Número temático (artículos científicos) (sección arbitrada)
“Gambusinos del México moderno”: Cancún y la frontera Caribe como bisagra del relato nacional
“Gambusinos del México moderno”: Cancun and the Caribbean Border as a Joint for the National Narrative
“Gambusinos del México moderno”: Cancún e a fronteira caribenha como um elo da narrativa nacional
“Gambusinos del México moderno”: Cancún y la frontera Caribe como bisagra del relato nacional
Cuadernos Inter.c.a.mbio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. 20, núm. 2, e57036, 2023
Universidad de Costa Rica
Recepción: 20 Marzo 2023
Aprobación: 17 Agosto 2023
Resumen: En el siguiente artículo, presento una versión alternativa de la historia de Cancún que intenta rebasar el discurso del enclave extranjerizante de turismo de sol y playa, a partir de explorar las implicaciones que el proyecto tuvo para la soberanía nacional como último frente pionero en la “conquista del Este”. A través de un cruce de fuentes primarias y secundarias, propongo una etnografía de la historia de Cancún, que va de la implementación del proyecto y los primeros años de la ciudad (1968-1977) hasta las coyunturas que marcaron, en adelante, la construcción de un presente histórico ad hoc. El objetivo es entender cómo este emblema del turismo internacional negocia su identidad local a través de reclamar pertenencia a la nación y al Caribe, sin por ello desestimar el nativismo pionero erigido como su mito fundacional. Esto permite vislumbrar hasta qué punto, la invención de este nuevo Caribe mexicano, desestabiliza o reactualiza las fronteras del relato nacional.
Palabras clave: Ciudad nueva, soberanía, migración, historia, identidad nacional.
Abstract: In the following article, I present an alternative version of Cancun’s history that attempts to go beyond the discourse of the foreign enclave of “sea, sun and sand” tourism, by exploring the implications that the project had for national sovereignty as the last pioneering front in the “conquest of the East”. Through a cross-referencing of primary and secondary sources, I propose an ethnography of the history of Cancun, ranging from the implementation of the project and the early years of the city (1968-1977), to the junctures that marked, onwards, the construction of an ad hoc historical present. The objective is to understand how this emblem of international tourism negotiates its local identity by claiming belonging to the nation and the Caribbean, without disregarding the pioneering nativism erected as its foundation myth. This allows us to glimpse to what extent the invention of this new Mexican Caribbean destabilizes or updates the borders of the national narrative.
Keywords: New towns, sovereignty, migration, history, national identity.
Resumo: No artigo a seguir, apresento uma versão alternativa da história de Cancún que tenta ir além do discurso do enclave estrangeiro de turismo de sol e praia, explorando as implicações do projeto para a soberania nacional, entendido como a última frente pioneira na “conquista do Leste”. Através de um cruzamento de fontes primárias e secundárias, proponho uma etnografia da história de Cancún que vai da implementação do projeto e os primeiros anos da cidade (1968-1977) às conjunturas que marcaram, a partir de então, a construção de um presente histórico ad hoc. O objetivo é entender como esse emblema do turismo internacional negocia sua identidade local, afirmando pertencer à nação e ao Caribe, sem descartar o nativismo pioneiro erigido como seu mito fundador. Isso nos permite vislumbrar até que ponto a invenção desse novo Caribe mexicano desestabiliza ou reatualiza os limites da narrativa nacional.
Palavras-chave: Cidade nova, soberania, migração, história, identidade nacional.
Introducción
En 1968, el Banco de México lanzó un Programa Integral de Infraestructura Turística (Memorándum 1, 1974-1977) destinado a convertir al país en una potencia en el rubro mediante el aumento de la inversión pública en infraestructura en zonas costeras específicas. Los cuatro propósitos principales del programa eran: “fomentar la creación de nuevas fuentes de empleo”, “promover el desarrollo regional”, “mejorar y diversificar los centros de atracción turística del país”, e incrementar en el corto y mediano plazo “los ingresos de divisas en la cuenta corriente de la balanza de pagos”. Así, el impulso principal de dicha iniciativa se orientaba a desarrollar principalmente “zonas con potencial turístico donde [existiera] una importante población rural o semi-rural de bajos ingresos, con pocas o ninguna alternativa viable para el desarrollo de otras actividades productivas” (Memorándum 1, 1974-1977, pp. 5-6). La estrategia económica se pensó desde el inicio como una mezcla de fondos públicos y privados, de la mano de instituciones financieras internacionales como el Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) (Memorándum 1, 1974-1977, p. 40). El programa buscaba estimular el flujo masivo de turismo extranjero hacia centros turísticos potenciales con amplia concentración de inversiones privadas en instalaciones turísticas (Memorándum 1, 1974-1977, pp. 26-28).
En este sentido, el Banco de México llevó a cabo estudios de factibilidad en varias regiones que cumplían con los criterios citados, entre las cuales destacaban las costas de Guerrero, Oaxaca, Baja California Sur y Quintana Roo. Las dos entidades seleccionadas fueron Quintana Roo y Guerrero, en donde se promovería la creación de los dos primeros centros turísticos del programa: Cancún e Ixtapa-Zihuatanejo, respectivamente (Martí, 1985, pp. 15-18). Además, para agilizar este giro en la política pública, el Estado mexicano se dio a la tarea de crear, en junio de 1969, el Fondo de Promoción de Infraestructura Turística (INFRATUR), convertido en 1974 en Fondo Nacional de Fomento al Turismo (FONATUR), un órgano centralizado con capacidades ejecutivas y de coordinación que funcionaba como un “fideicomiso del gobierno federal constituido en el Banco de México” (Dondé y Turrent, 2009, p. 38), y que ha sido calificado como “el replanteamiento gubernamental más relevante en materia de turismo del siglo XX” (Macías, 2009, p. 244). El primer proyecto en dar arranque sería Cancún en la esquina Caribe de México (Memorándum 2, 1974-1977) que, con la venia federal y un préstamo del BID (Memorándum 3, 1974-1977), se convertiría en hito de los polos turísticos de playa levantados en algunos de los rincones más alejados del territorio nacional.
Cancún nacería a principios de 1970 bajo el fulgor de la invención del paraíso, como un destino para el turismo internacional, construido (casi) desde cero, con un plan maestro modernista y proyectado en términos económicos como un “polo de desarrollo regional” al estilo de la época. Durante sus dos primeras décadas de vida, la ciudad crecería más bien bajo un modelo de enclave donde el turismo, como nueva forma de “plantación” (Arnaiz y César, 2009, p. 243), generaría una gestión altamente diferenciada del territorio y los recursos, con respecto a la región. En este sentido, la migración sería explosiva y, aunque el anhelado efecto cascada del desarrollo regional nunca llegó (García, 1979), el polo turístico se convirtió en uno de los principales amortiguadores de las problemáticas socioeconómicas del sur y sureste del país. Detrás de su cara como proyecto económico, Cancún obedeció a motivos geopolíticos ligados a la soberanía nacional en esta frontera donde, a pesar de 80 años de políticas de ocupación, el Estado seguía teniendo poca presencia. Se trata de una serie de implicaciones que explican el arribo –en plena Guerra Fría– de un nuevo frente pionero a la región. No obstante, tales implicaciones han sido constantemente relegadas a un segundo plano tanto por promotores como por estudiosos del fenómeno Cancún.
Apenas medio siglo después, Cancún es una ciudad próxima al millón de habitantes que, en efecto, se ha convertido en “el centro turístico más importante de México” (Sosa y Jiménez, 2012, p. 83). Al ser una de las caras más visibles del país en el extranjero, ha reconfigurado la frontera Caribe, transformándola en puerta de entrada al territorio nacional, a través de consolidar un importante puerto aéreo internacional. Según diversos rankings, ha ostentado por años consecutivos hasta 2019, el primer lugar de los destinos más visitados de América Latina y el Caribe (por el número de visitantes internacionales que pernoctan). Asimismo, Cancún sería levantado en Quintana Roo, una entidad creada en 1902 como territorio federal, justamente para delimitar y salvaguardar la escasamente poblada frontera oriental de México, y que, por su condición de aislamiento, había batallado durante todo ese tiempo para justificar su existencia administrativa y afirmar su mexicanidad. El auge del turismo de playa como nueva política pública, se dio en un momento clave de la búsqueda de identidad territorial quintanarroense, donde el anclaje con el relato nacional estaba vinculado a su definición como cuna del mestizaje y del encuentro de dos mundos, y heredero de la cultura maya ancestral. En este sentido, parecía que Cancún, como punta de lanza del progreso, no tenía cabida en un Quintana Roo autoproclamado como raíz de México. Entre otros factores, esta paradoja derivó, desde un inicio, en dilemas en torno al arraigo y la identidad de esta nueva localidad, tan diferente a otros lugares del panorama regional y nacional.
