Percepciones y valoraciones de la implementación del modelo de comunidad terapéutica en centros de orientación juvenil en Costa Rica

Perceptions and evaluations of the implementation of the therapeutic community model in youth orientation centers in Costa Rica
 
María José Masís Méndez

Escuela de Psicología,

Universidad de Costa Rica, Costa Rica

maria.masis@ucr.ac.cr

https://orcid.org/0009-0003-0393-524X

 

Fecha de recepción: 2 de marzo del 2023

Fecha de aceptación: 25 de julio del 2023

 

Cómo citar:

Masís Méndez, María José. 2024. Percepciones y valoraciones de la implementación del modelo de comunidad terapéutica en centros de orientación juvenil en Costa Rica. Revista Reflexiones. 103 (2). DOI 10.15517/rr.v103i1.54361

 

Resumen

 

Introducción: se parte de la criminología crítica y de la sociología jurídico penal como posturas epistémicas para comprender cómo se da la creación, la implementación y el posterior debilitamiento del modelo de comunidad terapéutica en recintos juveniles en Costa Rica.

Objetivo: concretamente, se analizan algunas potencialidades y limitaciones de la puesta en marcha del modelo de comunidad terapéutica y de la práctica psicológica a tenor de la Ley Orgánica de la Jurisdicción Tutelar de Menores (LOJTM) y de la Ley de Justicia Penal Juvenil (LJPJ).

Método: la perspectiva metodológica cualitativa nutre esta investigación, y el material de análisis parte de entrevistas semiestructuradas a informantes clave (profesionales en psicología) y de revisión documental.

Resultados: del análisis surge que el modelo de comunidad terapéutica se implementó de forma diferenciada en recintos juveniles. Su puesta en marcha se debilitó debido a cambios sociales, políticos y económicos que se gestaron a partir de los años ochenta y en los años siguientes, los cuales impactaron negativamente el trabajo que se realizaba con menores infractores de la ley. Además, al contrastar el quehacer psicológico en el marco de la LOJTM y la LJPJ, se evidencia la relación compleja que ha prevalecido entre el criterio jurídico y el psicosocial en estos recintos.

Conclusiones: los márgenes de actuación para profesionales en psicología se han reducido con el paso de los años, desde la perspectiva de las personas entrevistadas, esto delimita y en ocasiones limita el trabajo. En tanto, se percibe que hay una tendencia hacia la judicialización de la atención psicológica en estos recintos.

Palabras clave: Sistema penal, Prisión juvenil, Profesionales en psicología, Modelo de comunidad terapéutica, Criminología Crítica.

 

Abstract

 

Introduction: It starts from critical criminology and criminal legal sociology as epistemic positions to understand how the creation, implementation, and subsequent weakening of the therapeutic community model in youth facilities in Costa Rica.

Objective: Specifically, some potentialities and limitations of the implementation of the therapeutic community model and psychological practice are analyzed in accordance with the Organic Law of the Jurisdiction of Minors (LOJTM) and the Juvenile Criminal Justice Law (LJPJ).

Method: The qualitative methodological perspective feeds this research and the analysis material is based on semi-structured interviews with key informants (psychology professionals) and documentary review.

Results: From the analysis it emerges that the therapeutic community model was implemented in a differentiated way in youth centers. Its implementation was weakened due to social, political and economic changes that began in the eighties and in the following years, which had a negative impact on the work carried out with juvenile offenders. In addition, when contrasting the psychological work within the framework of the LOJTM and the LJPJ, the complex relationship that has prevailed between the legal and psychosocial criteria in these venues is evident.

Conclusions: The margins of action for professionals in psychology have been reduced over the years, from the perspective of the people interviewed, this delimits and sometimes limits the work. While it is perceived that there is a tendency towards the judicialization of psychological care in these facilities.

Keywords: Penal system, Juvenile prisons, Professionals in psychology, Therapeutic community model, Critical Criminology.

 

 

 

 

 

 

 

 

Introducción

 

Este artículo presenta, en un primer momento, el estado de la cuestión en torno a la creación e implementación del modelo de comunidad terapéutica en recintos juveniles en Costa Rica a tenor de la Ley Orgánica de la Jurisdicción Tutelar de Menores (LOJTM[1]). Se enfatiza que, pese a contar con una ley sesgada, a partir de 1978 se realizan múltiples esfuerzos desde el Ministerio de Justicia por incidir de manera positiva en el egreso exitoso de personas jóvenes en conflicto con la ley. Esto fue posible gracias al vínculo e intercambio profesional entre profesionales en psicología y psicoanalistas provenientes de Chile y Argentina con personal penitenciario de Costa Rica.

En un segundo momento, vuelve la mirada a diversos cambios sociales, políticos y económicos que se gestaron a partir de los años ochenta y en los años siguientes, los cuales debilitaron la sostenibilidad de este modelo de abordaje que, a todas luces, mostraba sus efectos positivos. El paso de un modelo de Estado a otro, de uno solidario a otro de corte neoliberal, impactó al sistema penitenciario en general y, de manera específica, a los programas de atención institucional de menores. De manera que deja de considerarse prioritario el fortalecimiento de modelos de atención inspirados en la filosofía humanista y el discurso punitivo toma fuerza a partir de 1994.

Este giro punitivo resulta relevante con la promulgación de la Ley de Justicia Penal Juvenil (LJPJ[2]) en 1996, que, si bien es cierto, constituye un hito en términos de garantías para esta población, en tanto pone el acento en el fin socioeducativo que debiera alcanzarse con la imposición de una pena privativa de libertad. También lo anterior revela una contracara negativa, ya que será a partir de este momento que el modelo de atención carcelaria tenderá a la judicialización.

De esta manera, el artículo muestra la relación compleja que ha prevalecido entre el criterio psicológico y el jurídico en estos recintos y ciertas disputas en torno a lo que debe primar en la atención a la población penal juvenil. Si con la LOJTM se priorizaba el criterio psicológico en la atención a personas menores infractoras de la ley, con la LJPJ prevalece el criterio jurídico. Se vuelve la mirada, de esta manera, a un tema que no había sido explorado con anterioridad en nuestro país y cuya relevancia radica en contribuir a la comprensión de algunos avances y retrocesos en la atención carcelaria de jóvenes en conflicto. Esto se hace desde la criminología crítica y la sociología del control penal.

