Rev. Filosofía Univ. Costa Rica, LXIV (169) Mayo-Agosto 2025 / ISSN: 0034-8252 / EISSN: 2215-5589


Rocío Zamora Sauma

Ahí está la idea. La justicia como utopía. Fredric Jameson, in memoriam

Resumen: Con el propósito de rendir homenaje a Fredric Jameson a pocos meses de su partida, este artículo examina la función social de la utopía en su pensamiento y en diálogo con las prácticas de justicia transicional en Guatemala. En particular, con el Juicio Ixil y con el testimonio de una de sus testigos, Ana de León López. Se argumenta que, pese al ocaso de las grandes utopías revolucionarias del siglo XX, persisten otras formas de imaginación utópica. En esta vía, se plantea que ciertos procesos de justicia transicional, como el guatemalteco, pueden ser comprendidos como espacios donde se construye y reactiva la imaginación utópica según el sentido propuesto por Jameson. En estos casos, la utopía resurge desde la experiencia y desde el deseo de la propia historización y anhelo de justicia.

Palabras clave: Jameson, utopía, imaginación, justicia transicional, testimonio.

Abstract: In tribute to Fredric Jameson, a few months after his passing, this article explores the social function of utopia in his thought, in dialogue with practices of transitional justice in Guatemala –particularly the Ixil Trial and the testimony of one of its witnesses, Ana de León López. The article argues that, despite the decline of the great revolutionary utopias of the twentieth century, alternative forms of utopian imagination endure. It suggests that certain processes of transitional justice, such as the Guatemalan case, can be understood as sites where the utopian imagination is constructed and reactivated in the sense proposed by Jameson. In these instances, utopia re-emerges from lived experience and from the desire for historicization and justice.

Keywords: Jameson, utopia, imagination, transitional justice, testimony, future.

El utópico, sin duda, imagina que su esfuerzo
se eleva por encima de todas las determinaciones
inmediatas en una resolución global de todos los males
y las miserias imaginables de nuestra sociedad
y realidad en decadencia.

Jameson, La política de la utopía

Este artículo examina la función social de la utopía en el pensamiento de Fredric Jameson a partir de una frase pronunciada por Ana de León López, testigo en el Juicio Ixil celebrado en Guatemala en 2013. Lejos de constituir un análisis del proceso judicial en su conjunto, el texto se detiene en este gesto enunciativo para pensar la sobrevivencia de la imaginación utópica en contextos marcados por la violencia histórica y la exigencia de justicia. La frase de Ana de León López insiste en imaginar otras posibilidades, incluso frente al ocaso de la utopía diagnosticado por Jameson.

La imaginación utópica como deseo

Ana de León López fue una de las testigos presentadas por la querella en el primer juicio celebrado en una corte local contra un exjefe de Estado acusado de genocidio.1 Seis años después de la sentencia condenatoria (10 de mayo de 2013) y de su posterior anulación (20 de mayo de 2013), la entrevisté en Nebaj para hablar sobre su memoria del proceso judicial.2 En medio de su testimonio, pronunció una frase que resuena con la persistencia de la memoria: «Si luego pasan otras cosas, ahí está la idea.» Esta afirmación sugiere una distinción fundamental entre el pensamiento, las ideas y los acontecimientos del mundo social. Considero que esta diferencia resulta central para la reflexión sobre la actualidad de la imaginación utópica en nuestro tiempo, tal como nos la planteó Fredric Jameson en muchos de sus textos (véase por ejemplo Jameson 1991, 2002, 2003, 2004, 2015).

En los términos de Jameson (2004), la utopía es uno de esos «raros fenómenos cuyo concepto es indistinguible de su realidad, cuya ontología coincide con su representación.» (37) Esto quiere decir que la existencia de la utopía no depende de su concreción en un proyecto político dado. Por el contrario, su fuerza radica en la imaginación de aquello que aún no tiene lugar, en el deseo colectivo de lo que todavía no es. Su sentido emerge gracias a la actualidad de esta imaginación y al deseo que la impulsa. Esto no implica que desaparezca al materializarse en el mundo social, pero sí que, al enfrentarse a sus condiciones concretas, se vea transformada y restringida por ellas. En este sentido, la frase de Ana de León López puede leerse como una expresión situada de esa imaginación utópica: la idea, como concreción de un deseo que movilizó a muchos cuerpos a construir una transición en Guatemala, la cual se mantiene viva más allá de los reveses políticos o judiciales como una suerte de reserva de sentido y de porvenir.

