Káñina, Rev. Artes y Letras, Univ. de Costa Rica XLV (1) (Enero-Abril) 2021: 141-155/ISSN: 2215-2636
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araña penal no perdona y devora todo lo que cae en sus garras, necesitando el reo una gran fuerza
moral para que al final no tenga el corazón convertido en un trapo más” (Sánchez, 2016, p. 86). Entre
los reos hay vínculos eróticos, de complicidad y de enemistad. Si alguna enfermedad no se encarga
de poner en riesgo la vida, igualmente esta corre peligro en la cotidianidad de la prisión.
Los vigilantes también entran en la dinámica del locus horridus. Se despreocupan por la salud
de los reos, aunque estén al borde de la muerte y ejercen la autoridad con recursos que van desde la
vejación psicológica, hasta la tortura física.
Entre las locuras de las autoridades destaca el caso del coronel Venancio, quien en un arrebato
de prepotencia declara la isla independiente de Costa Rica.
La bandera de Costa Rica se tiró al mar junto con el retrato, el escudo y demás payasadas del Presidente
de Costa Rica. (Antes el general cuando pasaba frente a ese mismo retrato se cuadraba militarmente).
También se lanzaron al mar los libros de reglamento porque todo eso era parte de los signos de la
esclavitud a que los costarricenses nos habían sometido por tantos años (Sánchez, 2016, p. 188).
Como recompensa a los prisioneros se los libera de los grillos, pero esta declaración de
independencia plantea una paradoja. Los prisioneros son ahora ciudadanos libres de un lugar donde
no tienen el derecho a conseguir libertad. Están a merced de la locura del coronel, quien pronto es
derrotado y el presidio vuelve a la normalidad de las torturas diarias.
Para Jacinto la Costa Rica democrática y respetuosa de los derechos humanos está lejos, “la
Costa Rica de cuyo recuerdo lejano se nos hacía un puño en el alma… ésa estaba muy lejos. Y más
que lejos: no existió nunca en mis años de presidiario” (Sánchez, 2016 p. 122). Aquí tampoco existía
la salud de la que gozaban los ciudadanos en tierra continental. A veces ocurrían episodios de pestes
que provocaban matanzas. En uno de estos casos, producto del cólera, Jacinto estuvo a punto de morir.
Fueron dos meses en que los reos se murieron todos los días. Por último, las cuadrillas de enterradores,
ya sin guardias cerca, optaron por no enterrar a los muertos y entonces los hombres se podrían al sol.
El cielo de un azul muy puro se pobló de zopilotes que descendían a pulular entre los árboles y las
palmeras. Sobre los tejados del penal otra cuadrilla de esos pájaros devoradores de la muerte esperaban
con las alas abiertas y bastaba con que uno cayera muerto en algún lugar del campo distante, para que
de inmediato con el calor en el cuerpo, fuera devorado (Sánchez, 2016, p. 199).