Publicación semestral. ISSN 2215-4906
Volumen 85 – Número 1
Julio – Diciembre 2025
Esta obra está bajo una licencia Creative Commons
Reconocimiento-No comercial-Sin Obra Derivada
Rubén B. Morante López
Escenas del poder en cuatro actos teatrales del arte
olmeca en San Lorenzo Tenochtitlán, Veracruz, México
Power Scenes in Four Theatrical Acts in Olmec Art from San
Lorenzo Tenochtitlan, Veracruz, Mexico
DOI 10.15517/es.v85i1.61937
Artículos
. Revista de las artes, 2025, Vol. 85, Núm. 1, e61937 ISSN 2215-4906
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Escenas del poder en cuatro actos teatrales del arte
olmeca en San Lorenzo Tenochtitlán, Veracruz, México
Power Scenes in Four Theatrical Acts in Olmec Art from San
Lorenzo Tenochtitlan, Veracruz, Mexico
Rubén B. Morante López
1
Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes, Universidad Veracruzana
Xalapa, México
Recibido: 17 de septiembre de 2024 Aprobado: 12 de mayo de 2025
Resumen
Introducción: Los rasgos culturales del pueblo olmeca presentan incógnitas debido a
su temprana aparición, el deterioro de sus vestigios y la baja presencia de registros escritos.
Su organización social y económica han sido inferidas a través de la Arqueología. Objeti-
vo: Nuestra pregunta central indaga sobre la narrativa en torno al arte monumental olmeca
relacionada con los tronos y las cabezas colosales, ya que el arte olmeca respondía a inte-
reses no solo estéticos, sino religiosos y políticos. Métodos: Partiendo de la introducción,
se plantean conceptos como larga duración y poder, básicos para apoyar nuestra diser-
tación. También presentamos algunos datos acerca de los olmecas arqueológicos, marco
conceptual para el análisis de las creaciones de este pueblo, donde el arte es el vehículo
que, a lo largo del tiempo y el espacio, ha comunicado las civilizaciones antiguas con las
actuales. Resultados: El arte, como medio de comunicación, permite ver y plantear hechos
históricos. Conclusiones: El poder se presenta como una larga performance cargada de
ideas cuyos nes van desde la legitimación de un gobernante hasta la llegada de quienes lo
derrocaron, en un intento por dejar un mensaje hacia el futuro o de borrarlo.
1
Académico investigador en el Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes y Di-
rector del Museo de Antropología de Xalapa de la Universidad Veracruzana, México. Doctor en
Antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México. ORCID: 0000-
0001-8117-0092. Correo electrónico: rmorante@uv.mx
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Palabras clave: Mesoamérica; cosmovisión olmeca; teatralidad; objeto cultural;
objeto sen
sitivo
Abstract
Introduction: Cultural traits of the Olmec remain unknown due to their early appea-
rance, the deterioration of their remains, and the limited presence of written records. Their
social and economic organization has been inferred through Archaeology. Objective: Our
central question investigates the narrative surrounding Olmec monumental art, specically
its thrones and colossal heads, since they responded not only to aesthetic interests, but
also to religion and politics. Methods: In the introduction, we raise concepts such as long
duration and power, essential to support our dissertation. We also present some data about
the archaeological Olmecs, a conceptual framework for the analysis of the creations of thes
epeople, where art is the vehicle that, throughout time and space, has communicated an-
cient civilizations with the present. Results: Art, as a means of communication, allows us
to see and pose historical facts. Conclusions: Power is presented as a long, ideological
performance whose aims range from legitimizing a governor to the arrival of those who over-
threw him to leave a lasting message or to erase it.
Keywords: Mesoamerica; olmec worldview; theatricality; cultural object; sensory object
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Introducción
El presente estudio retoma algunas de las investigaciones de Arqueología e Historia
del Arte llevadas a cabo durante el pasado y presente siglos. Se les dio especial atención a
las de Beatriz De la Fuente (1975), Francisco Beverido (1996) y Ann Cyphers Guillén (1996,
2022). Además, se incluye el resumen de parte de un trabajo personal llevado a cabo, du-
rante las últimas décadas, en diversos museos y sitios arqueológicos que albergan obras
de arte olmeca. A partir de estas fuentes, se realizó un análisis iconográco que parte de la
observación de las obras originales para proponer el origen de sus materiales y las bases
ideológicas en las que se pudieron haber inspirado sus creadores. A la vez, intentaremos
explicar las interpretaciones posteriores que se les dio a dichas obras y lo que pudo moti-
varlas. Para tener un planteamiento detallado y una mayor claridad en nuestra exposición,
se consideraron factores ideológicos tanto del ámbito religioso como del político, esto en el
entendido de que, en las prácticas sociales de los pueblos antiguos, ambos se daban de
manera simultánea a través de las actuaciones de un sector social de élite, de un individuo
o, de manera coordinada, de dos o más dirigentes. La política y el culto formaban así parte
del ejercicio del poder.
Investigaciones previas ya han llegado a conclusiones similares, que derivan de la
observación de las mismas obras de arte. Diversos aspectos evidentes en la apariencia
y situación actual de los objetos analizados, que aquí detallaremos, llevaron a diversos in-
vestigadores hacia argumentos similares. Esto se evidencia en distintos escritos anteriores
y posteriores a nuestro estudio
2
, cuyas similitudes y diferencias se señalan más adelante.
También hay quienes parten de supuestos diferentes a los presentes en este escrito. Paul
Westheim (1972), por ejemplo, habla de un “realismo mítico, donde el mito abarca la tota-
lidad de la vida, incluyendo el arte, que “encomienda a la Forma la función de estimular la
fantasía religiosa … instrumento del conjuro mágico” (pp. 13-34). Con ello, Westheim (1985)
niega la existencia de los retratos en el arte antiguo de México.
2
Nuestras investigaciones alrededor del tema se remontan a 1997, cuando llegamos a la dirección
del Museo de Antropología de Xalapa. Estos se presentaron de manera pública en la ponencia:
“Iconografía del poder en las cabezas colosales olmecas”, presentada en septiembre de 1999 en la
IV Jornada Académica del Seminario Permanente de Iconografía del Área del México Antiguo de la
Dirección de Etnología y Antropología Social (DEAS) del Instituto Nacional de Antropología e Historia
(INAH) en la Ciudad de México, a la cual fuimos invitados por la Dra. Beatriz Barba de Piña-Chan.
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Aunque no compartimos nuestros planteamientos acerca del arte olmeca con distin-
tos académicos ni coincidimos en los fundamentos puramente ideológicos del arte mesoa-
mericano, buscamos resaltar el aspecto pragmático de sus creaciones a la par del mítico
religioso que, en la mayoría de las ocasiones, es evidente. Ante ello, se optó por presentar
las piezas arqueológicas como una obra de teatro que se desarrolla en un amplio lapso
temporal. Dicha puesta en escena, en las Artes Plásticas, permiten vincularlas con repre-
sentaciones teatrales dentro de un contexto actual y occidental. Martha Toriz (2011) planteó
un marco teórico referencial que versó sobre la existencia de representaciones teatrales,
sui generis, en la época prehispánica. A diferencia del presente estudio, ella se basa en los
relatos de la esta mexica de Toxcatl, vinculada al dios Tezcatlipoca, donde la selección del
bello y joven actor principal se realizaba un año antes de la esta en que sería sacricado.
En este casi se trata de un guion que tiene un dramático desenlace.
Toriz (2011) retoma el trabajo de Juan Villegas y explica que, de acuerdo con el autor,
cada cultura involucra una teatralidad social, que sirve de referente a la construcción de
imágenes en diversas prácticas sociales” (Villegas, 1997, como se citó en Toriz, 2011, p. 12).