Este tipo de casos me permite comprender la propuesta de Jameson desde una perspectiva situada: la utopía no como una abstracción, sino como una forma de deseo colectivo que, sostenida durante más de tres décadas, permitió que un juicio como el del caso Ixil llegara a realizarse. Esto se articula con la propuesta de Jameson, pues éste concibe la utopía no como un programa político acabado, sino como una fuerza que estructura la cultura y orienta las prácticas sociales, aun en contextos marcados por la represión o la demora histórica de la justicia. De hecho, es precisamente en este tipo de momentos de quiebre de lo político, cuando tiene más fuerza la utopía.

Lo anterior nos permite comprender que lejos de relegar la utopía al dominio de lo abstracto, Jameson la ubica en el núcleo de las fuerzas que configuran la cultura. La utopía nace del deseo y de la imaginación. Se entreteje con la ideología, con las posiciones de clase y con los procesos económicos, históricos y sociales. En esta articulación, la imaginación utópica se vuelve un espacio promisorio para la emergencia de la crítica al mundo que habitamos, pues demanda imaginar un «programa político radical» (38), anclado en la experiencia. En esta vía, Jameson no separa la utopía de la crítica y del impulso de transformación de las condiciones indeseables del mundo, por lo que, se vuelve preocupante la frase ¡ah, pero eso es utópico! como si hablar de utopía fuera hoy de personas ilusas o, como si la ilusión fuera hoy un delirio indeseable. ¿Qué nos dice esta desconfianza hacia la utopía sobre el estado actual de nuestra imaginación política?

Para el gran pensador norteamericano, el ocaso de la utopía en el mundo contemporáneo es más que un síntoma aislado. Se trata de un síntoma histórico y político. Es el resultado del «debilitamiento del sentido de la historia y de la imaginación de la diferencia histórica que caracteriza la posmodernidad.» (Jameson 2004, 38) Resulta de un tiempo marcado por la convergencia entre la lógica del capitalismo tardío, la globalización y la disolución de los horizontes narrativos que alguna vez organizaron el pensamiento social.

Por otro lado, este ocaso de la utopía está vinculado a la transformación de la experiencia del tiempo. Como señala Jameson (2003, 699), las propuestas filosóficas y estéticas de las revoluciones modernistas habitaron una doble temporalidad: por un lado, el mundo premoderno, rural y feudal; por otro, la aceleración urbana e industrial que caracterizaba la modernidad. Entre estos dos mundos, la imaginación utópica emergió como una forma de diagnóstico y como proyecto para imaginar una realidad alternativa. Sin embargo, en la posmodernidad, cuando la modernización se volvió supuestamente homogénea y el capitalismo global fue erradicando aquellas experiencias de temporalidades alternativas, se fue también diluyendo la posibilidad misma de concebir una diferencia histórica. Así, la utopía no solo se debilitó como horizonte político para imaginar otros órdenes, sino que se volvió anticuada, como si el mundo no requiriese de otras alternativas, como si hubiésemos encarnado otro momento pre-crítico de la historia.

Las grandes utopías textuales se distanciaron de esto, precisamente porque realizaron un diagnóstico del mundo que habitaron, lo que las llevó a imaginar otro lugar desde el cual fuese posible erradicar las condiciones del mal diagnosticado. Es decir, separaron lo actual de lo posible. Como afirma Jameson (2004, 40): la «circularidad utópica se convierte al mismo tiempo en figuración y programa políticos y en instrumento de crítica y diagnóstico.»

La apuesta por una alteridad sistémica requiere entonces de la figuración programática. Jameson destaca el placer que surge al imaginar un espacio donde el trabajo del espíritu se libera de la alienación, un «Scalextric de la mente.»3 Esta liberación surge, además, de «la suspensión de lo político» (Jameson 2004, 44), cuya detención provoca un doblez de ese mundo que produce distancia afectiva y epistémica. Este doblez del mundo opera como un pliegue que abre una nueva perspectiva, generando un extrañamiento que desnaturaliza lo dado y permite cuestionar su aparente inmutabilidad. Desde esta posición, se produce un efecto de distanciamiento en sentido brechtiano (V-Effekt), que escinde lo que antes parecía natural e incuestionable y lo ubica en el plano de lo histórico. Es en este gesto donde la utopía cobra vida, no solo como un espacio crítico, sino también como un programa productivo en el que las piezas encajan y se desplazan dentro de un circuito dotado de estructura lúdica – como en el juego scalextric. Todo esto ocurre aun cuando ese otro y no lugar que define la utopía no llegue a realizarse en el mundo real. Por eso, el concepto de la utopía es indistinguible de su realidad, pero no por ello irreal.

