Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe

Vol. 19, No. 1, enero-junio, 2022

La excepción costarricense y las universidades estatales en el Bicentenario1

Intercambios y memorias (sección no arbitrada)

La excepción costarricense y las universidades estatales en el Bicentenario1

The Costa Rican Exception and the State Universities during the Bicentennial

A exceção costa-riquenha e as universidades estatais no Bicentenário

Víctor Hugo Acuña Ortega *
Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica

La excepción costarricense y las universidades estatales en el Bicentenario1

Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. 19, núm. 1, e48108, 2022

Universidad de Costa Rica

Desde la propia coyuntura de la independencia en 1821, surgió la idea de que Costa Rica era una comunidad política y social excepcional, representación social que ha llegado quizás ya bastante maltratada hasta el presente, es decir, hasta el año del bicentenario de la emancipación política del antiguo Reino de Guatemala, luego llamado América Central o Centroamérica. La hoy secular excepcionalidad de Costa Rica fue afirmada por propios y validada por extraños en un proceso que maduró a lo largo de las cuatro primeras décadas de vida independiente, primero como Estado dentro de la efímera Federación (1823-1838) y luego como República formalmente soberana. Desde la segunda mitad del siglo XIX, la diferencia costarricense se convirtió en una especie de sentido común, requisito para referirse a este país, y pasó a ser el fundamento de su identidad nacional.

Se debe advertir, en primer lugar, que la idea de diferencia o excepcionalidad es relativamente común en los procesos de invención nacional como lo muestran las nociones de American exceptionalism, en el caso de Estados Unidos, anclada en su viejo y siempre persistente Destino Manifiesto, la de Sonderweg, en el caso alemán, camino especial brillante y también tenebroso, o la de Exception française, que desde la revolución de 1789 –se pretende– esparce luces por el mundo. También se podría decir que desde inicios de su vida independiente Chile se presentó y fue percibido como un país diferente y modélico en el contexto de las repúblicas hispanoamericanas.

En segundo lugar, la idea de excepción asociada a una comunidad nacional es siempre, y no puede ser de otra forma, una puesta en contexto, un cotejo, una comparación en la cual la entidad singularizada pretende vestirse con sus mejores galas. En consecuencia, Costa Rica no es excepción ni en cuanto a la atribución ni en cuanto a la inevitable manera en que opera la fabricación de la especificidad. Así, este país es distinto en relación con su contexto inmediato, es decir, es diferente en comparación con sus vecinos centroamericanos y, hasta cierto punto, con el resto de los Estados latinoamericanos. El contraste es extremo en el caso de su vecino al norte del río San Juan. Como lamentablemente tantas veces se ha repetido: Costa Rica, el día, Nicaragua, la noche; cotejo del cual han derivado todas las invenciones xenofóbicas de ayer y de hoy en relación con nuestro vecino.

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Los atributos originales asignados a Costa Rica fueron: uno político, paz, orden y estabilidad; otro económico, división equitativa de la propiedad agraria y, por fin, uno étnico-racial, una población mayoritaria blanca o de origen europeo. Tales signos de identidad ya circulaban plenamente en la década de 1850, antes de la guerra contra los filibusteros, y en algún momento encontraron su formulación sintética en la expresión, llevada y traída ad nauseam, “la Suiza de la América Central”. Los atributos eran, en una especie de juego circular, simultáneamente descripción y explicación, aunque el étnico-racial era el que tenía mayor potencia causal, ya que las peculiaridades del país eran, supuestamente, consecuencia de la ausencia de población indígena, a diferencia de los otros países del Istmo, o de población de origen africano, por oposición a Panamá.

Conviene recordar que, aunque no todas las comunidades nacionales se piensan como ejemplares, no hay ninguna que no se considere única o dotada de atributos exclusivos, tal y como fue concebido por el filósofo alemán Herder en el momento en que se inventó la versión romántica de nación. No en vano las elites nicaragüenses del siglo XIX pensaban que su “destino manifiesto geográfico” era el llegar a tener un canal interoceánico, el cual sería su trampolín para su futura riqueza y prosperidad. Lamentablemente, la historia marcha por sus propios caminos, de modo que cuando locutores y comentaristas deportivos se refieren al “cuadro canalero”, todos sabemos que están nombrando al equipo panameño. La ilusión es persistente porque ha llegado hasta el presente, como es conocido, en los recientes delirios del actual régimen que subyuga a Nicaragua.

