Utopías del estado y la cultura:
Japón en el imaginario literario
latinoamericano (1868-1968)1

State and Culture Utopias:
Japan in the Latin American
literary imaginary (1868-1968)

Facundo Garasino

JICA Ogata Sadako Research Institute for Peace
and Development . Tokyo, Japón
facundogarasino@gmail.com

Matías Chiappe Ippolito

El Colegio de México. Centro de Estudios de Asia y África.
CDMX. México
mchiappe@colmex.mx

Resumen: El ensayo ofrece un análisis de los imaginarios de Japón que surgieron en América Latina entre 1868 y 1968, siglo en que el país asiático atravesó procesos de modernización, militarización y occidentalización. Primero, analizamos el “estado-nación utópico” que los latinoamericanos vieron en Japón en tanto modelo de unidad nacional liderado por un estado fuerte y firme que conjugaba tradiciones nativas con promesas universales de la modernidad occidental, y que se presentaba como patrón para pensar el futuro de las repúblicas latinoamericanas. Segundo, analizamos la “cultura utópica” que fue la japonesa para escritores latinoamericanos, concepto que englobó la idea de una estética autóctona que sobrevivió durante siglos, y la visión pacifista que supuestamente encarnaba. La hipótesis general que manejamos es que Japón como “estado-nación utópico” perdió legitimidad luego de la bancarrota político-militar del Imperio, pero dicho pensamiento utópico sobrevivió y se trasformó en una “cultura utópica” sostenida en la estética y luego en la espiritualidad.

Palabras clave: Japón, Latinoamérica, utopía, viajeros latinoamericanos, cultura japonesa.

Abstract: This essay offers an analysis of the imaginaries of Japan that emerged in Latin America between 1868 and 1968, a century in which the Asian country underwent processes of modernization, militarization and westernization. First, we analyze the “utopian nation-state” that Latin Americans saw in Japan as a model of national unity led by a strong and firm state that combined native traditions with universal promises of Western modernity, and which was presented as a pattern for thinking about the future of Latin American republics. Second, we analyze the “utopian culture” that was Japanese for Latin American writers, a concept that encompassed the idea of a native aesthetic that survived for centuries, and the pacifist vision it supposedly embodied. Our general hypothesis is that Japan as a “utopian nation-state” lost legitimacy after the political-military bankruptcy of the Empire, but that utopian thought survived and was transformed into a “utopian culture” sustained in aesthetics and then in spirituality.

Keywords: Japan, Latin America, utopia, Latin American travelers, Japanese culture.

Citar como:

Garasino, F., & Chiappe Ippolito, M. (2023). Utopías del estado y la cultura: Japón en el imaginario literario latinoamericano (1868-1968). Revista Internacional de Estudios Asiáticos, 2(2), 1-42. DOI 10.15517/riea.v2i2.54204

Fecha de recepción: 20-02-2023 | Fecha de aceptación: 17-04-2023


1 “Esta investigación forma parte del Proyecto de I+D+i “ASIA-SLAVES” (Código PID2020-116910GB-I00), Ministerio de Ciencia e Innovación de España.”

Introducción

Desde su conquista por parte de los imperios europeos, el continente americano ha producido innumerables visiones de futuros y sociedades alternativas.1 En el marco de los procesos independentistas que se desataron desde principios del siglo XIX, los intelectuales latinoamericanos apelaron al pensamiento utópico para imaginar los posibles futuros de las nuevas naciones independientes, para articular los interrogantes propios de la definición de lo nacional, y para definir la modernidad. Basándose en un diagnóstico que advertía que los distintos componentes étnicos y culturales de las sociedades americanas se encontraban aún en un proceso de amalgama e integración, sin embargo, algunos autores denunciaron la falta de carácter original y de espíritu común que estableciera las bases de la unidad regional y que proveyera una visión compartida para la acción futura. Contra esta evaluación, nuevos discursos utópicos fueron invocados. Los intelectuales latinoamericanos se vieron influidos por el positivismo decimonónico para definir los sistemas y leyes que permitirían encausar la incipiente nación en la senda universal del progreso ilimitado. Más tarde, y con el surgimiento hacia finales del siglo XIX de una literatura que describió a un Otro imaginario e idealizado, el pensamiento utópico fue igualmente instrumental para la construcción de estéticas modernas locales.

En este contexto, la irrupción de Japón en el imaginario intelectual latinoamericano a finales del siglo XIX introdujo nuevas posibilidades y complejidades en los discursos utópicos comprometidos con las definiciones de ‘lo nacional’ a nivel de cada estado-nación y de ‘la modernidad’ a nivel regional. Para muchos intelectuales latinoamericanos, Japón aparentaba conjugar las promesas de progreso y civilización de la modernidad Occidental con un ideal nacional propio, fruto de una larga tradición que fusionaba elementos de la civilización china con su cultura autóctona.2 Paralelamente, Japón había logrado un relativo balance de poder con las potencias europeas y con los Estados Unidos en sus interacciones comerciales y políticas, con lo que evitó caer en la historia de presiones y dependencia vistas en América Latina. De esta manera, Japón parecía haber formulado una síntesis entre la particularidad de lo nacional y la universalidad de lo moderno. El acercarse a Japón les proporcionó a los intelectuales latinoamericanos una oportunidad para articular discursos sobre un lugar idealizado en el que se materializaban las promesas de la modernidad, una vía alternativa para desafiar sus cánones y mandatos, y un caso paradigmático de las paradojas que conlleva definir una modernidad nacional más allá de los espacios hegemónicos de Occidente.