Es en este sentido que cobra vital importancia la pregunta de Jameson en La política de la utopía sobre si ésta sigue desempeñando un papel significativo en el presente (37). Considero que esta cuestión continúa siendo crucial no solo para mi generación, sino también para las generaciones futuras, ya que enlaza dos interrogantes fundamentales: por un lado, el lugar y la existencia de la imaginación política en la configuración de un futuro más justo; por otro, la vigencia de lo social y lo colectivo en una época de crisis, donde se abren las puertas para gobiernos fascistas en diversas partes del mundo. No se trata únicamente de un problema textual o filosófico abstracto, sino de la posibilidad real de que las nuevas generaciones nos reconozcamos como agentes políticos capaces de imaginar y construir alternativas al orden existente. En esta vía, este artículo busca responder a la pregunta planteada por Jameson, poniendo en diálogo la afirmación de Ana de León López con la perspectiva sobre la función social de la utopía. Propongo que la justicia transicional y la lucha por la memoria histórica constituyen prácticas de resistencia al debilitamiento del sentido de la historia en la posmodernidad, así como del sentido de la producción de comunidad social. A través de las prácticas en procesos de transición (i.e. de reunión, organización, de justicia, de memoria), se busca recuperar la capacidad de imaginar y proyectar un futuro alternativo, transformador, aun cuando parezca imposible.

En la primera parte, sintetizo algunas de las características que Jameson atribuye a la utopía en La política de la utopía con el objetivo de ubicar la idea del ocaso de la utopía. En la segunda parte, argumento que la justicia transicional y la lucha por la memoria histórica pueden entenderse como prácticas utópicas que, pese a las restricciones encontradas en sus mecanismos de institucionalización, revelan su fuerza para activar la función social de la utopía.

El ocaso de la utopía y la resistencia

Según la interpretación de Jameson (2004), en la tradición de las utopías textuales, la imaginación utópica realiza un diagnóstico de los aspectos que definen la naturaleza humana (Tomás Moro), o de las estructuras histórico-políticas que han producido ciertos fenómenos (Karl Marx). Según estas utopías, la pobreza o la injusticia social se explicarían desde, por ejemplo, la codicia humana (Moro) o, las estructuras histórico-sociales (Marx). Para Jameson, lo realmente utópico de este tipo de textos no reside en el tipo de explicación sobre las causas, sino en la descripción de «la organización utópica y de su vida cotidiana.» (40) Es este diagnóstico el que lleva a la creación de programas políticos que buscan organizar de forma distinta la vida cotidiana, como ocurre con la apuesta por la abolición de la propiedad privada en ambas aproximaciones, la de Moro o la de Marx.

En estas utopías, las de Moro y Marx, se traduce un deseo de construcción de una sociedad alternativa. Pero esto no quiere decir que la existencia de la utopía dependa de su concreción, pues, como se explicó antes, su concepto es indistinguible de su realidad. La existencia de la utopía reside justamente en el acontecimiento de la imaginación utópica y en el deseo que la constituye. Aquí es importante indicar que no se trata de una mera ideación que estaría en el plano de las ideas de un solo individuo, sino de una potencia marcada por el deseo inscrito en el mundo social.

Por otra parte, la idea de construcción de una sociedad alternativa tampoco quiere decir que su concreción ocurra sin restricciones, pues la utopía tiene una naturaleza textual que, una vez desplazada al plano de su ejecución en condiciones específicas, debe enfrentar una serie de dificultades y restricciones. Aquí podemos retomar de nuevo las palabras de Ana de León López: «Si luego pasan otras cosas, ahí está la idea.» Esa idea que quedó después del proceso judicial recoge un proyecto político anticolonial de larga data, desde el cual se ha producido un diagnóstico de las condiciones de la producción de la miseria y la violencia en Guatemala. A su vez, este proyecto anticolonial que toma lugar en el contexto de la justicia transicional busca imaginar una sociedad alternativa capaz de erradicar esas condiciones históricas. Este proceso judicial fue parte de ese programa y del desarrollo de una puesta en escena del lugar de la esperanza. Lo que llevó a todas las personas que asistieron a la Sala de Vistas del Palacio de Justicia era el deseo de una transformación de la historia. Es un deseo colectivo que se materializa también en esos espacios de reunión.