Arma, además, que Villegas dene la teatralidad como un sistema de códigos de comu-
nicación de la realidad, en el cual se privilegia la construcción y percepción visual y auditiva
del mundo” (Villegas, 1997, como se citó en Toriz, 2011, p. 25). De igual manera, cita a Jean
Duvignaud, quien, según la autora, habla de la teatralidad social que “se da en las estas
étnicas, donde se representan los mitos de la génesis del mundo con la presentación de
personajes simbólicos o alegóricos” (Duvignaud, 1966, como se citó en Toriz, 2011, p. 14).
En este contexto, las ceremonias y ritos materializan la visión del mundo de una cultura en
particular: “la religión armoniza las acciones humanas con un orden cósmico y proyecta
imágenes del orden cósmico al plano de la experiencia humana” (Duvignaud, 1966, como
se citó en Toriz, 2011, p. 29). Se observa entonces un tipo de obra teatral donde los guionis-
tas y los actores (ministros del culto y grupos sociales) prescriben los roles rituales que, por
medios orales o escritos, dan vida a una vetusta tradición.
Como se repiten en una obra de teatro con pocas variantes, las puestas en escena,
los diálogos, las coreografías y escenografías, durante la celebración de un ritual, en los
conjuntos escultóricos y representaciones pictóricas olmecas se muestran manifestaciones
escénicas transmitidas a través de las imágenes. Son una forma de escritura que inmor-
taliza el mundo, real o imaginario, a través de mitos, leyendas, epopeyas, sagas, hechos
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históricos, relatos folclóricos o cuentos fantásticos
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. Sus nes eran, según Ramos (2021),
preservar la cultura y el orden social, así como educar y difundir valores. Agregaríamos
también que buscaron conservar el poder de las élites económicas, religiosas y políticas.
En cuanto a los olmecas, Ann Cyphers (2022) habla de una macro escena constituida por
cabezas colosales en San Lorenzo Tenochtitlán y de un “relato metafórico” donde el gober-
nante tenía “nexos reales y míticos con la tierra, el inframundo y el cielo” (p. 61).
Los mitos y ritos mesoamericanos cuentan con diversos relatos anónimos trans-
mitidos de generación en generación. En la sociedad olmeca, quienes se encargaban de
su transmisión eran personajes reconocidos en la comunidad por su autoridad intelectual
y moral, posición que les garantizaba un papel cercano al poder político y religioso. Los
relatos de los mitos y de los ritos posteriormente fueron recolectados por cronistas del
Virreinato y es gracias a ellos que podemos conocerlos en la actualidad. Con base en sus
contenidos, se sabe que los rituales públicos y privados tenían una doble función: religiosa
e histórica. Esto se debe a que dichos rituales no solo permitían el contacto con lo sobrena-
tural y místico, sino también representaban un recurso mnemotécnico que permitía revivir
y conservar las leyendas, mitos, epopeyas y sagas. Se trataba de historias dramatizadas,
agigantadas y miticadas, donde la esencia de los elementos imaginarios permaneció a
través de los siglos. Posteriormente, los relatos folklóricos y cuentos fantásticos se inte-
graron también al corpus de tradiciones, aunque muchos de ellos con nes lúdicos o para
integrar elementos oníricos a los rituales. Diversas artes de tipo escénico (danza y música),
plástico (escultura y pintura) y literario (teatro y poesía) fueron fundamentales para la difu-
sión de estos relatos que, en un principio, fueron orales, luego pictóricos (la pintura y la
escultura) y, nalmente, escritos (la crónica).
La larga duración
Con base en lo anterior, creemos que las dicultades para conocer la ideología, ba-
sada en creencias y mitos, a través del espacio y el tiempo, reejan una cosmovisión donde
persisten elementos que se vislumbran aún a través de largos periodos. Partimos, entonces,
de la premisa de que lo que más tarda en cambiar en una cultura es la forma de comprender
3
Algunos de estos géneros los dene Frida Varinia Ramos (2021) como parte de la literatura. Su
separación se da a partir del siglo XIX, pero vamos a mencionarlos a sabiendas de que, en tiempos
tempranos de la civilización, no había una división clara entre ellos.
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y conceptualizar el mundo, sobre todo cuando la cosmovisión está ligada a la organización
social y a los sistemas de producción, donde el clima y el medioambiente rearman ele-
mentos culturales en un espacio geográco y periodo determinados. En Mesoamérica, por
ejemplo, las estaciones seca y húmeda determinaban el medio natural desde mucho antes
de la invención de la agricultura y, cuando esta se convirtió en la base de la subsistencia
humana, señalaron el ciclo del maíz y de otros cultivos. Los cambios ecológicos que se
dieron a lo largo de los últimos cuatro mil años, junto a factores sociales diversos, llevaron
a la decadencia y abandono de sitios, pero no a una modicación radical de la tecnología
agrícola y de las creencias inherentes.
En el caso de los rituales mexicas, mayas y de otras etnias (por ejemplo, los reali-
zados en las estas mensuales), la crónica de los dramas representados se escribió tras
la conquista española. Para el propósito de este estudio, se recurrió a estos escritos para
interpretar algunas escenas que se plasmaron en las pinturas y esculturas olmecas en
periodos anteriores y de las cuales no tenemos documentos. Una explicación para estos
diacronismos se presentan en anteriores estudios (Morante, 2000). Sin embargo, nos ba-
samos en el trabajo de Fernand Braudel (1986) y en su teoría de la larga duración, retoma-
da para el caso mesoamericano en las reconocidas propuestas de Alfredo pez Austin
(1994) y Enrique Florescano (1999). Paul Kirchho (2000), por su parte, enlista algunos de
los factores ecológicos y culturales que demuestran la unidad territorial de lo que llamó Me-
soamérica, algunos relacionados con los conceptos básicos de la cosmovisión, los cuales
son inseparables de los mitos y ritos.
En cuanto a la unidad religiosa mesoamericana, López Austin (1994) dice que, sin
duda, hay “fuertes coincidencias de los aspectos fundamentales de las antiguas religiones
en el tiempo y en el espacio” (p. II). Reconocidos estudiosos de los olmecas han recurrido
a mitos y leyendas de tiempos posteriores para tratar de explicar los relatos que se ob-
servan en el arte de este pueblo. Cyphers (2022) reitera que los gemelos mencionados en
los mitos del Popol Vuh, “asociados con el Sol y la luz” (p. 69) coinciden con la orientación
hacia el este que tenían los gemelos olmecas del Azuzul, lo que “podría indicar la existencia
de un mito muy antiguo” (Cyphers, 2022, p. 69). Menciona también las interpretaciones de
Michael Coe, quien “utilizó analogías con los mayas y otros pueblos mesoamericanos para
entenderlas” (Cyphers, 2022, p. 69). Un ejemplo es la deidad mexica y tolteca Tezcatlipoca
con la deidad jaguar olmeca.
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El poder
Este se puede denir como la facultad de hacer que otros hagan u otorguen a alguien
lo que desea o necesita y depende de la autoridad (facultad de mandar o de tener el don
de mando) de una persona. El poder siempre ha existido en la sociedad humana y, como
tal, ha sido estudiado desde distintas disciplinas, en especial la Sociología, la Psicología y
la Antropología. Eric Wolf (2001) lo vincula con la comunicación, pero, sobre todo, con las
ideologías que, según él, enmascaran la manera en que las formas de pensar se vinculan
con el poder. En este proceso, aparecen ideas que son monopolizadas por un grupo po-
deroso que las promulga con el objetivo de establecer y manipular doctrinas, creencias y
conceptos que le permitan ocupar un lugar privilegiado dentro de la sociedad e inventar y
difundir su propia historia. Antonio Gramsci (1981) armó que los signos y los símbolos se
difundían por un amplio territorio para ser usados, junto al lenguaje, como instrumentos de
comunicación, conocimiento y poder (como se citó en Wolf, 2001).