Ambos saberes toman distancia de discursos que sostienen que la cárcel posibilita la rehabilitación, la reeducación y la resocialización y evidencian más bien que opera en sentido contrario. Esa distancia entre el discurso y lo que acontece en estos recintos ha develado que coexisten tanto una cárcel legal (plano del deber ser) como una cárcel real (plano del ser). Es por ello que resulta pertinente contemplar ambos planos de análisis (marco normativo y percepciones y valoraciones del personal de psicología) con miras a la comprensión del tema en estudio.

Precisamente por lo anterior, se optó por un enfoque metodológico cualitativo que, apuesta por la comprensión tanto de sentidos como de procesos, partiendo de su especificidad (Banister, Burman, Parker, Taylor y Tindall 2004). En ese sentido, se hizo revisión de material documental (informes, leyes, entre otros) y se realizaron entrevistas semiestructuradas a profesionales en psicología que ocuparon puestos claves como profesionales de base y/o personas que dirigieron cárceles juveniles, o el Programa Nacional de Atención a la Población Penal Juvenil (PNAPPJ), o la Jefatura Nacional de Psicología en el período comprendido entre 1980-2021. De manera que los alcances de esta investigación son tanto descriptivos como analíticos. Finalmente, para garantizar el anonimato y confidencialidad de la información recopilada, la investigadora optó por asignar un número a cada entrevista en función del orden en que ésta se realizó (Entrevista 1, Entrevista 2, Entrevista 3, etcétera).

           

 

Desarrollo

 

Programa de tratamiento para menores infractores: experiencia Patarrá

            Entre 1963 y 1996 rigió en Costa Rica la Ley Orgánica de la Jurisdicción Tutelar de Menores (LOJTM) No. 3260 de 21 de diciembre de 1963 (Masís 2019). Esta ley se nutrió de la Doctrina de la Situación Irregular inspirada en el modelo aplicado en Illinois en 1899 (Tiffer 1997), y tendía a «castigar la pobreza antes que lo propiamente delictivo» (Burgos 2006, 164). Doctrina que reconocía a la persona menor de edad «[como] un ser incompleto, inadaptado y que requiere de ayuda para su reincorporación en la sociedad» (Tiffer 1997, 90). Ley que, como se aprecia, intervino dos tipos de población: una que cometía delitos y otra que se encontraba en riesgo social.

            Esta ley como se aprecia resulta sesgada y esto motivará su derogación en 1996. Pero, conviene señalar que desde mayo de 1978 se detectan múltiples esfuerzos de la mano de la Ministra de Justicia Elizabeth Odio Benito y en el mandato de Rodrigo Carazo Odio por «mejorar la condición y el tratamiento de los internos, construir nuevas unidades de admisión y prescindir de los deteriorados e infrahumanos centros de detención» (Bedoya 2022, xiii). A esto se suman propuestas legislativas que redujeron la cantidad de personas reclusas y el tema de menores infractores se posiciona como uno de orden prioritario.

            Elizabeth Odio Benito solicitó a su asesora, Tatiana Facio Fernández, elaborar «un análisis teórico y práctico de la labor realizada hasta ese momento por el Ministerio en materia de menores infractores» (Facio, Lavintman y Domínguez 1981, 9), y esta última detectó que «los programas de tratamiento y rehabilitación eran sumamente imprecisos; dependían y variaban según la orientación o corriente psicológica de las personas que asumían la dirección del Centro. No existía una línea directriz ni objetivos claros y específicos que condujeran al menor a una reinserción social en la comunidad a la que pertenecía» (Facio, Lavintman y Domínguez 1981, 9).

            Ante este vacío, el Ministerio de Justicia solicitó a la psicóloga y psicoanalista chilena, Pilar Errázuriz[3], elaborar un programa de tratamiento para menores infractores debido a su expertise. Este programa se construyó partiendo de la revisión de expedientes, del contacto con la población beneficiaria y de la discusión teórica. Juan Carlos Domínguez Lostaló y Susana Lavintman Weinstein, psicólogos y psicoanalistas argentinos, lideraron la experiencia Patarrá[4],  que permitió la puesta en marcha de este programa de tratamiento que se desplegó junto a personal técnico de Costa Rica, Lucrecia Sancho, Diana Ávila, Rolando Ramírez y el personal de vigilancia (Facio, Lavintman y Domínguez 1981).

            Una condición indispensable de la experiencia Patarrá fue que el personal seleccionado sintonizara en el plano teórico-ideológico (psicoanálisis, marxismo, criminología crítica, antipsiquiatría, comunidad terapéutica, entre otros), en lo metodológico (reuniones de comunidad, trabajo grupal y trabajo individual), pero también en cuanto a cualidades humanas (Facio, Lavintman y Domínguez 1981).

            Una de las personas entrevistadas comentó que la experiencia Patarrá se nutrió del modelo de comunidad terapéutica y que dicho modelo «se diseñó para intervenir en hospitales psiquiátricos para transformar totalmente la dinámica de atención de los enfermos mentales de esa época, entregándoles el protagonismo y dejando abandonada la tendencia de cosificar y estigmatizar al enfermo mental como alguien sin capacidad para pensar u opinar del servicio que se le brinda» (Entrevista 7, 21 de marzo del 2022).

            Este cambio conlleva reconocer al otro en un más allá de una etiqueta «enfermo mental» o «infractor de la ley». Posibilita, a la vez, zarandear esas etiquetas y cuestionar ¿qué es la locura?, ¿qué es el delito?, ¿quién o quiénes definen lo anterior?, ¿será que todas las personas tienen las mismas chances de ingresar a estos recintos?, ¿para qué sirve el encierro psiquiátrico y carcelario?, ¿qué función desempeña el personal profesional en estos espacios?, ¿al servicio de quién o quiénes se pone a disposición los saberes y herramientas disciplinares?

