombre un estado de alerta e inquietud. El hombre con una pareja bella se enfrenta a enemigos imaginarios y reales que desean a su mujer, lo cual implica retos, pérdidas y rivalidades que conllevan un conflicto. La belleza constituye peligro para el hombre porque las mujeres bellas manipulan para conseguir lo que quieren, por lo que ellos terminan siendo víctimas de estas mujeres “fatales” que utilizan su sensualidad para enloquecerlos, logrando desarmarlo, pues su belleza implica una amenaza a su virilidad.
La belleza, especialmente la “desmesurada”, termina siendo grotesca, ya que contiene algo imposible de apreciar y eventualmente trae consecuencias negativas. Los hombres conocen el peligro de la belleza y reconocen que es mejor tener una pareja que no sea tan hermosa, pero no se atreven a alejarse del deseo ni a dejar de tratar de conquistarlas. La belleza femenina es un “conjuro” sobre el hombre, una “poción”. Es un peligro también para las mujeres, tanto la propia belleza como la ajena. Una mujer bella asume las consecuencias de las desgracias causadas y ello le implica una competencia desigual con las compañeras sentimentales de los hombres asechados. Los cuentos representan situaciones donde la mujer es impulsada a cumplir con el ideal de belleza, aunque sea el principio de un desastre.
Las jóvenes, al alcanzar su madurez sexual en la adolescencia, adquieren una singularidad que las expone al riesgo de perder su honor y moral si no tienen cautela. Los hombres empiezan a asecharlas, las enamoran y ellas deben ser muy cuidadosas y controlarse; seducir, pero con recato, de lo contrario terminarán siendo mujeres de diversión, malas candidatas para el matrimonio y la maternidad. La madre en “La lagartija de la panza blanca” experimenta una profunda preocupación por “la moral” de sus hijas: “Tenía mucho miedo por sus hijas ñatonas y buenazas. Seguramente las rondaban a caballo, y les cantarían serenatas y las muchachas debían mover mucho las enaguas” (Oreamuno, 2016, p. 1).
La belleza femenina no solo es potencialmente dañina para los hombres, también es ajena a todo control de las mujeres. Las pasiones que despierta los mueve a combatir por poseerlas para satisfacer sus deseos. Bajo esta situación, la mujer parece tener poco o nada que decidir.
Con los matrimonios, los personajes femeninos pasan del control de las madres al de los maridos. En ninguna circunstancia ellas quedan desprovistas de un ente represor. En las situaciones de cortejo, se expone la desapropiación de la sexualidad femenina y el moldeamiento del cuerpo a gusto del hombre. El cuerpo de la mujer es funcional en tanto haya alguien que lo controle con la propiedad y la autoridad asignadas por el sistema. La adolescencia es peligrosa porque representa la posibilidad de que ellas se apropien de su cuerpo y decidan sobre su sexualidad. La solución a lo anterior la representa la figura masculina, seleccionada por los padres y dentro del matrimonio.
Estos controles ejercidos por las madres, la religión, el marido, la sociedad, etcétera no protegen a la mujer de peligros y abusos, más bien se convierten muchas veces en amenazas. La belleza es una carga, deseada y aborrecida a la vez, que la sociedad exige, pero limita y castiga sus excesos.
Las mujeres están en peligro solo por el hecho de ser mujeres y, conforme más bellas, serán más vulnerables, aunque los irrespetos son invisibilizados, sobre todo si la mujer exhibe su belleza. Las putas, fáciles, resbalosas, esas mujeres eróticas, sexualizadas, sufren abusos por parte de los hombres. Estos actos son justificados mediante la alusión a que el hombre no puede contenerse ante una mujer y mucho menos ante una que “se le ofrece”.
El control de la belleza femenina por parte de los hombres es, a su vez, el control del rol social de las mujeres, pues ellas solo son objetos de la voluntad masculina, son cosificadas de acuerdo con los deseos masculinos y a sus propios atributos. No se trata de si ser (más o menos) bella conlleve ser (más o menos) vulnerable, por el contrario, se trata de que el ideal ejerce su artilugio desde el imaginario y no deja a ninguna mujer por fuera y cada cual debe agenciárselas con el mandato y sus implicaciones de control. Como justificación, en el plano latente emerge la amenaza siniestra de que nadie puede escapar del poder maligno y destructivo de la belleza femenina, en cuanto cualidad abstracta de control androcéntrico. Esto no (solo) se trata como un rasgo concreto de la subjetividad, pues esta no debe pertenecer a las mujeres, sino que al ser la belleza femenina una elaboración masculina para su contemplación, esta no resultará lesiva para la masculinidad y el orden patriarcal.
7.4. Sufrimiento
El sufrimiento aparece como algo intrínseco a la feminidad, aunque también íntimamente vinculado con la belleza femenina. No es exclusivo de la mujer, sino también de quienes se ven afectados por su belleza: hombres, hijos, madres.
La mujer siempre es responsable de ese sufrimiento. Con sus actitudes y acciones irrumpe negativamente en la realidad de quienes la rodean. Al apagarse la mirada masculina, se presenta tal cual es, lo que representa una catástrofe para los demás y para ella misma, aunque no tenga un poder real sobre su belleza ni sobre el ideal y los estándares impuestos. Además de traer desgracias y castigos para los hombres (celos, pérdida de beneficios, riñas entre hombres, pérdida de la dignidad, incluso de la vida), la belleza entorpece las relaciones entre madres e hijos. Este sentimiento está asociado a la “culpa”, una elaboración patriarcal para sostener la asimetría de género por medio del desconocimiento de la voz femenina como un discurso disidente, objeto de señalamientos por sus errores y justificación para el momento de afrontar pruebas y castigos (Robles, 2022).
La madre es el símbolo del sufrimiento: incondicional, abnegada, sacrificándose y sufriendo por su prole, pero no logra su tarea de crianza satisfactoriamente; en yuxtaposición, son las hijas quienes más mortificarán a su progenitora. Las madres de mujeres bellas se preocupan por que la moral de sus hijas esté más comprometida debido a sus atributos. La madre es, culturalmente, la encargada de proteger a la hija y de preservar su castidad, pureza y virginidad. Por ende, si la hija las pierde, la madre será culpable de no haber cuidado de ella y será juzgada socialmente.
La protagonista de “La lagartija de la panza blanca” sufre al ver a sus hijas crecidas y llegadas a la madurez sexual, la aflige una angustia de que ellas pierdan su “valor moral”: “la señora sufría. Sí. Sufría mucho. Tenía mucho miedo por sus hijas ñatonas y buenazas” (Oreamuno, 2016, p. 1).