El poder es un concepto medular para este estudio, pues ha estado vinculado con
la religión y la economía en todas las épocas y espacios de la humanidad. Este se busca,
adquiere, conserva y transmite a través de factores de índole individual (carisma, capacidad,
fortaleza, inteligencia, etc.) y social (vínculos familiares, económicos, de clase, etc.). En los
pueblos antiguos, por ejemplo, había personas que inuían en los gobernantes dentro de
sus competencias en el campo de la religión, la guerra o la economía; no obstante, las de-
cisiones nales siempre estaban a cargo de una sola entidad, individuo o grupo.
Distintas lenguas indígenas de Mesoamérica nombran los conceptos del poder y
la autoridad. La semántica de las voces usadas da una idea del modo en que el poder se
concebía. Los nahuas, por ejemplo, llamaban al gobernante tlatoani, palabra que viene de la
voz tlatoa “hablar”. Al poder, en sentido abstracto, los mexicas le llaman uelitiliztli, que viene
de la voz uelittilia y que signica “acordar una cosa” (Siméon, 1984, p. 749). También lo aso-
ciaban a la voz ouitiliztli, que signica “peligro(Alonso de Molina, 1992, p. 94) y es cercana
a la palabra ouicatlatoani, “hablador”. En náhuatl, se usaba la voz tecutli (Sahagún, 1946)
para dirigirse a los señores y poderosos, incluyendo a los dioses. Esta palabra nombraba
también a un ser temido. En otras lenguas indígenas
4
notamos un sentido semántico similar:
los purépechas usaban las voces chemazqua (autoridad”) y chechexequa (“poder, miedo”).
4
Se tomó como referencia los diccionarios en línea publicados por el Instituto Lingüístico de Verano (ILV).
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De igual modo, ocurre entre los zapotecas con la palabra stipa (“fuerza, energía, poder”) y
entre los mayas con las voces muuk (“fuerza o poder”). Los zoques, en cambio, usaron an-
gui’matacuy (“poderoso”) o angui’moyu (“gobernante”).
En estas cinco lenguas indígenas, al igual que en los restantes idiomas mesoameri-
canos, hay vocablos que relacionan semánticamente la gura de poder con aquel que tiene
fuerza, que concilia o acuerda, que espanta y que tiene derecho a la palabra para convencer
y mandar. Esto es similar a lo que se ha entendido por poder a lo largo de la historia de la
humanidad. Las formas de ejercer el mando están implícitas en el signicado y, de manera
general, se resumen en dos factores: la coerción y la comunicación. El primero se ejerce a
través de la fuerza y el amedrentamiento, mientras que el segundo por medio del lenguaje y
los signos, que concilian, convencen, transmiten ideas e incentivan a seguirlas. Para López
(1994), la cosmovisión de la que forma parte la religión da coherencia a las instituciones so-
ciales, incluyendo las relaciones de autoridad, ya que se trata de uno de los “vehículos de
comunicación más importantes [y] uno de los factores primarios de la unidad mesoameri-
cana” (López, 1994, p. 15)
En las más tempranas sociedades prehispánicas, la presencia del poder y del Esta-
do se maniesta a través de los vestigios arqueológicos. En el caso de la cultura olmeca, la
vislumbramos gracias a dos de las obras escultóricas monumentales más emblemáticas de
este pueblo: los tronos y las cabezas colosales, que nos permiten proponer ideas y acciones
relacionadas con el poder que moldearon su historia. En vista de esto, el arte olmeca mues-
tra dos aspectos de la cultura que caracterizó a Mesoamérica por más de treinta siglos: por
un lado, las raíces o el núcleo duro de la cosmovisión y, por el otro, los acontecimientos que
se daban en el surgimiento y la decadencia de un grupo étnico.
Los olmecas
A los olmecas los reconocemos solamente a través de la arqueología y el estilo de
sus creaciones artísticas. Se desconoce su lengua, aunque se sugiere que estuvo ligada
a una familia lingüística pre-proto-zoqueana. En sus esculturas, sin embargo, tenemos las
primeras manifestaciones de una alta cultura en Mesoamérica. En ellas, se observan su
sistema de escritura, el calendario y el avanzado conocimiento de las matemáticas (el cero
y el valor posicional de los números, con base vigesimal). Se sabe que estos conocimien-
tos llegaron posteriormente a mayas, zapotecas y teotihuacanos. La sociedad olmeca dio
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origen a uno de los primeros Estados. Estuvo, además, fuertemente estraticada y se or-
ganizó a partir de un centro principal que tenía bajo su control asentamientos secundarios
(Morante, 2022).
En la clase rectora, se ubicaban gobernantes y sacerdotes (o sacerdotes-gobernan-
tes), personajes que practicaban rituales donde, en trance, imaginaban que se transforma-
ban en animales fantásticos o reales, sobre todo en felinos, odios y aves. Los ministros
del culto, desde una posición privilegiada, podían proclamar su control sobre las fuerzas
de la naturaleza. Ellos guardaban celosamente los conocimientos de botánica, astronomía,
meteorología, historia y mitología, saberes que les permitían hablar del origen del universo,
del orden cósmico, del movimiento de los astros, de los ciclos temporales y de los mitos
y rituales que se efectuaban en las ceremonias llevadas a cabo ante el pueblo (Morante,
2022). De igual forma, decidían el momento de celebrar las estas, de cortar los árboles, de
sembrar y cosechar, de jugar a la pelota y hasta de la vida y muerte del ser humano. Impor-
tantes ritos se desarrollaron en las contiendas, para los cuales elaboraron pelotas de hule.
Durante la realización de estos ritos, los jugadores olmecas posiblemente golpeaban estas
pelotas con bastones, como los que vemos en las manos de algunos de los personajes que
esculpieron con gran sentido estético.
Por otro lado, el comercio olmeca llegaba más allá de las poblaciones aledañas.
Vestigios de la época Preclásica (1600 a 1 a. C.) hallados en prácticamente toda Mesoamé-
rica muestran personajes con rasgos olmecas. Ello indica la inuencia cultural de esta etnia
y el alcance de sus rutas comerciales, que siguieron operando milenios después de la
desaparición del pueblo. Para distinguir sus asentamientos centrales, se le conoce como
metropolitana o nuclear al área que ocuparon los olmecas arqueológicos. Esta zona, a
grandes rasgos, marcó sus límites (Morante, 2022) con respecto a las áreas periféricas y
remotas (ver Figura 1).
El hábitat de la zona nuclear incluía sitios inundables, humedales y selvas ricas en
nutrientes. Debido a esto, se ocupaban los terrenos elevados, el lomerío y las bajas mese-
tas, que requerían de la construcción de puentes y muelles, al igual que de la realización de
obras hidráulicas como terrazas, acequias y campos elevados cerca de sitios habitacionales
y de cultivo. Los poblados olmecas se erigieron en las cercanías de un centro ceremonial,
donde residió la élite con autoridad civil y religiosa. La población se comunicaba navegando
ríos, arroyos y mares. Para ello, construyeron canoas y balsas en las que usaron el hule o el
petróleo crudo (abundante en esa zona) para impermeabilizar y calafatear.
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El sitio rector olmeca más antiguo que se conoce es San Lorenzo Tenochtitlán, en
cuya región se ha detectado ocupación humana desde el Preclásico Temprano (1600-900
a. C.). Dicha zona estuvo ocupada por diferentes asentamientos humanos hasta que La
Venta lo sustituyó. A partir del año 400 a. C., los rasgos olmecas palidecieron y dieron lugar
al estilo epiolmeca, que desapareció al iniciar el Clásico. Tres Zapotes, cuya ubicación se
encuentra en los márgenes del río Hueyapan y al pie de la Sierra de Los Tuxtlas, es uno de
los últimos sitios considerados olmecas y data del Preclásico Superior (400 a. C. a 1 d. C.).
Como sucedió con los mayas, cuando surgió un segundo centro rector en la misma región,
Figura 1. Mapa de la zona de inuencia olmeca
Fuente: Morante y Carrasco (s. f.).