            Entre los objetivos explícitos del tratamiento penitenciario destacan la rehabilitación, la resocialización y la reeducación (Brenes 1987). Pero ¿cuáles son sus fines implícitos? García-Borés (1995, 99) sostiene que la terapéutica en el contexto carcelario se caracteriza por el binomio «punitivo/gratificante». Partiendo de esta premisa, propone que el tratamiento penitenciario intenta incidir en dos niveles. El primero, con actividades poco relevantes y, el segundo, valorar a la población con el objetivo de precisar si les corresponden castigos o privilegios.

            Es por ello que las personas privadas de libertad son evaluadas con cierta regularidad, con miras a la toma de decisión (García-Borés 1995). Este autor sostiene que el tratamiento penitenciario, al fin y al cabo, apunta a garantizar una «cárcel quieta», y una cárcel quieta solo es posible mediante la dominación y la sujeción de las personas detenidas (García-Borés 1993 citado en García Borés 1995, 111). Por lo mencionado anteriormente, parte del personal entrevistado consideró que esas instituciones (cárcel y psiquiátrico) operan en sentido contrario al propuesto «La cárcel lo que hace es avasallar el “yo”, dirían en psicoanálisis, y eso lo que provoca no es más que el deterioro de la salud mental. Este modelo [de comunidad terapéutica] pretendía lo contrario o sea entregándoles el protagonismo a los jóvenes entonces se contribuye a dignificar ese “yo” y a darles un poder de decisión, mejorar la autoestima, la autovaloración como clave» (Entrevista 7, 21 de marzo del 2022).

            De manera que en el modelo de abordaje que se desplegó en la experiencia Patarrá se puso énfasis en el fortalecimiento de la autoestima, de la autonomía, de habilidades y destrezas (personales, sociales y comunitarias). Aunado a la inclusión del joven y de su red de apoyo como piezas clave en el tratamiento con miras a un egreso exitoso.

            Todo esto provocó resultados favorables, lo que condujo a la implementación de este modelo en los Centros de Orientación Juvenil[5] de Costa Rica, tanto el Luis Felipe González Flores, que atendía a hombres menores de edad, como el Amparo de Zeledón, a mujeres menores de edad, en conflicto con la ley. Seguidamente, se ampliará en torno al despliegue particular de este modelo en cada centro penal.

 

Modelo de comunidad terapéutica en el Centro de Orientación Juvenil Luis Felipe González Flores

            El Centro de Orientación Juvenil Luis Felipe González Flores atendía a hombres menores de edad en conflicto con la ley. La atención que primaba en este centro era asistencialista, individual y tenía una deriva evaluativa en mayor grado (Entrevista 7, datos inéditos). Por lo anterior y reconociendo el impacto favorable de la experiencia Patarrá, se implementó el modelo de comunidad terapéutica a partir de 1980.

            El equipo técnico que laborara en este centro tenía claro que la cárcel no era la solución, pero tampoco iba a desaparecer. Por lo anterior, «era mejor tener a los psicólogos críticos atendiendo a la población, que teniendo psicólogos convencidos de que estaban curando a los chiquitos» (Entrevista 7).

            Esto plantea una diferencia en el rol asignado al personal de psicología ¿atienden a la población? o ¿curan a la población del germen del delito? Lo primero implica acompañar la estancia de las personas jóvenes, al tiempo que se favorecen posibilidades para su crecimiento personal y social. Lo segundo, apuesta por el despliegue de técnicas y saberes que posibilitan la detención de la conducta delictiva, como si esta fuera producto exclusivamente de la responsabilidad individual. Reconociendo esas diferencias, todas las intervenciones se dirigieron entonces a evitar mayor deterioro porque se reconocía que «la cárcel era una consecuencia más de una agresión social estructurada» (Entrevista 7, datos inéditos).

            Pero ¿cómo fue concebido el modelo de comunidad terapéutica en el Centro de Orientación Juvenil Luis Felipe González Flores? El modelo de comunidad terapéutica priorizó la atención grupal (90%) sobre la atención individual (10%) y el protagonismo de los jóvenes frente a los servicios que recibían, tal como se aprecia en la siguiente cita: «parte del efecto terapéutico era protagonizar a los muchachos para que se sintieran tomados en cuenta, valorados en su palabra y en su actuación, y ser más bien los técnicos facilitadores de esos niveles de participación» (Entrevista 7, datos inéditos).

            Estos niveles de participación incluían la toma de decisión en aspectos vinculados a la institución, a la organización entre ellos, a su tratamiento, entre otros. Un ejemplo de lo anterior lo constituyó la creación de un Comité de Representantes que hacía eco de los sentires, demandas y propuestas de la población hacia la institución. Este comité estaba integrado por un joven representante de cada una de las siete casas que componían el centro penal. Cada casa era asistida por un vigilante y dos personas profesionales (una mujer y un hombre) (Brenes y Delgado 1982).

            Esta díada (profesional hombre-profesional mujer) era concebida como una versión mejorada de la díada primigenia (padre-madre) y apostaba por favorecer una identificación positiva para «desarrollar, sobre este modelo, vínculos adecuados con las personas, las cosas y el entorno» (Facio, Lavintman y Domínguez 1981, 16). Diversas críticas surgieron al rememorar esa díada heteronormativa como pilar terapéutico tanto del personal que estuvo laborando en esa época como de quienes se sumaron posteriormente.

            Lo anterior, para algunas personas entrevistadas, pudo haber sido un punto ciego en la comprensión del rol profesional, «mis compañeros decían que los chiquillos siempre decían mi mama y mi tata» y los jóvenes no estaban equivocados al nominar al personal de esa manera en tanto se promovía ese tipo de identificaciones (Entrevista 2, datos inéditos). Otro entrevistado mencionó que en un inicio era «muy ortodoxa» y «concreta» la manera en que se concebía el vínculo (Entrevista 7, datos inéditos). Posteriormente, dejó de serlo.

