Desde el arte, la literatura y la comunicación
Literatura y política en la militancia socialista de Enrique Anderson Imbert
Literature and Politics in the Socialist Militancy of Enrique Anderson Imbert
Literatura y política en la militancia socialista de Enrique Anderson Imbert
Revista Humanidades, vol. 13, núm. 1, e53148, 2023
Universidad de Costa Rica
Recepción: 09 Agosto 2022
Aprobación: 04 Octubre 2022
Resumen: Este artículo analiza las intervenciones de Enrique Anderson Imbert en la página literaria del periódico socialista La Vanguardia durante la década de 1930. En un contexto signado por una mayor politización de la literatura y de los intelectuales afines al amplio espectro de la izquierda en Argentina, Anderson Imbert constituyó una voz a la vez singular y representativa de las problemáticas e inquietudes vinculadas al intento de aunar literatura y política dentro de un programa ideológico.
Palabras clave: Argentina, literatura, política, socialismo.
Abstract: This article analyzes Enrique Anderson Imbert's interventions in the literary page of the socialist newspaper La Vanguardia during the 1930s. In a context characterized by an increased politicization of literature and intellectuals related to the broad spectrum of the left in Argentina, Anderson Imbert constituted a voice that was both singular and representative of the problems and concerns linked to the attempt to combine literature and politics within an ideological program.
Keywords: Argentina, literature, politics, socialism.
1. Introducción
En 1954, con la publicación de su Historia de la Literatura Hispanoamericana, Enrique Anderson Imbert se convirtió rápidamente en el autor de un best seller –categoría inusual en el ámbito académico- y en uno de los forjadores del latinoamericanismo como campo disciplinar, sobre todo, en lo referido al estudio de la literatura (Degiovanni, 2018). Escrito mientras ejercía la docencia en una universidad de Estados Unidos, y publicado por la editorial Fondo de Cultura Económica, el libro fue concebido para la enseñanza en las universidades de dicho país, pero también para ser distribuido a nivel continental con el objetivo de difundir la cultura de los países del subcontinente.
Aunque esta preocupación por construir una mirada integral sobre las letras de los países americanos de habla hispana no se había manifestado en su producción intelectual hasta su partida de la Argentina -motivada por la llegada del peronismo al gobierno-, sí resultaba coherente con una larga trayectoria interesada en el vínculo de la literatura con la cultura y la política e inquieta por el rol de los escritores en la sociedad. Desde sus tiempos como estudiante vinculado al movimiento de la reforma universitaria, pasando por su etapa de militante y productor cultural del Partido Socialista (PS) argentino, Anderson Imbert constituyó una voz a la vez representativa y singular de los intentos por combinar arte, cultura y política en un proyecto de transformación social.
Por ello, este artículo busca analizar una faceta de su obra hasta ahora inexplorada como lo fueron los escritos publicados que salían los domingos en la página literaria de La Vanguardia (periódico oficial del Partido Socialista). Al igual que muchos intelectuales identificados con el movimiento de la reforma, Anderson Imbert encontró hacia los años treinta un espacio propicio en las filas del socialismo argentino para continuar su producción intelectual y para explorar los modos de aunar sus inquietudes artísticas con la política (Graciano, 2008).
La vasta estructura partidaria con su repertorio de actividades culturales, red de centros y bibliotecas, junto a una ambiciosa propuesta de publicaciones, permitió que figuras provenientes del ámbito universitario encontraran una salida laboral ante las dificultades de permanecer en la Universidad a partir de la persecución impulsada por el gobierno de Uriburu1. Estos intelectuales, a su vez, esgrimieron como principal motivo de su ingreso a las filas partidarias la libertad de pensamiento y el afán por la cultura letrada que caracterizaba al socialismo.
A diferencia de los comunistas argentinos quienes creían que la ciencia y el arte debían subordinarse directamente al objetivo de la lucha de clases (Camarero, 2007), la noción de un socialismo integral que buscaba la “elevación moral y material” de la población otorgaba a la cultura una función autónoma. Si bien esto no significa que los escritores identificados con el comunismo encontraran un formato único de cómo intervenir políticamente desde la literatura, sí concibieron sus escritos como herramientas o armas al servicio de la revolución (Saítta, 2001; Alle, 2019). En ese sentido, para el socialismo, el aporte de la literatura u otras formas del arte se encontraba diferido, no era una herramienta directa de intervención sino que enriquecía y educaba en términos generales la personalidad de quienes impulsarían futuras transformaciones. Los socialistas argentinos creían firmemente que el avance del conocimiento y el refinamiento del espíritu eran condiciones que en sí mismas contribuían a la sociedad futura a la cual aspiraban llegar por intermedio de reformas graduales. Así pues, convivían dentro del partido, sin grandes dificultades, versiones del socialismo en una clave materialista con ramificaciones idealistas que sostenían que el progreso debía producirse en el plano de la conciencia (Guiamet, 2017).