La belleza, como sensualidad, es mortificante para las madres que velan por la virginidad de sus hijas en medio del cortejo sexual masculino, por lo que deben controlarlas formalizando, a la mayor brevedad, el matrimonio. Las madres están encargadas de “mostrar a sus hijas en sociedad”, de exhibirlas en juegos, ceremonias y formalidades de “presentación en sociedad” para ser “colocadas” con los mejores candidatos para la unión nupcial y preservarlas de la socialmente peligrosa pérdida de la moral y la pureza. Las mujeres, aparte de sus atractivos, no tienen estabilidad moral ni lugar social, por tanto, deben ser introducidas, presentadas, “comerciadas”; los hombres deben aceptarlas en sus espacios y legitimarlas como convivientes.
La mujer tiene valor ante la sociedad por sus cualidades femeninas de cuidadora, cariñosa, protectora, fiel, por sus atributos enmarcados en el ideal de belleza femenino que impone estar siempre en función de fines ajenos. Las mujeres prefieren sufrir antes que se dude de esas cualidades, pues sin ellas no sería una mujer completa. Sufrir es parte del ideal: a mayor sufrimiento, más reconocimiento. El sufrimiento del sacrificio de vivir por los demás tiene el mismo sabor del ideal de belleza interiorizado que esconde la promesa de un goce que no llega, la esperanza de un reconocimiento que no se da en un lugar social subordinado y silencioso, por medio de la existencia de un goce implícito a través del sufrimiento que sostiene el deseo de alcanzar una meta inalcanzable.
La razón para reprimir y castigar la belleza es su capacidad de poder sobre el hombre. No se puede permitir que la mujer libere aquello que representa la perdición del hombre. Al haber represión, habrá sufrimiento. Sin embargo, esta relación no se establece en la narración, el sufrimiento no se asocia al control objetivo de las relaciones de género, sino a la circunstancia intrínseca de la belleza o a sus consecuencias en el entorno debido a que este atributo se presenta en los eventos biográficos.
Como residuo de la sexualidad femenina, aparece su cara superficial, la belleza física, mientras que la sexualidad integral se omite: el gozo de la mujer o el placer ante el hombre. Aunque a la mujer se le cercena la sexualidad, se le deja la superficie externa para que cumpla su propósito en el juego masculino. Escindida la sexualidad femenina, es posible jugar con su belleza como un emblema masculino y obviar la construcción de relaciones equitativas con las mujeres.
Las mujeres no son dueñas de su goce y, en su lugar, sufren. Más aún, no son dueñas de su belleza y sus atributos, pues la belleza es proyectada, retomada y recreada en diferentes esferas sociales sin que ella pueda ejercer control. El gozo femenino es asignado al hombre y a la mujer se la relega al sufrimiento.
Que el gozo no sea un asunto culturalmente femenino se logra por medio de privilegiar la idea de la mujer admirada por la dedicación a otros, sin reparos ni límites, fuerte ante el dolor y renunciando al placer. A la mujer no se le puede presentar gozando en el contexto de las narraciones porque no es dueña de su sexualidad o erotismo ni de su placer. Los personajes femeninos se completan por medio de los demás, como si por sí mismas no fueran completas. Ellas deberán ser madres y esposas; al serlo sufrirán como consecuencia de ello y al no serlo sufrirán por la ausencia de completitud.
Mildred, de “El pino de la calle de enfrente”, sufre por no procrear. No ser madre la hace sentirse vacía e inservible. Sus cualidades y virtudes como mujer y como persona se invisibilizan ante su imposibilidad para concebir: “Contemplé mi vientre estéril y lo sentí vacío. Mi figura grácil me pareció falta de vida. ¿De qué servía mi belleza si no podía albergar un hijo? ¿De qué mis pechos firmes si no se colmarían de leche?” (Pinto, 1967, pp. 15-16). Al no procrear, Mildred se convierte en esposa y por un tiempo siente poseer algún valor, pero, cuando su esposo la abandona, vuelve a sentirse incompleta y vacía. En la esterilidad se fomenta que una mujer completa es una mujer procreadora, al servicio de los demás. Mildred, al ser infértil, tampoco tiene abierto el camino hacia el placer.
La sociedad impone una edad para ser madre y esposa, en relación directa con la juventud y belleza y, al envejecer, con su pérdida, se reducen las posibilidades de “encontrar marido”. El romper con esta situación se insinúa durante la década de los noventa. Cinthia, de 40 años, cuestiona estos mandatos sociales sobre la maternidad y el matrimonio para decidir divorciarse y vivir de manera independiente: “es que descubrí, a los cuarenta años y con los hijos crecidos, que puedo hacer lo que me da la gana” (Rossi, 1993, pp. 173-174).
El cuento narra las dificultades que atraviesa esta mujer que desea ir más allá de los mandatos que no son solamente obstáculos externos, sino la propia penalización por no adaptarse al patrón introyectado. Cinthia somatiza la culpa en el lamento físico al sufrir constantes dolores de cabeza. La mujer, aun al final del siglo XX, protagoniza el sentimiento de incompletitud que la sociedad promueve, pues, pese al ímpetu emancipador, aparece el dolor de cabeza que la atormenta por esas ideas. El fin emancipador es un dolor de cabeza, un constante conflicto consigo misma.
En el plano latente, el conflicto, ya sea de pareja, de parentalidad, de carácter social o de cualquier índole, se subsume en el sufrimiento femenino que debe lidiar con él. Esto contribuye a la evasión de la crítica de los macroprocesos y se convierte en una forma de microagresión cotidiana hacia la mujer, justificada en este encargo de lidiar con la tragedia propia y ajena en un sistema de estigmatización de la (falta de) voluntariedad femenina (Friedman et al., 2022) que perjudica la salud integral de las mujeres.
7.5. Sacrificio
Los personajes femeninos experimentan situaciones de dolor y angustia, ante las cuales toman alguna acción o decisión que conlleva un sacrificio para sí mismas y un sacrificio en beneficio de los otros. El amor es espoliado por los hombres en cuanto al cuidado, aprovechándolo para afirmar su poder afirmativo sin reciprocidad. Se exigen valores femeninos como abnegación, adoración, indulgencia, respeto, aceptación, seguridad, refugio, bondad, compasión, preocupación, escucha y tranquilidad, todo ello como sustento de la posición masculina de privilegio que agobia a las mujeres y neutraliza su criticidad (Grajales, 2022).
