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DETERMINARSE COMO ESCRITOR ARGENTINO: LA LENGUA
«AFANTASMADA» DE ALAN PAULS
Determining oneself as an Argentine writer: the “Ghostly” Language
of Alan Pauls
Emiliano Rodríguez Montiel
1
RESUMEN
El presente artículo se centra en el comienzo literario de Alan Pauls, en específico, en sus dos primeras novelas: El pudor del
pornógrafo (1984) y El coloquio (1990). Mediante el análisis del sistema de correspondencias europeo y extemporáneo (Kafka,
Klossowski, Goethe, Bataille) que interviene en el proceso creativo de dichos textos, esta argumentación busca evidenciar, en
primer lugar, el contexto inmediato con el cual esta narrativa decide, desde sus inicios, antagonizar aquellas escrituras afines
a la idea de un hacer literario vinculado a la politización, el memorialismo, la función pedagógica, el folklorismo y , en segundo
lugar, unido estrechamente a lo anterior, el conjunto de elecciones (temáticas, teóricas, filiatorias, formales y valorativas) que
Pauls toma para hacerse un lugar en su tradición nacional. Una condición argentina de escritor, es decir, universal, cuya
traducción formal, tal es nuestra hipótesis, es la composición de una lengua «afantasmada»: una lengua tallada desde adentro
por otras lenguas, capaz de exiliar del propio tiempo a quien escribe para inventarle su propia contemporaneidad.
Palabras clave: Relatos de comienzo, Alan Pauls, Grupo Shangai, anacronismo, literatura argentina contemporánea.
ABSTRACT
This paper focuses on Alan Pauls' literary beginnings, specifically on his first two novels: El pudor del pornógrafo (1984)
and El coloquio (1990). Through the analysis of the European and extemporaneous system of correspondences (Kafka,
Klossowski, Goethe, Bataille) that intervenes in the creative process of these texts, our argumentation aims to evidence,
firstly, the immediate context with which this narrative decides, from its beginnings, to antagonize: those writings related to
the idea of a literary work linked to politicization, memorialism, pedagogical function, folklorism. And, secondly, closely
linked to the above: the set of choices (thematic, theoretical, filiatory, formal and evaluative) that Pauls takes to make a place
for himself in his national tradition. An Argentine condition of writer, that is, universal, whose formal translation, such is our
hypothesis, is the composition of an “aphantasmed” language: a language carved from within by other languages, capable of
exiling the writer from his own time in order to invent his own contemporaneity.
Keywords: debut novel, Alan Pauls, Shanghai Group, anachronism, contemporary Argentine literature.
1. La lengua afantasmada
En «Elogio del acento», ponencia leída en el marco del congreso Literatura argentina: adentro
y afuera (NYU, 2005), Pauls narra una escena de su infancia. Invitado por Silvia Molloy y Mariano
1
Universidad Nacional de Rosario (UNR), Instituto de Estudios Críticos en Humanidades (IECH). Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Becario posdoctoral. Doctor en Letras, Rosario,
Argentina. Correo electrónico: rodriguezmontiel@iech-conicet.gob.ar. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-
8050-9151
DOI: https://doi.org/10.15517/rk.v47i2.55802
Recepción: 21/11/2022 Aceptación: 28/2/2023
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Siskind a reflexionar acerca de los vínculos identitarios y filiatorios que su escritura establece con el
problema de lo propio, Pauls comienza su texto relatando una experiencia de trance en la nez (Molloy
y Siskind, 2006)
2
. Él, chico de clase media ilustrada, frente a su televisor en blanco y negro en el barrio
de Colegiales, queda prendado por el acento castellano de los cantantes extranjeros que desfilan por los
programas de los sábados. No es que le gusten, aclara enseguida, estas canciones entonadas por Roberto
Carlos, Nicola di Bari, Gigliola Cinquetti, Ornella Vannoni o Salvatore Adamo, «artistas populares,
masivos, vulgares, ignorados o incluso despreciados por los taste makers de la cultura argentina culta»
(Pauls, 2012, p. 197). Lejos de circunscribirse a lo que Barthes llama «el orden del studium» (músicas
pertinentes, culturalmente placenteras, acorde a sus expectativas de edad, clase, recorrido intelectual),
explica que estas canciones son «puro punctum, inesperadas, arteras, excéntricas al gusto; perturban y
fascinan» (p. 199). Se trata, por un lado, del reconocimiento de una disposición, desde la infancia, hacia
un tipo específico de estímulos: aquellos cuya naturaleza es ante todo indirecta, opaca, matizada. Y, al
mismo tiempo, del reconocimiento de una aversión, o fobia, hacia aquellos fenómenos carentes de tal
proceso de perturbación (p. 203). Si el acento de estos brasileños e italianos provoca tal goce, dicho de
otro modo, es porque el castellano de segunda mano que entonan funda, confiesa Pauls, una experiencia
estrábica: la del extrañamiento. Según confiesa:
«Esto que estoy escuchando no está bien». Y pensaba bien porque lo que escuchaba, en efecto,
no era italiano, no era castellano, no era argentino, no era ni siquiera ese pidgin inventado por el
género del sainete que es el cocoliche, la lengua artística, babélica, que la inmigración habla a
menudo en la literatura argentina. Era simplemente una lengua mal impresa, fuera de registro,
como se dice de esas imágenes que, volcadas sobre un papel barato, poco sensible a las
delicadezas cromáticas del original, se ven sucias, corridas, multiplicadas en capas y capas de
colores distintos (…) Era una lengua tallada desde adentro por otra lengua. Una lengua, digamos,
afantasmada (Pauls, 2012, p. 200).
Una lengua que es tallada desde adentro por otra lengua. Esta definición, que le servirá, por
otra parte, para hacerle frente a las preguntas-consigna planteadas por el congreso ¿Hay una literatura
nacional?», «¿qdetermina que uno sea “un escritor argentino”?», «¿cómo se tejen las relaciones entre
2
Además de Pauls, otros escritores participaron del congreso: María Negroni, Marcelo Cohen, Diana Bellesi,
Edgardo Cozarinsky, Mercedes Roffé, Alicia Borinsky, Sergio Chejfec, Luisa Futoransky, Martín Kohan, Luisa
Valenzuela y Tamara Kamenszain. Las ponencias serían recogidas en la publicación colectiva Poéticas de la
distancia: adentro y afuera de la literatura argentina (Molloy y Siskind, 2006).
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autor, lengua, escritura y nación?»), es tomada aquí como figura, o imagen, para pensar la prosa de El
pudor del pornógrafo (1984) y El coloquio (1990) (Molloy y Siskind, 2006, pp. 10-11). Si la idea de
una «lengua rondada por otra» le funciona a Pauls para pronunciarse en contra de toda convicción
identitaria de ese «tono único y uniforme con el que se alienta a suscribir a un ser único y uniforme:
el ser argentino», a nosotros nos resulta provechosa para explorar los dos grandes problemas sobre
los que giran dichas novelas: la lengua y la tradición (Pauls, 2012, p. 202). Es en los dos términos de la
expresión, «lengua» y «fantasma», donde advertimos que se encuentra condensada la singularidad del
comienzo de la escritura paulsiana. Ante todo, porque El pudor y El coloquio son dos narraciones que
se interrogan, temática y formalmente, por la materialidad del lenguaje, por su capacidad de tornarse
cuerpo, en el caso de la primera, y hecho, en el caso de la segunda. Y, asimismo, porque ambos títulos
están compuestos sobre una horma fantasmagórica, a la vez europea y extemporánea; una que,
poniéndose al servicio de dos géneros (el epistolar y el policial), es integrada por Franz Kafka, J. W.
Goethe, Pierre Klossowski y Georges Bataille. El uso del adjetivo «afantasmada» es aquí comprendido
según dos acepciones: la que provee Borges y la que suministra Barthes. Demostrando hasta qué punto
ambos autores pueden armonizar sobre una misma conciencia literaria, Pauls, al definir como
«fantasmático» el acento ítalo-argentino o argentino-brasileño de los cantantes extranjeros, pone al
descubierto dos de sus presupuestos teóricos: la idea borgeana de «precursor» y la noción barthesiana
de «influencia». En su intento por pormenorizar el «extraño delay» que lo moviliza en su niñez, y, sobre
todo, en su búsqueda por desmarcarse de los axiomas del nacionalismo populista que lo acechan en
tanto escritor argentino «la seducción de toda identidad plena», Pauls recurre a un término cuyas
premisas (tal es nuestra hipótesis) invocan tácitamente a sus dos escritores favoritos (Pauls, 2012, p.