En este contexto, las intervenciones de Anderson Imbert dan cuenta del amplio margen con el que podía asumir su labor ensayística dentro de las páginas literarias del partido, pero también revelan una tensión entre esa autonomía y la intención de dotar al escritor de una funcionalidad social más tangible que fuera coherente con la proyección política que él mismo defendía. En una década en la que el imperativo político sobre la práctica intelectual se vio revitalizado (Saítta, 2001; Graciano, 2008), los textos de Anderson Imbert resultan una entrada original al análisis de dichas tensiones en el marco de una fuerza política que ponía a la cultura en el centro de su proyecto político (Guiamet, 2017).
2. Intelectuales y política hacia la década de los treinta
La participación de intelectuales en la política fue una constante en la vida pública de la joven nación argentina. Desde los tiempos de la Independencia y luego en los años de la organización nacional distintas figuras pretendieron forjar ese nuevo país desde la acción y, en similar medida, desde las ideas. La construcción de una nación moderna no solo necesitaba de códigos legales y una organización gubernamental eficiente, sino también una identidad, un sentir y pautas de civilidad que se trasmitieron principalmente a través de la educación, la historia y la literatura (Shumway, 1993; Aricó, 1999; Palti, 2000; Bertoni, 2001; Cattaruzza, 2007; Degiovanni, 2007; Montaldo, 2016).
Las primeras décadas del siglo XX demostraron una gran vigencia de estas preocupaciones y, al mismo tiempo, dieron cuenta de importantes transformaciones sociales que obligaron a replantear el lugar desde el cuál se hacían ciertas preguntas o intervenciones. En primera instancia, como ha señalado Halperin Donghi, la experiencia de la ampliación democrática motivó el desconcierto de un grupo de intelectuales que habían encontrado su sitio en la república conservadora y que ahora se encontraban: “vitalmente interesados por el lugar que esa democracia habría de reservarles en la vida pública (Halperin, 2015, p. 19).
La experiencia impulsada por la sanción de la ley Sáenz Peña convergió, a su vez, con la irrupción del movimiento de la reforma universitaria, cuyo germen en la ciudad de Córdoba en 1918 alcanzó rápidamente una repercusión continental que se sostuvo en los años siguientes. Si el impulso inicial se había dirigido a democratizar la vida interna de las universidades argentinas, esto se combinó con una idea del rol social de la institución y de sus cuadros docentes y estudiantiles que se cristalizó en la reivindicación de la extensión universitaria. En este sentido, el movimiento propició una premisa en la cual la función de los intelectuales:
Era la práctica de una concepción de la actividad cultural que excedía los marcos del ejercicio de la profesión y los ámbitos académicos consagrados como específicos de la misma (esto es, la universidad o los ámbitos laborales) y se vinculaba directamente con una concepción de la ciudadanía (en sus dimensiones civil y política), que implicaba intervenir en la vida pública del país ya sea actuando en la política partidaria, ejerciendo cargos políticos o impulsando proyectos de carácter sociocultural (a través de sus propios centros culturales y publicaciones), formas de intervención que se sustentaron, precisamente, en la asunción por parte de éstos, de esa específica condición de intelectuales universitarios. En definitiva, esa condición de intelectuales asumida como función a desempeñar en la sociedad, se expresó en su intención de pensar la sociedad y sus problemas presentes. (Graciano, 2008, p. 52)
Asimismo, la dimensión continental de este movimiento propició la formación de redes de intelectuales quienes, hacia los años veinte, sumaron a la clásica pregunta identitaria por la nación una inquietud sobre las marcas de una posible unidad o identidad regional impulsada por los valores culturales en común y el floreciente antiimperialismo. Esto alentó un compromiso social concebido como una ruptura con las posturas aristocratizantes que adjudicaban a los intelectuales que los precedían. Como señaló Patricia Funes:
La generación posbélica, levantó la bandera de la intervención social, interpelando a la clase obrera, las masas, el ejército, los indígenas, en nombre de la nación, de la revolución o de ambas. Sin embargo, encontramos en todos ellos un rechazo explícito a formar parte del elenco de la “vieja política criolla”. …Si el lugar de los intelectuales está tensionado entre el campo de la cultura y el del poder, “los hombres de ideas” latinoamericanos de los años veinte privilegiaron el campo de la cultura y la sociedad, situación que se va deslizando hacia el final de la década hacia la política convencionalmente considerada, es decir, hacia el estado. (Funes, 2006, pp. 15-16)
En este marco, en el que cobró fuerza la pregunta por la especificidad de la nación latinoamericana y, por ende, por la especificidad de la región, es donde la literatura resultó un insumo importante (Degiovanni, 2018). Fue justamente de las filas de la Alianza Popular Revolucionaria Americana de Perú –posiblemente la fuerza más emblemática de este movimiento continental- que surgió uno de los libros pioneros en construir un relato integrado de las letras de la región, se trata de la Historia de la Literatura americana (desde sus orígenes hasta 1936) escrito por Luis Alberto Sánchez (Degiovanni, 2018).
