Contrato Sexual: subyugación y exclusión
Andrés Solano Fallas
InterSedes, Revista electrónica de las sedes regionales de la Universidad de Costa Rica,
ISSN 2215-2458, Volumen XXIII, Número 48, Julio-Diciembre, 2022.
10.15517/isucr.v23i48 | intersedes.ucr.ac.cr | intersedes@ucr.ac.cr
A: e article conceptualizes the category of “sexual contract, an element of great
importance that is present in the classical contractualists. In order to do it, we start from the
base text of Carole Pateman, e Sexual Contract; key in the coining of the category itself,
as well as for the impact it had on research on contractualism and philosophy in general.
Subsequently, it delves into two large types of mechanisms that, according to this category,
are used to subject women to the domination of men, as well as to exclude them from public
order. en, the two theoretical assumptions that help to promote the above are addressed,
namely, essentialism and the public-private dichotomy. Regarding the methodical, the
article is channeled into an approach typical of analytical philosophy, in which Patemans
text is carefully scrutinized, along with other contributions from other authors, for the
sake of systematization, clarity and precision of the conceptual elements that this category
entails. It concludes with a nal reection that emphasizes the importance of this category to
approach, not only contractualists texts, but also Western philosophy –at least– in general.
R: El artículo conceptualiza la categoría de “contrato sexual”, elemento de suma
importancia que está presente en los contractualistas clásicos. En orden a realizarlo, se parte
del texto base de Carole Pateman, El Contrato Sexual (e Sexual Contract); clave tanto en
el acuñamiento de la categoría en sí, como por el impacto que tuvo en las investigaciones
sobre el contractualismo y la losofía en general. Posteriormente, se ahonda en dos grandes
tipos de mecanismos que, de acuerdo a esta categoría, se utilizan para someter mujeres al
dominio de hombres, así como para excluirlas del orden público. Luego se abordan los dos
presupuestos teóricos que contribuyen a fomentar lo anterior, a saber, el esencialismo y
la dicotomía público-privado. En lo concerniente a lo metódico, el artículo se encauza en
un abordaje propio de la losofía analítica, en el que se escrudiña con atención el texto
de Pateman, junto con aportes de otras autoras, en aras de la sistematización, claridad y
precisión de los elementos conceptuales que entraña la presente categoría. Se concluye con
una última reexión que hace hincapié en la importancia de esta categoría para aproximarse,
no solo a textos contractualistas, sino a la losofía –por lo menos– occidental en general.
Universidad Estatal a Distancia
Escuela de Ciencias de la Educación
Puntarenas, Costa Rica
sadsunsea@gmail.com
Publicado por la Editorial Sede del Pacíco, Universidad de Costa Rica
P : Pateman, contrato sexual, esencialismo, público, privado, sujeción,
dominación, feminismo
K: Pateman, sexual contract, essentialism, public, private, subjection, domination,
feminism
Sexual contract: subjugation and exclusión
Recibido: 22-02-22 | Aceptado: 01-04-22
C  (APA): Solano Fallas, A. (2022). Contrato Sexual: subyugación y exclusión. InterSedes, 23(48),
246–266. DOI 10.15517/isucr.v23i48.50201
InterSedes, ISSN 2215-2458, Volumen 23, Número 48,
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Introducción
Este artículo tiene por nalidad conceptualizar la categoría de
contrato sexual” presente en los contractualistas clásicos. Para
ello, se tomará por texto base el trabajo pionero de Carole Pate-
man, El Contrato Sexual (e Sexual Contract), publicado original-
mente en 1988, en el cual acuña la categoría de “contrato sexual”,
a la vez que emprende una crítica demoledora tanto contra los
contractualistas clásicos como contra las historias de la losofía
en general, por haber omitido la subyugación de las mujeres y su
exclusión sistemática a la hora de pactar.
Asimismo, sirven de apoyo los aportes de las feministas espa-
ñolas que, después de Pateman, han profundizado en esta temá-
tica, tales como Molina-Petit (1994), Amorós (1997), Cavana y
Cobo-Bedia (en Amorós 2000), Puleo (1992), entre otras. Cabe
señalar que este artículo no se limita a estas feministas que inicia-
ron y continuaron la crítica del contrato sexual en el contractua-
lismo, sino que se enriquece esta categoría mediante la incorpo-
ración de otras autoras, que, si bien no trabajaron dicha temática,
sus textos se convierten en aportes valiosos, como es el caso de la
costarricense Calvo (2012 y 2013) y la mexicana Lagarde y de los
Ríos (2005), entre otras. En suma, se presenta la categoría acuñada
y desarrollada de Pateman, junto con un reforzamiento realizado
por feministas anes al tema, como por otras autoras, cuyos textos
ofrecen insumos para una mejor comprensión.
El orden del artículo es el siguiente. Se inicia con una exposi-
ción de la concepción de la categoría del “contrato sexual”. Luego,
se explican los dos tipos de mecanismos que se utilizan para so-
meter a las mujeres al dominio del hombre, y a la vez excluirlas del
orden público. Posteriormente, se abordan los dos presupuestos
teóricos que sustentan el contrato sexual.
Concepción de Contrato Sexual
La categoría de “contrato sexual” expone una relación que,
ubicada dentro del contractualismo clásico, establece una dife-
renciación supuestamente natural basada en la división sexual,
cuyo carácter es subordinativo. Su objetivo primordial es explicar
y justicar teóricamente el sometimiento de las mujeres al domi-
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nio de los hombres (Pateman, 1995). Esta relación plantea que las
mujeres no tienen libertad dentro de la sociedad, puesto que ellas
fueron excluidas de los míticos pactos originales que los contrac-
tualistas idearon como nuevo discurso para fundamentar el orden
social. Cabe señalar que tampoco tuvieron libertad en el estado de
la naturaleza o estado natural, debido a que su supuesta naturaleza
no las dotó como seres capaces de libertad (Pateman 1995).