Ante cualquier situación de riesgo, las mujeres priorizan las necesidades de los que aman, especialmente la prole, y toman medidas para satisfacerlas, aun en detrimento de sí mismas, como la vía para una solución. Esta situación evidencia que, socialmente, a la mujer se le ha encargado la obligación de anteponer las necesidades de quienes ama y sacrificar las propias, lo cual implica velar por el beneficio de los que la rodean, además de cuidar y responsabilizarse por su bienestar. Esto se exacerba en la figura materna. El sacrificio es intrínseco a la identidad femenina.
Para resolver una crisis, los personajes femeninos utilizan los mecanismos socialmente valorados en ellas: su cuerpo, belleza y sexualidad. Por tanto, estos recursos son la solución práctica para enfrentarse a aprietos y para resolver problemáticas; al acudir a los hombres y para acceder a ellos utilizan su sexualidad y su belleza. Esta última les permite conquistar el lugar subordinado asignado y es una de las pocas formas para legitimar su posición social. Utilizan su cuerpo y sexualidad para alcanzar la solución a sus problemas, que es provista por las figuras masculinas a su alrededor. La situación implica sacrificio, pues deben reducirse a su cuerpo y su belleza a cambio de recursos, aunque la situación termine desagradándoles. El uso del cuerpo para acceder a las soluciones otorga un contenido sexual a la respuesta a los problemas, la conducta y la respuesta son valoradas socialmente en las mujeres.
Los dos personajes que muestran esta situación son la madre en “La lagartija de la panza blanca” (Oreamuno, 2016) y Florinda de “La luz en la oscurana” (Dobles, 1955), quienes sacrifican su integridad moral y física para obtener de un hombre un beneficio necesario para sus hijos:
La señora fue y le pidió. El ermitaño rezó… El ermitaño entonces vació la extraña joya: la lagartija cubierta de esmeraldas por encima y por debajo, porque todavía no tenía la panza blanca… Y fue a valorar la joya donde el viejo avaro que tenía manos de santo. (Oreamuno, 2016, p. 47)
Yo averigüe que al poco tiempo Florinda Tapia y el Colorado Fritz terminaron en mancuerna… en veces el hambre no puede andarse por las ramas, y de eso fue que la mujer paró en el puerto de Limón con buena casa y mesa sabrosona donde comer a todo gusto. (Dobles, 1955, p. 221)
El hecho de que las mujeres recurran a la figura masculina ilustra su sumisión a la masculinidad para solucionar sus problemas. Esto implica apelar a otro que logre resolver la situación que les aqueja. La belleza no les provee la solución directamente, solo logra convocar al otro masculino.
La subordinación hacia la figura masculina se debe a los escasos espacios disponibles para las mujeres durante la resolución de los problemas, centrados en su cuerpo, sexualidad y belleza. En los cuentos no se expone que las mujeres no conozcan los canales para resolver los problemas, sino que no tienen acceso a ellos, de allí que aparezcan como una “cosa mágica” de los hombres.
El hombre no solo se presenta poseyendo la belleza femenina, sino también como el héroe. Incluso, muchas veces termina resolviendo el problema que él mismo contribuyó a crear. Por ser una figura masculina quien da la solución, el escenario se convierte en un trueque, donde la mujer se ofrece como objeto de deseo, lo que constituye un sacrificio de su cuerpo y sexualidad, pues termina ofrendándose a cambio de una solución que afecta su dignidad.
Uno de los principales problemas que las mujeres intentan resolver es la pobreza, cuya imagen refleja varios de los aspectos más importantes de la condición femenina: la desapropiación, la indefensión y la subordinación. En las mujeres pobres es más visible esta condición, ya que posibilita mostrar más directamente una condición simbólica que juega con la dinámica de mercantilización de las mujeres. Es una condición general, no ligada solo a lo económico, sino a su condición social, polo opuesto del poder masculino patriarcal. Las mujeres que son casi “subastadas” por sus madres nada poseen, nada tienen, deben ocupar el lugar asignado. Las mujeres pobres muestran la vulnerabilidad, la exposición, las estructuras del trueque en el juego de la subordinación. Es donde mejor puede observarse la injerencia masculina como figura redentora, así como el uso de la belleza que termina en sometimiento como alternativa de solución de una problemática, no como una elección propia, sino como acto de altruismo y abnegación que no genera satisfacciones, pero que se concibe intrínseco del ser mujer.
La subordinación y las aporías de las cualidades femeninas son responsabilizadas en el plano latente por la génesis y la irresolución de las desgracias. Esta estrategia oculta deja en el cono de sombra la discusión sobre las relaciones estructurales de poder en el patriarcado y la desproporción del peso de las responsabilidades que recae sobre los hombros femeninos y, más bien, el heroísmo masculino aparece como compensador de esta irregularidad social derivada de la supuesta falencia femenina, otra forma de microagresión cotidiana (Friedman et al., 2022).
7.6. La mujer como mercancía
En diversos rituales de exhibición, las mujeres son presentadas ante los hombres en la búsqueda formal de pareja. Ceremoniales, formalidades y convenciones evidencian una preocupación constante, por parte de las madres, de encontrar para sus hijas un buen esposo y con ello conseguir seguridad. Por tanto, acuden a distintas actividades o estrategias para presentarlas e introducirlas en sociedad. Esta dimensión se construye sobre la discursividad de la corporalidad, la cual, a su vez, genera distancia de la realidad circundante de manera que el sistema capitalista circunscribe en las nociones del “cuerpo” los significantes que establecen los límites y bloquean la razón en una suerte de “mecanización” de la corporalidad humana (Federici, 2019).
La belleza es el atributo que les permite ser presentadas y obtener beneficios en la formalización de la relación de pareja y que les asegura un futuro y un presente lejos de la crítica social. Les permite obtener un lugar de privilegio ante los ojos de los hombres y la sociedad misma, además de ser aquello que les da ventaja frente a otras muchachas “competidoras”. La sensualidad, emergente de la sexualidad en surgimiento, es el acceso a un lugar social y el dispositivo de la rivalidad para hacer de la belleza una forma de mutua exclusión y la estrategia para ubicarlas socialmente. De la belleza y la forma cómo se utilice dependerán el lugar y los beneficios que revelan una objetivización de la mujer, reducida a lo corporal y al alcance de la capacidad reproductiva para encontrar marido. Las mujeres son asfixiadas como sujeto. El matrimonio se convierte en el contrato de esta negociación, donde el hombre posee la belleza de la mujer a cambio de un respeto y un lugar social para ella.
