Germán Pérez Verduzco
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Universidad de Colima, Colima, México
https://orcid.org/0000-0002-4370-2307
Fecha de recepción: 14 de marzo del
2022
Fecha de aceptación: 14 de julio del
2022
Cómo citar:
Pérez Verduzco, Germán. 2024. La ciudadanía republicana como
alternativa para el desarrollo democrático de las sociedades occidentales en el
siglo XXI. Revista Reflexiones.103 (1).
DOI 10.15517/rr.v103i1.50408
Resumen
Introducción: En el presente artículo de reflexión se plantea que, por sus
características, el modelo de ciudadanía republicana es la mejor alternativa
para promover la participación ciudadana en las democracias occidentales contemporáneas.
Objetivo: El
propósito del texto es analizar las ventajas de la ciudadanía republicana respecto
a otros modelos, así como explicar las razones por las que se le considera el
enfoque más adecuado para el desarrollo teórico y práctico de la participación
ciudadana.
Método: Para
su elaboración, se recurrió al método de investigación documental. En cuanto a
la estructura del artículo, primero, se presenta el debate entre las visiones
de democracia representativa y democracia participativa; posteriormente, se
examina la influencia de los paradigmas realista e idealista como corrientes
filosóficas políticas que subyacen y sustentan las principales premisas de ambas
perspectivas de democracia. Al final, se describen los modelos de ciudadanía
liberal, comunitarista y republicana, así como sus implicaciones para la
participación ciudadana.
Resultados: Del análisis realizado se concluye que el modelo de
ciudadanía republicana permite superar la dicotomía
representación-participación, además de brindar un cimiento más sólido y
congruente tanto a la teoría como a la praxis del involucramiento ciudadano en
los asuntos públicos.
Palabras clave: Democracia,
Ciudadanía, Participación ciudadana, Democracia participativa, Democracia
representativa.
Abstract
Introduction: This article argues that, due to
its characteristics, the republican citizenship model is the best alternative
for promoting citizen participation in contemporary Western democracies.
Objective: The purpose of the text is to
analyze its advantages over other citizenship models, as well as to explain the
reasons why it is considered the most appropriate approach for the theoretical
and practical development of citizen participation.
Method: For the elaboration of the article,
the documentary research method and the argumentative analysis were used.
First, the debate between the visions of representative democracy and
participatory democracy is presented, to later examine the influence of the
realist and idealist paradigms as political philosophical currents that
underlie and sustain the main premises of each of these perspectives of
democracy.
Results: From the analysis, it is concluded
that the republican citizenship model allows overcoming the representation-participation
dichotomy, in addition to providing a more solid and congruent foundation for
both the theory and the praxis of citizen involvement in public affairs.
Keywords: Democracy, Citizenship, Citizen participation,
Participatory democracy, Representative democracy.
De
acuerdo con Van Reybrouck (2017), actualmente las democracias contemporáneas
padecen una crisis de legitimidad y eficacia que se evidencia en la mayoría de
encuestas de opinión pública, las cuales reflejan que si bien la gente tiene
una inclinación favorable hacia la noción de democracia, realmente son pocas
las personas que confían en su práctica. La creciente desconfianza política ha
aumentado la brecha entre las expectativas políticas de la ciudadanía y lo que ésta
ve hacer a sus representantes, lo que deriva en frustraciones por lo que
consideran que el Estado ha dejado de atender y que provoca el denominado
«síndrome de fatiga democrática».
El
diagnóstico Van Reybrouck sobre el estado de las democracias occidentales
actuales es certero, pues son innegables, tanto las dificultades que estas
padecen al tratar de brindar soluciones válidas a las problemáticas, como la
nimia aceptación de la autoridad estatal que intenta solucionarlas
(Pérez-Verduzco 2019). Como señala Van Reybrouck (2017), por un lado, la
vertiente populista pone como principal responsable de la crisis de la
democracia a la clase política, diciendo que ésta forma parte de una casta que
representa intereses distintos a los del pueblo y cuyas necesidades no se verán
cubiertas hasta que haya legitimidad, o sea una mejor representación popular;
por otro lado, la vertiente tecnócrata culpa al propio sistema democrático y
plantea que la crisis deviene de que las decisiones sobre lo público las toman
personas sin conocimientos técnicos para gobernar, cuando estas deberían
realizarlas personas con experticia en la materia. Aunque podría acusarse al
autor de utilizar de forma un tanto laxa los términos de populismo y
tecnocracia, lo valioso de su planteamiento es que resalta el que quizá
constituya el principal reto para los gobiernos de las democracias
contemporáneas: gobernar con pleno goce de legitimidad al tiempo de resolver
eficazmente las problemáticas políticas y económicas que enfrentan sus
sociedades.
En
ese sentido, los defensores de la democracia directa señalan que la cuestión
puede solventarse mediante la reducción de los mecanismos de representación y
el aumento de aquellos donde la ciudadanía pueda participar en mayor medida, o
sea una democracia más horizontal y transparente (Van Reybrouck 2017). Esta
participación sería, además, facilitada por los medios de comunicación modernos,
tales como el teléfono y la televisión (Arblaster 2002), o incluso incorporar a
los medios digitales y las redes sociales. Sin embargo, hay evidencia de que el
control popular directo puede ser muy costoso, e incluso, en ocasiones, dañino
para la propia ciudadanía, tal como se vio con el rechazo hacia la fluorización
del agua en muchos pueblos y ciudades estadounidenses durante las décadas de
los 50s y 60s (Achen y Bartels 2017), por citar solo un caso.
En
suma, sería igual de errado desconfiar de todos los actores e instituciones del
sistema político en general; al mismo tiempo que confiar «a ciegas» en el
criterio popular (como hacen quienes promueven la democracia directa), que reducir
la crisis democrática a un mero asunto de quienes se dedican a la política
(como hacen las personas que defienden al populismo), o centrarse únicamente en
la eficacia o ineficacia del gobierno y sin otorgar la atención debida a la
legitimidad de su elección y posterior constitución (como hacen quienes
promulgan la tecnocracia).
Para
Van Reybrouck (2017), las democracias se han alejado del ideal ateniense en
cuanto al reparto igualitario de las oportunidades políticas para pasar de una
aristocracia hereditaria a una aristocracia elegida, lo que reduce la
participación ciudadana a la mera representación. Esto porque, con la llegada
de la República, quienes dirigían las revoluciones francesa y estadounidense
reemplazaron la legitimidad divina por una legitimidad electoral en la que las
mejores personas debían ser elegidas para gobernar, y fue entonces que surgió
un sistema representativo que resaltaba la separación entre gobernantes
competentes y gobernados incompetentes. Sin embargo, y como sucedió también en
la antigua Grecia, solo un grupo selecto de personas, que excluía a mujeres,
negros, pobres y esclavos, tenían posibilidad de elegir. En palabras de Finley
(1980, 24), «el demos ateniense era una minoría, una élite, de la cual la
numerosa población esclava se hallaba del todo excluida». Por eso, Van
Reybrouck (2017, 101) plantea que el sistema representativo «tal vez fuera
democrático por el derecho a voto, pero también era aristocrático debido al
método de reclutamiento de candidatos: todo el mundo puede votar, pero la
selección previa ya se ha realizado a favor de la élite».
Entonces,
siguiendo a este autor, la clave para resolver la crisis de las democracias
contemporáneas reside en las deficiencias de la representación electoral, ya
que en su opinión hay un modelo obsoleto para intentar resolver las
problemáticas del siglo XXI, puesto que las elecciones solo llevan a que el
interés público y el bienestar social, a largo plazo, pasen a segundo plano por
privilegiar la inmediatez y los intereses de los partidos políticos. De ahí que
Van Reybrouck (2017) proponga la creación de un sistema birrepresentativo donde,
a través del mecanismo de sorteo, se elijan representantes políticos y así
dotar a los gobiernos de mayor eficiencia y legitimidad. Aunque no es muy
conocido, el sorteo y la rotación eran parte esencial del sistema democrático
ateniense, pues en aquella época se concebía a las elecciones como un método
oligárquico. Por ello, la mayoría de las funciones del gobierno eran asignadas
de manera aleatoria a la ciudadanía, y se preservaba solamente el principio de
seguridad al de igualdad en casos especiales, por ejemplo, para los cargos
militares. Las labores administrativas del gobierno ateniense se dividían en «un
amplio abanico de puestos anuales y en un Consejo de 500 varones, todos ellos
escogidos al azar y restringidos a ocupar tales cargos por un periodo de uno o
dos años» (Finley 1980, 28). Así, el mecanismo de sorteo y la gran cantidad de
participantes en diversas funciones y cargos del gobierno garantizaba que la
participación no se circunscribiera a una minoría de activista, sino que
quedara en manos de una parte importante de la ciudadanía (Arblaster 2002).
Cabe apuntar
que la implementación del sorteo como instrumento político también ha coincido
con otros periodos de progreso cultural y prosperidad en los Estados urbanos,
tal y como ocurrió en las sociedades de la Venecia y Florencia renacentistas (Van
Reybrouck 2017), una razón más que invitaría a considerar su utilización. Con
todo, y aunque aquí se coincide en parte con la propuesta del autor, sobre todo
en la idea de que la utilización del sorteo generaría, casi automáticamente,
mayor representatividad política, es por lo menos debatible que este mecanismo
sea capaz de resolver el tema referente a la eficacia. De hecho, ya desde la República de Platón, se ha planteado que
la igualdad de derecho que brinda la democracia no garantiza que las decisiones
políticas consiguientes sean acertadas o ventajosas en general (Dunn 2019).
