E-ISSN: 1659-2859
Volumen 98 Número Especial 2019
Julio-Diciembre
DOI 10.15517/rr.v98i0.37603
Emociones, masculinidad y sexualización. Investigar sobre mercado sexual en Argentina
Emotions, Masculinity and Sexualization in the Fieldwork. Researching Sex Markets in Argentina
Santiago Morcillo1
1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), santiagomorcillo@gmail.com
Fecha de recepción: 7 de junio de 2019 Fecha de aceptación: 31 de octubre de 2019
El presente trabajo plantea una reflexión sobre el papel de las relaciones de género, las masculinidades y las formas de sexualización en la investigación social. El contexto actual de expansión de los feminismos –globalmente, pero en Latinoamérica y Argentina puntualmente– amplifica el foco sobre las dimensiones sexuadas y generizadas de la investigación y, a la vez, pone de relieve un conjunto de tensiones en las relaciones de poder y afectos en el trabajo de campo. Tomando en cuenta este marco, aquí reflexiono sobre el trabajo de campo en dos investigaciones: una de varios años entre mujeres que ofrecen sexo comercial y otra, más reciente, sobre varones que pagan por sexo. Ambas investigaciones funcionan como una contracara. Ello me permite hacer foco en las interpelaciones sexuales, generizadas y el terreno de las emociones –entendido como un espacio que permite unir significaciones y cuerpos–, para intentar una lectura situada que ponga en juego las intersecciones de las perspectivas metodológica, epistemológica y política.
Abstract
This paper presents a reflection on the role of gender relations, masculinities and forms of sexualization in social research. The current context of expansion of feminisms -particularly in Latin America and Argentina- amplifies the focus on the sexed and generated dimensions of research. Moreover, this conjuncture time highlights a set of tensions in power relations and affections in fieldwork. Taking into account these points, analysis is based on fieldwork from two investigations: one with women who offer commercial sex and other about men who pay for sex. I focus on sexual and gendered interpellations and the field of emotionality -understood as a space that connects meanings and bodies-, to essay a situated reading intersecting the methodological, epistemological and political perspectives.
Keywords: gender, sexuality, prostitution, reflexivity, fieldwork.
Cuando iniciaba mi doctorado cursé el primer «Taller de tesis», allí
buscábamos clarificar nuestras ideas –o al menos disminuir la confusión
inicial- para poder conducir nuestras investigaciones y lograr arribar
a una tesis. En una de las primeras clases tuve una experiencia
desconcertante que luego me daría mucho que pensar: tras escucharme
esbozar lo que sería mi tema de tesis («las experiencias de mujeres en
prostitución»), el profesor bromeó con una sonrisa socarrona sobre lo
«divertido» que me sería «salir de trabajo de campo». Este sería
el preanuncio de un asunto que, aunque volvería repetidas veces, pocas
personas tomaban en serio y solo parecía ser un chiste.
Hace
tiempo que los estudios de género y sexualidades vienen cuestionado la
concepción objetivista que invisibiliza las posiciones de sexo-género y
los cuerpos de quienes investigan. Actualmente, la expansión de
los feminismos (globalmente, pero en Latinoamérica y Argentina puntualmente), las
reivindicaciones ligadas a las inequidades de género y, al mismo
tiempo, la creciente sexualización de la cultura, amplifican el foco
sobre las dimensiones corporales, sexuadas y generizadas de la
investigación. A su vez, esta coyuntura pone de relieve tensiones en
las relaciones de poder y de afectos en el trabajo de campo.
Estos debates, en sus implicancias metodológicas, epistemológicas y
políticas, no son exclusivos de los estudios sobre género y
sexualidades. El autor de una de las etnografías más celebradas en las
últimas décadas ha señalado las tensiones éticas que atraviesan este
método: desde el nivel de las restricciones que suponen las normas
institucionales [1]
para investigar sujetos que sufren marginación u opresión, hasta la
consideración del papel de los afectos entablados en el campo en la
producción de conocimiento (Bourgois 1990; 2010).
La tensión más evidente y más tematizada en este último aspecto tiene
que ver con la posibilidad de entablar vínculos que usen los afectos en
el campo de forma cínica y expoliativa. Mucho menos problematizado es
el riesgo de romantizar esos vínculos de forma tal que se pierdan de
vista tanto las asimetrías estructurales como las propias
contradicciones de las personas que actúan como informantes y con
quienes investigamos. A su vez, las discusiones sobre cómo investigar
con sujetos en posiciones de subalternidad han ocupado mucho más
espacio que la reflexión sobre la ética y la emocionalidad en los
vínculos de investigación con sujetos en otras posiciones.