202). Por un lado, la premisa de Borges es la siguiente:
Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me
equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno
de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera
escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría (…) El hecho es que cada escritor crea sus
precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro.
En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. (Borges, 2011a,
p. 135)
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Por otro lado, recuperamos la premisa obtenida de Barthes:
El objeto inductor no es, sin embargo, el autor del que hablo sino más bien lo que éste me lleva
a decir de él: yo me influencio a mismo con su permiso: lo que digo de él me obliga a
pensarlo de mí mismo (o a no pensarlo), etc. Hay pues que distinguir los autores sobre los que
uno escribe y cuya influencia no es ni exterior ni anterior a lo que de ellos decimos, y
(concepción más clásica) los autores que uno lee; pero de éstos, ¿qué me viene? Una suerte de
música, una sonoridad pensativa, un juego más o menos denso de anagramas. (Tenía la cabeza
llena de Nietzsche, al que acababa de leer; pero lo que yo deseaba, lo que yo quería captar, era
un canto de ideas-frases: la influencia era puramente prosódica). (Barthes, 1975, p. 142).
Leídas una después de la otra, ambas sentencias componen una definición conjunta de lo que
Pauls concibe como influjo: el escritor, desoyendo los imperativos deterministas del historicismo
literario, tiene libre albedrío de dar cita a identidades extrañas a su tradición, tiempo y espacio, porque
lo que verdaderamente se convoca, lo que en definitiva le llega al escritor de los autores con los que
intima en la lectura, es una prosodia. Quiere decir: un cómo (un acento, una idiosincrasia o música) y
no un qué (lo estrictamente narrado). Dejarse influenciar por un escritor consiste, en otras palabras, en
concederle al pensamiento la posibilidad de ser afectado por una modulación que, una vez expropiada
como idea, pueda participar del proceso creativo. Así pues, la noción de «lengua afantasmada»,
concepto que no hace sino refrendar las hipótesis ya enunciadas en torno a «El escritor argentino y la
tradición» y Cómo vivir juntos (2003), deviene ruta de exploración del inicio narrativo de Pauls
3
. Un
trayecto cuyos focos de atención son esencialmente tres, provistos todos por Caparrós (1989) en su
intento por definir los rechazos y adhesiones de Babel; a saber: el espacio (la Buenos Aires kafkiana),
los géneros menores (el epistolar y el policial, las cartas eróticas de un célibe y el relato coral de un
crimen literario) y el tiempo (el histórico y el personal, el que se desmarca de los imperativos
historicistas de los 80 y aquel que reordena, retrospectivamente, la propia obra)
4
.
3
La impronta barthesiana es central en la obra del argentino. Pauls lo ha leído, comentado, prologado, traducido,
enseñado y expropiado múltiples veces en sus ficciones. Es, si se quiere, el gran arquitecto de su pensamiento.
Ejemplo de esto es el prefacio que escribe para el primero de los tres seminarios que Barthes dictaría el Collège
de France (1976-1977): Barthes, R. (2003). Cómo vivir juntos: Simulaciones novelescas de algunos espacios
cotidianos. Siglo XXI.
4
Entre 1984 y 1990, años en los que se publican, respectivamente, las dos novelas que nos ocupan, El pudor del
pornógrafo y El coloquio, Alan Pauls participa como reseñista y miembro base del staff del proyecto editorial
Babel. Revista de libros. Allí se construye, desde su interior y para sí, un programa estético antipopulista
valiéndose de cuatro estrategias puntuales: el extrañamiento del color local (en pos de la construcción de
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2. La Buenos Aires kafkiana
Para empezar, podríamos reparar en lo que gran parte de la crítica escasa, por cierto ha
dicho por separado sobre ambas novelas: tanto en El pudor como en El coloquio sobrevuela una
atmósfera exótica, más afín a los cielos centroeuropeos que al que puede provenir de Buenos Aires en
los 80 (Caparrós, 1989; Gramuglio, 1990; Sarlo, 2007)
5
. Aquí se hace referencia a «atmósfera» y no
«lugar», porque a diferencia de otras novelas coetáneas pertenecientes a un fenómeno que Sandra
Contreras describe como «boom exótico» (Contreras, 2002, p. 70), las narraciones de Pauls refieren
el afuera, no lo adoptan como espacio diegético donde desarrollar la historia. En otras palabras: si es
posible hablar, salvando las diferentes búsquedas estéticas, de una China de Aira, un Egipto de Laiseca
o una Persia de Guebel, no sucede así con la Viena o la Praga de Pauls. Se trata de una apuesta estética
por el extrañamiento del color local que implica, antes que una emigración geográfica (ambas novelas
siguen ubicándose en Buenos Aires), una emigración formal. La extranjerización paulsiana es ante todo
un efecto de estilo, ocasionado por la serie de alusiones la serie de «fantasmas» que exilian su
escritura respecto de la lengua en la que escribe
6
.
Sintonizando con una vasta tradición nacional aquella que, a razón de Piglia, se funda en la
cita en francés del Facundo y es proseguida con fuerza por las lenguas exiliadas de Borges, Arlt,
Gombrowicz y Macedonio, lo que está en juego en los comienzos de la narrativa de Pauls es el manejo
y la apropiación de la literatura europea. Estamos recuperando, claro está, las hipótesis de los sendos
ensayos de Ricardo Piglia «Notas sobre Facundo» de 1980 y «¿Existe la novela argentina? Borges y
escenarios estéticamente distantes y foráneos), la suspensión de los grandes relatos (en defensa de los géneros
menores, de su capacidad de obliterar mediante la oblicuidad y la fragmentación la exigencia de completitud
temática), la mezcla de las genealogías (en favor de la convivencia de poéticas extemporáneas e impropias) y el
culto de lo intempestivo (en perjuicio del carácter inmediato y unívoco de la verdad histórica, y en provecho de la
creación retrospectiva del propio pasado) (Caparrós, 1989; Catalin, 2014).
5
Podrían aquí mencionarse para moderar un poco la afirmación sobre la escasez bibliográfica tres trabajos
que abordan las novelas que nos ocupan. Pablo Rubio Gijón, en Orden y abyección, su tesis de maestría se centra
íntegramente en la cuestión del policial en Pauls por medio del análisis de El coloquio y dos de sus cuentos («Caso
Malarma» y «Caso Berciani»); su trabajo fue posteriormente publicado en formato de libro. Por su parte, Diego
Ruíz (2016), en Vida por escrito trabaja un corpus de novelas que va de El pudor del pornógrafo hasta Historia
del llanto. Por último, Pablo Virguetti (2018), de la Université Bordeaux Montaigne, analiza el discurso amoroso
de El pudor según las formulaciones de El banquete de Platón. Su artículo, titulado «Las máscaras de Eros», sería
incluido en el volumen colectivo a Échos d’Alan Pauls, dirigido por Raphaël Estève.
6
Las novelas aludidas son Una novela china (1987) de César Aira, La hija de Kheops (1989) de Alberto Laiseca
y La perla del emperador (1990) de Daniel Guebel.
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Gombrowicz» de 1987; hipótesis que, se sabe, tendrían su cuarto de hora literario en boca de Renzi en
Respiración artificial. No es insignificante el que dichos textos hayan aparecido en los mismos años en
los que se escriben las novelas de Pauls. No lo es porque, por un lado, permiten de cierto modo
establecer, en el terreno de la conjetura, los frutos de un intercambio personal una amistad que
entrambos mantendrían por aquellos años y que tanto uno como el otro han referido en clave confesional
(ver: Arias, 2021; Piglia, 2017, pp. 49-59; Pauls, 2018, p. 91). Y por otro, yendo a lo que interesa resaltar
aquí, porque la idea de estilo «exiliado» que se anida en tales intervenciones idea compartida por otro
ensayo próximo a la órbita de lecturas de Pauls, «Exilio y literatura» de Saer (1979) , se encuentra
investida por un valor. Como bien señala Sandra Contreras (2002), tanto la posición de Piglia como la
de Saer confluyen en lo siguiente: la «gran tradición» de la literatura argentina, su «verdadera»
expresión, es aquella cuyos escritores han sabido parafraseando la célebre frase de Proust
«instalarse en la propia lengua como un extranjero» (p. 69). Contreras explica que, para Saer, el exilio
es la propiedad que define «la condición misma del escritor, la marca en la praxis literaria de una
autenticidad en tanto resistencia, en la expresión, al reino del estereotipo» (p. 70), y para Piglia, «el
dispositivo de valor que permite distinguir, en la historia de los estilos del siglo XX, los estilos
auténticamente nuevos» (p. 70). Así, estos son aquellos estilos cuya disonancia prosódica las lenguas
anómalas de Arlt, Gombrowicz, Macedonio transgrede las convenciones dominantes de la lengua
literaria (léase el borgismo, y antes el lugonismo, devenido modelo de la lengua nacional, el estilo que
le tiene «horror a la mezcla» y que se ha vuelto garantía escolar del «buen uso de la lengua») (Piglia,
1980).