En los últimos años, es común escuchar a los locales decir que Cancún es “otra historia”, pero que también es México. Al haberse ganado un escaño en la memoria turística global, es usualmente objeto de estereotipos que no permiten entrever a otros “Cancunes”, realidades a ras de suelo de ese nuevo Caribe mexicano cuya diversidad no cuadra ni con los rasgos más conocidos del Caribe histórico-cultural, ni con los lugares comunes de la identidad mexicana. Mi objetivo en este artículo es hurgar en el archivo del tiempo cancunense para analizar, desde la lente de una etnografía histórica, la construcción de este Caribe, no solo como una marca anacrónica de exportación, sino como un lugar que busca también inscribirse en el tiempo histórico mexicano. ¿Cuándo surge la memoria de un origen común? ¿En qué se basa la semilla de su identidad local? ¿Cómo comienza a negociar su lugar en la historia de la región? ¿Es Cancún una bisagra del relato nacional que abre un nuevo diálogo entre México, la península de Yucatán y el Caribe, más allá del halo de estandarización que lo caracteriza? Me interesa entender las formas mediante las cuales Cancún empezó a gestar y gestionar su identidad apenas unos años después de su creación, tomando como hilo conductor la retórica del frente pionero, la conmemoración de un origen y la producción social de un nativismo. Mi premisa es que, en la medida en que Cancún negocia su pertenencia a México y al Caribe, sin desestimar el nativismo pionero que erigió como su mito fundacional, logra desplazar las fronteras del relato nacional.
En este texto, en un primer momento, arrojo luz sobre los antecedentes geopolíticos de la creación de Cancún que nos permiten descentrar la imagen del polo turístico como un mero proyecto extranjerizante, y ver desde otro ángulo la mítica del frente pionero como una avanzada de soberanía nacional. En un segundo momento, expongo los pormenores del salto del proyecto a la realidad, aquellos primeros años de construcción de la ciudad en los que fue pasando del plano al terreno. Por último, exploro los dilemas que enfrentó la incipiente sociedad cancunense en torno la construcción de un arraigo local, durante su segunda década de vida en los años 80.
El Proyecto Cancún y la última frontera mexicana
Cuando los técnicos del Banco de México encargados de hacer los estudios de factibilidad del proyecto llegaron a finales de la década de 1960, encontraron una región con baja densidad poblacional y un patrón de asentamiento polarizado y disperso, escasa industrialización y una economía de enclave basada en la explotación de henequén, chicle, maderas preciosas y copra (pulpa de coco), es decir, “monoproducciones destinadas al mercado externo” (García, 1979, p. 78) que por décadas habían mantenido a la península más integrada a los circuitos del capitalismo internacional que a la economía nacional. Quintana Roo, por su parte, era un territorio federal carente de infraestructura y prácticamente incomunicado por tierra, donde la mayor parte de la población urbana era insular y cultivaba un estilo de vida más ligado a Belice y al Caribe, como producto de intercambios comerciales históricos por vía marítima. Todas estas condiciones habían mantenido a la región en un franco aislamiento con respecto a la nación hasta bien entrado el siglo XX. En esta primera parte, exploro las condiciones geopolíticas que motivaron, más allá de las razones económicas, la elección de esta región del país para la construcción de un primer centro turístico integral. Asimismo, intento escudriñar cómo fue que este rincón de la frontera Caribe pasó de ser un lugar inhóspito a una réplica del paraíso, bajo una retórica comercial que, al crear una marca turística anacrónica, tendía a minimizar el peso específico que la política turística tenía para la soberanía nacional.
La selección de Isla Cancún: frente pionero y vacío oficial
El lugar elegido para la construcción del complejo turístico en la costa norte de Quintana Roo fue la isla de Cancún, una “franja de tierra comprendida entre Cabo Nizuc y Cabo Cancún, localizada a unos 8 kms. de Puerto Juárez” (Memorándum 1, 1974-1977, p. 33), casi frente a Isla Mujeres. Además de la justificación socioeconómica que alentaba a implementar un polo de desarrollo en la zona, los estudios de factibilidad se encargaron de mostrar las ventajas comparativas del sitio mediante la aplicación de cálculos detallados sobre factores físicos, geográficos y mercadológicos. En términos físicos, las características de las playas (color del agua y de la arena) resultaban sobresalientes, al igual que las condiciones climáticas (días soleados al año, temperatura promedio, vientos). En términos geográficos, la ubicación de Cancún, casi en tierra firme, resultaba estratégica por la existencia de una carretera a escasos kilómetros que facilitaba el suministro de servicios y reducía el costo del transporte, así como por la viabilidad de construir un aeropuerto internacional, la proximidad a sitios arqueológicos mayas (Chichén Itzá, Tulum), la posibilidad de construir una zona hotelera apartada de centros urbanos, y los pronósticos de crecimiento y diversificación a largo plazo sobre el litoral quintanarroense (Memorándum 1, 1974-1977, p. 34; Memorándum 2, 1974-1977, p. 60). Por último, los estudios de mercado mostraban que la distancia de vuelo a los centros de población emisores de turismo (sobre todo en la costa este de Estados Unidos) era comparativamente mejor a la de varias islas del Caribe, como Jamaica, República Dominicana, Barbados, Martinica y Bahamas, lo cual arrojó estimaciones positivas sobre el número de visitantes potenciales.
Desde otro ángulo, para los técnicos del Banco de México, esa franja de tierra no era más que una isla desierta en uno de los rincones más inhóspitos y peor comunicados de la frontera Caribe de México. La isla se ubicaba a escasos kilómetros al sur de Puerto Juárez y Colonia Puerto Juárez, dos pequeños asentamientos localizados sobre la carretera que venía desde Mérida hasta el muelle para cruzar a Isla Mujeres. Según el censo realizado por el Banco de México para el BID, la población total de la zona ascendía a 120 habitantes, 95 asentados en Puerto Juárez, 22 en la Colonia Puerto Juárez, y tan solo tres en Isla Cancún. No obstante, los documentos del proyecto y las crónicas oficiales coinciden en describir a la zona como “tierra de nadie”. En la crónica que el periodista Fernando Martí realizó en 1985, por encargo de uno de los gerentes del Proyecto Cancún, Antonio Enríquez Savignac, titulada Cancún, fantasía de banqueros: la construcción de una ciudad turística a partir de cero, se narran las primeras incursiones de los banqueros en tierra incógnita: cómo sobrevuelan el área en avioneta hasta que ubican su blanco en “esa finísima lengua de tierra con forma de 7”, para después internarse en ella. Se trata de un relato donde las bondades estéticas contrastan con las condiciones infernales del medio ambiente, y donde la población es descrita como empobrecida y la infraestructura como precaria o casi inexistente (Martí, 1985, pp. 18-22).
Así, tenemos que son dos los elementos técnicos y discursivos que acentúan la noción de vacío como estrategia de colonización. Por un lado, las crónicas oficiales comunican la idea del lugar inhóspito, la invención de un vacío demográfico (Macías, 2004, p. 11) que privilegia la incoación del enclave y de su mito, el turismo internacional, como “nuevo frente pionero” (Gormsen, 1989) a nivel nacional, así como de sus promotores como iniciadores de una nueva era, “rompedores de mitos”, un discurso apologético que las instituciones responsables del proyecto se encargarían de perpetuar en biografías posteriores (Dondé y Turrent, 2009; Fondo Nacional de Fomento al Turismo, 2010). Asimismo, la estrategia de selección de Isla Cancún es presentada como producto de una computadora, de la mano invisible de la tecnocracia, a través de estudios que justifican su “vocación de paraíso” (Martí, 1996, p. 33). Ambos factores imponen de alguna forma la negación de lo existente y contrarrestan los factores geopolíticos que había detrás del proyecto. Consciente de esta aseveración, el periodista historiográfico local, Francisco Verdayes, opina que “pioneros de Cancún ha habido muchos” (F. Verdayes, comunicación personal, 28 de abril de 2018). En su crónica de la zona, titulada Cancún antes de Cancún (2010), sugiere la existencia de varias “oleadas de cancunenses” anteriores a la de los tecnócratas turisteros de finales de la década de 1960. Cancún no existía como asentamiento, pero la toponimia sí, por lo cual esto que parece un anacronismo puede ser leído como una suerte de resistencia ante la idea de la invención del paraíso. En su obra, da cuenta de todas las etapas de ocupación de la costa norte de Quintana Roo, desde la época prehispánica hasta la llegada del Banco de México en 1968, recordándonos al mismo tiempo que, en efecto, el Proyecto Cancún se inscribía dentro de la “última oleada de colonización” implementada por el Estado mexicano en la zona, desde los tiempos del porfiriato (Verdayes, 2010, p. 7). ¿Cuáles fueron, entonces, las demás razones geopolíticas y económicas detrás de la decisión de privilegiar un primer proyecto turístico aquí?