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iniciaron los conictos. Hay bases para suponer que, en la zona metropolitana olmeca, se
generaron guerras, una de ellas ocurrida hacia el año 900 a. C. y de la cual se presume que
fue factor importante en el abandono de San Lorenzo Tenochtitlán y del crecimiento de La
Venta, sus dos centros rectores más importantes. Los vestigios del primero muestran hue-
llas de violencia que se constataron en la mutilación intencional de muchas esculturas. Es
factible creer que, entonces, se diera el saqueo y traslado en balsa, a través de ríos y mar,
de algunos monumentos labrados en San Lorenzo hacia La Venta, Tabasco
5
.
El arte olmeca
Este alcanza su plenitud a través de una evolución impulsada por una fuerza interna,
pues no se ha encontrado evidencia alguna del inujo de otros pueblos sobre este. Por esto,
se le puede calicar como un arte primario que ha sido producido por una de las escasas
culturas prístinas del mundo. Por su excelencia en cuanto a la calidad estética, los olmecas
dejaron obras que, lejos de ser consideradas como precedentes del Periodo Clásico, son
indicadores de un periodo de esplendor y excelencia en las creaciones de los pueblos pre-
hispánicos de América.
Con excepción de Chalcatzingo, Morelos (Grove, 1968), y Teopantecuanitlán, Guerre-
ro (Reyna-Robles, 1996), las esculturas monumentales se descubrieron casi en su totalidad
en la zona nuclear de la cultura olmeca (ver Figura 1). A diferencia de estas, las obras de
pequeño formato se distribuyeron por un amplio espacio geográco, donde sirvieron como
modelos para artistas locales del Preclásico temprano y, sobre todo, del Preclásico Medio,
época donde la pequeña escultura olmeca apareció en muchos y distantes sitios de Me-
soamérica. Estas se hacían por medio del labrado de piedras duras y semipreciosas, como
el jade (nefrita y jadeíta) y la serpentina, que eran consideradas sagradas por su color verde.
5
Las fechas para el auge y caída de San Lorenzo Tenochtitlán y La Venta han variado ligeramente.
Cyphers (2004) lleva la temporalidad de San Lorenzo hasta el año 800 a. C. (fase Nacaste), mien-
tras que Rebeca González (2000) dice que, con base en fechas radiométricas, la ocupación de La
Venta fue entre el 1200 y el 400 a. C. (fases Chicharras, San Lorenzo, Nacaste y Palangana), con
mayor concentración entre el 1000 y el 600 a. C. (fase Nacaste). Esto permite suponer un periodo
de interacción entre ambos sitios, principalmente durante la fase Nacaste (900-700 a. C.). Sin
embargo, la propia González (2000) reconoce que “El problema principal de la arqueología olmeca
de la Costa del Golfo es el de su cronología” (p. 370).
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El valor de estas obras se medía por la materia prima, el trabajo que requerían para ser es-
culpidas debido a la dureza de su material y, sobre todo, por su simbolismo intrínseco, pues
venían de lugares sagrados, donde residían el poder humano y el divino.
Las esculturas monumentales olmecas, por otro lado, se labraron en piedras como
el basalto y la andesita, que provenían de los volcanes de Los Tuxtlas, en cuyas faldas se
hallaban talleres para realizar preformas como la que, en 1960, Alfonso Medellín localizó en
el Llano del Jícaro, Veracruz (Grove 1996). El basalto o la andesita utilizado para labrar las
grandes esculturas olmecas era llevado a través de terrenos pantanosos a San Lorenzo
Tenochtitlán, desde canteras ubicadas a más de cien kilómetros. La única forma de llevar a
cabo este traslado era a través de los ríos y el mar, ya que, por tierra, las piedras se hundían
al atravesar el extenso sistema de pantanos, lagunas y manglares.
Con los objetos portables olmecas, viajaban ideas, mitos e inuencias. Se trata de
verdaderos textos que perduran a través del tiempo y el espacio, difundiendo la cosmovisión
que sería el núcleo duro del pensamiento mesoamericano. Carolyn Tate (1996) arma que
parte de los motivos incisos en los objetos portátiles olmecas fue complementar la informa-
ción que los objetos tridimensionales transmitían en los sitios del área nuclear. No obstante,
más que complementar, estas piezas portables reproducían información a través de un sis-
tema de comunicación que se daba a la par del intercambio, como una conquista de índole
más cultural que material.
Arte olmeca e ideología
El corpus del arte olmeca reeja aspectos vinculados con la sociedad y la vida coti-
diana, además de su propia cosmovisión, donde hay personajes que se mueven entre los
distintos planos del universo (cielo, tierra e inframundo). Estos personajes surgen del interior
de la tierra. Algunos son gemelos o enanos que controlan las nubes; otros son infantes que
surgen de las cuevas con rasgos felinos y en esquemas cuadripartitos del universo; y otros
son deidades vinculadas al surgimiento del maíz, la lluvia, el fuego y la muerte. Las obras ol-
mecas también hablan de los gobernantes, quienes se diferenciaron del pueblo en general.
Aunque se desconocen los mecanismos de control social con que ejercieron su poder, es-
tos, al parecer, no dirieron de los aplicados en Estados posteriores de Mesoamérica, como
el zapoteca, maya, teotihuacano y mexica, donde su base económica eran la agricultura, el
tributo y el intercambio. De manera pacíca o violenta, esta clase gobernante adquiría privi-
legios. Una vez que una ciudad-Estado se proclamaba ombligo del universo, lugar donde se
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ubica la montaña o el árbol sagrado, el axis mundi, podía aprovechar tal posición jerárquica
para obtener tributos en trabajo y en especie. Dichos tributos ayudaron a trasladar y esculpir
las grandes rocas y a erigir los templos, las pirámides y los palacios que legitimaban el do-
minio ejercido por estas clases.
En muchas obras artísticas olmecas vemos aspectos ideológicos vinculados con
el poder. Sin embargo, para este escrito, hemos elegido las dos que consideramos más
emblemáticas de la actividad rectora, al ser ambas las esculturas más monumentales. Ha-
blamos, así, de los tronos y las cabezas colosales. Los primeros aparecen vinculados al
nacimiento mítico y a la vida de los gobernantes, mientras que los segundos se vinculan con
su muerte y resurrección. En ambos casos, estamos ante la generación y legitimación del
poder, así como de su miticación y pérdida, motivo que ha existido en todos los tiempos y
culturas del mundo. Por tanto, las obras monumentales del arte olmeca hablan del gober-
nante y narran una historia que hemos dividido en cuatro actos.
Primer acto: origen del poder
Los tronos olmecas muestran escenas que hablan del origen y el ejercicio del poder
por parte del gobernante que los ocupaba. En el primer caso, ciertos tronos (ver Figura 2)
aluden al tema del origen al emerger un personaje de un nicho o cueva que comunica el
interior del cerro sagrado con el mundo de los seres comunes. Beatriz De la Fuente (2004)
dene los tronos olmecas como prismas rectangulares que tienen “una cubierta que sobre-
sale en las caras frontal y laterales” (p. 152). Las interpretaciones de los motivos que decoran
los tronos han sido diversas. En cuanto a los infantes y felinos, casi todos ellos labrados,
Román Piña-Chan (1995) dice que evocan la fertilidad materna, la tierra y el nacimiento.
También, arma que los elementos felinos reeren a la dualidad madre-tierra o jaguar-niño.
Por su parte, David Joralemon (1995) menciona que la tierra tuvo gran importancia en la
ideología de los gobernantes olmecas. En ese sentido, De la Fuente (2004) considera que
los personajes que emergen del nicho “reproducen un mito de origen; la cueva de la tierra, la
gran matriz ancestral es paridora del hombre” (p. 153). Aquí vemos, entonces, coincidencias
conceptuales entre los estudiosos sobre un posible origen de los mitos que se conservaron
hasta la llegada de los españoles a Mesoamérica.