            Para echar a andar este modelo de abordaje se capacitó al personal y se acompañó en su puesta en marcha. «Edith Pérez psicoanalista de una amplísima trayectoria, venía y supervisaba con el equipo una vez a la semana y supervisaba todo: el manejo, las vivencias, transferencia, contratransferencia, erotización. Todo lo que estuviera pasando y eso fortalecía la capacidad técnica de nosotros» (Entrevista 7, datos inéditos). Estas supervisiones incluían al personal de vigilancia y esto permitió que fueran «un continente afectivo para los muchachos» (Entrevista 1, datos inéditos).

            Adicionalmente, se empezaron a desarrollar reuniones mensuales en las que se analizaba la institución como un todo (Brenes y Delgado 1982). Lo anterior permitió detectar, de manera oportuna, emergentes para actuar, «empezamos a entender que cuando los chiquillos andaban muy inquietos, agrediéndonos a nosotras verbalmente o así, mirá es que ya viene el Día de la Madre o no mirá es que ya viene Navidad» (Entrevista 6, datos inéditos). Todo esto favoreció la capacidad de intervención del personal de psicología y de otras áreas.

            Durante el período que estuvo vigente este modelo de abordaje se redujeron a cero las autoagresiones, los incidentes violentos entre jóvenes y hacia el personal. De manera que fue un modelo que incidió en la dinámica institucional, lo que favoreció la convivencia pacífica e hizo contrapeso a la degradación que conlleva el encierro en recintos como este. Todo lo anterior, mencionó un entrevistado, constituían «variables muy claras que ponían en evidencia que el modelo provocaba maravillosos resultados» (Entrevista 7, datos inéditos).

            Lo anterior podría hacer creer que se sostuvo su implementación en ese centro penal y que se emuló en otros espacios carcelarios a raíz de los efectos positivos que produjo. Pero, como se verá más adelante, esto no fue posible a la luz de diversas condiciones contextuales que dificultaron su sostenimiento.

 

Debilitamiento del modelo de comunidad terapéutica en el Centro de Orientación Juvenil Luis Felipe González Flores

            Para un sector de la administración penitenciaria resultaba incómodo e inadecuado la implementación del modelo de comunidad terapéutica. Conviene tener presente que hubo múltiples prejuicios por parte de personal penitenciario que laboraba en cárceles de adultos, «yo escuché una frase, que en menores varones los marxistas se habían apoderado del centro, como si el asunto fuera un tema digamos de adoctrinamiento» (Entrevista 7, datos inéditos). Sin lugar a duda, se había gestado un choque ideológico entre el modelo anterior y este otro, en tanto zarandeaba el fin último de la cárcel y evidenciaba la discrepancia existente entre el objetivo explícito y el objetivo implícito que se atribuye ¿cura la delincuencia o favorece más bien el anquilosamiento del rol delincuente? Razón por la cual, «dependiendo de quién tuviera el poder en la Dirección General [de Adaptación Social] tuvimos años más difíciles que otros» (Entrevista 7, datos inéditos).

            En contraposición a esta valoración negativa, el Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente (ILANUD) propuso replicar el modelo de comunidad terapéutica en otros países de Latinoamérica en tanto reconocía su impacto favorable en la atención de menores infractores. Esta iniciativa no prosperó, ya que junto a los prejuicios también se empezó a desplegar otra estrategia desde la administración penitenciaria para desarticular el trabajo tan prometedor que se desarrollaba en el Centro de Orientación Juvenil Luis Felipe González Flores, como lo fue «el robo de personal» (Entrevista 7, datos inéditos).

            Cuando se consultó sobre lo anterior, una de las personas entrevistadas mencionó que de un momento a otro aparecía una orden de traslado de una persona profesional del Centro de Orientación Juvenil Luis Felipe Gonzáles a otro, y para sustituirla enviaban personal que no contaba con experiencia y sensibilidad para el trabajo con menores infractores. El personal que llegaba presentaba signos de agotamiento, desgaste y no contaban con sensibilidad para el trabajo en el sistema penitenciario.

            Todo esto se volvió caldo de cultivo para el debilitamiento de este modelo de tratamiento y se retomará posteriormente. Pero, antes, se hará mención de la implementación del modelo de comunidad terapéutica en el Centro de Orientación Juvenil Amparo de Zeledón. Esto permitirá comprender el despliegue diferenciado en ambos centros penales juveniles.

 

Modelo de comunidad terapéutica en el Centro de Orientación Juvenil Amparo de Zeledón

               Conviene tener presente que, en el período comprendido entre 1927 y 1958, las religiosas de la Congregación El Buen Pastor se hicieron cargo de manera exclusiva de la atención de jóvenes infractoras de la ley del Centro Correccional de Menores Corazón de María, que posteriormente se denominó Centro de Orientación Juvenil Amparo de Zeledón (Córdoba 1982; Ministerio de Justicia y Gracia 1995).

               Como se aprecia por un período de 31 años, el gobierno no intervino en la política institucional y se limitó a brindar apoyo económico en lo que respecta a mujeres jóvenes menores de edad. A partir de 1958, el espacio de intervención será compartido entre las religiosas y el personal técnico. Pero es hasta 1962 con la promulgación de la Ley Orgánica del Consejo Superior de Defensa Social que el gobierno por primera vez se pronuncia en esta materia (Ministerio de Gobernación y Justicia 1978).

               Una entrevistada mencionó que, en 1984, el Centro de Orientación Juvenil Amparo de Zeledón estaba organizado en casas, y a las jóvenes se les agrupaba partiendo de «características de personalidad, se definían por perfiles entonces muy estigmatizantes, por cierto. Las muchachas más fuertes, de más delitos, las más violentas estaban en una sección con una monja a cargo y con dos vigilantes mujeres. Todas formaban el equipo junto con una profesional del equipo técnico, sea psicóloga, trabajadora social» (Entrevista 1, datos inéditos). A este equipo se llamaba equipo de hogar, integrado como se aprecia por personal técnico, religioso y vigilantes (Córdoba 1982).