Por
otro lado, modificar el sistema representativo electoral tampoco asegura que la
ciudadanía tendrá mayor interés en los asuntos públicos y, por ende, que estaría
mejor preparada para asumir, si fuera el caso, la responsabilidad de tomar
decisiones sobre la vida colectiva. En otras palabras, si el análisis solo se
enfoca en qué cambios legislativos, jurídicos o normativos habrían de hacerse a
los sistemas electorales, se deja de lado la búsqueda de alternativas para
quien constituye la materia prima de una democracia: la ciudadanía. Al mismo
tiempo, se caería en el frecuente error de enfocarse solo en las
características del instrumento de gobierno y omitir del asunto al rol de la
ciudadanía y su responsabilidad al respecto. O, ¿acaso son solo los gobiernos e
instituciones de la democracia los que no han estado a la altura de las
circunstancias?, ¿se debería absolver por completo a la ciudadanía de toda la
cuestión?
Reconocer
la contribución de la ciudadanía, ya sea por acción u omisión, a los escenarios
políticos actuales y pasados no equivaldría, solamente, a un mea
culpa. Asumir parte de la responsabilidad implicaría ser consciente de que
se tiene cierto margen de maniobra en la configuración política de la comunidad
a la que se pertenece. Al fin y al cabo, este es el motivo por el que, a
menudo, en los debates sobre democracia, se menciona al involucramiento
ciudadano en los asuntos públicos como un factor indispensable para la
democratización de los gobiernos. Con ello, se hace referencia a la
participación ciudadana, que consiste en que los miembros de determinada
comunidad política tomen parte en la búsqueda de soluciones a las problemáticas
públicas. Es decir, se busca generar una relación gobierno-sociedad en la que
ambas partes intervengan de forma coordinada en el desarrollo y administración
de lo público. Pero ¿cuál es el papel de la participación ciudadana en la
actual crisis de las democracias occidentales?, y ¿cuál es su relación con el
concepto y noción de ciudadanía?
Antes
de entrar de lleno a la cuestión, es menester establecer qué se entenderá aquí
por conceptos como «gobierno» y «democracia», que son cardinales a lo largo del
texto.
El gobierno reside en la toma de decisiones
referentes a los asuntos de cierta colectividad, o, por lo menos, de algunos de
sus miembros, y en las cuáles se adoptan medidas obligatorias para todos los
integrantes que la componen (Andrade 2008), ya que éstas son necesarias para la
sobrevivencia del grupo, tanto al exterior como al interior (Bobbio 1986). En
función de que las decisiones sobre la colectividad sean tomadas por un ente
individual (monarquía), algunos pocos (aristocracia) o muchos (democracia), se
hablaría de una forma concreta de gobierno (Osorio 2004). Para Finley (1980),
las posibles formas de gobierno serían las autocracias (gobiernos de un solo individuo),
las aristocracias (gobiernos de los mejores) y las democracias (gobiernos de
los pueblos).
El
gobierno democrático, que es el aquí analizado, implica un conjunto de reglas
que establecen «quien está autorizado para tomar las decisiones colectivas y
bajo qué procedimientos» (Bobbio 1986, 14), donde es el cumplimiento de la
voluntad mayoritaria el criterio fundamental a respetar. Así, la democracia es
la forma de gobierno en que la mayoría de individuos pertenecientes a una
colectividad (municipio, estado, país, etc.) son quienes ejercen directa o
indirectamente el poder político. En este sentido, Sartori (2009, 17) ha
precisado que, al menos desde el punto de vista operativo, la democracia debe
inspirarse en el principio de mayoría limitada o moderada, es decir que «los
más tienen derecho a mandar, pero en el respeto de los derechos de la minoría»[1].
Como bien plantea Arblaster (2002), con el mayoritarismo viene el riesgo de que
las mayorías se olviden de que en otro contexto podrían constituir una minoría,
o de que solo las mayorías tienen derecho a decidir sobre todas las cuestiones.
Sin embargo, las minorías siempre tendrán derecho a recordar al resto de la
sociedad que también son parte de ella.
Los gobiernos democráticos
han dado pie a las dos formas más
comunes de democracia: la directa y la semidirecta. La democracia directa fue
el sistema utilizado en las ciudades-Estado de la antigua Grecia, cuando se
entendía por democracia al pueblo que se gobierna a sí mismo, es decir, sin la
mediación de representantes (Arblaster 2002). Como ya se dijo, se hacían
asambleas públicas con cierta frecuencia para discutir los asuntos referentes
al gobierno[2]
(Andrade 2008). Esta práctica de la democracia directa permitió abolir, en su
momento, la brecha entre gobernantes y gobernados o entre estado y sociedad,
división muy frecuente en el pensamiento político convencional (Arblaster
2002). Por su parte, la democracia indirecta se divide, a su vez, en
representativa y participativa. La primera es prácticamente la democracia
electoral, donde la representación se alcanza a través del voto y los partidos
políticos juegan un papel fundamental (Pindado 2004); la segunda, como se verá
más adelante, va más allá al proponer una mayor intervención por parte de la
ciudadanía.
Aunque
hasta mediados del siglo XIX comenzó a añadirse el término «directo» a lo que
simple y sencillamente se llamaba democracia, hoy en día este concepto suele
asociarse más a la democracia indirecta, es decir, a los sistemas
representativos. Esto se debe a que la democracia constituye una de las ideas
más esenciales y perdurables de la política y, por lo mismo de su relevancia,
ha sido un concepto sumamente discutido (Arblaster 2002). Algunos autores son
dogmáticos al respecto, pero su significado, como el de cualquier otro
constructo utilizado en ciencias sociales, nunca será único ni estático. Por
brindar un ejemplo, el vocablo demócrata,
como término de autodescripción política y antítesis de la palabra
aristócrata, no reapareció en ningún idioma de la Europa occidental hasta
finales del siglo XVIII. Democracia
era una palabra griega, seglar y propia de intelectuales, algo no bien recibido
en un contexto político sacralizado o muy religioso, y el consenso intelectual
europeo no cambió hasta el primer tercio del siglo XIX, específicamente en
1833, cuando la democracia era ya una experiencia europea, por lo menos a
niveles locales (Dunn 2019).
En
ello influyó bastante la
Revolución Francesa, y no solo en esta
parte del orbe, sino a nivel global, pues sus principios inspiraron procesos
como la primera revuelta de esclavos del Caribe, en Haití, y algunos
movimientos independentistas en países latinoamericanos (Arblaster 2002). Para
Dunn (2019), este fue un elemento político que favoreció el paso del feudalismo
al capitalismo porque la democracia se traspuso a la transición del Antiguo
Régimen al Estado moderno posrevolucionario. Incluso, en los Estados Unidos,
hubo cierta resistencia hacia su adopción, sobre todo en el periodo de
Independencia y la redacción de su primera constitución, ya que entonces, la
democracia aún significaba la participación popular directa en el gobierno. Por
tal motivo, los creadores de las constituciones federales y estatales
estadounidenses pusieron ciertas restricciones a las asambleas elegidas por el
pueblo. Principalmente, un sistema representativo a través del cual las
personas electoras eligieran a sus gobernantes, que en teoría serían individuos
a quienes reconocían como mejores o más capacitadas para asumir tal
responsabilidad. Es en este momento cuando surge una versión alternativa a la
de democracia como gobierno popular (Arblaster 2002). Podría decirse que se
trataba de los primeros esbozos de lo que, a la postre, sería la democracia
representativa.
Con
la llegada de esta nueva perspectiva, el debate giró hacia qué tanto se debería
incorporar a la ciudadanía en las decisiones o asuntos de la vida colectiva. En
palabras de Bobbio (1989, 32-33):
A pesar de lo que se diga, del paso de
los siglos y todas las discusiones que han tenido lugar en cuanto a la
diferencia de la democracia de los antiguos frente a la de los modernos, el
sentido descriptivo general del término no ha cambiado, si bien cambie según
los tiempos y las doctrinas su significado evaluativo, según si el gobierno del
pueblo sea preferido al gobierno de uno o de unos cuantos o viceversa. Lo que
se considera que cambió en el paso de la democracia de los antiguos a la
democracia de los modernos, por lo menos a juicio de quienes consideran útil
esta contraposición, no es el titular del poder político, que siempre es el
«pueblo», entendido como el conjunto de ciudadanos a los que toca en última
instancia el derecho de tomar las decisiones colectivas, sino la manera, amplia
o restringida, de ejercer este derecho.
La
concepción de la democracia como una forma de gobierno en la que las decisiones
colectivas se llevan a cabo bajo el criterio de cumplir con la voluntad de la
mayoría de los individuos que pertenecen a una colectividad, al mismo tiempo
que se respetan los derechos de sus minorías, pudiera juzgarse de escueta o
reducida. Sin embargo, se coincide con otros autores (Bobbio 1989; Sartori
2009) que señalan la necesidad de tener a esta definición como punto de partida
para cualquier análisis sobre la teoría democrática contemporánea. Tal postura
no implica negar lo limitado que podría resultar esta perspectiva si la
discusión se quedara ahí, pues como señala Arblaster (2002), definir la democracia
solo como forma o método de gobierno es insatisfactorio porque disminuye su
propia reputación y, por ende, sus resultados. Simplemente, significa reconocer
que el criterio mínimo para considerar a un gobierno democrático es que se haya
instaurado, por elección popular, una cuestión esencial para distinguirlo de
dictaduras militares o regímenes autoritarios. Otro tema es si las sociedades
que, al menos en este sentido ya sean democráticas, deban conformarse con ello.