La frontera Caribe de México y la llegada de los “turisteros”
El territorio del actual Quintana Roo ha sido frecuentemente imaginado como un “ámbito vacío” (Bartolomé, 2001, p. 107) en el espacio nacional. La historiografía regional se ha dedicado a historiar esta condición que se remonta a los tiempos mismos de la conquista, en que el oriente de la península de Yucatán era catalogado como un lugar inhóspito donde ningún intento de asentamiento prosperó por mucho tiempo (Bracamonte, 2004). Con el estallido de la Guerra Social Maya (o Guerra de Castas) en 1847, los mayas rebeldes (cruzoob) hicieron de los bosques del centro y sur de la península su bastión militar, desde donde contrabandeaban, a cambio de armas, la riqueza forestal de la zona con los ingleses de Belice, obligando a la población mestiza a replegarse hacia las islas (Mujeres y Cozumel) que, por entonces, se hallaban despobladas (Villalobos, 2004). La Guerra de Castas sería considerada por Porfirio Díaz como el “último obstáculo para la integración de México” (Careaga, 2000a, p. 46), por lo que en aras de extender la “frontera de civilización”, dio pie a una misión colonizadora que tenía como fin pacificar a los mayas, frenar los intereses coloniales ingleses, fijar población, explotar fiscalmente la zona y proteger la soberanía nacional en una frontera que había estado en la mira constante de las potencias extranjeras desde la independencia en 1821 (Careaga, 2000b). Esta oleada de colonización dio como resultado la capitulación de la guerra y la creación en 1902 del territorio federal de Quintana Roo, sobre toda la franja oriental de la península que había servido de refugio a los cruzoob. A partir de entonces, el Estado mexicano seguiría llevando a cabo esfuerzos a lo largo del siglo XX para ocupar esta “frontera olvidada” (César y Arnaiz, 1998). A cada uno de estos esfuerzos le correspondería una noción de vacío específica para refuncionalizar económicamente a la región. Después de aquella primera oleada de finales del siglo XIX, vendría una segunda con el reparto agrario en la década de 1930, y una tercera en la forma de planes de expansión productiva en los años 50.
La apertura de la frontera turística en los años 60 no era, en este sentido, un proyecto aislado. A finales del decenio anterior, la caída en los precios del henequén y del chicle, tras la Segunda Guerra Mundial, tenía en franco declive a las economías monoexportadoras más importantes de la región. Asimismo, el paso del huracán Janet en 1955 había devastado la economía de la copra y de la caoba, contribuyendo con ello al abandono de la costa oriental de la península. La necesidad de refuncionalizar económicamente y de fijar población en esta región de frontera, llevó al gobierno federal a aplicar planes de expansión productiva, entre los cuales destacaron la creación de una cooperativa de industrialización maderera, políticas de fomento a la pesca en las costas, programas de colonización dirigida orientados a la creación de nuevos centros de población ejidal (NCPE) a lo largo del territorio (Fort, 1979; Mendoza, 2004), con campesinos traídos del norte y del occidente del país, así como la construcción de un ingenio azucarero. Estos programas, cuyo objetivo era dotar de infraestructura y autonomía financiera al territorio federal (Arnaiz y César, 2009, p. 238), tuvieron relativo éxito, pero no alcanzaban a rendir los frutos deseados. Hacia finales de la década de 1960, en sus estudios preliminares, los técnicos del Banco de México describirían a la península como una región empobrecida donde el 60 % de la población económicamente activa de Yucatán y Quintana Roo se empleaba en actividades primarias, y donde un tercio de la población en la zona henequenera de Yucatán vivía de subsidios y en una suerte de desocupación disfrazada (Memorándum 2, 1974-1977, p. 48).
A esto se le añadiría otro escenario coyuntural. A lo largo del siglo XX, Estados Unidos había convertido al Caribe en el “patio trasero” de su política imperialista tras la retirada gradual de las potencias europeas de la región. Durante la Segunda Guerra Mundial, esta potencia había construido en la isla de Cozumel un aeropuerto militar (Arnaiz y César, 2009, p. 245) y, para estos años, el 60 % de los bienes exportados por los Estados Unidos, vía el canal de Panamá, pasaban primero por el canal de Yucatán (César y Arnaiz, 1990, p. 14). Ambos factores nos hablan de la importancia geopolítica que tenía la zona en la época. Con la irrupción de la Revolución Cubana, en 1959, el Caribe se convirtió en campo de confrontación de la Guerra Fría. En este sentido, varios autores apuntan que los objetivos de la política desarrollista de la Carta de Punta del Este de 1961, promovida por John F. Kennedy, obedecía entre otras cosas a la necesidad de Estados Unidos de mantener seguras las fronteras en su área de influencia, a través de financiar proyectos de desarrollo (infraestructura y vialidades) en lugares estratégicos. En el caso de México, resultaba imprescindible consolidar de una vez por todas la presencia nacional en el Caribe, esa tercera frontera, como un asunto de seguridad nacional ante la diseminación de las ideologías revolucionarias sobre las naciones centroamericanas y la presencia de los intereses británicos en la vecina colonia de Belice, sobre todo si tomamos en cuenta que se trataba de una zona con un pasado bélico latente y donde los conflictos sociales parecían estar a punto de estallar.
De tierra inhóspita a réplica del paraíso
En su nuevo papel como planificador turístico, el Estado mexicano presentaría a los “centros turísticos integrales” (posteriormente llamados “centros integralmente planeados”), como puntas de lanza de la política de desarrollo regional. En el caso de Cancún, esta meticulosa planeación implicaría prácticamente la reingeniería total del paisaje de la isla, una óptica desde la cual, en palabras de Fernando Martí (1996, p. 38), “el mote de paraíso inventado adquiere una plena justificación”. La idea de cuidar la planeación al máximo detalle tenía que ver con la consigna política de darle una nueva cara al turismo de playa en México frente al caso fallido de Acapulco (Hiernaux, 1999, p. 133). El plan maestro de Cancún, realizado con el respaldo de expertos del Banco Mundial (Dondé y Turrent, 2009, pp. 19-20), contemplaba el desarrollo de un polo turístico masivo de playa, organizado en tres fases a un horizonte de 25 años. Vislumbraba también una distribución espacial en dos zonas perfectamente diferenciadas entre sí, separadas por una zona de amortiguamiento de tres kilómetros. De un lado, estaría la zona turística en la parte insular, donde habría hoteles, centros comerciales, un campo de golf y residenciales de lujo; mientras que, del otro, la zona urbana en la parte continental, destinada a albergar a la población de sectores medios. De las 12 700 hectáreas que serían cedidas por el Estado al proyecto, el 38 % lo ocupaba el Sistema Lagunar Nichupté, el 15 % estaría destinado a espacios de conservación terrestre y acuífera, y el 47 % restante correspondería a la superficie urbanizable bajo una estricta gestión de usos de suelo (Fondo Nacional de Fomento al Turismo, 1982, p. 68). Además de la construcción de un aeropuerto internacional, el reto técnico era convertir aquel paraje rodeado de cuerpos de agua, en una zona hotelera, y levantar una ciudad de servicios prácticamente en medio de la selva. Para transformar el paisaje de la isla, se implementaron grandes trabajos de dragado, relleno y saneamiento, además de subproyectos de infraestructura centrados en la dotación de vialidades y servicios básicos como drenaje, electricidad, agua potable y telecomunicaciones (Fondo Nacional de Fomento al Turismo, 1982, pp. 87-89).
Los criterios de diseño urbano escogidos para Cancún tampoco fueron fortuitos. Como sugiere el geógrafo Daniel Hiernaux (1994, pp. 26-27), el espacio turístico fue el que más se globalizó durante la era fordista, bajo estándares de uniformidad y modernidad arquitectónica. Inspirado en el pensamiento de Le Corbusier, el plan maestro se enmarcaba en una corriente urbanística funcionalista que proponía un uso racional del espacio acorde a las cuatro funciones de la ciudad establecidas por la Carta de Atenas en 1933 (habitar, circular, trabajar, recrear), algo que se evidenciaba en la separación entre la zona urbana y la zona turística. Por su cuenta, la traza urbana elegida para la ciudad de apoyo tomaba inspiración de la “ciudad jardín” de Ebenezer Howards, de finales del siglo XIX, y promovía el uso de supermanzanas (SM) como núcleos urbanos. Tanto esta última como el modelo funcionalista habían tenido eco en la construcción de ciudades planeadas en América Latina, entre las cuales destacaba el ejemplo de Brasilia, la nueva capital de Brasil, en 1960, y de Belmopán, la nueva capital del vecino Belice, en 1970 (Cunin, 2012b). El plan maestro esquematizaba los usos de suelo a semejanza de los “planes estructurales británicos de la época” (Aldape, 2010, p. 61), y se hallaba alineado a la política nacional de planificación urbana regional en la que se enmarcaba el proyecto (González, 2013, pp. 53-60). No obstante, pese a su carácter racional, aquel no era simplemente un elemento técnico y jurídico, sino que definía un “proyecto de ciudad” (Calderón y Orozco, 2014, pp. 45-46) con un cierto carácter utópico.
Para “exportar el paraíso” (Clancy, 2001) de forma efectiva, las autoridades de INFRATUR tenían que convertir a Cancún en una marca turística. Para lograrlo, se dieron a la tarea de fabricar una nueva imagen del Caribe mexicano como el “paraíso renacido” (Promotional Brochure, 1974, p. 22). El objetivo era introducir a México en el mercado turístico de la Cuenca del Caribe, en donde prácticamente no tenía presencia, no solo por la belleza natural del sitio, sino a través de resaltar las ventajas de su ubicación geográfica con respecto a los países emisores de turismo, la exclusividad y el modernismo de un polo turístico ex novo, así como la mitificación del pasado milenario de la región. A través de una primera campaña publicitaria, se crearía el póster que le daría la vuelta al mundo y el primer folleto promocional titulado Cancún. The new 1000-year-old world on the Mexican Caribbean1. Pensado tanto para inversionistas como para turistas, la idea del folleto era revivir la noción del Caribe mexicano como fórmula perfecta del “meltingpot entre antiguas civilizaciones y tiempos modernos”, y presentar a Cancún como la puerta de entrada a “una experiencia única en el pasado maya”, un escenario perfecto a medio camino entre exotismo y confort (Promotional Brochure, 1974, pp. 7-8). En este sentido, la invención de Cancún no solo abonaba perfecto a “la búsqueda del Edén” y la marcha heliotrópica del turismo de la época (Hiernaux, 1994, pp. 25-26), entendida como un desplazamiento hacia lugares soleados, sino que coincidía con la política turística nacional, donde se conjuntaban motivaciones de sol y playa, y motivaciones de cultura y folklor (Jiménez, 1993, p. 107). No obstante, este turismo “a la vez playero y arqueológico” como “nueva imagen de un México hermoso y ameno” (Lafaye, 1999, p. 571), promovería la exaltación del indio prehispánico a costa de mostrar una versión anodina del nativo actual. Además, la riqueza arqueológica de la región le daría un toque especial de ancestralidad que otros destinos de playa caribeños no tenían.
