Artículos científicos (sección arbitrada)
El Plan de Iguala como Ley fundamental del Estado mexicano independiente
The Plan of Iguala as a Fundamental Law of the Independent Mexican State
O Plano de Iguala como Lei Fundamental do Estado Mexicano Independente
El Plan de Iguala como Ley fundamental del Estado mexicano independiente
Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. 19, núm. 1, e48422, 2022
Universidad de Costa Rica
Recepción: 16 Agosto 2021
Aprobación: 17 Septiembre 2021
Resumen: En los orígenes del Estado mexicano como estado constitucional independiente no puede soslayarse que uno de sus pilares jurídico-políticos lo constituyó el Plan de Iguala suscrito por Iturbide el 24 de febrero de 1821 entendido, en el lenguaje de su época, precisamente como Ley fundamental lo que hasta ahora no se ha reconocido por motivos ideológicos. Se revisa el concepto de “Ley fundamental” y se concluye calificando a dicho proyecto político como una de las leyes o bases fundamentales de los orígenes del Estado mexicano independiente.
Palabras clave: México, Plan de Iguala, Agustín de Iturbide, Leyes fundamentales, Constitución.
Abstract: In the origins of the Mexican State as an independent constitutional state it cannot be ignored that one of its juridical-political pillars was the Plan of Iguala signed by Iturbide on February 24, 1821 understood, in the language of its time, precisely as a fundamental law which until now has not been recognized for ideological reasons. The concept of “Basic Law” is reviewed and concluded by qualifying this political project as one of the four fundamental laws at the origin of the independent Mexican State.
Keywords: México, Plan de Iguala, Agustín de Iturbide, Fundamental Law, Constitution.
Resumo: Nas origens do Estado mexicano como estado constitucional independente não se pode ignorar que um de seus pilares jurídico-políticos foi o Plano de Iguala assinado por Iturbide em 24 de fevereiro de 1821 entendido, na linguagem de sua época, precisamente como uma lei fundamental que até agora não foi reconhecida por razões ideológicas. O conceito de “Direito Básico” é revisto e concluído qualificando este projeto político como uma das quatro leis fundamentais na origem do Estado mexicano independente.
Palavras-chave: México, Plan de Iguala, Agustín de Iturbide, Leis fundamentais, Constituição.
Introducción
El 8 de abril de 1823, el restablecido primer Congreso Constituyente mexicano –plenamente desacreditado incluso para los firmantes del Plan de Casa Mata1 – emitió, una vez que el emperador Agustín I (1822-1823) había abdicado a la Corona imperial, un decreto que habría de ser célebre por haber roto con la forma monárquica de gobierno establecida en el Plan de Iguala, en los Tratados de Córdoba y en las Bases Constitucionales aprobadas por aquel primer congreso. Este decreto será una de las primeras piedras de la historia oficial mexicana construida a partir del establecimiento de la forma republicana de gobierno, el triunfo del liberalismo decimonónico y la consolidación de los gobiernos revolucionario-priistas del siglo XX. El decreto, en su artículo primero, estipuló que:
Jamás hubo derecho para sujetar a la nación mexicana a ninguna ley y tratado, sino por sí misma o por sus representantes nombrados según el derecho público de las naciones libres. En consecuencia, no subsisten el Plan de Iguala, tratados de Córdoba, ni el decreto [de] 24 de Febrero de 1822, por lo respectivo a la forma de gobierno que establecen y llamamientos que hacen a la corona; quedando la nación en absoluta libertad para constituirse como le acomode (Montiel y Duarte, 1871, tomo I, p. 241).
Se negaba así, la “absoluta libertad” con la cual el mismo Congreso, al instalarse aquel 24 de febrero del año 1822, había declarado solemnemente en las Bases Constitucionales su plena aceptación de la forma monárquico constitucional sancionada en el Plan Iguala y en el Tratado de Córdoba como uno de los principios jurídico-políticos torales del nuevo orden constitucional que habría de regir en el nuevo Estado independiente y soberano. Con esta aceptación, al decir de Tena Ramírez, aquellas Bases “consignaron como voluntad del Congreso los que habían sido compromisos entre Iturbide y O’Donojú” (Tena, 1964, p. 121). La contradicción que subyace en dicho decreto se puso de manifiesto de inmediato en su artículo 2º al reconocer la subsistencia de las Tres Garantías “por libre voluntad de la nación”, y “lo demás que contienen los mismos planes, tratados y decreto, que no se opongan al artículo anterior” (Tena, 1964, p. 121).
