E-ISSN: 1659-2859
Volumen 99 (2) 2020: 1-19
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Abordajes de la violencia patriarcal en instituciones sociosanitarias en Mendoza,
Argentina
Approaches to patriarchal violence in sanitary institutions in Mendoza, Argentina
DOI 10.15517/rr.v99i2.40647
María Florencia Linardelli
1
Sofía Beatriz da Costa Marques
2
1
Universidad Nacional de Cuyo, Argentina, linardellimf@gmail.com
2
Universidad Nacional de Cuyo, Argentina, sofiadacostamarques@gmail.com
Fecha de recepción: 11 de febrero del 2020 Fecha de aceptación: 29 de junio del 2020
Resumen
Introducción: La irrupción de las violencias patriarcales en la escena pública, redunda en una
mayor demanda a las distintas instituciones del Estado, las cuales reciben reclamos, consultas
y denuncias. En este escenario, las instituciones sociosanitarias son interpeladas y se exige su
intervención en esta problemática.
Objetivos: En este artículo nos proponemos reflexionar sobre las tensiones existentes en el
abordaje de situaciones de violencia patriarcal desde instituciones sociosanitarias. A partir de
nuestras experiencias profesionales en hospitales y espacios de formación médica en la
provincia de Mendoza, Argentina, buscamos identificar nudos críticos que se producen en los
abordajes sociosanitarios de la violencia contra las mujeres.
Metodología: El trabajo constituye un artículo de reflexión no derivado de investigación, que
presenta un análisis crítico y teórica de un campo de intervención. Teniendo como punto de
partida nuestras experiencias profesionales, acudimos a los aportes conceptuales provenientes
de los feminismos y de la sociología de la salud, dando particular relevancia a los producidos
en contexto latinoamericano.
Conclusión: Para que los agentes de las instituciones socio sanitarias puedan abordar las
situaciones de violencia patriarcal de forma eficaz y respetuosa de los derechos humanos, es
preciso reconocer su propia implicación en relación con el problema. Esto supone identificar
que los códigos de violencia son parte de las instituciones sociosanitarias y que las políticas
estatales tienden a reproducir las estructuras jerárquicas de género. En la interdisciplina e
intersectorialidad, identificamos la posibilidad de construir respuestas más certeras y eficaces
frente al sufrimiento de mujeres en situaciones de violencia.
Palabras clave: Violencia, Sistema médico, Mujer, Trabajo social, Cuidados sanitarios.
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Abstract
Introduction: The appearance in public scenario of patriarchal violence, a problem historically
considered as a private one, results in an increasing demand to public institutions, which receive
claims, consultations, and reports about this subject. In this context, Argentinian sanitary
institutions are questioned, and its intervention is required for preventing and assisting women
in this situation.
Objective: This article proposes a reflection about the existing tensions in the approach made
by sanitary institutions of patriarchal violence. From our professional experience in hospitals
and medical education organizations -in Mendoza province, Argentina- we look forward to
identifying critical knots that appear in the sanitary approaches to patriarchal violence.
Methodology: This work is a reflection article, not a product of field research. It presents a
critical theoretical reflection about a field of intervention. Having our professional experiences
as basis, we took the contributions from feminist studies and health sociology, giving relevance
to those produced in Latin-American contexts.
Conclusions: In order for agents of sanitary institutions to be able of intervene effectively and
respectfully of human rights in cases of patriarchal violence it is necessary to recognize their
own contributions to the problem. It means to identify that the violence codes are part of
sanitary institutions and that public policies tend to reproduce the gender hierarchical structures.
In interdisciplinary work and crossed sector cooperation we identify the possibility of giving
more precise and effective answers to the suffering of women in violent situations
Keywords: Violence, Medical system, Women, Social work, Medical care
Introducción
La violencia contra las mujeres, aunque hunde sus raíces en la historia patriarcal, resulta una
temática que ha adquirido una pretendida actualidad. En América Latina y el Caribe, esta
problemática irrumpió en la escena pública a partir de la década del ochenta. Sin embargo, los
medios de comunicación, poderes públicos y organismos internacionales han mostrado una
creciente atención en los últimos cinco años. Frente a esta visibilidad, una pregunta recurrente
es si ocurren más casos o se denuncia más. ¿Por qué hacemos esta pregunta? ¿Nos brindaría
algún tipo de tranquilidad probar que la cantidad de casos de feminicidios se ha mantenido
relativamente estable en los últimos 50 años? ¿Nos alarmaríamos aún más si, por el contrario,
se probara que la incidencia de este tipo de violencia extrema no ha dejado de crecer en los
últimos años?
Las preguntas anteriores revelan, al menos, dos cuestiones que nos interesa puntualizar. Por
un lado, no podemos brindar una respuesta a la pregunta inicial sobre si aumentó la cantidad de
casos o si estos son s visibles, ya que contamos con pocos datos al respecto. El Estado
argentino no produce, sistemáticamente y con criterios uniformes para todo el territorio, sus
propias estadísticas sobre violencia contra las mujeres y otros sujetos feminizados. Las cifras
de feminicidio con mayor trayectoria y posibilidad de comparación interanual en este país, son
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hechas por el Observatorio de Femicidios en Argentina Adriana Marisel Zambrano,
dependiente de la Asociación Civil La Casa del Encuentro, con base a información publicada
por la prensa.
De acuerdo con el último informe publicado, en el año 2019 se registraron 299 femicidios,
cifra que equivale al asesinato de una mujer debido a su sexo-género cada 29 horas. El registro
oportuno y preciso de la ocurrencia de un fenómeno brinda la posibilidad de construir datos
para tener un diagnóstico ajustado sobre el mismo, así como diseñar políticas públicas de
incidencia y contrastar su eficacia a lo largo del tiempo. Sin embargo, la instancia previa al
registro y producción de datos agregados es la identificación del fenómeno problemático. Es
decir, se producen datos acerca de aquello que se considera lo suficientemente relevante para
ser medido. Esto explica por qué el Estado registra deficitariamente la ocurrencia de este tipo
de violencia, y también la razón para brindar respuestas tan dispares e incompletas cuando las
brinda: son respuestas a una pregunta que nunca se hizo.
La segunda cuestión que nos interesa puntualizar en relación con la pregunta citada al
principio es que analizar la gravedad o la urgencia de una problemática social, atendiendo
exclusivamente a la frecuencia de su ocurrencia, obtura la posibilidad de atender las aristas
cualitativas del problema. Consideramos que la prevalencia o la incidencia de un fenómeno no
necesariamente marcan lo acuciantes que son sus consecuencias.