Finalmente, en un esfuerzo por acoplar el proyecto al contexto regional, los urbanistas y técnicos del Banco de México decidieron “tropicalizar” algunos aspectos de la identidad urbanística del plan maestro, tanto en la zona hotelera como en la ciudad de apoyo. Así, las avenidas no llevarían nombres de próceres de la historia nacional, sino más bien de antiguas deidades o ciudades mayas, empezando por el boulevard Kukulcán que correría a lo largo de toda la isla. Las calles de las SM tendrían nombres agrupados bajo ejes temáticos pensados para resaltar aspectos nativos de la región: flora y fauna, accidentes geográficos y fenómenos naturales, entre otros. La paleta vegetal endémica sería conservada, y los materiales de construcción de la zona aprovechados para levantar algunas de las primeras construcciones. Otro elemento importante sería el rescate de los vestigios arqueológicos, que se encontraban esparcidos por toda la isla y su área circundante, realizado entre 1975 y 1976, por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), con el auspicio de FONATUR (Verdayes, 2010, pp. 46-47).
Como hemos visto, el proceso de construcción de la marca Cancún se basó, entre otras cosas, en una estrategia de mercantilización del pasado milenario operada por una desarticulación de las coordenadas espacio-temporales entre pasado y presente. Es decir que, en su afán por presentarlo como un lugar prístino, una suerte de utopía modernista siguiendo el mito del edén en una versión mejorada de Acapulco, la nueva cara del Caribe mexicano conllevaría la expropiación del pasado maya (Bartolomé, 2001, p. 107) a costa de darle la espalda al pasado inmediato de la región. Son varios los autores que han sido particularmente críticos con esta visión. Al contrario del discurso apologético de algunas crónicas y fuentes secundarias locales que construyen a los creadores de Cancún como pioneros y visionarios, hay quienes los describen más bien como embajadores de un discurso del vacío que justifica la idea del paraíso inventado y el descubrimiento de la zona por el turismo. El geógrafo Michael Redclift (2005, p. 84) sugiere que son tres los mitos que envuelven la creación de Cancún: “space was devoid of culture, Indians were devoid of ancestors, and paradise was waiting to be ‘discovered’”2, una serie de metáforas espaciales que toman inspiración de la literatura de viaje y de la “‘sucesión’ pionera” sobre los “recursos ‘vírgenes’”, y que, según el autor, explican “por qué una buena parte de la historia [de Cancún] sigue sin escribirse”. En este sentido, no resulta banal que una de las crónicas hechas por FONATUR (2010, p. 46) haga referencia a Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, para describir –con apoyo de memoria gráfica– la llegada de los banqueros a Isla Cancún, reciclando un símbolo vinculado al colonialismo y portador de una moral suprema. Para la antropóloga Bianet Castellanos (2010, p. xxvii), este “mito ahistórico” no solo invisibiliza “la presencia de los ocupantes originales de Cancún”, sino que contribuye a minimizar la complejidad del andamiaje, en términos de “planeación, trabajo y dinero”, que necesariamente hubo detrás de la construcción de una ciudad turística como esta. El sociólogo Alfredo César (2006, p. 109), después de décadas de estudios pioneros en Quintana Roo, advierte por su parte que Cancún no se reduce a la “fantasía de banqueros” que “quisieron hacernos creer”, esa versión un tanto edulcorada que minimiza las implicaciones geopolíticas del proyecto en el escenario caribeño e induce relatos incompletos sobre el pasado reciente de la región. ¿Cómo va a ser, entonces, el salto del proyecto a la realidad?
“Me está llamando Cancún”: de ciudad utópica a enclave migratorio
Después de los trabajos de proyección desarrollados por el Banco de México, a través del despacho de los hermanos Landa en la Ciudad de México, el encuentro con el terreno tuvo lugar con la llegada de Daniel Ortiz a la zona, el primer ingeniero de INFRATUR encargado del proyecto en campo, alrededor del mes de enero de 1970. Pasar del proyecto a la realidad no fue tarea sencilla. La perfección del plan maestro calzaba poco con las inclemencias del ambiente y con los dilemas que implicaba levantar una ciudad desde sus cimientos, casi en medio de la nada. En esta segunda parte, expongo los pormenores de este salto, poniendo el foco en entender quiénes fueron los primeros pobladores del proyecto, a partir de qué elementos se fue creando una mítica fundacional en torno a este nuevo frente pionero, y cuáles fueron algunas de las contradicciones sociales e implicaciones regionales de esta migración.
“Abriendo brecha”: las primeras oleadas de pobladores
El Proyecto Cancún atrajo a una gran cantidad de migrantes de todas partes del país. A pesar de las difíciles condiciones de vida y la retórica del frente pionero que daba soporte a la estrategia de colonización territorial, queda claro que los recién llegados no precisamente atracaban en “tierra de nadie”. Según la crónica de Fernando Martí (1985, p. 37), el ingeniero “Ortiz [de INFRATUR] podría considerarse el primer inmigrante de la zona”, lo cual resultaría cierto si habláramos específicamente del proyecto turístico. No obstante, en su intento por trazar, de forma alternativa, una continuidad con el pasado de la región, Francisco Verdayes prefiere referirse a esta empresa como la quinta oleada de poblamiento en el lugar (F. Verdayes, comunicación personal, 26 de abril de 2018)3. Siguiendo la lectura del mismo Verdayes (F. Verdayes, comunicación personal, 28 de abril de 2018), la base social del proyecto podría clasificarse grosso modo en tres grandes categorías según perfil socio-profesional. Los mandos superiores: es decir, los cuadros técnicos del Banco de México, profesionistas en su mayoría ingenieros y arquitectos, venidos de la Ciudad de México o del centro del país. Los mandos medios: estaban compuestos en un primer momento por el personal administrativo del fideicomiso y técnicos de segundo nivel (topógrafos, intendentes); y en un segundo momento por contratistas y proveedores que surtían al proyecto de materiales e insumos, así como expertos en gestión hotelera, llevados ex profeso desde estados como Guerrero, donde dicha industria estaba en auge en Acapulco, para echar a andar la administración de los primeros hoteles y formar a sus primeros cuadros de empleados. Finalmente, la mano de obra: era en su mayoría de origen maya, venida del interior de la península para emplearse como brecheros, albañiles, cribadores de sascab (tierra blanca) y volqueteros, en las labores de desmonte, recolección, dragado y relleno de material, así como en la construcción de la infraestructura inicial.
Según datos del ingeniero Rafael Lara (1990, p. 32), pionero del proyecto, durante el primer año de trabajos, entre la Junta Local de Caminos y Consorcio Caribe (constructora oficial creada en el seno de INFRATUR), tenían a su cargo a 255 trabajadores (peones en su mayoría), que formaban el 65 % de la población total del proyecto. Alrededor del 80 % de ellos era de origen yucateco peninsular, mientras que el 20 % restante provenía de otros estados. El crecimiento demográfico fue explosivo, pero dicha proporción se mantendría estable durante toda la primera década. De igual forma, estas cifras confirman las premisas del proyecto sobre “uso intensivo de mano de obra” donde la “capacitación necesaria … es mínima” (Martí, 1985, p. 16). La creación de Cancún como polo de desarrollo regional tenía como objetivo la recomposición demográfica del espectro laboral en esta zona deprimida del país. Basado en los trabajos de Pedro Lewin sobre migración interregional, el antropólogo Pedro Be (2015, pp. 54-55) brinda un panorama de la circulación que se dio a nivel peninsular tras varias décadas de crisis en el campo, y en función de la regionalización productiva implementada a lo largo del siglo XX. A Cancún empezaron a llegar no solo campesinos de la Zona Maya de Quintana Roo, sino de toda la península, tanto de la zona henequenera como de la región maicera y ganadera del oriente de Yucatán.