Se infiere que los atributos con que se arropan las comunidades nacionales tienen una historia y se modifican con el paso del tiempo. Así, por ejemplo, los labriegos sencillos de nuestro himno nacional o los labrantines que celebraba nuestro rector Carlos Monge Alfaro como fundamento antropológico de la Costa Rica excepcional ya no existen. De igual modo, en el siglo XIX, el país había encontrado el camino del progreso, gracias a sus abundantes tierras vírgenes, de cuya faz había que eliminar cuanto árbol fuera necesario. Hoy, el atributo más invocado de Costa Rica frente al mundo es su diversidad ambiental y su riqueza ecológica, de modo que ahora sus héroes ya no son más los volteadores de la montaña, como Juan Varela, el personaje trágico de la novela de Adolfo Herrera García, sino las personas que ofician de guardaparques y demás conservacionistas.

No es necesario agregar que en la actualidad sería muy políticamente incorrecto afirmar que la población costarricense es blanca y europea, pues ahora la versión oficial dice que somos con orgullo un país multicultural. Esto no obsta para reconocer que, a lo largo de la mayor parte de su historia, la identidad nacional costarricense ha tenido un núcleo racial, racializado o claramente racista expresado en la discriminación que han sufrido las poblaciones indígenas y las políticas de rechazo aplicadas a poblaciones inmigrantes consideradas indeseables, es decir, negros, chinos, judíos y también árabes.

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Así, surge la pregunta: ¿a cuáles factores atribuir la aparente excepcionalidad costarricense? Pero, antes es necesario preguntarse si los supuestos atributos diferenciadores han tenido algún fundamento empírico o alguna correspondencia con la realidad. Quizás habría que comenzar con el mito racial. Historiadores, demógrafos y genealogistas han mostrado que al final de la época colonial la población mestiza y mulata constituía la mayoría de quienes habitaban el Valle Central de Costa Rica, asiento principal de la ecúmene. No mencionemos las zonas periféricas como el Caribe, Talamanca y Guanacaste en donde la proporción de españoles de origen era ínfima.

Sin embargo, en el transcurso de las décadas posteriores a la independencia, en un acto colectivo de magia cultural e imaginaria esa población empezó a ser percibida como blanca por extraños y propios. Me pregunto si por un mecanismo superficial de comparación, los viajeros, en especial los europeos, que llegaban por el Pacífico desde Panamá o por el Caribe por el río San Juan, una vez traspasado el monte del Aguacate o el macizo del Poás, veían a las personas que encontraban más “claritas”, si me permiten el término. Véase que es muy posible que el blanqueamiento se haya beneficiado de una comparación prejuiciosa.

En relación con los otros dos atributos señalados, me parece necesario ver su evolución en el primer siglo de vida independiente. En 1821, el Valle Central de Costa Rica no era, claro está, una sociedad igualitaria y los criterios de casta y abolengo eran importantes para las así llamadas familias principales. Sin embargo, hay que reconocer que la masa de la población campesina era libre y no estaba sometida a relaciones de dependencia económica, jurídicamente sancionadas, como era el caso de las poblaciones indígenas del resto del Istmo. Su subordinación se basaba en lo que los historiadores hemos llamado relaciones mercantiles de intercambio desigual. Además, la población esclavizada era reducida y se desempeñaba en forma predominante en el servicio doméstico. Esta herencia colonial se mantuvo tras la emancipación de España; de modo que durante buena parte del siglo XIX las familias campesinas costarricenses tuvieron algún acceso a la propiedad de la tierra, gozaron de salarios crecientes y tuvieron la opción de colonizar la frontera agrícola. Por tanto, el signo de identidad atribuido tuvo alguna correspondencia con la realidad durante un lapso importante de la historia de la naciente república.

No habría que excluir fenómenos incipientes de movilidad social. Así como hubo un proceso de proletarización o de asalarización entre la población campesina a medida que el siglo XIX llegaba a su fin, hubo también procesos de ascenso social, que hasta el momento conocemos poco, mediante los cuales se formaron sectores medios gracias a un diploma obtenido en la Universidad de Santo Tomás o gracias a la circunstancia de ser una persona inmigrante, venida de Europa, de Estados Unidos, de Nicaragua, de El Salvador, de Colombia, de Panamá o de Cuba, que se había abierto paso exitosamente en la educación, en la prensa, en el comercio o en los oficios. También en el mundo del café hubo sectores medios que se consolidaron a la par de una masa creciente de jornaleros. Hasta en el sector bananero, monopolizado férreamente por Minor Keith hubo finqueros prósperos.

