Káñina, Rev. Artes y Letras, Univ. de Costa Rica XLVI (3) (Septiembre-Diciembre) 2022: 127-145/ISSN: 2215-2636
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En este contexto, la significación social que se atribuyó a esta alteridad varió de acuerdo con los
distintos proyectos nacionales que propiciaron su presencia. Considérese, a modo de ejemplo, la centralidad
que tuvo la figura del indio en el imaginario fundacional del México posindependencia y en el cual se
postuló al mestizo como asiento de la nacionalidad, versus la nula presencia de esta figura en las letras
peruanas del siglo XIX, tal como evidencia el caso del mismo Palma. Sin embargo, en todos estos casos
podemos verificar el lugar de relativa subordinación que estas figuras adoptaron en el concierto del relato
nacional, sobre todo si consideramos la relevancia que alcanzó la identificación del aborigen con un tropo
en especial: el del «salvaje», que, como señala Jáuregui (2008), se incorporó discursivamente en
la historiografía ilustrada, los discursos de la emancipación y las literaturas nacionales (…) como
un artefacto de enunciación retórico-cultural, ya para establecer las continuidades simbólicas de la
nación con el pasado indígena, ya para marcar metafóricamente las alteridades étnicas y políticas
respecto a las cuales se definieron hegemónicamente las identidades nacionales. (p. 223)
Es necesario recordar que durante el siglo XIX circularon dos grandes versiones de este tropo,
ambas de raíz romántica: la del «buen salvaje» y la del «salvaje-bárbaro». Se sabe, por una parte, que Jean
Jacques Rousseau elaboró su mito del bon sauvage partiendo de la tesis de que ningún ser humano nace
esencialmente malvado, sino que, por el contrario, es la sociedad civilizada la encargada de corromperlo.
La idea del «buen salvaje» penetra en la cultura americana a través de Chateaubriand, quien, como católico
tradicionalista, se interesaba menos en resaltar la dignidad del otro no blanco que en probar el valor universal
y civilizador de la religión católica, por cuya intermediación se descubría el valor del hombre absoluto,
incluso del «salvaje americano»; en esta línea, el bárbaro americano sería, por extensión, un efecto de los
traumas que conllevan la invasión territorial y la esclavitud propia del colonialismo.
Sin embargo, en Chile es la imagen de Calibán —el salvaje como bárbaro inmune al proyecto
civilizatorio que se delinea ya en las observaciones del naturalista Charles Darwin (Bengoa, 2017)— la que
se proyecta con fuerza hegemónica. Esta es la alteridad que concentra la suma de los temores y los odios,
«la antifigura, (…) la identidad rechazada, perseguida, las señas personales que hay que borrar, las huellas
que hay que hacer desaparecer» (Rojas, 1991, p. 88), en un proceso que perdura hasta nuestros días. Sobre