Aquí cabe señalar que son las transformaciones culturales recientes, producto de las luchas
feministas históricas, las que produjeron y profundizaron la percepción de la violencia patriarcal
como inadmisible. Desde la primera movilización de «Ni una menos» en 2015 hasta la fecha,
en Argentina y a nivel internacional, las mujeres hemos comenzado a resquebrajar la histórica
naturalización de las violencias que se nos dirigen. Recorren las cada vez más numerosas
marchas y afirmaciones colectivas como no nos callamos más; mirá como nos ponemos; si
nuestras vidas no valen produzcan sin nosotras; vivas y libres nos queremos, entre otras
consignas que marcan un punto de no retorno. La violencia patriarcal comienza lentamente a
perder legitimidad social de la mano del activismo de mujeres y disidencias sexuales.
Este escenario también se viene expresando en una mayor demanda a las distintas
instituciones del Estado. Inicialmente es posible identificar reclamos, consultas en aumento y
denuncias en torno al accionar judicial. Además, las instituciones sociosanitarias comienzan a
ser interpeladas por esta problemática. Es justamente sobre dicha interpelación que se desarrolla
este artículo de reflexión.
A partir de nuestras experiencias como trabajadoras, docentes e investigadoras del campo
de la salud, hemos construido un supuesto sobre las demandas dirigidas al sistema de atención
médica en lo que refiere a atención de la violencia patriarcal. En las instituciones médicas
prevalece una percepción de inadecuación entre la demanda que se les dirige y sus posibilidades
de atenderla. Precisemos un poco más este asunto: en los cursos que hemos dictado a
profesionales de la salud, en los espacios de supervisión de prácticas que hemos acompañado y
en los pasillos hospitalarios recorridos como trabajadoras, nos hemos topado con variadas
alusiones a la carencia de recursos para afrontar estas situaciones, la falta de capacitación, la
fragilidad de las redes familiares, comunitarias e institucionales para construir abordajes
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intersectoriales. Aunque menos frecuentes, también hemos sido testigos de discursos que
cuestionan que las instituciones de atención médica tengan incumbencia en el abordaje de esta
problemática. El acompañamiento de usuarias que padecen situaciones de violencia patriarcal
se manifiesta como fuente de frustraciones, sensaciones de impotencia, presagios de fracaso
antes de intentar intervenciones. En suma, la violencia patriarcal interpela y presiona al ámbito
sanitario en todos sus niveles.
Las páginas que siguen, abordan los fenómenos que consideramos que subyacen a esa
tensión y líneas posibles para comenzar a construir abordajes ajustados a las necesidades de las
usuarias. Se trata de dos supuestos analíticos ligados entre sí, que permiten comprender algunas
de las dificultades existentes en los abordajes realizados por las instituciones médicas. Por un
lado, consideramos que la tensión aludida se debe, en buena medida, porque las propias
instituciones sociosanitarias participan de la reproducción y el ejercicio de la violencia
patriarcal. Por otro lado, que la percepción de «ineficacia» de las intervenciones se enmarca en
un conjunto más amplio de limitaciones de las políticas y normativas estatales para abordar esta
forma de violencia. Luego de analizar ambos supuestos, ensayamos una propuesta sobre cuáles
serían las incumbencias específicas de los servicios sociosanitarios en materia de atención de
la violencia, para construir intervenciones ajustadas al contexto y a las necesidades de las
usuarias, y que respeten sus derechos y autonomía.
Perspectiva teórico-metodológica
En términos metodológicos, este artículo presenta algunas reflexiones sobre los espacios
institucionales en los que las autoras laboramos profesionalmente (como trabajadora social y
socióloga). Se trata de hospitales públicos y de obras sociales en los que nos hemos
desempeñado en tareas asistenciales, de producción estadística y supervisión de residentes.
También incluimos, en esta reflexión, análisis derivados de nuestra experiencia como docentes
en distintos espacios de formación de grado y posgrado de profesionales de la salud, en la
provincia de Mendoza.
Esta labor de reflexión ha requerido registrar, en nuestras experiencias, las propias
incomodidades frente a los abordajes existentes desde las instituciones sociosanitarias de la
violencia patriarcal. Además, se trata de una temática que nos inquieta como feministas y como
mujeres usuarias de los servicios de salud. En suma, este escrito constituye una reflexión sobre
experiencias diversas, que busca algunas respuestas acudiendo a aportes teóricos feministas y
de la sociología de la salud.
En relación con estos aportes teóricos, primero es necesario definir qué entendemos por
violencia patriarcal. La noción de «patriarcado» ha sido objeto de controversias y extensas
discusiones al interior de la teoría feminista. Aquí coincidimos con Adrienne Rich cuando
define al patriarcado como «un sistema político-ideológico, familiar-social, en el cual los
hombres -a través de la fuerza y la presión directa, o por medio del ritual, la tradición, la ley y
el lenguaje, las costumbres, la etiqueta, la educación y la división del trabajo- determinan qué
papel deben o no representar las mujeres y en el cual lo femenino está siempre subsumido a lo
masculino» (Rich 1996, 57). La noción de «sociedad patriarcal» entonces designa formaciones
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sociales en las que existe una jerarquía sexual identificable, que ubica a las mujeres y
disidencias sexuales en posiciones subordinadas respecto de los varones cisheterosexuales,
descripción que le cabe a nuestra situación presente.
Elegimos hablar de violencia patriarcal antes que violencia de género, ya que es un
concepto estructural que permite comprender las relaciones jerarquizadas de género en las que
se hunden las raíces de las instituciones sociales de las que participamos. Este concepto desnuda
manifestaciones más concretas de violencia que encarnamos y que atraviesan nuestras
relaciones interpersonales: misoginia, machismo, lesbo, trans y homofobia en sus diversos tipos
(física, psicológica, sexual, simbólica, económica, etc.) y modalidades (doméstica, laboral,
institucional, mediática, etc.). Esta perspectiva estructural permite un doble movimiento: por
un lado, nos aleja de la idea del caso aislado y la buena o mala voluntad de las personas frente
a estas situaciones y, por otro, habilita el trabajo comprometido y sostenido para comprender y
actuar de forma adecuada y responsable, tanto en la detección de los casos de violencia como
en el acompañamiento de estos.
Entre las autoras feministas que definen la violencia patriarcal como un proceso social
estructural, se destacan los aportes de Rita Segato (2003), Jules Falquet (2002) y Kimberlee
Crenshaw (1998). Estas autoras, con ciertas diferencias, abordan esta temática como una
situación social y política, antes que un problema privado o de psicopatología individual del
agresor.
Las relaciones de género consideradas «normales», presentan un carácter coercitivo e
intimidador para las mujeres, pues se basan en el poder. Las posiciones sociales masculina y
femenina no constituyen un vínculo entre individuos iguales, aunque así lo presuman las leyes.
Son posiciones desiguales en una estructura de relaciones de poder construida y afectada por la
economía, la política y el contexto histórico (Segato 2003). La violencia contra las mujeres
participa como uno de los mecanismos principales mediante los que se garantiza la obediencia
a la jerarquía patriarcal. En palabras de Rita Segato, «el mantenimiento de esa ley dependerá
de la repetición diaria, velada o manifiesta, de dosis homeopáticas pero reconocibles de
violencia» (2003, 107), que recuerda a las mujeres su lugar en la sociedad.