Búsqueda de la condición escritora, búsqueda de un estilo auténticamente nuevo: haciendo
suyas estas empresas, Pauls, conocedor por otra parte de las teorías de la desterritorialización vigentes
en aquella época (por ejemplo, el Extraterritorial de Steiner, el Kafka y Mil Mesetas de Deleuze y
Guattari), comienza su periplo literario queriendo sintonizar con la gran tradición de la literatura
nacional (Pauls, 2014). Al componer una literatura rondada por fantasmas o al optar, en otras
palabras, porque sus primeras dos novelas sean interferidas por otras lenguas al punto de volverlas
hoy irreconocibles (carentes del tono, el ritmo, el vértigo que define, desde Wasabi, su marca
estilística: la frase extensa y laberíntica), Pauls no hace sino enunciar un deseo: que su obra de
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narrador joven porte las cualidades necesarias para ajustarse a los criterios de valor de sus maestros
indiscutidos. Es en esta dirección que leemos la siguiente entrada del Diario de Piglia, donde muestra
su aprobación por la aún inédita y casi adolescente escritura de Pauls (¿otro de sus aciertos
retrospectivos?): «Alan es muy inteligente y escribe muy bien. [A diferencia de Miguel Briante] es
más completo, más culto, y se puede esperar de él lo mejor» (Piglia, 2017, p. 51)
7
. Es también en esta
dirección que leemos las hipótesis que vertebran dos ensayos de Pauls escritos por aquellos años
«Arlt, la máquina literaria» (1989a) y «Lengua: ¡sonaste!» (1989b), proposiciones que no hacen
sino retomar la tesis pigliana para describir y encomiar la naturaleza singular de la lengua artliana y
lamborghiniana
8
. Y es, por último, en esta dirección que leemos uno de los fragmentos del manifiesto
de Shanghai, escrito casi a finales de 1987, el mismo año del ensayo de Piglia:
En Shanghai la cocina sabe con el sabor indefinible de la mezcla, en platillos donde resultaría
veleidoso y grotesco todo intento de llamar al pan, pan, y al vino sake. Shanghai suena a chino
básico, y sólo lo incomprensible azuza la mirada. (Caparrós, 1993, p. 526).
Sonar a chino básico: he ahí la clave para iniciar, a lo grande, un proyecto editorial, en el caso
de Babel, y un proyecto literario, en el caso de Pauls. De lo que se trata, en el fondo, para Pauls, es de
sacar provecho de esa posición esa fuerza irreverente que la tesis borgeana le atribuye a la
literatura argentina respecto de las grandes corrientes de la cultura europea. Se trata de reemprender,
por proponer un caso ejemplar, el camino que Borges toma al deformar ciertos elementos de Buenos
Aires en «La muerte y la brújula». Al trocar el nombre del Paseo Colón por Rue de Toulon, o el de las
7
La entrada está fechada el 1 de diciembre de 1977, año en el que Pauls solía frecuentarlo ya en el departamento
donde Ludmer dictaba sus cursos privados. En una entrevista coordinada por Hernán Arias para Anfibia relata:
«En ese momento, Josefina y Ricardo vivían juntos en un departamento de la calle Viamonte, yo ya estaba
escribiendo ficción, unos cuentos. Había leído Nombre falso en las vacaciones del ‘75 y había quedado
completamente hechizado por el libro, así que vía Josefina conseguí encontrarme con Ricardo y pasarle algunos
de esos textos. Muy pronto se organizó una especie de academia familiar: la madre China era la teoría, el padre
Ricardo la ficción (y todos los híbridos posibles), yo, el discípulo más privilegiado del mundo» (Arias, 2015, s/p).
El cuento que Piglia elogia de Paulsinédito aún se llama «Anverso y reverso». Por lo demás, para una lectura
centrada en los modos en que los Diarios construyen a un Piglia visionario, «de infalible puntería», que acierta en
prácticamente todo lo que vaticina (como en nuestro caso, que augura un futuro promisorio para la literatura de
Pauls cuando apenas tiene 18 años y un cuento escrito), ver «Diario diferido» (2019) de Martín Kohan y «El
último viaje de Orfeo» (2019) de Teresa Orecchia Havas.
8
Podríamos agregar aquí, como una consonancia más entre las hipótesis de Pauls y Piglia alrededor de Arlt, el
ensayo «Un cadáver sobre la ciudad», recopilado en Formas breves (1999). Allí Piglia (1999), fiel a su estilo
dialógico y ocurrente, dice: «Hay un extraño desvío en el lenguaje de Arlt, una relación de distancia y de
extrañeza con la lengua materna, que es siempre la marca de un gran escritor. En este sentido nadie es menos
argentino que Arlt (nadie más contrario a la “tradición argentina”): el que escribe es un extranjero» (p. 32).
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quintas de Adrogué por Triste-le-Roy, al emplear, en calidad de topónimo, ciertos apellidos europeos
para nominalizar a sus personajes (Treviranus; Lönnrot; Scharlach), Borges, lo cuenta él mismo, halla
finalmente «el sabor de las afueras de Buenos Aires» (Borges, 2011b, p. 311)
9
sin proponérselo, sin
esa aspiración localista que puede reconocérsele en, por ejemplo, Fervor de Buenos Aires (2011c),
cuando mitifica a través del canto sus calles, sus barrios, sus plazas, sus prácticas y busca entreverar
la propia biblioteca extranjera sin caer por ello en un lugar ya uniformizado. Ahora ¿no es esto acaso
lo que hace Pauls, sin proponérselo también, con el barrio porteño de El coloquio, al bautizar sus calles
y habitantes con el idioma kafkiano? La casa en torno a la cual gira toda la novela se ubica en «el
número 36 de la calle Praga» (Pauls, 1990, p. 24); dos de sus personajes llevan por nombre los apellidos
de dos amigos judíos de Kafka, Max Brod y Franz Werfel (ambos escritores en una lengua que
tampoco es la materna: la alemana); la pareja protagonista, Pablo Daniel F. y Dora D., emula en la
abreviatura y anonimato de sus nombres la poética nominalizadora kafkiana («Josef K.» o simplemente
«K.»). Esto explica por qué a María Teresa Gramuglio (1990) la novela le «suena muy argentina» (p.
4), o por qué a Alejandro Katz (1990) El coloquio le parece que «manifiesta la Argentina de los años
recientes» (p. 8). Así, se trata de sonar a chino básico, sonar como suena la lengua de Kafka.
Sonar o más bien «respirar». Pues, si Borges le imprime a su ciudad cosmopolita un clima
pesadillesco, más próximo al cielo lúgubre de los cuentos de Poe que al atardecer bullicioso del arrabal
porteño (Borges, 2011c, p. 50), Pauls hace lo propio inoculándole al ambiente de El coloquio un aire
kafkiano. El mismo que asfixia a Joseph K. en El proceso, el mismo que impregna la habitación de
Gregorio en La metamorfosis: un aire viciado, de encierro, que todo lo entorpece y lo ralentiza. Un aire
que no puede circular, que es incapaz de renovarse porque la novela, a diferencia de El pudor, carece
de aberturas. Su único ambiente, un recinto nunca explicitado (¿Qué es?: ¿una comisaría?, ¿una sala de
interrogatorio?, ¿la vereda de la casa de la víctima?), reúne a seis personajes (dos policías, un psiquiatra,
un testigo, el padre del victimario y su esposa) con el propósito de dilucidar un delito: el asalto nocturno
9
Daniel Balderston (1996), incisivo, localiza más referencias de la Buenos Aires de la época en «La muerte y la
brújula»: «el “alto prisma” de un rascacielos es el Hotel Plaza en la Plaza San Martín, uno de los primeros
rascacielos porteños; el “caudillo barcelonés” de un suburbio industrial es Barceló, caudillo electoral de la ciudad
vecina de Avellaneda; Ernst Palast, el periodista que es un simpatizante de los nazis, es Ernesto Palacio, escritor
católico y pariente de Borges» (p. 133).
