E-ISSN: 1659-2859
Volumen 98 Número Especial 2019
Julio-Diciembre
DOI 10.15517/rr.v98i0.36795

 

Tematizando la heteronormatividad. Una reflexión histórico-pedagógica sobre la educación sexual en Costa Rica

Thematizing Heteronormativity. An Historical-Pedagogical Reflection on Sexual Education in Costa Rica

 

Maurizia D’Antoni Fattori1

Valeria Sancho Quirós2


1Escuela de Psicología, Universidad de Costa Rica, Costa Rica  maurizia.dantoni@gmail.com  

2Universidad Nacional de Costa Rica, Costa Rica,  valeria.sancho90@gmail.com  

 

Fecha de recepción: 10 de abril de 2019          Fecha de aceptación: 5 de octubre de 2019

 

Resumen

El artículo se propone mostrar la heteronormatividad como un objetivo pedagógico no-tematizado de la educación pública. Con este propósito se desarrolla una lectura del movimiento de madres y padres de familia en contra de los Programas de Estudio para la Educación en Afectividad y Sexualidad del Ministerio de Educación Pública en Costa Rica, así como de las interpretaciones, demandas, y quejas sobre la educación sexual de estudiantes de una secundaria pública en San Carlos. El sustento empírico de estas reflexiones se deriva, principalmente, de la consulta realizada, mediante cuestionarios de corte cualitativo, a personas jóvenes de este cantón. A la luz de las teorías de la reproducción social, se discutirá el «fatalismo de género» como una configuración ideológica fundada en la doble negación de la historicidad de la división sexual del trabajo y la centralidad del trabajo reproductivo en el capitalismo. La defensa de la «familia tradicional» se entenderá, de acuerdo a lo anterior, en función del paulatino abandono por parte del Estado de su compromiso con la reproducción de la vida en el capitalismo neoliberal. Finaliza argumentando la necesidad de una educación sexual que reconozca la contingencia histórica de la heterosexualidad en tanto institución política, como estrategia para erosionar las disposiciones fatalistas en términos de género.

Palabras clave: educación sexual, heteronormatividad, historia de la educación, historia del control social, teoría de la reproducción social

Abstract

The article aims to expose heteronormativity as a not-often-spoken-of pedagogical objective of public schooling. Accordingly, the article offers an analysis of the movement of mothers and fathers against the Programs of Study for Education on Affectivity and Sexuality of the Ministry of Public Education of Costa Rica, as of the interpretations, demands, and claims of high school students from a public school in San Carlos. In the light of theories of social reproduction, “gender fatalism” will be discussed as an ideological configuration rooted on the double negation of the historicity of the sexual division of labor and the centrality of reproductive work in capitalism. The defense of «traditional family» will be understood as a response to the incremental abandonment of the State of its commitment with the reproduction of life in neoliberal capitalism. It finishes by arguing for the necessity for sexual education to recognize the historical contingency of heterosexuality as a political institution, as a means of eroding fatalist dispositions in terms of gender.

Key Words: heteronormativity, history of education, history of social control, sexual education, social reproduction theory

 

