RESEÑA
Masonería y sociedades secretas en México, coordinado por José Luis Soberanes
Fernández y Carlos Francisco Martínez Moreno. Ciudad de México: Instituto de
Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional Autónoma de México, 2018. 400
páginas. ISBN: 978-607-30-0755-9.
Reseñado por Eduardo Torres Alonso
Universidad Nacional Autónoma de México, México
Recepción: 15 de marzo de
2018/Aceptación: 1 de mayo de 2018
doi: https://doi.org/10.15517/rehmlac.v10i2.35473
Resultado de la convocatoria de José Luis
Soberanes Fernández y Carlos Francisco Martínez Moreno, once autores –mexicanos
y de otras nacionalidades–, más los dos coordinadores de la obra, examinan la
masonería y su relación con las sociedades secretas y los movimientos
insurgentes en México. Un trabajo que se realiza con ocasión del tricententario
de la fundación de la Gran Logia de Londres, los 200 años de las primeras
logias regulares en el territorio novohispano y el centenario de la
Constitución mexicana de 1917.
Javier Alvarado Planas escribe el primer
capítulo, «Luces y sombras de la masonería: las incongruencias del discurso
masónico regular», en donde –con un lenguaje diáfano y una acuciosa labor de investigación–
enlista y analiza las acusaciones y argumentos de descrédito que se han dicho
contra la masonería. El autor los clasifica en dos categorías: los débiles y
los fuertes. Entre los primeros se encuentran: ser una sociedad secreta; adorar
a un Dios único (llamado Gran Arquitecto del Universo); conspirar contra la
Iglesia católica; alentar un contubernio judeo-satánico-comunista; fomentar el
relativismo, indiferentismo y el sincretismo religiosos; y practicar el deísmo
y una religión natural. Por su parte, en la categoría de acusaciones fuertes se
hallan: los términos atroces del juramento masónico; ciertos temas de los altos
grados (venganza hiramita y templaria); la cruzada contra el islam; y los
contenidos deístas, gnósticos y políticos de algunos grados.
José Antonio Ferrer Benimeli escribió los
dos capítulos siguientes: el segundo, titulado «Las logias lautaro, los
caballeros racionales y el movimiento independentista americano»; y el tercero:
«Prohibiciones masónicas papales, reales y la Constitución de Cádiz». En el
primero de ellos se estudia la relación entre las logias masónicas y los
movimientos en favor de la independencia de las colonias españolas en América. Con
este fin, Ferrer Benimeli se centra en la figura de Francisco de Miranda, de
origen venezolano y precursor de la emancipación americana, de quien existe una
discusión académica seria sobre su pertenencia a algún tipo de masonería. Empero,
lo que no objeto de un agrio debate es que Miranda empleó el sistema
organizativo de las logias para impulsar su empresa independentista. Más aún, se
puede decir que él –en efecto– fundó una sociedad de carácter revolucionario,
la Gran Reunión Americana. Pero, tanto ella como sus filiales –denominadas logias
patrióticas– solamente tenían matices litúrgicos masónicos. Era, en realidad,
una sociedad eminentemente política. El punto que el autor destaca es que, a
pesar de que algunas de estas entidades fueran denominadas logias, estaban
alejadas de la práctica masónica. Existe, pues, un juego terminológico entre
logias, sociedades secretas y sociedades patrióticas o políticas.
Por su parte, en el capítulo tercero se
examina la censura y descrédito del que fueron objeto los masones al tener una
organización no reconocida por el Estado. Las principales autoridades europeas
en prohibir las reuniones de masones fueron los magistrados en Ámsterdam y La
Haya –en los Estados Generales de Holanda– en 1735. Un año más tarde, los
Consejos de Berna y Ginebra también proscribieron tales reuniones. Después
vinieron las censuras de Luis XV, en Francia; de los magistrados de la ciudad
de Hamburgo y el rey Federico I de Suecia; de la emperatriz María Teresa de
Austria; en fin, de Guillermo III de Prusia. A todas estas decisiones se
unieron las condenas de Clemente XII (1738) y de Benedicto XIV (1751). El
argumento de unos y otros era coincidente: la secrecía rigurosa que asumían los
masones. Temían que pudiera afectar a la seguridad del Estado. Con la aparición
de bulas pontificas, numerosos estados establecieron penas más severas con la
intención de desalentar la incorporación de nuevos masones. En los regímenes
confesionales, los miembros de las logias fueron perseguidos por lesionar el
orden religioso católico: un delito eclesiástico pasó a ser un delito político.