Lo anterior permite apreciar que hasta cierto punto el término
contrato” en la categoría “contrato sexual” resulta ser de carácter
oximorónico, dado que las mujeres no pueden pactar sobre su con-
dición de subordinación y subyugación, puesto que “naturalmen-
te” son inferiores y, por consiguiente, incapaces de pactar. Como
arma Pateman, “[e]l contrato social es una historia de libertad, el
contrato sexual es una historia de sujeción. […] La libertad civil
es un atributo masculino y depende del derecho patriarcal” (1995,
pp. 10-11). A ellas les es dado un “sitio” que, como se verá más
adelante, corresponde supuestamente con “su” naturaleza. En de-
terminadas circunstancias, lo único que se les permite supuesta-
mente “pactar” es sobre asuntos sexuales, empero, el presupuesto
de fondo es que lo sexual no es político y lo político es asexual;
por consiguiente, no estarían entablando en el sentido estricto un
contrato, ya que para hacerlo se requiere ser contractuante.
Ello no signica que en los asuntos sexuales (a pesar de no ser
políticos) se le conriera a la mujer un espacio real, aunque re-
ducido, para pactar. En los asuntos sexuales, las mujeres tendían
a ser desposeídas, en términos reales, de la potestad para pactar,
aunque formalmente se esperaba que rmasen lo que se pactara.
Tómese de ejemplo el matrimonio. Muchas mujeres europeas de
los siglos XVII y XVIII, particularmente las de clase noble o de un
alto status económico, eran casadas sin tener mucha opción sobre
quién sería su futuro cónyuge de por vida. Como comenta Calvo
(2013), “[e]l amor o la inclinación personal no contaba para nada
en el establecimiento del matrimonio: se trataba de un contrato
en el cual la opinión de los interesados no entraba en juego” (p.
11). Esta decisión que marcaría el futuro de sus vidas era toma-
da usualmente por el padre de familia, es decir, por alguien que
efectivamente era considerado contractuante, que pactaba sobre
la vida de un ser que no podía contractuar por ser “naturalmente
incapaz (en el caso de la mujer), o bien sobre la vida de un ser que,
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si bien poseía las facultades necesarias para hacer un contrato, de-
pendía de la autoridad ajena (el caso de un hombre, como un hijo)
(Pateman 1995). Un ejemplo de esto se puede encontrar en la es-
posa del Marqués de Sade: el matrimonio entre él y Renèe-Pélagie
Cordier de Launay de Montreuil fue concertado por los padres de
las familias respectivas (Sade, 2003; Phillips, 2005).
Siendo así, en principio la mujer no podría pactar, aunque a
veces había ciertos contratos matrimoniales que podían depender
de una mujer por dos vías, siempre y cuando fuese considerada
bajo el rol de la madre1. La primera vía es la inuencia que la ma-
dre pudiese tener sobre el padre, y la disposición de éste a seguir
los consejos de su esposa. La segunda vía era directa, cuando el
padre había fallecido, y no había ninguna gura masculina que
pudiese hacerse cargo. Con estas dos vías brevemente esbozadas,
puede apreciarse que es una mujer la que pacta el matrimonio,
pero no es la mujer que va a ser afectada directamente. Por ejem-
plo, como retrata la película e Duchess (Dibb, 2008) –inspira-
da en una historia real–, en el caso de Lady Georgina Spencer su
matrimonio fue arreglado entre el Quinto Duque de Devonshire,
William Cavendish, (con quién se desposa) y la madre de Georgi-
na, Margaret Georgina Poyntz, condesa Spencer. Los ejemplos de
este tipo abundan, mostrando una realidad de la época, a saber,
que las mujeres a veces eran la mercancía, más no las contratantes:
eran otras mujeres las que decidían sobre su breve mercantiliza-
ción. Empero, por más que se basase en principios contractuales,
el matrimonio quedaba fuera de ser un asunto político, por ende
público. Ciertamente podía inuir en la esfera pública, como en
1 Lagarde y de los Ríos (2005, p. 386) comenta que parte de la denición patriar-
cal de la mujer, ha consistido en considerarla madre, es decir, la mujer es la que
es madre, ya que por medio de la maternidad ocupa funcionalmente un lugar en
el orden social –desde el contrato sexual, este lugar se halla en la esfera privada,
como se verá más adelante–; debido a que la mujer (pensada como categoría) es
una institución histórica, clave en la reproducción de la sociedad, de la cultura y
de la hegemonía” (2005, p. 376). En el caso que nos ocupa, se anotó que la mujer
en general no podía pactar, ya que por su mero ser no posee la potestad; aunque
existía ocasiones, como las que se explicarán en el texto, en que podía hacerlo,
para lo cual era necesario que –utilizando terminología aristotélica– que pasase
de ser mujer en potencia a mujer en acto, ya que de esta manera se le otorga algún
tipo de visibilización social (aunque siempre subordinada).
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el caso de los matrimonios de la nobleza, pero en última instancia
era un asunto que competía a la esfera privada2.
A este respecto Amorós (1997), con base en Pateman, realiza
un interesante comentario; las mujeres efectivamente no podían
pactar asuntos políticos y públicos, ni mucho menos los sexuales;
aunque se daban casos en que una mujer podía pactar el matri-
monio de otra. Se esperaba que la mujer-no contractuante rmase
el contrato de matrimonio, a pesar de que fue otra persona quien
entabló la negociación familiar. La pregunta que se formula Amo-
rós es la siguiente: “Por un lado, en virtud del contrato sexual, las
mujeres nacen bajo sujeción natural: son seres subordinados «por
naturaleza» ¿Por qué entonces, nos preguntamos con Pateman, es
preciso que rmen el contrato de matrimonio?” (1997, p. 273). Es
decir, si la mujer se supone subordinada, no le correspondería más
que acatar las reglas de la persona contractuante, por lo que care-
cería de sentido la farsa de hacerla rmar un contrato matrimo-
nial, en la que se cree la ilusión de que accede por voluntad, y no
porque no tenía otra opción.
Según Amorós, junto con Pateman, esto se debe a que la teoría
del contrato se supone, a nivel formal, ser universal, ya que ningún
individuo podía carecer de derechos a pactar por cuestiones esta-
mentales. Recuérdese que el contractualismo cuestiona y critica
los derechos –que más bien eran privilegios nobiliarios– basados
y otorgados por vínculos estamentales, ya que implicaba que una
persona que no naciera dentro determinada clase, no tuviera dere-
chos (Fernández-Gara 1983, p. 62). Por lo que, a un nivel formal,
desde una perspectiva iusnaturalista que fomenta “la conciencia
de que los individuos tienen unos derechos naturales que les son
innatos” (Fernández-García 1983, p. 76), se tenía que postular que
todos poseían tales derechos naturales –independientemente de
cuáles fuesen–, para contrarrestar los derechos/privilegios cimen-
2 En el mundo cinematográco existe variedad de películas que se enmarcan en
lo que acá se comenta, y para benecio del presente trabajo, son películas “epoca-
les, es decir, que se ambientan en el mundo histórico de lo que se está tratando,
claro está, con las respectivas salvedades o “licencias” de creatividad fílmica. En
todo caso, se apunta una selección para que la persona lectora pueda ubicarse
tanto temática como visualmente en el tema que nos concierne: Marie Antoinette
(Coppola, 2006), Becoming Jane (Jarrold, 2007), y Barry Lyndon (Kubrik, 1975).