En consecuencia, este primer fallido Congreso Constituyente manifestó en dos ocasiones su voluntad, ambas en plena libertad pero no dentro del mismo ambiente y bajo circunstancias diferentes: una, el 24 de febrero de 1822, dotado de absoluta auctoritas, legitimidad democrática, y sin presión alguna; y otra, el 8 de abril del año siguiente, ya totalmente desprestigiado, sin la mínima auctoritas, incluso respecto de quienes en un principio lo defendieron, y presionado para que se disolviera, lo que ocurriría en medio del mayor descrédito (Tena, 1964, p. 147)2.
Lo que el decreto pretendió hacer fue negar parcialmente el carácter fundante o constituyente que asumieron los tres documentos antedichos en la génesis de la historia constitucional del nuevo Estado, junto con la vigente Constitución española de 1812; es decir, su naturaleza de Leyes fundamentales3 o constitucionales, bajo el argumento que el pueblo o, mejor, la “nación mexicana” no había gozado de libertad para aceptar la monarquía constitucional como la forma de gobierno propuesta por el Plan y el Tratado para aquel; libertad que, según el Congreso, ahora existía una vez caído el Imperio y su emperador. Como ha resaltado toda la historiografía sobre este tema, se abría así la exigencia –y no la mera posibilidad– de establecer la república como la única forma de gobierno. Semanas después sería este propio Congreso el que se decantaría por la República Federal antes de disolverse4. En síntesis, lo que ocurrió ese año de 1823 no solo fue la caída de la monarquía limitada sino la derrota definitiva del partido borbonista que habría buscado, primero, la Corona para un príncipe español de la dinastía reinante y, después, al rechazar España al Tratado de Córdoba, el retorno de la vieja Nueva España al dominio peninsular; factor que hizo imposible –entre otros– la estabilidad del Imperio de Iturbide. Menos trascendente durante el año de 1822, pero capital en 1823, fue la oposición que presentaron los republicanos, unidos transitoriamente a los borbonistas y verdaderos usufructuarios de la tremenda lucha de estos contra Iturbide (Montiel y Duarte, 1871, tomo I, p. 248)5. En menos de un año, las cartas habían cambiado de dueño y el destino del país se alejaría del programa propuesto en Iguala y Córdoba. Tendrían que pasar más de 40 años para que volviera a plantearse una opción similar.
Pasada la furia antiiturbidista y antimonárquica que caracterizó la historiografía liberal mexicana del siglo XIX, hasta cierto punto comprensible, la moderna historiografía comprometida con el trabajo científico y no con los discursos políticos partidistas brinda una perspectiva muy diferente a los hechos que llevaron a la promulgación del Plan de Iguala o Plan para la Yndependencia de la América Septentrional suscrito por el coronel del ejército novohispano D. Agustín de Iturbide (Valladolid, 1783-Padilla, 1824) el 24 de febrero de 1821, así como a la explicación de las ideas, propósitos políticos y aspiraciones que subyacen en dicho documento, y a la comprensión de su naturaleza esencialmente constitucional. En apariencia, y al tratarse de un documento político ampliamente conocido, se supone que es mucho lo que se debería saber acerca de dichos factores; sin embargo, aún no lo suficiente si se quiere comprender satisfactoriamente su verdadero significado dentro del proceso que llevó a la feliz consumación de la independencia mexicana, o, mejor dicho, al establecimiento del Estado mexicano independiente y soberano en septiembre de 1821.
El debate
Acerca del Plan de Iguala publiqué un ensayo hace ya algunos años (Arenal, 2002, pp. 93-119). Y hace exactamente 50 años, don Antonio Martínez Báez (Morelia, 1901-México, 2000) publicó su interesante ensayo sobre “El trasfondo constitucional del movimiento de Iguala” (Martínez Báez, 1971, pp. 11-19 y 1996, pp. 19-31). Seguido tres años después por la indispensable colaboración de don Manuel Calvillo (San Luis Potosí, 1918-México, 2009) al estudio del origen de la República Federal de 1824 (Calvillo, 1974, tomo I, pp. 63-76). Con ambas obras, a mi modo de ver, se llegó al cenit de la interpretación oficialista sostenida por la historiografía política mexicana de estirpe liberal y revolucionaria; esencialmente antiiturbidista y antimonárquica; opción que incluso consiguió evitar durante 60 años la publicación en español del ya por entonces clásico libro de Robertson sobre Iturbide publicado 20 años atrás (Robertson, 1952 y 2012).