En sintonía con esta definición, Jules Falquet señala que la violencia contra las mujeres no
solo afecta a las personas directamente implicadas: «No es necesario violar o pegar a todas las
mujeres todos los días: algunos casos particularmente espeluznantes presentados con morbo por
los medios de comunicación o narrados por las vecinas bastan para que cada mujer se preocupe
y tema infringir las normas que supuestamente la protegen de semejante suerte» (2002, 164).
La violencia es una faceta constitutiva de las relaciones de género en su aspecto percibido
como «normal». Es decir, no se trata de un fenómeno extraordinario, atípico o una tragedia,
sino que las expresiones extremas -violencia física, sexual y asesinato- forman parte de un
gradiente de situaciones más solapadas, capilares, invisibles o de difícil percepción, que se
confunden en el contexto de relaciones, incluso aparentemente afectuosas (Segato 2003). Este
gradiente de violencias resulta indispensable para la organización de las relaciones sociales
sexo-genéricas dominantes, para el funcionamiento material de la sociedad y para su
reproducción (Falquet 2002). La eficiencia de las violencias «solapadas» en la reproducción de
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la jerarquía patriarcal, resulta de dos aspectos que las caracterizan: 1) su diseminación masiva
en la sociedad, que garantiza su naturalización como parte de comportamientos considerados
«normales» y banales; 2) su arraigo en valores morales, religiosos y familiares, que permiten
su justificación (Falquet 2002).
Al respecto, Kimberlé Crenshaw (1998) destaca que la violencia que viven las mujeres a
menudo se conforma por otras dimensiones de sus identidades, además del sexo-género, como
la raza y la clase. El maltrato contra las mujeres de color resulta frecuentemente por la
intersección de patrones racistas y sexistas y, por tanto, su experiencia no está determinada por
los márgenes tradicionales de la discriminación de género. La autora postula que la agresión
física sufrida por las mujeres de color es la manifestación más inmediata de la subordinación
en la que viven, vinculada con el desempleo, el trabajo precario y la pobreza.
Esta definición estructural de la violencia patriarcal y su articulación con otros dispositivos
de desigualdad explica que sus manifestaciones atraviesen distintas instituciones sociales.
Dichos atravesamientos adquieren una cristalización muy particular en las instituciones
sociosanitarias, como veremos en los próximos apartados.
El sistema de atención médica en Argentina
Para situar el contexto de esta reflexión, conviene señalar algunas de las características del
sistema de atención médica argentino. Este se caracteriza por una estructura mixta, integrada
por el subsector estatal, cuya financiación proviene de recursos del presupuesto nacional,
provincias y municipios; el subsector de obras sociales, que se financia con el aporte de
personas trabajadoras y empleadores; y el subsector privado con financiamiento directo de las
personas usuarias (Bursztyn et al., 2010).
La estructura federal del país otorga a los gobiernos provinciales total autonomía en materia
de políticas de salud. El subsector público está encabezado por el Ministerio de Salud de la
Nación, ente que también debe conducir al sistema en su conjunto mediante el dictado de
normas y el diseño de programas. Este subsector cuenta con una red de hospitales de diversa
complejidad y centros de atención primaria (en su mayoría de administración provincial o
municipal) que cubren geográficamente todo el país y brindan atención y medicamentos
esenciales gratuitos al 38% de la población que no cuenta con otra cobertura. Además de las
prestaciones asistenciales, los organismos estatales administran programas preventivos que
alcanzan a todas las personas usuarias (Cetrángolo 2014; Arce 2012; Stolkiner, Comes y Garbus
2011).
El subsector de la seguridad social está compuesto por obras sociales nacionales y
provinciales. Estas organizaciones brindan cobertura al personal formal -activo y pasivo- y sus
grupos familiares. La afiliación a este subsector es obligatoria para quienes trabajan en relación
de dependencia y alcanza al 46% de la población. El subsistema de obras sociales se caracteriza
por la desigualdad en los servicios disponibles para distintos estratos laborales y entre personas
con diferente capacidad de pago (Cetrángolo 2014; Arce 2012; Stolkiner, Comes y Garbus
2011).
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Del subsector privado forman parte entidades de diversa naturaleza, como empresas de
medicina prepaga o de seguros médicos, prestadoras de servicios, empresas de equipamientos
e insumos y farmacias. La pluralidad de actores y formas organizativas de este subsector, que
cubre al 16% de la población con mayor poder adquisitivo, históricamente ha dificultado su
regulación por parte del Estado. Sin embargo, al igual que las obras sociales, la medicina
prepaga está obligada a brindar los servicios consignados en el Plan Médico Obligatorio
(Cetrángolo 2014; Arce 2012; Stolkiner, Comes y Garbus 2011).
Una de las características distintivas del sistema de atención médica en Argentina es el
acceso universal a los servicios, ya que toda la población puede acudir a los efectores del
subsector público para recibir atención, independientemente de tener o no otra forma de
cobertura. Sin embargo, se encuentra en discusión la equidad en la distribución socioterritorial
de estos servicios y la accesibilidad a los mismos, por la histórica fragmentación y
segmentación de la cobertura conformó un sistema con fuertes rasgos de inequidad. Es
justamente esta fragmentación de cobertura, territorial y regulatoria, la mayor dificultad para
garantizar un acceso universal, homogéneo y suficiente de servicios de salud para toda la
población, independientemente de la capacidad de pago de quienes lo utilizan (Cetrángolo
2014).
La violencia patriarcal en las instituciones sociosanitarias
La cuestión de la violencia en las instituciones sociosanitarias ha sido ampliamente
explorada en distintas latitudes. Retomando y sintetizando las conceptualizaciones sobre el
patriarcado repasadas previamente, podemos decir, siguiendo a Canevari (2017), que el
patriarcado es una forma de organización social y un basamento histórico para el ordenamiento
de la sociedad. Esto implica que está presente en la matriz (patriz) de todas las instituciones,
dando forma y contenido a las representaciones y las relaciones sociales.
Las instituciones sociosanitarias no son una excepción. En su organización y
funcionamiento se encuentran contenidas estas lógicas jerárquicas que asignan características,
definiciones y roles diferenciales según el sexo-género. Puesto que esta asignación se da en el
marco de jerarquías establecidas, la diferencia se transforma en desigualdad. Cabe destacar que
las lógicas a las que hacemos referencia funcionan tanto en la relación con las mujeres y
personas disidentes sexuales que asisten a las instituciones, como entre el personal de estas. Las
formas y expresiones varían de acuerdo con el tipo de relación (no es lo mismo transitar por
una institución como «paciente», que hacerlo como trabajadora de esta) y la situación concreta
(no es lo mismo acudir a un hospital en ocasión de un parto, que acudir por razones vinculadas
a la salud mental). Pero, en todos los casos, las lógicas de desigualdad y las violencias, sutiles
o explícitas, permean la estructura institucional misma. Comprender los espacios médico-
sanitarios a la luz de este atravesamiento patriarcal nos permite, como dijimos anteriormente,
dejar de pensar la violencia institucional como situaciones aisladas, exabruptos inaceptables o
casos escandalosos.