Introducción

 
Los teóricos de la reproducción social describen la institucionalidad educativa como un aparato encargado de santificar las divisiones sociales, impidiendo que las relaciones factuales de poder se muestren en su forma pura (Bourdieu 2014). Esto, desde el punto de vista de las relaciones entre los géneros, implica la naturalización de la unión heterosexual como único destino social de las mujeres (Rich 1996), y la mistificación del trabajo reproductivo no-remunerado que estas realizan en el sistema familiar (Federici 2018). La heternormatividad ha sido un propósito pedagógico histórico de la escuela y el colegio. No obstante, en la actualidad este proyecto rivaliza con definiciones más flexibles de la educación y sus propósitos en materia sexual, que de fondo suponen una disputa sobre cuál ha de ser el sujeto de la educación.
H
acia finales del año 2017 e inicios de 2018, Costa Rica asistió a una polémica en torno a la implementación de los Programas de Educación para la Afectividad y la Sexualidad del Ministerio de Educación Pública (MEP). Estos se formularon con miras a tematizar las identidades de género y sexo, así como el placer, la violencia en las relaciones sexo-afectivas, la diversidad de orientaciones sexuales, entre otros. Se desprende del objetivo planteado por el MEP (2017, 8) que abrir estos temas a pregunta implicaba reformular el sujeto de educación para la ciudadanía, reconociendo una posibilidad de existencia social a sujetos históricamente negados: «Se parte de la consideración de que todas las personas, a lo largo de su existencia, sin importar su sexo, identidad sexual, identidad de género, orientación sexual, etnia, discapacidad, edad, capacidades y necesidades específicas, somos personas sexuadas (es decir personas con sexualidad) y tenemos el derecho de vivirla plenamente, desde nuestras particularidades individuales y en el contexto social y cultural en que nos desenvolvemos».
Los sectores opuestos a los programas, entre ellos docentes de colegio, sacerdotes, padres y madres de familia, denunciaron el menosprecio al 
«cuerpo y la realidad concreta» que a sus ojos conllevaba la redefinición del término «sexo», según se desprende del glosario del MEP: una serie de características biológicas utilizadas para agrupar a las personas (MEP 2017). Esto, en tanto revelaba el carácter consuetudinario y variable de las categorías binarias hombre/mujer. Reclamos similares se realizaron en respuesta al reconocimiento no patologizante de la intersexualidad, la normalización de la homosexualidad y la bisexualidad (Mata 2012), entre otras reivindicaciones a favor de los derechos de las poblaciones sexualmente disidentes, presentes en la formulación del programa (Arce 2018). Fue también motivo de enojo la aparente omisión en la malla curricular de temas como el amor, la fidelidad, el matrimonio, la monogamia, la abstinencia o los peligros de la promiscuidad (Quirós 2017).
La polémica se
 vio agudizada por razones funcionales a ciertos proyectos políticos en el periodo de elecciones presidenciales. Una de las facciones políticas, opuesta a los programas del MEP, sostuvo un mantra muy repetido en mítines («con mis hijos no te metas»«a mis hijos los educo yo»), insistiendo en el carácter natural (Quirós 2018), único, e inamovible de su definición de la familia. Esto implicaba, por derivación, que cualquier propuesta educativa o política que desestabilizara el mandato a la «familia tradicional» fuera rechazada por estas agrupaciones como una distorsión ideologizante.
La llamada 
«ideología de género», según los sectores opuestos a los programas del MEP, amenazaba directamente el orden social divinamente intencionado e, inclusive, atentaba contra la reproducción de la vida. En vistas de la amplia convocatoria de este movimiento conservador, la postura «pro familia» llegó a ser adoptada por 10 de 13 candidatos presidenciales en las elecciones de 2018 (Centurión 2018). La expresión más radical de esta tendencia se presentó en la propuesta del Partido Restauración Nacional y su llamado a restaurar la familia, esto según los designios de la tradición cristiana. En su plan de gobierno, el partido presentaba a la familia como el terreno por excelencia para la «renovación moral» de la nación costarricense (Partido Restauración Nacional 2018). Fabricio Alvarado, su candidato, obtuvo el triunfo en la primera ronda de elecciones presidenciales, con gran apoyo de una población mayoritariamente evangélica, motivada en su mayoría -según datos del Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica (CIEP-UCR)- por la defensa de los «valores cristianos», en oposición al matrimonio igualitario y a la «ideología de género» (Murillo 2018).
Fue en este contexto, previo a la segunda ronda electoral en febrero de 2018, que agrupaciones de padres y madres de familia cerraron varias escuelas en los cantones de San Carlos, Pérez Zeledón y Limón, en protesta contra la implementación de los programas sobre educación sexual y afectiva del MEP. Videos de las manifestaciones circularon, mostrando a padres y madres que insistían en el carácter divino de la heterosexualidad; entre ellos, una mujer que amenazaba con que «el que cometa esos actos (homosexuales) merece la muerte», aduciendo la autoridad de la Biblia (Castro 2018).
Lejos de adherirnos a aquellos análisis que atribuyen el éxito del movimiento a favor de la 
«familia tradicional» y en contra de la educación sexual a meras manipulaciones (religiosas, electoreras) del descontento popular, siguiendo una noción de la ideología como falsa consciencia; en este artículo nos interesamos por su carácter sintomático, comprendiendo la ideología como una solución simbólica de contradicciones reales (Jameson 1989). En este sentido, consideramos que la lucha de padres y madres de familia, contra la apertura de la pregunta sobre la sexualidad en los colegios, es reveladora de su relación con sus condiciones materiales de supervivencia.
A continuación, profundizamos sobre el significado de la demanda heteronormativizante de padres y madres hacia la institución escolar, de cara a la función ideológica de la educación, por un lado; y reproductiva de la familia, por otro, en el marco de un estado-nación moderno inserto en la economía capitalista neoliberal. Discutiremos la configuración ideológica que denominamos 
«fatalismo de género», presente en el discurso de jóvenes de secundaria al expresarse sus opiniones, expectativas y demandas en torno a la educación sexual integral, como un obstáculo a sortear para que esta se desarrolle de manera comprometida con la afirmación de la singularidad y el fin de la violencia machista, homofóbica, y transfóbica en todas sus expresiones. Finalmente, ofrecemos un breve esbozo de nuestra propuesta pedagógica para desmontar el «olvido» de la historicidad del género, desnaturalizar la desigualdad, y abrir un espacio de indeterminación subjetivante, donde jóvenes puedan reconocerse como agentes de su propia historia.

El fatalismo de género como configuración ideológica en personas jóvenes
En el Proyecto Alfabetización Crítica de la División de Educología de la Universidad Nacional nos sorprendió que, en medio de la polémica por los Programas del MEP, no se diera mayor cabida mediática a la voz de las personas jóvenes. A partir de esta preocupación, desarrollamos una encuesta aplicada a 250 estudiantes de colegio, donde indagamos de manera cualitativa su opinión respecto a los programas de educación sexual integral y sobre el cierre de escuelas llevado a cabo en protesta contra la implementación de estos programas por padres y madres de familia en San Carlos, Limón y Pérez Zeledón. Algunas preguntas que se planteaban eran a grandes rasgos las siguientes: 

¿Cómo explicar lo que está pasando con el cierre de escuelas en San Carlos? 