Ahora bien, aun cuando la materialización de la utopía es independiente de su constitución como deseo y programa, el diagnóstico sobre las utopías insiste en vincularlas. En esa vía, podría interpretarse que la anulación ilegal de la sentencia condenatoria a Ríos Montt en este juicio fue una suerte de fracaso. Pero esto no es así. La existencia del deseo llamado utopía no deja de existir al encontrarse con las condiciones restrictivas de la sociedad. En otros términos, la utopía no está en el orden de los resultados, sino en la vida social, en los procesos; en eso que constituye comunidad social y política. La búsqueda de ejecución de un programa utópico tiene que enfrentar las condiciones y restricciones de los órdenes políticos y sociales que enfrenta. Siempre. Por ello, cuando juzgamos un proceso histórico por sus resultados mínimos en el plano de la realidad social, histórica y cultural, restringimos el evento a un momento muy singular. Lo deshistorizamos.

El desprestigio de la utopía hoy tiene que ver con el tipo de hermenéutica de la temporalidad posmoderna que se revela en el ejemplo anterior. Esta se encuentra marcada por «una disolución del pasado y el futuro, una especie de encarcelamiento contemporáneo en el presente.» (Jameson 2015, 128) Según esto, lo sucedido estaría resuelto en un momento singular: la anulación ilegal, por ejemplo, de la condena a Ríos Montt el 20 de mayo de 2013. Esta comprensión anularía todo el proceso de organización social que define su propia materialización: i.e. los procesos que lo hicieron posible o la escucha pública y mediática de los cruentos testimonios sobre lo sucedido bajo la dictadura de Ríos Montt. Ahora bien, esta anulación no es posible, porque históricamente ya se materializó y porque las personas recuerdan esta materialización. Aquí está la labor política de la memoria. Otro ejemplo reside en la interpretación sobre el fracaso de la experiencia de los proyectos políticos socialistas y comunistas del siglo XX, como si parte de nuestros mundos de vida no fueran el resultado de estos mismos proyectos y movilizaciones sociales: i.e. los códigos del trabajo, la ampliación de la justicia social para las mujeres y otros sectores, o los propios fracasos que forman parte de esa misma experiencia social.

No obstante, esta interpretación histórica más amplia de los eventos no incide en el plano de los discursos hegemónicos actuales. Según Jameson (2004), si el término utopía sobrevive todavía en nuestra época a la obsolescencia general de la producción informatizada y de los avances científicos, esto es porque todavía nos ayuda a distinguir entre derecha e izquierda. «Así pues, lo «utópico» ha pasado a convertirse en una palabra en clave de la izquierda para decir socialismo o comunismo; mientras que, para la derecha, se ha vuelto sinónimo de «totalitarismo» o, en realidad, de estalinismo.» (Jameson 2004, 37) Entre ambas, añade Jameson, el uso de los términos de utopía y de la idea de un cambio radical sobrevive hoy al lado de la violencia y la dictadura, medios únicos para la subsistencia de los cambios sistémicos de los proyectos utópicos.

El historiador colombiano Mauricio Archila Neira (2024) también asocia el ocaso de la utopía con el juicio histórico a los proyectos políticos y colectivos del siglo XX, señalando cómo la noción de un cambio progresivo hacia el futuro se derrumbó junto con la caída del muro de Berlín. «Las miradas colectivas entran bajo sospecha de ser larvados totalitarismos. El programa de la historia total, de la gran síntesis, ya no está al orden del día.» (46-47)

Ahora bien, ni Archila ni Jameson se limitan a aceptar este colapso como un destino ineludible; ambos lo abordan como un diagnóstico crítico de nuestra época. A mí parecer, cuando Jameson enfatiza el carácter imaginario de la utopía en el contexto del declive de los grandes proyectos revolucionarios, lo que se propone es desvincular la utopía del comercio de la imaginación del futuro que ha caído presa de la lógica de la producción informatizada y de las condiciones y exigencias creadas por el capitalismo tardío y posmoderno. Con ello, es posible pensar la actualidad de la utopía en otro tipo de propuestas que escapen al juego derecha-izquierda en el cual ha quedado rezagada.

El contexto de la justicia transicional es uno de ellos, pues busca plantear un proyecto que no se limita a la reconstrucción del orden político y social, sino que aborda una transformación más profunda de las estructuras históricas y culturales que han sustentado la violencia y la opresión. A través de este enfoque, se reconfiguran las relaciones sociales y se redefinen los horizontes de lo posible, abriendo paso a una visión alternativa que no depende de la ejecución inmediata de un programa, sino de la persistencia del deseo utópico. En este sentido, la justicia transicional se convierte en un espacio donde la utopía sigue viva, más allá de su materialización concreta, y sigue operando como un principio crítico que pone en cuestión el statu quo, mientras sigue alimentando la imaginación de un futuro más justo.