Las madres son las encargadas de cuidar a sus hijas y preservar su “moral y virtud” para asegurarles un buen partido. En ningún relato la mujer puede elegir o siquiera guiarse por sus gustos, preferencias o sentimientos. En consecuencia, solo les queda aceptar la “colocación” asignada por la cual las madres se enorgullecen, pues las hijas llegan a ser un reflejo de ellas mismas, como mujeres y como madres. Las madres se ven realizadas a través de sus hijas y, desde esta perspectiva, una hija bella es orgullo y semejanza materna.
En “La lagartija de la panza blanca”, la protagonista se angustia por conseguir los medios para casar a sus hijas y, cuando lo logra, se enorgullece: “La señora puso casa. Las hijas buenazas, ñatonas y que movían las enaguas se casaron seguramente con el caballero que las rondaba a caballo y que les cantaba serenatas por la noche” (Oreamuno, 2016, p. 1).
Las hijas bellas son mostradas por sus madres como un trofeo, un emblema para la masculinidad o una presea como distintivo de la posición social masculina, el cual llega también a ser un reflejo de las madres que no escapan del juego social, porque no existe otro espacio para la participación ni para la definición de relaciones entre los géneros.
La comercialización de la belleza femenina es protagonizada por las figuras de los hombres, como en “La calera” (Salazar, 1990), relato que presenta a la Cholita, quien es utilizada por su padrino para obtener la calera de Eliseo. La Cholita es expuesta a Eliseo y ofrecida a cambio de la calera. Este episodio pone en evidencia que detrás de la seducción están los intereses masculinos.
Incluso, pueden ser las mismas mujeres las que se mercadean a sí mismas o a sus propias hijas a cambio de algo que quieran o ambicionen, como en el cuento “La propia” (González, 1998), donde se menciona explícitamente que María Engracia utiliza su belleza y atributos para enloquecer a Julián y obtener así regalos y beneficios económicos. Esta intención fue apoyada e impulsada por la madre de la muchacha:
La madre de María Engracia no se hizo de rogar mucho; fingió al principio grandísima indignación que fue paulatinamente disminuyendo a la par que fueron en aumento las ofertas del padrote: seis onzas para entejar el rancho, un rebozo de seda de los atorzalados y una cerda parida desvanecieron los escrúpulos de la otra marrana y dieron por cerrado el infame trato. (González, 1998, p. 151)
Este mercadeo no solo se da para encontrar una pareja formal, sino en distintos escenarios, siempre que la belleza femenina sea el medio utilizado para obtener un beneficio, de manera que la mujer es asfixiada como sujeto. En “La luz en la oscurana” (Dobles, 1955), Florinda accede a involucrarse en una relación de pareja con el Colorado Fritz por necesidad, a cambio de alimento para su hijo y el hombre le cobra un precio.
Paradójicamente, si bien la belleza es el atributo reconocido en la mujer, a ella se le pide utilizar su cuerpo y belleza como medio para alcanzar sus metas antes de que le sean arrebatadas por el pasar de los años y el deterioro de su cuerpo. Una mujer consciente de su belleza obtiene triunfos sobre las otras, aunque sin control sobre su cuerpo, porque son otros quienes deciden.
En “Cenicienta” (Rossi, 1993) se insinúa un cambio en esta dinámica, pues Cintia es presentada como una mujer apoderada de su cuerpo y sexualidad. Sin embargo, aunque la protagonista logra cuestionarse el orden patriarcal, continúa utilizando su belleza como un medio para adquirir beneficios y para justificar una relación amorosa con un hombre mucho más joven que ella:
Sos vos la que insulta a toda la familia con lo que estás haciendo, una vieja “jamona” de cuarenta y tres años con un bebé de veintiuno.
Al oír “jamona” Cintia se indignó… Se levantó de la cama y se desnudó… Ana y Marisa no se esperaban esto y abrieron la boca, en parte por la sorpresa y en parte porque Cintia tenía un cuerpo fabuloso en verdad. (Rossi, 1993, p. 198)
La protagonista siente que tiene derecho a una relación con un hombre más joven gracias a su belleza, reflejada en su esbeltez y en la preservación de la juventud, pues en el cuento se enfatiza mucho que, a pesar de tener más de cuarenta años, aparenta ser mucho más joven. Cintia cuida su cuerpo para su propio orgullo y satisfacción, pero también como medio para conseguir beneficios, pero por su belleza y no por su libre albedrío para escoger pareja. El empoderamiento entonces no se logra, aun a finales del siglo XX, pues el cuerpo y la belleza femenina sigue siendo una mercancía sobre la cual la mujer tiene escaso control. La mujer termina sirviendo y colocándose a expensas del control y deseo masculino.
Así como las muchachas utilizan su belleza para obtener al mejor postor, un lugar social y muchos otros beneficios, para el hombre poseer a la mujer más hermosa exalta su masculinidad. La consecución de la belleza es entonces una contienda entre hombres y quien logre alcanzarla definitivamente tendrá reconocimiento social, aunque esto constituya un peligro para sí mismo. Este es un “beneficio” para las madres, quienes esperan realizarse como madres y mujeres. El objetualizar el cuerpo femenino es una forma de control patriarcal que instaura desde el plano latente registrado en los cuentos su “comercialización” en el mercado de las posiciones sociales, sujetando a la identidad femenina a la subordinación y pasividad en la visión machista de su posición social (Federici, 2019).
7.7. Maternidad
El eje transversal de la maternidad emerge en la representación literaria del ideal de belleza femenino. Su importancia permanece, aunque no estática, pues la concepción y rol de la maternidad se transforma con el tiempo, tanto porque cambia su funcionalidad como por el lugar que se le otorga.
A principio del siglo estudiado y hasta los años cincuenta, es visible un ligamen explícito y simbólico entre las figuras mujer y madre. La maternidad es la complementariedad como consecuencia del ser mujer, sin cuestionarse su capacidad fértil o su poder de decisión sobre la temática. Toda mujer es madre por el solo hecho de serlo. Si una mujer es bella, pero no es capaz de procrear, no está completa. El ideal de belleza la ata a la maternidad, ya que sin procrear no puede alcanzarlo. La capacidad fértil embellece a las mujeres y atrae la mirada masculina.