¿Por qué están tan preocupadas las mamás y los papás? 

¿Cuál es su opinión acerca de los Programas de Educación en Afectividad y Sexualidad del MEP? 

Conoce casos de: a) muchachas adolescentes que han quedado embarazadas; b) muchachos que dejaron embarazada a su novia; c) personas jóvenes con infecciones de transmisión sexual; o d) personas jóvenes acosadas, abusadas física o virtualmente por su orientación sexual, práctica sexuales o identidad de género. ¿Cree que los programas de educación sexual ayudarían a prevenir estas situaciones?

¿Cuál sería una pregunta que un típico o una típica adolescente querría hacer sobre sexualidad o afectividad?


Estas encuestas fueron respondidas por 79 estudiantes de noveno, décimo y undécimo año en un colegio de San Carlos, 110 estudiantes de décimo y undécimo en un colegio de Heredia y 62 estudiantes de décimo y undécimo en un colegio de Nicoya. Nos enfocaremos en las respuestas de los y las estudiantes del colegio en San Carlos, pues las consideramos expresivas de una conformación ideológica, el 
«fatalismo de género», que supone un reto a la aspiración de construir una educación sexual transformativa. El fatalismo como disposición estuvo presente a lo largo de la mayoría de los cuestionarios a través de un amplio rango de edad, abarcando a jóvenes entre los 14 a los 20 años de edad (38 hombres y 41 mujeres).
Un primer elemento que llamó nuestra atención durante el trabajo de campo, fue lo inesperado de nuestra consulta a los y las jóvenes, quienes expresaron sorpresa e inclusive confusión respecto a nuestro interés en conocer sus opiniones y preguntas en torno al tema de educación sexual. Esta extrañeza indicaba del silencio socialmente prescrito en torno a las relaciones sexuales en la comunidad. En la última sección de la encuesta, donde se solicita a estudiantes que formulen una pregunta sobre sexualidad, cerca de la mitad de los y las jóvenes indicaron no saber qué preguntar. Algunas de estas personas reconocían que su dificultad para la pregunta surgía de su infrecuente reflexión sobre el tema. Estas señalaron que, de conocer más sobre sexualidad, posiblemente tendrían mayores elementos para preguntarse. Otras al contrario insistieron en que los y las adolescentes ya saben tanto sobre el tema que no tienen necesidad de preguntar, argumentando por ejemplo que 
«ahora los chiquitos llegan de la escuela sabiendo más de sexualidad que el profesor».
A nivel general predominó la clausura de la pregunta por motivos de desconocimiento, certeza, o prohibición. Esto último se hizo evidente durante la aplicación de encuestas. Retomamos este episodio, aunque se dio en el colegio de Heredia, por considerarlo representativo: una muchacha, que ya había empezado a llenar el instrumento, se detuvo y optó repentinamente por devolver la encuesta inconclusa a la asistente, confesando que, a pesar del carácter confidencial de la consulta, temía que su familia se enterarse de su participación. En línea con lo anterior, cabe destacar que según la lectura de los y las jóvenes encuestadas, las principales razones para que madres y padres se opongan a la educación sexual son las siguientes: 1) no desean que se hable del tema; 2) temen que los programas van a dar mayor libertad a los y las estudiantes, o 3) la educación sexual los llevará a hacerse 
«homosexuales». En definitiva, según se desprende de lo observado por estudiantes, los padres y las madres de familia que se oponen a la educación sexual integral no desean que sus hijos e hijas vivencien la apertura de la sexualidad en términos de elecciones personales.
En las encuestas, la mayor parte de estudiantes de décimo y undécimo año se posicionó a favor de los programas, a excepción de una proporción pequeña que se opuso, expresando acuerdo con la postura de sus padres o citando motivos religiosos; mientras que otro grupo minoritario de estudiantes se admitió indiferente al tema. El rechazo a los programas fue más común entre los y las estudiantes de noveno año, donde la identificación con los padres y madres se mostró más insistente. Entre quienes apoyaban la implementación de los programas, por el contrario, se marcaba una brecha generacional con respecto a las madres de familia opuestas a la educación sexual integral, calificadas de «anticuadas
», «mal informadas», «exageradas», acusadas de reproducir patrones violentos, no respetar a las personas jóvenes, o de haber sido manipuladas.
La posición respecto a la adecuación de los programas de educación sexual integral no se vinculó de manera directa con la percepción sobre las problemáticas de las personas adolescentes en materia de sexualidad. A excepción de dos estudiantes, todas las personas encuestadas reportaron conocer a mujeres adolescentes que habían quedado embarazadas. La recurrencia no fue tan alta en el caso de hombres cuya compañera hubiera quedado embarazada, lo cual se corresponde con el patrón de relaciones impropias que predomina en los embarazos adolescentes en el país, según se discutirá más adelante. La segunda problemática reconocida con mayor frecuencia fueron los episodios de discriminación y abuso hacia personas por su comportamiento o identidad sexual. Finalmente, en pocas ocasiones se reportó la ocurrencia o conocimiento de personas adolescentes que hubieran contraído infecciones de transmisión sexual.
La lectura fatalista de estas problemáticas predominó a través de las categorías de apoyo, rechazo, e indiferencia ante los programas. «Me da igual, siempre será lo mismo
», fue la respuesta de uno de estos jóvenes al consultársele si, en su opinión, la educación para la afectividad y la sexualidad ayudaría a prevenir las situaciones ya mencionadas. Inclusive entre aquellos y aquellas adolescentes que se posicionaban a favor de la educación sexual integral, fue un factor común el escepticismo respecto a su capacidad de transformar los destinos determinados por el género en su entorno social.
Los motivos para la desesperanza eran, según sus perspectivas, múltiples: sus compañeras y compañeros –argumentaban las personas encuestadas- ya sabían cómo prevenir embarazos, de manera que si fallaban en hacerlo no se debía al desconocimiento sino a la irresponsabilidad. Algunas de estas personas, insistieron, tomaban la decisión de formar una familia a temprana edad; una opción que según expresaron no era mal vista por la comunidad, siempre y cuando la muchacha contara con el apoyo de su pareja. Para el caso de los abusos, principalmente ligados a la homofobia, los y las estudiantes indicaban insistentemente que «está en cada quién si respetar o no a los otros
». A grandes rasgos, estos eventos aparecen como inevitables y a la vez, paradójicamente, producto de la decisión personal. En este sentido algunos y algunas jóvenes cuestionaron «¿qué lograron con estas clases?» «¿este programa va a afectar a la población a futuro?». Este escepticismo, consideramos, está vinculado con la imposibilidad de pensar en una educación sexual y afectiva que pueda ir más allá del hecho sexual y reproductivo.

