Káñina, Rev. Artes y Letras, Univ. de Costa Rica XLVII (2) (Mayo-Agosto) 2023: 115-141/ISSNe: 2215-2636
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tales como «atormentar» (p. 26), «necesitar» (p. 32), «mitigar» (p. 32), «sacrificar» (p. 42), «sufrir»
(p. 42), prácticamente no hay pasaje de la novela que no esté atravesado —inundado— por dicha
estética (1984, p. 19; p. 20; p. 26; p. 32; p. 42). Se trata de una impronta, y, con ello, de una idea de
amor que, concebida como una religión, sitúa retrospectivamente a esta novela como germen, o versión
preliminar, del amor andrógino y total que practicará Sofía, la mujer-monstruo de El pasado.
Ahora bien, tal fervor por expresar el amor presenta, como contraparte, un deseo igualmente
ávido por impugnar toda posibilidad de encuentro. La distancia espacial que el flujo de cartas instaura
entre los escribientes funciona, sin duda, como coartada para no pactar una cita. Mediante el despliegue
de lo que Deleuze y Guattari (1975) llaman, leyendo a Kafka, «una topología de los obstáculos» (p.
49) —esto es, una serie de pretextos que intercala el amante para amar sin ser visto —, el héroe de El
pudor, con la excusa de su ajetreada labor de pornógrafo, reemplaza la acción de ir al encuentro con
Úrsula por la acción de la carta en sí, es decir, su envío, su trayecto, las idas y venidas del cartero. De
ahí que Don Máscara, el responsable de llevar y traer la correspondencia en la novela, ocupe un lugar
tan relevante en el desarrollo de la historia, al punto de constituirse como el alter ego exacto del
narrador. Oficiando de celestina y dealer epistolar, este «monigote» siniestro hace las veces de
doppelgänger del héroe: de un lado el célibe y del otro el perverso. Si el primero, con su pudor hetero-
monogámico, se entrega durante el día a la escritura amorosa, el otro, con su «impecable traje negro»
y «burdo antifaz», se entrega, durante la noche, a los placeres abyectos del cuerpo (Pauls, 1984, p. 37).
El pudor es, en esencia, este juego de desdoblamiento en el que desde dos esquinas lo dicho (el pudor
de la escritura) y lo hecho (el deseo del cuerpo) se tensionan. Un conflicto de raigambre kafkiana, claro
está, que Deleuze y Guattari explican así:
Kafka distingue entre dos series de intenciones técnicas: las que tienden a restaurar las
«relaciones naturales» venciendo las distancias (el tren, el coche, el avión), y las que
representan la venganza vampírica del fantasma y reintroducen «lo fantasmático» (el correo,
el telégrafo, el teléfono inalámbrico). (Deleuze y Guattari, 1975, p. 48)
De esta condición vampírica, podríamos decir, está hecha la correspondencia de El pudor. Si
Kafka se aferra a la mediatez inherente del género por temor a quedar atrapado, en la presencialidad,
al contrato conyugal, el pornógrafo abdica del cuerpo del otro por miedo a que lo conquistado —–lo