Ciertamente este planteamiento también ha sido desvalorizado y, como vemos hoy, pone a sus detractores a encabezar los proyectos fascistas actuales. El recorte en los fondos destinados a los proyectos de memoria histórica en los actuales gobiernos de Trump, Bukele y Milei, recogen los reproches hacia la lógica de los derechos humanos. Pero, justamente, este recorte o desaparición de fondos reconoce el importante carácter de resistencia de este tipo de proyectos de memoria y de derechos humanos. Los gobiernos fascistas los ven como una amenaza. En esta línea, Kathryn Sikkynk (2018) cuestiona la idea según la cual el desarrollo de los derechos humanos es una instancia «extranjera,» producto del mundo académico del norte global, una «forma de imperialismo cultural.» (79) Para Sikkynk, esta suposición ha creado un pesimismo generalizado que no reconoce el carácter pionero de distintos países del sur global en la construcción de la historia del derecho y de los procesos de construcción política, como por ejemplo, el caso de la constitución mexicana (1917), primera en el mundo en articular derechos civiles políticos, económicos y sociales.

Los estados poscoloniales en África y otras regiones lideraron el camino hacia un régimen más fuerte de derechos humanos en los sesenta, cuando se movilizaron contra el apartheid y la discriminación racial y construyeron las primeras instituciones internacionales de derechos humanos fuertes. (Sikkink 2018, 24)

Jameson (2004, pp. 42-43) también señala que el manifiesto o la constitución son discursos que han tenido una forma utópica porque fueron formulados según disposiciones que no se habían materializado. En este espíritu, las leyes y las constituciones realizan un diagnóstico de las conductas nocivas que buscan impedir. Este tipo de interpretaciones rescatan justamente el carácter imaginario y utópico que tuvieron nuestras sociedades en el pasado. No reconocer el carácter histórico de nuestro presente o las fuentes de su producción, incurre en una suerte de injusticia social contra las generaciones. En este sentido, la memoria implica un proyecto que se debate la cuestión de la justicia.

Por otro lado, el momento utópico está marcado por una suspensión y separación de lo político, por períodos de gran agitación social en los cuales no se vislumbra una dirección clara, donde «la realidad parece maleable, pero no el sistema» (Jameson, 2004, p. 46). En tales coyunturas, la distancia con las instituciones abre un espacio libre para la ideación, lo que permite que la utopía emerja. Como apunta Jameson, uno de los principales rasgos de la utopía es la «incapacidad para imaginar un futuro» (Jameson, 2004, p. 47). En esa imposibilidad, se imagina.

En este contexto, la vigencia de la utopía, desde mi perspectiva, radica en aquellos proyectos que exigen una transformación sistémica sin recurrir necesariamente a la conquista o a la administración del aparato estatal. Entre estos, está la justicia transicional. También las utopías feministas que encajan en lo que Jameson (2004, 49) denominó el «cuadro utópico.» Estas articulan un diagnóstico histórico y estructural del patriarcado a partir del cual emergen las propuestas políticas. Bajo esta insignia, quiero enfocarme a continuación en la frase antes enunciada de Ana de León López: «Si luego pasan otras cosas, ahí está la idea.»

Si luego pasan otras cosas, ahí está la idea

El primer día de audiencias del Juicio Ixil, la sala no estaba completamente llena. Sin embargo, a medida que avanzaban las sesiones y el juicio tomaba forma, el espacio comenzó a desbordarse. Día tras día, las filas para ingresar se hacían más largas, mientras el interés crecía y los intentos de obstruir el proceso añadían tensión al ambiente. Las personas entrevistadas entre el año 2017 y el 2019 me expresaron su asombro al momento en que, recordaban, inició el Juicio Ixil: no podían creer que, finalmente, Ríos Montt sería juzgado por una corte oficial y nacional. Hasta el año 2012, Ríos Montt había conservado su inmunidad parlamentaria, debido a los cargos políticos que continuó ocupando a pesar de las distintas denuncias nacionales e internacionales en su contra. Intentó ser presidente de la República en más de una ocasión y llegó a presidir el Congreso, perpetuando su influencia en la política guatemalteca.

Cuando entrevisté a Ana de León López, quise entender cómo percibía el juicio seis años después de su sentencia. Ana de León López llegó a Nebaj desde la comunidad en la que vive. Lejos de los centros urbanos; con condiciones muy lejanas a las condiciones de la posmodernidad industrial. Para ella, aquel proceso fue crucial al permitirle enfrentar al exdictador y relatarle lo que había visto y vivido. También le pregunté cómo se sintió al tener a Ríos Montt en la misma sala, y su respuesta fue decisiva: «Que Ríos Montt oiga su hecho. Tal vez él no lo hizo con su mano, pero él le pagó al Ejército para ir a matar a la gente. Para que nosotros acabáramos, pero nosotros no acabamos». Ana de León describió el micrófono como un medio que «traducía la palabra» y encontró en el público una fuente de fortaleza: «Yo sentía que me daban valor porque hay quien me mire. Si [fuera] solo yo, entonces no voy a poder». Ese apoyo colectivo fue fundamental para que pudiera hablar, incluso entre sollozos y la tematización del dolor.

