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Poéticas de la [no] existencia...
Revista humanidades, 2025 (Julio-Diciembre), Vol. 15, Núm. 2, E62855
Según el relato bíblico en el libro de Génesis, ante la presencia de Adán fueron llevados todos
los seres vivos para darles un nombre (Reina-Valera, 1960, 2 Gén. 19:20). El lenguaje siguió evo-
lucionando: aprendimos a decir lo que sentimos de determinada manera. Sin embargo, algunas
cosas se han quedado atrapadas en el cuerpo, sin nombre propio. Hay un lenguaje que no alcan-
za a dar cuenta de esta muerte; no hay cómo nombrar esta herida. Este cuerpo desaparecido se
ha quedado en silencio en todo sentido, en ausencia y sin nombre para reconocerlo como dolor
o como pérdida:“Yo tengo a mi hija de 17 años desparecida” (Rosa, comunicación personal).
Esta hija, por ejemplo, siempre tendrá 17 años. Don José
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, el archivador de legajos en el regis-
tro civil y encargado de cambiar el estatus de vivos a muertos, sigue esperando los indicios nece-
sarios para levantar la partida de defunción de los espectros, para atreverse a mover su legajo a la
parte correspondiente: la de atrás, esa a la que ya no es necesario limpiarle el polvo, porque hemos
de suponer que esta muerte ya ocurrió, aunque permanece la esperanza de las familias de encon-
trarles con vida, así como estaban cuando se los llevaron: “Había gente que me decía: vimos a su
hijo en tal parte o su hijo está en las calles perdido en las drogas” (Laurel, comunicación personal).
Encontrarlo con vida, no importa cómo, o tener la certeza de su muerte, las mujeres caminan
a la parada del colectivo con la esperanza de cruzar a su familiar:“Esperar una llamada, esperar
que apareciera, no saber si estaba vivo o estaba muerto” (Lirio, comunicación personal).
Cuando suena el teléfono, se hace visible lo invisible; la ausencia se maniesta en las mujeres
a través de la angustia que les genera la espera de un cuerpo para cerrar un duelo que continúa
abierto. “Este algún otro espectral nos mira, nos sentimos mirados por él, fuera de toda sincronía,
antes incluso y más allá de toda mirada por nuestra parte” (Derrida, 1998, p. 21).
Todos los días a mí me sonaba el teléfono y yo pensaba que eran noticias de mi hijo. La
puerta la movía el viento y yo pensaba que era que ya mi hijo venía. Entonces mire que
es una zozobra muy horrible para uno porque uno, mientras no tenga como algo que
certique que la persona está muerta, uno siempre va a guardar esa esperanza. (Laurel,
comunicación personal)
Esta presencia aparece invisible, se mantiene latente e insinúa su llegada a través de todas las
posibilidades perceptivas: una puerta toca el viento, un número equivocado, un silencio perma-
nece profundo e indiferente. La necesidad de un documento que certique la muerte hace que las
personas desaparecidas trasciendan el plano material:
Pues yo a veces digo, me pongo a pensar en qué lugar estará, pues que de tanto ir a lu-
char, ir y venir, y tantas partes y no, todo es como tan callado, como nadie le dice a uno
nada. Yo a veces pienso: ¿estará vivo?, ¿estará muerto?, tanto tiempo… Si estuviera vivo,
él ya hubiera aparecido, porque él amaba sus hijas. (Laurel, comunicación personal)
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Referido al personaje principal de la novela Todos los nombres de Saramago (1997).