Tomando
en cuenta estos puntos, en este texto reflexiono sobre mis experiencias
de trabajo de campo en dos líneas de investigación: una, de hace
algunos años, entre mujeres que ofrecen comercio sexual y otra, más
reciente, sobre varones que pagan por sexo. Para iniciar, reviso
algunos nudos en los debates sobre las posiciones sexo-generizadas de
quienes investigan, así como el papel de las emociones y afectos. A
continuación recorro algunos puntos clave de mi trabajo de campo en
ambas investigaciones: las formas de acceso, las interpelaciones
sexuales, generizadas y el terreno de la emocionalidad, entendido como
un espacio que une significaciones y cuerpos (Hochschild 1979). Retomo aquí un trabajo previo (Morcillo 2010) para
complejizar mis propias posiciones, tomando en cuenta tanto nuevas
investigaciones y experiencias como investigador, como los cambios en
las coyunturas actuales. Intento así una lectura situada que ponga en
juego perspectivas metodológicas, epistemológicas y políticas para
interpretar estas experiencias y lanzar nuevos interrogantes.
Hace ya varias décadas se comenzó a reflexionar críticamente sobre la
posición de quienes investigamos. En este proceso la crítica de la
ligazón entre antropología y colonialismo han jugado un papel clave
poniendo en cuestión las relaciones sociales de poder que atraviesan
los vínculos entablados en la investigación. Sin embargo, esta
reflexividad demoró en enfocar los aspectos corporales, emocionales y
generizados presentes en la producción de conocimiento (y especialmente
en el trabajo de campo). Será de la mano de la epistemología feminista,
con su crítica hacia el objetivismo totalizante y la propuesta del
«conocimiento situado», que se empieza a tener en cuenta el carácter
«parcial» de todas las posiciones (Haraway 1995).
Más tardío todavía fue el análisis de la dimensión sexualizada y del
erotismo en la investigación. Si bien en Latinoamérica algunas
etnografías sobre mercados sexuales –como aquella de Néstor Perlongher (1993)–
ya habían dejado entrever la dimensión problemático-productiva de la
sexualización en el trabajo de campo a mediados de los 80; en la
bibliografía del norte global no será hasta la década siguiente que
veremos surgir con fuerza debates centrados en este asunto (Kulick y Willson 1995; Markowitz 2003; Newton 1996; Sanders 2006; O'Connell Davidson 2008).
En este derrotero, la reflexión epistemológica (y política) hizo
posible repensar la propia metodología y las implicancias de los
vínculos que entablamos en el campo. Por ejemplo, se ha interrogado el
espacio de las entrevistas como una forma de relación paternalista,
especialmente cuando se entrevista a mujeres, según señalan Fontana y
Frey (1994). Un hito en este debate fue el profusamente citado Interviewing women, de la británica Ann Oakley (1981).
Allí se planteaba que la entrevista responde a un paradigma masculino
que apunta a la producción de datos, pero sin reconocer el vínculo en
la entrevista en tanto el investigador se mantiene distante y sin
mostrar sus emociones ni sensibilidad. Para Oakley (1981) esta
distancia, presente por ejemplo cuando no se contestan las preguntas o
las interpelaciones de las personas informantes, no solo debilita la
confianza, sino que puede transformarse en algo poco ético cuando hay
una experiencia compartida (la de la maternidad en su caso) [2].
Por contrapartida se pensaba la entrevista como una «transición hacia
la amistad» y así la investigación feminista aparecía como un espacio
no jerárquico y empoderante, donde se tomaba en cuenta la reciprocidad.
En la cresta de la segunda ola feminista parecía haberse cimentado un
sentido común sobre «la entrevista feminista» (Warren 2001).
Algunos años luego comenzaron a emerger las críticas y matizaciones de esta concepción de la entrevista (reconocida como naïve
por la propia Oakley 2016). Esta concepción presupone que entrevistada
y entrevistadora comparten género, socialización y experiencias de vida
críticas como presupuesto para establecer la situación de entrevista
como encuentro no jerárquico y no expoliativo (O'Connell Davidson y Layder 1994). La perspectiva que subyace aquí, como señalaron las críticas poscoloniales y queer
de los 90, hace caso omiso de las diferencias de clase, raza, edad y
sexualidad; al tiempo que esencializa la feminidad. En contraste,
varios estudios sobre varones plantean las dificultades que suponen
estas relaciones de investigación (Grenz 2005; Flood 2013). Algunas investigadoras admiten haber manipulado a sus entrevistados para obtener respuestas
[3].
A pesar de lo controversial de este tratamiento, estas investigaciones
permiten poner en cuestión el modelo que busca simplemente «dar voz» a
quienes actúan como informantes, y ponen de relieve la necesidad de
hacer un análisis crítico de sus discursos. Entonces, surgen preguntas
como: ¿qué significado tienen estos aportes para pensar el lugar de los
varones como investigadores? ¿qué sentido tienen para las
investigaciones en el llamado «sur global», donde las relaciones de
investigación suelen ser distintas?
Parte
de nuestro posicionamiento en el campo incluye también tener en cuenta
el contexto geo-político. Por ejemplo, la concepción del colonialismo
como un rasgo inherente a las relaciones con informantes oblitera la
posición específica de quienes hacemos ciencias sociales en el sur
global. Esta especificidad es omitida y se reproduce la retórica que
critica las relaciones entre académicos e informantes en el norte
global, con otra historia y otras condiciones de posibilidad (una
última colonización a la que también pueden colaborar las y los nativos
en el sur). En
el contexto local, la afectividad y politización de las investigaciones
aparecen con frecuencia, especialmente en el campo de las
investigaciones sobre sexualidad, tensionando la pretendida autonomía
del quehacer científico. Sin embargo, en Argentina,
la posición generizada y sexuada de quienes investigan no ha sido un
tema central para muchos trabajos, sino más bien algo infrecuente
(especialmente cuando se trata de varones) (Pecheny, Manzelli y Capriati 2010). Esta ausencia va de la mano con la concepción que,
en el intento de escapar de la tradición objetivista, ha pasado a
pensar la producción científica como una posibilidad para dar voz a
quienes están en posición de subalternidad, confundiendo «las voces y
los portavoces» (Pecheny 2008, 9).