El presente artículo aborda los modos en que Japón fue tratado por el pensamiento utópico de escritores, intelectuales y personalidades de la cultura latinoamericana desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Se consideran dos perspectivas: por un lado, Japón como un estado-nación utópico que materializaba las promesas de la modernidad, y por el otro, Japón como un espacio idealizado que había generado un tipo de cultura y un tipo de literatura capaz de estar a la par de las europeas. En lo que respecta a la primera de las dos perspectivas, se realizará un recorrido histórico por las distintas formas en que funcionarios, diplomáticos y periodistas latinoamericanos interpretaron a Japón en tanto estado-nación utópico y el momento en que esto cambió en paralelo con el avance imperialista del país asiático y con la eventual derrota en Segunda Guerra Mundial. En lo que respecta a la segunda perspectiva, se analizarán las distintas posturas de escritores latinoamericanos que forjaron una imagen idealizada de la cultura y la literatura japonesas, hecho que no se truncó tras la derrota de 1945, sino que, por el contrario, se vio reforzado durante la posguerra. En cada uno de estos dos casos se abordará una pluralidad de autores latinoamericanos, pero siempre considerando la importancia del contexto local y de los agentes de otros países que intervinieron en la recepción que los intelectuales latinoamericanos hicieron tanto de Japón como de su cultura y su literatura. A grandes rasgos, se demostrará que la visión utópica de Japón en tanto estado-nación tuvo su fin tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial, mientras que la visión utópica de su cultura y su literatura continuó y se reafirmó tras ese mismo proceso histórico.

Al desarrollar los argumentos presentados arriba, este artículo se nutre de estudios previos sobre el lugar de Japón en el orientalismo latinoamericano. En un trabajo pionero, Hernán Taboada estudió los primeros escritos de viajeros latinoamericanos en Medio Oriente como un “orientalismo periférico”, superficial y dependiente de la producción intelectual europea.3 En contraste, Araceli Tinajero propuso examinar el orientalismo en el modernismo hispanoamericano no en función de su éxito o fracaso en imitar el corpus orientalista europeo, sino a partir de su posicionalidad original en tanto que un discurso articulado desde una periferia de la modernidad occidental (América Latina) en torno a otra periferia (Asia).4 De esta manera, autores como José Juan Tablada, Efrén Rebolledo o Arturo Ambrogi encontraban en la cultura y las artes de Japón un espacio para explorar estéticas, filosofías y saberes más allá de la modernidad occidental. Similarmente, Axel Gasquet ha señalado el interés de los intelectuales argentinos por Japón como un arquetipo alternativo de modernización diferente a los modelos europeos. Esta valoración positiva marcó el inicio de una preocupación genuina por la actualidad política y social de Oriente, superando así el paradigma eurocéntrico del orientalismo ilustrado.5

Entablando un diálogo crítico con los estudios arriba mencionados, este artículo problematizará la relación que los autores latinoamericanos construyeron con ese otro idealizado en el contexto geopolítico de la formación, expansión y derrumbe del Imperio Colonial de Japón en Asia del Este. Al hacer esto, nos enfocamos en las tensiones y complicidades entre las posiciones de diferentes autores que acudían a Japón en la búsqueda de utopías del estado y la cultura, y el despliegue del militarismo e imperialismo japonés. De esta manera, exploraremos las limitaciones de las visiones de intelectuales latinoamericanos sobre Japón como un modelo alternativo de la modernidad nacional en oposición a Occidente, y las condiciones históricas de la disolución de dicho imaginario. Asimismo, ofreceremos una relectura decididamente política de los discursos que idealizaban a Japón como un lugar privilegiado para articular una literatura y cultura modernas. Consideramos que, a partir de estas aproxiamaciones, lograremos expandir el horizonte histórico de las discusiones previas al incluir reflexiones sobre las rupturas y continuidades de las visiones utópicas sobre el Japón de posguerra.

Antes de analizar las lecturas latinoamericanas sobre Japón, sin embargo, haremos un recorrido por algunos de los problemas centrales que definieron las trayectorias de los discursos utópicos en América Latina, a fin de ilustrar mejor los interrogantes planteados por este artículo. Por su etimología, y estructura lógica y narrativa, el pensamiento utópico involucra una ruptura con respecto al lugar de posicionamiento o referencia, así como un desplazamiento hacia un sitio diferente y mejor. Etimológicamente, ‘utopía’ es un término complejo, acuñado inicialmente por Thomas More en su seminal obra de 1516, el cual combina dos neologismos: utopía, que está conformado por la combinación de palabras griegas ou (no) y topos (lugar), y otro derivado de un término griego de similar fonética, eu-topos (buen lugar). Estas tensiones en el origen del discurso utópico moderno definirán su núcleo filosófico. Por un lado, la utopía abarca un movimiento de negación, ya que hace referencia a un “no-lugar”, es decir, un sitio que no existe en ninguna parte; y por otro lado, un movimiento de afirmación que aspira a conocer aquel lugar cuyos habitantes, leyes y organización social son tan notables que merecen el nombre de “buen lugar” (eutopia), y que por lo tanto ofrecen modelos para construir un futuro otro, alternativo.6 En la intelectualidad latinoamericana del siglo XIX, podemos encontrar un ejemplo cabal de estos movimientos utópicos en la obra Argirópolis (1850), del periodista, escritor y político argentino Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Sarmiento articuló su ideal de nación para el “desierto argentino” proponiendo la reunión del antiguo Virreinato del Río de la Plata en una Confederación con capital en la ciudad imaginaria de Argirópolis, situada en la Isla Martín García en la confluencia del Río de la Plata y el río Uruguay.7 De esta forma, Sarmiento niega las desoladas pampas y desplaza su imaginación hacia otra sociedad posible, donde el liberalismo económico, una constitución federalista y la inmigración europea transformaría a los indolentes criadores de ganado locales en industriales laboriosos, a imagen y semejanza de los pujantes Estados Unidos de América.