La heteronormatividad: un objetivo pedagógico no tematizado


Somos seres sensuales desde el nacimiento, desde nuestra relación, que es física, con la madre o la persona cuidadora.
 El primer conocimiento que tenemos de nosotros y nosotras mismas es desde nuestro volumen, peso en el espacio, y desde la piel, como órgano que nos da informaciones sobre el ambiente y el tacto. El abrazo de la partera, del médico y de la madre nos da, a través del tacto, una primera información acerca de cuáles son nuestros límites espaciales, sobre el yo y la identidad. Es información que se renueva cada vez que se alza al o a la bebé, se le abraza, se le pone a mamar. 
Lo sensual y sexual, así como una originaria bisexualidad, nacen con el ser humano. Pero antes inclusive de su nacimiento, a esta sexualidad ya se ha asignado un particular destino. Podríamos decir que el individuo es siempre-ya-sujeto, «destinado a serlo en y por la configuración ideológica familiar específica en la que se lo “espera” tras haberlo concebido»; y que se le inscribe en una estructura «implacable», donde debe ocupar un lugar en tanto sujeto sexual, hombre o mujer (Althusser 2015, 215). La sujeción a la ideología dominante se expresa desde el momento mismo en que se da un nombre al individuo, interpelándole como sujeto concreto.
La condición de posibilidad de esta interpelación, según ha señalado Butler (2001), radica en la dependencia fundacional del sujeto: es su deseo de «ser
» el que le liga de manera apasionada con aquellos que le brindan cuidados y alimentos. El deseo primario de persistir debe negociarse de acuerdo a categorías que anteceden a quien deviene sujeto sexuado, y que determinan su posibilidad de existencia social. Es este deseo de supervivencia el que hace, al sujeto inherentemente explotable, susceptible de regulación política.
El género es producto de una norma que dicta los modos legítimos de tener cuerpo, experimentar placer y sentir afecto en la modernidad capitalista. Esta requiere sujetos heterosexuales, monogámicos, con sexualidades genitalizadas. La adscripción genérica demanda el repudio del deseo homoerótico, la negación de las sexualidades no procreativas. Organizada según las coordenadas de la heterosexualidad, integra a los sujetos en una «jerarquía social
», que distingue entre aquellos que pueden ejercer poder sobre otros, y quienes no han de ejercer poder sobre su propia existencia (Ramos 2015).
La familia y la institución escolar son algunos de los campos donde opera de manera más incisiva el trabajo de sujeción, base de la reproducción social (Althusser 2015). La preocupación por la educación sexual en las instituciones públicas ya se expresaba en las primeras décadas del siglo XX. Esta tenía, como su principal preocupación, la higiene y a las teorías eugenésicas como su marco valorativo: la promoción de una sexualidad sana, base del «mejoramiento de la raza
», recaía en la adopción, por parte de las mujeres, de valores tradicionales vinculados a la maternidad y a su rol de esposas (Molina 2016).
Posteriormente, con la recatolización de la educación a manos del gobierno de Calderón Guardia (1940-1944), las discusiones sobre sexualidad se vieron reducidas, resurgiendo el argumento a favor de su importancia en 1963. El propósito de la educación sexual, según se planteó en la Conferencia Nacional de Enseñanza Media de ese año, era la disminución de la «psicopatología
» de los conflictos matrimoniales. Se instaba, además, a la vigilancia sistemática de la conducta sexual de la juventud con miras a promover el matrimonio y la paternidad. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la Iglesia Católica reforzó su influencia determinante en el sistema educativo (Molina 2016), propiciando su instrumentación para la reproducción de valores patriarcales.
La educación sexual, restringida por la genitalización de la sexualidad, se ha reducido históricamente a una formación para la reproducción y la prevención. Esta ha articulado regulaciones religiosas y biopolíticas de la sexualidad, anudando las categorías de «sexualidad-reproducción-normalidad
» (Ramos 2015). De esta forma, se instaura un patrón de no reconocimiento de la diversidad sexual, que naturaliza la heterosexualidad con todas sus consecuencias; desconociendo las múltiples formas en que este régimen se ha impuesto como única posibilidad deseante a quienes designa como mujeres y hombres en todo el mundo.
La heteronormatividad es un «objetivo pedagógico
» fundamental –no tematizado- de las instituciones educativas modernas (Zubriggen 2015). La inserción más temprana y extendida de los varones al mercado laboral propició que en las familias se priorizara, como estrategia de supervivencia, la educación de los hijos sobre la de las hijas. A inicios del siglo XX esta brecha disminuyó. Eran pocas, no obstante, las voces que expresaban su apoyo a la educación de las mujeres de acuerdo a un ideal de emancipación, predominando en cambio un discurso que promovía la educación para hacer de ellas mejores madres y esposas. La educación de las mujeres fue conceptuada por las élites liberales como una forma de cooptar el poder ideológico que estas ejercían, esto mediante su control íntimo y directo sobre los años formativos de los niños y las niñas (Molina y Palmer 2003).