A su vez, este gesto veladamente vanguardista, que niega el papel de
quien investiga como intérprete y traductor, puede llevar a representar
a quienes no desean representación (Figari 2011).
¿Podemos buscar un punto de partida que, sin omitir el rol de ninguna
de las partes, haga posible pensar la afectividad y las emociones en el
marco del trabajo de campo como formas de generar puentes entre
subjetividades situadas? Situarse implica posicionarse en el mapa
social y en el campo desde el cuerpo, entonces «la
relación de investigación siempre va a ser cuerpo a cuerpo, no
importando qué cuerpo, es decir, como un lugar y no una esencia; como
el ‘carácter situado de una mirada’» (Figari 2011, 4).
Desde allí me interesa reflexionar sobre lo que Figari llama una
«posición amorosa» centrada en el otro o, siguiendo a Evelyn
Fox-Keller, una «percepción alocéntrica» que recupera la pulsión
amorosa, origen emocional de la actividad científica y estética: Una
percepción alocéntrica se relaciona con el cuidado del otro (que no se
resuelve tan simplemente con un consentimiento informado contractual).
No se propone «sacar» información, pretende producirla. Acompaña,
escucha, da soporte y soporta, ríe, pone el hombro, abraza, guarda
silencio, habla, transmite o comunica y si es necesario, no dice nada
(Figari 2011, 10).
Ahora bien, esta posición, como ha sido señalado (Irwin 2008, Dubisch 1995, O'Connell Davidson 2008) –y
como me demostró mi propia experiencia–, abre un conjunto de problemas
frente a los cuales la formación tradicional en metodología de ciencias
sociales prepara de forma bastante escueta –acaso solo dictando que se
debe «lograr un buen rapport» y sin explicar mucho más al
respecto–. Señalaré dos aristas que se ligan con las investigaciones en
el mercado sexual y sobre las que volveré más adelante.
Por
una parte, emerge la cuestión del consentimiento informado como un
procedimiento insuficiente para el cuidado. O’Connell Davidson (2008)
señala una diferencia entre consentimiento y cuidado (care),
donde el primero implica una relación contractual en el sentido
liberal; el segundo implica la vulnerabilidad de las personas
informantes y presupone que pueden no conocer sus propios intereses. A
su vez, el cuidado en las relaciones de investigación pone de relieve
otros problemas frente a la publicación y circulación de resultados:
las limitaciones, tanto para quienes investigan como para quienes
actúan como informantes, en relación a la previsibilidad de los efectos
de la investigación (tanto gratificantes como aquellos más
problemáticos), y el tiempo que implica una relación de investigación a
largo plazo, pues como indica O’Connell Davidson a veces investigamos
con sujetos con quienes no podemos o no queremos tener una relación de
ese tipo. ¿Cómo
pensar el cuidado y la «posición amorosa» en las relaciones de
investigación frente a los devenires erotizantes, sexualizantes y/o
romantizadores de esa afectividad? ¿Debemos remitirnos a la idea de la
«transferencia» psicoanalítica, pensada como escena amorosa
radicalmente restringida donde se «inmoviliza el cuerpo para poder
hablar» (Butler 2002, 62)?
¿Es posible demandar esta inmovilidad a quienes actúan como
informantes? Aun así, no solo el deseo erótico, sino también las
relaciones afectivas de cierto grado de intimidad han probado ser un
desafío para quienes investigan; y dar lugar a quienes actúan como
informantes en la investigación, como forma de desplazarse de la
relación más jerarquizada y limitada, también introduce otras
dificultades (Irwin 2008; O'Connell Davidson 2008).
La falta de problematización de las dimensiones sexuales y eróticas de
la investigación en el campo, colaboraba a instituir como mirada
pretendidamente neutral a aquella del varón blanco cisgénero
heterosexual (Newton 1996).
Con el giro intimista de los 90 se cuestionó el «tabú» de la sexualidad
en el trabajo de campo y el mandato hegemónico de celibato para quienes
hacen etnografía, pues no solo partía de un prejuicio objetivista, sino
que también operaba como forma de mantener a salvo el self del investigador. En cambio, se proponía «poner en juego el self» de quien investiga (Kulick y Willson 1995) y así se abrieron algunos permisos para discutir sobre el asunto. Algunos
han reivindicado el papel productivo del sexo en el campo, por ejemplo,
como la única forma de lograr producir ciertos datos en los lugares de cruising (Langarita Adiego 2017), o sostenido que una buena relación sexual (good sex) instaura
un lazo profundo con las personas informantes, habilita una mayor
intimidad y así permite transponer límites a la información, como
afirma Ralph Bolton (1995) respecto
a su trabajo de campo, también vinculado a prácticas homosexuales.