Actualmente se pueden afirmar con seguridad conclusiones que hace décadas hubieran desconcertado o incluso escandalizado a esos y otros historiadores, como don Luis Villoro (Barcelona, 1922-México, 2014) (Villoro, 1967) y don Ernesto Lemoine (México, 1927-México, 1993) (Lemoine, 1994). La primera es que si bien el Plan se firmó por Iturbide el 24 de febrero de 1821, no se proclamó sino hasta cinco días después ante la población y las tropas de Iturbide acantonadas en la población de Iguala, en la Intendencia de México. La segunda, que Vicente Guerrero (Tixtla, 1782-Cuilápam, 1831), el líder insurgente, ni lo firmó ni tuvo parte en su redacción, si bien hubo de conocer sus principales puntos y manifestar su absoluta conformidad como resultado de la intensa y frecuente comunicación oral y escrita llevada a cabo por los enviados de ambos caudillos entre los meses de noviembre de 1820 y febrero de 1821. Obra principal y directa, pues, de Iturbide, como él mismo lo afirmó sin que nadie de sus contemporáneos lo contradijera o pusiera en entredicho, fue resultado, sin embargo, de diversas consultas previas a personas de su confianza, abogados, militares y eclesiásticos, entre los cuales no se puede negar que haya estado don Vicente. Tercera, hoy se puede asegurar que el programa político insurgente significado en la fórmula Chilpancingo-Apatzingán no fue contrario del todo al programa propuesto en Iguala-Córdoba; antes bien, el segundo aprovechó, sumó, corrigió y enriqueció al primero al proclamar la Unión entre criollos, españoles, asiáticos y africanos como una de sus garantías, si bien bajo la monarquía constitucional. Por último y más importante –al menos para lo que aquí nos ocupa– es que actualmente estamos dispuestos a aceptar que el Plan y los Tratados de Córdoba forman en su conjunto el fundamento constitucional del Estado mexicano independiente, como verdaderas “leyes fundamentales” o “constitucionales” –al decir de José María Gamboa (México, 1856-Océano Atlántico, 1911)– del mismo. Al hacerlo estaremos en la posibilidad de sostener con fundamento el carácter liberal y moderno, no reaccionario ni de Ancien Régime, de ambos documentos por postular la existencia de un nuevo Estado libre y soberano sujeto a una Constitución escrita moderna, si bien bajo la forma monárquica de gobierno.
Si en 1971 Martínez Báez analizó el trasfondo constitucional del movimiento de Iguala como propio de la insurgencia, en la actualidad, a 200 años del establecimiento del Estado constitucional mexicano, sabemos que este fue posible gracias a una estrategia independentista –única en su caso en América Latina– que se orientó hasta donde le fue posible hacia el respeto de la vigencia de la Constitución española de 1812, vigente entonces en todo el antiguo Virreinato de la Nueva España, conforme a lo establecido precisamente en Iguala y ratificado en lo convenido en Córdoba entre Iturbide y el último Capitán General del Reino de la Nueva España, don Juan O’Donojú (Sevilla, 1762-México, 1821). Por ello resulta importante destacar el contenido de ambos documentos como pieza fundante de un orden constitucional moderno a la par de la propia Constitución hispana y en tanto un congreso constituyente mexicano discutía y aprobaba la nueva constitución adecuada al nuevo Estado. Es decir, que el Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba deben considerarse –como de hecho lo fueron– los documentos básicos y primarios de dicho orden, o el auténtico y eficaz “trasfondo constitucional” del México independiente. Si bien no fueron constituciones propiamente dichas, su naturaleza sí fue constitucional; es más, constituyente, o, al decir del Abate de Sieyès (1748-1836), el célebre político, publicista y escritor francés, autor de ¿Qué es el tercer estado?, obra de un “poder comitente” que da origen a verdaderas “leyes fundamentales”, “leyes fundantes”, o, en términos de Gamboa, “leyes constitucionales” (Sieyès, 1993, pp. 36-38).