Partiendo de lo anterior, se implementaron currículos diferenciados de acuerdo a: los roles públicos, responsabilidades familiares, oportunidades de empleo y formas de trato asignados a hombres y mujeres en términos de la división sexual del trabajo. La expansión de la cultura escrita, por su parte, generó progresivamente un público de mujeres accesible a revistas y periódicos que ofrecían consejos sobre el matrimonio. El discurso público depositaba la responsabilidad por la permanencia en el vínculo familiar a las mujeres, instándolas al sacrificio y la represión de sus emociones, al encargarles no solo el cuido y el trabajo doméstico, sino la felicidad de la familia toda. A las muchachas solteras se les preparaba con recomendaciones para agradar a los muchachos, lo que ameritaba cierta anulación de su personalidad (Rodríguez 1999).
Las coordenadas de lo femenino y lo masculino se reproducen hasta la actualidad en el discurso docente, inclusive de manera inconsciente, en términos funcionales en la división sexual del trabajo: se vincula a la feminidad una serie de comportamientos asociados a la debilidad, el cuidado de los otros, la sensibilidad; en oposición a la masculinidad, vinculada a la indisposición a la escucha, la demostración de fuerza, la dominación (Rescia y Veitch 2017).
La desigualdad de género tiene un componente androcéntrico: un patrón institucionalizado de valor cultural que enaltece los rasgos asociados a lo masculino y devalúa lo concebido como femenino. Esto atañe, además de las mujeres cisgénero, a grupos feminizados: hombres homosexuales, mujeres trans, y hombres indígenas -cuyo carácter pretendidamente “bestial” es equiparado, por la mirada colonial-moderna, con el de ser mujer, justificando su tutela permanente y perpetua (Ochoa 2014)-, entre otros. En un sistema dicotómico que diferencia entre dominantes y dominadas, todos y todas se ven oprimidas por la imposición de una rígida división de la personalidad. Se requiere de la supresión de las semejanzas naturales: los hombres deben suprimir los rasgos considerados femeninos so pena de verse inferiorizados; mientras que las mujeres deben reprimir los rasgos considerados masculinos o experimentarán toda suerte de sanciones sociales.
En la escuela y en el colegio se inculca a las personas, durante sus años más vulnerables, destrezas imbuidas en esta ideología. Reproducen, en su ordenamiento disciplinario, pautas sobre el deber ser y lo prohibido en materia de sexualidad. Opera un control y ordenamiento de los cuerpos a manos de los y las docentes, constituidos en «comisarios de género
» que escrutan las relaciones homosociales en búsqueda de transgresiones a la diferencia sexual (Fernández 2017). El ejercicio de un civismo masculinista y heterosexual, el flujo diferenciado por el espacio en los momentos de recreo –de acuerdo a una disposición que prioriza las canchas de fútbol, de uso típicamente masculino, en los planteles escolares-, el uso correcto de un lenguaje que reafirma la equivalencia masculino = universal, el seguimiento de reglamentos desiguales en cuanto al uso de uniformes, entre otros; configuran tipos de saber que aseguran la sumisión ideológica a través del dominio de su práctica (Butler 2001), mostrando a cada sujeto el papel que le corresponde según la diferencia sexual –la clase, la etnia, la nacionalidad-.
La escuela, según se desprende de las vivencias de personas gays, lesbianas y trans, es uno de los espacios de socialización con mayor carga homo-lesbo-transfóbica (Ramos 2015). La heteronorma produce pautas de exclusión, por lo que la sumisión a sus regulaciones se presenta a los niños y las niñas, así como a las personas adolescentes, como un requisito para permanecer en la institución educativa.
A partir de Butler podemos comprender el dominio de las habilidades que componen la heternormatividad como una forma continua de «exoneración de uno mismo
», una defensa contra una acusación –la de ser homosexual, la de no ser lo suficientemente hombre o mujer o, en fin, la de ser socialmente ilegible, imposible, inaceptable-. En este sentido, afirma que «dominar una serie de habilidades no es simplemente aceptarlas, sino reproducirlas en y como parte de la propia actividad. No es simplemente actuar de acuerdo a una serie de reglas, sino encarnarlas en el curso de la acción y reproducirlas en rituales de acción encarnados» (Butler 2001, 133).
Segato (2016) por su parte indicará que el estatus masculino, a través de las distintas culturas, es un grado al que accede el individuo solo si se le es otorgado y reconfirmado por otro excluido de su privilegio –las mujeres, los otros feminizados- con cierta regularidad a lo largo de su vida. La severidad de este doble mandato -a la autoexoneración heterosexual ritual, por un lado y a la producción de exclusión como forma de reconfirmar la propia masculinidad del otro- quedó manifiesta en sus consecuencias más extremas cuando, en marzo de 2018, un niño 12 años murió atropellado tras lanzarse a las vías del tren en San José. Sus compañeros le habían acusado de ser «poco hombre y cobarde
», desafiándolo a demostrar lo contrario a través de este cruel reto (Cerdas 2018).