Según
Dunn (2019), la democracia llegó como vocablo e idea (no como experiencia
concreta) a diversos sitios del mundo hasta principios del siglo XX, algo que
el citado autor atribuye a la consolidación del mercado mundial. Conforme
avanzaba el siglo, las democracias se consolidaron en diversos países
occidentales, sobre todo después de su lucha frente al fascismo y el comunismo
(Arblaster 2002). Como expone Sader (2004, 565), «la forma liberal de
organización del Estado surgió en oposición al Estado absolutista y a los
obstáculos a la libre expansión del capital».
Aunque
a comienzos del siglo surgieron algunos modelos antiliberales como el
keynesianismo, el fascismo y el socialismo soviético, sus respectivos fracasos
provocaron un nuevo proyecto hegemónico basado en la idea de Estado mínimo y la
expansión de las relaciones mercantiles. Es ahí cuando adquiere mayor fuerza la
propuesta de democracia liberal, una ideología que «pasó a ser el horizonte
histórico más avanzado en el mundo contemporáneo –sea en la versión de Fukuyama
o en la de Hungtington, o incluso en la de Dahrendorf-, con la democracia
identificada con la democracia liberal» (Sader 2004, 566). Esta perspectiva,
también llamada elitista, competitiva o procedimental, deviene en gran parte
del pensamiento de Joseph Schumpeter, quien juzgaba la teoría clásica de
democracia como un planteamiento simplista e inadecuado para explicar el
verdadero comportamiento político de la sociedad, y al cual se acusa además de
ingenuo por suponer que cualquier miembro de una comunidad en particular es
capaz de renunciar al interés individual para alcanzar el bien común (Vidal de
la Rosa 2010).
Para
Schumpeter (1983), la democracia no es una forma de organización política
virtuosa donde las personas miembros de ella son capaces de gobernar bajo el
principio de la voluntad popular. Contrario a esto, su concepción del pueblo o
demos es la de un ente pasivo, gregario, reactivo, y al que solo le corresponde
participar mediante el voto para elegir a quienes dirigirán el gobierno. Por
tanto, la principal distinción entre las democracias y otras formas de gobierno
no estaría tanto en la manera de ejercer el poder, sino en cómo se eligen sus
gobernantes. En consecuencia, la democracia sería apenas un arreglo
institucional para alcanzar decisiones políticas y donde algunos individuos
compiten por el poder a través del voto del pueblo (Cohen y Arato 2000). Tal
competencia se daría, principalmente, entre organizaciones (partidos políticos)
que prometen ciertas ventajas o beneficios al pueblo, la cual podría ser una
posible recompensa que estimula al votante a participar en un proceso electoral
(Sartori 2009). Desde este punto de vista, «los dirigentes de los partidos
políticos son los que deciden, no ‘el pueblo’» (Finley 1980, 33), pues la
sociedad política se agrupa en partidos que funcionan como empresas que compiten
cada cierto tiempo en un mercado por el voto, y cuyos ganadores gobiernan al
Estado los periodos intermedios (Schumpeter 1983).
Así,
la ideología de la democracia liberal[3]
equipara al electorado con el consumidor y al proceso electoral con el mercado
(Sader 2004), lo que provoca que durante
las elecciones las personas sean vistas como las consumidoras de un mercado
donde “libremente” pueden elegir la alternativa preferida entre diversos
aspirantes a gobernar. Esta visión deriva, en gran parte, de la influencia de
la teoría económica de la democracia, perspectiva que podría resumirse en un
modelo que entiende a la participación como una transacción entre los electores
y las élites políticas, en donde los primeros brindan sus votos a cambio de
determinadas políticas ofertadas por las segundas (Habermas 1998). En
consecuencia, desde esta perspectiva es normal que haya una brecha entre
gobernados y gobernantes (Cohen y Arato 2000), pues la desigualdad social es
concebida como un efecto natural de las diferentes oportunidades y capacidades
individuales, discrepancias que constituirían un asunto de carácter económico o
de mercado, y no de índole político (Osorio 2004).
En
el mismo orden de ideas, se ha planteado que en las democracias liberales la
sociedad equivale a la población objetivo hacia donde las élites dirigen sus
estrategias políticas para lograr afirmarse en el poder, y donde la sociedad
económica siempre busca aumentar sus ganancias. Se espera, entonces, una sociedad
que acepte pasivamente su situación y la división del trabajo derivadas de las decisiones
de quienes ostentan el poder en la comunidad política en cuestión. O sea, una
sociedad que avale por completo (por acción u omisión) el mantenimiento del
orden social imperante, similar a como ocurría en sociedades feudales
caracterizadas por el vasallaje o la cultura del súbdito (Cortina 1994). Esta
desvinculación que pretende hacerse de la igualdad y la democracia es preocupante,
pues una sociedad se considera democrática precisamente porque las relaciones
entre sus miembros no se basan en la subordinación y la deferencia. Contrario a
ello, se sustentan en la sensación de igualdad entre las personas y de que sus
derechos sean respetados (Arblaster 2002).
Por
lo anterior, Osorio (2004) afirma que la democracia procedimental constituye
una visión de la política que se adecua a los intereses de las clases
dominantes. Esto debido a que brinda un modelo para integrar los desajustes y
mantener el statu quo (Finley 1980). Desde hace tiempo se percibe a los
dispositivos de representación como una forma de control popular para retener
los poderes cotidianos del gobierno en manos de una élite ilustrada (Arblaster
2002). A su vez, se plantea que la democracia representativa nace, precisamente,
de la creencia de que «los representantes elegidos por los ciudadanos son
capaces de juzgar cuáles son los intereses generales mejor que los ciudadanos,
demasiado cerrados en la contemplación de sus intereses particulares» (Bobbio
1989, 36), lo que hace a la democracia indirecta una vía más idónea para
alcanzar los fines de soberanía popular. Pero la democracia así entendida sería
solo «un mecanismo a través del cual la población decide sobre quiénes
dirigirán el aparato estatal» (Osorio 2004, 60).
Si
bien la obra de Schumpeter ha sido muy influyente en el desarrollo de la teoría
política elitista moderna, también ha provocado la reducción de la democracia a
aspectos procedimentales; a un método político para las decisiones legislativas
y administrativas, y donde el gobierno por el pueblo no es posible debido a su
apatía, pasividad e ignorancia. Para Arblaster (2002), lo dicho es consecuencia
del intento por parte de los revisionistas de la teoría democrática tradicional,
de redefinirla para limitar el papel de las masas en el sistema político. El
fin de este grupo de teóricos era, en su opinión, cambiar la idea tradicional
de democracia como poder o soberanía popular por otra que redujera la participación
popular en el gobierno. Asimismo, señala que uno de los argumentos con que los
revisionistas suelen cuestionar la existencia de la voluntad popular es que
todas las sociedades son diversas y plurales, deduciendo que toda intención de
actuar respecto a una voluntad única popular, atenta contra los derechos de los
individuos o grupos que conforman a esa sociedad. La concepción pluralista
permeó, incluso, en la teorización sobre el comportamiento de los partidos
políticos en los procesos electorales, aunque la misma pluralidad electoral
luego fuera recibida con poco entusiasmo por los propios teóricos revisionistas
que criticaban a sistemas distintos a los dominados por dos partidos similares
a los que había en Gran Bretaña o Estados Unidos.
Por
otro lado, quienes defienden la perspectiva de democracia procedimental
cuestionan la viabilidad de implementar mecanismos de mayor participación
popular debido a las características de las sociedades contemporáneas. Por
ejemplo, Bobbio (1989, 33) afirma que las democracias representativas son «el
único gobierno popular posible en un Estado grande». Otros planteamientos
similares señalan que el auge alcanzado por los gobiernos representativos se
debe, en gran medida, a que estos han sido vistos como la mejor solución a las
dificultades que entrañaba gobernar a las grandes naciones modernas, y llevan a
que la democracia directa sea vista como una doctrina que solo es apropiada
para las ciudades-estado más pequeñas (Dahl 1992). Dicho de otra forma, este
argumento de índole pragmático establece que la democracia representativa es,
sencillamente, la única alternativa para las grandes sociedades, donde la
ciudadanía es demasiado numerosa y bastante dispersa (Arblaster 2002).
Al
respecto, se contraargumenta que, desde la antigua Grecia, se han tenido que
afrontar problemas técnicos al gobernar, y que hasta los atenienses tuvieron
que recurrir a experimentados militares o a expertos en temas de ingeniería y
finanzas (Finley 1980). Es decir que, la dificultad implícita en adoptar más
mecanismos de participación ciudadana que permitan aumentar el involucramiento
popular en los asuntos públicos no sería motivo suficiente para abandonar tal
pretensión. A su vez, se ha planteado que la participación popular no requiere,
necesariamente, que todos se reúnan a la vez en un mismo lugar, y que los
medios de comunicación modernos pueden contribuir a superar fácilmente esta
clase de problemas, esto al brindar la posibilidad de que, a través de su
implementación, el debate público y la participación directa sean realmente
practicables. Por tanto, la democracia directa podría aplicarse mucho más de lo
que actualmente se hace, y si su aplicación es escasa en las sociedades
contemporáneas ello se debe más a razones políticas que prácticas o técnicas,
pues quienes ocupan el poder simplemente no la quieren. Que se considere
deseable o no es otra cuestión (Arblaster 2002).