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de Pablo Daniel F. a la casa de Dora D. La novela es esencialmente eso: la congestión de un grupo de
voces contrapuestas (el de la policía, la psiquiatría, el sentido común) que discurren, hasta la
extenuación y el delirio, sobre un hecho al que no paran de brotarle hipótesis insospechadas. Ya lo dijo
Piglia (2005): la interrupción es el gran tema de Kafka y su estilo un gran arte de narrar la interferencia
(p. 45). Lo que se obstruye en El coloquio no es otra cosa que la historia misma, su prosecución en el
sentido más cronológico y pedagógico: ni principio, ni final, solo marcha y contramarcha ocasionadas
por el sinfín de digresiones de sus personajes. De ahí que su prosa, un único párrafo de 186 páginas, se
desembarace de los puntos y aparte para embarrarse de paréntesis, guiones y comas (no se trata de
cortar, sino de obstaculizar). Y de ahí que a Beatriz Sarlo (2007) el relato le parezca «inconsumible»
(p. 441): contra toda función didactista, que tranquiliza el argumento moldeándolo según el clásico tren
conclusivo (inicio-nudo-desenlace), El coloquio dilata el decurso de la narración hasta volverlo
exasperante.
Morosidad de la escritura, impaciencia en la lectura: la traducción ficcional de este tempo es
la paulatina zozobra que los personajes ganan a medida que avanza la novela. Circunspectos en un
principio, los actores allí reunidos empiezan poco a poco a perder los estribos cuando la discusión se
vuelve insostenible, cuando el aire embutido del ambiente termina de esquilmar toda deferencia: el
policía subordinado mastica una hoja de papel de su libreta, más tarde expele «dos gusanitos fecales»
(Pauls, 1990, p. 85) para demostrar su rechazo a la hipótesis del psiquiatra; el policía en jefe coloca el
caño del arma reglamentaria en la boca del testigo, luego, al querer golpearlo, estrella «de lleno su
cabeza contra el poste del teléfono» (p. 88); y así, en varias circunstancias más (ver Pauls, 1990, p. 89;
p. 106). De lo que se trata, con esto, es de señalar el uso específico de la espacialidad kafkiana en El
coloquio. Una torsión que bien podría adjetivarse como aireana, en tanto que es Aira quien lee a Kafka
como un escritor cómico, rehuyendo así del consenso crítico que orbita en torno a su poética (este es:
la comprensión de Kafka como un escritor existencialista, marxista o fantástico). En el prólogo a su
traducción de La metamorfosis, Aira (2006) lee dicho texto como una comedia familiar, muy al estilo
soap opera de televisión, como Alf, Mister Ed «o cualquiera de esas pueriles diversiones que surgen
de introducir un elemento extraño en la menos extraña de las situaciones» (p. 9). Y sigue: «Kafka
consideraba humorístico este relato. Y en efecto, ¿cómo podríamos considerarlo trágico, o siquiera
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patético? ¿Acaso alguien se ha transformado en insecto alguna vez?» (p. 9). En un sentido homólogo,
Pauls precipita el litigio interminable de sus personajes, la crispación que genera, no hacia las
turbaciones convencionales del mundo kafkiano (aquella visión que doblega al héroe de El pudor al
trabajo y que habitualmente se emplea para caracterizar los males de burocracia moderna: alienación,
dominación, angustia, arbitrariedad, desolación), sino, antes bien, hacia el humor. Uno enraizado,
como anticipa la contratapa, a la lógica del slapstick de Buster Keaton o Charlie Chaplin: humor físico
hecho de golpes, porrazos, vituperios e insultos varios.
Toda primera novela es «un archivo de influencias», afirma Matilde Sánchez (2011, p. 10) en
el prólogo a la reedición de La ingratitud. Y El pudor del pornógrafo no es la excepción. Aq la
espacialidad kafkiana, antes que manifestarse por topónimos o gags (la única referencia explícita es
una llave grabada con «la letra K»), se tematiza de la forma más tradicional: en la habitación-cueva
del narrador, recinto donde el héroe se ve sometido a causa del sinnúmero de cartas pornogficas que
exigen ser respondidas. Dos son los relatos del checo que resuenan aquí: «La ventana a la calle» (1913),
brevísimo texto que narra la historia de un hombre que vive en aislamiento y que solamente busca,
«como hombre cansado que es, pasear su mirada apoyado contra el antepecho de su ventana, entre la
gente y el cielo» (Kafka, 2005a, p. 24); y «Poseidón» (1920), cuento donde el rey de los mares no
conoce mar alguno por estar demasiado ocupado administrando el papeleo de todas las aguas. Al igual
que estos reclusos, el pornógrafo de El pudor es un prisionero, de su casa y de su trabajo: prácticamente
no sale de su cuarto en toda la novela, y entre carta y carta encuentra sosiego solo al avistar a su amada
desde la ventana. Así empieza la novelística de Pauls, con una escena de contemplación amorosa
concebida como paréntesis laboral.
Será el propio Piglia quien repare en la figura de la cueva kafkiana, no ya como un lugar
desdichado fruto de la alienación laboral, sino como un espacio utópico, inmejorable, para la escritura.
Al igual que la biblioteca de Borges, la celda de Gramsci, la isla de Robinson Crusoe, el tren en Ana
Karenina o el árbol en el medio de la guerrilla en los diarios del Che, la imagen de la cueva en Kafka
proyecta, afirma Piglia (2005) en El último lector, una metáfora extrema de «repliegue, quietud y
soledad» (p. 20). Ya sea por la hostilidad que supone la exterioridad del mundo o por la sociabilidad
subyacente que arrastra la vida matrimonial (problemas caros en la vida del checo), la fantasía de la
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cueva representa un deseo íntimo de refugio, de corte abrupto con el afuera. Dice Piglia (2005): «[La
que] sigue es la más extraordinaria descripción que se pueda imaginar de las condiciones de una
escritura perfecta» (p.29), y acto seguido, cita un pasaje de una carta que Kafka le envía a Felice el 14
de enero de 1913:
Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo
más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían
la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta
más exterior de la cueva. (p. 29)
Observamos, aquí, cómo en una misma figura kafkiana, la de la cueva, se concentran dos
polos, dos impulsos, opuestos: uno negativo, figurado en su literatura (el encierro como perjuicio de
la vida práctica), y otro positivo, fraguado en sus cartas (el aislamiento como fantasía para la escritura).
Un movimiento sin duda paradojal que El pudor retomará como motor de la ficción. En efecto, no solo
los relatos de Kafka rondan fantasmáticamente la ópera prima de Pauls; como él mismo se encargará
de aclararlo en el epílogo treinta años después una operación autofigurativa de la que nos
ocuparemos luego, en su primera novela habitan, deformadas, las cartas que Kafka le escribió a sus
mujeres, Felice y Milena.
3. Las cartas de un célibe
Si los guiños kafkianos antedichos contribuyen a vislumbrar el modo en que se configura el
espacio en El pudor, sus cartas amorosas cartas de un célibe ineluctable resultan decisivas para
dar cuenta cuál es el movimiento vector de esta novela, en qué radica, mejor dicho, la singularidad de
la propuesta inicial de Pauls. Aquella que, sin más, le permite afirmar a Beatriz Sarlo (2000) que «Alan
Pauls es un escritor muy atípico» y que El pudor se «desmarca extrañamente de un campo literario y
de lo que se espera que fuera una ‘primera’ novela» (p. 5). La imagen que ilustra la tapa de la reedición
de 2014, un óleo sobre lienzo del pornógrafo John Currin («Ann Charlotte», 1996), ayuda, de modo
figurado, a trazar una respuesta. Teniendo como modelo las tapas de las revistas Playboy de los años
60 y 70 un diseño dominado por el pin-up, la paleta de colores suaves y el plano americano Currin
pinta a una mujer de mediana edad sirviéndose de ciertos recursos de la técnica Old Master (en
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especial, la de Cranach, Courbet y Fragonard). Un cruce entre lo clásico y lo contemporáneo, entre lo
alto y lo popular, que El pudor emula al entreverar el epistolario de Kafka con «los correos sexuales
de las revistas eróticas [Penthouse y Oui]», las cuales, confiesa Pauls (2014), «robadas del placar de
pulóveres de mi padrastro habían fogoneado mis días de adolescente» (p. 137). De esa mezcla está
hecha El pudor. De este modo están usadas, pervertidas, las cartas amorosas del checo. El amor y la
perversión. Alrededor de esta dualidad se estructura la complejidad de lo narrado, un binomio
complementario, no adversativo, en el que entran a participar para afantasmar aún más la lengua
precoz de Pauls Klossowski y su «ley de la hospitalidad» (Roberte, esta noche, 1953), y Bataille y
su erotismo abyecto (Historia del ojo, 2016).