La defensa de la familia «tradicional»: pensando la dependencia en clave histórica

El alegato «pro vida
» -que pretende negar a las mujeres la capacidad activa sobre sus cuerpos, imposibilita construir maternidades elegidas, teme a la desestabilización del binario hombre/mujer y rechaza la apertura de posibilidades deseantes ajenas a la configuración heterosexual- no se puede comprender si permanecemos ajenas a la centralidad del trabajo reproductivo como soporte de todas las formas de organización capitalista (Federici 2018). La familia moderna costarricense tiene una historia que se imbrica con el desarrollo del capitalismo agrario. En Costa Rica, las élites económicas desarrollaron una serie de políticas tendientes a resolver la escasez de mano de obra, con miras a la expansión de la economía de mercado. Desde la segunda mitad del siglo XIX se agudizó el proceso de privatización de tierras del común, que hombres y mujeres trabajaban en conjunto para su supervivencia. Inició, de esta forma, la separación de los trabajos productivo y reproductivo, confinando este último a la esfera de lo privado. Las leyes de vagancia permitieron reprimir a los hombres que se negaban a convertirse en peones asalariados, con labores en fincas y obras públicas, o con el aprendizaje de un oficio (Sánchez 2016).
Las mujeres, por otro lado, fueron excluidas del mercado laboral, disminuyéndose los trabajos disponibles para ellas; mientras que aquellos a los que podían acceder, se circunscribieron mayoritariamente al ámbito doméstico (costureras, aplanchadoras, lavanderas, sirvientas, cocineras) (Molina 2016a). Sin acceso a tierras para trabajar y sin opciones laborales, el ser esposa de un hombre asalariado se volvió cada vez más una forma de supervivencia para las mujeres. Además, las leyes de vagancia, higiene y prostitución permitían un control particular de los espacios y sociabilidad de las mujeres en los espacios urbanos, sancionando mayoritariamente a las solteras por su circulación en espacios públicos masculinizados, o por ejercer –o ser sospechosas de hacerlo- su sexualidad fuera de una relación matrimonial. Las condenas no contemplaban, como en el caso de los hombres, trabajos en espacios públicos, sino trabajos domésticos en casas «honradas
», o la reclusión en centros para mujeres (Sánchez y Chacón 2016).
Los procesos catalizados por la conformación del Estado moderno costarricense, así como su inserción en el mercado mundial, agudizaron lo que Segato (2016) ha denominado «totalitarismo de la esfera pública
», la superinflación de la esfera pública –ancestralmente habitada por hombres-, cuyo correlato fue el derrumbe y privatización de la esfera doméstica. La introducción del derecho universal, en el marco del pasaje a la modernidad, conllevó el ocultamiento de la jerarquía sexual tras el lenguaje del contrato ciudadano. De esta manera, si bien el Código Civil de 1887 se planteaba como un instrumento cohesionador que ordenaba la convivencia bajo los designios de una ley común a todos (sin distinción de estatus), la ley de matrimonio civil en él introducida instituía la desigualdad entre los géneros como fundamento de la sociedad civil. Pateman (1995), en este sentido, se refiere al «contrato sexual» -en el que el derecho fraternal se realiza en la común garantía de dominio masculino sobre las mujeres- como la clave oculta del contrato social.
El Código Civil promulgó el fin procreativo del matrimonio, asegurando a los hombres de todas las clases el dominio sobre sus esposas. Este establecía la obligación de la mujer de obedecer a su esposo, asistirle y seguirlo a su lugar de domicilio. Además, la legislación sobre divorcio le otorgaba al hombre cierto margen para el uso de la violencia. Si bien los tratos crueles excesivos –que provocaban una incapacidad para trabajar- eran una causal reconocida de divorcio, cierto nivel de agresión a las mujeres era considerado connatural al matrimonio. Por lo demás, el acceso sexual exclusivo del hombre sobre la mujer se garantizaba al considerar únicamente la infidelidad de la mujer –versus el concubinato escandaloso en el hombre- como causal de divorcio. Esta primera fue la única castigada a nivel penal hasta el año 1941 (Rodríguez 2005).
Si bien la docencia atravesó un rápido proceso de feminización, esto ocurrió tras ser abandonada por los hombres. Hacia la década de los 1940, no se consideraba que el ingreso de maestro bastara a un hombre para mantener a su familia, ni se la consideraba una profesión de particular prestigio -tendencia que empezó a observarse desde finales del siglo XIX-.  Era habitual, por lo demás, que las jóvenes maestras que relevaron a los docentes abandonaran el magisterio al contraer matrimonio, expulsión mediada por las limitaciones geográficas que esta institución imponía específicamente a las mujeres. La organización patriarcal de la familia marcó un límite al potencial transformador de la feminización de la docencia. No obstante estudiantes y graduadas del Colegio Superior de Señoritas jugaran un rol clave en la resistencia a la dictadura de los Tinoco en 1919, conformaran la Liga Feminista que abogó por el sufragio femenino y la igualdad de salarios, y tuviera influencia en la redefinición de la nacionalidad costarricense en términos de pacifismo (Molina y Palmer 2003).