Sin
duda, los mecanismos de representación popular son muy importantes para el
funcionamiento de las democracias. La participación electoral es esencial
porque permite la gobernabilidad a través de la vinculación entre
representantes y representados. De ahí que, con el paso del tiempo, cada vez
más países adoptaran un sistema democrático liberal (Fukuyama 1992),
priorizando con ello la implementación de los aparatos y ordenamientos que dan
forma a la democracia representativa. Esto no es un logro menor en la vida
social y política humana, pues aún no somos capaces de crear un procedimiento
que se acerque más a las garantías de representatividad y universalidad que
este sistema proporciona (Font y Blanco 2006). Además, aunque la democracia
representativa implica una disminución del poder ciudadano a nivel individual,
también es verdad que permite ahorrar una enorme cantidad de tiempo, sobre todo
en comparación con lo que este debería invertir dentro de una democracia
directa (Dunn 2019).
Dicho
eso, cabe señalar que admitir la importancia de los dispositivos o mecanismos
de la democracia representativa no es lo mismo que concebirlos como la única
vía para ejercer la ciudadanía. Aun al reconocer la necesidad de la
representación y la delegación política en sociedades tan numerosas y complejas
como las actuales, no debería desecharse la posibilidad de que la ciudadanía
intervenga más en los asuntos públicos, mucho menos si se piensa que además de
persona se es un ciudadano, lo que implica que con cierta regularidad haya que
priorizar fines colectivos sobre los individuales para recibir un estatus de
igualdad de derechos en la comunidad que se vive (Botero, Torres y Alvarado
2008).
Asimismo,
aceptar que la ciudadanía activa equivale a votar cada vez que hay elecciones
sería reducirla al rol del electorado. El sujeto de la democracia no es el
elector, o sea, quien vota, sino el ciudadano que en varios momentos y facetas
se involucra en la vida pública (Conde, Gutiérrez y Chávez 2015). En gran
medida, es por esta reducción que la perspectiva hegemónica de la democracia
suele juzgarse como incompleta o limitada (Hevia y Vergara-Lope 2011; Sousa
Santos 2004), lo que provoca el intento de enriquecerla o superarla con
propuestas como la democracia participativa, la cual brinda la posibilidad de
que la ciudadanía interesada en aportar a la resolución de cuestiones públicas
se reúna para generar una discusión y coordinar acciones al respecto. Esta
perspectiva ha tomado cada vez más fuerza por las crecientes críticas hacia la concepción mínima de la democracia.
En
contraste a la mirada de democracia procedimental, la propuesta participativa
retoma la importancia del aspecto deontológico o moral en un sistema de
gobierno. Además, considera a la democracia un fin en sí misma, y no como mero
instrumento para llegar al poder. Para Arblaster (2002), mientras más participe
la ciudadanía de una comunidad política en los temas gubernamentales y, por
ende, se acerque más a la realización del ideal democrático de autogobierno,
más se disolverá la distinción convencional entre personas gobernadas y
gobernantes. La democracia participativa restituye lo sustantivo del ejercicio
de gobernar y rescata la visión clásica de la actividad política como virtud
cívica a la cual aspirar[4].
Tal cuestión es fundamental en el debate sobre teoría democrática, pues aquí se
coincide con la idea de Cohen y Arato (2000) de que en su búsqueda por alcanzar
mayor realismo, la postura elitista ha caído en la contradicción de restringir
el concepto de democracia a un simple método de selección de líderes y
procedimientos de competición y ordenación de políticas, lo que sacrifica el
principio de legitimidad democrática del que depende.
La
democracia participativa intenta oponerse a la perspectiva hegemónica para
complementar las formas representativas mediante la afirmación de derechos
sociales que, aunque asegurados formalmente, con frecuencia son negados en la
realidad (Sader, 2004). Al reconocer que la igualdad política «solo puede
sostenerse mientras no se integre con las desigualdades sociales que arrancan
de la inserción de los individuos en la economía» (Osorio 2004, 60), cuestiona
la viabilidad de separar lo político y lo económico. Por ello, y contrario a la
visión liberal, aquí sí se pretende reducir la brecha entre personas gobernantes
y gobernadas, y enfatizar la necesidad de que tanto los unos como los otros
adopten un rol activo en el ejercicio del poder (Cohen y Arato 2000), ya que,
como expresa Andrade (2008, 61), la democracia «supondría, en su acepción pura,
el autogobierno pleno de una comunidad, es decir, la supresión de la diferencia
entre gobernantes y gobernados».
Las
iniciativas cimentadas en la democracia participativa han podido rescatar la
dimensión pública y ciudadana de la política, ya sea por la movilización de
sectores sociales interesados en la implementación de ciertas políticas
públicas o mediante la exploración de formas alternativas de organización del
sistema político (Sader 2004). La democracia participativa busca aumentar la
intervención del ciudadano en el gobierno de su comunidad. Pretende que la
ciudadanía no se limite al ejercicio de los derechos políticos mediante el voto,
«sino que se involucre en diferentes grados y etapas en el ejercicio de
gobierno a fin de otorgar mayor eficacia a las decisiones públicas» (Ziccardi
2003, 163). Esta perspectiva de democracia hace posible confrontar aspectos
como la desigualdad, el patriarcado o la explotación, entre otras situaciones
de opresión padecidas por la ciudadanía en las sociedades contemporáneas (Sousa
Santos 2004). En congruencia con tal enfoque se plantea que el involucramiento
ciudadano no debe ser secuencial ni limitarse a la elección de representantes
políticos, sino que debe canalizarse al día a día gubernamental (Brugué, Font y
Gomá 2003).
En
suma, aún con los avances que significaron la implementación de aparatos y
ordenamientos generados desde la lógica representativa, los cuales se centran
principalmente en la búsqueda de las garantías de universalidad en un sistema
político democrático, la democracia representativa sigue siendo necesaria en la
actualidad, pero, al mismo tiempo, pareciera insuficiente para atender las
problemáticas o retos que enfrentan las sociedades contemporáneas. De ahí la
coincidencia con Bobbio (1989, 79) en que aun con «la plena aceptación del
principio democrático y el elogio de la democracia representativa como la mejor
forma de gobierno, el ideal de la democracia perfecta todavía está muy lejos de
ser alcanzado». En palabras de Pindado (2004, 312): «debemos coincidir con un
amplio sector de la doctrina, en que la faceta representativa de la democracia
sufre una evidente crisis».
Lo
anterior ha invitado a indagar sobre alternativas más satisfactorias para las
mayorías, lo que produjo el surgimiento de la propuesta contrahegemónica de la
democracia participativa. Con todo, y aunque este enfoque está más cerca del
ideal democrático, también tiene sus problemas. Por ejemplo, su idealismo o
excesivo carácter deontológico (o sea, referente al «deber ser»). Este aspecto
quizá sea el que le ha provocado las mayores críticas a la perspectiva
participativa, siendo, incluso, juzgada de utópica y antimodernista (Cohen y
Arato 2000). Tal clase de cuestionamientos suele hacerse desde la mirada
realista, perspectiva filosófica-política que con frecuencia subyace a la
propuesta de la democracia elitista o procedimental.
A
pesar de la crítica realizada al hecho de agrupar a diversos filósofos clásicos
como Maquiavelo, Hobbes o Spinoza junto a otros autores modernos de la ciencia
política como Waltz, Morguenthau o Carr por considerarlos a todos
pertenecientes al realismo político (Pocock 2011; Skinner 2002), resulta
innegable que diversos autores han pensado diferente al respecto (Crespo
Mendoza 2001; Iturralde Blanco 2015), y establecen cierta continuidad o
vinculación entre sus planteamientos corriendo el riesgo de caer en el
anacronismo o la especulación teórica. Por ello, se ha intentado generar
enfoques alternativos para analizar la teoría política y, en concreto, al
realismo político (Cabrera 2014a; Cabrera 2014b).
Si
bien aquí se coincide con la crítica central de que los escritos políticos no
deben sacarse de su contexto temporal e intelectual, y que estos hay que
situarlos siempre en su propio horizonte discursivo, no se comparte por
completo la idea de que la tradición realista solo sea resultado de una «construcción
retrospectiva» (Cabrera 2014a, 148). Recurriendo a la misma lógica, podría
aseverarse que toda la disciplina histórica lo es. Además, aunque es verdad que
con frecuencia en los debates sobre teoría política se caricaturiza o se hace «hombre
de paja» a la postura adversaria, ello obedece, en parte, al uso de los tipos
de ideales weberianos, un reduccionismo al que se suele recurrir a menudo en
las ciencias sociales, ya sea con fines analíticos o pedagógicos, y que si bien
es un ejercicio intelectual debatible, tampoco es motivo de censura o
descalificación. Mucho menos, deberían desestimarse las reflexiones surgidas de
este tipo de análisis solo por reflejar posturas distintas a la propia.
De
hecho, se ha ido incluso más allá al señalar que cualquier explicación
científica conlleva, inevitablemente, cierto reduccionismo debido a que con
ella se busca reducir el espacio temporal entre explanans y explanandum (Dieterlen
1987). En el presente caso, el intento de reducir la complejidad para poder
compartir ideas y reflexiones individuales no equivale en ningún momento a
aseverar que el asunto sea tan sencillo como podría parecer en la simplificación.
Entonces, lo que se busca es presentar, de forma sucinta, algunas de las
críticas que diversos autores que se suelen ubicar dentro de ese «gran paraguas»
del realismo político han realizado al idealismo democrático, o, más
concretamente, a la democracia participativa, no sin antes referir a la lectura
de los ya citados artículos de Cabrera (2014a, 2014b) a quien desee profundizar
en la cuestión. Una vez hecha la aclaración, y reconocido el reduccionismo
implícito en la dicotomía realismo-idealismo, se procede a presentar las
principales características de ambos paradigmas.