               Así como se hacían estas separaciones, también se mezclaba población que no había cometido infracción a la ley con quienes sí lo habían hecho, y esto produjo conflictos convivenciales, pero también mayor vulnerabilización porque «las muchachas sin arraigo, adolescentes, con unas grandes falencias en su formación personal, en su proceso de adquisición de identidad, etcétera, se afiliaban muy fácilmente con los comportamientos de las muchachas que ya tenían mayor recorrido, estas muchachas que estaban en riesgo social salían y fácilmente ya volvían a entrar, pero por infracción de la ley» (Entrevista 1, datos inéditos).

               Lo anterior será talón de Aquiles de la LOJTM, así como la indefinición del mínimo de edad para el ingreso a centros de orientación juvenil «lo cual es una lamentable falla, pues esto faculta a los Jueces Tutelares para internar a niñas aun siendo no adolescentes» (Ministerio de Gobernación y Justicia, abril 1978). Esta situación acontecía también en el Centro de Orientación Luis Felipe González Flores con menores varones.

               De manera que la diferencia radical en lo que atañe a la implementación del modelo de comunidad terapéutica en ambos centros de orientación fue la injerencia de personal religioso en el Centro de Orientación Amparo de Zeledón. Esto provocó que cada vez, y con más frecuencia, se suscitaran confrontaciones entre el criterio profesional y el religioso. Cada parte interviniente concebía de manera distinta a la población, al delito y a lo que debía priorizarse de cara al tratamiento penitenciario.

               A esas discrepancias conviene sumar otras, entre las jóvenes y las religiosas, lo que motivó al personal técnico a evaluar el modelo de tratamiento en los años noventa, «fue una experiencia lindísima porque nos unimos el personal de los dos centros, de hombres y de mujeres ¿verdad?, hicimos toda una metodología, nos formamos en metodología participativa y recibimos unos talleres, armamos toda una estructura metodológica y nos llevamos a las chicas para el Centro de Orientación Luis Felipe González Flores a dormir tres días con las monjas. Hubo apoyo político en ese momento, porque si no, no lo hubiéramos podido hacer, y nos dedicamos al taller todo el día con temáticas diferentes» (Entrevista 1, datos inéditos).

               Cuando se consultó acerca de los resultados de esta evaluación en el Centro de Orientación Juvenil Amparo de Zeledón, una entrevistada mencionó «Entenderás que la evaluación que se hizo fue fuerte ¿verdad?, las muchachas colocaron muchísimos temas donde ellas se sentían evaluadas, juzgadas y se generó un ambiente muy positivo por un lado, porque estábamos abriendo la posibilidad a los muchachos y a las muchachas de hablar, de expresar, de evaluar, ¿qué necesitaban?, ¿qué se les daba?, ¿cuáles eran los principales vacíos? pero también surgió el tema de la discrepancia con algunas religiosas» (Entrevista 1, datos inéditos).

               Para 1993, las religiosas se retiran de la administración del centro y, aunque no se puede afirmar que los resultados de la evaluación precipitaron esta salida, una entrevistada señaló que las religiosas «sintieron que el personal técnico también estamos validando eso. En todo caso no nos correspondía validarlo, lo que nos correspondía era recoger, sistematizar y presentar eso, y tratar de trabajar sobre los vacíos» (Entrevista 1, datos inéditos).

               Esta coyuntura particular en donde las religiosas pasaron de tener el control total de la administración y de la dirección del centro, a distribuir lo anterior con personal técnico de la Dirección General de Adaptación Social revela las disputas ideológicas que estuvieron presentes en lo que respecta a la atención que debía primar en este espacio. Lo anterior llevó a un entrevistado a concluir que la puesta en marcha del modelo de comunidad terapéutica en el Centro de Orientación Amparo de Zeledón «se logró parcialmente» (Entrevista 7, datos inéditos).

               Como se verá a continuación, otros aspectos contextuales condujeron al debilitamiento del modelo de comunidad terapéutica en ambos centros de orientación juvenil de Costa Rica y de otros avances que en materia penitenciaria se habían alcanzado entre los años 1978-1982. Para su comprensión, será necesario volver la mirada a la crisis económica que se experimentó a partir de los años ochenta y en los años siguientes en Costa Rica.

 

Crisis del sistema penitenciario nacional y su impacto en la atención a personas menores infractoras de la ley

            La crisis económica que se suscitó a partir de los años ochenta y en los años siguientes en Costa Rica produjo un cambio en el modelo de Estado, de uno solidario a otro de corte empresarial. Esto acarreó «medidas político-económicas de corte neoliberal» mediante los Planes de Ajuste Estructural (PAES), los recortes en gastos y en el presupuesto público que estuvieron acompañados del despido masivo de personal de instituciones públicas (Viales-Hurtado, Pallavicini y Vargas 2011, 47).

            Lo anterior impactó a la administración penitenciaria en la disminución del presupuesto asignado que, junto a una ineficiente organización de los servicios, al aumento de la población privada de libertad y al cansancio del personal penitenciario, precipita una crisis en el sistema penitenciario (Odio 1990).             

            Esta crisis posibilitó, a la vez, el cuestionamiento por parte del personal penitenciario de la eficacia del modelo de tratamiento progresivo[6] que se desplegaba en cárceles de adultos y que se asentaba en el modelo rehabilitador (Burgos 2008). Uno de los entrevistados, recordando esa época, señaló que «llegamos a una anomia, no teníamos en qué creer, ni creíamos en el modelo progresivo, pero seguíamos rescatando parte del modo progresivo» (Entrevista 3, datos inéditos).

            Esta crisis impactó a los programas de atención institucional de menores que, para 1991, habían sido «desmantelados» (Odio 1991, 8) y, por ende, a la sostenibilidad del modelo de comunidad terapéutica. Todos estos retrocesos en términos de garantías a la población penal en general y en lo que atañe a personas menoras infractoras evidenció que «no hubo, en realidad, una respuesta institucional ni verdadera decisión política en los gobiernos sucesivos [1978-1990] por seguir atendiendo de una manera prioritaria el problema» (Odio 1990, 2-3).