Todas tienen en común el tema del matrimonio como mercantilización, y los
grados de inuencia o exclusión de la esfera pública.
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tados en los regímenes monárquicos. De ahí que resulta imperio-
so que la mujer no-contractuante aparente ser contractuante en
el matrimonio al poner su rma, a pesar de que sean otros que se
encarguen de los arreglos, ya que todos deben ser contractuantes,
aunque en distintos niveles y asuntos.
En otras palabras, lo que realmente importaba era que la mujer
pusiese la rma en el documento matrimonial, y no cómo se dio el
proceso por el cual llegaba a rmar. Puede notarse que esta es una
cuestión eminentemente formal, por cuanto la mujer está excluida
de los asuntos políticos y públicos, como también de los sexuales.
Esta formalidad, a su vez, explica aquellos casos, como el de Lady
Georgina Spencer, en la que la madre (una mujer) es la que realiza
la negociación con el Duque de Devonshire; por lo que una mujer
contractuante no tendría que ser presentada como una anomalía
a la teoría del contracto, ya que a nivel formal se concibe la posi-
bilidad para que pueda hacerlo, aunque en términos prácticos no
posea potestad real para pactar.
Esta formalidad, también permite otras situaciones en las que
mujeres podían pactar, y que no tenían que ver con asuntos sexua-
les, tales como encargarse de los asuntos propiamente domésticos.
Sin embargo, requería contar con la autorización del marido, ya
sea que él estuviese o no. De ahí que no se contrariase la forma-
lidad, aunque en su verdadera efectividad requiriese permiso, es
decir, en términos reales no poseía tampoco potestad para pactar
por su propia voluntad. Pero a veces sucedía cuando el padre de
familia moría, y no quedaba ningún otro van que se encargase,
por lo que la responsabilidad y bienestar de la familia recaía so-
bre la mujer viuda, que, en este caso, la formalidad antes mencio-
nada permite y justica que suceda. Obsérvese lo que acaecía en
estas otras situaciones: 1) no eran anormales, pero tampoco eran
típicamente cotidianas; 2) al tratarse de asuntos propiamente do-
mésticos, no eran considerados políticos, por lo que no ocurría un
pacto real; y 3) a pesar de la formalidad del contrato, realmente no
poseían la potestad para pactar.
Aun cuando el mismo contrato sexual, siguiendo la lógica de
la universalidad del contrato, considere a las mujeres formalmen-
te contractuantes, en términos reales el que pacta es el individuo
efectivamente es libre de hacerlo ya que, según el contractualismo,
los únicos que poseen libertad son los individuos. Empero, las mu-
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jeres carecen de las características que hacen a un individuo, pues
no tienen entre ellas que distribuire, puesto que nada hay que tri-
buere” (Amorós, 1997, p. 213). Tales características consisten bá-
sicamente en poseer una razón (lo que faculta a los individuos a
emprender proyectos, ya sean para que solo remitan a sí mismos, o
bien, –utilizando un lenguaje hegeliano– para que puedan univer-
salizarse) y ser autónomos. Los únicos seres que pueden calicar
para ser portadores del título de individualidad son los hombres,
dado que las mujeres son como una especie de masa amorfa llena
de pasiones: amorfa en cuanto a que todas han de cumplir con
su misma naturaleza y son seres dependientes, por lo que teórica-
mente ninguna mujer podría distinguirse de otra; en cuanto a pa-
sionales, porque no están guiadas primordialmente por la razón,
debido a que son más “intuitivas, “sensibles, y más allegadas a la
naturaleza. De ahí que solo se les otorgase en un plano meramente
formal la potestad de pactar, porque serían incapaces de hacerlo,
o siquiera de hacerlo adecuadamente, ya que en sentido estricto
no son individuos dada su supuesta naturaleza. Como arma Pa-
teman (1995):
[L]as mujeres no han nacido libres, las mujeres no tienen
libertad natural. El cuadro clásico del estado de naturale-
za incluye también un orden de sujeción entre hombres y
mujeres. Con la excepción de Hobbes, los teóricos clásicos
sostienen que la mujer carece naturalmente de los atributos
y de las capacidades de los «individuos» (p. 15).
Por tanto, el contrato sexual explica por qué las mujeres son sis-
temáticamente excluidas de casi todas las decisiones contractuales,
especialmente aquellas que determinan sus vidas. A partir de la di-
ferenciación natural sexual se comprende por qué distintas series
de políticas benecian y privilegian, por lo general, a los hombres
(tomados como un conjunto siempre y cuando se les compare con
las mujeres tomadas como conjunto; puesto que la diferenciación
no signica que todos los hombres reciban los mismos benecios
y privilegios3).
3 A este respecto, Amorós realiza un apuntamiento interesante que da cuenta de
que “el patriarcado, en cierto sentido es interclasista” (1991, p. 25), debido que
realiza una hipostasis “de los atributos-prerrogativas del género masculino como
si todos los varones los poseyeran por igual” (1991, p. 26), independientemente
de su clase social. Como señala la autora, ciertamente no se puede armar que
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Mecanismos de exclusión y sumisión de las mujeres
Partiendo de lo que se ha denominado y explicado sobre el
contrato sexual, se requiere una serie de mecanismos para llevar
a cabo con la mayor eciencia posible la exclusión y sumisión de
las mujeres. Estos mecanismos pueden catalogarse en dos tipos:
aquellos que ejercen un control social general, y otros un control
más individualizado.