Los migrantes de esta primera oleada eran en su mayoría hombres, jóvenes solteros o que migraban estacionalmente sin sus familias, para desarrollar labores relacionadas con la industria de la construcción. Era tal la presencia masculina al momento de las obras que a la zona hotelera se le empezó a conocer como “la isla de los hombres solos”, un mote ciertamente sugerente por su localización geográfica dentro de la delegación territorial de Isla Mujeres. Entre tanto, las primeras mujeres que se establecieron en el proyecto fueron las esposas de los chicleros y de otros trabajadores, varias de las cuales se convertirían en las cocineras oficiales de los diferentes campamentos. Poco a poco, algunos de los primeros trabajadores que decidieron asentarse, irían llevando a sus familias a vivir, tanto a los campamentos como a las primeras casas habitación. De una serie de campamentos con galerones y barracas sobrepobladas que se unían por medio de brechas a las obras de la zona hotelera y al Crucero de la Colonia Puerto Juárez (entre las carreteras a Mérida y a Tulum), fueron surgiendo los cimientos de las primeras calles y avenidas, así como los trazos de las primeras SM. La población de esta incipiente ciudad que, en un primer momento, se limitaba a personal técnico y decenas de cuadrillas de trabajadores hombres, fue poco a poco diversificándose. El campamento oficial de INFRATUR reservaba un galerón especial para los empleados que iban llevando a sus familias y, a un costado, el Banco de México construyó las primeras 15 casas destinadas para el personal directivo y administrativo del fideicomiso (incluyendo mujeres que llegaban solas a trabajar para el proyecto), dentro de un perímetro considerado zona federal. Además, al igual que el galerón principal del campamento, estas casas tuvieron funciones múltiples como sucursal de banco, “laboratorio de mecánica de suelos, consultorio médico”, entre otros (Roma, 2020, p. 91). También, se levantaron las primeras casas habitación que no formaban parte de la zona federal.
Habitar un lugar inhóspito en el trópico en aquella época implicaba una serie de retos que ni los mismos contemporáneos imaginaban con claridad. En los primeros meses del campamento, primaba una ambivalencia entre lo paradisiaco y lo infernal. Los servicios eran escasos, por no decir inexistentes. El agua se extraía de los cenotes y las noches se iluminaban con quinqués a base de gasolina. La vegetación era exuberante y la convivencia con la fauna endémica algo cotidiano, siendo los moscos, en definitiva, los seres más temidos a la hora del atardecer. No había señal de televisión, y en la radio solo se podían sintonizar un par de estaciones cubanas. La electricidad era un bien de lujo que llegaba únicamente a determinadas horas del día, y para hablar por teléfono había que ir a una caseta pública hasta Puerto Juárez. El abastecimiento de insumos fue otra paradoja de aquellos primeros años, ya que se carecía de lo básico mientras que abundaba lo exótico.
En medio de este paisaje mitad selva, mitad obra negra, empezó a llegar toda clase de “aventureros” buscando suerte. A pesar de los desafíos que implicaba un panorama más bien masculino, se fueron integrando a la ciudad en ciernes, familias con hijos, así como también mujeres que no habían llegado por reunificación familiar: modelos, reporteras, viajeras, que abonarían a los aires de libertad de los que la ciudad se ufanaría después. En suma, poco a poco estos “pioneros” de los ámbitos más diversos formarían una categoría transversal al perfil socio-profesional tipo del proyecto, pero ¿quiénes eran y cómo se definían estos recién llegados?
“Gambusinos del México moderno”: lugares comunes del pionerismo
Así como en otros episodios de colonización de nuevas fronteras en el trópico, el aire de “purgatorio” que se respiraba en estos “campamentos de avanzada” (Martí, 1985, pp. 36-37), tuvo un efecto directo sobre los llamados pioneros que llegarían a instalarse. Como ya mencionamos, se trataba en su mayoría de adultos jóvenes, gente “que se [comía] el mundo a puños” en palabras de Verdayes. Había una sensación de juventud, tanto en sentido propio como figurado, pues estamos hablando no solo de personas en un rango de edad entre los 20 y los 40 años, sino de un lugar nuevo donde no había una generación más vieja que detentara la tradición. El siguiente rasgo que identificaba a los pioneros era la sensación de igualdad prevaleciente entre migrantes de orígenes tan diversos. En un lugar tan incipiente, se decía que “todos comían del mismo plato [e] iban a la misma playa”, imagen que remite a una ausencia de clases sociales dada por la aparente democratización de una sociedad primigenia (F. Verdayes, comunicación personal, 28 de abril de 2018). Otra característica central del perfil pionero era el espíritu de aventura. Hasta la fecha, se dice que muchos de los que decidieron probar suerte en los inicios de Cancún, llegaron prácticamente “con una mano adelante y otra atrás”. El proyecto muy pronto se vendió como un lugar de oportunidades, un lienzo en blanco donde todo estaba por hacerse y, por ende, donde no había nada que perder. De aquí se desprende, por último, una tendencia de ruptura con un pasado. Elegir Cancún como destino implicaba cortar raíces, “quemar las naves”, como se escucha decir cotidianamente, y empezar de cero en una ciudad sin precedentes.
Estos rasgos afianzan la idea de Cancún como una suerte de utopía donde se unen las imágenes de neverland, tierra prometida y el Dorado, respectivamente. La mítica del pionero basada en el espíritu de aventura (búsqueda de fortuna y ruptura con un pasado) se alimenta de la conquista del vacío descrita anteriormente. Esta imagen, que va a ser asimilada de manera muy rápida en la retórica institucional de FONATUR, se encuentra en línea directa con elementos del mito fundacional estadunidense, como la conquista del oeste, así como con diversas empresas de expansión territorial de naciones latinoamericanas, como Brasil. En el caso particular del Proyecto Cancún, encontramos alusiones hechas a la “conquista del este” en el testimonio de Sigfrido Paz (1990, p. 81), a Quintana Roo como “un ‘lejano Oeste’ en el este” hecha por los antropólogos Lorena Careaga y Antonio Higuera en su Historia breve del estado (2011 p. 12), así como a los “gambusinos del México moderno” (T. Roma, comunicación personal, 17 de abril de 2017)4, retomando un término que ya había sido utilizado por la antropóloga Victoria Chenaut (1989) para describir el mundo de los chicleros en la frontera con Belice, a través de su obra Migrantes y aventureros en la frontera sur. Desde otro ángulo, como ciudad construida “a partir de cero” en una tierra portadora de una historia milenaria, por un lado, Cancún comparte algunos rasgos con la sociedad estadunidense, que Pierre Nora (2011, pp. 324-342) sugerentemente describe como “un país sin memoria”; mientras que, por otro, sus pioneros hallan asidero lógico en la mítica de Gonzalo Guerrero, padre del mestizaje mesoamericano, como el extranjero asimilado en tierras mayas (Ortiz, 1990, p. 6). Esta imagen se ha vuelto útil para simbolizar su éxito en la apropiación de una de las fronteras nacionales donde todo intento anterior de colonización dirigida había tenido resultados pírricos. Al filo del tiempo, el pionero de Cancún ha querido, en consecuencia, ser definido como un mosaico entre el “tesón” y el “espíritu indómito” de la gente de la región, y las “ideas revolucionarias” y el espíritu aventurero de la gente venida de todas partes (Noya, 1990, pp. 36-38).
Los debates en torno a lo que aparentemente Enríquez Savignac denominaría en los años 80 como el “espíritu pionero” de Cancún, tendrían un referente en el foro ciudadano La migración hacia Cancún, llevado a cabo en 1990, en el marco de la conmemoración del 20° aniversario de la ciudad. El evento, centrado en los elementos de la identidad local, dedicaría una mesa de debate exclusiva al “perfil del pionero”, en cuyas memorias se consignan diversas apreciaciones que recubren esta categoría tan importante para entender el episodio fundacional de la ciudad. Con el tiempo, el consenso en torno a la definición de “pionero” va a ir alimentando una visión glamurosa de los primeros pobladores como visionarios y emprendedores, “forjadores de la llamada Olla de Oro”, en palabras de Rubén Encalada (1994, p. 6), autor de una de las primeras crónicas artesanales de la ciudad, en alusión a uno de los significados del topónimo de Cancún en lengua maya (“olla de oro”). Así, este argumento, en consonancia con aquel de la utopía urbanística, va a hacer que la experiencia de migrar a Cancún se convierta en el “sueño cancunense”, una alternativa al sueño americano en un polo turístico que representará otro tipo de frontera con el norte global.
Ahora bien, después de un primer vistazo etnográfico a los pininos del proyecto, queda claro que las condiciones de vida durante los primeros años estaban lejos de asemejar un paraíso. En esta ambivalencia, la mayoría de los testimonios orales y escritos coinciden en que las carencias se mitigaban con un sentido de solidaridad, de seguridad y de abundancia de lo “exótico” que con el tiempo fue acentuando esa imagen idílica del pionero. No obstante, existen varios contrapuntos al respecto. Detrás de la idea de la construcción de un destino se encuentra el papel del azar: la mayor parte del anecdotario fundacional recoge, por ejemplo, el hecho de que pocos realmente imaginaban quedarse a radicar en Cancún, siendo típicas las frases del tipo “vine por diez días y llevo más de cuarenta años”. De igual forma, se insiste en que los pioneros llegaron a escribir un futuro, aunque lo propio de “quemar las naves” es también la rescritura de un pasado (J. González, comunicación personal, 17 de abril de 2017)5, algo que le permite al migrante gestionar su origen en la posibilidad de inventar una nueva persona. Por último, las distancias sociales que se percibían como atenuadas, y que alimentaban una imagen de ausencia de clases, no cuadraban con los criterios reales de proyección geográfica y clasificación demográfica del proyecto.