Otras veces, se ha sugerido que puede no ser necesario entablar
relaciones sexuales; pero mostrarse como una persona sexualizada puede
servir para entablar un «nexo natural» entre informantes y quienes
investigan -aun cuando estos sean varones blancos y
heterosexuales- (Markowitz 2003).
Pero, una vez más, si se acepta la premisa de colocarse en la
investigación como ser sexuado, luego se abren las difíciles preguntas
sobre cuándo y cómo autorizarse a entrar en el juego de deseos, cómo
manejar las interpelaciones sexualizantes, cuándo y cómo abrir la
propia biografía (en el campo y en el texto). A pesar del entusiasmo
por explorar las emociones y la sexualización en el campo, varios de
estos trabajos dejaban entrever los temores y los riesgos implicados
¿En qué medida y/o de qué formas se ha transformado (o no) esta
situación? Tomando en cuenta que desde los 90 hemos
asistido a una expansión radical del feminismo (y del feminismo
radical) y a una re-tematización de la sexualidad en torno a la
violencia ¿qué nuevos sentidos adquieren las emociones y el erotismo en
el trabajo de campo? Cada experiencia, cada campo de
investigación y cada coyuntura presentan sus particularidades,
empecemos entonces desde allí.
Investigando con mujeres que hacen comercio sexual
Antes
de comenzar el trabajo de campo con mujeres que hacen comercio sexual
(desarrollado entre 2008 y 2012), era consciente de que las relaciones
de investigación con personas estigmatizadas, de clases populares y/o
que mantienen algún secreto suelen presentar problemas de accesibilidad
y/o rechazos (Adler y Adler 2001);
y este es el caso de las mujeres en el comercio sexual. Además, el
marco legal en Argentina hace que buena parte de este sector esté
ligado a situaciones ilegales y/o clandestinas. Otro problema fue el
enfrentamiento entre las organizaciones de mujeres que hacen comercio
sexual, siguiendo la polarización del debate feminista sobre la
prostitución [4]:
una organización se posiciona como abolicionista y otra como
pro-derechos de las «trabajadoras sexuales». El acceso a través de las
organizaciones fue un sendero estrecho e implicaba repetidos
escrutinios acerca de los objetivos de mi investigación y, buscando
saber –más o menos veladamente– cómo me posicionaba respecto al debate.
En este contexto, persuadido por la afirmación de Perlongher, «no hay
mejor manera de estudiar el callejeo que callejeando» (1993, 20),
deambulé («yiré») por diversos escenarios. En las calles y los cabarets
realicé aproximaciones sucesivas a partir de la observación en terreno
en distintas localizaciones siguiendo también la idea del «vagabundeo» [5].
Esta aproximación mostraba que, en primera instancia, mi posición
como varón presuntamente heterosexual, facilitaba una entrada al campo,
aunque de cierta forma particular. En un contexto de comercio sexual
nadie cuestiona «¿qué hace un varón acá?» [6].
Un varón estaría comparativamente menos expuesto a sucesos violentos de
lo que suelen estar las mujeres (Nilan 2002), pero también
–en contraste con las investigaciones conducidas por mujeres- limitado
para comentarios respecto a algunas cuestiones de embarazo, higiene
femenina y menstruación (Gaspar 1985). Cada posición tiene sus
puntos dilemáticos, más o menos variables: para algunas mujeres
investigadoras puede aparecer el dilema sobre si hacer observación
participante implica directamente hacer comercio sexual (Sanders 2006;
O’Connell Davidson 2008), para los investigadores varones la disyuntiva
sería si participar implica transformase en clientes. Es justamente
esta potencialidad de tornarse clientes la que garantiza un acceso
menos problemático, pero acarrea otros conflictos.
¿Cómo
se abre el juego al entrar en los espacios de comercio sexual? ¿Cuál es
la primera aproximación para interactuar en el campo? La importancia de
la mirada es clave en el contexto de comercio sexual. Para
Perlongher «el golpe de vista de la prostituta [...] sexualiza y
enciende la muchedumbre anodina» (1993, 128) y, dentro del «dispositivo
de prostitución», funciona como una máquina de captura, pues
rápidamente reconvierte ese deseo encendido en cantidades medibles de
dinero. La
mirada es imprescindible para interpretar tanto que una mujer está
ofreciendo comercio sexual –pues en las calles o plazas, esto no
siempre es inteligible a partir de la vestimenta o de las posturas
corporales–, como que un varón está queriendo comprar lo que ella ofrece. En
el contexto del comercio sexual, las marcas de masculinidad que hacen
legible un cuerpo como varón y heterosexual, aumentan su potencialidad
como cliente. Aquí, la pretensión de que los investigadores sostengan
una mirada supuestamente neutral –y para ello descorporeizada– se hace
(evidentemente) insostenible.
Incluso para quienes no habitan los espacios de comercio sexual, el
significado de un cuerpo de varón en este marco parece autoevidente.