Según Canevari (2017), las relaciones entre profesionales de los servicios de salud y las
mujeres que acuden buscando asistencia y cuidados a un espacio institucional, resultan a
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menudo en violencia expresada de diferentes maneras por la búsqueda de control y dominación.
La autora analiza especialmente las prácticas institucionalizadas referidas a los procesos
reproductivos en las maternidades públicas e identifica un cúmulo de conductas, actitudes,
reglas, imposiciones; en definitiva, habitus médicos dirigidos al control de la autonomía
reproductiva de las mujeres. Se trata de prácticas sutiles o explícitas, omisiones o tratos
abiertamente crueles, que se realizan rutinariamente en los servicios: administrar medicamentos
sin consentimiento, realizar episiotomías de rutina, imponer la posición de parto, limitar los
movimientos, descalificar las pautas culturales de las usuarias, culpabilizarlas por los
resultados, amenazar e insultar, negar analgesia o impedir que la mujer esté acompañada.
En cuanto a la magnitud de esta problemática, la falta de cifras oficiales sobre las prácticas
de violencia en los servicios obstétricos no permite dimensionar su alcance y consecuencias,
mucho menos generar mecanismos y políticas públicas oportunas para erradicar esta violencia
(Defensoría del Pueblo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires 2018). Sin embargo, contamos
con un informe elaborado por la organización feminista «Las Casildas» a través de su
Observatorio de Violencia Obstétrica. La publicación de los resultados de la Encuesta de
Atención al parto/cesárea (2015) brinda algunos datos que sugieren la extensión y el alcance de
esta forma de violencia en Argentina. Sobre una base de 4939 nacimientos analizados, ocurridos
en distintas provincias, documentaron distintas situaciones de maltrato verbal, limitaciones a la
autonomía e intervenciones sin consentimiento. Por ejemplo, el informe halló que a 4 de cada
10 mujeres se les impidió estar acompañadas durante el parto, 7 de cada 10 no tuvieron libertad
de movimiento mientras parían y una igual proporción de usuarias manifestó no haber prestado
consentimiento a prácticas realizadas sobre sus hijos o hijas.
Más allá de los escasos datos disponibles, para Canevari (2017), la relevancia de analizar
este gradiente de prácticas violentas radica en la función que cumple: garantizar el antiguo
mandato patriarcal de controlar la sexualidad y la reproducción de las mujeres, como requisito
de perdurabilidad para este orden jerárquico. Desde esta perspectiva, es que la medicina opera
como una estructura patriarcal presente en el espacio social, que está dentro y fuera de las
instituciones sanitarias, que está dentro y fuera de cada agente y que tiene expresiones que le
son propias.
Además de estas formas de violencia patriarcal explícita, podemos identificar dos núcleos
de análisis de los vínculos entre patriarcado e instituciones sociosanitarias: uno que hace
referencia a la consolidación de la medicina como saber-poder dominante, en términos
foucaultianos acerca de los cuerpos humanos y sus procesos; y otro que da cuenta de la
construcción y reproducción cotidiana del quehacer institucional.
Respecto del primer núcleo, existe gran cantidad de bibliografía producida por teóricas e
investigadoras feministas. Trabajos como los de Silvia Federici, Barbara Erhenreich y Deidre
English, Adrienne Rich, solo por nombrar algunas, contextualizan históricamente el
surgimiento de la medicina moderna en los orígenes del capitalismo y muestran cómo la
producción de conceptos e intervenciones médicas cumplió un rol fundamental en el orden
social necesario para el desarrollo de este sistema productivo. La comprensión de los cuerpos
humanos como «máquinas», es decir, como un conjunto de partes con funciones específicas,
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fue sostenida por la medicina moderna, y aún subsiste con ajustes y modificaciones. Esta
comprensión va de la mano de mecanismos sociales de control y elaboración de subjetividades
acordes a las necesidades de trabajo y producción capitalistas.
Por supuesto, esta revolución epistemológica de los cuerpos fue sexuada, lo que implicó
una mirada e intervención diferencial sobre varones y mujeres. La ciencia médica definió los
cuerpos femeninos en relación con los masculinos, que aparecían como el parámetro universal,
e hizo particular hincapié en sus capacidades reproductivas. Esto implicó una fijación de las
mujeres en el rol de madres, fundamental para sostener la división sexual del trabajo capitalista.
Esta igualación estereotipada (mujer=madre) incluyó la creación de una serie de características
físicas, mentales y emocionales que justificaron, no solo un destino doméstico para las mujeres,
sino también su sumisión al poder masculino. Cabe destacar que esta operación de
naturalización de desigualdades por sexo-género se realizó también en torno a la racialización,
la clase social y las disidencias sexuales. El parámetro universal no solo es varón cis, sino
también heterosexual, burgués y blanco.
El segundo núcleo de análisis que proponemos refiere a la construcción de las instituciones
sanitarias. Lo abordaremos principalmente a través de la investigación de Roberto Castro,
plasmada en el artículo «Génesis y práctica del habitus médico autoritario en México» (2014).
Ese trabajo brinda herramientas adecuadas para acercarnos al fenómeno de arraigo y, por tanto,
invisibilización de la violencia en ámbitos médico-sanitarios.
En su investigación, Castro (2014) retoma la mirada propuesta por Foucault acerca de las
instituciones, que aparecen como constructoras activas de las relaciones de poder a través de
patrones de aprendizajes y del desarrollo de ciertas habilidades y actitudes. Al mismo tiempo,
echa mano de dos conceptos centrales de la Sociología: el de campo y el de habitus,
desarrollados por el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Por un lado, el autor define un campo
médico en el que se incluyen, no solo las instituciones de atención médico-sanitaria, sino
también las instituciones de formación de profesionales que actúan en dicho campo. Al interior
de este, existen actores que ponen en juego habilidades, conceptos y maneras de proceder,
tendientes a mantener las reglas de juego del campo o, eventualmente, subvertirlas. Por otro
lado, acerca del concepto de habitus, el autor señala que «es el conjunto de predisposiciones
generativas que resultan de la in-corporación (lo social hecho cuerpo) de las estructuras
objetivas del campo dico. Tales predisposiciones las adquieren los profesionales de este
campo en primer lugar, los médicos a través de la formación que reciben en la facultad de
medicina y en los hospitales de enseñanza. Al mismo tiempo, dichas predisposiciones se recrean
cotidianamente a través de su práctica profesional, y engendran todas las conductas
razonables y de sentido común posibles en tanto profesionales» (Castro 2014, 173).