En suma, el capítulo ofrece una exposición sobre las circunstancias, coyunturas
y medidas tomadas sobre el tema.
«Las sociedades secretas de Los Guadalupes
y de Jalapa, y la independencia de México» es el capítulo cuarto, a cargo de
Virginia Guedea Rincón-Gallardo. En el mismo se dice que las sociedades
secretas fueron un mecanismo de resistencia al colonialismo español y una forma
alternativa de enfrentarse a la metrópoli. Con relación a Los Guadalupes, la autora escribe que fue una organización cuya
membresía era selectiva, el secreto era una de sus características, su número no
se caracterizaba por ser amplio y sus integrantes provenían de diferentes
sectores socioeconómicos. Algunas de sus actividades más importantes fue el
envío de correspondencia y de individuos a la insurgencia. Los Guadalupes se
encargaron –además– del sostenimiento y cuidado de sus familiares y
dependientes. Por su parte, la sociedad de
Jalapa fue una derivación de la Sociedad de los Caballeros Racionales de
Cádiz. Su composición no fue muy selectiva, pero sí tenían una jerarquización y
estructura, además de ritos de iniciación y juramentos. Asimismo, sus miembros
usaban símbolos y gestos para reconocerse. A pesar de que su existencia fue
efímera –de febrero a mayo de 1812–, la sociedad
de Jalapa logró concretar acciones en favor de los insurgentes próximos a
esta ciudad: enviaron pólvora, caballos y armas. Empero, sus denodados
esfuerzos por organizarse de manera formal consumieron el tiempo y la llevaron
a ser descubierta por las autoridades virreinales.
El capítulo que sigue, el quinto, «La
imperial Orden de Guadalupe, precedente de las primeras corporaciones masónicas
del México nacional», de María Cristina Torales Pacheco, expone los
antecedentes de dicha entidad, el carácter corporativo de la generación que la
ostentó, sus características de la condecoración y quiénes la recibieron. La
imperial Orden de Guadalupe fue establecida por Agustín de Iturbide, quien fuera
–también– su Gran Maestre, para exaltar a quienes habían contribuido a lograr
la independencia de la Nueva España. La constitución de la condecoración buscó
la preservación de las “glorias” de los valientes insurgentes. La organización
estuvo vinculada íntimamente con la religión católica, como elemento de unidad
nacional, e integrada por 50 individuos denominados Grandes Cruces, 100
numerarios y un número ilimitado de supernumerarios, los cuales debían ser
designados por el Gran Maestre. Los distinguidos reflejaban la composición
estamentaria reconocida en el momento de la consolidación de la independencia, sin
que ello significara una homogeneidad ideológica, social y económica en los
condecorados. Tras desaparecer el Imperio de Iturbide, lo hizo también la Orden,
pero la cohesión generada entre sus miembros propició la organización de logias
masónicas años después.
Emilio Martínez Albesa, responsable del
sexto capítulo «Iglesia católica y masonería. Las condenas pontificias»,
analiza si –en efecto– es compatible la masonería y el catolicismo. En este
sentido, pasa revista a las condenas pontificas prerrevolucionarias al asociacionismo
masónico (siglo XVIII); a las condenas vinculadas a la conspiración masónica y
por la incompatibilidad de principios (siglo XIX); y a la censura a la
masonería en los dos códigos del derecho canónico del siglo XX. En fin, analiza
el juicio y papel de la Iglesia en relación a la masonería. El texto está
ampliamente documento en fuentes directas como en literatura secundaria, y
ofrece al lector un fresco de las razones, motivos y circunstancias que
existieron para que la Iglesia católica y sus dirigentes, así como algunas
autoridades de estados confesionales, condenaran la práctica de la masonería.
