tiempo que, por otro lado, y debido a ese mismo modelo, se sustancializan las estructuras
societales en las que esas identidades tienen lugar. Esto, a nuestro modo de ver, no
constituye exactamente un fracaso. Antes bien, nos parece posible encontrar allí otro de
los aportes claves del estructuralismo al pensamiento contemporáneo, acaso su legado
más importante. A saber, el haber puesto de manifiesto la tensión problemática ubicada
precisamente en las coordenadas donde se entrecruzan la relación y el sistema –o, si se
quiere, la estructura y la diferencia–.
Las Partes y el Todo
En sus usos habituales, el término estructura supone la idea de un conjunto de
elementos relacionados con una disposición determinada. El orden de esa disposición es
precisamente lo que permite hablar de estructura, y hace posible, entre otras cosas,
caracterizarla como semejante o diferente a otras. Por eso es esta una noción que suele
ser intercambiable con la de forma. Hablar de estructura supone, además, la idea de cierta
duración y cierta consistencia en esa disposición u ordenamiento que la caracteriza. Lo
que puede agregar la implicancia de una relación regular y estrecha de los elementos, e
incluso, de una influencia recíproca entre ellos (la modificación de uno, incidirá sobre los
demás). De allí que sea un término intercambiable, también, por el de sistema.
Si se da un paso más, o si se re-describe el paso que ya se ha dado, se dirá que los
elementos en cuestión son miembros o componentes y que la estructura es un todo que
los engloba. Se ve, entonces, que hablar de estructura es necesariamente tomar partido.
Implica referirse a conjuntos, elementos y relaciones, pero convirtiendo a los elementos
en partes, a las relaciones en ordenamientos, y a los conjuntos en totalidades. Una vez
ingresados en este vocabulario infra-estructural de las partes y el todo, el problema clave
reside en saber qué estatuto y características otorgarles a los elementos, a las
disposiciones que los ordenan, y a la totalidad que bien puede resultar, preceder o ser
contemporánea de esa disposición –esto último habrá que decidirlo también–.
En el campo de las ciencias sociales y las humanidades, no son pocos los enfoques
que hablan de conjuntos humanos dándoles distintos nombres generales (sociedad,
cultura, grupo, institución) o específicos (Estado, nación, clase social, mercado) sin que
se crea necesario o útil hablar de estructuras. En estos casos, se entiende que cierto
número de individuos forma parte de un orden de relaciones determinado –orden que bien
puede ser coherente y duradero–, pero nunca se considera que la resultante de esto sea
más que un agregado o suma de elementos. Por ello, en esta perspectiva, cualquier
conjunto social, no importa cuán «estructurado» se encuentre, siempre puede (y debe) ser
legítimamente reducido a sus componentes elementales: los individuos y sus
interacciones.
Tales enfoques, que se reivindican como carentes de presupuestos metafísicos,
transportan, en realidad, una cosmovisión elementalista o atomicista muy arraigada,
según la cual un conjunto cualquiera puede ser descompuesto (sin pérdida) en sus
elementos componentes. Suponen, además, que estos elementos son idénticos a sí
mismos, simples, separados, definidos y semejantes a los demás –y que esa es la base de
su posible reunión en un conjunto, sea este regularmente ordenado o no–. De manera que,