Los mecanismos de control social general, “determinan la con-
ducta de los individuos, los someten a cierto tipo de nes o de
dominación, y consisten en una objetivación del sujeto” (Foucault,
1990, p. 48). Es decir, se “moldea” las conductas que se consideran
deseables y necesarias para mantener a las mujeres bajo el domi-
nio masculino, que conlleven a que las personas sobre las cuales
se ejerce, sean objetivadas; dado que dicha objetivación permite
conceptualizar a las mujeres como “entes” o “cosas, distintas de
quienes ejercen el control. Cabe aclarar que los mecanismos de
este tipo, si bien buscan hacer de cada mujer una “cosa maleable,
lo efectúan de manera general, estableciendo comportamientos
que sean lo más incluyentes posibles, entiéndase, que la totalidad
de mujeres –o en su defecto, el mayor número posible– encaje en
el patrón que haga posible su dominación.
Nótese que los mecanismos de control social general, tienen
en cuenta la existencia de estamentos u órdenes sociales, por lo
que es imposible detallar meticulosamente como toda mujer tiene
que comportarse. Por ello, se generan patrones generales con los
que cada mujer pueda ser dominada, sin importar el estamento u
orden social del que provenga. Como se observa en las vidas de
Lady Georgina Spencer, en el lme e Duches (Dibb, 2008), y de
Renèe-Pélagie de Montreuil (esposa del Marqués de Sade), no hay
duda de que estas y otras nobles como ellas, tuvieron privilegios
que otras mujeres que no pertenecían a la nobleza. Sin embargo,
un patrón general que abarcaba a mujeres con o sin nobleza era su
pretendida pertenencia al hogar, por ende, su exclusión del orden
público.
todos los hombres sean iguales, debido a que entre ellos el sistema social también
tiene sus mecanismos y justicaciones de discriminación social, pero parte del
discurso patriarcal, y de su ideología sexista, consiste en presentar a todos los
hombres como privilegiados sobre las mujeres, lo cual a su vez expone una per-
cepción distorsionada del hombre (1991, p. 27).
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En los contractualistas puede observarse claramente cómo se
espera que la conducta de las mujeres sea servil y pasiva, puesto
que su n es servir a la casa, y concretamente al “pater familia.
Rousseau (1985) en el quinto libro del Emilio es uno de los ló-
sofos que mejor representa lo que se está armando. Su personaje
femenino, llamada Sofía, ha de tener cierto grado de educación,
pero dicha educación no tiene como n el desarrollo de ella mis-
ma, sino solo en cuanto sirva al hombre, a Emilio, para que éste
pueda desarrollarse plenamente como el individuo que es. En
otras palabras, Rousseau expone que toda mujer debe tener algo
de educación, la cual sea conducente a ser dominada. Puede verse
como la educación es propuesta como un mecanismo para generar
conductas sumisas.
Además de las conductas generalizadas, otro mecanismo de
control social es el jurídico, mediante la gura de las leyes. Las
leyes dotan y acotan las acciones de los que son considerados indi-
viduos, como también de los otros que no lo son. Mientras los que
gozan de individualidad tienen alguna posibilidad –por lo menos
teórica– de interferir en lo que regula sus vidas, a los demás seres
humanos, a quienes se les niega dicha individualidad, no les que-
da más que acatar lo que se dicte, o bien arriesgarse a sanciones
y/o ser etiquetados –que dependiendo de la etiquetación, puede
ser aún más perjudicial, pues corren el riesgo de ser subvalorados
más de lo que ya están–. Lo interesante e irónico de la aplicación
de las leyes consiste que hacen a todos los seres humanos poten-
ciales sujetos de castigos y etiquetaciones, a pesar de que unos se
vean protegidos y amparados por las leyes en cuanto a individuos
que son, y otros queden fuera por no serlo. Por ello, la situación
de sumisión y exclusión de las mujeres resulta también irónica,
debido a que son objeto de leyes que fueron concebidas, escritas y
avaladas por hombres, por consiguiente, pensadas para regular el
trato entre los mismos hombres en la esfera pública, pero que aun
así hacen ejercer su peso, a pesar de “pertenecer” a otro espacio de
actuación.
Aunado a las leyes, se tiene otro mecanismo que buscan surtir
el mismo efecto de dominación. Su particularidad radica en que
está exclusivamente dirigido a las mujeres. Es lo que Molina-Petit
(1994) ha llamado “ley de amor”, y que en la tradición de la loso-
fía alemana Hegel (1982) denominó “ley divina. Tal ley de amor
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o ley divina supone a las mujeres fuera de las leyes (o como diría
Hegel: “ley humana”). Si bien ellas tienen una naturaleza que las
hace pasivas y sumisas, cabe preguntarse lo siguiente: ¿cuál es el
criterio de actuación? Recuérdese que se parte de que las muje-
res al no seguir a la razón –por lo menos no principalmente, y
con mucha menor atención que los hombres–, no pueden seguir
las leyes, debido a que las mismas son un producto de la razón.
Para solventar este vacío de regulación que las leyes no cubren,
se re-inventó al amor como mecanismo de control. Este les dicta
a las mujeres la entrega hacia los demás, convirtiéndose de esta
manera en una obligación y en una norma. En cuanto obligación,
la mujer se ve compelida de forma natural a obedecer, a lo que
literalmente se denomina “seguir su corazón, evitando o negando
cualquier situación que contravenga dicho sentimiento. En lo que
concierne a ser una norma, también tiene sanciones tanto penales,
debido a que puede atentar contra la “ley humana, como de culpa
espiritual, en caso de que se produzca algún tipo de falta, por lo
que la mujer se ve exigida a acatar lo que dicte su norma interior.
De este modo, por medio del amor, la mujer es objeto de domina-
ción, cuyo gestor no sería externo, sino de su propia naturaleza. El
amor, una vez que es utilizado como mecanismo de control, tanto
individual como social, según apunta Alfaro-Molina: “establece un
orden simbólico que implica también una legitimación del abuso
en muchos casos” (2002, p. 1214).
4 A pesar de que el amor puede ser utilizado, así como reconceptualizado social-
mente, como mecanismo de dominación, en el sentido que apunta Alfaro-Molina
(2002), desde mi perspectiva losóca de la sexualidad, no puede negarse, u olvi-
darse, el sustrato mínimo biológico que le subyace.
