Brito Alvarado et al.
!
!
Revista humanidades, 2024 (julio-diciembre), 14(2), e56397
Palavras-chave: literatura europeia, colonialismo, capitalismo, diferenciação cultural
1. Introducción: los monstruos desde la dimensión política, simbólica y social
Pensar en los monstruos desde una esfera de lo fantasioso es mezquino para el debate social.
Estas figuras poseen un repertorio de metáforas destinadas a reflexionar sobre una serie de
problemas que nos aquejan tanto en la dimensión individual como colectiva. Representan una cara
no visible de la sociedad, subordinados a un pensamiento anclado bajo la apariencia discursiva de lo
normal, lo anormal y lo marginal. “Por ello, el monstruo siempre implica la existencia de una norma: es
evidente que lo anormal solo existe en relación a lo que se ha constituido o instaurado como normal”
(Roas, 2019, p. 30).
Los monstruos forman parte de un concepto cultural amplio que ha trazado imaginarios colectivos
y formas simbólicas que dan sentido a sus relatos históricos y capturan los miedos sociales, lo que
permite recrear mitos y leyendas sobre estos de forma constante. La literatura los ha creado como un
simulacro narrativo estético, utilizado para describirlos desde una “hibridez” que presenta una realidad
tradicional y una insólita, configurando universos narrativos que son “sistemas de representación
metafórica y que intentan revelar las emociones ocultas detrás de las circunstancias cotidianas”
(Eudave, 2018, p. 11). Mientras tanto, la filosofía los presenta como un relato concreto, “que cuenta,
por un lado, el valor epistémico de lo monstruoso como categoría crítico-teórica alternativa a la
racionalidad dominante” (Moraña, 2017, p. 22), que posee la capacidad de tejer un nexo entre la ética,
la política y la religión, convirtiéndose en figuras únicas que no pueden ser capturadas por los criterios
normalizados y normalizantes.
El monstruo traza el límite social, no solo de lo que se considera moral, sino de las estéticas de lo
bello, de lo aceptable y permitido; es decir, cumple la función de demarcación, como lo hizo el salvaje
en su momento, en “la época medieval había prohijado a un hombre salvaje que, fuese como etapa de
sufrimiento y penitencia o como realidad monstruosa, proporcionaba a la sociedad un modelo anormal,
por decirlo así, de comportamiento” (Bartra, 1996, p. 291). De igual manera, Izaola y Zubero (2015)
sugieren que el bárbaro, el salvaje y el monstruo se caracterizan por no tener límites de acción, dicho
de otra forma, algo por fuera de la racionalidad humana. Los monstruos, antes de la modernidad, se
ubicaban al margen de las metrópolis, eran sinónimos de la periferia global y “habitaban en los confines
de la geografía conocida, con lo cual marcaban el umbral entre el mundo civilizado y el desconocido”
(Graham, 2002, p. 51).
La idea del monstruo ha sido objeto de estudio por diferentes pensadores a lo largo de la historia.
Foucault (2007) sostiene que su imagen combina elementos de lo imposible y lo prohibido, generando
una sensación de peligro. Esta idea se relaciona con la noción de lo anormal y aberrante, categorías
construidas y utilizadas en diferentes contextos históricos, sociales y culturales. Para Planella (2007),
Foucault establece tres categorías para ubicar y analizar a los monstruos: (1) el monstruo humano que
se enmarca en el ordenamiento jurídico y natural, y hace referencia a que esta figura, al provocar miedo,
irrumpe el orden social y jurídico, entremezclando lo imposible y lo prohibido; (2) el individuo que hay
que corregir, aquel que se destina a las técnicas de adiestramiento corporal y mental, con la finalidad