Otro hecho que a la larga adquiriría un peso específico considerable en la narrativa de la ciudad, es que no hubo una fundación como tal, es decir, un acto cívico que consignara el inicio del proyecto en una fecha específica (Martí, 2017, pp. 183-188) o una ceremonia de inauguración como la había tenido Brasilia el 21 de abril de 1960 (Vidal, 2002, pp. 277-282). La crónica oficial y algunas voces pioneras señalan la llegada del primer ingeniero del proyecto a principios de 1970, aunque hay quien insiste en que la efeméride a considerar debería ser el 10 de agosto de 1971, fecha en la que se decreta el interés nacional del proyecto en el Diario Oficial de la Federación (DOF). Con el tiempo, y tras varios intentos fallidos por recordar una fecha exacta para calcular un punto de partida, los pioneros decidirían fijar el 20 de abril como fecha de aniversario, a pesar de que ese día de 1970 no hubiera sucedido nada especial, más allá, quizá, de la llegada de un cargamento fuerte de maquinaria: “un origen poco poético, pero … importante, porque significaba que la cosa iba en serio” (Martí, 1994, p. 2). De cualquier modo, esta fecha refiere al inicio de los trabajos y no a su culminación, por lo que, si hubiera de establecerse una fecha de inauguración, tendría que ser hacia 1974, con la apertura del primer hotel en la zona hotelera o la conclusión de alguna obra civil importante en el pueblo de apoyo.
A pesar de contrapuntos y vicisitudes, también ha habido tentativas para revertir dicho pragmatismo. Jorge Ruiz Dueñas, funcionario de CONACULTA en la década de 1990, lanza una significativa alusión al “Adelantado” de Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier (1953), en su conferencia magistral “Características que conforman una identidad” (1990, p. 90), que da cierre al mencionado foro de 1990. En esta importante obra de la literatura latinoamericana, dicho personaje funda una ciudad en medio de la selva donde se conjugan todos los tiempos, una experiencia que implica riesgos y males, pero que también da pie a la búsqueda de la utopía como un “eu-topos (buen lugar) que está en un ou-topos (no lugar)” (Choe, 2017, p. 344). Ejemplos como este representan un paso básico para el montaje de una parafernalia posterior en torno a la memoria del origen en Cancún. Se trata de un proceso que matiza el pragmatismo de una operación de ingeniería concebida sin mística ni solemnidad (Martí, 1994, pp. 1-2) y que, por ende, permite “conjugar … [el] verbo” (Ruiz, 1990, p. 90) fundar en una ciudad que, a diferencia de Brasilia y su mitología basada en la reinterpretación de la geografía nacional (Lins, 2021, pp. 49-50), es producto de una “gestación sin gesta”, una fundación sin épica (J. González, comunicación personal, 17 de abril de 2017)6.
Del otro lado del oficialismo pionero que intenta levantar el sentido épico de la operación tecnocrática, están las historias de toda esa gente de trabajo raso que se encargó de levantar la ciudad. En palabras del periodista y cronista Jorge González Durán (1990, p. 66), “al principio fueron una masa sin nombre, sin rostro y sin destino” dentro de la burocracia del proyecto, pero que, al ir “abriendo brechas y levantando viviendas de bajareque y palma, de bajareque y lámina de cartón” en terrenos de la Colonia Puerto Juárez, fueron fundando “inéditas formas de enfrentar el reto de vivir en una ciudad con pretensiones cosmopolitas”. En esa “otra” épica a ras de suelo que desborda los límites de la “fantasía de banqueros”, los protagonistas de las historias de conquista dejan de ser los ingenieros y arquitectos, dando paso a agrimensores, topógrafos, volqueteros, sascaberos y albañiles, personajes que, a punta de manipular literalmente la tierra, “trazaron el mapa espiritual de Cancún” (González, 2020).
“Hay de pioneros a pioneros”: de la utopía fundacional a la asimilación cultural
La historia de esta “tierra de promisión” no está exenta de conflicto. El éxito de aquellos “prohombres de Cancún” que normalmente enmarcan la definición del pionero (Martí, 1985, pp. 76-77), tiene un reverso en el choque brutal que la llegada de una empresa de tal envergadura representó en varios planos. Como ya vimos, la concepción del proyecto conllevó, por un lado, a la ruptura con el pasado reciente de la región (Velasco, 2020, pp. 70-74), mientras que, por otro, a la mercantilización de su pasado milenario. Ya sobre el terreno, Cancún supuso un éxodo de población de origen maya del interior de la península: el llamado “retorno de los mayas a la costa”, quienes, como bien ironiza Verdayes, volvieron para hacer “pirámides”, pero esta vez con habitaciones de hotel (F. Verdayes, comunicación personal, 26 de abril de 2018)7. Si echamos un vistazo a los cuadernos de trabajo del Banco de México, encontramos referencias a la población migrada (en su mayoría oriunda de la región) que van de bucólicas descripciones a proezas asimilacionistas, y que encubren una visión racista del fenómeno. Al cruzar, por ejemplo, la información de los memorandos con la de los folletos promocionales, vemos que en los documentos públicos los migrantes son descritos como milenarios, cálidos y amables, mientras que, en la correspondencia privada entre autoridades, a medida que su presencia deja de ser una suposición, son retratados, de manera opuesta, como un problema latente. A esto se suman las anécdotas de los pioneros que relatan, de forma contundente, historias de personas que no sabían hablar español o que no conocían los enseres considerados más sencillos de la vida cotidiana, como teléfonos, palas o camas, mientras se les iba formando poco a poco al trabajo turístico.
Para el centro del país, Cancún implicaría lo que Martí (1985, p. 75) califica como un “un fenómeno cultural digno de mención” y hasta “de un estudio profundo”, es decir: “la incorporación a la sociedad mexicana del maya de Quintana Roo”. Sin embargo, el choque cultural no se limitaba al abrupto proceso de asimilación de los mayas a un modo de vida más “occidental”. Existía un celo entre locales (aquellos que ya estaban) y foráneos (aquellos que llegaron) cuyo trasfondo puede remontarse a querellas históricas que explican las diferencias de largo aliento entre la cultural nacional (mexicanidad venida del centro) y la cultura regional (peninsularidad). Esta oposición binaria tiene varias lecturas: chilangos-huaches/yucatecos (huaches como el mote despectivo local para referirse a la gente del centro del país), blancos-mestizos/indígenas (aunque no hubiera asentamientos originarios en la zona), pioneros/colonos (ambas caras de los migrantes recién llegados), e interpela de manera transversal tanto las categorías sociales y étnico-raciales, como los sentidos de pertenencia territorial, poniendo también a debate la definición de lo que, en adelante, significará ser nativo del lugar. ¿Quiénes debían ser considerados los nativos de Cancún?
“El hermano incómodo”: implicaciones del proyecto turístico en Quintana Roo
El despegue del Proyecto Cancún estaba rindiendo frutos en la consolidación de la estructura económica y demográfica de la entidad (de la mano de proyectos paralelos mencionados previamente como: carreteras, agroindustria, subsidios a pesca y agricultura, poblamiento ejidal y perímetros económicos libres), con miras a su integración definitiva a la nación, por lo que el 8 de octubre de 1974, se decretó, por fin, en el DOF la conversión de Quintana Roo de territorio federal a estado libre y soberano. David Gutiérrez Ruiz, último gobernador del territorio federal (1971-1975), convocó a un Congreso Constituyente, encargado de redactar una constitución y de reorganizar la división política del territorio. Hasta entonces, Quintana Roo había estado dividido en cuatro delegaciones que, históricamente, correspondían a los polos demográficos y de poder existentes desde los tiempos de la Guerra de Castas: Chetumal, Felipe Carrillo Puerto, Cozumel e Isla Mujeres, de sur a norte respectivamente. La propuesta de reorganización contemplaba transformar las cuatro delegaciones en siete municipios. Cancún pasaría a ser la cabecera del nuevo municipio que nacería sobre la parte continental de la delegación de Isla Mujeres, pese a la inconformidad de los isleños, quienes además ya habían perdido las casi 13 mil hectáreas expropiadas para el proyecto. En su intención de asignar nombres de próceres de la historia nacional a los tres municipios de nueva creación, el Congreso Constituyente decidió bautizar al municipio que contendría al polo turístico como Benito Juárez y no como Cancún (Martí, 2017, pp. 173-177).
En las elecciones para gobernador resultaría electo el chetumaleño Jesús Martínez Ross, mientras que, para presidente municipal de Benito Juárez, quedaría Alfonso Alarcón Morali, quien había fungido como encargado de desarrollo comunitario del Proyecto Cancún por parte de FONATUR. Esta última decisión generó escozor en las demás localidades del estado. De acuerdo con Martí (1985, p. 62), desde su concepción, el proyecto funcionaba como un apéndice del gobierno federal, por lo que, pese a las intenciones de desarrollo regional, “la gente consideraba que la intervención de las dependencias federales era excesiva y calificaban al nuevo centro como algo totalmente ajeno a los intereses locales”. La relación entre el primer gobierno estatal de Martínez Ross (1975-1981) y FONATUR, estaría marcada por la tensión, dada la autoridad “municipal” de facto que se le adjudicaba, con la venia federal, a dicho organismo. Así, con su arribo no premeditado, Cancún fue visto localmente como el hermano incómodo en la historia estatal, como un proyecto extranjerizante, incapaz de ceñirse al relato “tradicional e indígena” del centro, y “nativista y parroquial” del sur (Cunin, 2014, p. 263), en su intento por sostener la identidad quintanarroense dentro de una geometría particular entre pasado y presente, en línea con el mito de la nación y su ideología del mestizaje. Siguiendo este argumento, ¿cómo va a lidiar este enclave de turismo internacional, desde su mito pionero, con su pertenencia a la nación y al Caribe, en estos primeros años de vida?