Mildred, en “El pino de la calle de enfrente” (Pinto, 1967), representa este imaginario, pues ella misma, a lo largo del cuento, asegura que su belleza no le sirve de nada si no puede engendrar un hijo, es decir, sin la fertilidad. La sociedad no contempla la completitud femenina hasta no engendrar hijos. La imposibilidad de engendrar significa crisis en la vida de las mujeres. La mujer considerada bella tiene la capacidad de engendrar hijos casi de forma natural, sin importar que tan bien desempeñe ese papel. La belleza maternal, en este caso, no es sensualidad para la mujer, tampoco gozo o placer, sino una instrumentación para fines sociales.
La maternidad, por tanto, impacta la vida femenina desde la concepción del ser mujer y la percepción y estima de sí misma hasta las relaciones interpersonales, incluso, en el establecimiento de una pareja formal. La imposibilidad de engendrar hijos se convierte en una mutilación física que implica una mutilación en su identidad, un truncamiento que interfiere con la capacidad de instaurar relaciones estables con el género masculino. Este es un problema difícilmente superado en la pareja, situación que conlleva el abandono de la mujer como un castigo por no poder cumplir con el rol asignado.
No solo se dificulta para la mujer el acto de encontrar una pareja, sino que también constituye un obstáculo para el mantenimiento de la relación. La maternidad, además de embellecer a la mujer ante las figuras masculinas, le brinda poder y seguridad dentro de la relación y frente a la pareja.
En los relatos, la infertilidad es penalizada en todo ámbito de la vida femenina. No solo es un estigma social, sino también un riesgo de abandono de la pareja y de sufrir un fuerte deterioro en la imagen propia. La mujer es la primera en sostener y pensar de antemano la idea de que ningún hombre la va a querer si no puede ser madre. Así lo manifiesta Mildred en “El pino de la calle de enfrente”: “¡Su hijo! ¿Por qué había dicho semejante palabra? Los pensamientos saltaron el dique impuesto y lo desbordaron. ¡Tendría que decírselo a Walter! No. Sería mejor no volver a verle” (Pinto, 1967, p. 13).
Al inicio, la pareja de este personaje le dijo que no le importaba no tener hijos, pero al final de la historia termina por dejarla por otra mujer, con la cual va a tener un hijo. Este cuento muestra un giro en la forma como se venía planteando el rol materno en los cuentos previos, pues se expone por vez primera que no todas las mujeres tienen la capacidad de procrear, además de evidenciar el sufrimiento asociado. El relato brinda un nuevo matiz al lugar de la maternidad en la feminidad al mostrar cómo se formulan cuestionamientos sobre la temática, cuando antes se daba por sentado. Se presenta una mirada crítica del impacto que esta situación tiene en la vida de las mujeres y el deterioro en la percepción de sí mismas, además de analizarse la forma cómo los otros la conciben.
Con la introducción de la voz femenina en la literatura, se incorpora la crítica. Se da valor a la experiencia de estas mujeres y se da énfasis al dolor que esta situación causa en sus vidas. Se introduce, por primera vez en los cuentos costarricenses, que la maternidad y el ser mujer no necesariamente se presentan juntas, se expone la preocupación que sufren los personajes a partir de esta disyuntiva y la serie de sentimientos ambiguos que se generan producto del choque entre los intereses personales de ellas y los mandatos sociales, abordando el doble discurso en torno a la maternidad. Aunque se explicita que la mujer debe cumplir con este mandato, de forma latente se demuestra cómo la maternidad no trae disfrute ni realización alguna, sino sufrimiento.
Los relatos reflejan la paradoja que se halla en esa imagen materna de realización personal donde la mujer se llena de goce y plenitud. Aunque la maternidad se presenta como una experiencia buena y positiva, en las historias estudiadas el ser madre solo trae sufrimiento. Es una condición dilemática. La prole, de cualquier manera, representa una constante preocupación y fuente de dolor. No hay madre que no sufra por causa de la maternidad, llegando a desmentirse los sentimientos excelsos de completitud. Se idealiza la maternidad, pero, al mismo tiempo, se presenta como una relación en permanente conflicto, ligado al silencio del sufrimiento, la vigilancia sobre la moral y la negación de la sexualidad, componentes de un modelo que perfila y prefigura la maternidad como función social y fantasía masculina a cumplir de acuerdo con los anhelos de los hombres.
Ninguna de las protagonistas de los cuentos logra representar la figura de la madre idealizada. Por el contrario, se desvirtúa el rol materno con comportamientos que diluyen la figura sagrada de la madre idealizada. Los cuentos no exponen el estereotipo culturalmente concebido de las madres como seres celestiales que se entregan a su maternidad con gusto y que generan en sus hijos solo sentimientos de agradecimiento y admiración.
La maternidad se representa como contradictoria y censurable cuando aspiraciones o anhelos femeninos emergen a la superficie y son impuestos a las mujeres como interferencia para el orden masculino y como molestia para los fines sociales. Esto se agrava cuando los cuentos exponen a mujeres bellas en el rol de la maternidad, pues no pueden ser buenas madres ya que, de alguna u otra forma, las desgracias o castigos que trae consigo su belleza alcanzan a su prole, impidiéndoles ajustarse al estereotipo de madres perfectas y sacrificadas.
En los cuentos se polemiza sobre las contradicciones del ser mujer bella en función del hombre y la maternidad, pero solo se muestra a las mujeres sufriendo sin poder establecer el enlace entre su sufrimiento y los controles derivados de la cultura masculinizada.
Lupe, protagonista de “El pobre Luciano” (Lyra, 1977) y considerada una mujer bella, es catalogada como madre desamorosa, pues su prioridad es el orden y la limpieza antes que la crianza:
Seguramente Guadalupe creyó cumplir con sus deberes de madre, vistiendo a su hijo cual si se tratara de un muñeco caro… concluida esta tarea lo echaba a la calle con su china para que no le ensuciara los corredores de mosaico. (Lyra, 1977, p. 295)
Aunque se esperan comportamientos y características específicas en la figura materna, lo fundamental es ejercer dicho rol y que exista la capacidad de procrear. En cuanto al desempeño, este es siempre cuestionable. Estas madres excepcionales no existen, pues en cada una hay algún aspecto que desmiente el prototipo, aunque se les exige y se espera de ellas esta imagen. El contenido de las estructuras sociales es precisamente solo un prototipo, mientras que los personajes femeninos que articulan la narrativa evidencian las contradicciones y aristas del modelo de socialización. Los cuentos permiten develar el trasfondo de las vivencias femeninas con sus hábitos, sus actitudes, sus conflictos frente a la intolerancia de la cultura masculinizada que considera la feminidad como extravagancia y locura.