El
realismo político es una filosofía que concibe al ser humano egoísta por
naturaleza y que tiende a buscar satisfacer sus intereses particulares, los
cuales se manifiestan en la búsqueda de riqueza, prestigio o poder, incluso
cuando ello implique pasar por encima de los derechos de otros. Por ende, para
evitar el caos social se requiere de reglas e instituciones sólidas, así como
de un Estado fuerte que las respalde y que pueda fungir de mediador entre el
constante conflicto de intereses (Crespo Mendoza 2001). Uno de sus principales
exponentes es Thomas Hobbes, autor de la frase: «el hombre es un lobo para el
hombre», y de las ideas ampliamente difundidas en el derecho natural de que
cada quien debe velar por su propia supervivencia y seguridad, y que la
sumisión al Estado (Leviatán) es
ineludible para las personas en cualquier tipo de gobierno.
Antes
de continuar, conviene hacer un breve paréntesis para resaltar que las ideas de
Hobbes (1651) no solo suelen ubicarse en el realismo político. Su pensamiento
también debe situarse, e incluso en mayor medida, dentro del contractualismo.
Esta corriente filosófica, que surge en el siglo XVII y se desarrolla durante
la época de la Ilustración, buscaba explicar los fundamentos de las sociedades
y el Estado moderno. A grandes rasgos, lo que el contractualismo plantea es que
los seres humanos, al encontrarse en estado natural deciden hacer un pacto para
unirse y vivir juntos en sociedad. Para Hobbes, los seres humanos requieren una
organización artificial como el gobierno para poder vivir en sociedad, por lo
cual se convierte en un mal necesario para evitar una guerra global o un
escenario donde la fuerza y el fraude sean las virtudes cardinales.
Según
esta línea de pensamiento, en la naturaleza de los individuos hay tres causas
principales para la discordia: competencia, desconfianza y gloria. Debido a la
primera, se atacarían mutuamente para obtener determinados beneficios; la
segunda, se debería al deseo de conseguir seguridad; y la tercera, se buscaría
con el fin de ganar reputación. De acuerdo con Hobbes, a los seres humanos siempre
los moverían las pasiones, y éstos solo rechazarán el conflicto implícito en
tratar de conseguir algo ajeno cuando el miedo al daño sea superior al
beneficio que esperan obtener (por ejemplo, no robar por temor a ser
asesinado). Por ende, la única manera eficaz de contener esta naturaleza salvaje
y primitiva es por medio del poder soberano.
Tal
cuestión tiene una implicación fundamental en la concepción del comportamiento
humano en el ámbito social: las personas solo obedecen las normas o leyes
cuando hay un beneficio de por medio, ya sea que se trate de recibir
recompensas o evadir castigos. En otras palabras, el respeto hacia las reglas
de convivencia no es por convicción propia sino por mera conveniencia, pues su
cumplimiento se debería a la racionalidad y no a razones morales o éticas
(Crespo Mendoza 2001), de lo que se sigue que no es posible dominar
definitivamente esta tendencia natural, solo coartarla mediante recompensas al
comportamiento colaborativo (Iturralde Blanco 2015). Otra manera de contener el
estado de naturaleza sería con la vigilancia mutua, la cual surge de la
desconfianza entre los individuos, quienes «desconfían de los demás porque
conocen su propia inclinación a promover sus intereses por encima de lo que sea»
(Crespo Mendoza 2001, 44). A este razonamiento se apega la retórica de Hobbes
al preguntar a quienes poseen una visión más positiva de la humanidad: ¿por qué
entonces cierran con doble llave las puertas de sus casas? (Iturralde Blanco, 2015).
Otro
filósofo contractualista, John Locke (1689), diferiría con Hobbes respecto al
Estado natural, considerando que este no era tan negativo porque en el estado
natural se gozaba de cierta libertad y bienestar. En cuanto a su concepción del
contrato social, pensaba que la ciudadanía no cedía completamente sus derechos
naturales al monarca, sino que solo los prestaba para recibir a cambio ciertos
derechos civiles. Ante ello, el monarca tendría la obligación de contribuir a
la protección de la libertad y la propiedad privada de todos los individuos.
Más importante aún, su perspectiva resaltaba que el único principio válido de
legitimación de la sociedad y el poder político sería el consenso, el cual
representaba un pacto completamente libre y voluntario (Locke, 1689).
Posteriormente,
Jean Rousseau (1762) planteará la necesidad de que exista una forma de
asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común a las personas y sus
bienes. Él coincidirá con Hobbes en lo necesario de un contrato social a través
del cual cada quien puede conservar la libertad, entendida como la voluntad
individual de decidir y actuar entre todos, para así dejar de lado los deseos e
impulsos físicos en beneficio de la voluntad general. En cambio, diferirá con
él en cuanto a que el Estado se constituye como el vínculo racional derivado de
una obligación considerada válida y no como institución coactiva. El contrato
social equivaldría a la pérdida de ciertas características naturales (deseos
individuales) a cambio de ganar libertad social, pues al no ser los individuos
entes aislados y pertenecer a una colectividad, deben ceder y aceptar que la
vida en sociedad solo funciona al seguir las pautas de la voluntad general. Así
es como los individuos formarían parte de una ciudadanía, pues participan de la
autoridad soberana y que colectivamente llaman pueblo (Rousseau, 1762).
Otra
distinción es que, aunque en estado de naturaleza el ser humano tiende a buscar
su propia conservación y a evitar sobre todo cualquier clase de esfuerzo y
dolor, este no es un ser hostil ni ambicioso. Por ello, Rousseau (1762) señala
como principal error de Hobbes el atribuir tales características de la persona
en sociedad a la persona del estado de naturaleza. Finalmente, otra diferencia
entre los contractualistas es que la concepción de sociedad de Rousseau no es
tan individualista como las de sus predecesores, cuyas ideas suelen asociarse
más al pensamiento político liberal. Tampoco entendía a la sociedad como mero
conjunto o colección de individuos discretos unidos solamente por las leyes
impuestas por la autoridad. Por eso enfatizaba en la idea de que, así como la
voluntad general no equivale a la suma de las voluntades individuales, tampoco
el interés general era simplemente la agregación de los intereses individuales
(Arblaster 2002).
Regresando
al realismo, podría resumirse entonces a la corriente hobbesiana como una
perspectiva donde se plantea que la vida en sociedad dependerá siempre de un
Estado coercitivo y vigilante, dotado de la suficiente fortaleza para conciliar
los múltiples intereses particulares de individuos egoístas y desconfiados que
solo obedecen las leyes porque obtendrán determinados beneficios o evitarán
ciertas sanciones.
Otro
representante importante del realismo político es Hans Morgenthau (1960), para
quien la sociedad y su actuar político vienen determinados por una naturaleza
humana egoísta y racional, caracterizada por una búsqueda de bienestar que
orienta las acciones individuales y colectivas hacia la consecución de poder.
En la visión de este autor, los Estados compiten en un mundo de conflicto y
anarquía por la imposición de sus intereses y las propias perspectivas sobre
las de los demás. A nivel micro, su perspectiva entiende a la práctica política
como un ejercicio instrumentalista, es decir, como medio para alcanzar cierto fin,
lo que recuerda al tan conocido principio maquiavélico. Más concretamente,
Morgenthau (1960) la concibe como una lucha por obtener beneficios
particulares, y dentro de la cual considera incluso a las amenazas sobre el uso
de violencia como medida válida para hacer prevalecer los propios intereses.
Esto porque la señala como un elemento intrínseco de la política. Por último,
además de la supuesta necesidad humana de acumular más poder y de, por ende,
manifestar un apego invariable en el tiempo hacia él, otra premisa del realismo
que también adopta el autor es la evidente separación de los parámetros morales
y la política.
En
contraparte al realismo, el idealismo concibe a las personas como seres capaces
de superar los vicios y las limitaciones que entorpecen la vida social. Gracias
a este potencial de realización puede renunciar a su egoísmo y ambición. A
nivel colectivo, la superación de esas cuestiones podría darse a través de
diversas condiciones políticas y económicas que permitan formar una mejor sociedad,
donde haya justicia, libertad e igualdad plenas (Crespo Mendoza 2001). El
idealismo democrático inherente a la perspectiva participativa suele venir
acompañado de comunitarismo (aunque no necesariamente). Esta vertiente
establece que la solidaridad entre los individuos y las pautas culturales
conforman la identidad colectiva en la que están insertas las identidades
individuales (Maíz 2001), de tal forma que la principal virtud ciudadana reside
en la búsqueda del bien común, íntimamente ligada al respeto de las normas
compartidas (Cohen y Arato 2000). Según este supuesto la moralidad ciudadana no
tendría un carácter autónomo sino heterónomo, el cual depende, sobre todo, de
los valores que rigen la comunidad donde se habita.
Para
Vidal de la Rosa (2010), la confianza en las virtudes ciudadanas es un elemento
necesario de cualquier perspectiva optimista de democracia y, en gran parte por
ello, a menudo es considerada utópica o ilusoria. El idealismo democrático
supone que las personas están politizadas por naturaleza, de manera que siempre
buscarán informarse de los asuntos públicos e involucrarse en labores de
gobierno. Igualmente, supone que con el hecho de adoptar al republicanismo y
las instituciones democráticas «surgirá un ciudadano ejemplar, honesto en su
quehacer público, respetuoso de la ley, interesado por el bienestar social, no solo
en cuanto él mismo pueda verse beneficiado, sino a partir de un sentimiento
cívico de solidaridad hacia sus conciudadanos» (Crespo Mendoza 2001, 42).