Por último, la atribución de tranquilidad y orden político correspondió casi totalmente a la realidad quizás solo tras la batalla de Ochomogo, de 1823, durante los gobiernos del primer jefe de Estado, Juan Mora Fernández, 1824-1833. Sin embargo, esos años fueron suficientes para que esa representación se mantuviese durante el siglo XIX, a pesar de pronunciamientos, periodos de inestabilidad política y de momentos graves como la ejecución de Francisco Morazán, en 1842, y los fusilamientos de Mora y Cañas en 1860. El atributo pudo esquivar la larga dictadura de Tomás Guardia, los gobiernos autoritarios de Rafael Iglesias e incluso el oscuro episodio del régimen de los Tinoco (1917-1919). La política en Costa Rica –se pensaba– era distinta de la de los otros países centroamericanos porque no había habido aquí guerras civiles prolongadas, ni recurrentes golpes de Estado. Además, las clases dominantes casi siempre manejaron sus conflictos dentro de parámetros que no demonizaban al adversario, ya que reconocían que sus disputas se situaban en una arena compartida, afín por intereses económicos, por ideas políticas y por redes de parentesco.

A inicios de la Primera Guerra Mundial, en vísperas del primer centenario de la independencia, en relación con los otros países centroamericanos Costa Rica presentaba algunas particularidades en el plano político que parecían ya estar bien consolidadas. En primer lugar, tenía un Estado que monopolizaba la violencia legítima y cuya autoridad no era puesta en entredicho por ninguna fuerza regional o local, social o política interna; posiblemente compartía ese rasgo con Guatemala y El Salvador, pero Nicaragua y Honduras no estaban en esa misma situación.

En segundo lugar, el Estado ejercía su dominio sobre una comunidad nacional convencida mayoritariamente de su excepcionalidad. La ciudadanía se vanagloriaba de un pasado glorioso reciente, es decir, la guerra contra los filibusteros que había fundado una memoria oficial cristalizada en héroes, monumentos y efemérides. El corazón de la nación era el Valle Central, pero ya se sentían como parte de ella las poblaciones de Guanacaste, aunque no así las comunidades indígenas de Talamanca, ni los grupos de afrodescendientes del Caribe.

En tercer lugar, imperaba un orden político con elecciones bastante competitivas y un marco institucional republicano, para emplear un término de la época, en el cual figuraba una clase política civil, el Olimpo, diferenciada de, aunque muy vinculada con, la oligarquía. En estas dos dimensiones, invención nacional y desarrollo político institucional, Costa Rica ciertamente era un país distinto de sus vecinos y así lo proclamaba.

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En consecuencia, si la diferencia costarricense era algo más que propaganda oficial es necesario formular algunas hipótesis sobre sus razones. No parece necesario detenerse en la supuesta explicación étnico-racial y hay que mirar hacia otros factores que permitan dar cuenta de las especificidades de la estructura social y del sistema de dominación política. Desde ya hay que reconocer que se trata de un resultado producido por múltiples factores, de los cuales, como irremediablemente ocurre en la historia y las ciencias sociales, pueden identificarse los necesarios, pero nunca los suficientes.

Quizás no haya que descartar las cuestiones étnicas no para volver sobre la quimérica pureza racial, sino para señalar que, dada su estructura social, en la historia de Costa Rica la disputa y la subordinación social han sido ante todo económicas; de modo que han prevalecido las luchas de clases sobre los conflictos étnicos. Es obvio que ese tipo de discriminación nunca ha estado ausente, pero el conflicto social dominante ha sido protagonizado por agentes que se reconocen en posiciones distintas en la estructura económica, es decir como clases; pero que dan por supuesto que comparten un terreno cultural común. Las fuerzas respectivas de los actores en disputa han sido obviamente asimétricas, pero no desproporcionadas. De este modo, se han visto obligados a negociar y por esa vía a encontrar la institucionalización del conflicto.