Por ejemplo, como señalé al principio, al comentar sobre mi
investigación aparecía siempre una presuposición de que el trabajo de
campo consistía en «ir de putas». Esta presunción se repetía (y se
repite) muchas veces bajo la forma de chistes, sin importar el género
de mis interlocutores, fuera y dentro del ámbito académico. Algo de
estas «bromas» me mostraba la ubiquidad de la presunción y a la vez la
imposibilidad de abordar frontalmente la cuestión de la sexualización
en el trabajo de campo.
Tanto por la dinámica específica del campo como por el sentido común,
el principal peligro parecía ser la asimilación con el rol de cliente.
¿Por qué entendí esto como un peligro? En primer lugar, podía suponer
ocultar mi investigación. Algunos enfoques conciben la posibilidad de
usar métodos encubiertos, sin embargo, desde el posicionamiento
que fui construyendo para esta investigación, entendí que esto
alimentaría una forma de construir conocimiento desde el
distanciamiento (y la expropiación) [7]. Además,
la posición de varón-cliente implicaba ponerme en una situación
complicada si algún varón-cliente con expresiones misóginas me
reclamaba complicidad, dándome más motivos –no solo metodológicos, sino
ético-políticos– para distanciarme de la posición de cliente cuando
asume estas características. Finalmente, investigar desde el rol de
cliente hubiera sido un obstáculo para mis propios objetivos de
investigación, donde las relaciones de poder entre los clientes y las
mujeres que hacen comercio sexual ocupaban un papel importante. Quedar
en la posición de cliente implicaba que me hubiera sido inaccesible
cierto «discurso oculto» (Scott 2000). Frecuentemente quienes
hacen comercio sexual usan tácticas que buscan anticipar los sentidos y
dirigir la interacción con los clientes, por ejemplo, el «chamuyo»
(verborragia no exenta de engaños). Entablar las relaciones de
investigaciones desde el lugar de cliente no supone más intimidad, pues
justamente buena parte del saber hacer, adquirido en las experiencias
de las mujeres en el comercio sexual, consiste en segregar a los
clientes de su intimidad (Morcillo 2011). Si bien existen otro
tipo de vínculos con algunos clientes, estos son posibles solo bajo
ciertas condiciones, entre ellas una duración de varios años (Morcillo
2017a). Entonces, el camino para lograr intimidad, en un vínculo de
comercio sexual, resulta mucho más difícil y personalmente cargado de
contradicciones. En el corto y mediano plazo, identificarme como
cliente habría complicado la posibilidad de un vínculo empático y
afectivo.
Los intentos por desplazarme de la posición de cliente estaban
supeditados a factores propios de la dinámica de los espacios de
comercio sexual. Uno de ellos era la constante confusión entre mi
interés por lograr interactuar, conversar, entablar vínculos y el
interés sexual. En este sentido, me vi obligado a no rechazar de
antemano el juego de seducción y, a la vez, tampoco involucrarme
demasiado en él. La seducción en este contexto es más bien parte del
negocio y no una forma de ganar intimidad. Las investigaciones en
escenarios de seducción atraviesan el desafío de las similitudes entre
la aproximación desde el deseo erótico, la búsqueda del famoso rapport
y la proximidad que se debe generar en el trabajo de
campo (Lacombe 2009). Andrea Lacombe retoma la teoría de la
performatividad del lenguaje para comprender por qué sus intentos de
esquivar la interacción erótica en discotecas LGBT eran desdeñados o
incomprendidos. Esta falla
del no, la pérdida de carga semántica de la negación, significará una
apertura de los sentidos sobre la posición subjetiva y, a la vez, una
constante ambigüedad en la mirada de quienes actúan como informantes.
Asimismo,
cuando abandonaba la «bola de nieve» e intentaba nuevas líneas de
contacto («saltar el cerco»), lo hacía usando canales utilizados
también por los clientes, lo que demandaba reforzar los intentos por
distanciarme de esa posición. Kevin Walby (2010),
en una investigación sobre varones trabajadores sexuales, plantea que
contactar a sus entrevistados por canales similares a los de los
clientes alimenta la sexualización de los encuentros de entrevista. Sin
embargo, Walby también remuneraba a sus entrevistados como forma de
obtener las entrevistas. En
mi investigación consideré pagar compensaciones en dinero a cambio de
las entrevistas, aunque lo terminé descartando por la falta de recursos
que me permitieran pagar montos apreciables para las entrevistadas (en
particular para las «escorts» o «prostitutas vip»). Pero
además, el pago por las entrevistas en el contexto del comercio sexual
puede significar la mercantilización del vínculo con las
entrevistadas (Russo 2008),
y el riesgo de la asimilación con un cliente aumentaba. Por
contrapartida, como advertiría más tarde, la ausencia de dinero y la
circulación de afecto puede presentar el peligro de la romantización de
esa relación –los olvidos de las posiciones estructurales, las
contradicciones y la materialidad de los intercambios–, algo que
resulta particularmente problemático en el campo del mercado
sexual (Morcillo 2017a).