Garza (2010) explica, desde la neurobiología, cómo diversas estructuras
cerebrales, junto con distintos neurotransmisores, son los que posibilitan
el sentimiento del amor; a su vez, cómo el amor está asociado a sistemas de
recompensa “permiten al individuo desarrollar conductas que respondan a
hechos placenteros” (Garza, 2010, p. 6). De las estructuras importantes en
el amor, menciona el Área Tegmental Ventral (AVT, por sus siglas en inglés),
que consiste en “un grupo de neuronas dopaminérgicas en el tallo cerebral que
envía y recibe proyecciones de una gran variedad de núcleos” (Garza, 2010, p. 7).
Asimismo, está el sistema límbico, el cual hace que las respuestas emocionales se
hagan conscientes (maniestas físicamente).
Dado que el amor no es un sentimiento homogéneo, Garza (2010) lo cataloga en
tres etapas, acorde al nivel de presencia de ciertos neurotransmisores y hormo-
nas. De manera resumida, la primera etapa es la del deseo, con la que inicia el
enamoramiento. Esta etapa se caracteriza por una concentración de andrógenos
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Por su parte, los mecanismos de control individualizado son
igualmente clave porque ayudan al proceso de internalización de
los mecanismos anteriores. En orden a que los mecanismos de
control social general surtan mayor ecacia, ha de hacerse lo posi-
ble para que lo que aparezca como externo, sea considerado como
natural y normal. En otras palabras, estos mecanismos de control
individualizado se encargan de moldear los aspectos concretos ne-
cesarios de cada persona dominada, según sus propias particulari-
dades. Por ejemplo, la pertenencia a distintos estamentos u órde-
nes sociales imprimen singularidades, que deben ser trabajadas en
función de la sumisión y exclusión. Igualmente, debe tomarse en
consideración las habilidades y actitudes que posean las mujeres,
para guiarlas en aras de su dominación, o bien en reprimir ciertos
aspectos que puedan dicultar el cometido.
Por lo general, ambos tipos de mecanismos casi nunca funcio-
nan por separado, dado que sus objetivos consisten en producir
sumisión y exclusión de las mujeres, aunque cada uno se asocie a
maneras particulares de ejercer dominio sobre personas (Foucault,
y estrógenos. La segunda etapa es la romántica, que está mediada por una con-
centración elevada de dopamina y serotonina. Tiene una duración de tres años.
La tercera etapa es la de apego, caracterizada por concentraciones de vasopresina
sérica y de oxitocina, que “contribuyen a la sensación de fusión y cercanía, de ape-
go, que se siente posterior a una relación sexual satisfactoria” (Garza, 2010, p. 8).
Flores-Rosales (2008) aborda el mismo tema, presentado el amor dividido en
tres etapas, aunque con distinta nomenclatura. Básicamente, la diferencia esen-
cial con Garza, radica en que Flores-Rosales separa el enamoramiento del deseo,
considerando que el enamoramiento es lo que da pie para que se genere una ma-
yor atracción; por lo que el enamoramiento sería una especie de preludio o “fase
cero. En todo caso, lo que interesa apuntar a partir de esta otra autora, es que el
amor (después del deseo) “puede durar hasta cuatro años más” (Flores-Rosales,
2008, p. 6), dado que la vasopresina, si bien conduce a que la pareja permanezca
junta, sus niveles no son lo sucientemente elevado, ni constantes, “lo cual deja
abierta la puerta para buscar otra u otras parejas” (Flores-Rosales, 2008, p. 5). En
este sentido, el amor “para toda la vida, en aquellas sociedades que priorizan las
relaciones monogámicas, se debe más a reexiones intelectuales, justicadas/re-
producidas por esquemas axiológicos culturales, sociales, religiosos, entre otros,
que a razones neuroquímicas:
Una vez cumplidos estos ciclos químico-biológicos, que suman alrededor
de siete años, la relación se vuelve fundamentalmente racional, sin quitar
que pueda seguir existiendo la atracción química, pero con otra veloci-
dad o impulsada con otra fuerza, la cual es conocida como costumbre. Lo
anterior quiere decir que de la pasión involuntaria de amar se pasa a la
voluntad de amar (Flores-Rosales, 2008, p. 6).
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1990). Los del primer tipo se encargan de crear los “moldes” gene-
rales, mientras que los del segundo, en proporcionar los “detalles”.
Presupuestos teóricos del contrato sexual
La categoría de “contrato sexual, según la desarrolló Pateman,
contiene dos grandes presupuestos teóricos que legitiman la su-
misión y la exclusión de las mujeres, por tanto, también avalan los
mecanismos que se utilizan para cumplir dicho objetivo. El pri-
mero de estos presupuestos es el denominado “esencialismo, y el
segundo la “dicotomía público-privado.
Esencialismo
El primer presupuesto del cual parte el contrato sexual se ha
vislumbrado en la misma denición: la existencia de diferencias
sexuales connaturales a los hombres y a las mujeres, que son tor-
nadas en elementos característicos y denitorios de las personas,
que en modo alguno pueden ser mutados o siquiera ligeramente
modicados. Estas diferencias sexuales designan “esencias, enten-
diendo por esto, modos determinados en los cuales se debe enten-
der a los hombres y las mujeres, independientemente de las facetas
vivenciales o funciones temporales o status sociales que cada uno
ocupe.
En el caso de los contractualistas, a pesar de que cada uno aña-
de otras diferencias (con base en la diferenciación sexual), coinci-
den en englobarlas en dos categorías: la razón y la naturaleza. Ini-
ciemos con la primera. De la especie humana, el único ser que es
poseedor de la razón es el hombre. Esto se debe a que la razón solo
puede adjudicarse a aquellos que son considerados “individuos,
los cuales son seres que cuentan con libertad, ya que esta implica
autonomía y ser dueño de sus actos morales. Es decir, la libertad
hace que los individuos se diferencien y cobren consciencia de sí
mismos. También, permite que puedan emprender proyectos, ya
sean personales o para universalizarse, o sea, que puedan llegar a
realizar pactos en provecho personal o no. Asimismo, el ser que es
libre debe ser racional, para que pueda dirigir –valga la redundan-
cia– racionalmente sus actos libres, y no se desenfrene. Esto impli-
ca que el individuo debe ser capaz de controlar sus emociones, y
no estar supeditado a ellas, y de concentrarse en asuntos de gran
envergadura.