            Fue una época de cambios, transformaciones y resistencias por parte del personal penitenciario frente un contexto social, económico y político adverso. Lo que llevó a realizar jornadas de reflexión, análisis y diagnósticos institucionales con el fin de buscar alternativas. Surge en 1993, de la mano de un grupo de personas funcionarias, el Plan de Desarrollo Institucional (PDI) que posibilitó el establecimiento de un nuevo modelo criminológico «y con ese plan fue tratar de darle a la gente un salvavidas» (Entrevista 3, datos inéditos).

            De manera que, si anteriormente primaba en la atención de personas adultas un modelo «progresivo, clínico y rehabilitador» (Ruiz 2012, 131), con el PDI se concibe: 1) a las personas privadas de libertad como sujetos de derechos y sujetos activos en su paso por la cárcel, de manera que se nutre de un enfoque de derechos humanos el quehacer penitenciario; 2) que el personal penitenciario acompaña y despliega sus saberes en beneficio de las personas recluidas; 3) que para la comprensión de la criminalidad se debe volver la mirada a factores sociales, económicos y culturales; 4) que el encierro carcelario no favorece la rehabilitación y más bien opera en sentido contrario; y 5) que debe partirse de una perspectiva de género para atender las necesidades de grupos que han sido históricamente invisibilizados, como es el caso de las mujeres recluidas (Instituto Nacional de Criminología 2008; Sánchez 2019; Burgos 2008 y Entrevista 3, datos inéditos). Todos estos cambios y planteamientos sintonizan con la criminología crítica como postura epistemológica. Lo que revela una transformación en la concepción misma del fin de la cárcel y, por ende, del trabajo al que debe abocarse el personal penitenciario.

            El PDI apostó porque la institucionalización se diera únicamente como medida de ultima ratio y consideró imperioso contribuir a la mejora de la convivencia carcelaria y de los servicios penitenciarios. Se crean, además, cuatro niveles de atención: nivel institucional, nivel semi institucional, nivel de atención en comunidad y nivel de niños, niñas y adolescentes. Se establecieron al menos 13 áreas de atención (trabajo, salud, drogadicción, convivencia, atención en violencia, entre otros) con el objetivo de apostar por un abordaje interdisciplinario. Se puso énfasis en la no institucionalización y la desinstitucionalización (Instituto Nacional de Criminología 2008 y Ministerio de Justicia 2018).

            Desafortunadamente, hubo dificultades para llevar a buen puerto la ejecución del PDI, producto del miedo generalizado frente a la inseguridad ciudadana y a la creencia, alimentada por los mass media y los políticos de turno, de que la cárcel combate la criminalidad (Ministerio de Justicia 2018). A partir de 1994, se comienza a detectar una tendencia por aumentar los topes de sentencias en Costa Rica (Bedoya 2022). Esto condujo a que la pena privativa de libertad pasara de 25 a 50 años para personas adultas en conflicto con la ley, a partir de la reforma efectuada por la Asamblea Legislativa a la ley 7389 del 22 de abril de 1994.

            Hubo otras razones que limitaron también la puesta en marcha del PDI y de la sostenibilidad del modelo de comunidad terapéutica, como la carencia de recursos materiales, de personal penitenciario y de capacitación. Un entrevistado comentó que «se pasó de un culto al Estado benefactor que implicaba un Estado convencido de la importancia de llenar de profesionales que potenciaran el desarrollo en todas las instituciones de atención humana (...) a un Estado que dice el Estado benefactor es una pérdida de tiempo porque todos los servicios que genera no dan riqueza» (Entrevista 7, datos inéditos). Todo esto produjo condiciones desfavorecedoras para el trabajo del personal penitenciario.

            El protagonismo del discurso de mano dura trajo aparejadas reformas que agudizaron la exclusión social y que «terminaron por agotar y debilitar tanto las posibilidades materiales de las prisiones como la propia filosofía humanista que se había instalado en este contexto» en los años setenta y ochenta (Bedoya 2022, 21). Todo esto impactó al nivel penal juvenil y estuvo presente en las discusiones que se suscitaron en torno a la iniciativa del proyecto de ley en materia penal juvenil, que pasó de tener tintes garantistas a poner mayor énfasis en la veta punitiva, como se ampliará a continuación.

 

Giro punitivo en la Ley de Justicia Penal Juvenil No. 7576

            Costa Rica ratificó la Convención de Derechos del Niño y de la Niña en 1990, y desde ese momento se comienza a percibir que la LOJTM «no se ajustaba al sistema de garantías exigido» (Llobet 2018, 39). Además, no respetaba el principio de legalidad porque intervenía a menores en riesgo social, ni garantizaba otros principios tales como: la presunción de inocencia, el derecho de abstenerse de declarar y de contar con defensa, entre otros (Maxera 1992). Todas estas falencias conducen a su reforma en 1994, pero resultó insuficiente en tanto se requerían cambios más profundos.

            Debido a lo anterior, la Asamblea Legislativa instó a especialistas en materia penal juvenil a elaborar otra ley. Si en un primer momento, los montos de sentencia eran bajos, entre 5 y 10 años. Posteriormente y con la promulgación de la Ley de Justicia Penal Juvenil (LJPJ), se duplicaron a tenor del manejo y la cobertura de los mass media a un grupo de jóvenes que robaban en el Valle Central, a quienes se denominó «Los Chapulines[7]» (Burgos 2006; Tiffer 2006).

            Lo anterior permite comprender que el cambio en los montos de sentencia no fue orientado técnicamente, sino resultado de «la influencia del pensamiento meramente pro-seguridad y conservador en materia de política criminal que, instalado en las esferas legislativas, absorbió con el mayor desenfado el sentimiento de inseguridad que los medios de prensa habían ofrecido» (Durán 2000, 490).

            De manera que, el aumento en los montos de sentencia lo hicieron personas diputadas, influidas por el clima de opinión pública señalado. Esto devela la discrepancia existente entre el borrador de la ley (modelo garantista) y la que se aprobó (modelo en mayor grado punitivo) el 06 de febrero de 1996. A partir de este momento se deroga la LOJTM.