La investigación de Castro muestra que, desde las etapas de formación profesional, se
establecen diversos tipos de violencia que continúan operando durante las residencias e,
inclusive, en la cotidianidad del personal de instituciones sociosanitarias. El autor señala tres
dimensiones de esta cuestión: los castigos y la disciplina corporal, las jerarquías dentro de la
profesión y la disciplina de género. El autor percibe, tras estas formas de violencia, un
currículum oculto que contribuye a la formación de un «habitus médico autoritario» que
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sustenta la particular disposición de numerosos/as profesionales de la medicina a maltratar, por
ejemplo, a mujeres en situación de parto.
Esta perspectiva nos acerca a una comprensión cabal del modo de funcionamiento de las
instituciones que, no solo permite la ocurrencia de la violencia, sino que se apoya en ella para
garantizar el mantenimiento de un status quo. Nuestra intención está lejos de presentar un
panorama sombrío que, por ser estructural, es inmodificable. Consideramos que la
identificación de las bases patriarcales que sostienen las instituciones a las cuales pertenecemos
y transitamos día a día, es un punto de partida necesario para comprender cuán profundas son
las raíces de la violencia patriarcal, y así desarrollar estrategias más adecuadas para abordarla.
Las dimensiones abordadas hasta aquí nos permiten exponer uno de los nudos críticos que
hallamos en las intervenciones de las instituciones sociosanitarias, especialmente en situaciones
de violencia patriarcal. Si resulta una temática que abre incomodidades, sensaciones de
impotencia o percepciones de inadecuación frente a la demanda de atención, esto se vincula, en
buena medida, con la recurrente circulación de la violencia patriarcal en las instituciones de
salud. Por una parte, esta recurrencia se acompaña de significativos niveles de naturalización
de la violencia, que impiden detectar cabalmente la problemática. Por otra, implica que las
propias instituciones médicas forman parte del problema al que se las convoca dar respuesta.
Leyes y políticas públicas para atender la violencia patriarcal. Limitaciones de su eficacia
Como indicamos en la primera parte del artículo, uno de nuestros supuestos es que las
dificultades que se suscitan en la atención de situaciones de violencia patriarcal, desde el
sistema sociosanitario, se enmarcan en un contexto más amplio de limitaciones políticas y
normativas estatales para erradicarla.
Desde el nuevo siglo se produjo una expansión del plexo normativo en Argentina y en otros
países de la región, dirigido a prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres y a promover
relaciones de género más igualitarias
1
, monitoreadas de manera creciente a nivel internacional.
Estas normativas contribuyeron a la conformación de un contrato jurídico cada vez más
igualitario entre varones, mujeres y disidencias sexuales. Parte de esas normativas se
cristalizaron en políticas públicas: servicios de atención y consejería, neas telefónicas de
asesoramiento, capacitaciones, protocolos institucionales, comisarías específicas y refugios
para mujeres en situación de violencia.
Conviene aquí realizar un paréntesis respecto de esta multiplicación de respuestas ya que,
en Argentina, la dotación de presupuesto para estas áreas durante la gestión de gobierno del
kirchnerismo (2003-2015) ya era cuestionada desde el movimiento de mujeres y feministas por
1
Entre algunas de las normas argentinas, podemos mencionar: la adhesión al protocolo facultativo de la CEDAW;
la ley 25.929 que estipula los derechos de las mujeres, personas gestantes y recién nacidos en ocasión del trabajo
de parto, parto y puerperio; la Ley Nacional N° 26.485 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar
la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales; la Ley N° 26.743
de identidad de género; la Ley 27.412 de paridad de género en ámbitos de representación política; las leyes
provinciales de cupo laboral trans -en las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Chaco-, el Nuevo Código Civil y
Comercial, que recupera demandas históricas del movimiento de mujeres y feminista y la Ley N° 27499 Micaela
García, referida a la capacitación obligatoria en temáticas de género y violencia contra las mujeres para los y las
agentes estatales.
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insuficiente. Bajo el mandato de Mauricio Macri (2015-2019), la asignación presupuestaria a
las políticas de género sufrió la severidad del ajuste que afectó a todos los servicios estatales.
Dicho ajuste pesó sobre la espalda del personal y personas que buscan asistencia en las
instituciones públicas.
No obstante, reconociendo ese contexto, es posible identificar un grupo de acciones
estatales dirigidas a intervenir en la violencia que se nos dirige a las mujeres y disidencias
sexuales, pero cuya eficacia se encuentra en tela de juicio. Lo anterior no es solo por los datos
alarmantes que compartimos anteriormente, sino también por una situación que se repite en
múltiples casos de violencia patriarcal que culminan en feminicidio: distintos servicios estatales
estaban al tanto de la violencia e, incluso, en algunos casos habían desarrollado intervenciones.
Un informe elaborado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación (2017) detectó que, en 33
de los 251 feminicidios acontecidos en 2017, las mujeres habían realizado una denuncia formal
por violencia. ¿Cómo explicar estos trágicos resultados luego de la participación estatal?
En su ya clásico libro «Las estructuras elementales de la violencia», Segato (2003)
despliega dos argumentos en torno de este interrogante que resultan útiles para pensar nuestro
campo. En primer lugar, la autora sostiene que las demandas de las mujeres y disidencias
sexuales son inaudibles para el Estado, el cual forma parte de la historia del patriarcado y se
constituyó históricamente como espacio político de los hombres. Así, su estructura, sus
relaciones y sus reglas siguen la lógica patriarcal y hablan el lenguaje de la masculinidad. Las
formas de parlamentar y los rituales estatales son distantes de los rituales en los que
históricamente hemos participado las mujeres.
Dicha gica patriarcal y sus discursos aceptados contrastan con la posición femenina:
nuestra corporalidad, tono de voz y modo de expresión no encuentran interlocutores en el
mundo estatal, en buena medida porque no fuimos socializadas para expresarnos en ese idioma.
Esto explicaría el porqué es tan frecuente que los agentes estatales descrean las palabras de las
mujeres, así como la razón para que las múltiples leyes existentes parezcan inocuas. Los
servicios de atención dica no son una excepción entre los tribunales, comisarías, servicios
sociales y educativos que ponen en duda los relatos de las mujeres que exponen padecer o haber
padecido violencia. Para la autora, esto último señala que debemos modificar, no son solo los
cuerpos normativos, sino la propia relación entre el Estado y las mujeres-posiciones femeninas.
Nuestros «temas» deben dejar de minorías separados de las cuestiones «centrales» del poder
público que atañen a un supuesto ciudadano universal, sexualmente neutro, sin pertenencia de
clase o raza.