Volviendo al caso argentino resultan destacables otros procesos que se conjugaron en las primeras décadas del siglo XX y trasformaron la escena y el marco de posibilidades en que los intelectuales pretendían actuar. La modernización del campo cultural, promovida por la llegada de nuevas tecnologías y el proceso de masificación de la cultura (Sarlo, 1989; Saítta, 1998; Montaldo, 2016), ayudó a conformar un mercado y un público amplio en condiciones de consumir diferentes productos culturales destinados al ocio. Esto permitió que escritores y periodistas de procedencias disímiles pudiesen vivir a cuenta del éxito comercial de sus escritos y prescindir de diferentes formas de mecenazgo frecuentes en épocas previas.
Aunque en principio este proceso siguió una lógica comercial cuyo resultado fue la conformación de un mercado de bienes simbólicos (Montaldo, 2016), lo cierto es que las nuevas posibilidades que brindaba la modernización cultural fueron aprovechadas por distintas fuerzas políticas y culturales para encarar proyectos de difusión vinculados a la literatura, la historia y la ciencia. Estas apuestas, de claros tintes pedagogizantes, se dirigían a un público lector que era el resultado de las intensas campañas de alfabetización encaradas en las décadas previas. Al analizar la proliferación de bibliotecas populares y libros baratos en el período de entreguerras, Gutiérrez y Romero (2007) destacan que: “detrás de esto nos ha parecido ver una propuesta cultural sistemática, cuyos agentes pertenecían a la parte más moderada de la contestación política e intelectual” (p. 14).
Estos procesos que en un breve período de tiempo transformaron y complejizaron el escenario local donde se desarrollaban las prácticas e intervenciones de los intelectuales convergieron, en la década de 1930, hacia una marcada radicalización política de figuras del mundo de las ideas que ostentaban recorridos sumamente diversos. Por un lado, un importante grupo de escritores que se había identificado con proclamas de carácter popular o proletario se volcó a la activa reivindicación de la Revolución Rusa y propició un acercamiento –en absoluto exento de tensiones- con el comunismo argentino. Según Sylvia Saítta (2001), como resultado de estas inquietudes: “se actualizó y se reformuló la discusión acerca del rol de intelectual, la función del arte, las relaciones entre arte y sociedad, o literatura y revolución” (p. 394).
Por otro lado, y en simultáneo, un grupo importante de universitarios ligados al movimiento de la reforma hizo su primera participación en la política formal al sumarse a las filas del socialismo argentino (Graciano, 2008). Si bien, hacia estos años, el Partido Socialista estaba lejos de reivindicar un modelo revolucionario, para estos intelectuales el ingreso a la política partidaria suponía un paso importante con relación a la autonomía y prescindencia que habían manifestado con respecto a la década anterior.
En este contexto se insertó la participación de Anderson Imbert en la política cultural del socialismo. Si bien el carácter reformista del partido estaba consolidado hacía años, orientación que Anderson Imbert compartía plenamente, las preguntas que se hicieron los intelectuales de izquierda acerca del rol del intelectual, la función del arte y las relaciones entre arte y sociedad tuvieron una presencia central en las intervenciones que el escritor realizaba en la página literaria de La Vanguardia. Aunque el carácter autónomo que el socialismo otorgaba a la cultura le brindaba un margen amplio para desarrollar sus inquietudes particulares, lo cierto es que la intención de dotar al escritor y a la literatura de una función social y ubicar claramente su lugar dentro de los procesos políticos y culturales llevaría al autor a entrar en tensión con esa autonomía, sin que esto supusiera el arribo a una solución definitiva.
3. Variaciones
En 1928, unos pocos años antes que la persecución desatada por el gobierno de Uriburu en las universidades llevara a numerosos intelectuales reformistas a buscar refugio en las filas del socialismo, se afilió al Partido Socialista el joven Anderson Imbert. Aún siendo estudiante, rápidamente ocupó lugares claves en los proyectos editoriales con los que dicha fuerza buscaba propagar su doctrina y, a la vez, competir por el tiempo de ocio de los trabajadores con publicaciones de índole comercial. Es por esta razón que, sobre todo, en el caso del periódico La Vanguardia, los esfuerzos editoriales del socialismo asumieron un estilo similar al de los diarios de interés general que habían renovado el mercado de publicaciones periódicas (Buonuome, 2016).