Así lo ha reconocido la inmensa mayoría de los historiadores de nuestras constituciones, comenzando con el primer constitucionalista mexicano, Juan María Wenceslao Sánchez de la Barquera (Querétaro, 1779-México, 1840), en sus Lecciones de Política y Derecho Público para instrucción del pueblo mexicano impresas en 1822, primer manual de derecho constitucional propiamente dicho escrito en México:
[A] Nosotros [se refiere a los mexicanos] en el tiempo intermedio a nuestra independencia, y la reunión del Congreso nacional, que es a quien pertenece dictar la Constitución y las leyes que de ella deben dimanar, nos ha servido de fundamento el Plan de Iguala y los Tratados de Córdova que dejando en su vigor la Constitución española, solo la han modificado en lo que se opone a nuestra situación política, mientras se sanciona la nuestra, que llevará el nombre que dicte la nación (Sánchez de la Barquera, 1991, pp. 68 y 69).
Y así lo confesó el propio Iturbide ante la Junta Nacional Instituyente durante la crisis del otoño de 1822:
Me propuse proveer para el primer Congreso, cuya existencia debía ser anterior a la Constitución, lo que ella proveerá para la institución de los Congresos futuros. Me propuse en suma se obrase en todo con sujeción a una ley anterior: que la ley de la voluntad general fuese superior a toda autoridad, y que esta ley fuese al mismo tiempo el apoyo y el vínculo de la confianza de la nación […] debemos procurar hoy que tenga cumplimiento lo que con este objeto se prescribió en el plan de Iguala, [...] la adhesión a él de la nación entera nos presenta la norma más segura de nuestras ulteriores operaciones (Diario, 1980, pp. 4 y 5).
Esa “ley de la voluntad general” se había manifestado al aceptar villas, ciudades y pueblos, tropa y oficiales, clérigos seculares y frailes, y corporaciones el Plan y el Tratado:
bastaría el voto uniforme que después ha manifestado la Nación con su adhesión al Plan de Iguala y Tratados de Córdova, para reconocer en todo el rigor de los principios de derecho público la ratificación más solemne de aquel Plan y tratados, y la aceptación más clara y formal de las garantías que en él ofrecí con el ejército (Diario, 1980, pp. 4 y 5).
Así lo había considerado la Junta Provisional Gubernativa al instalarse, “según previenen el Plan de Iguala y Tratados de la Villa de Córdova”, el 25 de septiembre de 1821 y establecer que tendría “todas las facultades que están declaradas a la Cortes por la Constitución política de la monarquía española, en todo lo que no repugne a los Tratados de la Villa de Córdova” y al jurar “observar las garantías proclamadas en Iguala” (Diario, 1980, pp. 4 y 5), y el mismo Iturbide en el discurso pronunciado en la ceremonia de instalación del Congreso constituyente, refiriéndose incluso al “voto” de las provincias:
Por fortuna está uniformado el espíritu de nuestras provincias; ellas espontáneamente han sancionado por sí mismas las bases de la regeneración, únicas capaces de hacer nuestra felicidad, y ya dan por concluida, conforme a sus votos, la constitución del sistema benéfico que ha de poner el sello a nuestra prosperidad (González, 1966, p. 7).
Y así lo reconoció y juró libremente el Congreso constituyente en las Bases Constitucionales del 24 de febrero de 1822 (Tena, 1964, p. 124).