El obstáculo más significativo entre la Iglesia y los masones es –según el autor–
la ideología de éstos últimos, aunque bien podemos decir que el freno también
reside en las ideas de quienes tienen una observancia absoluta a los mandatos
de la institución eclesiástica.
Paolo Valvo, por su parte, escribió «La
mirada de la Santa Sede sobre la masonería mexicana», que es el capítulo
séptimo. Aquí se realiza un examen histórico de la apreciación de la curia
sobre el gobierno mexicano y la masonería nacional. A inicios de la década de
los treinta del siglo XX, Leopoldo Ruiz y Flores –entonces delegado apostólico
en México– escribía a Eugenio Pacelli, cardenal secretario de Estado, que el
país era dominado por el Partido Nacional Revolucionario y éste, a su vez,
estaba cooptado por los masones. La discusión sobre esta cuestión estuvo extendida
anteriormente al establecimiento del Estado posrevolucionario mexicano. El
siglo XIX es prolijo en cuanto a comunicaciones de clérigos mexicanos con sus
autoridades romanas para describir la actividad masónica en el país. Al inicio
de la Revolución, y durante la presidencia de Francisco I. Madero, los
sacerdotes expresaron que él no era hostil hacia la Iglesia, pero que se
encontraba rodeado de masones y jacobinos. Más aún, al ser asesinado Madero,
los religiosos señalaron que el apoyo del gobierno de Estados Unidos a
Venustiano Carranaza –y no a Victoriano Huerta– era debido a la mediación de
los masones estadounidenses. Con el ascenso del general Lázaro Cárdenas a la presidencia
de la República, la Iglesia aseguró que él representaba una síntesis de dos
peligros: la masonería y el bolchevismo. Además, Cárdenas era parte de una
triada de enemigos, junto con Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.
«El liberal moderantismo durante el
gobierno de Ignacio Comonfort», escrito por Silvestre Villegas Revueltas, es el
título del octavo capítulo. En el mismo se busca responder, con el recurso a
los métodos histórico y analítico, cuál fue el papel del clero católico en la
“maduración” social; qué limites a los poderes públicos debían ser establecidos;
y si era necesario realizar una reforma, una revolución o retrotraer las cosas
al su estado previo de 1810 para lograr el tránsito a la modernidad. El
análisis del autor arroja luz sobre el conflicto religioso que se presentó a
mediados del siglo XIX y el intento de tolerancia religiosa en la Constitución
de 1857.
Salvador Cárdenas Gutiérrez, en «La lucha
entre masones y católicos en el Porfiriato. La creación de la Gran Dieta
Simbólica de México en 1890» (capítulo noveno), analiza la unificación del Gran
Oriente de México y el Supremo Consejo de la Masonería Escocesa, ocurrida en
1890, lo que dio como resultado la creación de la Gran Dieta Simbólica. Este
hecho fue orquestado por Porfirio Díaz, a quien se le otorgó el cargo
honorífico de Gran Maestre y Gran Comendador ad honorem et vita. No obstante, esta acción unificadora de la
masonería nacional pronto fracasó debido, entre otras razones, a las pugnas
entre las logias que se resistían a las presiones centralizadoras de Díaz y de
la Gran Dieta. Además, Cárdenas Gutiérrez relata la actitud de los católicos
mexicanos ante dicho acontecimiento. Muchos creyentes y jerarcas, al ver al presidente
apoyar abiertamente a los masones, rompieron su actitud conciliatoria que
habían tenido con el poder político y emprendieron una acción de propaganda de
defensa y ataque, recurriendo a la encíclica Humanum Genus de León XIII. Finalmente, expone el papel de la
prensa en esta discusión.