La página literaria de La Vanguardia, de aparición dominical, resultó el espacio privilegiado para que Anderson Imbert combinara su militancia con el trabajo periodístico que le valió su sustento en los años previos a desempeñarse como docente universitario. A su vez, en calidad de director de dicha sección desarrolló allí sus principales intervenciones intelectuales en torno al vínculo entre literatura y política. Si bien muchos años después, ya como docente universitario en Estados Unidos, realizó una recopilación de sus escritos periodísticos que reunió un volumen importante de intervenciones en distintos medios en el período que va de 1927 a 1940, lo cierto es que la gran mayoría de estos escritos fueron publicados sin firma en su momento2. Por ello, este trabajo se concentrará en los artículos que el autor elegía acompañar con su nombre dado que ese gesto denotaba una intención manifiesta de sentar postura.
El corpus elegido se compone aproximadamente de treinta escritos publicados a lo largo de la década de 1930. La mayoría de estas intervenciones aparecieron bajo el título “Variaciones”, las cuales constituían ensayos breves y en algunas ocasiones se referían a algún autor publicado en la sección dominical, aunque generalmente no siguieron un patrón más allá de los intereses manifestados por el intelectual. El corpus se completa con dos columnas menores llamadas Registro y Criba de lectores donde se reseñaban libros o números de revista. Dado que Anderson Imbert seleccionaba los contenidos de la página, el perfil general de la misma y la temática de sus escritos, se considera que este corpus seleccionado compone una fuente pertinente para analizar sus inquietudes artísticas y su proyecto político-literario.
Si en años posteriores su nombre quedaría asociado al latinoamericanismo como campo disciplinar, un primer punto a destacar es que la presencia de autores de la región fue cuanto menos discreta en comparación con la presencia de autores europeos y, en menor medida, norteamericanos, no obstante haber contado ocasionalmente con una columna titulada “Valores de Nuestra América”3. Este rasgo, propio de una cultura socialista que seguía identificándose con el viejo continente, se vincularía a su vez con un diagnóstico muy crudo de Anderson Imbert sobre el estado de la cultura argentina y el rol de los intelectuales nacionales. En este sentido, el duro juicio del escritor constituía el corolario a nivel literario e intelectual de lo que a nivel político era una de las principales impugnaciones que hacía el Partido Socialista a la vida pública nacional en su incesante ataque a la “política criolla”.
Al respecto, en una columna que apareció el 16 de octubre de 1932, Anderson Imbert sentenciaría: “Lo primero que se le ocurre a un patriota cuando quiere justificar la chatez de la cultura nacional es invocar la juventud de este país. Todavía no podemos aportar con nada a la cultura universal porque acabamos de nacer…” (Anderson, 1932d, p. 8). Frente a este carácter exculpatorio que asumía la juventud del país, el escritor socialista optaba por lanzarse contra la ausencia de voluntad de trabajo dado que “nos traba la improvisación, la pereza y el indeferentismo” (Anderson, 1932d, p. 8). Como resultado de lo anterior y a falta de eminencias, la cultura nacional, anestesiada por los laureles recibidos en sus primeras producciones, se poblaba de promesas que no trascendían esa condición de inexperiencia.
El destinatario explícito de esta crítica era Oliverio Girondo quien acababa de publicar Espantapájaros (1932) obra que, a criterio de Anderson Imbert, no constituía más que una repetición con respecto a su “prometedor” primer libro. Este formato de ensayo y posicionamiento tomando como punto de partida la crítica de un referente de peso de la escena local constituyó un modus operandi frecuente en las “Variaciones” de Anderson Imbert. Sin embargo, en un gesto que revela la amplitud con que era concebida la cultura socialista, apareció en la misma página una reseña elogiosa del libro en cuestión.
Si el prestigio de Girondo como poeta no había resultado un obstáculo para Anderson Imbert, el domingo siguiente no dudaría en depositar su mirada crítica sobre uno de los intelectuales más importantes de la Argentina de principios de siglo. A raíz de las publicaciones en homenaje por el séptimo aniversario del fallecimiento de José Ingenieros, el escritor socialista, aunque reconocía el valor intelectual del personaje mencionado, se separaría de las loas que lo encumbraban como maestro, aun para esas fechas, al sentenciar que: “Si comprobamos que un maestro, un gran maestro se ha convertido en un peso muerto en nuestra cultura, debemos tener el gesto piadoso de darle sepultura donde corresponda” (Anderson, 1932e, p. 6).