Aquí es donde adquiere toda su importancia y significado el que en mi opinión ha sido el gran protagonista de la historia de Costa Rica: el Estado. A diferencia de los otros países centroamericanos, Costa Rica logró formar y consolidar un Estado en forma temprana desde la época de Juan Rafael Mora, en la década de 1850. Como acertadamente, ha señalado Ciska Raventós, socióloga de la Universidad de Costa Rica, la sociedad costarricense históricamente ha sido una sociedad “estadocéntrica”. Eso parece bastante claro por lo menos desde la crisis de 1930; pero también es cierto para el primer siglo de vida independiente.

Dicho Estado fue algo más que una máquina represiva y de extracción de tributos; de modo que tuvo que dar cabida a las demandas de los grupos populares. Además, favoreció procesos de ascenso social tanto en las ciudades como en el mundo rural. No obstante, claro está, este Estado nunca se ha colocado por encima de los intereses de los sectores dominantes, tal y como se refleja, por ejemplo, en la estructura tributaria que siempre ha descansado en los impuestos indirectos o en los monopolios fiscales. También se expresa en su política fiscal de concesiones y exenciones, desde las ferrocarrileras y bananeras, otrora formalizadas en la figura del contrato-ley, pasando por los funestos CATS hasta nuestras contemporáneas zonas francas. En suma, la independencia del Estado frente a los intereses más poderosos siempre ha sido relativa.

Esta sociedad “estadocéntrica” mantuvo una relación peculiar con la Iglesia Católica. La casi totalidad de la población profesaba esa fe y no había una separación entre Iglesia y Estado. Sin embargo, en el siglo XIX dos obispos, Monseñor Llorente y Monseñor Thiel, fueron expulsados del país. Del mismo modo, en el momento álgido de las reformas liberales adquirió peso y poder un partido clerical y, ante lo que fue considerado un peligro, la elite política lo sacó sin miramientos de la competencia electoral. Es posible que esta relativa debilidad de la Iglesia frente al Estado, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX, sea causa y también consecuencia de que en Costa Rica no haya habido un conflicto entre liberales y conservadores, a diferencia de otros países centroamericanos.

En suma, ciertos patrones del conflicto social y cierta manera de existir y de operar por parte del Estado en la vida social darían cuenta de las peculiaridades de la historia de Costa Rica y darían fundamento a lo que es visto como su excepcionalismo. No se puede negar que la población costarricense se ha adherido fuertemente a sus mitos nacionales, pero la solidez y persistencia de la adhesión fue sostenible porque el Estado, en sus distintas etapas de evolución, tanto en el primer centenario como en el siguiente de vida independiente, fue capaz de suministrar algunos servicios básicos a la población, por ejemplo, la educación primaria. En suma, como los ticos se han creído blancos han pensado que tienen derechos o porque han gozado de derechos se han sentido europeos.

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Al llegar la década de 1920, mientras en Costa Rica, más del 70 % de la población era alfabetizada, en los otros países del Istmo más del 70 % de la población era analfabeta. También en esa misma época el Estado costarricense ya empezaba a tener un impacto visible en la provisión de servicios de salud para el conjunto de la población. Esas cifras son indicativas del tipo de aparato estatal construido en el primer siglo de vida independiente en el cual el peso de las fuerzas armadas estaba en declive y el lema, acuñado por Tomás Guardia, medio siglo atrás, “más maestros que soldados” tenía ya un núcleo de verdad. Además, esos liberales se mostraron tímidamente estatistas y fundaron el Banco Internacional de Costa Rica (hoy BNCR), el Banco Nacional de Seguros (hoy INS) y consolidaron el Ferrocarril al Pacífico como empresa pública.

No significa eso que Costa Rica fuese un país socialista, como dijo en un sorprendente arrebato el presidente León Cortés, expresión de su inquietud por la aparición de los comunistas en el paisaje político nacional. Por supuesto que no: Costa Rica era una sociedad desigual, atravesada por tensiones de clases y con grupos que empezaban a articular sus intereses materiales como la autodenominada “clase obrera” y los sectores de pequeños y medianos productores cafetaleros.

En el año del centenario de la independencia, el Teatro Nacional fue escenario de la representación simbólica de esas relaciones de clase en el baile suntuoso del 15 de setiembre en el que se exhibió ese grupo selecto de cafetaleros, comerciantes y políticos, acompañados de esposas e hijas, que la prensa y todo el mundo identificaba como “la gente de sociedad”, o como “la sociedad”, sin más, y, en contrapunto, en el baile que dos días después celebró la “clase obrera”, en el mismo lugar aprovechando la decoración de la gala del día 15. Como se ve, los de abajo eran conscientes de su lugar en la jerarquía social, pero imitaban a sus superiores.