El décimo capítulo se titula «Masones:
¿ideólogos y fundadores de la Constitución mexicana de 1917?» y fue escrito por
Carlos Francisco Martínez Moreno. El propósito del texto es analizar a un grupo
de diputados del Congreso Constituyente que redactó la Carta Magna de 1917 y
que fueron masones, así como indagar sobre lo significativo de su
participación, su perfil, su ideología y su influjo en el contenido del
documento final. El autor menciona que de los 218 constituyentes, 58
pertenecían a alguna logia (uno más, diputado por Campeche, no se presentó) y
diez de ellos dejaron evidencia de su membresía en la Carta Magna al agregar a
su firma tres puntos. Ellos fueron: Cristóbal del Castillo, Antonio Guerrero,
Francisco J. Múgica, Luis T. Navarro, Luis G. Monzón, Santiago Ocampo, Zaferino
Fajardo, Fortunato de Leija, Epigmenio A. Martínez y Porfirio del Castillo. Por
otra parte, la mesa directiva se integró por 11 diputados, siendo siete de
ellos masones. Y en cada una de las 12 comisiones establecidas, hubo –al menos–
un masón. En fin, de los 21 diputados ideólogos pertenecientes al núcleo
fundador de la Constitución, 16 practicaban la masonería. Esto es significativo,
ya que fueron ellos quienes propusieron o apoyaron la disminución del poder del
clero político; la educación laica; las libertades religiosa, de expresión y de
imprenta; la limitación de las funciones estatales… En fin, la ratificación de
las leyes de Reforma.
Jean Meyer, en el undécimo capítulo «Masones
y anticlericalismo en la década de 1920», acomete la tarea de analizar el
sentimiento de rechazo al clero católico por parte de algunos masones. Dicho
sentimiento responde a dos impulsos, uno de carácter negativo y otro positivo.
El primero se basaría en que los integrantes del clero abusan del pueblo y de
las mujeres, mientras que el segundo sería la fraternidad que busca la eficacia
profesional y social. Las manifestaciones anticlericales de los masones se
pueden observar, por ejemplo, en la manifestación de apoyo a la política de
intolerancia religiosa. Este rechazo a la Iglesia se fundaba, en parte, en las
Actas del Congreso Masónico de Buenos Aires (1906), en las que se señalaba la
urgencia de combatir a la Iglesia católica. Más aún, el general Joaquín Amaro
realizó una labor propagandística muy fuerte contra la curia romana. Meyer
transcribe dos documentos masónicos inéditos de la época del conflicto
religioso, ambos dirigidos al presidente de México, Plutarco Elías Calles.
«Juristas masones del exilio republicano
español en México» es el título del capítulo decimosegundo, escrito por Eva
Elizabeth Martínez Chávez, en donde se da cuenta de los hispanos abogados de profesión
y masones que ejercieron la docencia en su país o en México, y que durante la
época de la guerra civil dejaron su tierra para atravesar el Atlántico. El
texto ofrece al lector un panorama de las normas e instituciones creadas para
perseguir a los masones, de los procesos formados por el Tribunal Especial para
la Represión de la Masonería y el Comunismo, de la ayuda de la masonería
mexicana a sus hermanos en peligro, y de las actividades que realizaron en
México.
Finalmente, en el capítulo que cierra el
libro, el número 13, «La educación después de las reformas de 1833”», la autora
Anne Staples revisa los proyectos educativos y la oposición que suscitaron como
parte de una “continuidad ilustrada racionalista” productos de las reformas
borbónicas. Ella expresa que la “trinidad” liberalismo-secularización-laicismo
es, en realidad, un anacronismo que no beneficia una explicación sobre las
confrontaciones entre los grupos de poder y las expectativas de la Ilustración
y la independencia. Por ello, es preciso realizar un examen agudo, alejado de
filias y fobias de grupos y corrientes para identificar los proyectos que en
materia educativa se diseñaron e implementaron, y los resultados, exitosos o
no, que obtuvieron.
En fin, el libro, motivo de estas líneas,
viene a enriquecer la cada vez más importante investigación historiográfica que
sobre la masonería y las sociedades secretas se realiza en México. Su lectura
es imprescindible para todo aquel interesado en la historia nacional alejada de
apasionamientos desmedidos o de propaganda interesada.