Quien venía del oscuro mundo del jaguar, del interior de la tierra, del mundo de
los muertos y de los ancestros, de la vagina sagrada, buscaba legitimar y proclamar su
poder sobre los demás. Al estar en el centro, en la parte frontal del trono, como motivo
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principal, el personaje tallado en bulto,
que sale de un recoveco, está sentado
o avanza a gatas y, en ocasiones, lleva
en sus brazos un infante. En el llamado
Altar 4 de La Venta, Tabasco, se labró
una cabeza de jaguar, cuyas fauces
abiertas y amenazantes son la fuente
de donde brotan cuatro manantiales
(ver Figura 2). La imagen nos recuer-
da al Monumento 1 de Chalcatzingo,
Morelos, donde un personaje senta-
do con un bulto sobre las piernas se
encuentra dentro de una cavidad re-
presentada con las fauces abiertas de
un felino. En el Altar 4 de La Venta, al
igual que en el Monumento 14 de San
Lorenzo, el personaje central sostiene
con sus manos dos cuerdas que do-
blan las esquinas del trono para llegar
a otros personajes en los costados,
los cuales fueron labrados en relieve.
Estas cuerdas, cual cordón umbilical,
retienen, apresan o vinculan al perso-
naje central con otro individuo, acaso
sujeto o dependiente, real o simbólico,
del gobernante.
A la cueva se le concibió en varias etnias como la vagina dentada (Báez-Jorge, 1988;
Matos-Moctezuma, 1997). Para Doris Heyden (1985) o el Temazcalli, corresponde al baño
usado por las recién paridas. Este era una construcción que simbolizaba el útero o la ma-
triz y, consecuentemente, la cueva o lugar de la creación. Los mitos dicen que el origen
de varias etnias del Posclásico tuvo lugar en cuevas. En la mitología mesoamericana, por
ejemplo, el maíz, al igual que el ser humano, nace de la tierra y llega de manera heroica a
la supercie gracias a Quetzalcóatl, quien lo rescata del Mictlán, inframundo donde creó
a los humanos tras moler los huesos y regarlos con su sangre-esperma. Así, el interior de
Figura 2. Altar-trono 4 de La Venta Parque Mu-
seo de La Venta, Tabasco
Fuente: Fotografía del autor.
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la tierra se relaciona a un tiempo con la vida y con la muerte. Del mismo modo, el trono ol-
meca muestra la metáfora de la montaña sagrada, de cuyo interior emergía el gobernante,
heredero del reino y del poder.
Por otro lado, la vinculación del jaguar con las cuevas persistió por muchos siglos.
Por ejemplo, en códices como el Borgia, se observan guras como Tepeyolohtli, corazón de
la montaña y dios del interior de los cerros y las cuevas, a quien se le representa como un
jaguar humanizado. Para Ignacio Bernal (1982), Tepeyóllotl pudo tener su origen en la huma-
nización del jaguar. Entre los olmecas, los infantes de los tronos salían del inframundo con
rostros felinos, garras, colmillos, manchas y otros símbolos de poder. En el Códice Borbó-
nico, Tezcatlipoca aparece como Tepeyóllotl, con piel de jaguar. De acuerdo con Joralemon
(1995), Saville (1929) ya había relacionado al jaguar olmeca con Tezcatlipoca, un dios jaguar
azteca y patrón de los agoreros y magos, seres poderosos que estaban vinculados, en las
culturas indígenas, con los gobernantes.
Segundo acto: el ejercicio del poder
Aparte de la representación de la oquedad, tenemos otros temas en los motivos
ornamentales de los tronos. En el llamado Altar 1 de La Venta, solo se labró, en bulto, la
cabeza de un felino con fauces abiertas y amenazantes. En el Monumento 2 de Texistepec,
Potrero Nuevo, y en el Monumento 18 de San Lorenzo, el motivo central son dos niños o
enanos gemelos. En el segundo, los infantes sostienen hachas petaloides en sus manos,
mientras que, en el de Potrero Nuevo (ver Figura 3), alzan los brazos para sostener, cual
atlantes, un objeto rectangular que ha sido considerado como ojos de jaguar, fauces de
caimán (Cyphers, 2004) e, incluso, como el monstruo de la tierra (Cyphers 1996), este úl-
timo relacionado con el gobierno. Para nosotros, se asemejan más a las fauces celestes,
con nubes que derraman agua. Aquí los enanos, o niños, serían los cargadores del cielo y
harían lo mismo que los ayudantes del dios de la lluvia, tlaloquemeh o tepictoton, como se
les describe en varios mitos del Posclásico.
En Manatí, Ortiz y Rodríguez (1997) hallaron bustos y restos mortuorios de niños aso-
ciados con hachas de piedra verde, como las que portan los infantes del Monumento 18 de
San Lorenzo. Ortiz y Rodríguez sugieren que podrían ser “los tlaloques, chaneques o ena-
nos propiciadores de las lluvias … nacidos de las montañas, de los cerros y de las cuevas”
(p. 238). En este sentido, el mensaje que muestran los tronos con infantes es muy similar al
que vimos para la cueva. Representan a los hacedores de la lluvia, elemento indispensable
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para el crecimiento del maíz. En
dicho caso, el gobernante que
se sentaba en este tipo de trono
aseguraba controlar a los due-
ños de esta fuerza sobrenatural.
En una pintura rupestre
de Oxtotitlán, Guerrero, se ve a
un personaje con rasgos olme-
cas sentado en un trono. A su
imagen se le sobrepone la de
un águila arpía, ave que, junto
al jaguar, representó la fuerza
y el poder de los guerreros. Si-
glos después, entre los aztecas,
habrá dos poderosas órdenes
castrenses: los guerreros águila
y tigre, quienes pudieron haberse
iniciado entre los olmecas. Tronos similares se observan en escenas mayas pintadas y la-
bradas en relieve durante el Periodo Clásico. Sobre ellos, gobernantes olmecas y mayas po-
dían dar órdenes, condenar o absolver a sus vasallos, mandar a construir edicios o labrar
esculturas, invadir poblaciones o enviar mensajeros y comerciantes a territorios cercanos
o a territorios tan lejanos que se llevaba meses cubrir la distancia hacia ellos. En la gura
del trono, residía el poder olmeca; las imágenes y signos que lo decoraban respaldaban
las decisiones del gobernante y hablaban de la legitimación de su poderío. En ese sentido,
el tamaño del trono estaba relacionado con el poder del gobernante olmeca. Al respecto,
Cyphers (2004) explica que el tamaño es también una indicación de la jerarquía de los sitios,
ya que los mayores se encontraron en “las grandes capitales” (p. 238).
Tercer acto: la muerte del gobernante
El Monumento 14 de San Lorenzo es un trono que presenta, en todas sus caras, una
destrucción intencional. Posee desprendimientos y perforaciones rectangulares creadas
durante un proceso de reciclaje (ver Figura 4). Su destino, como el de otros tronos, era ser
convertido en una cabeza colosal, pero dicho proceso nunca se concretó, quizás a razón
Figura 3. Trono de Potrero Nuevo, Veracruz. Museo de
Antropología de Xalapa, Universidad Veracruzana
Fuente: Fotografía del autor.
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de que, en ese momento, se debió abandonar el sitio. Otros indicios de que los tronos se
pensaron para este destino se observan en el costado derecho de las cabezas colosales 2 y
7 de San Lorenzo (ver Figura 5), en donde aún se conserva parte del nicho de los tronos que
fue reusado para hacerlos. En la 7, incluso se aprecia al personaje que salía de estos. Cabe
destacar, además, que nueve de las diez cabezas de San Lorenzo tienen la parte posterior
plana, ya que era el lado del trono que estuvo asentado sobre el suelo (ver Figura 6).
Figura 4. Trono 14 de San Lorenzo Tenochtitlán, Veracruz. Museo de Antropología de Xala-
pa, Universidad Veracruzana
Fuente: Fotografía del autor.