También el espacio donde ocurren los encuentros condiciona los sentidos
que pueden atribuirse a la interacción. En el contexto de calle, aun en
una «zona roja», hay mayor circulación de personas y de sentidos para
connotar la interacción. Esto me habilitó a trabajar sobre mi
apariencia e incluso llevar visiblemente una carpeta, papeles y
lapicera que daban, ya desde antes de abrir el diálogo, algunas señales
de qué es lo que estaba buscando en esas interacciones, adónde se
dirigían mis miradas. Sin embargo, las preguntas muchas veces fluían en
ambos sentidos, tras lograr un acercamiento y un buen rapport
con las entrevistadas (especialmente las travestis y algunas mujeres
más jóvenes). La seducción, las interrogaciones e interpelaciones
eróticas se reinauguraban tras apagar el grabador –que funcionaba como
parte de mi «traje» de investigador, junto con mis papeles y carpeta–.
En los contextos de comercio sexual puertas adentro ya no había lugar
para los elementos de mi atuendo que me diferenciaban de los clientes.
Además, estos escenarios de comercio sexual se hallan vigorosamente
heterosexualizados y prima una presunción sobre el deseo sexual de
cualquier varón que allí de encuentre.
Distanciarme de la posición de cliente no significó tener otro rol
claro, sino que me empujó a reflexionar sobre cómo podía, desde mi
posición subjetiva, entablar los tipos de vínculos que alimentaran la
comprensión en el contexto del comercio sexual. El planteo y las dudas
iniciales sobre si podría o no ser un cliente, me permitieron no solo
clarificar metodológicamente mi posición como investigador, sino
reflexionar también sobre mis propias significaciones en torno a las
prácticas sexuales, asociadas al deseo erótico, el afecto y la
reciprocidad. Tomar en cuenta mis concepciones, cuestionarme e
interrogarme al respecto, me habilitó una comprensión más cabal del
trabajo emocional y de reelaboración de sentidos que supone dedicarse
al comercio sexual.
El rumbo se esclarecería no solo desde la introspección y el
cuestionamiento de mi lugar, sino fundamentalmente en la propia
interacción en el campo y la reflexión constante sobre dichos
eventos. La inicial sexualización de los espacios de comercio
sexual es, hasta cierto punto, inevitable, especialmente en los lugares
cerrados donde circulan mujeres desnudas o en ropa interior. Sin
embargo, en un momento logré descentrarme del lugar de varón/cliente y
comencé a ver esa sexualidad como una performance laboral. Este proceso
se acompañó de cierta resignificación de mi masculinidad. Emergían así
insinuaciones y chistes sobre temas sexuales o mi orientación sexual,
preguntas y pedidos de hablar «de igual a igual» sobre mi sexualidad.
Aprender cómo entender y responder en estos momentos significó poder
establecer otros lazos con muchas de estas mujeres. A medida que fui
adentrándome en el campo, pude notar que se abría una dimensión de
intimidad no sexualizada, por ejemplo, cuando algunas entrevistadas
expresaban que después de haber charlado largamente conmigo no podrían
tenerme como cliente. En esas ocasiones ocupé un lugar distinto,
marcado por las interpelaciones que daban por sentado mi deseo
homosexual o por las dudas que despertaba mi expresión de género «poco
masculina».
En el campo se conjugan las miradas, las llamadas, el acercamiento y
demás formas de interacción que son connotadas con sentidos eróticos o
no, según un conjunto de factores que van desde algunos más
estructurales, como la posición de sexo-género (y también la clase, la
edad y la raza, entre otras); hasta variables más coyunturales, como si
la interacción ocurre en un contexto de calle o puertas adentro. Los
sentidos preestablecidos se pueden consolidar o poner en cuestión en el
devenir de la interacción.
Al abrir mi propia posición y atender a las respuestas (y preguntas)
que esta generaba, se ponían en entredicho, al menos
circunstancialmente, las identidades de cliente-prostituta. En
ocasiones esto también significaba compartir mi propia intimidad. El
posicionamiento que habilita la entrada de los afectos y emociones en
el marco de las entrevistas no tenía que ver con un gesto compasivo,
sino que ensamblaba con la concepción epistemológica de la
investigación, que supone la creación de conocimiento como un trabajo
intersubjetivo, más que una oposición sujeto-objeto. Justamente una
entrevistada fue la que me hizo notar esto cuando, luego de una
entrevista cargada de emociones e incluso lágrimas, se interesó con
mayor profundidad por los objetivos de mi investigación y luego por
otros aspectos de mi vida.
Al mismo tiempo, la apertura de las emociones y los afectos en las
relaciones de investigación involucra varios riesgos, uno de ellos se
liga al olvido de las diferencias estructurales en esos vínculos. La
romantización, como efecto de vínculos cargados de afectos, opaca las
asimetrías y a la vez produce idealizaciones como una imagen unificada
del self. La confianza emergente de las emociones compartidas
puede llevar a olvidar que las posiciones estructurales tienen un gran
peso y limitan los márgenes de la redefinición de las relaciones de
investigación.