Si aquella sociedad no era socialista, tampoco era incólume al paso del tiempo, a las usuras y desgastes que inevitablemente acumula. Así, tras un siglo de vida independiente, el Estado, el régimen político y la sociedad costarricense habían acumulado tensiones y contradicciones. El quinquenio 1914-1919 mostró que eran graves y profundas. La introducción del voto directo en el gobierno de Ricardo Jiménez fue expresión de la necesidad de ampliar las bases de legitimidad del sistema político; pero de ello se hizo caso omiso cuando en las primeras elecciones presidenciales en que se puso en práctica, ninguno de los candidatos llegó a la presidencia, sino una persona salida de una maniobra politiquera y de un malabar legal: Alfredo González Flores.

El personaje hizo un diagnóstico correcto de la situación, pero una evaluación errada de las condiciones para resolverla. Emprendió un programa de reformas, necesarias, pero inviables en términos de correlación de fuerzas, y con ello abrió un periodo de crisis de la “ejemplar democracia costarricense”, como así era llamada por algunos, que pasó por un golpe de Estado, una dictadura que violentó derechos ciudadanos y derechos humanos y, aún más, por la intervención de Estados Unidos. Así, la nación ejemplar y excepcional en aquella coyuntura empezó a parecerse mucho a cualquier otra “república bananera”.

En realidad, el mundo había cambiado. El culto del progreso que había sido cuna y norte del país y de su imaginario en su primer siglo de independencia, ya no suscitaba una veneración unánime y unos cuantos percibían sus costos. El país le había entregado una gran porción de su territorio a una gran compañía que, además se había apoderado de sus ferrocarriles. El grano de oro estaba en declive tanto por el descenso continuo de sus rendimientos como por la caída de los precios en el mercado internacional. En fin, al nacer el siglo XX, Costa Rica se había integrado en el sistema de estados clientes establecido por Estados Unidos en el Caribe y Centroamérica. No era –así decían algunos periodistas locales– un indigno protectorado al estilo de sus vecinos, Nicaragua y Panamá; pero era un Estado con una soberanía recortada, condición asumida por quienes se consideraban realistas, por pragmatismo y también por conveniencia, y condenada por quienes se autodenominaban nacionalistas o incluso antiimperialistas.

En aquellos años, apareció la así llamada cuestión social abanderada por círculos de obreros y artesanos, por el personal del magisterio, por empleados del comercio y la banca y por los pequeños y medianos productores cafetaleros. Las mujeres, por su parte, ascendieron al escenario político y social reivindicando las primeras formas del feminismo. En fin, todas esas fuerzas sociales encontraron voceros en círculos de intelectuales radicalizados que habían descubierto el socialismo y el anarquismo. Los conflictos y contradicciones eran múltiples: el Estado no satisfacía las nuevas demandas sociales, el régimen político tradicional liberal con sus viejos partidos personalistas no daba cabida a dichas demandas y muchos pensaban que la nación estaba en peligro por el ascenso del imperio estadounidense. Así se cerraba el primer centenario de la emancipación de España.

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Me he extendido en el primer siglo de vida independiente porque, como se ha visto, fue la época en que se echaron los fundamentos de nuestra vida contemporánea y también porque al llegar a su fin, dejó una agenda que ocuparía la historia del siguiente cuarto de siglo hasta su desenlace en la guerra civil de 1948. Aparentemente, con la llegada del gobierno de Julio Acosta, en 1920, la vieja república liberal retomó su marcha. Se impuso el perdón y olvido a los protagonistas de la recién pasada dictadura y se quedó en penosa deuda con Estados Unidos por haberle sacado a Costa Rica las castañas del fuego en la guerra con Panamá de inicios de 1921. Se introdujeron las primeras reformas sociales puntuales como la ley de la jornada de 8 horas, la ley de accidentes laborales y la ley del inquilinato y se empezó a hablar de fundar la Universidad de Costa Rica. Hasta apareció el Partido Reformista de Jorge Volio que no logró romper la hegemonía liberal. De modo que, al final, los locos veinte fueron los tiempos dorados de don Cleto y don Ricardo.