En las últimas décadas del siglo XX, se advierte un declive en el número de mujeres en los cuentos que acceden a la maternidad, primero porque ellas tienen menos hijos. Algunas mujeres deciden no optar por la maternidad y, por otra parte, una buena cantidad no pueden engendrar. Este cambio es tamizado por la crítica social a la que se enfrentan las que incumplen con esta dimensión del ideal, o por la dificultad de mantener una relación de pareja estable, ya que los hombres reproducen la ideología social y las señalan por eso, aunque de una manera más solapada. Ser madre o no serlo representa una dosis de sufrimiento.
Aunque el tema de la maternidad cambia y se transforma históricamente en su conformación simbólica, se mantiene su componente conflictivo para la identidad femenina y no se desenlaza nunca de la idea de belleza o de las implicaciones para la mujer. Como afirma Sánchez (2016), la maternidad tiene la vertiente de ser una experiencia de relación potencial femenina con los poderes de la reproducción y con los hijos, pero simultáneamente está bajo el influjo de la institución que impone a ese potencial no escapar del control patriarcal que en el plano latente de los cuentos no se cuestiona como proyecto de vida impuesto e impositivo.
7.8. Soledad
En la mayoría de los cuentos, la protagonista no cuenta con figuras de apoyo emocional. Aunque no se encuentran solas, cada una enfrenta sus angustias sin el sostén de alguna persona significativa. La condición de “pobreza” alrededor de la mujer remite a la pobreza emocional y a su limitación económica dentro del entramado social, especialmente en los cuentos de la primera mitad del siglo XX, donde los personajes femeninos se muestran en mayor indefensión. Las mujeres luchan en soledad. Aun rodeadas de personas “cercanas”, en este aislamiento, ellas no confían sus penas a nadie, ni siquiera a otras mujeres. Por el contrario, se muestran fuertes e inmutables frente a todos, viviendo su dolor en soledad. Ellas se exigen a sí mismas una tolerancia al sufrimiento, suprimiendo la expresión verbal afectiva, así como la del placer y del dolor. Sin embargo, ellas protagonizan el dolor de otros a quienes les sirven.
El personaje que evidencia esta determinación de aislarse para sufrir y mostrar una apariencia de fortaleza es Micaela en “La propia”:
Y la infeliz mujer masca sus celos junto con sus rezos… ya cuando el retorcido corazón se le sube a la garganta y allí se le anuda y va a deshacerse en copioso llanto, se levanta presurosa con el pretexto de encandilar el fogón de la cocina y allí desahoga a solas sus angustias. (González, 1998, p. 150)
También la mujer, en “El hondón de las sorpresas”, enfrenta su crisis en soledad y sin intención de contarlo a nadie, al punto de no querer ni ser vista:
Este pajarraco que me mira desde el espejo soy yo, despreciable, monstruosa. Convencida de que ya no tengo salvación, me aferro más al frasco de Fenobarbital. Lo abro con ansiedad como el único escape a mi condena de seguir viviendo. En ese mismo instante entra Mariana a buscar el espejo de mano… Antes de que ella se percate de mi horrendo estado, corro precipitadamente a ocultar mi despreciable aspecto de zopilote en lo más oculto del cuarto. (De Vallbona, 1986, p. 14)
Aunque las mujeres tienen la capacidad y necesidad de establecer relaciones cercanas y contacto entre ellas, no construyen una red de apoyo. Esta idea se muestra con mayor énfasis cuando se pone a rivalizar a esposas y amantes, a madres e hijas, a las hermanas entre sí, etcétera, por ende, no logran establecer relaciones de confianza. La concurrencia femenina despierta sentimientos de inseguridad y rivalidad, razón por la cual sufren. A pesar de que establezcan una amistad, durante las respectivas crisis las otras mujeres no constituyen una fuente de apoyo.
Existe una barrera para compartir su dolor. La reacción es suprimir la expresión y mostrar una imagen de fortaleza en soledad para enfrentar la crisis. El papel del sufrimiento en soledad en la identidad femenina constituye un parámetro del ideal de belleza con el cual las mujeres miden tanto el éxito o fracaso de las otras, así como el propio. Si el sufrimiento se considera parte esencial del ser mujer, cada una debe enfrentarlo por sí misma. Como pilar de la feminidad y componente del ideal de belleza, la convierte en una buena mujer, una gran mujer y, posiblemente, una verdadera mujer. El papel de mártir trae reconocimiento. El dolor agrega belleza, elevándola al nivel de naturaleza sublime, idealizada, desmaterializada en cualidades que cumplen una función para los demás.
La soledad es la imposición del “no-lugar social”, de su “no-presencia” en el devenir de los acontecimientos, la negación de la subjetividad y colectividad femeninas (Carbayo, 2015, p. 308) que se aprecia naturalizada en las narraciones. Es una forma de desmovilización de la voz femenina de protesta, pues la protesta afea, implica discernimiento y distanciamiento, aspectos que son inaceptables socialmente. Por lo tanto, sufrimiento y soledad son imposiciones patriarcales para parametrizar el buen desempeño femenino en su rol convencional.
7.9. Relación entre las mujeres
Los relatos presentan a las mujeres como lejanas y rivales entre sí, con la dificultad de confiar la una en la otra, pues existen obstáculos a nivel psicológico y social que impiden una cercanía afectiva sobre la siempre existente base de desconfianza. Sin embargo, no se debe pasar por alto la noción de sororidad de Lagarde (2001) que conlleva la reflexión sobre la implicancia de una decisión y una elección femenina para que las mujeres juntas más bien enfrenten este comportamiento y elijan la legitimidad de la equivalencia.
Esta desconfianza y lejanía se reflejan en cómo se perciben entre sí, no como iguales, sino como espejos que recuerdan y señalan las faltas propias. Entre ellas existe una mirada crítica de reproche. A partir de la incorporación de la ideología patriarcal, las mujeres fungen como reproductoras de sus cánones, señalando en sus “rivales” lo que la cultura desaprueba y que representa, a la vez, una amenaza para sí mismas, mermando las posibilidades de establecer relaciones mutuas. En “Cenicienta” (Rossi, 1993), se evidencia este tipo de relación entre las mujeres, incluso unidas por un lazo sanguíneo:
Barruntó que si quería ser feliz debía seguir alejada de sus hermanas. Son como esos bichos que vienen a comerse la ropa, pensó, no se puede decir que sean malos, son lo que dispuso la naturaleza, pero mejor poner naftalina para que no lleguen. (Rossi, 1993, p. 187)
Al acercarse al ideal de belleza, las mujeres lo aceptan y también buscan personificarlo. La rivalidad se genera a raíz de la competencia por alcanzar esta utopía. Por ello, la observación y la crítica son elementos esenciales de la relación entre mujeres.