Es difícil saber hasta qué punto el artefacto de la entrevista y las
relaciones surgidas en el campo habilitaron a resignificar la
interpelación como «prostitutas» a las mujeres y mi propio lugar como
varón/cliente. Aquí puede resultar útil la categoría de
«frecuentadores» acuñada por Elisiane Pasini (2009) para
englobar al conjunto de varones que, sin ser necesariamente clientes,
transitan por el contexto de comercio sexual y cultivan la
homosociabilidad. Esta categoría no excluye a clientes ni potenciales
clientes; de hecho, se caracteriza por sus potenciales desplazamientos,
«el frecuentador es aquel que tiene la capacidad de movimiento, de
transitoriedad» (Pasini 2009, 242). Esta característica tensiona
la contraposición entre clientes y los otros tipos de relaciones
(novios, amigos, etc.) que suelen plantear las mujeres que hacen
comercio sexual. Tal como aprendería a lo largo de los años
investigando en el mercado sexual, un cierto grado de potencialidad de
cliente siempre ronda a los cuerpos leídos como varones. Más allá del
afecto que circule, mi posición en el campo del mercado sexual siempre
parece acechada por la imagen del cliente.
Los vínculos con el propio cuerpo siempre involucran procesos arduos. La relación especular con las llamadas ciencias duras y la incorporación de la fantasía del conocimiento «objetivo» y totalizante ha resultado en el intento, siempre fallido, de fabricar una mirada descorporeizada en las ciencias sociales. Esta mirada espejada niega la relación con esos otros y otras, los y las informantes; vínculo de donde emerge no solo el conocimiento, sino el re-conocimiento de la propia posición. Ahora bien, como hemos visto, la asunción de nuestra posición abre nuevos interrogantes.
Mi posición sexo-genérica y mi sexualidad eran puestas en cuestión y desafiadas en ambas investigaciones. Aun cuando lograra salir momentáneamente de los lugares donde se me situaba, nunca resultaba posible suturar un sentido completamente distinto de aquel ligado a la posición de cliente. En ambas investigaciones, ensayé diferentes accesos y confirmé que no solo se trata de tener o no acceso al campo, sino de cómo se entra, quiénes son los o las gatekeepers y cómo eso condiciona la posición que podemos construir en las subsiguientes relaciones de investigación. En ambos casos, los accesos más directos y menos mediados resultaron más trabajosos, pero también más fructíferos.
La escritura de este texto ha estado atravesada por el propio cuestionamiento del lugar de varones cisgénero como enunciadores. En la coyuntura actual, ¿cómo sería posible usar el self de modo epistemológicamente productivo si la identidad atribuida es de un varón cisgénero heterosexual? La potente propuesta de poner en juego el self, y trabajar desde su condición de «parcial» e incluso contradictorio, se tensiona en un campo donde algunas vertientes del feminismo trazan miradas dicotómicas, reificadoras y esencialistas. Si bien es fundamental recordar constantemente las limitaciones que imponen las posiciones estructurales –por ejemplo, la exposición diferencial al riesgo de violencia–, ello no debería implicar caer en una mirada monolítica. Desde mi propia experiencia, aprender que mi self es parcial implica saber que puedo ser leído como «cliente», aun cuando no sea la identificación que deseo (especialmente cuando esta se halla atravesada por connotaciones sexistas); y así también ser leído como «raro» -o no ser legible- entre otros varones, lo que significa una vulnerabilidad/exclusión.
La mirada romántica y naïve que supone que involucrarse emocionalmente podría mostrar el «self verdadero» y allanar las distancias entre quienes investigan y quienes actúan como informantes, resulta casi tan problemática como la descorporeización y la negación del self del objetivismo. Se hace necesario entonces evaluar, en el contexto particular de cada investigación, cómo y cuáles efectos pueden producir las relaciones de género, clase, raza, entre otras; pues estos no son a priori generalizables, unidireccionales ni homogéneos. Asimismo, es necesario tomar en cuenta los procesos históricos y coyunturales que atraviesan el campo para comprender los sentidos (y confusiones) que marcan los cuerpos, las relaciones de investigación y su circulación de afectos y deseos.
Mantener un balance tomando en cuenta todos estos factores implica un desafío, especialmente cuando aparecen puntos en debate al interior de la comunidad científica. En el marco de la crítica del celibato etnográfico obligatorio –como suele suceder cuando una tendencia surge para contrarrestar a otra– se hicieron algunas valoraciones sobre el papel de la sexualización en la relación con informantes que pecan, no moralmente, sino científicamente. Es decir, pecan de cierto simplismo.
Tal es el caso cuando se conciben a las relaciones sexuales como un modo de establecer una mejor conexión entre nuestro self y el de quienes actúan como informantes. Este planteo es comprensible como una respuesta crítica frente el enfoque que promueve la búsqueda de conocimiento objetivo ligado a una neutralidad de sexo-género y el celibato. Sin embargo, en estas posiciones críticas subyace un sentido unívoco, que naturaliza y homogeneiza las experiencias y los significados de la sexualidad. Resulta fundamental comprender cómo los diversos contextos de investigación pueden dar sentidos distintos a las sexualidades y las prácticas sexuales. Del mismo modo, la llamada identidad de género no es una instancia estable ni coherente, sino un conjunto de posiciones conflictivas y contradictorias, con posibilidad de mutar en diferentes contextos. Por ende, tanto los sentidos atribuidos a las prácticas sexuales o a las emociones expresadas, como el significado de «ser varón» no pueden anticiparse ni definirse por fuera de la trama de interacciones que suceden durante el trabajo de campo.