En este sentido, el reconocimiento que el crítico literario realizaba de Ingenieros se vinculaba directamente al estado calamitoso en que este encontraba al medio intelectual local. Por ello, si la tenacidad y curiosidad de Ingenieros eran destacadas, también lo era el hecho de que “representó brillantemente todos los vicios intelectuales del siglo pasado” (Anderson, 1932e, p. 6). Nuevamente, el problema excedía a la figura específica y se desplazaba al diagnóstico general:
El cuarto de siglo de atraso en que vivimos –por pereza, nada más que por pereza– con respecto a Europa, motivó que Ingenieros librase entre nosotros estruendosas batallas intelectuales en pro de principios que en Europa ningún pensador decente se atrevería ya a defender. (Anderson, 1932e, p. 6)
De esta manera, la pobreza del medio local se retroalimentaba, en cierta medida, con la mediocridad de los intelectuales, hecho que constituía para Anderson Imbert un obstáculo para el progreso del país. Cabe destacar que su insistencia al respecto, fiel al estilo paternalista del socialismo, buscó exculpar a las masas populares del estado de la cultura nacional, aunque no pudiese evitar que cierto repudio se colara en sus intervenciones. Es así como, al elogiar un artículo de Emilio Menéndez Barriola sobre el panorama de “nuestra cultura”, Anderson Imbert citó una frase del autor que sintetizaba a la perfección el ambiguo balance de responsabilidades:
Carecemos de animadores eficientes que susciten en el pueblo una inclinación a las cosas del espíritu; y en ese desamparo florece la estulticia, se trastornan los conceptos básicos, la turba de advenedizos se encarama en la tribuna para pregonar el desafuero de las jerarquías intelectuales. …Por otro lado la grey, en sus tres dimensiones, se deleita con su masturbación mental de todos los días y de todas las horas, trajinando las perspectivas e incidencias de la cancha, el hipódromo y el ring. (Anderson, 1933a, p. 7)
De igual manera, la necesidad de realizar aportes valiosos a la cultura argentina funcionaría como motivo suficiente para encumbrar otras expresiones del medio local. Por ello, al saludar la aparición del número final de la revista Nosotros4realizó una extensa elegía de la acción llevada a cabo por la misma al señalar que:
La única publicación que realizó la increíble hazaña de sostener a pulso la cultura argentina durante veintisiete años, acaba de morir. Con su número 300, “Nosotros” se ha despedido para siempre. No saldrá más. Hace tiempo que venía agonizando, luchando para sobrevivir a la chatura a la hostilidad del ambiente. Pero todo ha sido inútil y ahora desaparece entre la indiferencia de la mayoría. Solo unos pocos espíritus, aquellos que vieron en nosotros el único hogar estable, cordial, hospitalario, que ofrecía la cultura argentina, se han sobrecogido de emoción y de pena por la muerte de tan simpática revista.
Pero “Nosotros” muere de muerte heroica -¿no es heroísmo auténtico este luchar obstinado y tenaz contra la mayúscula incultura de los argentinos?- y la muerte de los héroes no se olvida, perdura en la memoria de todos, se hace gesta, historia.
Y hay, en esa desaparición, algo trágico que nos angustia a quienes sentimos fervor por la cultura. Y es esto: que ahora surge la evidencia más patente y dolorosa que nunca, de nuestra orfandad, de la soledad tremenda a que está condenado el escritor argentino, de la miseria espiritual del ambiente, del fracaso irremediable de todo esfuerzo magno y toda noble empresa de la cultura. ¡“Nosotros”, adiós! (Anderson, 1935, p. 6)
Esta sensación de orfandad llevaría recurrentemente a Anderson Imbert a refugiarse en la reivindicación de autores europeos, sobre todo, aquellos cuyas mejores obras se habían editado en el medio siglo que precedía a la publicación de sus “Variaciones”. Sin embargo, esto resultaba improductivo si la tarea de la época era forjar una cultura nacional a la altura de la cultura universal y atenta a las problemáticas profundas del país. En ese sentido, aun huérfano, tampoco le resultaría fácil encontrar escritores pares de los que pudiera destacar esa labor. El elogio destinado a Ezequiel Martínez Estrada a raíz de la publicación de Radiografía de La Pampa resultó, en este contexto, una excepción, al destacarlo como “valor auténtico de nuestra cultura” por su “reconstrucción e interpretación de la realidad argentina” (Anderson, 1933d, p. 7).
La capacidad de reflejar y analizar la realidad argentina funcionó, por lo tanto, como un criterio central para sopesar virtudes y defectos de otras figuras del medio intelectual argentino. Así pues, en agosto de 1933, invitado por la revista Megáfono a una encuesta sobre Borges, eligió despegarse de las alabanzas de sus colegas entendiendo que la realidad del país se encontraba ausente en los ensayos del escritor en cuestión. Reconociendo no haber leído sus poemas, Anderson Imbert justificaba nuevamente esta posición en las carencias culturales del país. Por esta razón, se preguntaba:
¿No siente Borges, y en propia carne que los argentinos sufrimos raquitismo intelectual, que nuestras cabezas están desorganizadas, que nuestras almas están desnutridas, y que en la actualidad, somos pobres enfermos incapaces, no digamos de crear ciencia y filosofía, pero ni siquiera de asimilar sin indigestión los difíciles libros que nos envían los editores transoceánicos? (Anderson, 1933e, p. 7)
Incluyendo a Borges en ese cuadro de la cultura local, dado que en sus libros de crítica no encontraba “ninguna página recia, viva, templada bajo el fuego de las convicciones ardientes, regada con la sangre caliente de una personal concepción del mundo” (Anderson, 1933e, p. 7), Anderson Imbert justificaría su ataque al proclamar que estaba viviendo “un hondo fervor social” a pesar de la “pobreza del ambiente espiritual argentino” y “la orfandad a que nos condena la falta de tradición cultural” (Anderson, 1933e, p. 7).