Dentro
del idealismo existen varias vertientes, y no todas sugieren que el ser humano
sea naturalmente generoso, honesto y participativo en lo público. Por ejemplo,
un postulado de la democracia republicana define a la política como una actividad
comunicativa y transformadora de intereses conflictivos en intereses no
conflictivos que promueve el acuerdo racional en torno al bien común (Maíz
2001). Empero, la objeción de los realistas a cualquier versión de democracia
idealizada es, por un lado, que se trata de un escenario inalcanzable porque
requiere una transformación moral colectiva que históricamente nunca se ha
presentado; y, por el otro, que las instituciones democráticas constituyen una
evidencia de que las personas no son confiables pues, de ser así, ni siquiera
se necesitaría de las mismas (Crespo Mendoza 2001).
Uno
de los más fervientes críticos del idealismo democrático es Sartori (2007), quien defiende que los Estados actuales solo pueden
explicarse desde la teoría de la democracia liberal, y que el mecanismo de
selección de las personas más aptas y capaces es sin duda la mejor manera de elegir
representantes. Este autor defiende que el criterio de «igualdad aritmética» es
nocivo para la sociedad y que debe sustituirse por el criterio de «igualdad de
mérito», referente a las capacidades y los talentos, para generar así una
meritocracia electiva. Otros teóricos han ido incluso más allá al sentenciar
que la democracia solo es un ideal y que, en realidad, nunca ha existido un
gobierno de tales características. Es el caso de Dahl (2009), quien plantea que
a lo más que puede aspirarse es a la poliarquía, o sea un gobierno de muchos,
no de todos. Para él, la democracia solamente tiene utilidad como un sistema
hipotético que permite situar los distintos grados en que el gobierno es capaz
de satisfacer a toda la ciudadanía sin establecer diferencias políticas. De ahí
su planteamiento de que los gobiernos deben centrarse en aspirar a la
poliarquía, un sistema sustancialmente liberalizado y popularizado
(representativo) que esté francamente abierto al debate público.
También
desde el polo realista, Crespo Mendoza (2001) señala que la democracia
representativa es vista por los idealistas como deformación de la democracia
original y como el arrebato de las élites a la ciudadanía del derecho a
participar, sin contemplar las dificultades técnicas y políticas de implementar
la democracia directa en las sociedades contemporáneas masivas y complejas. En
su opinión, el idealismo trata de incitar a un mayor involucramiento político
sin pensar que la participación masiva corre el riesgo de inducir procesos
similares a los de una revolución, donde se destruyen las instituciones
vigentes para luego dar paso al periodo anárquico que generalmente antecede a
las formas de totalitarismo. Por ello, considera que la sola idea de idealismo
democrático es muy dañina para la sociedad porque provoca juicios severos
contra las instituciones y prácticas de la democracia real, lo que debilita su
legitimidad y respaldo popular.
Varios
de los razonamientos de Sartori, Dahl y Crespo sobre la teoría democrática son
convincentes. Incluso, algunos de sus argumentos al respecto parecerían
irrebatibles. No obstante, vale la pena reflexionar sobre los siguientes
aspectos:
I)
Se coincide con la afirmación de que con frecuencia los idealistas ven a la
democracia representativa como deformación de la democracia original, sin
contemplar las dificultades técnicas y políticas de la democracia directa. Con
todo, tal planteamiento es una generalización que no refleja el punto de vista
de todas las personas que se cargan más al lado participativo en el debate.
Como en tantos otros temas, el análisis suele plantearse en términos
dicotómicos por pragmatismo, facilidad didáctica, o debido a la dificultad
cognitiva y comunicativa de llevar el análisis a un terreno de escala graduada
entre dos polos. Incluso, aquí mismo se ha recurrido a esta clase de
reduccionismo. Pero de ahí a afirmar que el objeto de estudio en cuestión, en
este caso la democracia, sea de naturaleza binaria en lugar de continua, hay
una distancia enorme.
La
dialéctica continua entre el realismo, a menudo inherente a la perspectiva de
democracia elitista, y el idealismo que con frecuencia subyace a la propuesta
de democracia participativa, constituye, básicamente, un conflicto constante
entre quienes exigen un Estado liberal que gobierne lo menos posible (Estado
mínimo) y quienes demandan un Estado donde el gobierno esté en mayor medida en
manos de la ciudadanía (Bobbio 1989). Como lo expresa Dunn (2019, 61), pareciera
que hay dos grandes grupos de teorías democráticas: «unas ideológicamente
sombrías y las otras bastante ruidosamente utopistas». O, como Achen y Bartels
(2017) las llaman: una perspectiva realista de la democracia, por un lado, y un
enfoque popular de la misma, por el otro.
Para
quien escribe, las posturas intermedias estarán siempre más cercanas a la
realidad que las extremas. En este sentido, es bastante claro que tanto la
representación como la participación son fundamentales para la democracia y que
estas no son excluyentes sino complementarias. Dicho de otra manera, no se trata de sustituir la
representación por la participación, lo que se
dice es que la verdadera democratización del sistema político implica
complementar mecanismos de democracia representativa con el involucramiento
cotidiano de la ciudadanía (Ziccardi 2008). Como ha expresado Pindado (2014,
312) «la elección democrática de los representantes no agota, ni mucho menos,
las posibilidades de ejercer el derecho a la participación».
II)
En relación con el punto anterior, tanto Dahl (2009) como Sartori (2007) han
centrado sus cuestionamientos hacia la perspectiva idealista de la democracia;
plantean que la poliarquía o democracia liberal, respectivamente, son la mejor
alternativa para una sociedad. Sin embargo, sus propuestas de liberalización
del sistema político e igualdad de mérito solo abarcan aspectos
correspondientes a la representación política, menoscabando por completo el
tema de la participación ciudadana. Ese es justamente el mismo error que han
cometido los tecnócratas, pues al enfatizar en aspectos procedimentales al
tratar de resolver la crisis de eficacia democrática se han olvidado de atender
satisfactoriamente la crisis de legitimidad (Van Reybrouck 2017). Esto sin duda
ha contribuido al fortalecimiento de los populismos en distintas partes del
mundo.
III)
Sobre la existencia de las instituciones democráticas reguladoras como prueba
de que los seres humanos no son confiables, se cuestiona lo siguiente;
suponiendo que se aceptase tal premisa de Hobbes, ¿qué debe esperarse entonces
de las instituciones y gobiernos? ¿No están acaso formadas y dirigidas también
por personas? ¿En verdad sería coherente con este paradigma esperar que las
instituciones y gobiernos actúen siempre de forma honesta y buscando el bien
común? [5].
¿Por qué tener confianza en instituciones o gobiernos constituidos por las
mismas personas de los que se tiene tan pocas expectativas sobre su calidad
moral? En realidad, apegados a tales supuestos sería mucho más congruente
pensar que las instituciones o gobiernos pudieran comportarse en algún momento
de manera similar a las personas que las conforman y, por ende, convendría
efectuar mecanismos de vigilancia ciudadana para regular su desempeño. De ahí
que las instituciones de la democracia requieran a menudo de la participación
de la ciudadanía para un funcionamiento más adecuado. Ergo, el involucramiento
ciudadano en lo público es un tema esencial para cualquier sociedad democrática
contemporánea, aun cuando este tópico no siempre reciba la atención merecida.
IV)
Puede que Crespo Mendoza (2001) tenga razón en cuanto a que el idealismo espera
una transformación moral colectiva nunca dada, pero ¿quién dice que todos los
que creemos viable una mayor participación ciudadana tenemos tal expectativa?
En términos dicotómicos quizá fuera necesario elegir entre la instantánea
trasformación moral colectiva o una permanente apatía social, pero como ya se dijo,
existen alternativas intermedias que podrían dar mejores resultados que
suscribirse a las típicas posturas antitéticas. Sería ingenuo pensar que de
repente toda la población dejará de ser apática y participará de lleno en lo
público, pero ¿acaso no es posible que cada individuo de una sociedad pueda
simplemente involucrarse más de lo que lo hace? Una respuesta afirmativa a esta
cuestión implica, necesariamente, concebir a la participación como un continuo
en el que existen diversos grados o niveles de involucramiento.
Un
avance al respecto es la propuesta realizada por Lester Milbrath (1965), quien
plantea que en las democracias cualquier integrante interpreta un papel
importante (aún sin tener conciencia o intención de ello), y que éste puede
catalogarse en función de su grado de intervención política en: gladiadores (las
personas protagonistas y que conforman la minoría de una comunidad que en
verdad tiene la opción de dedicarse por completo a lo público); espectadores
(constituidos por la mayoría de las personas que acude a votar en cada proceso
electoral); o, apáticos (quienes se
abstienen de participar de cualquier manera). Para el autor, los tres roles son
necesarios y además están interrelacionados, ya que si alguno falta carecería
de sentido la existencia de los otros (Milbrath 1965).
Si
se cavila sobre lo anterior, la propuesta es valiosa en dos sentidos: primero,
porque muestra que tratar el involucramiento ciudadano como una cuestión
binaria (en términos de presencia/ausencia) es inadecuado porque en realidad
hay varios roles de ciudadanía a partir del grado de interés y de las
posibilidades de intervenir en las decisiones sobre lo público; y segundo,
porque elimina de tajo la aspiración ingenua o idealista de que haya
participación permanente. Aquí se coincide con Merino (2016) en que el símil
usado por Milbrath es acertado y refleja fielmente lo que ocurre en las
democracias contemporáneas, donde sería errado esperar que toda la ciudadanía
estuviese dispuesta a interpretar el mismo rol. Además, hasta en los casos de
quienes desean participar, la forma, intensidad, momento y dirección en que lo
hagan siempre variará de un individuo a otro (Merino 2016). Llevando más lejos
el razonamiento de este autor, incluso podría aseverarse que hasta la
participación de una misma persona podría variar en cuanto a la frecuencia e
intensidad en distintas circunstancias o contextos. Si bien es cierto que estas
ideas añaden cierta complejidad al tema, también es verdad que al considerarlas
en el análisis pueden llevar a una mayor comprensión del fenómeno.