Pero todo lo que se había pospuesto tras llegar el primer centenario explotó de repente con la crisis de 1930. En esta nueva coyuntura, la vieja República liberal no alcanzó a sobrevivir por la presión de los comunistas y por el surgimiento de otras fuerzas sociales reformistas, socialcristianas y socialdemócratas. Los años de 1930 fueron, por así decirlo, el ensayo general de la década siguiente conocida por la reforma social y la guerra civil. Pero, quizás se ha perdido de vista que al finalizar el primer centenario los problemas ya estaban ahí y también algunas de sus soluciones. Posiblemente, aún no habían madurado o surgido las fuerzas sociales capaces de dar el salto o provocar la ruptura. En ese sentido, la década del cuarenta es hija de la década de 1920 y de lo que ella dejó inacabado.

Como sabemos, fue en esa época de reforma social que nació la Universidad de Costa Rica. Así, desde hace ocho décadas esta institución forma parte de la historia costarricense. Si en el primer siglo de vida independiente la institución universitaria no tuvo un papel estelar, en el segundo es imposible comprender este país sin reconocer su centralidad. La Universidad de Costa Rica y las otras universidades estatales fundadas en la década de 1970 fueron herederas de la tradición “estadocéntrica” costarricense y se insertaron en un nuevo proyecto que profundizó esa tradición con la reforma social y con la llegada de la llamada “segunda república”.

Aquellas personas que lideraron el proceso de cambio del Estado y la sociedad costarricenses a partir de 1940, comprendieron que el excepcionalismo estaba en crisis. No en vano nuestros rectores e historiadores, Carlos Monge Alfaro y Rodrigo Facio, vieron la historia de Costa Rica como una caída desde una edad idílica a fines de la época colonial, en la que reinaban los labrantines, la economía natural y un mundo igualitario, a un submundo de desigual reparto de la riqueza, de ineficiencia económica y de pérdida de la soberanía. En su opinión, los responsables de dicha caída habían sido los viejos políticos liberales, la trasnochada oligarquía cafetalera y el absorbente capital extranjero, encarnado por la United Fruit Company. Para salir de ese abismo el Estado liberal ya no servía y había que construir uno nuevo basado en principios técnicos y científicos que presidiera la marcha de la economía y de la sociedad. Ese Estado requería de una universidad para poder emprender tales tareas, las cuales solamente podría llevar a cabalidad si gozaba de plena autonomía y así lo estableció la constitución de 1949.

Aquel mundo idílico era irrecuperable, pero otro similar y mejor, según la visión tecnocrática de don Pepe Figueres y los socialdemócratas, podría ser construido y conducido por un Estado interventor que satisfaría las demandas de los pequeños y medianos productores de café, gracias a los créditos de la banca estatal y a las cooperativas; los obreros también tendrían sus derechos garantizados a condición de que se apartasen de las perniciosas voces de las sirenas comunistas y, en fin, el Estado abriría las avenidas de la movilidad social por medio de la ampliación de la enseñanza secundaria, la educación universitaria y el incremento del empleo en el sector público. También los viejos sectores oligárquicos y los nuevos sectores industriales y agrícolas se verían estimulados por un Estado que ponía la banca estatal a su servicio, tendía carreteras y electrificaba el país. Sin olvidar que ese Estado era generoso con las exenciones y olvidadizo con los impuestos, pagados principalmente por la masa de la población.

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Como se observa, este proyecto que fue exitoso hasta fines de la década de 1970 solo fue posible por la presencia activa de la Universidad de Costa Rica que formaba los profesionales que la sociedad requería y que progresivamente fue generando conocimiento en los distintos campos del saber a medida que la investigación empezó a ocupar un lugar tan relevante en su quehacer como la docencia. Es claro que la Universidad de Costa Rica y luego las otras universidades públicas han sido claves en los procesos de formación de élites políticas, empresariales, intelectuales, científicas y profesionales. Hasta la fecha casi todos los presidentes de la República del periodo posterior a 1960 han sido o graduados o docentes de la UCR; incluso muchos de los que ahora ofician como apóstoles de la religión neoliberal son personas con estas características.