En los monumentos 2, 3 y 4 de La Venta y en el Monumento A de Tres Zapotes,
podemos notar este mismo aplanamiento posterior en las cabezas, aunque no es tan evi-
dente. Cyphers (2004) señala que, por su lado, la cabeza 8 de San Lorenzo no presenta
esta característica. Tampoco se le observa en el Monumento Q de Tres Zapotes, el Mo-
numento 1 de La Venta y la cabeza de La Cobata. Esto, sin embargo, no es prueba de
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que estas cabezas colosales olmecas no hubiesen
sido, en algún momento, tronos, pues, de las 17 co-
nocidas, 13 de ellas presentan rasgos que hace su-
poner que lo fueron antes de ser recicladas para el
labrado de una cabeza colosal. En dicho caso, si los
tronos eran un bien útil para el ejercicio del poder,
¿por qué se convertían en cabezas colosales cuyo
sentido era simbólico? Hay una hipótesis tentadora
del por qué esto pudo ser así, pero es imposible de
probar. Según esta, una vez muerto el gobernan-
te, su trono se usaba para labrar su cabeza y así
perpetuar su memoria. Con ello, además, se legi-
timaba al heredero del poder de los ancestros. Al
respecto, el signicado de la cabeza humana entre
los pueblos mesoamericanos puede acercarnos a
la respuesta.
En la historia del arte universal, es poco
común encontrar obras que representen cabezas
exentas de un cuerpo y que, además, presenten los
rasgos faciales de los individuos a quienes pertene-
cieron. Dicho caso se observa en el arte de los ol-
mecas, quienes labraron este tipo de monumentos
en distintos sitios por alrededor de mil años (1200 a
300 a. C.). De la Fuente (1975) agrupa estas estruc-
turas monumentales bajo dos criterios estéticos: la
aparente ligereza” o “alargamiento en sentido vertical”, como las de San Lorenzo y el Mo-
numento Q de Tres Zapotes; y el aspecto pesado y forma de cubo, como las de la Venta, el
Monumento A de Tres Zapotes y La Cobata. Bajo esta clasicación, consideramos que, si
bien todas muestran un dominio de la forma, el equilibrio y la proporción, las más antiguas,
las de San Lorenzo Tenochtitlán, son las que muestran el pináculo del desarrollo estético
olmeca en este tipo de arte monumental.
Figura 5. Cabeza colosal 7 de San
Lorenzo Tenochtitlán, Veracruz.
Museo de Antropología de Xalapa,
Universidad Veracruzana
Fuente: Fotografía del autor.
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Se parte, así, de un estereotipo que
se maniesta a través de rasgos físicos,
como los ojos almendrados, el estrabis-
mo, la nariz roma, los pómulos salientes,
la rme barbilla, los labios gruesos, entre
otros. También aparece el atuendo, cons-
tituido por un tocado ceñido al cráneo y a
las orejeras, el cual complementa los atri-
butos distintivos de los gobernantes que
representan. El carácter y la autoridad de
cada uno de ellos parecen haber sido con-
siderados en los rostros, pues se proyec-
tan en gestos que, según el caso, sugie-
ren fuerza, meditación o sabiduría. Estos
se observan en las comisuras de la boca,
la barbilla y, sobre todo, en la mirada, que
no se aparta del espectador. Un ejemplo
es la cabeza colosal de La Cobata, que
es la de mayor tamaño entre las existen-
tes (su peso rebasa las 30 toneladas). Esta
posiblemente representa a un personaje
fallecido, cuya condición conocemos gra-
cias a sus ojos cerrados. Por otro lado, la
3 de San Lorenzo pudo representar una
mujer, algo que inferimos de su rostro me-
nos ovalado y labios más carnosos que
los de otras cabezas de este sitio.
En todos los casos, y en ello están de acuerdo los estudiosos aquí citados, el rea-
lismo de las cabezas colosales sugiere que representaron a seres vivos, terrenales, que
guraron como ideales de belleza y poder. Para Beatriz De la Fuente (1975), se trata de “re-
tratos de individuos particulares a la vez que símbolos culturales; son unidad y totalidad, el
individuo y el cosmos, lo material y lo sobrenatural” (p. 9). Quizá, en dichos retratos, se trató
de representar a individuos de la familia gobernante, cuyos rasgos faciales similares aludían
a un grupo étnico especíco. En vista de esto, se parte de las hipótesis formuladas por
Figura 6. Parte posterior de las cabezas co-
losales 3, 4 y 9 de San Lorenzo Tenochtitlán,
Veracruz. Museo de Antropología de Xalapa,
Universidad Veracruzana
Fuente: Fotografía del autor.
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investigadores que nos precedieron para presentar una nueva propuesta acerca del simbo-
lismo de las cabezas colosales. Para ello, analizamos tres aspectos de estos monumentos:
los materiales con que se labraron, los rasgos faciales y sus atavíos. En cuanto al primer
aspecto, dijimos que las cabezas colosales olmecas pudieron haber sido labradas a partir
de un trono para perpetuar la imagen y memoria del gobernante fallecido y, de ese modo,
legitimar el poder de sus descendientes.
En las culturas clásicas de otras latitudes, como la egipcia, griega, romana, india o
china, se labraron personajes relevantes (dioses o humanos) de cuerpo entero, tanto en es-
culturas de gran tamaño (Egipto y Oriente) como en esculturas de tamaño natural (Grecia y
Roma). Los olmecas, aunque probablemente con ese mismo n, labraron cabezas exentas,
donde los personajes eran identicados únicamente por su rostro y cuyo cuerpo pudo ser
considerado intrascendente, al resultar similar (aunque no igual) entre los seres humanos de
cada sexo. Por otro lado, como segunda hipótesis, proponemos que las cabezas simulan la
emergencia, desde el inframundo, de enormes gobernantes que trascendieron los planos
del cosmos. Nuestra tercera y última propuesta, que no excluye las anteriores, parte del
simbolismo que tuvo la cabeza humana y los atavíos de los personajes importantes en Me-
soamérica, pues, en ella se manifestaba el poder y la identidad de quien lo poseía.
Símbolos en los tocados de las cabezas colosales
Junto al estudio de la roca usada para labrar las cabezas exentas y de su simbolismo,
debemos revisar sus atavíos: el tocado y las orejeras. Los escultores no contaron con espa-
cio para labrar vistosos tocados y atavíos, como los que vemos en la Estela 3 de La Venta
(Beverido 1996). Con excepción de Tres Zapotes y La Cobata, donde los cascos están
exentos de decoración, en San Lorenzo Tenochtitlán (SL) y La Venta (LV), el breve espacio
del tocado tiene una serie de imágenes simbólicas en relieve, que, en ocasiones, aparecen
combinadas
6
. Dichas imágenes incluyen cabezas de ave (SL2), garras de ave (SL5, SL10,
LV1 y LV4), zarpas exentas (SL8 y LV3), cuerdas (SL3, SL4 y SL9), cuentas o chalchihuites
(SL1, SL6, SL7 y SL10) y gotas escurriendo (SL9). En LV3, estos motivos se han borrado con
el tiempo, pero se sabe que los tuvo.
6
Se usan las siglas siguientes: SL para las cabezas de San Lorenzo Tenochtitlán y LV para las de La Venta.
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Las aves representadas son de las familias Accipitridae (águilas y gavilanes) y Psittaci-
dae (loros y guacamayas), cuyas garras, identicadas por sus tres dedos, también aparecen
en el arte monumental. En cuanto a las zarpas exentas, se gura que pueden ser de jaguar.
Esto sugiere la existencia de una relación estrecha entre los gobernantes y seres volátiles
como el águila, el loro y la guacamaya, que, en el centro de México, entre los zapotecas y
entre los mayas, eran símbolos del sol. Por su parte, la cuerda es un instrumento que vincula
los planos del cosmos: el mundo subterráneo con el terrenal y este último con lo celeste.