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En cambio, la mujer es un ser perteneciente a la naturaleza. Lo
interesante es que, si bien ya existía preconcepciones medievales
socio-culturales –por demás negativas– hacia la mujer debido a la
ideología sexista (Amorós, 1991)5, el contrato sexual no solamente
las retomó, sino que incluso llegó a re-fundamentarse y re-validar-
se en el discurso médico de la época6 –que igualmente se cimenta-
ba en la ideología sexista– en la que a las mujeres:
se les identicaba por su sexualidad y su cuerpo, mientras
que la identidad de los hombres dependía de su mente y
energía. El útero denía a la mujer y determinaba su com-
portamiento emocional y moral. Se creía que el sistema re-
productivo femenino era particularmente sensible, y a la
mayor debilidad de la materia cerebral sólo aumentaba esta
sensibilidad” (Hunt citado por Ariès y Duby, 2005, p. 49).
Como puede apreciarse, de acuerdo con el aporte de Hunt, la
mujer estaba ligada a una naturaleza concebida como débil, mate-
rial y envuelta en emociones uctuantes por los cambios uterinos;
a lo que antes se rerió como masa amorfa llena de pasiones.
Lo anterior implica que la esencia de la mujer consista básica-
5 Celia Amorós, en el primer capítulo “Rasgos patriarcales del discurso losóco:
notas acerca del sexismo en losofía” de su texto Hacía una Crítica de la Razón
Patriarcal (1991), analiza lo que ella ha denominado “ideología sexista, a saber,
la percepción distorsionada que se produce de la mujer debido a un fuerte y mar-
cado sexismo, producto del patriarcado; y que al ser un producto patriarcal, es
al servicio de una organización social discriminatoria que contribuye, por tanto,
a su continua sumisión (Amorós, 1991).
Dado que “el discurso losóco no surge del vacío, sino que se nutre de las ideo-
logías socialmente vigentes, las reorganiza en función de sus propias orientacio-
nes y exigencias, las incorpora selectivamente y la reacuña conceptualmente al
traducirlas al lenguaje en el que expresa sus propias preocupaciones” (Amorós,
1991, p. 23), se comprende que el propio discurso losóco epocal esté imbuido
por un sexismo, por cuanto que su “materia prima” de trabajo proviene y se desa-
rrolla en un contexto socio-cultural-político sexualmente discriminatorio.
6 Este discurso médico fue propuesto primeramente por Pierre Roussel en Fran-
cia, con su texto Du systèm moral et physique de la femme (publicado en 1775
y luego en 1783) (Hunt citado por Ariès y Duby 2005, p. 49). Continuó siendo
reproducido por otros médicos: Pierre Cabanis, colega de Roussel, con Relacio-
nes de los físico y lo moral en el hombre (publicado en 1802); Jacques Moreau de
la Sarthe, discípulo de Cabanis, con Historia natural de la mujer (publicado en
1803); y G. Jouard con Nuevo Ensayo sobre la mujer considerada comparativamen-
te al hombre, principalmente en sus aspectos moral, físico, losóco, etc. (publicado
en 1804); entre otros más.
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mente en ser “sierva, es decir, sumisa del hombre, porque carece
de razón para valerse por sí misma. Aunado a esto, se añade a esta
esencia, lo que Calvo (2013) denomina la “miticación de la ma-
ternidad, a saber, una supuesta vocación y deseo innatos en toda
mujer de ser madre, lo cual contribuye a sumirla aún más, debido
a que tendrá que estar enfocada en el cuido de otro ser. Por con-
siguiente, no puede tener libertad, porque su naturaleza la llama
a ser cuidadora. Este cuido, además, supone una mayor vincula-
ción emocional, puesto que solamente las mujeres son aptas para
ello. Esto quiere decir que el cuido del niño no se realizaría desde
la razón, sino desde el sentimiento, para lo cual requiere de un
despliegue de emociones que el hombre no está capacitado por
naturaleza.
De este modo, la esencia del hombre consiste en ser el poseedor
de la razón, mientras que a la mujer se le atribuyó “las fuerzas de
la irracionalidad” (Calvo, 2013, p. 46), que están ligadas con la na-
turaleza que es débil, servil, y que hacen de la mujer maternal. Al
respecto Molina-Petit (1994) refuerza lo anterior apuntando que:
[h]ay un empeño de «la razón patriarcal», como dice C.
Amorós, «en expedir unas marcas diferenciales» a una par-
te de la especie humana que tienen por objeto establecer
presuntas descripciones de modalidades de ser. […] A la
mujer se le aplicará la categoría de Naturaleza como «meca-
nismo conceptual descriminatorio (sic.)» (Cèlia Amorós).
(pp. 116-117).
Esto permite visualizar la cuestión capciosa de las diferencias
que los contractualistas realizaron desde una perspectiva patriar-
cal y androcéntrica; a saber, colocar las supuestas diferencias en
una jerarqa, la cual claramente es encabezada por las que son
consideradas masculinas. El hombre es tomado “como lo humano
por excelencia y, partiendo de esta premisa, la diferencia de género
es denida necesariamente como algo negativo e inferior” (Cava-
na, en Amorós, 2000, p. 88). A partir de esta diferencia, cualquier
faceta, función o status social será catalogado como honoríco o
bien visto, o su contrario, según a quien se le asigne por su se-
xo-género. Por ejemplo, al referirse al tema del trabajo, Calvo se-
ñala que “[n]o importa cuáles trabajos se consideran masculinos
o femeninos; esto varía de un grupo social a otro; lo que no cam-
bia es la denición del trabajo masculino como más honoríco
(2013, p. 82).
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Puede apreciarse que el contrato sexual designa “esencias” in-
violables a cada sexo-género, que entrañan determinadas funcio-
nes y estratos; por lo que prácticamente ninguna persona podría
–ni debería– transgredirlas, por motivo de que estaría atentando
con su propia esencia: con su existencia misma. Consiguientemen-
te, siendo el contrato sexual la justicación y la explicación de la
fundamentación losóca de dominación patriarcal, por razones
de sexo-género, se puede decir con Amorós (1991) que “todo sis-
tema de dominación es un ecaz fabricante de esencias. […] Se
trata de construir esencias bien por arriba, bien por abajo, o ambas
cosas a la vez. Esencias para oprimir o esencias sobre las que opri-
mir” (p. 188). De ahí la importancia que tiene este primer presu-
puesto.