También, muy conocido es el papel de las universidades públicas en su proyección en la vida de las poblaciones costarricenses mediante proyectos de investigación y acción social. Pocas comunidades del país no han sentido el impacto de la Universidad de Costa Rica en la salud pública, en el desarrollo rural y en otras dimensiones de su vida cotidiana y, por ejemplo, no serán muchas las personas que no sepan qué es y qué hace el Instituto Clodomiro Picado. Pero el impacto de mayor profundidad y más duradero de la Universidad de Costa Rica en el conjunto del territorio nacional ha sido la regionalización que ha permitido que la institución se acerque al lugar de residencia de sus potenciales estudiantes y a la vida de todas las regiones del país. Una política similar ha sido seguida por las otras universidades públicas. En fin, el quehacer universitario costarricense ha dejado su huella y proyectado su ejemplo en el contexto centroamericano.

Como espacio por antonomasia de pensamiento crítico y de imaginación de mundos mejores, la institución universitaria ha contribuido también de otras maneras a la democratización del país. La Costa Rica salida de la guerra civil era una sociedad conservadora, no solo políticamente por su arraigado anticomunismo, sino también por su estrecha moral. Frente a tal ambiente, las universidades públicas han sido laboratorios de experimentación cultural y vitrinas en donde nuevas agendas y reivindicaciones han aparecido, desde la cuestión ambiental hasta los derechos de las minorías étnicas, desde la emancipación femenina hasta la diversidad sexual. En estas instituciones han surgido cambios en el modo de vida que luego se han extendido por el conjunto del tejido social costarricense.

Todas las subjetividades imaginables y todas las tribus urbanas posibles han encontrado en estas universidades un vivero, un hogar y un refugio en el cual han podido expresarse por primera vez. La complejidad, la diversidad y la riqueza cultural de la sociedad costarricense actual son impensables sin el papel de estas instituciones. No parece necesario recordar que teatro, danza, música culta y artes plásticas son disciplinas profesionalizadas de alta calidad en el país, gracias a las universidades públicas y a otras instituciones del Estado costarricense. Es conocido que, en Centroamérica, Costa Rica ocupa un lugar aparte en el campo de la creación cultural. En suma, felizmente, la aldeana, filistea, mojigata, hipócrita y represiva sociedad costarricense de los años 1950 y buena parte de la década siguiente ha quedado en principio atrás; aunque, peligrosamente, en tiempos recientes ha dado muestras de querer renacer.

Al llegar la década de 1970, el modelo liberacionista había alcanzado sus límites. No en vano el segundo gobierno de Don Pepe tuvo por lema combatir la miseria extrema y el de Luis Alberto Monge de inicios de la década siguiente se propuso “volver a la tierra”. Sin embargo, un núcleo duro de pobreza se instaló en nuestra sociedad que ha llegado hasta el presente y el campesinado tico fue desapareciendo del horizonte real e imaginario de la nación. Además, a nivel internacional eran otros tiempos: guerras y revoluciones en Centroamérica, choques petroleros y final de los llamados “Treinta años gloriosos”, los que habían parido a los “baby boomers” y a su vanguardia cultural, los hippies.

Curiosamente, las décadas de 1970 y 1980 dieron un nuevo aliento a la diferencia costarricense frente a Centroamérica, ya que aquí se mantuvo la democracia electoral y no hubo revoluciones ni guerra. Aunque fue el momento del desprestigio del Estado interventor y de ascenso de los Chicago boys y de quienes se la pensaron mejor y cambiaron la chaqueta socialdemócrata por el evangelio de Milton Friedman. En este dominio también sobrevivió la excepción costarricense porque hemos tenido un “neoliberalismo a la tica”, con políticas de ajuste y de liberalización menos disruptivas que las aplicadas en otras partes del planeta. La economía costarricense cambió para bien y también para mal.

Además, es interesante constatar que en esos mismos años surgieron y se desarrollaron las otras universidades públicas y la nuestra se convirtió en una universidad en toda la extensión de la palabra con la maduración de sus programas de investigación y sus estudios de posgrado. De este modo, el desarrollo institucional de la educación superior pública hasta alcanzar los niveles de excelencia actuales ha ocurrido en el momento de declive del Estado interventor y de perpetua tensión frente a la puesta en marcha de las políticas neoliberales.

Como se dijo, desde la década de 1980, la sociedad y el Estado imaginados y puestos en marcha a mediados del siglo XX entraron en declive y ya tenemos más de cuatro décadas de tensiones y conflictos entre quienes se anuncian como el futuro, aunque vengan de un pasado muy antiguo, y quienes quieren salvaguardar este pasado reciente como garantía del porvenir. En tales conflictos, bien sabemos, las universidades públicas han sido protagónicas y han terminado convirtiéndose en el blanco continuo de quienes pretenden representar el futuro y dicen hablar en nombre de la equidad.