El estudio de los registros audiovisuales de la Corte de Justicia de Guatemala evidencia cómo la testigo se dirigió directamente al dictador, interpelándolo con indignación sobre si él hubiera soportado las mismas condiciones a las que sometió a los habitantes de Sacsiguan, en el Departamento del Quiché, al norte de Guatemala; condiciones que, como se recordó en este proceso, eran comunes a muchos pueblos desplazados por el Ejército y las Patrullas de Autodefensa Civil. En su testimonio, declaró:

¿acaso va a aguantar el señor si lo sacamos al señor unos cuantos días bajo el aguacero; lo vamos a sacar sin comida y sin nada? ¿Y será que el señor va a aguantar a comer sin sal?4

El señor ahora aparece como una figura debilitada. La capacidad de los testimonios para poner en crisis la sedimentación de estructuras históricas coloniales se manifestó en múltiples momentos del juicio. Este proceso no solo hizo visibles las experiencias de violencia sufridas por las comunidades indígenas, sino que también puso en marcha una inversión de las posiciones históricas de poder: ahora eran Ríos Montt y sus colaboradores quienes enfrentaban la acusación. Los contrainterrogatorios hicieron aún más explícita una cuestión de fondo: los límites de lo humano en términos de especie y la exclusión de ciertas poblaciones del orden político colonial. En América Latina, este proyecto de exclusión no terminó con la independencia, sino que se perpetuó en los modelos políticos de los siglos XIX y XX. El genocidio tiene su propia historicidad. Por ello, frases repetidas por los testigos en el juicio como era como si no fuéramos humanos, no solo denuncian el genocidio, sino que interpelan la propia estructura histórica de Guatemala. Este diagnóstico es esencial a la utopía, en la medida en que no puede haber proyecto utópico que no realice una perspectiva sobre las causas de los males o problemas que se quiere transformar. Los procesos de justicia transicional hacen este diagnóstico y proponen un proyecto social y sistémico alternativo.

Por otra parte, en su análisis del testimonio, Carolin Emcke (2013, 25) sostiene que el testimonio no se limita a una discusión entre lo objetivo y lo subjetivo, sino que plantea el problema de la comunidad y la posibilidad de su reconstrucción desde el marco de la justicia. Kimberly A. Nance reconoce también que el testimonio,

is not only a text. It is a project of social justice in which text is an instrument […] Although the genre is frequently characterized as didactic, that description fails to recognize that the goal of testimonio is not only to educate readers about injustice, but to persuade those readers to act. (2006, 19)

Desde mi lectura, tanto Emcke como Nance permiten revelar la dimensión utópica de la complejidad del testimonio. Asimismo, Derrida (2005) inscribe el testimonio en el ámbito de la ética, donde el juramento implica un compromiso ineludible con las personas destinatarias. En este gesto se materializan una promesa y una responsabilidad que interpelan tanto a los oyentes del futuro como a la memoria del pasado. Como dice Derrida,

Témoigner en appelle à l’acte de foi à l’égard d’une parole assermentée, donc produite elle-même dans l’espace de la foi jurée (‘je jure de dire la vérité’) ou d’une promesse engageant une responsabilité devant la loi, d’une promesse toujours susceptible de trahison, toujours suspendue à cette possibilité du parjure, de l’infidélité ou de l’abjuration. (Derrida 2005, 36)

Para Derrida, el testimonio es performativo porque en el instante en que dice, hace lo que dice: testimonia. Al hacerlo, produce un acto de fe en la palabra jurada y una promesa que conlleva responsabilidad, pues esta promesa siempre es susceptible de traición o perjurio. Quien escucha, puede también no atender al llamado del testigo. En el contexto de la proliferación de la tradición testimonial en América Latina, la pregunta por el testimonio también supuso un proyecto utópico de escucha. ¿Es posible escuchar a la persona subalterna? ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo entender allí lo colectivo y el carácter histórico de esa responsabilidad?

Jameson (2002) reconoce esto al establecer un vínculo entre testimonio, anonimato, colectividad e identidad subalterna.