Por
otra parte, lo planteado por Merino también es relevante porque resalta que en
las democracias no solo hay distintos tipos de ciudadanos, sino que la
diversidad también está presente en la manera en la que éstos deciden e
intentan (o no) involucrarse en lo público. Así como la expectativa de
ciudadanía total es utópica, «también es prácticamente imposible la
participación idéntica de todos los individuos que forman las sociedades de
nuestros días» (Merino 2016, 12). En palabras del que escribe: además de
diferentes participantes, existirían distintas participaciones.
Para
cerrar este apartado, es pertinente plantear que las expectativas individuales
y colectivas en cuanto al grado de involucramiento ciudadano necesario para que
exista un adecuado funcionamiento democrático en las sociedades, seguramente
estarán vinculadas a lo que se conciba como ciudadanía en determinada comunidad
política. Ahí es donde reside la relevancia de las particularidades inherentes
a cada modelo de ciudadanía, ya que según las características de la noción
predominante dentro de una sociedad, es que cabría esperar o no dados
comportamientos políticos.
El
término ciudadanía tiene
sus orígenes en la política griega y romana. Siglos después, en la época de
Santo Tomás de Aquino, comenzó a utilizarse con frecuencia para discernir entre
las acciones llevadas a cabo en el ámbito estatal y las realizadas en un
contexto eclesiástico (Canto 2010). Para la época contemporánea, Marshall
(1950) llevó a cabo una de las primeras sistematizaciones del concepto que, a
la postre, se convertiría en una de las más referenciadas en la literatura.
Según este autor, la ciudadanía estaría conformada por tres aspectos: lo civil,
lo político y lo social. El primer elemento se refiere a las libertades
individuales, el segundo al derecho a participar políticamente, y el tercero,
al derecho de alcanzar un bienestar económico y seguridad (Marshall 1950).
Se
suele decir que ciudadano es una persona que, al formar parte de un Estado,
posee ciertos derechos y deberes plasmados en la ley, con la cual se aspira a
proteger los primeros y vigilar los segundos. Desde el punto de vista jurídico,
la ciudadanía significó durante mucho tiempo la mera pertenencia a un Estado o
nacionalidad; su concepción como un status circunscrito por los derechos
civiles es bastante reciente (Habermas 1998). Con todo, la ciudadanía es un
término que va más allá de un estatus jurídico, es también un conjunto de
prácticas cotidianas de carácter cívico y cultural que derivan de procesos de
construcción social. La ciudadanía se forma a lo largo de la vida, pues
requiere «ciertos conocimientos, valores, habilidades y actitudes que le
permitan desarrollar un compromiso cívico para involucrarse en la esfera pública»
(INE 2014, 20).
Aunque
históricamente nunca se ha adoptado un modelo único de ciudadanía (Conde,
Gutiérrez y Chávez 2015), se coincide con la idea de que los tres principales
modelos para definir e interpretar son el liberal, el comunitarista y el
republicano (Adúriz y Ava 2006; Horrach 2009). Si bien hay quien clasifica a
estos modelos como republicano, liberal y democrático (Conde, Gutiérrez y
Chávez 2015; Peschard 2016), quien escribe se ha suscrito a la primera
categoría por considerarla más afín con la propia visión de ciudadanía.
Sin
duda, el modelo hegemónico actual es el liberal, que entiende a la libertad y
voluntad individual como los valores fundamentales de la ciudadanía. Se
fundamenta en las garantías individuales, el orden jurídico y la tolerancia (Conde,
Gutiérrez y Chávez 2015). Esta visión promueve la idea de ciudadanía como un
mero estatus dado por el Estado a las personas, y a éstas como seres que actúan
racionalmente según sus intereses (Adúriz y Ava 2006), lo cual suele atribuirse
a la influencia de la filosofía iusnaturalista, que concibe a la naturaleza
humana como agresiva, egoísta y autodestructiva; y del pensamiento utilitarista
anglosajón, que plantea la racionalidad y búsqueda del interés propio como
directrices de la conducta. Aquí, las consideraciones éticas o morales solo
tienen relevancia en el ámbito privado, dejan al Estado al margen de estas y
reducen la moral pública a la esfera legal. Por tanto, el pensamiento liberal
concibe a la ciudadanía como interventora en la vida pública pero solo para
proteger sus propios intereses, siendo su participación la inevitable
consecuencia de la comunidad de bienes (Robles Morales 2009).
Desde
este enfoque, la democracia y el liberalismo están vinculados porque solo la
primera es capaz de plasmar adecuadamente los ideales defendidos en el segundo.
De igual modo, se dice que solo en un Estado liberal es posible alcanzar las
condiciones requeridas para la democracia (Bobbio 1989). Así, se entiende a los
mecanismos de representación política como la mejor vía para defender las
preferencias e intereses ciudadanos y proteger sus derechos frente a posibles abusos
del gobierno, siendo el voto la herramienta política ideal para lograrlo
(Robles Morales 2009). Los elementos más característicos de este modelo son el
individualismo, es decir priorizar el bien individual sobre el bien común; y el
instrumentalismo, el cual concibe a los derechos políticos como simples medios
para alcanzar ciertos fines (Horrach 2009). Lo primero, porque, como plantea
Bobbio (1989, 16), «sin individualismo no hay liberalismo»; y lo segundo,
porque el modelo proviene de la tradición clásica epicúrea, hedonista, que
privilegia la búsqueda del placer y tiene como principio rector alcanzar el
mayor bien o el menor mal (Robles Morales 2009). En suma, se trata del modelo
más afín a la democracia representativa.
Una
de las críticas más frecuentes a este modelo es que promueve excesivamente el
individualismo. Ya desde mediados del siglo XIX, Alexis de Tocqueville denunciaba
los riesgos de la exclusiva preocupación de los intereses privados y de la
falta de compromiso hacia la vida pública. Para él, la tendencia individualista
a la búsqueda de bienes materiales aparta a las personas de la vida pública y
las retrae excesivamente a la vida privada. Para contrarrestar esta motivación,
se requiere una visión ilustrada del propio interés, o sea, no un enfoque
egoísta y utilitarista reducido a lo económico y que, ingenuamente, cree en la
autosuficiencia, sino otro que entienda que el interés particular se encuentra,
casi siempre, vinculado al interés general, y que las personas solo pueden
convertirse en ciudadanos mediante la comprensión de que el interés particular
va, inevitablemente, de la mano del interés colectivo (Tocqueville 2019). Una
cuestión que Bauman (2013, 41) resume con la frase: «el individuo es el enemigo
número uno del ciudadano».
Contrario
a la ciudadanía liberal, el comunitarismo pone a la comunidad y al bien común,
por encima del pluralismo y la libertad individual (Horrach 2009). Los
comunitaristas defienden que la tesis liberal es abstracta, atomista e
incoherente, señala que las personas de manera individual no son capaces de
hacer juicios morales sin un proceso de socialización donde obtienen la
identidad individual y colectiva, además de determinados conceptos y creencias
(Cohen y Arato 2000). Aquí los valores a perseguir no son la justicia o la
igualdad, sino aquellos principios determinados por el consenso grupal, lo que
implica una unión de base excluyente y tendencia hacia la unanimidad, tal y
como ocurre con el nacionalismo, donde las personas son absorbidas por la
comunidad de pertenencia y pudiendo perder con ello la posibilidad de
desarrollo autónomo particular (Horrach 2009). Así, aunque la ciudadanía
comunitaria renueva la importancia de lo social y la colectividad, también
conlleva el riesgo de absolutismo o el menoscabo de la libertad individual.
Por
último, la ciudadanía republicana constituye un modelo mixto que vincula al
individuo con la comunidad, pero sin alcanzar los extremos comunitaristas, y
promueve el desarrollo de los fines individuales, aunque sin rebasar el límite
de los bienes públicos o políticos (Habermas 1998; Horrach 2009). El
republicanismo ha tomado cada vez más fuerza en el debate contemporáneo sobre
la democracia debido al creciente alejamiento de sociólogos, filósofos y
politólogos de la perspectiva liberal (Robles Morales 2009). El pensamiento
republicano enfatiza los aspectos referentes a la cohesión social y, al mismo
tiempo, rescata las obligaciones del contrato liberal, como lo es, por ejemplo,
el acto de votar (Adúriz y Ava 2006). A través de la libertad denominada «positiva»,
en contraposición a la libertad «negativa» de la visión liberal (Cohen y Arato
2000), es que este enfoque pretende resolver la antinomia
liberalismo-comunitarismo.
En
ese sentido, el modelo republicano tiene como principio rector a la libertad
individual, pero, al mismo tiempo, enfatiza la búsqueda del bien público por
encima del interés particular (Conde, Gutiérrez y Chávez 2015). A su vez,
reconoce que la libertad difícilmente puede alcanzarse sin procurar también la
igualdad y la justicia; por ello, reivindica la importancia de la participación
ciudadana en la esfera política (Robles Morales 2009). La relevancia de este
enfoque o perspectiva es que asume la recurrente necesidad de empoderamiento
ciudadano en las sociedades democráticas (Cáceres Zapatero, Gaspar Brändle, y
Ruiz San-Román 2016). Esta podría ser la característica más interesante del
modelo, pues posibilita incentivar una ciudadanía activa, deliberativa y bien
informada, así como con la aspiración de involucrarse en la discusión de los asuntos
públicos para participar políticamente (Horrach 2009).
