E-ISSN: 1659-2859
Volumen 99 (2) 2020: 1-19
Julio-Diciembre
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sociales en las que existe una jerarquía sexual identificable, que ubica a las mujeres y
disidencias sexuales en posiciones subordinadas respecto de los varones cisheterosexuales,
descripción que le cabe a nuestra situación presente.
Elegimos hablar de violencia patriarcal antes que violencia de género, ya que es un
concepto estructural que permite comprender las relaciones jerarquizadas de género en las que
se hunden las raíces de las instituciones sociales de las que participamos. Este concepto desnuda
manifestaciones más concretas de violencia que encarnamos y que atraviesan nuestras
relaciones interpersonales: misoginia, machismo, lesbo, trans y homofobia en sus diversos tipos
(física, psicológica, sexual, simbólica, económica, etc.) y modalidades (doméstica, laboral,
institucional, mediática, etc.). Esta perspectiva estructural permite un doble movimiento: por
un lado, nos aleja de la idea del caso aislado y la buena o mala voluntad de las personas frente
a estas situaciones y, por otro, habilita el trabajo comprometido y sostenido para comprender y
actuar de forma adecuada y responsable, tanto en la detección de los casos de violencia como
en el acompañamiento de estos.
Entre las autoras feministas que definen la violencia patriarcal como un proceso social
estructural, se destacan los aportes de Rita Segato (2003), Jules Falquet (2002) y Kimberlee
Crenshaw (1998). Estas autoras, con ciertas diferencias, abordan esta temática como una
situación social y política, antes que un problema privado o de psicopatología individual del
agresor.
Las relaciones de género consideradas «normales», presentan un carácter coercitivo e
intimidador para las mujeres, pues se basan en el poder. Las posiciones sociales masculina y
femenina no constituyen un vínculo entre individuos iguales, aunque así lo presuman las leyes.
Son posiciones desiguales en una estructura de relaciones de poder construida y afectada por la
economía, la política y el contexto histórico (Segato 2003). La violencia contra las mujeres
participa como uno de los mecanismos principales mediante los que se garantiza la obediencia
a la jerarquía patriarcal. En palabras de Rita Segato, «el mantenimiento de esa ley dependerá
de la repetición diaria, velada o manifiesta, de dosis homeopáticas pero reconocibles de
violencia» (2003, 107), que recuerda a las mujeres su lugar en la sociedad.
En sintonía con esta definición, Jules Falquet señala que la violencia contra las mujeres no
solo afecta a las personas directamente implicadas: «No es necesario violar o pegar a todas las
mujeres todos los días: algunos casos particularmente espeluznantes presentados con morbo por
los medios de comunicación o narrados por las vecinas bastan para que cada mujer se preocupe
y tema infringir las normas que supuestamente la protegen de semejante suerte» (2002, 164).
La violencia es una faceta constitutiva de las relaciones de género en su aspecto percibido
como «normal». Es decir, no se trata de un fenómeno extraordinario, atípico o una tragedia,
sino que las expresiones extremas -violencia física, sexual y asesinato- forman parte de un
gradiente de situaciones más solapadas, capilares, invisibles o de difícil percepción, que se
confunden en el contexto de relaciones, incluso aparentemente afectuosas (Segato 2003). Este
gradiente de violencias resulta indispensable para la organización de las relaciones sociales
sexo-genéricas dominantes, para el funcionamiento material de la sociedad y para su
reproducción (Falquet 2002). La eficiencia de las violencias «solapadas» en la reproducción de