Por otro lado, en todo desplazamiento utópico hay una tensión entre realidad y ficción, puesto que la narrativa utópica propone un viaje desde un sitio real hacia otro imaginario, lo que a la vez invita al lector a evaluar diferentes culturas y formas de organización, para regresar finalmente al punto de partida y brindar un mensaje crítico o subversivo sobre transformaciones políticas y sociales plausibles.8 En este punto, es importante notar que el descubrimiento del Otro ha constituido un factor central dentro de la articulación de aquellos parajes imaginarios a donde los discursos utópicos nos trasladan desde su génesis. En el contexto de la expansión colonial y marítima de Europa durante la modernidad temprana, More se alimentó de la cada vez mayor conciencia sobre la diversidad social en regiones remotas para legitimar la invención de espacios-otros y presentar modalidades alternativas de organización.9 En el contexto latinoamericano del período estudiado hallamos una avidez por explorar sociedades nuevas a través de un imaginario cosmopolita. Mariano Siskind ha analizado el “deseo de mundo” de los autores latinoamericanos de fines del siglo XIX. En este punto, es importante notar que el deseo de los autores latinoamericanos por sincronizar la propia producción literaria con la modernidad global acarreaba una paradoja: ¿Cómo mediar las demandas de construcción de una identidad particular con los imperativos de un mundo asimétrico que amenazaba con asimilar todo particularismo a una modernidad universal?10 Adentrarse por espacios-otros proveyó a autores e intelectuales latinoamericanos de una oportunidad para explorar distintas formas de responder a estos desfasajes.

Por medio del análisis de las visiones utópicas sobre Japón, este artículo pondrá de relieve la importancia que se le dio a ese país en el imaginario literario latinoamericano. Por un lado, periodistas, escritores y oficiales verán al estado-nación que surgió al calor de la Restauración Meiji como un sitio privilegiado para experimentar las promesas realizadas de la modernidad. Al mismo tiempo, la imaginación literaria interpretará la cultura japonesa como un espacio ideal capaz de suspender las paradojas de esa misma modernidad y transformar así la estética literaria, la espiritualidad y la identidad. En su conjunto, estos desplazamientos utópicos buscaron en Japón un modelo para la construcción de lo nacional en tanto que conciliación entre la particularidad local y la pretendida universalidad de la modernidad Occidental, a la vez que intentarán cuestionar los términos de esa modernidad.

Japón como estado-nación utópico

El triunfo del Iluminismo y de la noción de progreso indefinido de la humanidad modificó el pensamiento utópico. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, el discurso utópico en Francia dejó de proyectar la sociedad ideal en un no-lugar remoto, imaginario y desconocido para situarlo en un futuro accesible a través de las fuerzas de la historia y la acción consciente11, alimentado por la confianza en la razón y en las infinitas capacidades de perfeccionamiento de la humanidad, y una visión de la historia que veía al progreso como un proceso histórico inevitable y universal.

Trasladado al contexto de las nuevas repúblicas latinoamericanas del siglo XIX, este nuevo giro del pensamiento utópico ofreció a intelectuales y autores un marco para imaginar la modernidad nacional. Sin embargo, el eurocentrismo inherente a las ideas de la Ilustración, sumado al racismo y al reduccionismo biologicista que permeó importantes corrientes del pensamiento decimonónico como el positivismo y el darwinismo social, plantearon serios desafíos a esta empresa. El lugar periférico que se le adjudicó al continente implicó que las diferencias culturales y étnicas con respecto a Europa debían ser erradicadas en pos del progreso. El historiador Pérez Brignoli refiere una “utopía del progreso” en el campo intelectual de América Latina durante el siglo XIX, cuyos representantes serían Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi en Argentina, Justo Sierra en México, o Mauro Fernandez en Costa Rica.12 Estas figuras cristalizaron su programa de modernización bajo el lema del progreso, lo cual implicaba comúnmente el fomento de la inmigración europea para poblar el territorio y fomentar las industrias, la construcción de ferrocarriles y puertos para incorporar la actividad económica local al mercado global, la educación masiva para formar a los ciudadanos del nuevo estado, y el impulso del desarrollo tecnológico, científico e intelectual para alcanzar la liberación espiritual del yugo impuesto por el atraso medieval producto del colonialismo ibérico.

Dentro de este ambiente intelectual, la irrupción de Japón en las discusiones públicas y el imaginario latinoamericano hacia finales del siglo XIX presentó un caso que parecía confirmar y desafiar al mismo tiempo la validez universal del paradigma de modernidad al que aspiraban las repúblicas latinoamericanas. En un mundo atravesado por la expansión interregional del sistema capitalista y del imperialismo europeo y norteamericano, las sociedades de América Latina, Asia y África enfrentaban el desafío de cumplir los estándares de la modernidad occidental conservando o definiendo al mismo tiempo una cualidad nacional única a fin de preservar su independencia. Si los intelectuales latinoamericanos intentaron salir de la encrucijada de construir una modernidad nacional desde la periferia suprimiendo las diferencias sociales y étnicas en favor de la asimilación a los modelos europeos, Japón parecía por el contrario consolidar un estado-nación poderoso capitalizando tradiciones culturales nativas. Las élites políticas de Japón que emergieron al calor de la Restauración Meiji de 1868 comandaron un agresivo programa para modernizar las instituciones estatales, la educación, y las prácticas sociales. Luego de treinta años, Japón aparentaba haber alcanzado los estándares de la modernidad, considerados patrimonio exclusivo de Occidente, sin por ello vulnerar su esencia nacional. El Imperio del Japón poseía un sistema político constitucional, educación obligatoria y universal, y su pueblo parecía exhibir un genuino amor patriótico por el suelo natal, mientras que conservaba un espíritu nacional sintetizado en el código moral del bushido, en su religión autóctona del shinto, y en una sensibilidad estética que denunciaba una comunión espiritual histórica entre el pueblo y su suelo.13

El aumento y diversificación geográfica de la actividad diplomática, los viajes de circunnavegación mundial que acompañaron la modernización de las armadas nacionales, y la aparición de informaciones internacionales en la prensa gracias a la expansión del telégrafo y las agencias de noticias14 acercaron a Japón a las esferas intelectuales y periodísticas en la América Latina de fines del siglo XIX y principios del XX. La primera guerra chino-japonesa (1894-1895) y sobre todo la guerra ruso-japonesa (1904-1905) expandieron el protagonismo de Japón a nivel global, lo que tuvo un impacto más profundo en sociedades que desde la periferia pugnaban por construir la modernidad o alcanzar la independencia del yugo colonial. Presenciando la rápida transformación del país isleño en una nueva potencia, observadores tanto dentro como fuera de Japón enfatizaron la importancia que la preservación de las tradiciones culturales y valores morales nacionales, y el sentimiento patriótico por el suelo y las tradiciones nacionales habían tenido en aquel proceso.