Otra mirada al Caribe mexicano: Cancún como bisagra del relato nacional
A pocos años de su surgimiento, la incipiente sociedad cancunense comenzó a cuestionarse la problemática del arraigo en una ciudad que crecía sin parar. El tema de la identidad local parecía, en efecto, “una variable no considerada” (César, 1990, p. 70) en el proyecto de polo turístico. En esta última parte, indago lo que pasó en Cancún a este respecto, en el curso de su segunda década de vida. ¿Qué dilemas enfrentó esta sociedad incipiente para forjar la semilla de su propia identidad, misma que parecía, por un lado, dada de antemano por su vocación turística, y por otro, negada debido a su desconexión con la región y su propia lucha nativista? Como parte de esta búsqueda, sostengo que algunas coyunturas a nivel federal, como el auge del municipalismo y el acercamiento a la tercera raíz (la negritud) y la tercera frontera (el Caribe), sirvieron como escaparates a través de los cuales Cancún intentó posicionarse como un ejercicio de soberanía nacional en la frontera.
Arraigo en ciernes: la semilla de la identidad y de un origen compartido
A la par del galopante crecimiento urbano, durante la segunda década de vida de Cancún (1978-1988), el tema de la identidad se ciñó al rejuego entre FONATUR y el Gobierno del Estado, por la sucesión de Cancún. Como parte de la cruzada contra FONATUR, la administración de Felipe Amaro Santana (1978-1981), se concentró en “mexicanizar” a esta ciudad planeada, siempre sospechosa ante los ojos de Chetumal, capital del nuevo estado de Quintana Roo, por considerarse parte de un proyecto extranjerizante. Más allá de las desavenencias que su mandato tuvo con FONATUR, Amaro Santana implementó el programa “Integración Social e Identidad Nacional” que, de acuerdo con la crónica de Martí (1985, p. 63): “teóricamente pretendía que la gente de Cancún conociera sus raíces y se identificara con ellas, aunque fueran las nacionales, dado que las locales no existían”. En el anecdotario que envuelve este debate se dice que, durante la toma de posesión de Amaro Santana como alcalde en 1978, el gobernador Martínez Ross declararía a la prensa que “ahora sí se sentía en Quintana Roo” (Martí, 1985, p. 62). Así, como parte de dicho programa, se levantaron algunos monumentos en puntos importantes de la ciudad, entre los que destacan el Monumento acerca de la Historia de México y el Monumento a José Martí, ambos del artista cubano José Delarra, traído a la ciudad por conducto del periodista González Durán, quien a su vez describe cómo el cubano “se reencontró con las huellas de José Martí en Isla Mujeres y en Chichén Itzá” (González, 2021), en una muestra de la hermandad que había entre la isla vecina y la península de Yucatán. Además de dichos monumentos, se edificaron recintos bajo “una campaña de bautizos regionalistas” (Martí, 1985, p. 64) que otorgó nombres mayas a varios de ellos, como el auditorio Cecilio Chi, el gimnasio Jacinto Canek y el parque deportivo Venancio Pec, llamados así en honor a los caudillos de la Guerra de Castas. En 1981, el trovador yucateco Luis Felipe Castillo, alias “Mr. Cancún”, compositor del célebre tema “Me está llamando Cancún” (Pioneros TV, 2012), fundó Radio Cultural Ayuntamiento, una de las primeras difusoras en su género a nivel nacional. Además, junto a otra pionera, Sara Ortega, impulsó las famosas Noches Caribeñas en el parque de las Palapas, punto central de convivencia en la ciudad.
En 1984, durante la administración municipal de José Irabién Medina (1981-1984), se creó el Instituto Municipal de la Cultura (IMC), a la par del Instituto Quintanarroense de la Cultura (IQC), impulsado por el gobernador Pedro Joaquín, también como uno de los primeros en su tipo en el país. Las instalaciones del IMC se ubicaron en la SM 23, a un costado de la estación de Bomberos, dando pie años más tarde a la construcción aledaña del Teatro 8 de Octubre (bautizado en alusión a la fecha de conversión de Quintana Roo en estado libre y soberano). Asimismo, un año antes, en una de las salas del Centro de Convenciones de la zona hotelera, abrió sus puertas el Museo Arqueológico de Cancún, pensado para difundir a la civilización maya y resaltar el rescate arqueológico realizado por el INAH en el área costera circundante. Sin embargo, no fue sino hasta el trienio de Joaquín González Castro (1984-1987) que se afianzó la promoción de una identidad local. Con la asesoría del mismo González Durán como director de comunicación social, se creó la banda de música y el ballet folklórico municipal, y se apoyaron iniciativas culturales de teatro popular. De la mano del programa Nuevos Horizontes, se levantó infraestructura de esparcimiento que no había sido contemplada en el plan maestro, como los estadios Cancún 86 y Andrés Quintana Roo. Además, en palabras del alcalde González Castro, el término “pionero” se convirtió en un sello distintivo bajo el cual se bautizaron diversas iniciativas sociales y equipos deportivos, con el fin de “rescatar los valores de los pobladores iniciales de la ciudad” (Cáceres, 2018). Desde esta política cultural, se asumió que no bastaba con dar un toque de mexicanidad, sino que la meta era “crear la identidad de los cancunenses” (Cancún 50 Años, 2020).
Este gesto de asignación de sentido local en torno a la noción de pionero es clave, pues enmarca, de alguna manera, el surgimiento de una memoria del origen de Cancún una década después del arribo de los primeros integrantes del proyecto, a inicios de la década de 1970. Convocados por el ingeniero Rafael Lara Lara, aquellos pioneros asistieron a una primera reunión que se llevó a cabo en el auditorio Cecilio Chi, en el otoño de 1980, para conmemorar los diez años de su llegada. La celebración contó con la presencia del gobernador Martínez Ross y de Enríquez Savignac, pieza clave del proyecto en su etapa inicial, como padrino, y se entregaron diplomas de reconocimiento a “colonos originales” (Martí, 1985, p. 64) de diferentes orígenes y perfiles socioprofesionales. El evento se repitió hasta el 15º aniversario, organizado una vez más por Lara Lara un 20 de abril de 1985, ahora “con más pompa y circunstancia” en el Hotel Fiesta Americana de la zona hotelera. Esta vez asistieron el gobernador Pedro Joaquín Coldwell y el mismo Enríquez Savignac, quien ya fungía como secretario federal de turismo. El encuentro tuvo lugar una tercera vez, un 20 de abril de 1988, en el Hotel Sierra Intercontinental, con la presencia de rigor de Enríquez Savignac y del gobernador Miguel Borge Martín. Se entregaron diplomas de “fundador de Cancún” a 81 pioneros y, finalmente, se oficializó la “fantástica versión” que formaba parte de la “cronología oficiosa de Cancún” sobre la llegada de un cargamento de maquinaria un 20 de abril de 1970 (Martí, 2017, pp. 186-87), que en la anécdota de algunos pioneros correspondía más bien al cumpleaños de uno de ellos. Tras el evento, el cabildo convocó a una sesión solemne para establecer ese día como fecha de fundación de la ciudad. En estos años, el puesto de cronista oficial lo detentaba el arqueólogo campechano, Raúl Pavón Abreu. No obstante, la única crónica escrita conocida hasta el momento era la del periodista capitalino, Fernando Martí Brito. Se trataba de aquella mencionada serie de reportajes realizados sobre pedido (o como relato a modo) y publicados originalmente en el periódico Unomasuno, en 1985. El éxito fue tal que fueron publicados como libro y reeditados varias veces. El mismo Martí (1990, p. 57) declararía, en su intervención en el foro de 1990, que la propia gente sacaba copias de los reportajes para difundirlos, haciendo de este relato, una suerte de historia oficial de Cancún.
Por otro lado, para Alfredo César (1990, pp. 68-70), el paso de la sociedad local hacia una etapa de “compactación” era un trance difícil por los altos índices de migración circular y población flotante. La migración hacia Cancún representaba “un ciclo trágico que no … [permitía] estabilizar [a] una gran parte de la población”, pues “una sociedad en proceso histórico de consolidación no tiene el tiempo histórico de la reflexión”. Ya existía una primera generación de cancunenses nacidos o crecidos in situ, pero aún se cuestionaba qué tipo de arraigo y cohesión social generarían estos “primeros” nativos, al ser “herederos de una mentalidad de éxito” como reflejo de “una estrategia de crecimiento programada desde un escritorio”. En medio de estos dilemas sobre la construcción del arraigo en Cancún, se encuentra también la consolidación de los rasgos identitarios de Quintana Roo, como entidad federativa que recientemente había transitado de territorio federal a estado libre y soberano. La cultura política estatal estaba organizada históricamente en dos grupos que se habían turnado el poder durante los primeros dos mandatos constitucionales: la élite de Chetumal y la de Cozumel. En vísperas de las elecciones a la gubernatura del estado en 1987, se revivirían las viejas querellas nativistas, ante la posibilidad de que un aspirante no nativo quintanarroense llegara a ser el candidato oficial del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que era el partido hegemónico. Los dos aspirantes populares, Salvador Ramos Bustamante y Joaquín González Castro, ambos, con “capacidad probada, pero sin oriundez”, siguiendo la frase de José Trejo (1998, pp. 167-176) en su libro Quintana Roo 1974-1999: la sucesión adelantada, habían labrado su trayectoria política en Cancún. Fue así que surgió, en el sur del estado, el Movimiento de Unificación Quintanarroense (MUQ), agrupación bandera de este resurgimiento del nativismo con su eslogan “Quintana Roo para los quintanarroenses”, y que tenía como fin bloquear la precandidatura del veracruzano Joaquín González Castro, a la gubernatura. La propaganda del MUQ surtió efecto, pues el candidato oficial terminó siendo el cozumeleño Miguel Borge Martín.