La acostumbrada crudeza de sus intervenciones suscitó la respuesta del editor de la revista y generó un breve intercambio público entre ambos. La polémica brindó la oportunidad de reforzar la postura del intelectual socialista, pero también permitió incorporar otras dimensiones que eran igual de importantes en el vínculo que buscaba tejer entre literatura y política.
En su respuesta, Sigfrido Radaelli, editor de la revista, le reclamó:
Continúa usted invocando su fervor social para exigir a los demás escritores que su obra sea, algo que usted no cuida que sea la suya. Porque el fondo de buen gusto que usted posee se le sigue imponiendo, a pesar de usted mismo (Radaelli, como se citó en Anderson, 1933f, p. 7).
Frente a esto, la respuesta del intelectual socialista pondría de manifiesto la función que asignaba a la cultura al expresar que si Borges: “Excluye el tono social de sus ensayos falta a sus deberes como crítico. ¿Por qué? Porque el deber de la inteligencia es crear una concepción del mundo orgánica, coherente, actual, que permita al hombre comportarse decentemente” (Anderson, 1933f, p. 7). En ese sentido y corriéndose hacia un terreno aún más abstracto, completaría:
Cultura es… un sistema vital de ideas substanciosas, palpitante, organizada con claridad y con plena comprensión de los problemas del momento… el arte tiene una función social a condición de ser puro, es decir, como expresión sincera y única de un modo original de ver y sentir el mundo. La misión de las letras consiste en las posibilidades de enriquecimiento y expansión que prodigan a la personalidad del lector. (Anderson, 1933f, p. 7)
Este alegato de la cultura y el arte resultaba coherente, a su vez, con la pretendida autonomía que el socialismo adjudicaba a la esfera cultural. Frente a las prevenciones que Radaelli manifestaba sobre la posibilidad de que el arte proliferara en las filas de un partido al que consideraba materialista y dogmático, Anderson Imbert defendería al socialismo como un “movimiento cultural” subrayando que “el buen gusto, la inteligencia y la cultura (no) son bienes privativos de las clases conservadoras” (Anderson, 1933f, p. 7).
El influjo de esta concepción idealista –cuyas raíces alcanzaban al socialismo fabiano y las ideas filosóficas de Alejandro Korn5– llevaría a Anderson Imbert a destacar la postura metafísica de Bernard Shaw, para el cual: “El socialismo… es el orden social que por estar basado en la justicia y en la inteligencia, permitirá a los hombres servir dignamente a los altos propósitos de la Evolución Creadora” (Anderson, 1933c, p. 7).
En la misma línea y destacando el lugar de las ideas dentro del cambio social el escritor retomaría una frase de Egan Priedel que afirmaba:
La verdadera causa de todo acontecimiento humano es siempre un gran pensamiento que se apodera con tanta fuerza de las masas que las vuelve creadoras, es decir, las impulsa a grandes acciones colectivas, la única manera que tienen de ser creadoras. Dicho pensamiento puede tomar formas políticas: pero también puede manifestarse cuando el espíritu colectivo crea una excepcional atmósfera artística. (Priedel, como se citó en Anderson, 1933b, p. 7)
Este intento de vincular ideas y acción humana en el seno de un proyecto que buscaba transformar, aunque sea gradualmente, a la sociedad, coincidía con los postulados culturales del socialismo y con la noción de que eran las masas educadas las que debían liderar el progreso nacional con la tutela de los dirigentes socialistas (Aricó, 1999). El problema para Anderson Imbert surgiría, sin embargo, al momento de rastrear estas premisas en las obras literarias que pretendía reivindicar.
Puesto a elogiar a los autores que contribuían a dicho proceso, la función social del escritor, aunque vagamente definida, entraría en tensión con la autonomía de una cultura cuyo progreso independiente debía sentar las bases de una sociedad moderna como la que pretendía el Partido Socialista. En este sentido, la intención de dotar al escritor de un rol concreto puede leerse también como una pretensión personal con relación a su lugar dentro de una fuerza política que, en sí, rara vez se formuló dicha inquietud con particular esmero.
El primer texto de “Variaciones” que el autor publicó en el año 1932 permite entrever esta tensión al comparar la obra del escritor John Galsworthy con las de Bernard Shaw y H. G. Wells. En el escrito, Anderson Imbert resalta la figura de Galsworthy como uno de los escritores más importantes de una generación de figuras ilustres que compartían una honda preocupación por la realidad social. Sin embargo, el pesimismo de su obra le valdría una consideración menor en referencia a sus contemporáneos justificado en el hecho de que: “Shaw y Wells hacen de cada obra suya un instrumento de mejoramiento humano y social…. En este sentido Galsworthy es un escritor menos completo y fortificante que Shaw y Wells” (Anderson, 1932a, p. 8).