Frente a la escena de un pueblo de Asia que progresaba al tiempo que conservaba sus tradiciones ancestrales, militares, funcionarios y periodistas latinoamericanos elogiaron al Imperio del Japón como una utopía del estado-nación. Estos observadores descubrieron allí un prototipo de lo que ellos mismos aspiraban a edificar: un estado director de una comunidad nacional solidaria.15 Y al mismo tiempo, el descubrimiento de la riqueza de sus tradiciones culturales, y del papel central que estas parecían haber jugado en la consolidación de un poderoso y eficaz estado, brindaron un momento fugaz pero notorio que les permitió a los “utopistas del progreso” desestabilizar, aunque brevemente, el paradigma eurocéntrico de la modernidad y sus jerarquías culturales y raciales.

Sin embargo, los primeros visitantes latinoamericanos, médicos, diplomáticos y científicos, que arribaron poco tiempo después de la Restauración de Meiji, manifestaron una mirada ambigua que denunciaba cierto rechazo (cuando no un abierto desdén) por la cultura nativa y por la excesiva confianza en las capacidades del pueblo japonés para asimilar los mismos estándares de la civilización occidental que ellos confiaban representar. Conocido es el caso de la Comisión Astronómica Mexicana al Japón de 1874 que tenía el objetivo de observar el tránsito de Venus por el Sol.16 Francisco Bulnes, ingeniero y ensayista que se desempeñó como cronista de la Comisión, retrató con ironía crítica la opresión patriarcal hacia la mujer, las normas de moral sexual ajenas a los valores cristianos, y el despotismo de la casta política. Sin embargo, evitó caer en discursos moralizantes e intentó, al contrario, buscar explicaciones sociológicas para estos fenómenos, además de celebrar los incipientes avances en la introducción de la modernidad occidental.17

Hacia fines del siglo XIX, cuando Japón ya poseía una constitución y leyes diseñadas a imagen de diversos modelos europeos, contaba con un sistema de educación moderno y avanzaba hacia la industrialización de la mano de su desarrollo militar, los viajeros latinoamericanos se encontraron con un país que parecía estar materializando exitosamente la utopía del progreso. Carlos Glass, médico a bordo del buque escuela de la Armada Mexicana Zaragoza, visitó Japón en el marco de un viaje de circunnavegación efectuado entre 1894 y 1897. Glass se embarcó en una aventura que tenía objetivos tanto científicos como políticos. El Porfiriato aspiraba a mostrar a México como una nación civilizada y pujante ante la sociedad internacional.18 El Zaragoza arribó a Japón en agosto de 1896, un año después de concluida la guerra sino-japonesa. A pesar del racismo y la mirada despectiva hacia costumbres alejadas de la norma europea, Glass no esconde su admiración por el desarrollo moderno de Japón. Como todos los visitantes oficiales o notables, Glass fue guiado a astilleros, hospitales, instalaciones militares y universidades. “Allí se palpa el contraste extraordinario, el empuje soberano de una raza disímbola y contradictoria, pero en vía de un progreso tan eficaz, que camina rápidamente a su engrandecimiento y alcanza en la actualidad el primer lugar entre los pueblos de Asia”19. Y continúa: “La primera impresión que produce el Japón es la de un pueblo de monigotes incivilizados; se estudia, y entonces aparece tal como es: grande, ilustrado, inteligente, trabajador, virtuoso, valiente y susceptible de abarcar en todo tiempo la civilización más grande y el adelanto más notable en todos los ramos del saber humano”20.

Viajando por un Japón que consolidaba y masificaba las instituciones del estado-nación, esto debido, en parte, al impulso de las guerras contra China y Rusia, los hombres de estado y autores latinoamericanos ya no solo se contentaron con observar el estado de su marcha hacia el progreso, sino que comenzaron a buscar las razones de su aparente éxito en sus tradiciones culturales y particularidades nacionales. Sus testimonios parecían corroborar la universalidad del paradigma de la modernidad occidental y al mismo tiempo se posicionaban en un espacio que desarticulaba las jerarquías culturales y raciales eurocéntricas que dicho modelo daba por supuestas. Eduardo Wilde (1844-1913), médico higienista argentino, otrora profesor en la Facultad de Ciencias Médicas, director del Departamento Nacional de Higiene, y ministro de Justicia, Culto e Instrucción, documentó su admiración por la sociedad japonesa en el auge de su modernización. Desembarcó en Yokohama el 16 marzo de 1897 y visitó Tokio, Kamakura, Nikko, Nagoya, Kioto, Nara y Kobe, e inició el regreso el 22 de mayo del mismo año. Wilde había trabajado durante su carrera de médico y estadista para llevar el progreso científico y social a la “barbarie” de las pampas, y en este viaje parecía haber encontrado un modelo adecuado a sus aspiraciones.21 Wilde informa sobre escuelas, universidades, sistemas de alcantarillado, juzgados, edificios gubernamentales y otras instalaciones que daban cuenta del desarrollo moderno de Japón, resaltando la eficiencia en la organización y la calidad de las instalaciones, que nada tenían que envidiarle a sus equivalentes europeas.