Paralelo a la compulsión al trabajo, la modernidad capitalista instituyó la compulsión a la heterosexualidad, condición necesaria para la reproducción de la fuerza laboral. Tal y como lo muestra Federici (2018), la división sexual del trabajo capitalista se instauró a través de la no remuneración del trabajo reproductivo y doméstico, mistificado como un recurso natural, producto del amor y devoción femeninas. En este sentido atendemos a un proceso histórico de educación sexual, por medio del cual se ha disciplinado a las mujeres para internalizar valores asociados a la feminidad como estatus de subordinación; mientras que a los hombres se les ha formado en el rol de amos no-libres (Pateman 1995). Federici ha insistido en que, por vía de la unión heterosexual, los hombres individuales (indiferentemente de su clase social) suelen acceder a reservas de trabajo femenino no remunerado.
Si bien la brecha entre hombres y mujeres en términos de alfabetización experimentó una marcada contracción a inicios del siglo XX (Molina y Palmer 2003), las mujeres permanecieron mayoritariamente excluidas de aquellos ámbitos del mercado laboral que requerían mayor escolaridad -y donde se percibían mayores salarios- a lo largo del siglo. En las últimas décadas, grupos minoritarios de mujeres accedieron a puestos de mayor reconocimiento social (Alvarenga 2012), sin que se pueda negar la participación de algunas de ellas en prácticas de poder y explotación (Burman 2007). Sin embargo, el poder gubernamental y económico aún están en manos masculinas.
Las mujeres perciben menores salarios que los hombres, lo que perpetúa su condición dependiente. La brecha salarial entre sexos, según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), se ensancha conforme aumenta la edad, especialmente cuando las mujeres tienen hijos, significando una disminución media de 4% de su salario respecto a un hombre por cada nacimiento. Uno de los principales factores explicativos de esta diferencia continúa siendo el trabajo doméstico no remunerado que las mujeres alrededor del mundo realizan de manera desproporcionada («La brecha salarial» 2018).
La precarización y flexibilización de las condiciones de trabajo en las sociedades neoliberales desestabiliza la organización familiar 
«tradicional» con base en el salario masculino, exigiendo a las mujeres una mayor inserción en el mercado laboral. A la vez, la privatización, el desfinanciamiento y la racionalización de los servicios sociales estatales, en la era del reformismo neoliberal, requiere del relevo de una amplia población, mayoritariamente mujeres, que sostengan las dependencias y cuidados que dan sostén a la vida humana. Como consecuencia, aquellas mujeres que acceden al mercado laboral comúnmente deben ser relevadas en el trabajo doméstico y de cuidado por otras mujeres de condición económica menos favorecida, significando a estas últimas una doble carga de trabajo o la imposibilidad de atender al trabajo doméstico y de cuido en sus hogares. Esta función recae también sobre niñas y adolescentes en edad escolar, a pesar de que el trabajo infantil doméstico tiende a ser invisibilizado. En contextos de pobreza, la maternidad es vista por niñas y adolescentes como una fatalidad, un castigo y un trabajo que a menudo se asume en soledad (Leandro 2016).
En contextos de incertidumbre, empobrecimiento y precarización de las vidas, mediados por la disolución del tejido comunitario y el progresivo desmantelamiento del estado benefactor, no es extraño que la familia heterosexual mitificada se presente a muchos como el último refugio ajeno a la mercantilización de las relaciones, que busca totalizarse con el avance del proyecto global neoliberal (Brown 2015).
La dependencia económica que conlleva la configuración familiar heteronormativa, coloca a las mujeres en condiciones de mayor vulnerabilidad ante la violencia. Un análisis de las características de 79 de las víctimas de femicidio en el país desde 2015, revela que la mayoría de estas (50 mujeres) eran amas de casa (Solano 2019). Asimismo, las mujeres jóvenes, entre 16 y 35 años, se encuentran en mayor riesgo de ser víctimas de femicidio. Esto es particularmente preocupante dado que la III Encuesta Nacional de Juventudes registra que un 63% de las muchachas entre 15 y 17 años mantiene una relación con una persona mayor de edad (Recio 2018); relaciones que tienden a aumentar el riesgo de abuso de poder y la violencia sexual.
Comúnmente las jóvenes que mantienen relaciones impropias provienen de familias en condiciones de precariedad económica, o han experimentado situaciones de violencia doméstica, por lo que su vinculación con un hombre adulto se presenta como una forma de salida o como la vía de acceso a un beneficio económico para la familia. No obstante, este tipo de relaciones tienden a profundizar la dependencia y con ella la vulnerabilidad. Un 7% de jóvenes reportaron, en la III Encuesta Nacional de Juventudes (2018), que sus parejas les han prohibido estudiar o trabajar, y un 4% adicional que a sus compañeros les molesta que estudie o trabaje. El Patronato Nacional de Infancia de Costa Rica (PANI) por su parte señala que 88% de los 14 000 nacimientos anuales de madres adolescentes son producto de relaciones con hombres mayores (Recio 2018). A pesar de la promulgación de la Ley de relaciones impropias en enero de 2017, dos hombres que mantenían relaciones de este tipo con mujeres jóvenes han cometido femicidio (
«Jefe de tránsito» 2017; Marín 2018), mientras que otro cometió dos intentos de femicidio contra una joven de apenas 13 años (Chávez 2018) desde la aprobación de la ley en el país.