En segundo lugar, Segato identifica que, tras un contrato jurídico que se presume
igualitario, se trasluce un sistema de estatus jerárquico. El mandato moral de aprisionar a las
mujeres en la jerarquía patriarcal por todos los medios posibles, recurriendo a la violencia
(física, sexual o psicológica) o manteniendo la violencia estructural del orden socioeconómico,
se infiltra en el campo del contrato e incluso hace uso de las leyes igualitarias. Por esa razón, la
multiplicación de normativas que confrontan la violencia patriarcal y que la ubican como delito,
parecen inocuas frente a las permanentes agresiones contra las mujeres. La autora explica que
«la ley se quiere igualitaria, una ley para ciudadanos iguales, pero percibimos la estructura
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jerárquica de género tomándola por asalto en sus fisuras. Por detrás de este contrato igualitario
transparece, vital, el sistema de estatus que ordena el mundo en géneros desiguales, así como
en razas, minorías étnicas y naciones desiguales» (Segato 2003, 137).
Veamos un ejemplo para explicar esta paradoja. En Argentina se sancionó, en el año 2009,
la Ley 26.485 de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las
mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales. Esta normativa
establece en su artículo 18: «Las personas que se desempeñen en servicios asistenciales,
sociales, educativos y de salud, en el ámbito público o privado, que con motivo o en ocasión de
sus tareas tomaren conocimiento de un hecho de violencia contra las mujeres en los términos
de la presente ley, estarán obligados a formular las denuncias, según corresponda, aun en
aquellos casos en que el hecho no configure delito» (Ley Nº 24.685, 2009, art.18).
Es posible presumir que quienes redactaron la normativa buscaron, con la imposición de
esta obligación, romper una larga tradición imperante en los servicios públicos que consideraba
la violencia patriarcal en el ámbito doméstico como un asunto privado. Ahora bien, en nuestra
experiencia profesional observamos con frecuencia que la obligación de denuncia se convierte
en una estrategia de profesionales para resguardar su propia seguridad, antes que la de quienes
consultan. Con esto, no estamos sugiriendo desconocer la obligación que pesa sobre quienes
somos agentes estatales, ni tampoco cuestionamos que la denuncia forme parte necesaria de las
estrategias de abordaje de los equipos de salud; lo que queremos señalar es que la multiplicación
de denuncias realizadas por personal sanitario, en ocasiones, parece responder más a proteger
al personal profesional y al servicio, que a una intención de velar por la integridad de las
usuarias violentadas. Se trata de un claro ejemplo del modo en que el estatus desigual se infiltra
en la normativa que se pretende igualitaria: las instituciones médicas, en un ejercicio de poder
patriarcal, interponen sus intereses por encima de las decisiones, la seguridad, la autonomía y
los derechos de las mujeres consultantes.
Lo visto hasta aquí habilita a preguntarnos por la utilidad de las leyes igualitarias. Aunque
no pueda modificarse, por decreto, el sistema de estatus patriarcal, Segato (2003) plantea que
las leyes resultan favorables, aunque insuficientes al buscar abolir las jerarquías existentes en
las relaciones sexo-genéricas. Esto se da porque, en primer lugar, instalan una nueva referencia
moral que puede incidir en procesos posteriores de reflexividad. En segundo lugar, porque
colocan nombre a las prácticas y experiencias deseables e indeseables en una sociedad y
momento determinado. En tercer lugar, las leyes tienen la capacidad de producir un efecto de
desnaturalización del mundo y de las relaciones sociales: lo que era consentido o tolerado, deja
serlo hasta cierto momento; o a la inversa: hechos penados o prohibidos ingresan al terreno de
lo permitido, cuestionando el supuesto carácter inmutable y natural de las reglas que organizan
la convivencia social.
Hasta aquí desarrollamos el segundo nudo crítico hallado en las dificultades que enfrentan
las instituciones sociosanitarias para abordar la violencia patriarcal. Al igual que otras
instituciones estatales o reguladas por el Estado, se trata de ámbitos que históricamente fueron
espacios de dominio masculino, en los que las palabras de las mujeres hallan escasa recepción.
En el mismo sentido, son instituciones cruzadas por la paradoja de la igualdad jurídica y el
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sistema de estatus jerárquico y desigual. Aunque presuman que tratan por igual a las personas
que usan sus servicios, las jerarquías patriarcales se cuelan en las prácticas médicas y
contribuyen a la reproducción de las desigualdades y la violencia.
Incumbencias de las instituciones sociosanitarias en la atención de la violencia patriarcal
Para analizar este tema, proponemos preguntarnos por la finalidad de las instituciones
sociosanitarias. ¿Cuál su misión y objetivos? Al respecto, como puede resultar obvio, no existe
una única posición. Las respuestas varían de acuerdo con la concepción sobre el proceso de
salud-enfermedad-cuidado y sobre el papel del Estado en la provisión de servicios. Entonces
vamos a explorar las concepciones hegemónicas en el campo de la salud desde los aportes
provenientes de la medicina social latinoamericana.
Pese a que las instituciones sociosanitarias, tanto públicas como privadas, se
autodenominan «servicios de salud», no es difícil percibir que se encuentran centradas en la
atención de la enfermedad desde una perspectiva biomédica. Esta se caracteriza, en términos
de Eduardo Menéndez (2005), por su biologismo, ahistoricidad, asocialidad, pragmatismo e
individualidad. Para el autor, estas características se plasman en un tipo de práctica técnica y
social que ubica los factores etiológicos y curativos en la persona o en el ambiente «natural».
En ese marco, los procesos colectivos determinantes de la salud/enfermedad son
considerados como factores externos y secundarios. Cuando se toman en cuenta tales procesos,
se analizan en términos de población (como suma de personas o, cuando mucho, grupos de
riesgo) desmarcados de sus inscripciones raciales, genéricas y de clase. Menéndez (2005)
destaca que las políticas de salud, que surgen de este modelo, quedan separadas de los factores
económicos, políticos e ideológicos determinantes de la enfermedad, propiciando una práctica
médica predominante reparativa.
El personal de salud biomedicalizada, de acuerdo con Seixas et al. (2016), actúa como un
instrumento altamente especializado y fragmentario para intervenir de forma puntual sobre los
órganos de un individuo. Este modo de abordaje ha deteriorado la relación entre personal de la
salud y personas usuarias; ha conducido a una baja resolución de necesidades y demandas de
salud y ha diseminado prácticas prescriptivas, autoritarias y fascistas en el trabajo cotidiano de
los servicios de salud. Si bien existen prácticas alternativas a esta perspectiva dominante, resulta
claro que la hegemonía de la biomedicina lejos está de su ocaso.