Mexicanos caribeños: una apuesta de restitución
En junio de 1988, ya bajo el sexenio de Borge Martín (1987-1993), se llevó a cabo a lo largo y ancho del estado, el I Festival Internacional de Cultura del Caribe (FICC). El evento, que fue organizado por el Programa Cultural de las Fronteras (PCF) y el IQC, contó con la participación de 15 países de la cuenca caribeña, y tenía como objetivo expreso “fortalecer una identidad común” y estrechar los lazos de cooperación entre pueblos “afines” y “diversos” (Casas y Serrano, 1988, p. 11). Este esfuerzo de cooperación en el que Quintana Roo exploraba oficialmente su pertenencia al Caribe tras décadas de políticas nacionalizantes, en realidad correspondía a una tendencia más amplia a nivel nacional: un giro en la política cultural hacia un enfoque pluralista que obligaba a repensar las fronteras naciocéntricas sobre las que reposaba la ideología posrevolucionaria del mestizaje mexicano. Como parte de este replanteamiento, al interior de la Secretaría de Educación Pública (SEP) se había creado en 1983 el PCF que, en el caso de la frontera sur y sureste, se encargaría de vincular a las dependencias de cultura de los cinco estados involucrados (Quintana Roo, Yucatán, Campeche, Tabasco y Chiapas) en iniciativas afines, a su vez acompañadas por un auge en los estudios sobre las fronteras, desde instituciones académicas como el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) en su sede Peninsular y Sureste, y el Centro de Investigaciones de Quintana Roo (CIQRO). La ceremonia de inauguración del FICC tuvo lugar el 10 de septiembre en el estadio Andrés Quintana Roo de Cancún, y contó con la presencia del presidente Miguel de la Madrid, de Enríquez Savignac como secretario de turismo, así como de Ernesto Cardenal, entonces ministro de cultura de Nicaragua. Ante ocho mil espectadores, unos 220 alumnos de diferentes escuelas del estado les dieron la bienvenida a los 643 representantes internacionales, interpretando danzas al ritmo de reggae y del sambay macho (Casas y Serrano, 1988, pp. 15-17), una mezcla de jarana yucateca con ritmos afroantillanos (Cunin, 2012a, pp. 81-82) cuya adaptación coreográfica estatal era el baile de los chicleros. Entre otras cosas, el festival incluyó un foro académico con la presencia de antropólogos, historiadores e internacionalistas, especializados en temas fronterizos.
La “vuelta al Caribe” implicó no solo el redescubrimiento de la tercera frontera del territorio nacional, sino el reconocimiento de la negritud como tercera raíz del mestizaje. En el caso de Quintana Roo, acoger su pertenencia histórica y cultural a esta región era una doble apuesta. Por un lado, implicaba celebrar la exitosa invención de un Caribe turístico, es decir Cancún; mientras que, por otro, reconciliarse con la influencia beliceña como una forma –muy a tono con los motivos nativistas del estado– de afianzar una particularidad frente a los demás rasgos de la identidad yucateca peninsular. Ambas posturas coincidían en una premisa: que “la presencia intensa de aquel rosario isleño engarzado a la cintura continental” se hallaba incompleta “sin el recto trazo de la costa mexicana en Quintana Roo” (Casas y Serrano, 1988 p. 12). Sin embargo, al afirmar a Quintana Roo como el Caribe de México, no se descentraba del todo el mito de la nación, pues se celebraba “la huella de … la influencia maya en el Caribe” (Borge, 1988, p. 20), así como el hecho de ser la tierra del primer mestizaje de América continental.
A otra escala, la idea de ver en Cancún un proyecto extranjerizante, generó todo tipo de reacciones que pusieron al descubierto la preocupación de grupos de ciudadanos cancunenses (políticos, empresarios y gestores) por afirmarse como mexicanos. Muchas de las reflexiones en torno al denominado “problema de la identidad” (Paz, 1990, p. 81) en Cancún, y su lugar en el relato nacional, fronterizo y caribeño, serían consignadas en las memorias del foro de 1990. El nativismo estatal, dirigido desde Chetumal, pero que tenía peso en las élites políticas y en todas las regiones del estado con más tradición, que se habían quedado fuera de la repartición del pastel turístico, tildaba a Cancún de no ser México, de no tener gente nativa, y por ende a sus habitantes de no ser plenamente quintanarroenses (César y Arnaiz, 1990, pp. 41-47). Todo esto se dio dentro de un panorama en el que Cancún había opacado económicamente al sur, pero en el que el nativismo, en contraparte, había dejado al margen de los puestos de poder, desde 1978, a los políticos cancunenses. Esta querella generó en Cancún un posicionamiento desde la óptica municipalista y federalista, sobre todo a partir de la reforma del Artículo 115 de la Constitución y su incidencia en una nueva autonomía municipal. Dicha reforma haría del municipio, la célula del arraigo, y del municipalismo un “movimiento colectivo de reencuentro de los mexicanos … que generará más amor, afinidad, identificación con la patria chica”. Bajo este influjo, y contra todo pronóstico emanado del movimiento nativista estatal, en Cancún el discurso del “nativismo cósmico” vasconceliano sería reactualizado, pues si bien era un lugar que “carecía” de nativos en criterios históricos; “para regir este destino turístico que es una puerta al mundo”, se necesitaban “ciudadanos del mundo” o, dicho de otra forma: mexicanos del siglo XXI (Estrada, 1990, pp. 75-76).
Ahora bien, más allá de una “necesidad vital de decir … nosotros” (Estrada, 1990, p. 76), ¿qué cara tenía el mestizaje en esta ciudad nueva, y quiénes eran esos mexicanos a los que se hacía referencia? En su intervención en dicho foro, Jorge Ruiz Dueñas (1990, pp. 93-96) trae a colación que Cancún comparte ciertos rasgos espacio-temporales con otras ciudades mexicanas recientes como Tijuana, Lázaro Cárdenas y Huatulco, o con la ya mencionada Brasilia, pero haciendo hincapié en que el “elemento novedoso” en el caso de Cancún es la proximidad con el mar Caribe o la “gran síntesis caribeña” que de ahí se desprende. Si bien con este rasgo ratifica a Cancún como una “ciudad abierta”, el escritor también nos instiga a no olvidar que tiene “el mismo rostro que el resto de México”. En este sentido, se plantea la duda de que los elementos ligados al Caribe “tengan para los cancunenses la fortaleza, la vigencia, de los de orden indoamericano”. Al final, advierte que para entender dónde reside el “espíritu del tiempo” de esta comunidad, recientemente imaginada, habrá que posicionarse ante el “cosmopolitismo acrítico” y la estandarización a la que tiende la globalización cultural a principios de la década de 1990, más aún en temas de turismo y ante el cuestionamiento de la autenticidad de Cancún como polo turístico mexicano.
Consideraciones finales
Todos estos debates en torno a la pertenencia dejan entrever a Cancún como un hito que, a pesar de no ceñirse al relato de la identidad estatal y de ser visto como un hermano incómodo, paradójicamente ha podido contribuir, por un lado, a restituirle a México una cierta caribeñidad (aunque sea desde un punto de vista comercial), y, por otro lado, a la península otro poco de mexicanidad (aunque sea desde una perspectiva moderna). Al resignificar la creación de Cancún como un ejercicio de soberanía nacional en la frontera, vemos que los debates surgidos en la década de 1980 (el municipalismo y la vuelta al Caribe, entre otros), fueron capaces de reclamar (al menos discursivamente) la especificidad que, como mexicanos, tenían aquellos habitantes del enclave a quienes el nativismo tradicional les había, hasta entonces, negado cierta quintanarroidad. Queda por ver cómo va a evolucionar este dilema en décadas posteriores, marcadas por un auge más profundo de la globalización y el trasnacionalismo. ¿Hasta qué punto México va a seguir rindiéndose ante la tentación de ser una nación con un fuerte atractivo heliotrópico? ¿Qué tanto los cancunenses se van a autoafirmar como mexicanos caribeños, mexicanos del siglo XXI, herederos de esos “gambusinos” del proyecto nacional modernizador del siglo anterior? Bajo esta óptica, considero importante seguir escudriñando las formas que va a ir tomando esta “Babel caribeña”, en términos de marca destino, reterritorialización urbana y diversidad local.
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Notas
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