            Para un entrevistado, este giro punitivo en la LJPJ no es casualidad, ya que «en la época en la que aparece la Ley Penal Juvenil en América Latina, todos los sistemas penitenciarios, sistemas de justicia penal entiéndase policías, juzgados y cárceles. Todos los sistemas empezaron a caminar hacia la derecha» (Entrevista 7, datos inéditos). Lo anterior, sin lugar a duda, impactó el accionar del personal profesional en estos recintos, como se verá a continuación.

 

Relación compleja entre el criterio psicológico y el criterio jurídico: LOJTM y LJPJ

            Algunas personas entrevistadas hicieron alusión a la relación compleja entre el criterio psicológico y el criterio jurídico en el marco de la LOJTM y la LJPJ. Señalaron, por ejemplo, que con la LOJTM «el Juez Tutelar para tomar una decisión de dar una libertad o de mantener algún chiquillo privado dependía en esencia del criterio que le emitieran los profesionales de áreas sociales» (Entrevista 7, datos inéditos). El egreso, como se aprecia, dependía de la mejoría de cada joven y, si ocurría rápidamente, «aunque hubiera un delito que hoy penarían con diez años, el muchacho podría estar saliendo al año» (Entrevista 7, 21 de marzo del 2022).

            Si bien es cierto, la indeterminación de la pena es incompatible con el principio de legalidad, y esta será otra crítica que se hace a la LOJTM. Conviene preguntarse en torno a las consecuencias que conlleva la determinación de los montos de sentencia de la LJPJ a tenor de la criminología mediática y el impacto que tiene para el trabajo que realiza el personal de psicología en estos recintos.

            Un entrevistado, a propósito de los montos altos de sentencia de la LJPJ, mencionó «si vos tenés que juntarte a atender a un grupito de muchachos que tienen sentencia por encima de los cinco, seis, ocho años, es más difícil convencer al muchacho de que las expectativas de salir más temprano dependen de su transformación, porque ahora en realidad la expectativa de salida la determina una sentencia» (Entrevista 7, datos inéditos).

            Esto implica que, con la LJPJ la atención psicológica se organiza en función de la sentencia y con montos altos, entonces la desesperanza, la desorganización y el deterioro que conlleva la estancia carcelaria se agudizan. Señala una entrevistada que «cuando están recién iniciando y tienen sentencias muy, muy largas ellos entran completamente desorganizados, desinteresados, todo les vale (...) Ellos ocupan primero pasar un proceso de asimilación de la cárcel y de asimilar su situación jurídica, de los años que van a estar ahí y ya como por ahí del segundo, tercer año, ellos empiezan a poner de su parte un poquitito» (Entrevista 5, datos inéditos).

            ¿Dos o tres años para asimilar su situación jurídica? Los montos de sentencia que se promulgaron no coadyuvan en la mitigación del efecto negativo que trae aparejado el encierro, y pareciera, más bien, que lo agudizan en una población altamente vulnerabilizada. Lo que muestra una contradicción con el principio socioeducativo al que se aspira con la imposición de la pena privativa de libertad cuando se trata de población penal juvenil.

            Además, esto evidencia cómo una decisión política fundamentada únicamente en un clima de opinión (duplicar los montos de sentencia), también afectó estructuralmente el desempeño profesional de una comunidad académica, como es el caso del personal de psicología que labora en un espacio institucional como este.

            Para una entrevistada, la LJPJ condujo a la penalización de la atención psicológica (Entrevista 6, datos inéditos). Otro entrevistado mencionó que «con el cambio del modelo a justicia penal juvenil se fue deteriorando el modelo de atención intracarcelaria y esto impacta la atención porque es trabajar sobre lo penal, sobre lo que la ley nos indica que hay que hacer» (Entrevista 7, datos inéditos).

            Con la LJPJ, las personas que fungen como juezas de ejecución cuentan con mayor poder decisorio, pues «para todo hay que pedir permiso, para poder sacar a una chica para que fuera a un encuentro importantísimo para nosotras, que era con sus hijas y su mamá, el Juez dijo sí, pero que vaya a una visita. Si él dice sí es sí, si dice que no es no. Eso limita mucho el trabajo» (Entrevista 6, datos inéditos).

            Un entrevistado señaló que hubo otra razón (más allá de velar por el bienestar de la población meta) que motivó la promulgación de la LJPJ: el hecho de que «es una ley que le devolvía el poder a los abogados y a los jueces y le restaba poder, cosa que incomodaba mucho, a los técnicos de carácter psicosocial entonces quitarle poder al psicólogo y al trabajador social» (Entrevista 7, datos inéditos).

            Estas citas muestran la relación compleja entre el criterio psicosocial y el jurídico en estos recintos, que llevan a algunas personas entrevistadas a considerar que había mayor margen de actuación previo a la promulgación de la LJPJ, pues «la ley encasilla al funcionario de penal juvenil, lo encasilla y se obliga y se reclama y se supervisa y que mande el informe, no sé cómo estarán ahorita, pero ese informe asustaba a la gente» (Entrevista 6, datos inéditos). Este encasillamiento ¿limita el quehacer psicológico?

            A continuación, se puede apreciar la siguiente cita: «en una de las sesiones se trabajó un reporte por autolesión, el chico tenía años de no cortarse, y de repente tuvo una situación entonces trabajo con él ese tema. La Jueza, en la nota donde ellos envían que se acepta el trimestral, pone que ella cree muy importante trabajar ese tema de la autolesión, pero que es más importante trabajar lo del delito. Entonces, yo decía [para mis adentros] que yo sepa usted es abogada, no psicóloga, primero que es un irrespeto para uno, y segundo vamos a ver, si el chico viene aquí, está mal por un tema, ¿cómo le voy a decir? no, no, no, hablemos del delito» (Entrevista 4, datos inéditos).