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Así hemos marchado en tiempos recientes hasta llegar al bicentenario con una Costa Rica caminando con un excepcionalismo renqueante: clases medias amenazadas y a la defensiva, campesinado en proceso de desaparición, trabajadores del sector privado carentes de la posibilidad de organizarse autónomamente para defender sus derechos laborales y sociales, la informalidad como la forma mayoritaria de ocupación de la población económicamente activa y unas clases dominantes cuyos sectores más astutos también se han acogido a una informalidad para poderosos, es decir, sociedades pantalla en paraísos fiscales. También dentro de las profesiones liberales es conocido que hay muchas personas que no tributan lo que les correspondería. Todo parece indicar que en la sociedad costarricense la idea de un destino común compartido se ha desvanecido como herencia y sobre todo como proyecto.

El golpe de la pandemia, a pesar de la innegable eficacia con la cual las autoridades de salud la han enfrentado, no ha suscitado esa búsqueda del interés común, sino que para los sectores de siempre ha sido vista como ocasión para desmantelar porciones enteras del Estado de bienestar con el argumento de la disciplina fiscal, en una coyuntura en la cual en el mundo desarrollado la respuesta ha sido enfrentar la crisis mediante un incremento colosal del gasto público. Evidentemente, enfrentamos otro round de este conflicto que viene desde los años 1980.

Veremos si este nuevo asalto sería el definitivo para la secular excepción costarricense. En todo caso, ya no se trata de mantener una ilusión identitaria, sino de refundar la sociedad costarricense sobre un nuevo sistema de derechos, inclusiones y también responsabilidades. No me compete decir lo que las universidades públicas deberían hacer. Sabemos que hay una agenda sesgada que se les quiere imponer. Pero estoy seguro, que a las universidades nos corresponde también reinventarnos en la época incierta que se abre tras esta pandemia. Esa reinvención requiere simplemente seguir siendo fieles a nuestros valores esenciales: la lucha por la excelencia académica y la lucha por la igualdad en nuestro seno, en donde hay muchas personas que sobreviven en la precariedad laboral. Pero, sobre todo, la lucha porque la sociedad costarricense siga persiguiendo tareas de democratización en todos sus ámbitos, apoyándose en nosotros como su instrumento de autoconocimiento y autocomprensión, gracias a nuestras competencias científicas y técnicas, y también a nuestras opciones éticas.

Para terminar, quiero referirme al futuro de la excepción costarricense. En primer lugar, parece evidente que dada la actual crisis global ambiental es ilusorio y sobre todo suicida seguir pensando a Costa Rica como una isla. Al contrario, nuestro desafío es sumarnos a las fuerzas y corrientes que a nivel planetario enfrentan estos retos tan dramáticamente manifestados en el momento presente. En segundo lugar, por esta misma razón no tiene sentido seguir siendo excepcionales por comparación, ya que, al contrario, en el largo plazo la prosperidad de Costa Rica va a depender del bienestar de los otros países centroamericanos. Por eso, un proyecto urgente para el tricentenario que pronto empieza a correr debería ser el encuentro de todos los países del Istmo en términos de democratización política, justicia social y sostenibilidad ambiental. Si así fuese, el réquiem por la excepción costarricense sería muy bien venido.

Vivimos una época en la que impera la dictadura del presente y la continua seducción del disfraz. Por eso, nos corresponde como universidad y como universidades públicas reencontrar el hilo rojo que nos lleva al pasado, a nuestras herencias, y el camino que nos conecta con el futuro. Es nuestra tarea imaginar otros mundos alternativos al actual, pero esto no es posible sin interrogar a nuestros pasados. Contrario a lo que algunas personas piensan no todos están abolidos y por eso nuestro futuro sigue estando abierto.

Notas

1 Lección inaugural 2021, Universidad de Costa Rica, 21 de abril de 2021. El autor agradece los comentarios a una versión preliminar de este texto realizados por Alexander Jiménez, Alberto Cortés, Crístofer Rodríguez y Sol Acuña.

Notas de autor

* Costarricense. Doctor en Historia, École de Hautes Études en Sciences Sociales, París, Francia. Profesor emérito de la Universidad de Costa Rica, San José, Costa Rica. Correo electrónico: vhacuna@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0002-4901-7407
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