La otra mujer se convierte en rival y contrincante porque también busca alcanzar el ideal de belleza, pero, sobre todo, se transforma en amenaza para conseguir el propio objetivo. Además, porque funciona como espejo que refleja las carencias o faltas propias y, por tanto, recuerda cuán lejos o cerca se está del ideal. La rival es un recordatorio de la condición propia y fuente de comparación.
La atracción de la mirada masculina juega un papel en esta rivalidad de mujeres que, por lo general, no tienen ningún lazo familiar, rivalidad que no se limita al ámbito de lo público, sino que también abarca el privado, la familia, en cuyo caso la competencia se da entre hermanas e incluso en la relación de madre e hija. Las hermanas compiten entre sí y la hija refleja a la madre lo que ya no es, o quizá, lo que nunca tuvo o no volverá a tener. Asimismo, la hija es un reflejo de lo que la madre alcanzó en algún momento y que ahora se va con la vejez. Esta tensa relación constituye un arma con la que deterioran la imagen y la percepción que cada una tiene de sí misma.
La relación entre las mujeres se propone como control y delegación de la supervisión sobre el cumplimiento de los mandatos masculinos de la cultura, así como el robo de la sexualidad y el control moral son funciones asumidas como una forma de imposición de unas mujeres hacia otras, donde se filtra el control masculino. Los conflictos sociales comunes como la injusticia percibida y los dilemas relacionales se dirimen sobre todo en la domesticidad, la competencia y las percepciones erróneas no son ajenas a las relaciones entre mujeres, pero el esquema que sugiere el contenido latente apunta a la no solidaridad ni a la mutua identificación, sino a una tensión permanente (Fargas, 2021; Acevedo, 2021).
8. Conclusiones
Para el poder masculino y dentro del ideal de belleza, esta constituye el atributo que ubica a la mujer en el entramado social en el que los hombres juegan un papel esencial, uno de los aspectos centrales con que la mujer es confinada al rol asignado culturalmente por el hombre. En el ejercicio hegemónico del poder masculino, los cuentos ubican la figura masculina sobre todo impidiendo la relación entre mujeres, promoviendo su aislamiento. De esta manera, se evita y evade una narrativa que surja desde sus propias experiencias. La “completitud” es ofrecida simbólicamente por la insustituible complementariedad que le ofrece la presencia y sanción de la figura masculina (González et al., 2018; Cardoso et al., 2022).
En cualquier caso, la belleza como tal no hace que unas mujeres sean más vulnerables que otras, en función de una suerte de jerarquía estética, sino que el ideal de belleza y su entronización en el patriarcado es un elemento simbólico que muestra la subordinación femenina a mandatos machistas de control sobre el cuerpo femenino. Es un arquetipo en el que se cuelan los mandatos a las mujeres que conducen a sus cautiverios y que son interpretados contextual y subjetivamente. Igual sucede cuando se identifican estereotipos de “belleza pasiva”, objeto de contemplación, y de “belleza exótica” que expone a la identidad femenina no solo al rol de subordinación, sino incluso a posibles discriminaciones por sus rasgos físicos. De nuevo, la mirada masculina escrudiña y discierne sobre estos lugares sociales. Estos mandatos y cautiverios deben haber sido los que guiaban la crítica de las mujeres intelectuales y escritoras de la primera mitad del siglo XX que inspirarían a toda una generación en la segunda mitad. Con esta crítica, incursionaron en los ámbitos político y social con producciones que, vistas en retrospectiva, resultaban temerarias al incursionar en los géneros de la novela y del ensayo, pues se partía del supuesto que la modalidad femenina era la lírica (Mora, 2023). La Figura 1 muestra una aproximación posible a las articulaciones sociohistóricas de algunos de los elementos analizados.
El binomio belleza y feminidad es una aporía polisémica que se instaura en el imaginario social de corte machista y patriarcal y que resalta la importancia de este ideal para la constitución de la identidad de la mujer, consolidándose como “cautiverio de belleza”. Los atributos físicos femeninos y cómo estos se relacionan con su manera de ser contribuyen a la construcción de la feminidad; por tanto, entre más bella se presente una mujer, será percibida como más femenina (Lipovetsky, 2006).
El presente estudio caracteriza el ideal como una noción que contempla varias dimensiones que, en conjunto, embisten a la mujer de una especial capacidad de atracción. Es así como, aunque existe concordancia en cuanto a la estrecha relación entre belleza y feminidad, la primera termina siendo más que un asunto corporal. Este estudio coincide con Lipovetsky (2006) en que tanto la mirada masculina como la femenina cumplen un rol en la identidad de las mujeres, aunque diferente, y son transcendentales para entender las relaciones que establecen ellas con los hombres y entre sí mismas. Según Gil (2000), las mujeres desean despertar las miradas de los hombres, así como también de las otras mujeres, y ansían captar su atención, aunque parezca lo contrario. Si bien las mujeres quieren levantar las miradas de hombres y mujeres, estas lo hacen de maneras distintas.
Las miradas de los otros (Bourdieu, 2000), especialmente las masculinas, son para las mujeres una necesidad con la que pueden reconocerse como bellas. Esta belleza les permite acceder a los hombres, a beneficios y oportunidades, pero sobre todo a ser valoradas. Según Gil (2000), las mujeres buscan ser admiradas por su belleza, como aparece en el presente estudio que, por su parte, busca dar particular énfasis a la necesidad de reconocimiento de las mujeres como objetos de deseo, por lo que pueden alcanzar ciertos objetivos personales por medio de la belleza.
Esta investigación también coincide con Lipovetsky en que la belleza dejó de ser un lujo para convertirse en un deber con el cual se conserva el estatus de la feminidad. Para que la mujer sea considerada un símbolo de feminidad debe mantenerse en una eterna búsqueda de la belleza, aunque, según este estudio, aquella que logra alcanzarla se vuelve una amenaza para la paz de quienes la rodean. Alcanzar el estatus de mujer bella no implica poder sobre sí misma o el apoderamiento sobre su cuerpo, ya que de una forma u otra está en función del otro. En este trabajo, aunque la mirada masculina legitima la belleza de las mujeres, ellas utilizan su belleza para acceder al hombre y con esto a una posición reconocida socialmente.
En cuanto a la mirada femenina, el artículo enfatiza la relación de competencia y rivalidad entre las mujeres, rescatando la forma cómo las mujeres se miran entre sí, una mirada de crítica y comparación, con un objetivo de control para medir a las otras y a sí mismas. Gil (2000) coincide al exponer el eje regulador que implica captar la atención de las mujeres a manera de competencia.