Además, indica la unión entre dos o más individuos, un vínculo familiar o político, o bien, su
sujeción o captura. La cuenta o chalchíhuitl y las gotas que escurren simbolizan, por su parte,
el agua y, de manera genérica, la abundancia y lo precioso. En suma, tenemos en los signos
de los tocados ideas relacionadas con la guerra, la cosecha y la riqueza. Cabe destacar que
estos símbolos, aunque son distintos para cada gobernante, siempre se vinculan al poder.
La cabeza humana: ¿mazorca de maíz o pelota?
En Mesoamérica, la cabeza exenta se observa en dos contextos: como resul-
tado de la decapitación y como alegoría del maíz. En el primer caso, estamos ante el
resultado de una contienda, real o simulada, del juego de la pelota o de la guerra, donde se
obtenían cabezas trofeo que eran colgadas en un muro de cráneos tipo tzompantli o que
eran jadas como parte de la indumentaria de las personas guerreras, como se puede ob-
servar en las estelas mayas y en el mural 4044 de Las Higueras, Veracruz. En dichos casos,
la pelota era la metáfora de la cabeza en el acto ritual del juego. Este último constaba de
la performance de una contienda con guion prescrito, el simulacro de un acto bélico que
concluía con la decapitación de uno de los grupos contendientes, como vemos en la pintura
mural de Las Higueras, en las estelas de Aparicio (ver Figura 7) y en los relieves de Chichén
Itzá y Tajín, donde, en el muro del gran juego de pelota, se esculpió, frente a un jugador sin
cabeza, una pelota como metáfora del cráneo del decapitado.
Piña-Chan y Covarrubias, como fueron citados en De la Fuente (1995), propusieron
que las cabezas colosales aludían a los jugadores sacricados durante el juego de pelo-
ta, lo que los relacionaba con el inframundo. Desde esta óptica, no parece lógico que un
gobernante como los representados en las cabezas colosales hubiese tenido un destino
semejante. Por tanto, si bien, en las crónicas, monarcas como Moctezuma II y Netzahual-
cóyotl jugaron a la pelota, el desenlace del juego entre ellos no era la decapitación. Por lo
contrario, los perdedores decapitados, como sucedía en otros rituales, formaban parte de
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la performance ritual con desenlace predeterminado, el cual se repetía una y otra vez. Un
caso similar es el de la esta de tlacaxipehualiztli, espectáculo público donde, tras una des-
igual contienda, se mataba y desollaba a un cautivo.
Por otro lado, existe la posibilidad de que la cabeza del gobernante difunto repre-
sentase el renacimiento de este desde el inframundo como un acto propiciatorio y una
metáfora de la cosecha de mazorcas de maíz o cacao. Esta hipótesis es respaldada por el
mito de Hun-Hunahpú, escrito en el Popol Vuh. En este, la cabeza del dios, que colgaba de
un árbol con frutos en forma de calavera, preñó con su saliva a la doncella Ixquic (Recinos,
1984). La cabeza conservaba el poder de la sabiduría del orador (Naol Ahuchán), poder que
heredaron los descendientes de Hun-Hunahpú a través de la doncella, quien dio a luz a los
gemelos divinos: Hunahpú e Ixbalanqué. Posteriormente, estos bajaron a Xibalbá a jugar
pelota con los señores del inframundo en la cancha donde aún colgaba la cabeza de Hun
Hunahpú convertida en tortuga (símbolo de la supercie terrestre). Tras ganar la contienda,
los gemelos emergieron de Xibalbá como héroes fundacionales (Recinos, 1984).
En los vasos mayas pintados durante el Clásico tardío, se recrean algunas de las
escenas mitológicas descritas en el Popol Vuh (Reents-Budet, 1994). También, estas se ob-
servan en los relieves de estuco de Toniná, donde se halla una representación gráca de la
leyenda maya de los gemelos preciosos, siglos antes de que fuera escrita. Aun antes, en el
Preclásico tardío, se representó esta mitología precolombina en las estelas de Izapa, Chia-
pas. De acuerdo con Beatriz Barba de Piña (1998), los mitos del Popol Vuh se guran en las
estelas 2 y 10, donde se aprecia la relación del juego de pelota con los árboles frutales, y en
la estela 27, donde aparece la decapitación de Hun-Hunahpú; podemos ir más atrás a las es-
culturas olmecas del Preclásico temprano. En el 2003, desde Loma del Zapote, cerca de San
Lorenzo Tenochtitlán, Veracruz, se trasladaron a Xalapa para su protección (Morante, 2022)
cuatro obras que se consideran el conjunto escultórico olmeca más perfecto que se conoce.
Se trata de la representación de dos personajes gemelos que portan bastones y atavíos de
jugadores de pelota y que se enfrentan a dos felinos. Estos gemelos recuerdan a los que,
según el Popol Vuh, escenicaron el juego de pelota en el inframundo. En estas esculturas
olmecas del Preclásico temprano, ambos personajes se hallan frente a dos felinos que repre-
sentan el interior de la tierra, lugar donde los gemelos derrotaron a los señores de la noche.
El fruto-mazorca, alegoría de la cabeza humana, aparece en toda Mesoamérica.
En el Códice Borgia, se ven brotar del inframundo dos mazorcas con ojos y una cabeza
descarnada (Seler, 1980). Los zapotecos, por otro lado, muestran al dios del maíz, Pitao
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Cozobi, con un puñado de mazorcas sobre su ca-
beza, mientras que los nahuas hacen lo mismo con
la imagen de Cinteotl, su versión joven del dios del
maíz (Seler, 1980). Para los mayas, Yum K´aax, o
Yum Uil, también un dios joven, tenía una cabeza
tan deforme que su imagen nos recuerda a la de
una mazorca de maíz. Ana Barrios y Vera Tiesler
(2011) arman que “la cara prognata de la deidad
se corona con un volumen cefálico alargado y ta-
bular y de orientación reclinada, que parece emular
la forma de una mazorca” (p. 61). En las pinturas
de Cacaxtla, al igual que en sitios como Palenque
(Templo de la Cruz Foliada), vemos a la planta del
maíz representada con mazorcas como cabezas
humanas. Esta imagen hace pensar la cosecha del
maíz como una alegoría de la decapitación, como
la que se llevaba a cabo en el juego de pelota,
cuando del cuello del sacricado brotaba la sangre
en la forma de siete serpientes que se convierten
en Chicomecóatl, deidad del maíz (ver Figura 7).
Cuarto acto: el despojo del poder
Hacia nales del siglo X a. C., San Lorenzo
Tenochtitlán era un poblado con una zona habita-
cional de élite que se construyó sobre una meseta
conformada articialmente, desde la cual se domi-
naban las planicies aluviales del río Coatzacoalcos.
En este punto de la meseta, se veía contra el cielo, desde todos los ancos aledaños, un
majestuoso escenario, donde los grandes monumentos de piedra eran los actores de una
obra teatral en cuyo guion destacaba una genealogía de reyes representados a través de
cabezas colosales que dialogaban con diversas esculturas y mostraban mitos de origen y
destino. Era un teatro del cosmos, donde se representaba la narrativa del poder, al menos
hasta que llegó el nal. Hacia nales del siglo X a. C., los gobernantes de San Lorenzo y su
discurso genealógico fueron derrotados. Su derrota es presentada en las cabezas colosales
Figura 7. Estela de Aparicio, Vera-
cruz. Museo de Antropología de Xala-
pa, Universidad Veracruzana
Fuente: Fotografía del autor.
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a través de los daños intencionales
y las perforaciones circulares en los
rostros y tocados, a las cuales Be-
verido (1996) llamó “senos en nega-
tivo” (p. 238; ver Figura 8)
7
. A través
de estos daños y horadaciones, se
trataba de quitar simbólicamente el
poder ancestral a sus guras y, de
ese modo, retirarles su papel en los
mitos para que los dirigentes de los
invasores se apropiaran de ellos
8
.