Aunque no se explicitara de qué manera concreta las obras Shaw y Wells promovían un mejoramiento mientras que la de Galsworthy no, lo cierto es que aquella referencia suponía una demanda mayor que la de simplemente dar cuenta de la “realidad social”. En esta misma línea se ubicó la reflexión que el ensayista escribió en torno a la publicación del libro Coloquios con Mussolini de Emil Ludwig (Anderson, 1932b, p. 8). Si bien en un principio la crítica del intelectual socialista se concentró en el carácter “asexuado” que imprimía sobre el libro el intento del autor de evitar roces ideológicos, la magnitud del entrevistado llevará a Anderson Imbert a reclamarle directamente a Ludwig su falta de contundencia para condenar al fascismo.
Lejos de constituir un programa estricto la variable ideológica o social de la literatura podía quedar en un segundo plano en los casos que la calidad de la obra así lo justificara a ojos del escritor socialista. Por tanto, al mencionar a Proust se encontraría en la necesidad de dar una explicación de su valor artístico que exculpara la ausencia de lo social. Aunque “lo social” no cumpliera un rol crucial en la narración de Proust como sí lo hacía la obra de Balzac y apareciera meramente por contigüidad esto se debía al afán del novelista francés por renovar las formas literarias, hecho que en sí mismo valía su lugar entre los escritores más aclamados por Anderson Imbert (Anderson, 1932c, p. 8).
No obstante, exculpar la ausencia de “lo social” en Proust, esta necesidad de hacerlo, devela la importancia del análisis que Anderson Imbert realizaba de las distintas obras literarias. Ese mismo año, al escribir sobre la obra de Paul Morand y su asociación con el cosmopolitismo, sentenciaría: “Efectivamente al lado del internacionalismo vigoroso de escritores de marcada tendencia social. ¿Qué trascendencia cabe darle al internacionalismo de Morand? Por no distinguir al turista del internacionalista…” (Anderson, 1932f, p. 6).
En efecto, desde la postura internacionalista que asumía la izquierda argentina en la década de 1930, Anderson Imbert encontraba injustificado que se confundiera esa proyección ideológica con lo que a sus ojos representaba una caricatura del turista burgués. Nuevamente, con su habitual crudeza, agregaba: “Pero al paso que en unos escritores ese sentimiento universalista era un impulso hacia un nuevo orden social, en otro plano literario –en el de Morand– se reducía a una pintura divertida y resignada de las costumbres de la posguerra” (Anderson, 1932f, p. 6).
Llegados a este punto cabe advertir que las nociones sobre lo que debía hallarse en un texto literario encontraban eco en otras figuras y corrientes del medio intelectual en el que Anderson Imbert se desenvolvía. Por un lado, cierto apego a obras de carácter realista, con tono didáctico y cuyo propósito fuera el enunciado de una tesis explícita, se emparentaba con la propuesta del “Teatro del Pueblo”, dirigido por Leónidas Barletta (Fukelman, 2017). No obstante, como ha sido mencionado más arriba, al crítico la politización explícita de los proyectos culturales le resultaba esquiva, así como la despreocupación por renovar las formas literarias. Del mismo modo, las ideas de Anderson Imbert encontraban asidero en las formulaciones de algunos escritores del grupo Sur como Victoria Ocampo y Eduardo Mallea que reivindicaban una dimensión moralista y espiritualista de la literatura frente al apego formalista que representaban Borges y Bioy Casares (Podlubne, 2011). Sin embargo, aunque pudiese emparentarse con el “humanismo difuso y general” de Mallea (Podlubne, 2011, p. 19), el rechazo que manifestaban los integrantes del grupo Sur a la intromisión de la política en las letras tampoco resultaría algo satisfactorio para el escritor socialista.
Frente a estas posturas casi dicotómicas, Anderson Imbert parece haber ocupado una suerte de entrelugar donde la preocupación por la cultura y la noción de lo social jugaron un papel distintivo en su abordaje del vínculo entre literatura y política.
Una escritura al servicio de una tendencia social, aunque esta no se explicitara claramente, sintetizó entonces la demanda que Anderson Imbert dirigiría a numerosos escritores que reseñaba frecuentemente en las páginas de La Vanguardia. Solo al lograr este objetivo la literatura podría sentar los cimientos de una cultura nacional edificante que nutriera a los sujetos que el socialismo encumbraba como agentes de una sociedad plenamente moderna y democrática (Aricó, 1999). Si bien el mero hecho de reflejar la realidad de un modo personal e inteligente podía resultar insuficiente cuando los tiempos pedían de la literatura que se convirtiera en una herramienta concreta al servicio de un proyecto político, Anderson Imbert encontraría en la cultura y en una noción difusa sobre “lo social” el camino para sintetizar ese imperativo sin ceder a lo que podría definirse como una “literatura de propaganda”.