La belleza femenina se convierte en un fetiche. No obstante, en este trabajo se muestra también la belleza más que un atributo peligroso que conlleva consecuencias negativas, tanto para quien la posea como para el resto de las personas a su alrededor, sobre todo, perjudicando a los hombres que se dejen seducir. A esta se le confieren poderes mágicos, aunque de malignidad y peligro, como un eje transversal.
También se coincide con Lipovetsky (2006) cuando se refiere a la satanización de la belleza femenina. Sin embargo, Lipovetsky recalca que, cuando todas las mujeres adquieren el derecho a los homenajes y la notoriedad social, erosionando la percepción de mujer-peligrosa, se da paso a su reconocimiento de dignidad humana y social. Este aspecto no concuerda con los resultados de este artículo, ya que la mujer poseedora de belleza, aunque obtenga un reconocimiento social, tiene una connotación negativa y conlleva desprecio y señalamiento, aspectos que terminan siendo generalizados hacia todos los demás ámbitos de la vida femenina y su constitución como mujer.
La investigación, adicionalmente, subraya cómo históricamente la peligrosidad de la belleza femenina se va atenuando en la literatura, pero continúa de manera latente como generadora de problemas tanto para las mujeres como para los hombres. El ideal de belleza femenino abarca una serie de mandatos sociales que lo hacen complejo y difícil de alcanzar.
Esto pone en evidencia la escisión de la belleza femenina que se ha establecido a través del tiempo. Lipovetsky (2006) propone que durante los siglos más recientes se ha expuesto una oposición estereotipada de la belleza: la belleza virginal, por un lado, y la belleza destructora y lujuriosa, por otro. En los cuentos analizados se encontraron expuestos estos elementos opuestos, donde siempre aparece un personaje femenino en la representación de cada uno.
Los resultados en torno a la sexualidad femenina muestran una polarización entre dos tipos de belleza: la primera física y exterior y la segunda interior o moral. Cada uno conlleva una manera distinta de vivir la sexualidad femenina. Lagarde (2005) afirma que la sexualidad de las mujeres es una escindida en dos espacios vitales: la procreación y el erotismo.
En los cuentos aparecen las mujeres “fatales”, eróticas, seductoras y malas, representadas por los personajes de las prostitutas, las amantes y las mujeres que seducen hombres casados. Son las mujeres que Lagarde (2005) ubica en el cautiverio de las “putas”. Ellas tienen como principal característica el erotismo femenino. Su especialidad social y cultural es la sexualidad prohibida, el erotismo para el placer de otros. Para Gil (2000), estas mujeres son la imagen de Afrodita que refiere a la promiscuidad, voluptuosidad, lujuria y erotismo. Su fin es ser miradas y ser objeto de deseo.
Respecto a la división de la sexualidad de las mujeres en los cuentos, existen factores comunes. Uno es que la sexualidad de las mujeres representa un poder y un medio para conseguir beneficios. Todas las mujeres saben del uso político del erotismo. Es parte fundamental de su sabiduría para sobrevivir, pues aprenden de otras mujeres cómo tratar a los hombres. Las mujeres esposas consienten la relación sexual con los hombres con el fin de oponer un bien material a cambio para obtener beneficios (Lagarde, 2005). Los hallazgos de este estudio coinciden, pues en muchos de los personajes analizados se evidenció cómo la belleza se instrumentaliza en esa dirección.
Los hallazgos evidencian que las mujeres están llamadas a alcanzar un ideal de belleza que es complejo y se compone de factores y encargos sociales a cumplirse, los cuales, paradójicamente, son imposibles de lograr. Asimismo, aparece una desintegración de la sexualidad femenina como un medio para conseguir beneficios, para satisfacer a los demás, pero nunca para obtener placer en la feminidad. Aún en los cuentos escritos hacia finales de siglo XX, la mujer no puede apropiarse de su cuerpo para sí misma, ya que, de una forma u otra, está sujeta a los otros y los intentos por vivir su sexualidad libremente son castigados mediante desgracias, críticas sociales y sufrimiento.
El cautiverio del ideal de belleza para la identidad femenina opera como fantasías socioculturales alimentadas por los hombres hacia la aspiración de una silueta, una apariencia, ciertas vestimentas y afeites que se imponen como deseos inalcanzables, pero también con atributos psicosociales impuestos como rasgos morales y normativos en cuyo espectro se subyuga y enjuicia su subjetividad, no solo en la colectividad sino en la intersubjetividad femenina de cara al refrendo masculino. Apartarse de estos dictados socioculturales del patriarcado implicaba una ruptura con las convenciones y una sanción social, como lo han mostrado los estudios de Flores (2015). Este imaginario recoge la estructura simbólica en que se instituyen las relaciones de poder entre los géneros y se ejerce el poder sobre el cuerpo femenino desde una visión machista.
En la subjetivación femenina, Martínez (2016) alerta en su análisis a partir de un relato de la tradición oral, “La Segua”, cómo sexualidad y dominio masculino son indisolubles en cuyo centro se encuentra el cuerpo femenino. Caso similar, pero visto desde la vertiente de las voces disidentes, lo plantea Mandel (2017). Asimismo, coinciden con Jiménez (2021) en que la “culpa” participa del régimen patriarcal en la construcción como práctica sociocultural al interior del mecanismo de poder masculino naturalizado socialmente. En el tema de la presencia y funcionamiento de las microagresiones asociadas a las subjetivaciones femeninas, los hallazgos encuentran apoyo en el análisis de Baltodano y Ramírez (2019), al coincidir en que la regulación del cuerpo está inscrita en la subordinación femenina a la masculinidad que incluso normaliza la destructividad.
Estas formas macro y micro de la violencia de género se visualizan también en la feminización de la pobreza (Chant et al., 2007; Fernández, 2018). En este ordenamiento, la literatura clásica ha aportado históricamente al imaginario de feminidad, belleza y sumisión como entidad de socialización (Ramírez, 2014), un imaginario en constante reformulación sociohistórica, al punto que siempre abona a la edificación de la “otredad” femenina desde un discurso androcéntrico (Cano, 2016). Las rupturas con estas consignas de las subjetividades femeninas recién emergen en la literatura costarricense en la segunda mitad del siglo XX, coincidente con los movimientos internacionales que emprenden un empoderamiento femenino desde la intelectualidad femenina (León-Río, 2016).
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