Si entendemos esta novela como germen del tratado amoroso de El pasado, El pudor se lee
como una novelita sentimental, el relato de cómo dos amantes, al verse privados del contacto físico,
construyen por medio de la escritura una correspondencia pulsional; o, si se quiere, la historia de un
afecto lingüístico en el que todo pensamiento, toda imagen y todo deseo se circunscribe al filtro del
lenguaje, al sinnúmero de cepos que la palabra, en tanto dimensión arbitraria, le planta al sujeto al
momento de «querer-asir al otro» (Barthes, 1977, p. 231). Si El pasado pone a disponibilidad por
medio de Sofía la pregunta por la medida del amor (¿cuánto puede soportar un cuerpo los embates de
la adversidad amorosa? ¿Hay acaso una frontera, sea cultural, psíquica o física, que limite el campo
dentro del cual el enamorado pueda amar?), El pudor se interroga por la medida del lenguaje, por su
capacidad de poder suplantar, con éxito, el cuerpo en la relación amorosa. Y el escenario elegido para
poner a prueba esta resistencia es la carta. Aislado del mundo, recluido en su habitación-cueva, el
narrador encuentra sosiego de su labor de pornógrafo en el intercambio epistolar con su amada Úrsula.
Se trata de soliloquio cuyo dramatismo cuyo acento evoca la fiebre amorosa del personaje
tutor de los Fragmentos barthesianos: el Werther (1984) de Goethe. El patetismo con el que dirime
sus emociones, la forma en que sobrecarga la superficie del lenguaje con exclamaciones y
subjetivemas lacrimosos, así como el modo en que su carácter se condena a convivir en un péndulo
anímico que va de la más exaltada plenitud («¡Oh, amor, decidida Úrsula, tus cartas me hacen tanto
bien!») (Goethe, 1984, p. 19) hasta la más arrancada desesperación («No puedo seguir viviendo así»)
(p. 20), recuerdan al Sturm und Drang wertheriano. Tonificada por el uso de ciertos verbos aflictivos
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tales como «atormentar» (p. 26), «necesitar» (p. 32), «mitigar» (p. 32), «sacrificar» (p. 42), «sufrir»
(p. 42), prácticamente no hay pasaje de la novela que no esté atravesado inundado por dicha
estética (1984, p. 19; p. 20; p. 26; p. 32; p. 42). Se trata de una impronta, y, con ello, de una idea de
amor que, concebida como una religión, sitúa retrospectivamente a esta novela como germen, o versión
preliminar, del amor andrógino y total que practicará Sofía, la mujer-monstruo de El pasado.
Ahora bien, tal fervor por expresar el amor presenta, como contraparte, un deseo igualmente
ávido por impugnar toda posibilidad de encuentro. La distancia espacial que el flujo de cartas instaura
entre los escribientes funciona, sin duda, como coartada para no pactar una cita. Mediante el despliegue
de lo que Deleuze y Guattari (1975) llaman, leyendo a Kafka, «una topología de los obstáculos» (p.
49) esto es, una serie de pretextos que intercala el amante para amar sin ser visto , el héroe de El
pudor, con la excusa de su ajetreada labor de pornógrafo, reemplaza la acción de ir al encuentro con
Úrsula por la acción de la carta en sí, es decir, su envío, su trayecto, las idas y venidas del cartero. De
ahí que Don Máscara, el responsable de llevar y traer la correspondencia en la novela, ocupe un lugar
tan relevante en el desarrollo de la historia, al punto de constituirse como el alter ego exacto del
narrador. Oficiando de celestina y dealer epistolar, este «monigote» siniestro hace las veces de
doppelgänger del héroe: de un lado el libe y del otro el perverso. Si el primero, con su pudor hetero-
monogámico, se entrega durante el día a la escritura amorosa, el otro, con su «impecable traje negro»
y «burdo antifaz», se entrega, durante la noche, a los placeres abyectos del cuerpo (Pauls, 1984, p. 37).
El pudor es, en esencia, este juego de desdoblamiento en el que desde dos esquinas lo dicho (el pudor
de la escritura) y lo hecho (el deseo del cuerpo) se tensionan. Un conflicto de raigambre kafkiana, claro
está, que Deleuze y Guattari explican así:
Kafka distingue entre dos series de intenciones cnicas: las que tienden a restaurar las
«relaciones naturales» venciendo las distancias (el tren, el coche, el avión), y las que
representan la venganza vampírica del fantasma y reintroducen «lo fantasmátic(el correo,
el telégrafo, el teléfono inalámbrico). (Deleuze y Guattari, 1975, p. 48)
De esta condición vampírica, podríamos decir, está hecha la correspondencia de El pudor. Si
Kafka se aferra a la mediatez inherente del nero por temor a quedar atrapado, en la presencialidad,
al contrato conyugal, el pornógrafo abdica del cuerpo del otro por miedo a que lo conquistado —–lo
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acontecido en el terreno del lenguaje (confesiones, proyecciones, fantasías e imágenes) se pierda.
El resultado es una telaraña de idealizaciones en la que el remitente queda atrapado por la proyección
imaginaria del otro. El cuerpo en estos relatos es algo de lo que se puede prescindir, incluso, algo de
lo que se tiene que desertar. El verdadero motor de la relación es la carta. Se escribe no para poder
materializar un encuentro (función apelativa) sino, antes bien, para poder seguir escribiendo (función
poética) (Pauls, 1984). El amor es, por ello, ante todo fantasmático: se ama, se desea, se escribe a un
fantasma.
Ahora bien, si con Kafka y con Goethe la novela pone su acento en la pasión alta del amor,
con Bataille y Klossowski se introduce en el orden bajo de la abyección. Una exclusivamente infantil,
cabe aclararlo, puesto que el narrador, al igual que un niño, «no sabe nada de sexo» (Pauls, 2014, p.
138). Otro rasgo de la fraudulencia paulsiana: sus héroes no saben ejercer la profesión que les toca por
suerte. Escritores inhábiles que ven imposibilitada la tarea de escribir (Wasabi), traductores afásicos
que se quedan sin habla (El pasado), policías ineptos que entorpecen el crimen que deberían resolver
(El coloquio), pornógrafos que son vírgenes (El pudor). De lo que se trata en este último es de la puesta
en marcha de un erotismo una estimulación sensorial que incluye la masturbación y el voyerismo,
pero jamás el coito. Como los adolescentes batailleanos de Historia del ojo (2016), los cuales, sin
considerar necesaria la copulación para alcanzar el éxtasis, se orinan, se masturban y se ensucian con
la ayuda de una miscelánea de fluidos propios y ajenos (semen, flujo vaginal, sangre, vómito, clara de
huevos, leche de gato, testículos de toro). O como el joven Antoine en Roberte, esta noche (1953), a
quien su tío lo encierra en un cuarto oscuro para proyectarle una fotografía de su tía semidesnuda. Así,
la fiesta sexual de El pudor se estanca en la fase visual, no hay consumación ni estadio motor, sino
solo juegos preliminares, siendo el ojo, al posarse sobre la letra y sobre el amado, el órgano sexual que
suplanta a los genitales. El sexo en El pudor no se hace, se lee. Todo el placer que el coito tiene para
conceder en tanto práctica dica los amantes lo reemplazan por el bálsamo masturbatorio de las cartas.
El flujo incesante de ellas, su lectura, la dimensión significante que posibilita, suple el sexo
volviéndolo texto.