En ese contexto, no es extraño que el trabajo biomedicalizado en salud derive en prácticas
de remisión de las instituciones ante la violencia patriarcal, en cuanto no se la puede considerar
como un asunto estricto del campo de la salud desde la visión biologicista imperante. En el
mejor de los casos, se considera la problemática en términos psicológico-individuales y
sociales-judiciales: allí se convoca a profesionales en psicología a atender en consultorio
individual a las pacientes y al personal de trabajo social a «articular, derivar y judicializar».
Cuando se propicia una intervención médica, suele limitarse a la atención farmacológica o
reparativa de los efectos más evidentes de la violencia en el cuerpo o psiquismo: atención de
lesiones físicas o síntomas asociados (como insomnio, ansiedad, consumo de sustancias, entre
otros).
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Como señalamos al inicio del trabajo, nuestra hipótesis es que, para construir
intervenciones ajustadas y respetar las necesidades, derechos y autonomía de las personas que
requieren asistencia, resulta crucial problematizar la finalidad de los servicios sociosanitarios.
En esa dirección, Seixas et al. (2016) proponen transformar el encuentro terapéutico en una
relación de cuidado. Para tal fin es necesario modificar el foco de la intervención, que debe
vincularse con el sufrimiento antes que con normativas, mediciones o desvíos estándar. En
relación con ello, en cada propuesta terapéutica es necesario analizar cuánto de lo que
prescribimos se implementa y, de hacerlo, cuánto sufrimiento genera. El norte de cada
intervención se focaliza en el cuidado y en quien usa el servicio, antes que los procedimientos;
lo que demanda salir de la estandarización y protocolización excesiva de las prácticas y
construir planes de cuidado singulares.
Estas coordenadas para transformar la lógica de las intervenciones sociosanitarias permiten
avizorar escenarios más viables para abordar la problemática de la violencia patriarcal al
subordinar las demás finalidades y tareas de los servicios al cuidado. Antes que un protocolo
estanco que indique el lugar de la escucha, la orientación, el acompañamiento, la derivación, la
denuncia y la judicialización, cada instancia de la intervención se ordena detrás de la prioridad
del cuidado y, este último, se construye en los encuentros terapéuticos con las personas usuarias.
Lo dicho hasta aquí nos ubica en una tensión entre las demandas del movimiento de
mujeres y feministas por la necesidad de protocolizar las intervenciones vinculadas con la
violencia patriarcal, y los efectos desubjetivantes de la protocolización. Si bien ya señalamos la
eficacia simbólica de las normas, también debemos reconocer sus límites. Si con la aplicación
de un protocolo el resultado es el mismo, esto es, que se aumenta o se mantiene el nivel de
violencia contra las mujeres y la vulneración de su autonomía, entonces conviene preguntarnos
la razón de necesitar un protocolo. No es extraño que ciertas modificaciones reglamentarias
culminen en una repetición velada de aquello que se pretendía cambiar.
Por ejemplo, mientras que años anteriores la atención de situaciones de violencia patriarcal
no se consideraba un problema pasible de ser atendido en una guardia hospitalaria o, en el mejor
de los casos, la intervención se limitaba a la derivación a «las áreas de la mujer», la instauración
de protocolos de actuación en la materia ha conducido, en algunos casos, a que se les exija a
las mujeres la denuncia judicial de los hechos de violencia como condición para ser atendidas.
Aquí podemos observar que los protocolos no resultan inmediatamente transformadores de las
prácticas médicas. Incluso consideramos que, para modificar las prácticas patriarcales de los
servicios de atención, la tarea del equipo de salud puede consistir en fundamentar debidamente
la adecuación del protocolo al cuidado. Las intervenciones profesionales deberían fundamentar
detalladamente cuándo resulta oportuno realizar una denuncia penal o por cuáles razones
terapéuticas es necesario aplazarla, cuáles son los riesgos de formular ciertas intervenciones en
determinados momentos, teniendo como eje el cuidado de quienes usan los servicios. En los
términos de Seixas et al. (2016), el desafío sería permitir que el trabajo vivo y las tecnologías
blandas, conduzcan al trabajo muerto, asociado a las tecnologías duras.
Luego de explorar ese marco general, cabe señalar una serie de incumbencias muy
específicas de los servicios sociosanitarios, que llamativamente adquieren un carácter
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secundario cuando se atiende a mujeres o disidencias en situación de violencia patriarcal. Esto
es la tarea básica y concreta de atender los daños que provoca la violencia en la salud de las
personas. Nos referimos a cuadros agudos, crónicos y diferentes grados de discapacidad que
provoca la violencia patriarcal en los cuerpos femeninos/feminizados. ¿Cuánto sabemos de
estos el personal de la salud? Nos animamos a sugerir, pensando en nuestra propia formación,
que sabemos muy poco; es decir, tenemos dificultades para diagnosticar y, por ende, para
construir una terapéutica adecuada. El ejemplo más brutal del desconocimiento médico del
impacto de la violencia en la salud es la administración de psicofármacos para el tratamiento
de cuadros ansiosos, depresivos o del insomnio (muy frecuentemente asociados a la violencia)
y que disminuyen notablemente la capacidad de respuesta de las mujeres frente a las agresiones.
Una investigación realizada en Argentina por Tájer, Gaba y Reid (2013), ofrece algunos
datos para reflexionar sobre los padecimientos asociados con la violencia patriarcal. En primer
lugar, las autoras indican que las mujeres en situación de violencia buscan atención dos veces
más que quienes no experimentan violencia patriarcal en sus relaciones interpersonales. Esto
sitúa al sistema de atención médica como un sector estratégico para prevención y detección
temprana. En segundo lugar, destacan que existe un marcado subregistro de este problema en
el sistema de salud debido a una ineficaz detección, ya sea porque no constituye el motivo de
consulta o porque no se utiliza este diagnóstico en los informes y estadísticas sanitarias. En
tercer lugar, detallan de manera precisa las enfermedades y padecimientos asociados
frecuentemente con la violencia patriarcal, permitiendo identificar la variedad de cuadros
clínicos que se vinculan con esta problemática.
Como resulta evidente, el estudio puntualiza que la consecuencia más grave de este tipo de
violencia es la muerte por feminicidio y el suicidio. Pero además resultan habituales -y más
fácilmente identificables- las lesiones graves y muy graves: fracturas, heridas de bala, cortes,
hematomas y quemaduras. Las autoras también señalan otros cuadros frecuentes, pero menos
reconocidos por profesionales, que se reiteran entre mujeres que sufren esta forma de violencia:
dolor crónico, cefaleas, problemas respiratorios, agudización de cuadros asmáticos y de alergias
respiratorias, embarazos no deseados, ITS y VIH, trastornos menstruales, dolor pélvico crónico,
infecciones urinarias, hijos o hijas con bajo peso al nacer, partos prematuros, depresión,
ansiedad, ataques de pánico, intentos de suicidio, trastornos del sueño, afectación de la
capacidad de maternaje, de la concentración y de las capacidades involucradas en el estudio y
el trabajo, alteraciones en la atención, en la memoria y fobias. Este conjunto de padecimientos
concluye en una disminución de los años de vida saludables y provoca discapacidad psicológica
y física.