Dicotomía Público-Privado
Además del esencialismo, existe otro gran presupuesto sobre
el que se funda el contrato sexual que hace posible su objetivo,
es lo que algunas feministas han dado a conocer como la dico-
tomía entre público y privado7. Los contractualistas clásicos, sin
explicitarlo, parten de la existencia de dos esferas supuestamente
independientes que se supone son los campos “adecuados” del ac-
cionar, tanto de hombres como de mujeres8. La esfera pública es el
espacio donde los hombres pueden hacer uso pleno de su razón
y valerse como seres autónomos que supuestamente son, ya que
aquí” no hay necesidades particulares naturales que los restrinjan.
Por ello, pueden dedicarse a aquellos asuntos que tienen trascen-
dencia política. Por su parte, dado que la esfera pública es la que se
dene como lo que realmente posee importancia, la esfera privada
es denida en relación negativa a ella. La esfera privada es la que
está ligada a la naturalidad, entendiendo por ello “dependencia” y
sumisión, por lo que los únicos seres que supuestamente se ade-
cuan a tal esfera son las mujeres. Al respecto, apunta Molina-Petit
(1994):
7 La misma Pateman vuelve a retomar este presupuesto, en un escrito anterior,
(en Castells, 1996); sin embargo, no presenta diferencias signicativas con lo que
había expresado en el texto base que se ha utilizado para este trabajo.
8 No se puede dudar de que Hobbes concibe la existencia de dos esferas. Pero
lo que lo diferencia de Locke y Rousseau es que no las utiliza para argumentar a
favor de la sumisión y exclusión femenina (Solano-Fallas, 2017).
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Y es que la adscripción de la mujer a la esfera privada se
plantea en términos de una supuesta adecuación de la natu-
raleza de la mujer a las funciones que desempeñan en esta
esfera y su inadecuación para lo público. […] [Por tanto,]
la mujer tiene asignado un modo de percibir y de hacer, de
decir y de comportarse cuyos límites son los de la esfera
privada, y ello, supuestamente, en virtud de su ser mujer, de
su biología (pp. 115-116).
Un proceso interesante que sucede con la adscripción es que, si
bien las mujeres ya poseían unas características, estas a su vez se
convierten en virtudes9; concretamente virtudes domésticas, cau-
sando –lo que la autora señala– la asignación de modos de percibir
y hacer y de comportarse. La nueva cuestión capciosa que se pre-
senta aquí es el cambio de semántica cuando se trata de virtudes
femeninas, debido a que no son el mismo tipo de virtudes que
se hallan en la esfera pública. Por el contrario, estas tienen que
ver con que la mujer acepte su naturaleza y “su” sitio. Con Calvo,
9 Con la compleja excepción de Rousseau. En el Emilio presenta a la mujer como
un ser desenfrenado por la pasión, motivo por el que hay que refrenarlas para que
no afecten al hombre. El medio para hacerlo es una pedagogía durante toda su
vida: se les debe enseñar virtudes domésticas, y estarlas vigilando constantemen-
te. La clave del asunto se halla en que el Rousseau del Emilio, asocia “naturaleza
con “pasión alocada, cuando se reere a la mujer; mientras que el Rousseau de
los Discursos (2001 y 1999), por un lado asocia “naturaleza” con una especie de
“benevolencia” cuando se reere al hombre, y por otro lado, no menciona rela-
ción entre naturaleza y mujer. De ahí el quiebre que presenta entre características
naturales y virtudes domésticas en las mujeres, puesto que las características y las
virtudes de los hombres son iguales, con la posible diferencia que se hallen más
renadas por la educación.
Cabe indicar que este quiebre entre sus obras se profundiza, incluso, en el mismo
Emilio. Como se acaba de señalar, no vincula virtudes domésticas con naturaleza,
porque la naturaleza de la mujer es desenfrenada. No obstante, Rousseau crea
una contradicción e inconsistencia en el Emilio, dado que utiliza el concepto de
naturaleza” para justicar por qué la mujer es inferior, emocional y práctica-
mente un hombre deciente (en el sentido siológico), por lo que exhorta que se
respete la naturaleza de la mujer, ya que las diferencias racionales, de libertad e
igualdad no las puso el hombre, sino la propia naturaleza; pretender lo contrario
sería ir contra natura.
Por consiguiente, la contradicción consiste en establecer que no hay vínculo entre
naturaleza y virtudes domésticas, ya que estas últimas tendrían el propósito de
corregir lo primero; pero a la vez apela a la naturaleza para caracterizarla nega-
tivamente señalando que no hay posibilidad de cambio. La inconsistencia radica
en que utiliza el concepto de naturaleza a como le convenga según sus propósitos,
por lo que no hay denición clara y concisa, sino deliberadamente antojadiza.
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puede citarse como domésticas las siguientes: “pudor, virginidad,
fecundidad, delidad, obediencia, ignorancia, modestia y timidez”
(2013, p. 27). Si se presta cuidado, puede percatarse como cada
una de estas “virtudes” no tienen más nalidad que circunscribir
el espacio accional de la mujer al hogar, y de supeditarla al hombre:
1. Al ser pudorosa, no puede tener, por ejemplo, una libertad
sexual, sino que siempre tendrá que mantener un recato, lo
que no le permitirá disfrutar de su sexualidad.
2. Al ser virgen, su vida sexual es fuertemente limitada, por lo
anterior señalado, y solo podrá salir de este estado median-
te el matrimonio que, como se mencionó, no dependía de
la mujer desposada, sino de los intereses de la familia.
3. Con la fecundidad, su sexualidad consistirá en procrear,
pero no desenfrenadamente con cualquier hombre, sino
con su esposo, y dado los cuidados que requiere durante
el embarazo como después del parto, su lugar por deni-
ción es el hogar; además de que el hogar (particularmente
la alcoba matrimonial) es el lugar por excelencia para ser
fecundada.
4. El ser el, no solo se limita al plano sexual y emocional,
sino que se extiende a todo asunto que no afecte al esposo,
o a su familia en caso de que no esté casada.
5. Al ser obediente, es espera sumisión absoluta, tanto al es-
poso como a su familia.
6. Al ser ignorante, se mantendrá en una dependencia total
con su esposo o su familia, dado que carece de la informa-
ción necesaria para desenvolverse en la esfera pública.
7. Al ser modesta, no puede tener las agallas y valor necesario
para valerse por sí misma.
8. Al ser tímida, se cohíbe a sí misma de tomar acciones,
puesto que el mundo de la esfera pública le será algo abru-
mador.