La escena final es ejemplar al respecto. Hacia el anochecer, el narrador es recogido por el
mensajero y trasladado, a cara tapada, hacia un cuarto oscuro y vacío donde es encerrado con una carta
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en la mano. Desde allí, cautivo en esa celda kafkiana, abre la única ventana disponible y descubre a
Úrsula, del otro lado del parque, copulando con el mensajero en su propio balcón. La carta va
describiendo lo que sus ojos ven: «mientras yo avanzaba en la lectura, ellos no se quedaban atrás, y
carta y espectáculo se copiaban mutuamente, precediéndose y sucediéndose hasta soldarse una con el
otro en perfecto engarce» (Pauls, 1984, p. 129). Se trata, con la composición de este triángulo voyerista
(anfitrión, anfitriona, invitado), del cumplimiento de una de las mayores leyes de la hospitalidad
klossowskianas, a saber: que el invitado «pueda actualizarse en el goce del anfitrión» (Klossowski,
1953, p. 18). Al igual que Marcelle, quien se masturba escondida en un ropero viendo cómo sus amigos
se manosean o del mismo modo que Antoine, que se excita observando detrás de una cortina cómo su
tía es movida por un huésped, el héroe de El pudor se deleita contemplando cómo Úrsula tiene sexo
anal con Don Máscara (Bataille, 2016; Klossowski, 1953). Testigo y protagonista, voyeur y copulador,
ego y alter ego se reúnen en un mismo goce. El pudor es, en este sentido, además de una novela
amorosa, un texto sobre el imaginario, la respuesta a qué es lo que ocurre cuando el doppelgänger se
entrecruza con la delectación voyerista, o, si se quiere, una fábula sobre la mirada y el caudal de
imágenes, formas y alucinaciones que puede un enamorado crearse a partir del cuerpo-letra del
amado
10
.
Si la figura del doppelgänger, encarnada en Don Máscara, borra el límite que permite
diferenciar lo fáctico de lo imaginario, lo verdadero de lo falso, «De ese terror habla El pudor del
pornógrafo» (Pauls, 2014, p. 141), entonces aflora, en la lectura, una vacilación: ¿es verdad?
¿Úrsula, Don Máscara, las cartas mismas, son reales? ¿Todas las evasivas que el pornógrafo
proporciona para no consumar el encuentro no pueden ser leídas, acaso, como tretas de la mente? ¿El
sube y baja emocional de la irracionalidad wertheriana no puede interpretarse, a la luz de esta sospecha,
como la forma que adopta el trastorno del narrador? Dicho de otro modo: ¿no puede ser El pudor, de
cabo a rabo, la narración del caudal de alucinaciones de un demente? La serie de sospechas que la
10
En torno a Klossowski podríamos agregar lo siguiente: si dicho escritor francés, además de morar temáticamente
en su ópera prima la habita lingüísticamente «El pudor del pornógrafo está directamente habitada por la sintaxis
klossowskiana, que ejerció en mí una fascinación durante años» (Pauls en Laurent, 2010, p. 119), en su tercera
novela, Wasabi, este se convierte en un personaje a quien el protagonista quiere asesinar: «una idea me estremeció.
No lo pensé; la vi, nítida como una rajadura: matar a Klossowski» (Pauls, 1994, p. 24).
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novela arroja respecto de si Úrsula y el mensajero enmascarado son o no seres animados «El
espectáculo que se ofreció a mis ojos reveló entre sus detalles el germen de un trastorno» (p. 13);
«desolada invención de una mente sublevada» (p. 28); «El delirio de mi cabeza imagina sin parar» (p.
54); «Me miro al espejo y lo que allí veo es un fantasma; no, peor que eso: la sombra de un fantasma
que fue un hombre» (p. 113) contribuye a que todo lo incluido dentro de este universo diegético
(tiempo, espacio, personajes) sea leído como una fábula siniestra, «como una novela de terror» (p.
140).
En consecuencia, lejos de hacer pie en el verosímil realista, el amor sin cuerpo fraguado en las
cartas no sería otra cosa que, siguiendo esta línea, fruto de las «divagaciones propias de un enfermo
obsesionado por visiones fantasmales» (Pauls, 1984, p. 44). Una hipótesis en torno al doble
fantasmagórico que explica(ría), en esencia, el móvil de por qué la novela lleva ese nombre: al igual
que la quina de Macedonio en La ciudad ausente (1992) por seguir alimentando
retrospectivamente los préstamos piglianos, el narrador de El pudor funcionaría literalmente como
un pornógrafo, es decir, como una quina que proyecta ominosamente su deseo. Así,
entrecomillando por entero la novela, tomando distancia y mudando las herramientas para intercederla,
otro es el sentido que emerge si se cuestiona su estatuto de verdad.
4. El crimen del escritor
Si el problema de la verdad en la ópera prima paulsiana es un problema tácito, solo atribuible
a la razón imaginada de la lectura, en El coloquio se tematiza y ocupa un lugar central. Salvo que la
cuestión aquí no gira en torno a si lo que leemos es verdadero o no. El asalto a la casa de Dora D.
llevado a cabo por Pablo Daniel F. no se pone en tela de juicio. El meollo del asunto, el interrogante
que administra, sobre la base de un relato coral, toda la economía del relato es qué tipo de verdad es
la más legítima o la más adecuada para resolver el crimen: si aquella que se obtiene por vía de la
arbitrariedad policial o aquella que se construye mediante el razonamiento científico. Dos modelos
que son, al mismo tiempo, dos mundos: el de Brod, un agente de policía con treinta y cinco años de
servicio y el del doctor Kalewska, director del Hospital de Enfermedades Nerviosas de la Universidad.
Con sus variantes y deformaciones, cada uno de ellos, apoyándose en el saber refrendado de su
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profesión, abrevia una de las dos vertientes clásicas de la narrativa policial: del lado de Brod, la novela
negra y el autoritarismo inepto de la Policía; del lado de Kalewska, la novela de enigma y sus reglas
afianzadas en «el fetiche de la inteligencia pura» (Piglia, 1986, p. 60). Ninguno es detective y, sin
embargo, ninguno se priva de lanzarse a la interpretación de los hechos.
El coloquio es, en última instancia, la contienda de dos modos de llevar adelante una
investigación, la actividad básica del género. Si el pragmatismo despótico de Brod se obstina en
esclarecer el acontecimiento mediante el cumplimiento exacerbado, desmedido, de la ley, el
temperamento hipotético de Kalewska se preocupa por la salud mental del paciente-criminal. El
primero gestiona los turnos de habla, administra la idoneidad de las hipótesis, regula la pertinencia de
las expresiones y términos, amedrenta testigos, tortura sospechosos. El segundo, emulando el porte de
un positivista decimonónico, concibe el delito de Pablo Daniel F. (léase: «destrucción de puerta de
entrada, irrupción violenta en domicilio ajeno y tentativa de asesinato», Pauls, 1990, p. 20) no ya como
un crimen de naturaleza jurídico-policial, sino, más bien, avalado por su Tratado sobre el sistema de
lubricación de los nervios cerebrales, como un comportamiento propio de un «perturbado nervioso»
(p. 20). El resultado es, como apuntamos previamente, una comedia de situación en la que Brod
desacredita, mediante golpes, insultos y amenazas, el diagnóstico cerebral de Kalewska: «¡los
servidores del orden deben actuar y no leer!» (p. 31). Este desmedro del intelectualismo en pos del
sosiego bárbaro del Estado una marca del policial negro que llegaría a disgustar a uno de los
máximos difusores de la novela de investigación en Argentina: Borges será leído por algunas
intervenciones críticas en términos de un puente que El coloquio traza para tematizar (Castro, 2009) o
denunciar (Ibáñez, 2013) la violencia de la última dictadura militar. Sea porque la lectura, desde la
óptica de Brod, es definida como una «peste», una «escoria», «la auténtica plaga» que conduce al
crimen (Pauls, 1990, p. 36), porque en la novela abundan episodios de abuso de poder por parte de la
policía, o porque el nombre de uno de los personajes, el vecino-testigo Mossalini, no es otra cosa que
una referencia velada al dictador Mussolini, Virginia Castro (2009) lee El coloquio como «una
desquiciada parábola del fascismo» (p. 5). Susana Ibáñez, por su parte, en el marco de su tesis doctoral,
agrupa al texto paulsiano dentro de las denominadas novelas neopoliciales.