La contundente respuesta a la pretensión del Congreso restablecido vendría, sin embargo, del propio Iturbide, que si bien aún residía en México cuando se expidió el decreto del 8 de abril, no le fue posible contestar sino hasta que estuvo residiendo en Liorna (Livorno). He aquí su largo pero inobjetable argumento contra una representación nacional que había permitido “que ninguna consideración debían tener [los diputados] al Plan de Iguala y Tratados de Córdoba, sin embargo, que juraron sostener uno y otro a su ingreso al santuario de las leyes, y no obstante que estas fueron las bases que les dieron sus comitentes”6:
Trataban con desprecio el Plan de Iguala, cuando no pudieron hacer otra cosa porque yo lo sostenía como la expresión de la voluntad del pueblo: falté, y ya no se contentaron con hablar, sino que procedieron a anular una de sus bases fundamentales usando de un sofisma: para anular el llamamiento de los Borbones, anular la monarquía moderada. ¿Qué conexión tiene uno con otro? En 8 de abril acordaron un decreto, cuyo tenor es a la letra como se copia en el documento 7 en el que se dice que no subsiste el Plan de Iguala y Tratados de Córdoba en cuanto a la forma de Gobierno y llamamiento que hace, quedando [la Nación] en plena libertad para constituirse; en efecto, ninguna fuerza tenían ya aquellos documentos con respecto a lo que anula el Congreso sobre el llamamiento de los Borbones; empero, su fuerza la perdieron no porque tal fuese la voluntad de la nación al conferir a los diputados sus poderes, sino porque el gobierno de Madrid no quiso ratificar el Tratado firmado por O’Donojú, ni admitir el llamamiento que de sus príncipes hicieron espontáneamente los mexicanos. El Congreso no debió decir que en ningún tiempo hubo derecho para obligar a la Nación mexicana a sujetarse a ninguna ley, ni tratado sino por sí misma o por sus representantes, etc. pues aunque la proposición aisladamente es verdadera, es falsísima refiriéndose al Plan de Iguala y Tratados de Córdoba: 1º porque uno y otro eran la expresión de la voluntad general de los mexicanos como ya dijimos en el Manifiesto; segundo porque los poderes que se les confirieron y el juramento estaban fundados en estos principios y apoyados en estas bases. Conforme al Plan de Iguala y Tratados de Córdoba se les dice por sus comitentes que constituyen el gobierno del Imperio bajo sus bases fundamentales. Si pues estas bases no estaban conformes a lo que exige el derecho público de las naciones libres, ¿de dónde les vino a los diputados formar Congreso, y a éste las facultades de legislar? Muchos de los decretos de aquel cuerpo están dictados con tan poco discernimiento como éste. Pudieron decir muy bien que el llamamiento de los Borbones era nulo porque ellos no lo admitieron; pero decir que en esta parte es nulo el Plan de Iguala y Tratado de Córdoba, es desatinar y es tocar al extremo de la ignorancia o de la malicia añadir que no pudo ser obligada la nación a establecer como base la clase de gobierno que se creía conveniente, por los mismos que al Congreso lo hicieron Congreso. Si hubiese sabido lo necesario la mayoría y obrado con honradez y buena fe, habría respetado el Plan de Iguala como el origen y cimiento del edificio7.
¿Más claro?, imposible. Apelando al sentido común el destronado emperador no requería de ninguna formación jurídica: ni la lógica, ni la coherencia, ni la fundamentación histórica ni la jurídica, y sí contradicciones evidentes y maliciosas, fruto de la fiebre antiiturbidista y de la urgencia por acabar con la monarquía constitucional para instaurar la república, caracterizaron, pues, el decreto del 8 de abril, pieza clave (si no es que la primera) en la fundación de la historia oficial mexicana.
El carácter constitucional del Plan de Iguala se reconocería décadas después al ser incluidos dentro de la primera recopilación de “leyes fundamentales” publicada en México: la Colección de Leyes fundamentales que han regido en la República Mexicana, y de los planes que han tenido el mismo carácter desde el año de 1821 hasta el de 1856 (Colección, 1856, pp. 6-13). Y así lo aceptarían destacados publicistas nacionales de los siglos XIX y XX, entre los cuales cabe destacar a Isidro Montiel y Duarte (Mérida, 1821-Toluca, 1892) (Montiel, 1871, tomo I, pp. 42-61), autor de la ya citada compilación Derecho Público Mexicano, Ramón Rodríguez Fernández (¿?-México, 1876)8, los ya mencionados Gamboa y Felipe Tena Ramírez (Morelia, 1905-México, 1994) (Tena, 1964 y 1937)9, Antonio Ramos Pedrueza (Parral, 1864-México, 1930) –quien fuera cesado por el rector de la Universidad, José Vasconcelos (Oaxaca, 1882-México, 1959), como profesor de la Escuela Nacional Preparatoria por sostenerlo hace precisamente un siglo–10 hasta llegar a la publicación por parte de la Cámara de Diputados en 1967 de la primera edición de los Derechos del Pueblo Mexicano. México a través de sus constituciones –donde Manuel Herrera y Lasso (San Luis Potosí, 1890-México, 1967) publicaría el último de sus ensayos dedicado al centralismo y federalismo (Herrera y Lasso, 1967, tomo I, p. 597); y Octavio A. Hernández (México, 1917-México, 1992) un poco a regañadientes aceptó que ambos documentos “marcan […] el trascendental momento de nuestra emancipación” (Hernández, 1967, tomo I, p. 87)– y a la moderna historiografía constitucional representada, a manera de ejemplo, por La formación del Estado mexicano11 coordinado por María del Refugio González y publicado en 1984 (González, 1984); México y sus constituciones de 1999, coordinado por Patricia Galeana (Galeana, 1999); México: un siglo de historia constitucional, bajo la coordinación de Cecilia Noriega y Alicia Salmerón de 2009 (Noriega y Salmerón, 2009, pp. 31-92); Historia mínima de Las constituciones de México de Fernando Serrano Migallón de 2013 (Serrano Migallón, 2013, pp. 99-119); y Una historia constitucional de México de José Luis Soberanes Fernández publicado en 2019 (Soberanes Fernández, 2019, tomo I, capítulo V), entre otros autores; sin que hayan faltado detractores a esta conclusión, sobre todo después de que la Revolución consagrara su tesis oficial acerca de Iturbide12, y algunos recientes autores y obras especializados que han soslayado el tema13.