Cabe advertir que esto no resolvía por sí mismo la tensión entre la autonomía o la libertad creadora y la posibilidad de diseñar una política cultural con un proyecto concreto u orgánico que respondiera a una fuerza política. Aquella dificultad no fue, empero, patrimonio exclusivo de Anderson Imbert, sino que también existieron otras voces que explicitaron una crítica al carácter desorganizado que entonces asumían las propuestas culturales del Partido Socialista. Este fue el caso de Julio V. González, quien para justificar su propuesta de creación de una universidad socialista proclamara:
Ha faltado la orientación bien definida, la observancia estricta de un ordenamiento racional de los conocimientos a difundir y el órgano adecuado para desempeñar la función. Las conferencias aisladas y la diversidad de temas, dispersan y esterilizan una actividad que requiere por sobre todo método. La experiencia propia y ajena que he procurado ofrecer en este trabajo, muestra hasta la evidencia que la cultura popular no rinde sus frutos, mientras no sea conducida hacia un fin social, mientras no se encuadre dentro de un punto de vista dado -el socialista-. (González, 1935, p. 363)
De esta manera, los escritos de Anderson Imbert, un intelectual que difícilmente hubiera podido sostener -como sucedía en el comunismo-6 que la literatura debía subordinarse a las proyecciones partidarias, encontraría también una dificultad desde su lugar específico ante el caso contrario, esto es, la casi nula orientación por fuera de cierta tradición partidaria apegada a la cultura europea decimonónica y al cambio de siglo.
4. Consideraciones finales
Como muchos escritores que en los años treinta adoptaron una participación más activa en la política argentina, Anderson Imbert abordó una serie de inquietudes vinculadas a la pregunta por el lugar específico del intelectual en la política. De allí se derivaba, como señaló ya Sylvia Saítta, una preocupación por la función del arte y las relaciones entre arte y sociedad que recorrió las intervenciones de numerosas figuras preocupadas en igual medida por los avatares de la política como por definir una forma de participar en estos desde su singular condición.
Del mismo modo que les sucedió a sus colegas, Anderson Imbert no pudo traducir esta preocupación en un programa explícito –algo que tampoco ocurrió en otros momentos de mayor politización del ámbito de la cultura (De Diego, 2001; Gilman, 2012)–, pero sí logró en ese camino amplificar aquella inquietud hacia terrenos que excedieran las posibilidades de una intervención inmediata desde el campo de las letras para ahondar en una búsqueda por el vínculo más profundo entre las ideas y las acciones sociales, entre la cultura y las creaciones humanas que, en último caso, daban cuenta del progreso espiritual de una sociedad.
En este sentido, su búsqueda se articuló con algunas de las preocupaciones centrales del socialismo argentino, para el cual la cultura era la herramienta decisiva de una transformación integral de la sociedad. Si debían ser los obreros portadores de la razón los que condujeran hacia una democracia moderna (Aricó, 1999), la formación de una cultura nacional que actuara como cuerpo orgánico del conocimiento y herramienta en el abordaje de la política era una tarea tan urgente como imprescindible (Guiamet, 2017).
Sobre este punto, las intervenciones de Anderson Imbert se explican también a partir de una marcada influencia idealista que lo llevaba a reivindicar un socialismo de orden metafísico y cuya principal manifestación debía producirse en el plano de la cultura. Sin embargo, la creencia de que la cultura debía funcionar como una esfera autónoma volvió muy compleja la organización de prácticas culturales en función de los objetivos de dicha “tendencia social”.
Esto no impidió que Anderson Imbert esbozara algunas pautas que pudiesen guiar una intervención desde las letras. El diagnóstico generalizado sobre la carencia intelectual del país lo llevó a reivindicar numerosas veces la necesidad de formar una cultura nacional sólida sobre la base de una mirada atenta a las problemáticas profundas del país. Aquella tarea por sí sola podía calificarse de “heroica” frente a la “incultura” del país o el “raquitismo intelectual” de los argentinos.
En el contexto de una marcada politización del campo literario, es posible sostener que la mayor originalidad de Anderson Imbert haya sido el modo en que vinculó aquellas preocupaciones con una mirada más profunda sobre la influencia de la cultura en las transformaciones sociales. Pese a que en la etapa posterior de su trayectoria como docente universitario en Estados Unidos el interés por la función social del escritor quedó relegada (Degiovanni, 2018, p. 163), coincidiendo con un abandono de la política partidaria activa, la reflexión por el vínculo entre literatura y cultura que cultivó en estos años se mantuvo en el centro de sus preocupaciones.
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Notas