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Tomando distancia de estas lecturas (fundamentalmente porque resulta muy difícil, por las
razones que más adelante explayaremos, distinguir una búsqueda paródica o denuncialista en Pauls),
es otro el sentido que aquí se pretende dar a El coloquio. Uno cuyo modelo, o sonoridad pensativa, se
encuentra una vez más en uno de los cuentos quizás el más célebre de Nombre falso: «La loca y
el relato del crimen», de Piglia (1975). Allí, la disyuntiva entre pensamiento y acción, entre verdad
proveída por el saber letrado y verdad construida con base en la desidia y la conveniencia estatal es
puesta en marcha, al igual que en El coloquio, mediante la tensión entre dos personajes: Emilio Renzi,
un joven periodista especializado en la fonología de Trubetzkoi que se gana la vida escribiendo reseñas
literarias y el viejo Luna, director del diario. La historia es conocida: una copera es asesinada a
puñaladas a la vuelta de un cabaret y Renzi resuelve el crimen analizando el discurso caótico de la
única testigo, la loca Angélica Echevarne. Sirviéndose del saber lingüístico aprendido en la Facultad
de Filosofía y Letras, Renzi localiza en el monólogo repetitivo de Echevarne una frase nueva que
revela el nombre del asesino. Uno que, a disgusto de Luna, es diferente al imputado por la policía.
Renzi, triunfal, exige que se publique la primicia y Luna, incrédulo, lo desacredita, del mismo modo
que Brod a Kalewska.
El desenlace es el mismo que Pauls, un par de años más tarde, tomará prestado para finalizar
su primer relato: el hecho (policial, delictivo) se convierte en literatura. Si los delitos de «Amor de
apariencia» léase el robo reiterado a una librería y el posterior secuestro de un bebéaparecen, en
la página final, publicados en la columna literaria del diario local («amparados por un título tan
ambicioso como ridículo: Filodoxia», Pauls, 1982, p. 230), en «La loca y el relato del crimen», Renzi,
derrotado, se sienta frente a su quina a mecanografiar en un plot twist perfecto lo que
conocemos como el primer párrafo del cuento. El crimen, en ambos casos, está en la lengua: en la
lengua psicótica de Angélica Echevarne, sin duda, pero también, fundamentalmente, en la lengua
criminal del escritor. El cambio de estatuto que uno y otro personaje efectúan en el pasaje final se lee
aquí como un delito perpetrado en nombre de la ficción. El escritor como criminal falsifica
«tergiversa, mutila, retoca» (Pauls, 1982, p. 230) la experiencia, en provecho de que lo acontecido,
lo que efectivamente ocurrió, sea leído como literatura. Se trata, en el fondo, de comprender que el
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género policial, antes que significar para Pauls un modelo a seguir la imagen es la de una camisa de
fuerza, supone un punto de partida, un impulso, para la experimentación.
Así, ¿no es esta operación, precisamente, la que El coloquio pone en práctica, llevándola al
extremo? Si todo policial narra, en su sentido más amplio y tradicional, dos historias, la del hecho en
y la de su ulterior pesquisa (ver tan solo cómo Piglia divide en dos su relato), la novela paulsiana
prescinde de la primera para implosionar la segunda. Esto es: volverla inútil mediante la saturación
interna de desvíos, alejamientos, rodeos. Para decirlo mejor con Roberto Ferro (2010): Pauls
desmantela los dos núcleos básicos que constituyen el genérico policial, el del crimen/misterio y el de
la investigación/develamiento. En El coloquio no hay ni crimen (o al menos no crimen consumado:
Bertoldo, paciente de Dora D., llega a impedirlo), ni misterio (una de las grandes bêtes noires de las
ficciones paulsianas: la intriga), ni develamiento (es una narración sin primicias: todos hablan, desde
el primer párrafo, de lo que ya saben). Solo investigación, pura y simplemente investigación, en el
sentido más experimental del término: nada de resultados, arribos o puntos de llegada; solo sondeos,
pruebas y ensayos. Su tarea su voluntad es «escribir por la escritura, para la literatura», tal y como
reza el manifiesto babélico de Caparrós (1989, p. 44). Matar por la ficción, por el lugar íntimo,
autónomo, que promete. Erradicar de la literatura todo afán anecdótico, didáctico e historicista, para
que la escritura pueda comprometerse de lleno, sin estar atada a las grandes demandas sociales y
políticas, con la forma. «¿Qué otra premisa básica podría tener la literatura sino la de, en efecto,
escribir?», se pregunta Caparrós (1989, p. 44). El crimen de El coloquio, en este sentido, antes que
perpetrarse por el lector Pablo Daniel F., lejos de ser un efecto de la lectura literaria tal y como llegan
a afirmarlo los ojos de Brod «Cada página lda era un paso hacia adelante hacia el crimen» (Pauls,
1990, p. 36), se consuma, en nombre de la literatura, por quien escribe.
5. Operación: nacer a destiempo
A los 27 años, en 1926, Borges decide rejuvenecer. A los 54 años, en 2014, Pauls decide
envejecer. Los caminos y los objetos no son los mismos y, sin embargo, un propósito homólogo los
enlaza: inventar la contemporaneidad de quien escribe. La primera, la de Borges, es historia conocida.
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La cuenta el propio Pauls (2000) en su ensayo sobre el escritor: Borges, queriendo nacer junto al siglo
XX (el siglo de la modernidad, la vanguardia, el cosmopolitismo), altera en cuatro ocasiones su fecha
de nacimiento: 1899 por 1900 (Pauls, 2000). El cambio es tenue, aclara Pauls, mínimo, y no obstante
lo suficientemente manifiesto para señalar que el conflicto está en ese año en ese siglo del que se
quiere extirpar: 1899, último eslabón de la Argentina premoderna, la patria chica de los gauchos, la
pampa, el arrabal y el cuchillo. De forma más modesta, tergiversando no su natalicio civil sino literario,
Pauls, conocedor de los frutos las infinitas posibilidades de la Operación Rejuvenecer borgeana,
decide en 2014 poner en marcha el mismo procedimiento, pero de manera inversa. Esto es: escribiendo
un texto que avejente su debut novelístico. El posfacio a la reedición de El pudor hecha por Anagrama
es justamente eso: una construcción narrativa en la que su ópera prima, lejos de presentarse como un
relato novel, se autofigura como un texto ya crecido, entrado en años, sorprendentemente coherente y
entrelazado con su obra posterior. Como si El pudor, antes que datar los arrebatos y las dudas
primerizas de un veinteañero en ciernes, fuera una narración cifrada, solo inteligible treinta años
después a la luz de un derrotero prolífico que no hizo sino justificar conscientemente todas y cada una
de las decisiones (teóricas, temáticas, de estilo) tomadas aún inédito. El secreto, la punta que nos
habilita a sostener esta interpretación, es una confesión hecha ahí mismo, en el posfacio: «No releí El
pudor (escribo esto sin haber mirado el pdf con las pruebas)» (Pauls, 2014, p. 140). Escrita así, con
los ojos puestos desde y para el presente, a contrapelo de toda búsqueda aunque sea ilusoria, aunque
voluntarista de reconstrucción fehaciente del pasado, esta coda autobiográfica reúne los requisitos
para ser comprendida según lo que Julio Premat (2016), al teorizar sobre los inicios de la escritura
literaria, define como «relato de comienzo» (p. 147).
Son tres los fundamentos que Premat (2016), en su reflexión general sobre el concepto, le
reconoce al origen: ante todo, el origen es una obra del presente y no del pasado. Se lo define siempre
después, nunca mientras está aconteciendo. «Es lo que no está, lo que puede evocarse, soñarse,
representarse, buscarse pero no recuperarse» (p. 28). Al mismo tiempo, el origen no es un hecho, un
evento «absolute irrepetible, sino una invención, «una construcción narrativa que explica, post
factum, el comienzo» (p. 29). Sus materiales no son ni arbitrarios ni originales: el origen, en tanto
recreación de la memoria, se forja mediante «un repertorio reconocible», una serie de tópicos,
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arquetipos y metáforas «que se movilizan para desplegar cualquier mundo originario, cualquier pasado
primigenio, cualquier comienzo pleno» (p. 29). Y, por último, el origen es un portador de sentidos, el
lugar donde habita una verdad cifrada, una «determinación o explicación», de la obra por venir (p. 29).