Un último aspecto conviene subrayar una vez más por su trascendencia geográfico-política: el Plan y el Tratado fueron documentos que convocaron para la formación de un nuevo Estado bajo la denominación y naturaleza de un nuevo Imperio. De aquí el llamado para su aceptación formulado a las vastas entidades políticas distintas entre sí de lo que entonces se denominaba la América Septentrional: el Reino de la Nueva España propiamente dicho, la Audiencia y Reino de Nueva Galicia, las Comandancias de Provincias Internas tanto de Oriente como de Occidente, y la Capitanías Generales de Yucatán y de Guatemala, al margen de la adhesión y juramentación por parte de pueblos, villas, puertos y ciudades de cada una de aquellas, lo que les daría a ambos documentos constitucionales no solo la paternidad de dicho Imperio sino la posibilidad de cohesionarse bajo un nuevo centro de poder político y evitar de esta forma el inminente proceso de fragmentación que caracterizó la formación de todas las naciones latinoamericanas con motivo de sus respectivas “independencias”. Cuando Guatemala se separe del resto de México dejará incluso a Chiapas como parte de México. Triunfo geopolítico inobjetable también del programa político de Iturbide del que sabrá aprovecharse la Constitución de la República federal14.
Conclusión
Reconocer el carácter jurídico-constitucional fundante o fundamental del Plan de Iguala y del Tratado de Córdoba no es banal, porque para cierta historiografía, orientada por intereses norteamericanos, su rechazo o negación constituye el argumento principal para predicar que con ambos documentos México no obtuvo su independencia absoluta sino una mera autonomía; habiendo sido, por el contrario, la adopción del republicanismo y la consecuente promulgación de la Constitución Federal de 1824 el hecho capital constitutivo de la independencia absoluta del nuevo Estado. No hay duda de que con esta opinión los norteamericanos y sus historiadores afines llevan agua a su molino, pero desde sus filias republicanas evidencian su total desconocimiento del significado y funcionamiento de las monarquías constitucionales europeas, tanto de las de entonces como de las actuales. Interpretación que desconoce los requisitos que Fernández de Lizardi (México, 1776-México, 1827) exigiera para la cabal independencia y libertad y que el programa Iguala-Córdoba supo satisfacer:
Toda independencia que se os proponga, sin reconocer la soberanía de la nación, la libertad individual del ciudadano, su igualdad ante la ley, la libertad de imprenta, la extinción del tribunal llamado de la Fe, y la facultad de instalar vosotros vuestras leyes, no es independencia, no lo es, ¡vive Dios!15.
Cabe, en consecuencia, repetirlo una y otra vez: México se independizó plenamente de España –o si se quiere, México nació como Estado absolutamente independiente de esa y de cualquiera otra nación– como consecuencia de lo establecido en el Plan de Iguala y en el Tratado de Córdoba que lo ratificó y lo complementó; y que ambos pusieron las bases constitucionales propias y originales16 del nuevo Estado: Independencia, Religión y Unión; forma monárquica limitada de gobierno, constitución propia y ad hoc a la Nación mexicana, igualdad jurídica entre todos los habitantes del Estado, y bajo la denominación y estructura de un Imperio con visos claramente federales. Además, en esos documentos, el nuevo ente político soberano se dio a sí mismo nombre –el de su ciudad capital–, bandera y escudo; contó desde entonces con ejército propio, con autoridades legítimas y continuó dentro de un orden jurídico vigente que fue respetado, si bien bajo un natural y lógico proceso de reformas17.
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Notas
Notas de autor