Conclusiones


A lo largo de este artículo hemos expuesto el fatalismo de género como configuración ideológica que sujeta a jóvenes entre 14 a 20 años de edad, en una secundaria pública en el cantón de San Carlos, a destinos sociales y vinculares predeterminados: las maternidades adolescentes, la heterosexualidad obligatoria y con fines reproductivos. La heterosexualidad constituida en norma, base del fatalismo de género, excluye la posibilidad de la pregunta por el deseo, las elecciones personales y la afirmación de la singularidad; por tanto se opone al proyecto de una educación sexual transformadora.
Hemos propuesto que, en tanto ideología, la heteronormatividad debe ser comprendida como una resolución simbólica de las contradicciones reales que estructuran nuestra sociedad: esta, al naturalizar destinos diferenciales y jerarquizados con base en el género, oculta la historicidad de la división sexual del trabajo y la centralidad del trabajo reproductivo para la organización capitalista. El peso de la institución educativa en la conformación del fatalismo de género debe ser reconocido, pues producir sujetos heterosexuales ha sido una preocupación de las autoridades educativas desde los inicios de la educación pública estatal. Este trabajo de sujeción se mantiene vigente hasta la actualidad garantizando que, durante sus años más vulnerables, niños, niñas y adolescentes aprendan a encarnar la heteronorma y a reproducirla ritualmente.
Por lo demás, en un contexto histórico de deterioro del rol redistributivo del Estado, donde predominan la incertidumbre y la precariedad económica, la familia heterosexual mitificada se ve exaltada como último refugio frente a la mercantilización de las relaciones sociales. La defensa de la 
«familia tradicional» entendida en estos términos se ancla en la concepción del trabajo de cuido, realizado por las mujeres, como un recurso natural y un acto de amor. La adscripción a estos roles idealizados por su parte coloca a las mujeres jóvenes y económicamente dependientes en posiciones de vulnerabilidad frente a la violencia machista.
Es necesario, a nuestro parecer, ofrecer una educación sexual que vaya más allá de visibilizar otras alternativas deseantes designadas como 
«diversas», siempre situadas como excepciones a una heterosexualidad inamovible como centro y como norma sexual. Proponemos que una educación sexual transformativa debe tematizar las relaciones de dependencia y el trabajo reproductivo en clave histórica, reconociendo los actuales roles de género, formas de vinculación y prácticas sexuales como efectos de estructuras de poder que han reprimido y silenciado la existencia de otros sujetos. Reconocer la historicidad del género supone ubicarlo en una temporalidad nueva, abierta a modificaciones.
Para darle un valor ético a la educación para la sexualidad, se requiere reconocer la contingencia de la heteronormatividad y la desigualdad de género como formas dominantes de vincularse, trascendiendo la naturaleza como factor explicativo. Tematizar el poder implica problematizar los rituales de autoexoneración heterosexual, transformando la brecha entre el propio ser y los mandatos de género en el espacio para la agencia, la búsqueda personal y colectiva de otras formas de querer, de vincularse, de tener cuerpo.
Sobre la base de estas consideraciones desarrollamos nuestro aporte para la educación sexual integral, en los talleres “Construyendo nuestra historia” formulados para el trabajo con personas adolescentes. Este ofrece un recorrido histórico, donde se muestran algunas transformaciones que han atravesado los roles femenino y masculino en la sociedad costarricense, así como los mecanismos de control social, por un lado, y las resistencias colectivas e individuales, por otro, que los hicieron posibles. Esta aplicación pedagógica de la historia busca fomentar en los y las estudiantes la conciencia de que “nada está escrito en piedra”: podemos trabajar para mejorar nuestras formas de relacionarnos, construir sociedades empáticas, respetuosas de la singularidad, creativas.

Contribuciones

Ambas autoras participaron en el diseño del cuestionario aplicado a personas jóvenes en colegios, la categorización y análisis de las respuestas, y la redacción del texto.


Referencias

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