Sobre la base de estas tres definiciones funcionales el origen como pérdida que se idealiza
en la mirada retrospectiva del presente, como trabajo creativo de la memoria y como prefiguración de
un devenir, Premat (2016) delimita tres niveles según los cuales pueden observarse, y comprenderse,
los comienzos literarios. A saber: los inicios textuales (los primeros textos, la primera frase, novela o
cuento), los procesos de escritura (los manuscritos, borradores, etc.) y, en subrayado, los relatos
posteriores (sea de los propios escritores, los de la crítica, las editoriales, el periodismo, etc.). Estos
últimos trascienden en forma de «episodio» o «peripecia precisa» que acompaña «la circulación de los
textos, enmarcando sus efectos y completando sus significaciones varias» (p. 147). Adscribiendo a las
formulaciones del Beginnings de Edward Said, Premat afirma que el momento inaugural en la carrera
del escritor «ha dejado de ser el resultado de una iniciativa personal y siempre es percibido desde el
presente: es una función discursiva de la que sus promotores se sirven “para completar, a su manera,
lo que se escribió o lo que se deseó escribir”» (pp. 18-19). Su función es doble: orientar la legibilidad
de la obra posterior y favorecer, en tanto «complemento narrativo», a la construcción de una figura de
autor (p. 147). Y esto es, precisamente, lo que hace Pauls al epilogar El pudor: fabular
retrospectivamente su debut como escritor armonizando su íncipit sus decisiones estéticas con los
intereses vigentes de su presente narrativo.
Para empezar, alestán, debidamente explicitados, todos y cada uno de los materiales a los
que anteriormente hicimos referencia para analizar el proceso creativo de El pudor: los géneros
menores («Mi dieta de entonces era lo que la época llamaba “géneros menores”, categoría despectiva
de la que el espíritu militante de la crítica instaba a apropiarse», Pauls, 2014, p. 137), las cartas («Para
mí, no había otras cartas que las que Kafka escribió a sus mujeres, Felice y Milena», p. 137), y la teoría
(«Un libro memorable de Deleuze y Guattari me había enseñado a leerlas al mismo nivel que El
proceso o La metamorfosis», p. 140). Pero también, y esto es lo importante, están los lazos
retrospectivos, aquellos puentes tendidos desde el presente para hermanar los pasos a ciegas del novato
con la sabiduría iluminadora del adulto. Pues, a los veinte años, Pauls no había leído la literatura de
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Puig y, no obstante, al repasar cómo las primeras reseñas críticas leyeron en clave paródica a El pudor,
afirma: «Sin saberlo, estaba de algún modo en una situación parecida a la de Manuel Puig en 1968,
cuando publicó La traición de Rita Hayworth y el veredicto “parodia” cayó sobre el libro» (p. 141).
Tampoco había leído a los veinte años el Werther de Goethe y, sin embargo, buscando robustecer y
acaso mejorar lo experimentado en su ópera prima, sostiene: «Tal vez Werther, leído demasiado tarde,
sea el eslabón perdido entre El pudor y El pasado» (p. 146).
Es en la condición ahistoricista de El pudor donde este gesto de resemantización del comienzo
se lee con toda su fuerza. La dictadura, la bête noire de todos los babélicos, es, en efecto, el topos que
más resuena por su absoluta ausencia en la novela (Pauls, 2014). Se trata de una deliberada indiferencia
hacia la historia reciente, que se traduce en un premeditado alejamiento hacia los tonos, los temas y los
problemas de aquella novelística abocada a la tarea de figurarla en clave (Sarlo, 1987; Gramuglio,
2002). A contrapelo de esta tónica preocupada por resolver el enigma del presente, El pudor se dedica
a obliterar la prevalencia de la dictadura recurriendo a los fantasmas centroeuropeos antes mencionados.
A continuación, recuperamos íntegramente un pasaje del posfacio donde hace subrepticiamente
referencia a dicha cuestión. Consideramos que es precisamente allí, en el desenredo de sus palabras
profesadas en torno a la coyuntura histórica, donde se evidencia el trabajo del posfacio en tanto relato:
¿Era paródica El pudor? Algo en la retórica de la novela (...) parecía indicar que sí: cierto
arcaísmo enfático, el experimento con una ingenuidad sofisticada, el placer de flirtear con
formas de comunicación vetustas (...) Así, en todo caso, la leyeron los pocos que la leyeron. Así
la leí yo, probablemente, las pocas veces que me tocó hablar de ella. (Creo que contesdos
entrevistas, las dos hechas por amigos.) Leímos distancia [sic] y los instrumentos para fabricarla
(archivo, tradición, citas, déjà-vus), pero pasamos por alto aquello respecto de lo cual la novela
se forzaba a poner distancia, ese agujero negro del que había que mantenerse lejos, a salvo,
como asunto de vida o muerte, y que, distanciado y todo, latía en la novela como un corazón
peligroso. (Pauls, 2014, pp. 139-140).
Si, al decir de Premat (2016), el qué de la literatura («qué autor, qué obra, qué texto») solo es
explicable a partir de un relato, el relato de los comienzos, es decir un cuándo «cuándo se forma un
escritor, cuándo se escribe un texto, cuándo se inicia una forma», etc. (p. 11), la pregunta por el
momento en que aparece el posfacio y, sobre todo, el momento en que es formulado el reparo arriba
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exhumado (haber pasado por alto la lectura historicista) no son menores. Queremos decir: ¿por q
ahora, justo en 2014, Pauls habilita leer de otra manera su primera novela? ¿Qué acontece entre 1984
y 2014 para que la cuestión del horror dictatorial adquiera la dignidad de horizonte interpretativo? ¿Es
acaso posible que el bloque oscuro de 1976-1982 lata más fuerte treinta años después que en la
inmediatez y el calor de su publicación? El ahistoricismo de Babel, ¿es en 2014 un disvalor?
Sírvase como respuesta el siguiente dato: en 2013 Pauls publica Historia del dinero,
continuación de Historia del llanto (2007) e Historia del pelo (2010), su trilogía alrededor de los 70.
En ella, y desde 2007, explora desde la «distancia» las mayúsculas y epopeyas del pasado reciente de
las que tanto rehúye en El pudor. El movimiento retrospectivo queda así expuesto. Se trata, mediante
la escritura del posfacio, de poner en marcha un anhelo concreto: que su ópera prima sea revisitada en
el más acá de la contemporaneidad, con unos lentes más competentes, dispuestos no a corregir o a
abjurar de tal o cual decisión estilística, sino, mucho mejor, a enlazar interpretativamente dicha novela
con su última producción. Tal es el deseo sesgado que se murmura en el fondo de esta maniobra
autofigurativa: que el propio comienzo sea resignificado y revalorizado según las propiedades estéticas
que su escritura porta en el presente del 2014. Como si El pudor, gracias a la inactualidad intrínseca
de la reedición, estuviera facultada para nacer a destiempo, más tarde de lo fechado, incluso después
del tríptico de las Historias (Pauls, 2014). En efecto, el posfacio, leído como «relato de comienzo»,
hace posible, en la imaginación razonada de la lectura, un nuevo calendario. Una nueva efeméride que,
por estar desregulada de los preceptos de la periodicidad cronológica, es capaz de dotar a su primera
novela de la resemantización suficiente para ser reubicada como la continuación de Historia del
dinero. Si, tal y como lo afirma su propio autor, el problema central de la reedición era el «drama» del
anacronismo «Cómo responder a lo absolutamente inactual; quién (qué clase de quién) responderá
por una novela de las llamadas «primeras novelas» (2014, p. 133), Pauls lo resuelve profanando su
genealogía literaria. Gracias a un uso oportuno, estratégico, del anacronismo, El pudor adquiere las
condiciones estéticas para ser considerado no un relato novel, primerizo, sino el último eslabón de una
política narrativa en torno al pasado reciente signada por la distancia. En síntesis, podemos afirmar
que Pauls, por intermedio de una lengua afantasmada, una lengua balbuceante que suena a chino por
estar tallada desde adentro por otra extemporánea y centroeuropea, y por intermedio también de un
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posfacio, escrito con el propósito de modificar el propio pasado, inventa, como Borges y Barthes, su
propia contemporaneidad. De esta forma Pauls se determina, desde sus comienzos, como escritor
argentino (en el sentido cosmopolita que Borges le da): abogando por la fuerza del anacronismo, por
su capacidad de inundar de sonoridad pensativa la propia escritura. Es ahí, creemos, en el exilio de su
propia lengua y su propio tiempo, donde Pauls encuentra aquello que todo primer escritor busca: la
condición escritora.
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