Como
plantea Monedero (2011), la transformación social requiere entender la tensión
dialéctica entre individuo y colectivo para utilizarla en favor de la libertad
y la justicia, y evitar los extremos que individualizan al máximo y diluyen los
vínculos sociales, o que colectivizan en nombre de la ciudadanía total y
eliminan de lleno la libertad individual. Esta mirada brinda una salida
adecuada a las consecuencias negativas de las dos posturas antitéticas, es
decir, a la rebaja de la ciudadanía a un simple electorado, por un lado, y a la
expectativa de ciudadanía total, por el otro. Limitando el análisis a elegir
entre dos caras de la misma moneda, solo hay un lado en el que la democracia es
reducida a procesos electorales, o sea, a un mecanismo administrativo, y otro
donde se idealiza y entiende a la participación directa como única vía de
trasformación social; un punto de vista donde la participación es un simple
instrumento procesual, y otro en el que se concibe como la única práctica
política capaz de intervenir en asuntos colectivos (Olvera 2009). En palabras
de Pindado (2004, 312): «no se trata solo de buscar canales de participación
directa para legitimar la acción de gobierno, en base a su apertura en aspectos
más o menos esenciales de sus políticas, dejando de lado la importancia de
mejorar el propio sistema representativo. Se trata de trabajar ambos ámbitos:
el de la calidad de la representación política y el de la calidad de la
participación directa en procesos concretos alrededor de políticas concretas».
La
ciudadanía republicana plantea un modelo que no se cierra ni a la
representación ni a la participación como ejercicios democráticos. Constituye
una alternativa que va más allá de lo procedimental, pues no aspira solo a
educar a las personas para que entiendan mecanismos institucionales ni tampoco
cae en la visión idealizada y totalizadora de los comunitaristas. Además, es
compatible tanto con el involucramiento ciudadano individual como con el
colectivo, porque asume que, en ocasiones, la vía representativa es, por sí
misma, insuficiente para el desarrollo democrático y la mejora de las
condiciones generales de vida (Figura 1). Es una perspectiva que reconoce la
necesidad del empoderamiento ciudadano, es decir la capacidad de cada persona o
grupo para ganar más poder y ejercerlo, directamente, sin tener que delegarlo (Cáceres
Zapatero, Gaspar Brändle, y Ruiz San-Román 2016). Aunque tal poder se
correspondería más con la visión arendtiana, o sea como un producto colectivo que
se busca para generar condiciones que permitan solucionar problemas
compartidos; actuar políticamente en el espacio público con el fin de
expresarse en la vida común y así lograr existir (Arendt 2009).
En
síntesis, el modelo de ciudadanía republicana, en comparación con la liberal y
la comunitarista, permite la búsqueda de una ciudanía integral, la cual
implicaría: a) reconocer que la política es un asunto relevante para toda la
ciudadanía y que se practica en los distintos ámbitos de la convivencia; b)
involucrarse en la solución de problemas de la vida colectiva; c) aplicar
permanentemente los valores democráticos y las responsabilidades ciudadanas; y,
d) ser consciente de la responsabilidad compartida para hacer del mundo un mejor
lugar (Conde, Gutiérrez y Chávez 2015).
Figura
1. Tipos de ciudadanía según el
nivel de involucramiento y la tendencia en valores y actitudes.
Fuente: Elaboración propia.
En este artículo se ha reflexionado sobre diversos modelos
de ciudadanía y la vinculación de estos con distintas corrientes de la
filosófica política. El fin de este era argumentar sobre las ventajas de
adoptar la perspectiva de ciudadanía republicana en las sociedades democráticas
occidentales actuales, y respecto a cuáles serían sus implicaciones en la
participación ciudadana, tanto en su concepción teórica como su praxis. Coincidiendo
con la afirmación de que el equilibro entre la capacidad de decisión del
gobierno y el involucramiento de la ciudadanía en asuntos públicos es el
principal reto para la consolidación de una democracia (Merino Huerta, 2016), aquí se ha
suscrito la postura de que el ejercicio ciudadano no debería restringirse a la
elección de los gobernantes, sino que además tendría que contemplar aspectos
como la generación de alternativas ante los desafíos de la vida colectiva, el
mejoramiento de las condiciones de vida o la transformación de las estructuras
sociales injustas o de dominación (Conde, Gutiérrez y Chávez 2015; Sousa Santos
2004; Ziccardi 2008).
La participación ciudadana, sea formal o informal, es una
herramienta indispensable para generar procesos de cambio social. Que la
ciudadanía se involucre en lo público y que pueda participar en la toma de
decisiones es la mejor manera de moderar y controlar el poder de los políticos
para que la sociedad se haga escuchar (Serrano Rodríguez 2015), lo cual
contribuye al fortalecimiento del Estado y de las prácticas sociales y, en
consecuencia, a la formación de sociedades más inclusivas (Gaventa y Barrett
2010). Por ello, es necesario contar con modelos como la ciudadanía republicana
que permitan explicar de forma auténtica el comportamiento político individual
y grupal, y que a la vez reconozcan la importancia de promover un rol activo de
la misma en los asuntos colectivos. Que impliquen una concepción más integral de lo que es la ciudadanía, donde esta
no se reduzca a la figura de elector, pero tampoco exija al individuo un
comportamiento acorde al del ciudadano total. Que valore tanto la participación
ciudadana institucionalizada como la no institucionalizada, y que no minimice los
retos que actualmente enfrentan las democracias occidentales contemporáneas
donde existe una clara tendencia a la liberalización.
Dicho proceso ha provocado que cada vez más asuntos sean
delegados a la propia ciudadanía, y esta, a su vez, tiene que involucrarse con
mayor medida en las dinámicas del sector privado. En esta época en la que todo
parece ir más de prisa, resulta difícil imaginar que las personas, además de
atender sus propios intereses, quieran y puedan preocuparse también por lo
público, aún a sabiendas de su importancia. A un sector importante de la
ciudadanía ni siquiera le interesa participar, ya sea por apatía política o
porque piensan que para eso se le paga a los políticos. A otra parte de ella,
aunque quisiera involucrarse más no puede hacerlo porque, como bien ha
planteado Elster (1989, 27), la participación requiere de «capacidad para tomar
parte del tiempo dedicado directamente a actividades productivas, pero eso es
exactamente lo que no puede permitirse el trabajador o el campesino empobrecido».
En cualquier caso, se hace evidente la necesidad de contar con mecanismos de
representación política, sobre todo porque pareciera que, en la actualidad, las
sociedades occidentales constituyen terrenos más fecundos para el desarrollo de
la ciudadanía liberal que para el de la ciudadanía republicana.
Esto no debe amedrentar la intención de promover modelos
alternativos que permitan construir otras formas de ciudadanía, que no se
circunscriban a mecanismos representativos o dispositivos de participación
formal, y que, además, reconozcan la importancia de actuar políticamente, tanto
a nivel individual como colectivo. Como lo ha expresado Tapia (2021, 60), los
retos sociales actuales resultan de tal envergadura que requieren,
ineludiblemente, de la acción colectiva, pues cuestiones como «el cambio
climático, el agotamiento de los recursos naturales y los derechos de sectores
sociales denominados como minorías constituyen algunos de los puntos relevantes
en la agenda global», que si se abordan con una visión política tradicional «no
contarán con los elementos necesarios para ser solventados». En palabras de
Bauman (2007, 165-66): «el futuro de la democracia y la libertad solo puede ser
asegurado a escala planetaria».
Puede que como individuos resulte incómodo conceder cierto
espacio de la esfera privada para dedicar parte de ese tiempo a la esfera
pública. Pero solo al recordar que parte importante de las problemáticas
sociales, políticas, económicas y medioambientales que afectan a las sociedades
de hoy en día están ligadas a lo que las personas hacen o dejan de hacer, tanto
en el sentido más amplio –como personas miembros de una aldea global– como en
el más estrecho –como integrantes de una comunidad política en particular–,
habrá alguna oportunidad de hacerse cargo de lo que corresponda. En este
sentido, el modelo de ciudadanía republicana constituye sin duda una de las
mejores alternativas.
Apoyo financiero: El presente artículo deriva de una investigación documental
que formó parte de la realización de la tesis doctoral del autor, la cual fue
financiada a partir de una beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología
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[1] Tal precisión es importante, pues como plantea Arblaster (2002), en su momento el Partido Nazi contó con la mayoría del voto popular alemán (43.9 %; casi el mismo porcentaje alcanzado por el partido británico conservador y Margaret Thatcher en 1983 y 1987), y pocos se atreverían a describir al Tercer Reich como una democracia.
[2] Aunque Andrade (2008) señala que, siendo rigorosos, incluso la democracia de esa época tampoco sería directa sino representativa, puesto que asumía que los ciudadanos representaban la voluntad de toda la polis.
[3] Tanto en su vertiente de liberalismo económico como de liberalismo político, y que como bien apunta Sader (2004, 565), reaparecieron juntos “bajo la égida del neoliberalismo”.
[4] De ahí que autores como Osorio (2004) la denominen también como democracia ética o sustantiva.
[5] Dunn (2019) recuerda que una objeción similar a esta línea de pensamiento fue realizada por Locke en Two Treatises of Government, ed. de Peter Laslett, 2ed., Cambridge University Press, 1967.