Como se ha postulado para
los casos de otros grandes pueblos,
como los mayas y teotihuacanos,
las causas del despojo del poder de
estos gobernantes, sin duda, fueron
múltiples y de origen tanto interno
como externo. Entre las primeras
causas, se presume que pudo haber-
se dado una rebelión de los poblado-
res debido a una promesa hecha por
el gobernante, como el control de las
lluvias durante una época de sequía
o inundación. Las posibles causas
externas rondan desde la invasión de
otros grupos poblacionales hasta un
desastre natural, como una tormenta o huracán que causara la devastación de los pueblos
sujetos a la metrópoli. Hay una causa externa que ha sido poco mencionada y es que el río
7
Elizabeth Casellas (2004) habla de hasta 27 depresiones circulares en la cabeza 3 de SL y, aparte
de las depresiones circulares, una serie de acanaladuras intencionales.
8
Hay otras interpretaciones como que los daños y perforaciones intencionales se realizaban
durante ritos de nalización y que incluso el polvo que producía la piedra era ingerido por los
participantes (Casellas, 2004).
Figura 8. Cabeza colosal 9 de San Lorenzo Teno-
chtitlán, Veracruz. Museo de Antropología de Xala-
pa, Universidad Veracruzana
Fuente: Fotografía del autor.
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Coatzacoalcos modicó su curso y dejó de pasar cerca de la sede del poder. San Lorenzo
fue el centro de una economía-mundo poderosa en la Mesoamérica preclásica, tal como
después lo fueron Chichén Itzá, Monte Albán y Teotihuacán. Así como sucedió en Europa, en
cuyo caso Fernand Braudel (1986) habló de una sucesión de economías-mundo centradas
en las rutas comerciales, el alejamiento del río Coatzacoalcos, junto con su puerto vital para
San Lorenzo, pudo provocar que el pueblo dejara de creer en el poder de sus gobernantes
y que la nueva economía-mundo se moviese a La Venta, Tabasco, a orillas del río Tonalá.
Junto con las cabezas colosales, muchas otras esculturas fueron también mutiladas
y saqueadas. Cyphers (2022) arma que, para el momento en que se dio el despojo del
poder, más del 85 % de las esculturas de San Lorenzo estaban en proceso de reciclado.
Si bien el reciclaje de materiales de piedra fue común entre los olmecas, como lo vimos
con los tronos, creemos que, al nal de la vida de San Lorenzo, más que un reciclado, se
dio un saqueo. La piedra con la que se hacían las esculturas era traída desde muy lejos a
San Lorenzo, ya que era un material escaso y valioso en toda la región. Por ello, el sitio se
convirtió en la cantera de La Venta, a la cual llegaban en embarcaciones tanto obras com-
pletas como fragmentos de ellas. Cabe destacar, sin embargo, que esto último no fue el
caso de las cabezas colosales que, con rostros y tocados horadados y ya sin el poder que
transmitían, fueron derribadas y abandonadas en la meseta, serían devoradas por la selva
y olvidadas por el pueblo. De ese modo, ya no volverían a actuar en ese teatro de piedra y
barro y habrían de pasar treinta siglos para que una nueva cultura, alejada en el tiempo y el
espacio, las trajese de nuevo a la luz.
Conclusiones
Sabemos muy poco de la historia de la ciudad olmeca de San Lorenzo Tenochtitlán,
Veracruz, a pesar de haber sido habitada por más de tres siglos, tiempo que incluso so-
brepasa lo que ha durado la vida independiente de cualquier país de América. Ni siquiera
conocemos el nombre de los que fueron sus gobernantes. En la zona arqueológica, se han
encontrado alrededor de diez cabezas colosales, cuya presencia y número hace pensar
que cada uno de los líderes representados pudo haber estado en el poder por alrededor
de treinta años. Se conjetura, también, que uno más pudo haber muerto cuando el sitio
fue invadido y destruido, por lo que se hablaría de once gobernantes, número que baja el
promedio de reinado a 27 años, algo que se nos antoja lógico. En tres siglos (IX a XII d. C.),
la puesta en escena del poder olmeca se observaba desde todos los ancos de la ciudad
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sagrada: en lo alto, sobre las ricas planicies aluviales del río Coatzacoalcos y sus auentes,
que servían como una gran plataforma articial para lograr esa alegoría de la montaña sa-
grada que emerge de las aguas primordiales.
El ejercicio del poder de los gobernantes olmecas inicia, una y otra vez, con el primer
acto del labrado de su trono. A este se le tallaba en su parte frontal la imagen del gober-
nante, quien proclamaba su origen divino al mostrar en el trono su gura emergiendo del
interior de la tierra, de las fauces del jaguar, en brazos de un ayo o en su forma adulta. Pos-
teriormente, en un segundo acto, ejercía su poder terrenal desde el trono pétreo y al interior
de un palacio rojo como el sol. Desde allí, emitía órdenes de guerra y paz, de conquista y
comercio, de cosecha y cacería, y establecía las bases económicas de la sociedad que go-
bernaba. Libraba contiendas, reales o simuladas, contra pueblos aledaños en los campos
de batalla y en el juego de pelota, portando las insignias que lo vinculaban a los animales
más poderosos de selvas y pantanos: el águila y el jaguar, cuyas plumas, pieles y garras
eran símbolos de autoridad y amenaza. Era el guerrero, pero también quien propiciaba, de
manera real o simulada, la siembra y la cosecha, gracias al indispensable control del agua,
como demuestran las otras insignias: los chalchihuites y las gotas.
La tercera escena del poder del monarca se daba después de su muerte cuando,
de su trono, se labraba su cabeza en una escultura colosal, ya que, desde el inframundo,
permanecería como mediador de las fuerzas del cosmos: descendía al mundo oscuro,
como lo hizo Hun-Hunahpú y, una vez allí, era decapitado para que su poder pasase al
descendiente a través de su cabeza, como saliva fecundante, como el agua a las plantas.
La cabeza-mazorca era tallada en piedra con su nombre y sus facciones, junto a la de sus
ancestros y descendientes. Esta se veneró hasta que, en la cuarta y última escena de la
obra centenaria, fuerzas invasoras u otros gobiernos llegaron a convertir el pueblo en un
taller de reciclaje para llevar la piedra a una nueva capital olmeca en La Venta, Tabasco.
Entonces, muchas de las esculturas fueron mutiladas y saqueadas. Sin embargo, esto no
fue el de las cabezas colosales, a las cuales no se les recicló, sino que se les derribó y dejó
en el sitio, luego de horadar sus rostros y tocados para quitar el poder a los descendientes
y desmiticar su estirpe.
La idea de que el arte mesoamericano fue un instrumento del conjuro mágico con
“realismo mítico” (Westheim, 1972) se debe plantear como un mecanismo del poder y el
pragmatismo político. Los monumentos prehispánicos encarnaron escenas míticas a la par
de hechos históricos, proclamas religiosas y dinastías en el poder. Los héroes mitológicos
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se confundían con los gobernantes y se escenicaban alrededor de estos últimos actos
mágicos que repetían el drama de la creación del hombre y su alimento sagrado. Los aná-
lisis de la escultura olmeca, más allá de su mero contenido artístico, pueden traer una gran
riqueza a los estudios mesoamericanos, pues indagan en la historia de líderes que existieron
y fundamentaron su poder en raíces muy profundas, en mitos y rituales que incluso perdu-
ran hasta nuestros días. Tal vez nunca sepamos con exactitud hasta qué punto se modi-
caron las leyendas o qué mitos se mezclaron entre sí y qué elementos se les incorporaron
o se perdieron. De lo que no dudamos es que, en la sociedad olmeca de San Lorenzo Te-
nochtitlán, como entre los pueblos que le sucedieron, hubo una tradición religiosa compleja
que trató de explicar los orígenes del hombre y de los gobernantes desde el sitio donde se
guardaban los alimentos y demás riquezas de los pueblos y desde donde el poder divino
transitaba al poder terrenal.
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