Un estudio pionero de Axel Gasquet ha tomado nota del desdén de Wilde por la nostalgia hacia la antigüedad y las tradiciones en los viejos imperios europeos, y su preferencia por el espíritu práctico de los Estados Unidos y del Imperio Alemán, más ocupados en impulsar reformas sociales, avances tecnológicos y sistemas de higiene pública antes que en preservar el pasado nacional.22 Sin embargo, una lectura de sus crónicas delata el interés y hasta la admiración de Wilde hacia el legado histórico y las tradiciones culturales japonesas. Wilde relata con minucioso detalle sus visitas a templos en Kyoto, Nara y Nikko, en las que muestra curiosidad y en ocasiones asombro ante la magnificencia y la belleza del legado arquitectónico y artístico. En su visita a los mausoleos que conforman el Santuario de Nikko, donde se rinde culto al fundador del shogunato Tokugawa, Wilde anota que “ni Dickens ni Tolstoi juntos, empleando las palabras de todos los idiomas, conseguirían hacerlo con verdad”.23 Asimismo, al discutir las características de los japoneses, apunta que ellos “aman su tierra; son patriotas, en la verdadera acepción de la palabra”, lo que muestra una verdadera devoción “al terreno, a la montaña, al río, a la selva, a la casa, a la sementera, a la familia, al gobierno, a las instituciones, a las costumbres, a todo lo que es japonés, en fin, o está, o vive en el Japón”24. Antes que el lastre del progreso, para Wilde eran las tradiciones nacionales y la memoria histórica del pueblo japonés lo que alimentaba la solidaridad social que impulsaba su desarrollo. De igual forma, discutiendo sobre la poesía nacional, heredera de una tradición de siglos, Wilde descubre que la composición de versos estaba enraizada en festivales, tradiciones y costumbres populares: “Con tales elementos de educación transmitidos de antepasados a descendientes y fomentados desde la cuna hasta el sepulcro, nada extraño tiene que se haya formado un pueblo afable, cortés, tolerante, sentimental, artístico y de gustos refinados”.25

El encuentro inesperado con un bagaje de siglos de cultura japonesa, así como el descubrimiento del peso socio-histórico que tenía el sentimiento de patriotismo popular, arraigado en las tradiciones y cultura nacionales, en la exitosa trayectoria del Japón contemporáneo, fue una constante de los escritos de viaje de los intelectuales y funcionarios latinoamericanos en los albores del siglo XX. Manoel de Oliveira Lima (1867-1928), encargado de negocios de la legación diplomática de Brasil en Tokyo de 1901 a 1903, plasmó en su texto No Japão: Impressões da terra e da gente (1903) sus reflexiones sobre el peso del pasado histórico para la construcción de una robusta modernidad nacional. Como hombre de estado, Oliveira Lima no pasó por alto los rápidos avances científicos impulsados por la Universidad Imperial de Tokyo (cuyas completas instalaciones juzgaba dignas de cualquier capital europea), el crecimiento de la producción, ni la expansión del comercio exterior.26 Sin embargo, estudiando el corpus de los principales estudiosos europeos y norteamericanos del Japón del siglo XIX, y basado en su propia experiencia, Oliveira Lima argumentó que Japón experimentaba una adaptación de las antiguas costumbres y los códigos morales vernáculos al régimen industrial, capitalista y democrático antes que una transición hacia la occidentalización definitiva:

Con la misma paciencia y habiladad con la que hacen sus injertos vegetales, los japoneses han injertado en su copia de la civilización occidental (em-prendida muy a propósito para escapar de tutelas egoístas y humillantes) las cualidades heredadas de su época feudal: la abnegación que no recula sino se ilumina ante el sacrificio de la muerte, y la dedicación, que de estar dirigida a una persona pasó a ser una idea, simbolizada por el trono.27

Según Oliveira Lima, el largo período medieval que desde el siglo XII hasta mediados del siglo IX había dominado el país bajo los sucesivos shogunatos había sentado las bases para el surgimiento de instituciones que generaron un pueblo laborioso, calmo e ingenioso. Asimismo, el largo período de estabilidad bajo la mano de hierro de los shogunes Tokugawa había sentado las bases para la unidad territorial y la cohesión social más allá de las clases feudales y las fragmentaciones políticas regionales, lo que generó un clima proclive al nacimiento de una conciencia nacional y la masificación del fervor patriótico.28 He aquí donde, dice Oliveira Lima, yacía el núcleo ideológico que posibilitaba la soberanía cultural de Japón al apropiarse de la civilización Occidental.

Explorando las tradiciones de Japón, los observadores latinoame-ricanos establecieron frecuentemente un contrapunto entre su valoración positiva y lo que ellos consideraban como los prejuicios europeos que señalaban erróneamente la muerte de los valores ancestrales y su reemplazo por burdas imitaciones de Occidente. Observaciones directas de la sociedad e instituciones públicas, y la lectura tanto de obras literarias clásicas como de la prensa contemporánea (siempre mediadas por traducciones inglesas o francesas) provocaban un rechazo hacia el complejo de superioridad de diplomáticos, militares e intelectuales, quienes parecían incapaces de reconocer que un pueblo de Asia era capaz de sobresalir en las artes y en la guerra. en América de la occidentalización de este pueblo.29 Ciertamente, hacia fines del siglo XIX, las ideas sobre la vigencia de valores morales, estructuras psicológicas, y prácticas religiosas centenarias en Japón no eran patrimonio exclusivo de autores latinoamericanos. Por el contrario, autores que se posicionaban como intérpretes de la cultura japonesa para Europa y Norteamérica popularizaron imágenes de continuidad cultural. Lafcadio Hearn, quizás el más célebre de todos, se propuso explorar los laberintos de la mentalidad japonesa en la intersección entre el romanticismo y el evolucionismo Spenceriano. Por otro lado, comentaristas y observadores militares europeos de la guerra ruso-japonesa coincidieron con los ideólogos japoneses en que el Bushido y el Shinto, manifestaciones máximas del espíritu nacional, eran un elemento central en la superioridad del factor humano que había decidido el curso de la guerra.30 Sin embargo, la crítica a las supuestas inexactitudes y fallas del archivo occidental permitió a los autores latinoamericanos, en tanto que viajeros tardíos, articular una mirada propia sobre un espacio que ya se encontraba densamente escrito.