Ciertamente la anterior discusión sobre anonimato careció de una discusión complementaria sobre identidad colectiva. Creo que ésta es y siempre debería ser una identidad subalterna, y que de alguna manera profunda la religión en todas sus formas (desde la superstición hasta las fantasías orientalistas sobre el carácter de lo islámico): es siempre lo que está escondido detrás de los «conceptos» de la etnicidad de otras personas. Pero es muy difícil hacer justicia a la dialéctica de la otredad sin una complejidad que tiende a ser trabajosa e ilegible; deja su huella aquí en la diferenciación misma entre el Primer y Tercer Mundo algo que me conduce a una calificación final, a saber, que este énfasis «anónimo» sobre anhelos y necesidades no debe pensarse como finalmente ausente en los recientes desarrollos culturales en el Primer Mundo tampoco. (143)

Los testimonios de personas subalternas revelan condiciones específicas que expresan un lenguaje colectivo, un lenguaje compartido por poblaciones empobrecidas o, en términos deleuzianos, minoritarias, en distintas partes del mundo. En el caso de la utopía, dice Jameson (2004), «la perspectiva pasa a ser completamente anónima» (419). Es decir, la utopía opera como un espacio de anonimato que, al mirarse desde la labor testimonial, adquiere un rostro al mismo tiempo individual y colectivo. En esta tensión entre lo colectivo y lo individual es donde la figura del testigo en los juicios por genocidio adquiere su dimensión utópica.

En su demanda de justicia, el testimonio convoca a múltiples sujetos alrededor del mundo que pueden verse reflejados en su reivindicación. A saber, lo sucedido en Guatemala ocurrió allí, pero no únicamente allí. Por ello, Jameson (2002) afirma: «Estos son los espacios en que Esteban Montejo confronta el remolino de las guerras de independencia cubana; los mismos a través de que Rigoberta siente la violencia de los mercenarios y el ir y venir de los ejércitos represivos por la tierra de Guatemala.» (144) Los mismos quiere decir los lugares donde se sedimenta una lógica que hermana situaciones particulares en distintos tiempos y espacios con una lógica general.

En el Juicio Ixil, entonces, se exponía una forma de utopía que no solamente existe en Guatemala, sino en otros espacios, como ocurre actualmente en los procesos de difusión de las memorias históricas y colectivas en Colombia. Desde el Juicio Ixil en Guatemala se abrió la posibilidad de confrontar escénicamente el remolino histórico colonial. La imagen de Ríos Montt sentado en el banquillo de los acusados constituyó un triunfo de la ejecución del proyecto utópico de la justicia transicional y de las múltiples estrategias articuladas por los movimientos sociales e indígenas en Guatemala. Aunque el dictador quedó en libertad condicional apenas diez días después de haber sido condenado, la importancia de este proceso no radica únicamente en el castigo penal. Eso no nos permitiría comprender su dimensión utópica. Más allá del encarcelamiento, lo relevante es la construcción de un proyecto colectivo que, en otros momentos, parecía imposible. Según mi perspectiva, si bien en múltiples ocasiones este proyecto se vio frustrado, el carácter utópico reside en la producción de un deseo y de una creencia en la transformación sistémica capaz de revertir las condiciones históricas impuestas a los sujetos políticos. En otras palabras, lo que impulsó a Ana de León López y a muchas otras personas a ingresar a la Sala de Vistas del Palacio de Justicia de Guatemala fue un anhelo profundo de transformar radicalmente las estructuras coloniales y la violencia que han definido la historia del país. Aquí se muestra el carácter totalmente histórico y material del proyecto utópico de la justicia transicional, su matriz.

Para Hartog (2012), la justicia transicional revela un tiempo intermedio, de transición, entre un antes y un después, pasado y futuro: «es esa esclusa en la que, en el presente del cara a cara entre víctima y victimario, pueden elaborarse las condiciones para que el tiempo pueda ponerse nuevamente en marcha.» (15) Este es, sin duda, uno de los aspectos más importantes que revelan el carácter utópico del Juicio Ixil y su relación con una temporalidad otra.

Notas finales

La frase de Ana de León López captura uno de esos momentos donde destella y se activa la posibilidad de la utopía. La razón por la cual Ana de León, así como muchas otras personas se presentaron en la sala de justicia en el Juicio Ixil, reside en un deseo de transformación radical de las estructuras históricas y coloniales de la historia guatemalteca. En este contexto, el uso del condicional en su declaración no solo refleja la incertidumbre del proceso, sino que también subraya la firmeza de una lucha persistente por la justicia social e histórica, que está lejos de ser un simple reclamo de castigo penal. Este juicio, como muchos otros en la historia de la justicia transicional, no solo se enfrentó a las restricciones inmediatas del sistema, sino también a las limitaciones impuestas por una historia profundamente marcada por la violencia, la injusticia, la opresión y el empobrecimiento de amplios sectores de la sociedad. La justicia transicional, por lo tanto, se articula como una forma de utopía, que se distancia de las instituciones existentes y propone nuevas formas de organización social.