En este sentido, investigar sobre comercio sexual me ha planteado frecuentes interrogantes sobre los significados que adquieren las prácticas sexuales: ¿es siempre el sexo, aún consentido, sinónimo de intimidad, de reciprocidad? Comparto la crítica del celibato obligatorio y valoro la puesta en juego del self -que propone Kulick- para desdibujar los límites simbólicos (y corporales) que distancian a quien investiga de quien es informante. Ahora bien, tal como el impacto de las posiciones de sexo-género de quien investiga es relativo a cada investigación, lo mismo sucede con la sexualización o erotización. En el contexto del comercio sexual, hemos de analizar cautelosamente dónde se trazan los límites y en qué lugar quedan emplazadas cuáles prácticas sexuales. La combinación de circulación de afectos con la romantización puede eclipsar la forma en que habitualmente se trazan los límites simbólicos en el comercio sexual, que no suele situar las prácticas sexuales comerciales del lado de la intimidad, sino lejos de ella.
Probablemente buena parte del desafío que nos plantea el deseo erótico no tenga que ver con introducir elementos de la subjetividad en la búsqueda de un dato objetivo, sino con el efecto de obturación que produce el celibato obligatorio: el deseo se torna invisible o transparente como factor condicionante -o como productor- de los vínculos entablados en el campo. Difícilmente se avanzará sobre este punto si al interior de la comunidad científica, en vez de analizar críticamente, nos limitamos a condenar, celebrar o hacer chistes sobre la sexualidad en el campo.
Estas reflexiones implican afrontar nuevas preguntas que no son las que suelen pensarse usualmente en la sección «metodología» de un proyecto de investigación. Para ponderar de qué formas relacionarse afectivamente (o no), mostrarse como persona sexualizada, e incluso si involucrarse sexualmente tiene sentido en un campo, deberá tenerse en cuenta qué factores posicionan a quien investiga y cómo inciden en las construcciones de conocimiento que surgen de las relaciones de investigación. Por ejemplo: ¿qué papel tienen la atracción/seducción, el deseo sexual en el acceso y las estrategias de delimitación del campo? ¿Es posible la resignificación afectiva sin el olvido de las diferencias estructurales? ¿Es siempre más fructífera una conexión empática? ¿Qué efectos producen las discrepancias en los sentidos que construyen, tanto quienes investigan como quienes actúan como informantes, sobre el sexo, sobre sus deseos y los deseos ajenos? Son algunas de las preguntas que siguen abiertas.
Agradecimiento
Agradezco a Cecilia Varela y Daniel Jones por sus valiosas lecturas y comentarios de una versión inicial de este artículo.
Parte de la investigación fue financiada por un proyecto PICT del FONCYT.
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[1] Se refiere a los temidos «comités de ética» y sus normativas que se han desarrollado con fuerza especialmente en el contexto anglosajón.
[2] Oakley (2016) recuerda que uno de los disparadores para escribir su artículo fue la inquietud que le produjo el caso de una entrevistada que le preguntaba, en el marco de una investigación sobre maternidad, «de qué agujero» saldría el bebé que estaba por parir.
[3] Por ejemplo, Diane Scully relata que, para entrevistar a varones condenados por violación, no solo impostaba una fachada emocional falsa, sino que ocultaba aspectos de la información sobre su investigación y limitaba la confidencialidad de los relatos (citada en O'Connell Davidson y Layder 1994)
[4] Utilizo alternativamente «prostitución» o «comercio sexual» según el aspecto a enfatizar. El primer término habilita poner de relieve la estigmatización y/o la forma de denominación históricamente más extendida; por otra parte, «comercio sexual» me permite una aproximación más analítica a la práctica (para una reflexión sobre la idea de «trabajo», ver Morcillo 2014).
[5] Entiendo el vagabundeo como «un acercamiento de carácter informal, incluso antes de la toma de contacto inicial, al escenario que se realiza a través de la recogida de información previa sobre el mismo: qué es lo que lo caracteriza, aspecto exterior, opiniones, características de la zona y entorno, etc.» (Gómez, Flores, y Jiménez 1996, 72)
[6] Investigar sobre comercio sexual puertas adentro parece menos accesible para investigadoras mujeres, también puede implicar interpelaciones sexuales de los varones clientes (cfr. Justo y Morcillo 2011)
[7] Varios textos han tratado la cuestión de los métodos encubiertos, y una investigación sobre sexualidad es un ejemplo frecuente en estas discusiones: el estudio de los tearooms de Laud Humphreys (1974) donde el investigador no solo mantuvo ocultas las intenciones de su estudio como forma de garantizar la accesibilidad, sino que trianguló su información con datos policiales para rastrear a sus informantes (Ver también distintas posiciones sobre esta investigación en Adler y Adler 2001, Langarita 2017).
[8] Al trabajo de campo en las ciudades de San Juan y Buenos Aires, se agregó la ciudad de Mar del Plata, donde las entrevistas fueron realizadas por Estefanía Martynoswkyj, una becaria doctoral que se incorporó a la investigación.