            Centrar la atención exclusivamente en lo relativo al delito resulta insuficiente para el personal entrevistado, pero se reconoce que hay una exigencia formal, así como señalamientos de la judicatura. Lo anterior lleva a considerar que tienen «como tres o cuatro jefes, mi jefa directa, el fiscal, el juez de ejecución, ¿verdad?, porque todos están como encima de ir viendo a ver» (Entrevista 4, datos inéditos).    

            Esto muestra que los márgenes de actuación para el personal de psicología parecen haberse restringido con el paso de los años, si se compara con el período previo a la promulgación de la LJPJ. Esto queda retratado en el ejemplo anterior, en el señalamiento que hace la jueza de no perder de vista, en ninguna circunstancia, el abordaje del delito. Aun cuando para el personal de psicología resulte pertinente virar la atención hacia otro lado.

 

 

Conclusiones

 

               Entre los hallazgos más relevantes, se destaca que el modelo de comunidad terapéutica que se creó a partir de la experiencia Patarrá, transformó la atención carcelaria que se ofrecía a personas menores infractoras de la ley en Costa Rica. Modelo que hizo ruptura con los visos asistencialistas, individualistas y evaluativos que predominaban y que proponía más bien incluir a las personas jóvenes como pieza clave en el tratamiento penitenciario.

                Se encontró, además, que este modelo se sustentaba en posturas epistémicas y metodológicas cercanas a la criminología crítica. De manera que esas coincidencias teóricas, técnicas junto a la sensibilidad para el trabajo con esta población resultaron pilares claves de este modelo, que posteriormente se implementó en cárceles juveniles de Costa Rica. Los resultados favorables no se hicieron esperar en términos de disminución de incidentes violencias y autolesiones en comparación con el período previo, en el caso del Centro de Orientación Juvenil Luis Felipe González Flores.

               Pero, lo anterior se vio debilitado a raíz de diversos cambios sociales, económicos y políticos que presionaron al sistema penitenciario nacional y, por ende, a los centros de orientación juvenil. A esto se suman prejuicios y estrategias dirigidas a minar el impacto tan prometedor del modelo de comunidad terapéutica. En lo que atañe al Centro de Orientación Juvenil Amparo de Zeledón, el impacto se vio disminuido a raíz de la relación compleja que predominó entre el criterio religioso y el técnico.

               Al cierre de los años ochenta, los avances que se habían logrado en materia de menores infractores se habían reducido prácticamente a cero. El arribo de la LJPJ marca un antes y un después en Costa Rica. Lo anterior tiene consecuencias favorecedoras en términos de garantías procesales, pero también desfavorecedoras porque los montos de sentencia aprobados evidencian el giro punitivo que tomó la ley.

               La relación compleja entre el criterio jurídico y el criterio psicológico cobra relevancia, se pasa de una época en que el criterio psicológico se anteponía al jurídico (LOJTM) a otra en donde se invierte la correlación de fuerzas (LJPJ). Esto último trae aparejado el cuestionamiento del accionar del personal de psicología desde el criterio jurídico, lo que limita su quehacer en estos espacios y revela a su vez una tendencia hacia la judicialización de la atención psicológica. A esto último se opone el personal entrevistado, en tanto reconocen que volver la mirada con exclusividad al delito resulta insuficiente.

 

Agradecimientos: A la Licda. Valeria Sancho Quirós, al Dr. Ignacio Dobles Oropeza y al Dr. Sergio Salazar Araya por la lectura generosa y las observaciones hechas al artículo.

Apoyo financiero: El presente artículo se inscribe bajo el proyecto de investigación «Análisis crítico del trabajo que han desplegado profesionales de psicología en centros penales juveniles en Costa Rica en el período comprendido entre 1996-2021» de la Escuela de Psicología de la Universidad de Costa Rica y financiado por la Vicerrectoría de Investigación de la misma universidad. La investigación estuvo a cargo de la M.Sc. María José Masís Méndez y se contó con el apoyo de la Bach. María Gabriela Palacios Añez en calidad de asistente.

 

Referencias

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[1] A partir de este momento se hará alusión a la sigla.

[2] A partir de este momento se hará alusión a la sigla.

[3] El Ministerio de Justicia aprovechó para contratar a Pilar, ya que se encontraba en el país realizando una investigación con personal del Hospital Psiquiátrico que partía de una perspectiva psicoanalítica y en la que empleaba técnicas grupales y psicodramáticas.

[4] La oposición de personas vecinas de la comunidad de San Joaquín de Flores a la apertura de un centro abierto para menores varones infractores de la ley, llevó a un grupo de estudiantes del Seminario de Ética impartido por Elizabeth Odio en la Universidad de Costa Rica a identificar que esa negativa vecinal era producto de la inseguridad percibida frente a ese centro y a la población que lo habitaría. Adicionalmente, el Ministerio de Justicia detectó algunos vacíos en la atención que se brindaba a esta población y todos estos hallazgos motivaron la experiencia Patarrá que tenía el objetivo de desplegar un nuevo modelo de tratamiento dirigido a población menor de edad recluida en cárceles juveniles (Facio, Lavintman y Domínguez 1981).

[5] Resulta llamativo desde esta época y es algo que continúa hasta la actualidad, los esfuerzos por nominar de otra manera a cárceles que acogen a población menor de edad en conflicto con la ley.

[6] El sistema progresivo surge en la década de los años setenta de la mano de Gerardo Rodríguez Echeverría y de especialistas argentinos, y se implementó en el modelo penal de adultos. Este sistema se contrapone al sistema celular inspirado en el modelo sancionatorio caracterizado por la abundancia de ocio, el silencio y el aislamiento en los recintos penitenciarios. El sistema progresivo parte de la premisa que a través de diversos estímulos (sistema de recompensas) las personas privadas de libertad pueden avanzar en distintos regímenes carcelarios (mayor contención a menor contención): máxima seguridad, mediana seguridad, mínima seguridad y confianza (Ministerio de Justicia 2018; Entrevista 3, datos inéditos).

[7]El chapulín o saltamontes es un insecto que de no controlar su reproducción fácilmente puede convertirse en una plaga (Masís 2017).