Es en este punto donde la propuesta de Jameson ofrece una distinción muy importante para pensar la actualidad de la utopía. Jameson nos recuerda que la utopía no es simplemente una construcción teórica o un ejercicio de imaginación idealista, sino una proyección de deseo social profundamente enraizada en las condiciones materiales de la sociedad. Jameson no cae en la oposición idealismo-materialismo, sino que posiciona la utopía como la apertura de un espacio donde esta polaridad se complica; se pone en tensión.

La utopía y el proyecto político no coinciden siempre, sin embargo hay momentos donde la utopía pareciera ubicarse entre las cosas. La exigencia en estos momentos se vuelve masiva y deja de reconocer el lugar de la utopía como deseo e imaginación. En el caso de Guatemala, este juicio se presentó como una manifestación de la utopía, que tuvo una existencia no solo en el plano textual, sino también escénico y performativo. La ejecución de un programa utópico es en sí mismo otro momento de la utopía, pero ahora restringida, limitada a su encuentro con las fuerzas sociales y los modos de producción. En este sentido, resulta insulso pensar estos proyectos únicamente en términos de éxito o fracaso o éxito de un cierto final.

Por otro lado, la ejecución de la utopía encierra el miedo de un mundo conocido y familiar que tendría que acabar. Un «miedo a la muerte», a perderlo todo, como dice Jameson (2004, 52) hacia el final de La política de la utopía, un «miedo a la aphanisis, o pérdida del deseo» (53). La utopía requiere también ocuparse de esto: realizar un diagnóstico de su propio deseo. Esta labor es propia de la crítica y, desde ese espíritu, es que surge mi interés hoy por pensar en cómo dar lugar nuevamente a la utopía no como delirio, sino como necesidad. Es así que la utopía puede presentarse más allá de la resolución de los males inmediatos, para ser ubicada en un esfuerzo de historización colectiva que busque imaginar una solución global a las contradicciones fundamentales de la sociedad. En los términos de Jameson: «El utópico, sin duda, imagina que su esfuerzo se eleva por encima de todas las determinaciones inmediatas en una resolución global de todos los males y las miserias imaginables de nuestra sociedad y realidad en decadencia.» (Jameson 2004, 48) Lo hace desde el suelo que le permite imaginar su vuelo, desear la partida. Construir una línea de fuga para este ocaso.

Justamente, Ana de León nos propuso una sentencia de mucha lucidez al indicar que el gesto de imaginar otra cosa queda como una promesa a las generaciones que vienen – «ahí está la idea.» Esta es nuestra responsabilidad frente al juramento de los testigos que traen la promesa del futuro.

Notas

1. Este proceso judicial se realizó entre marzo y mayo del año 2013 en Guatemala [en adelante, Juicio Ixil]. Un amplio análisis de este proceso lo realizo en mi tesis doctoral «Cuerpos, archivos y espectros coloniales. Performatividad y teatralidad en el Juicio Ixil por crímenes de genocidio y deberes contra la humanidad (Guatemala, 2013)» (Freie Universität, Berlín, 2021).

2. Entrevista realizada en el Centro Acción Legal en Derechos Humanos [CALDH] en Santa María Nebaj, 1.03.2019. Registros personales.

3. El Scalextric es un juego que consiste en un sistema de circuito cerrado de carreras de autos a escala con una pista eléctrica.

4. Transcripción propia de los Videos oficiales de la Corte de Justicia de Guatemala. Testimonio del 1 de abril de 2013, Sala de vistas, Palacio de Justicia. Estos registros fueron facilitados por CALDH.

Referencias

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Rocío Zamora-Sauma (mariadelrocio.zamora@ucr.ac.cr) es profesora asociada de la Escuela de Filosofía de la Universidad de Costa Rica y editora de la Revista de Filosofía (UCR). Realizó el doctorado en el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Libre de Berlín y la Maestría en el programa Europhilosophie en las universidades de Luxemburgo, Toulouse II-Le Mirail y la Universidad Católica de Lovaina en Bélgica. Sus investigaciones y publicaciones abordan temas de filosofía contemporánea, memoria, archivo, pensamiento latinoamericano y estudios espaciales, con énfasis en perspectivas críticas y estéticas.

Recibido: 1 de abril, 2025. Aprobado 10 de abril, 2025.