El caso de Enrique Gómez Carrillo, cronista, escritor, y crítico literario guatemalteco radicado en París, sentó un precedente para la escritura en español sobre Japón, que se mantendrá vigente durante buena parte del siglo XX, al retratar a Japón como ejemplo de un poderoso estado moderno sostenido por una comunidad nacional orgánica, en abierta polémica con los textos precedentes. Gómez Carrillo viajó a Japón a mediados de 1905 como corresponsal de los diarios La Nación de Buenos Aires y El Liberal de Madrid para transmitir sobre la actualidad de la sociedad japonesa en las postrimerías de la contienda con el Imperio Ruso. Al anunciar la partida del cronista, La Nación recordó que

como colectividad que busca todavía su camino y que aún tiene tanto que iniciar y que aprender nos interesan en grado sumo todo cuanto se refiere a ese ejemplo palpitante de lo que pueden una buena organización y un plan claro y lógico para el desarrollo y engrandecimiento de las naciones.31

Sin embargo, las crónicas de Gómez Carrillo, recopiladas en tres volúmenes que gozaron de gran popularidad en el mundo hispano, se ocuparon de sacar a relucir las tradiciones nacionales que emergían debajo de las instituciones y sistemas modernos. En una carta enviada a Rubén Darío, quien prologó su primer libro de crónicas de viaje por Asia, Gómez Carrillo resumió de la siguiente manera su impresión de Japón:

He tenido una deliciosa desilusión. En vez del país europeizado y americanizado de que hablan los publicistas serios, he encontrado el delicioso pueblo de los abanicos.32

Advirtiendo el error de los europeos en enfatizar la occidentalización de Japón, Gómez Carrillo cita obras clave de la crónica militar del medioevo, la historiografía y de la literatura y el teatro populares del periodo Edo, y sentencia que “todo en las tradiciones, todo en la historia, todo en la religión, todo en las artes, prepara á estos hombres para seguir lo que entre ellos se llama la vía del caballero”.33 Y como testigo del clima de euforia nacionalista que se vivía en las calles, la prensa y las discusiones intelectuales, Gómez Carrillo reflexiona lo siguiente:

Todas estas leyendas que forman el alimento espiritual del pueblo, son las que animan a los japoneses actuales en sus luchas y en sus esfuerzos. Rudyard Kipling preguntaba a su compañero de viaje contemplando hace ocho o diez años un grandioso Templo de Nara. “¿Pero verdaderamente, cree usted que estos hombrecitos simiescos son los que fabricaron esto?” Y Pierre Loti, ante la tumba de los samurayes, exclamó: “Es inexplicable cual un antiguo enigma, la historia de los cuarenta y siete ronin, es inexplicable para los que conocemos a los japoneses débiles y degenerados de esta época.” ¡Oh, errores de poetas! Encontraron a un pueblo que sonreía, y no supieron ver, tras aquella sonrisa, la fuerza y el heroísmo. El Japón estaba leyendo sus viejas historias heroicas y Europa creía que estaba estudiando libros nuevos.34

Al descubrir el vigor del espíritu nacional en Japón, el escritor viajero asistió a lo que consideró la resistencia de un pueblo al avance homogeneizador de la modernidad europea. Estudiando traducciones de ensayos sobre el Bushido escritas por miembros de la ya extinta clase samurái, de tratados sobre la filología y la teología de la escuela Kokugaku, o de la poesía cortesana clásica, Gómez Carrillo ilustró la visión de un pueblo que no solo conservaba su legado aun marchando hacia el progreso, sino que lo reinventaba como la fuerza motora del mismo. Si Gómez Carrillo marcó un estilo para escribir la crónica de viajes al Oriente en español, también consolidó una imagen de Japón como el epítome del estado-nación, donde la independencia cultural, la soberanía política, y el florecimiento del país se entrelazaban. Poco después de la Primera Guerra Mundial, en la cual Japón había participado en el bando Aliado con el rango de potencia de primer nivel, el ensayista y diplomático mexicano Alfonso Reyes compuso un panegírico de este pueblo en términos similares. Comentando un artículo de actualidad del politólogo francés Émile Hovelaque, y repasando los tropos establecidos por autores como Lafcadio Hearn y Nitobe Inazo, Reyes analiza que Japón “en toda su historia moderna cosecha los frutos de su disciplina tradicional”.35 Y observando la convivencia entre la brutalidad material del ejército victorioso y la sensibilidad poética expresada en actos cotidianos, elogia a este pueblo “para quien el amor de la patria se confunde con el más alto ideal estético”36.