Tájer, Gaba y Reid (2013) también señalan que las especialidades médicas con mayor
formación y capacidad de detección son la medicina general o de familia, la pediatría y la
psicología. Sin embargo, advierten que, a mayor especialización o especificidad médica, menor
posibilidad de que identifiquen la violencia con un problema de salud. El caso más notable es
el de profesionales de ginecología que, aunque detectan las situaciones de violencia, no
intervienen por considerarlas ajenas a su especialidad.
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Los resultados de este estudio nos muestran al menos dos asuntos a considerar. Por un lado,
la diversidad de padecimientos, daños y enfermedades asociadas con la violencia que circulan
relativamente invisibilizadas por los servicios de salud. Por otro lado, la importancia estratégica
de este sector tanto para la detección y el acompañamiento temprano de esta problemática,
como para la atención de los daños graves e irreversibles que provoca. Esto último conmina a
las y los profesionales de la salud a profundizar en el conocimiento disponible sobre el tema,
formarse en perspectiva de género y revisar aquellas prácticas que resultan solidarias con los
mandatos patriarcales y la violencia.
Conclusiones
Hasta aquí procuramos construir una perspectiva estructural sobre la violencia patriarcal y
sus manifestaciones institucionales. Ahora bien, plantear que una problemática es estructural,
no equivale a considerar que esté fuera de nuestro alcance realizar intervenciones pertinentes,
ajustadas y, hasta cierto punto, transformadoras de determinado estado de las cosas. Señalar
que un proceso tiene carácter estructural, implica identificar que no se limita a sus expresiones
evidentes y que demanda un esfuerzo de comprensión que traccione contra aquellas lógicas que
se presentan como obvias.
Pusimos en diálogo nuestras experiencias como trabajadoras del sistema sanitario y como
docentes en espacios de formación sociosanitaria con una revisión teórica, con el objetivo de
reflexionar acerca de las tensiones y paradojas en el abordaje de las situaciones de violencia
patriarcal en instituciones médicas. Identificamos dos nudos centrales para el análisis: por un
lado, la construcción de las instituciones sociosanitarias como espacios de producción y
reproducción de violencia patriarcal desde los aportes de Castro (2014) y Canevari (2017),
principalmente. Y, por otro lado, las limitaciones de las políticas y normativas estatales como
marco general para interpretar la ineficacia de las intervenciones en casos de violencia,
retomando la perspectiva de Rita Segato (2003; 2014). La autora señala que el Estado está
construido sobre un contrato jurídico pretendidamente igualitario, pero sostenido por un sistema
de estatus jerárquico, lo que implica que las demandas de las mujeres y las disidencias sexuales
no sean audibles para las instituciones estatales. Finalmente, problematizamos la función de los
servicios sanitarios y rescatamos la noción de Seixas et al. (2016) del encuentro terapéutico
como relación de cuidado singular. Esta perspectiva amplía la mirada biologicista imperante en
la medicina, que excluye del campo de sus saberes, problemas e intereses las manifestaciones
de la violencia patriarcal, y propone nuevas formas de concebir la tarea, misión y objetivos de
las intervenciones sociosanitarias.
A partir de estas reflexiones, consideramos que se abren interrogantes sobre los límites de
las disciplinas del campo de la salud para construir intervenciones pertinentes frente a
problemáticas complejas. La violencia patriarcal, por su multideterminación y enraizamiento
profundo en la historia, se trata de un fenómeno que excede los mites estrechos de
conocimientos compartimentados mediante divisiones disciplinares. Se presenta como una
problemática indisciplinada.
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Esto último habilita, al menos, dos alternativas que pueden resultar efectivas para
comprender mejor el funcionamiento de la violencia y construir abordajes ajustados al contexto,
a las necesidades de las personas usuarias y que respeten sus derechos y su autonomía. Por una
parte, la búsqueda de nuevos saberes; por otra, la práctica efectiva de la interdisciplina e
intersectorialidad. En ese camino, la buena noticia es que existe un mulo disponible de
investigación científica que puede brindarnos sólidos conocimientos sobre el tema. Uno de los
campos que abordó más temprana y extensamente la problemática de la violencia patriarcal es
la teoría feminista, en la cual abundan las discusiones y claves explicativas a explorar. Otro
augurio favorable es la multiplicación de redes de organizaciones sociales, profesionales,
activistas y mujeres que padecieron violencia, que se encuentran trabajando por difundir,
prevenir y revisar prácticas. Allí también es posible hallar experiencia y saber acumulado que
puede asistirnos en la búsqueda de alternativas para realizar abordajes más efectivos,
pertinentes y respetuosos de los derechos humanos.
Ligada íntimamente con esta tarea de compresión, se encuentra la dilucidación de nuestra
posición en la estructura de relaciones sociales en las que se inserta la problemática en cuestión.
Es menester tener cierta claridad de la posición que ocupamos en la estructura de relaciones,
así como qué la hacen posible y la sostienen. En el caso de la violencia patriarcal, quienes deben
dar respuestas vinculadas con sus obligaciones como agentes estatales, deberían reconocer el
lugar que ocupan las instituciones en la reproducción y ejercicio de esa violencia. Puntualmente,
al interior de las instituciones sanitarias, se requiere una profunda reflexión de la multiplicidad
de violencias naturalizadas que se dirigen hacia las personas usuarias y hacia las propias
trabajadoras de este campo. Pero no basta solo con la reflexión; resta la tarea de romper la
complicidad con el mandato de la jerarquía patriarcal en nuestras prácticas cotidianas.
La práctica teórica cumple un papel fundamental en esa dirección. Aunque nos insertemos
en espacios institucionales orientados a la intervención y a la asistencia, la tarea de conocer los
mecanismos profundos de funcionamiento de cierto fenómeno es parte de la efectividad de
nuestra labor. En las instituciones de atención sanitaria la formación e investigación científica
especializada mantienen escaso contacto con campos de saber que excedan lo estrictamente
biomédico. Tal como planteamos más arriba, las manifestaciones de la violencia patriarcal han
sido estudiadas desde diversas disciplinas, ya que su complejidad impide abordarla en los
confines estrechos de un solo campo de conocimiento. Por tanto, la interdisciplinariedad
aparece como ineludible si buscamos que las instituciones den respuestas certeras y eficaces al
sufrimiento de mujeres y disidencias en situaciones de violencia. Asimismo, la
intersectorialidad es imprescindible, puesto que el propio Estado cuenta con organismos
especializados en temáticas de género que podrían acompañar el quehacer de las instituciones
sociosanitarias, tanto en la formación del personal como para consulta de casos.
Contribución: Este artículo es resultado de un trabajo conjunto y las autoras hemos contribuido
en igual medida a su elaboración y revisión.
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