Todas estas virtudes, y otras más que no se mencionan aquí, no
solamente colocan a la mujer en “su” lugar, sino que la imposibili-
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tan salir del mismo, ya que no tiene cabida en una esfera que le es
supuestamente ajena su ser.10
Dada la lógica que rige la esfera privada, a saber, que todo lo
que sucede en ella acaece según el orden natural, se entiende que
sea el único espacio en que no hay libertad, por ende, ninguna po-
sibilidad real de pactar, salvo las excepciones antes mencionadas,
que aún así están justicadas por el contrato sexual. A pesar de que
los hombres descansan “ahí”, por ser individuos no pertenecen a
esta esfera, sino a la otra; y cuando son niños varones, solo “per-
tenecen” temporalmente hasta que se conviertan en individuos.
Aquí” se rige por la jerarquía supuestamente natural; lo que resul-
ta interesante en el caso de alguien como Locke , que se opuso a la
existencia de un supuesto derecho natural de gobernar, pero que
en modo alguno refuta aquí. De igual modo sucede con Rousseau
(1992); la libertad para él es un derecho inalienable, pero no halló
problema alguno en someter a las mujeres. Caso distinto es Hob-
bes (2001), quien consideró que si un hombre gobierna sobre una
mujer, no se debe a que la naturaleza lo mande, sino a que ha sido
un acaecimiento histórico que con el tiempo se institucionalizó.
Ahora bien, se decía que las esferas son “supuestamente in-
dependientes, debido a que, si bien los contractualistas mues-
tran implícitamente en sus escritos que lo público es superior a
10 Con Lagarde y de los Ríos (2005), brevemente se podría decir que estas virtu-
des se reducen a lo que ella denomina como “madresposas, a saber, una categoría
que explica que “[t]odas las mujeres por el sólo hecho de serlo son madres y es-
posas. Desde el nacimiento y aun antes, las mujeres forman parte de una historia
que las conforma como madres y esposas. La maternidad y la conyugalidad son
las esferas vitales que organizan y conforman los modos de vida femeninos, inde-
pendientemente de la edad, de la clase social, de la denición nacional, religiosa
o política de las mujeres” (Lagarde y de los Ríos, 2005, p. 363). Visto esto desde
el contrato sexual, una madresposa debe organizar y conformar todo su modo de
vida a no salirse o quebrantar lo que se espera de ella: sumisión, ya que como ma-
dre siempre estará en un permanente vínculo hacía otro ser, al cual se abnega
en aras de su bienestar, y como esposa también tendrá otro vínculo con otro ser,
pero con la característica de que este la coloca en una “servidumbre” legalmente
reconocida por la esfera pública. De este modo, la mujer es sinonimizada como
madresposa, por lo que deberá ser pudorosa, fecunda, el, obediente, ignorante,
modesta y tímida, tanto cuando ejerza la “madresposidad” (es decir, después de
casarse y ser madre), como también antes, ya que su modo de vida debe estar
encaminado a ser madresposa –por lo que deberá mantenerse virgen para no
macular tal estado–, porque solo así será realmente mujer.
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lo privado, parece que no tomaron consciencia –o simplemente
no les importó– de la dinámica que se halla detrás de la presunta
independencia de la esfera pública. En orden a que los hombres
puedan dedicarse a los asuntos públicos sin sentirse atados a las
necesidades básicas (o como se diría en la época, a la naturaleza) y
secundarias, tienen mujeres que se encargan de cubrirlas. Puesto
que las mujeres se encuentran en la esfera privada, puede armar-
se que la independencia de la esfera pública es relativa a la esfera
privada. Si ésta última no existiese, la otra simplemente no podría
desarrollarse, por lo que puede observarse que en la existencia de
la dicotomía público/privado, además del esencialismo sobre el
que se monta y reproduce, también parte de un principio de uti-
lidad.
No obstante, tal principio de utilidad no funciona si se mira la
relación desde lo privado. La esfera privada no existe porque le sea
útil depender de lo que se dicte en la esfera pública, ya sea que se
trate de temas político-económico, morales o relativos a alguna
otra área. Existe, sin más, porque es esencial a la estructuración de
las sociedades patriarcales y androcéntricas. Parte de los mecanis-
mos de control social general y control individualizado consiste,
a este respecto, presentar como efectivamente útil tal dicotomía
para las mujeres, ya que sin duda alguna lo logró con los hombres.
De este modo, buen número de hombres se conducen en sus
vidas con una concepción de que tal orden de sexo-género en el es-
pacio público no solo les es natural, sino también útil; mientras se
pretendía que lo fuese igualmente para todas las mujeres. Si bien el
resultado de la aplicación de los mecanismos de sumisión y exclu-
sión, basados en estos presupuestos, fue ampliamente inuyente
en la época, y colaboró en la forticación de la ideología sexis-
ta, claramente no todos los pensadores, lósofos, literatos, entre
otros, lo compartieron, tanto mujeres como hombres. Por ejemplo,
dentro de las mujeres estaban Olympe de Gouges, éroigne de
Méricourt, Claire Lacombe, Marie de Gournay, Gabrielle Suchon,
Anna Maria Van Schurman, y Mary Wollstonecra; dentro de los
hombres, sin lugar a dudas el Divino Marqués (Sade), el marqués
de Condorcet, DAlembert y, por un momento de su vida antes de
que se retractara, Pierre Poulain la Barre.
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Última consideración
Para nalizar, puede remarcarse la importancia que tuvo y con-
tinúa teniendo la categoría del “contrato sexual”, por cuanto que
obliga a repensar en la manera en que ha sido presentada la teo-
ría del contractualismo clásico, ya sea a través de obras generales
como las Historias de la Filosofía o de obras particulares sobre los
contractualistas, ya que el sesgo sexista no es objeto de estudio. Ha
sido lamentablemente característico el hecho de que la subordina-
ción de las mujeres, a partir de una losofía contractual que buscó
derribar los privilegios del Antiguo Régimen, ofreciendo una nue-
va fundamentación del orden social y propuesta de un nuevo in-
dividuo libre, autónomo y racional, continúe siendo tratada como
un tema marginal que corresponde estudiar en un seminario sobre
feminismos. Dicho de otra manera, como asunto aparte, sin com-
prender que es medular para entender las implicaciones que tuvo
el modelo contractual que le dio nacimiento a la modernidad.
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