Con el incremento de las migraciones, el comercio, la diplomacia y las informaciones disponibles en la prensa escrita desde el final de la Primera Guerra Mundial, la imagen idealizada de Japón como un paradigma del estado-nación comienza lentamente a perder relevancia. Si bien la mirada idealizada y estetizante sobre la cultura japonesa continuará vigente hasta el colapso bélico y material del Imperio del Japón a finales de la Segunda Guerra Mundial, los testimonios escritos de periodistas y funcionarios incluían reflexiones más atentas a la conflictiva modernidad de Japón. Jorge Tulio Royo, representante diplomático de Panamá en Yokohama durante la década de 1920, retrató en cuadros breves pero vívidos escenas de los conflictos políticos, laborales y sociales que presenció durante sus funciones. Con un manejo más profundo de la lengua japonesa que muchos de sus predecesores, fue capaz de acceder a textos, obras y autores allende las traducciones francesas o inglesas. Asimismo, esto le posibilitó interactuar con personas de diversos sectores por fuera de los habituales círculos diplomáticos y comerciales. Su crónica sobre el enfrentamiento entre partidos políticos y grupos sindicales contra el gobierno imperial por la sanción del sufragio universal masculino dan testimoño de su sensibilidad política y mirada crítica hacia el Japón de su época:

La piedra angular de muchos problemas políticos viene siendo, desde hace algunos años, la adopción del sufragio universal. El pueblo lo clama en voces airadas. El Kenseikai lo apoya fundándose en razones que abundan en derecho y justicia. Las sociedades obreras tan pronto se reune el Cuerpo Legislativo presentan una petición solicitando el sufragio. Pero el Gobierno, que cuenta con la mayoría de los votos en dicho Cuerpo, responde, con calma glacial, que aún es prematura dicha medida, que el pueblo aún no está preparado para elecciones.37

De la misma manera, Royo denunció la discriminación hacia inmigrantes chinos y coreanos, así como también hacia las comunidades burakumin, en flagrante contradicción con los principios de la Propuesta de Igualdad Racial que los representantes japoneses habían defendido tan vehementemente en la Conferencia de Paz de París.38 Asimismo, describió con admiración la pasión por la lectura en amplios sectores de la sociedad, y mostró su preocupación por la ubicuidad del nacionalismo militarista, el cual aparecía hasta en los juegos infantiles.39 Para autores como Royo, quien pudo acceder a un conocimiento más profundo del idioma y la sociedad, Japón dejaba de ser aquel estado-nación utópico que materializaba las promesas universales del progreso humano. Además de los clásicos elogios a la belleza de los paisajes históricos y las tradiciones culturales autóctonas, una nueva generación de viajeros y observadores comenzaron a producir lecturas más matizadas sobre sus problemas y logros.

Japón como cultura utópica

La utopía fue primero que nada un género literario.40 Desde que More definió el término, en la literatura de viajes surgieron relatos que reproducían o transformaban sus postulados para encontrar nuevas formas de imaginar los principios que la utopía en tanto discurso sociopolítico ya estaba estableciendo en otras esferas. Más adelante, la utopía como género literario se mezcló con otros, como la novela de aventuras, la ciencia-ficción y la novela política. En América Latina, sin embargo, dada la ausencia de un proyecto colonialista en otras regiones del mundo o de un proyecto mercantil desarrollado que implicaba comunidades de ultramar, el género utópico como tal, y vinculado a dichos géneros contó con pocos ejemplos. Entre ellos encontramos ucronías (un no-tiempo), como los casos de Peregrinación de Luz del Día (1871) de Juan Bautista Alberdi y Eugenia (1919) de Eduardo Urzaiz Rodríguez, así como también eutopías (un buen-lugar), como los casos de Canaã (1902) de José Pereira da Graça Aranha y el de Olimpio Pitango de Monalia (1915) de Eduardo Ladislao Holmberg, además de algunos cuentos de Pedro Castera, Amado Nervo y Leopoldo Lugones que cabrían en las categorías antes mencionadas. Ahora bien, no fueron estos los modos en que Japón irrumpió en la literatura latinoamericana de mitades del siglo XX. El país asiático apareció en el imaginario latinoamericano de este período, menos como un modelo de un lugar utópico, que está en el futuro o en la distancia, que como poseedor de una cultura milenaria y pacifista. Llamaremos a ésta “cultura utópica”. Testigos de la utopía de estado-nación que era Japón y portadores de información de primera mano del país tras convertirse en, quizás, los primeros latinoamericanos en viajar a Asia, que además funcionaron como periodistas y cronistas, estos autores fueron quienes establecieron las primeras imágenes de estas dos ideas de la cultura japonesa en un intento por renovar las estéticas regionales a la par del estado-nación y así posicionarse dentro de una modernidad estética global41. Más adelante, con el avance del Imperio de Japón, que la mayoría de los escritores latinoamericanos eligieron ignorar, el imaginario sobre Japón se concentró en los rasgos estetizantes e ideales de su cultura, hecho que sería funcional a los intereses del gobierno por correr a un segundo plano su expansionismo. Por último, con la derrota de 1945, que para escritores latinoamericanos significó el fracaso del modelo de un estado-nación japonés, dichos rasgos estetizantes, ideales y pacifistas de la cultura japonesa fueron funcionales, no ya al gobierno imperial, sino a Estados Unidos, que se propuso dar una imagen pacífica de Japón en el marco de la ocupación de 1945-1952.

Comencemos por abordar el modernismo literario latinoamericano, el primer movimiento estético de América Latina en hacer de Japón un tema predilecto de su producción creativa. Escritores y poetas del movimiento, como José Juan Tablada, Julián del Casal y Enrique Gómez Carrillo, entre muchos otros, escribieron sobre Japón y fijaron las que para ellos serían las características definitorias de la cultura japonesa: devoción a la naturaleza, misticismo del lenguaje, fusión entre tradición y modernidad, estética única y capaz de sobrevivir a lo largo de los siglos, entre otras. Tales características reproducían interpretaciones que Basil Hall Chamberlain, Pierre Loti y otros representantes del archivo orientalista europeo habían fijado acerca de Japón durante la segunda mitad del siglo XIX. Los intelectuales latinoamericanos, sin embargo, buscaron formas de diferenciarse de sus pares europeos y de forjar una mirada propia hacia ese “estado-nación utópico”, y disímil de Europa, que era Japón. El poder viajar a Japón y experimentar la cultura japonesa en carne propia fue crucial en dicha búsqueda. Primero, el viaje cumplió para los latinoamericanos la función de legitimar sus textos sobre Japón con la fuerza del testimonio. Segundo, y quizás más importante, los posicionó como precursores de una tradición de cronistas que se desarrollaría a lo largo de todo el siglo XX. Sobre esto, Hernán Taboada explicó que pocas fueron las innovaciones formales que propuso el modernismo latinoamericano si se lo compara con el orientalismo y el japonismo europeos, que optaba en cambio por reproducción y frivolidad.42 Sin embargo, adscribir de lleno a esta postura deja de lado la importancia que tuvieron estos primeros escritores-viajeros en la difusión de noticias inmediatas de las regiones a las que viajaban. Más allá de las innovaciones estéticas que realizaron o no los cronistas del modernismo latinoamericano, resulta innegable que, tras sus viajes por Asia, se creó un nuevo “horizontes de expectativas”43 en los lectores y escritores latinoamericanos.

Los casos más claros de esto son José Juan Tablada y Enrique Gómez Carrillo, que viajaron respectivamente a Japón en 1900 y 1905. Hasta antes de ellos, la mayoría de los escritores y poetas del modernismo, y de otros grupos y movimientos latinoamericanos de la época, conocían a ese país a través del antes mencionado archivo orientalista europeo o de los testimonios de migrantes residentes en Latinoamérica. Sin embargo, con los viajes de Tablada y Gómez Carrillo surgió una consciencia de que también un viajero oriundo de la región podía usar la experiencia en Asia para transformar el contexto cultural local e incluso potenciar sus propias ambiciones estéticas. Como bien explica Beatriz Colombi, tras el éxito periodístico y editorial que significaron sus crónicas sobre distintos países por fuera de los radares de la Europa central, la crónica sobre países de Asia suscitó un enorme interés en todo el público latinoamericano, pues se trataba de un género a la vez exótico, nuevo y atrapante.44 Otros críticos agregaron que esta tendencia a escribir crónicas sobre regiones no exploradas posiciona a sus autores dentro de una tradición cosmopolita que, primero, suponía que la estética era una puerta de acceso suficiente a cualquier cultura y, segundo, los posicionaba como parte de una “comunidad literaria transnacional unida por un ideal estético”.45 Los intentos de traducir haiku de parte de Tablada y las recurrentes críticas al archivo orientalista europeo por parte de Carillo dan cuenta de la voluntad de ambos por penetrar e interpretar la cultura japonesa, pero también por realizar un paralelismo entre modernidad estética latinoamericana y nipona. En otras palabras, se interpretó la cultura japonesa y su supervivencia, a pesar del avance de la cultura europea, como un modelo a seguir capaz de sostener la cultura local y de escribir una gran literatura más allá del canon europeo.

Por otro lado, es importante el hecho de que el japonismo les sirvió a los escritores modernistas latinoamericanos para cuestionar o desestabilizar el archivo orientalista-europeo que había sido su única puerta de acceso a Asia, no sólo en el plano estético (en el cual efectivamente reprodujo en gran parte dicho orientalismo europeo), sino también en el modo en que manejaron esas fuentes secundarias europeas a través de las cuales habían conocido Asia (es decir, de nuevo en el plano de la recepción). Existió entre esos escritores latinoamericanos una conciencia de que el acceso a las culturas asiáticas a través de fuentes europeas significaba un acceso de segunda mano y que éstas debían manejarse con cautela. Su acceso a la cultura estuvo, entonces, atravesado por estrategias de lectura de textos europeos que implicaban una hermenéutica propia y que se diferenciaba sustancialmente del modo en que los intelectuales europeos habían accedido a las culturas asiáticas desde sus espacios de poder. Eduardo Wilde y Enrique Gómez Carrillo, por ejemplo, citan a los autores europeos en los que basaron sus textos sobre Japón precisamente para criticarlos y para definir una voz propia y latinoamericana en la mirada hacia ‘Oriente’. Sobre esto, Araceli Tinajero propone analizar la relación literaria entre Asia y Latinoamérica no ya en tanto una reproducción más o menos sistemática de la matriz orientalista europea desde la periferia, como proponía Taboada, sino en tanto “discurso creado desde un ‘margen’ de la modernidad occidental en torno a otro ‘margen’ (el Oriente)”.46 Esto significa que, en el intento por acercarse a la modernidad estética de Japón, los cronistas latinoamericanos encontraron un espacio textual desde el cuál podían criticar la cultura europea que había sido su más persistente influencia, par posteriormente desarticular su hegemonía en la región.47 En el uso que hicieron del país los escritores del modernismo latinoamericano, entonces, queda claro que Japón fue un ejemplo de una modernidad estética alternativa al canon europeo y un espacio desde el cual cuestionar dicho canon. Esto es, a la utopía organizativa del estado-nación antes analizada le corresponde la utopía estética en el plano cultural. Para los latinoamericanos, Japón parecía haber adquirido todo aquello que era considerado un patrimonio exclusivo de las estéticas occidentales: poéticas, géneros y motivos propios. Debía tomárselo como modelo para delimitar y reafirmar la identidad latinoamericana en los planos cultural y estético.

Como bien explicaron Julia Kushigian, Araceli Tinajero, Axel Gasquet y otros críticos de la literatura, casi todos los cronistas latinoamericanos modernistas criticaron culturas como la china o la coreana, calificándolas de atrasadas cuando no de barbáricas, ya en el plano de las prácticas del día a día como en el arte y la literatura.48 La cultura japonesa, sin embargo, fue vista por cada uno de esos cronistas como la más elaborada de las culturas asiáticas en el avance de la historia. Semejante postura acerca de la supuesta superioridad de la cultura japonesa por sobre otras asiáticas, sin embargo, minimizaba o directamente ignoraba el avance imperialista a través del cual el Imperio de Japón estaba logrando la unidad regional y la hegemonía cultural en todo Asia-Pacífico. Por ejemplo, cronistas-viajeros a Japón, que querían establecer vínculos comerciales o diplomáticos, como Jenaro Montiel Olvera y Antonio Lomelí Garduño, entendieron que “el escaparate de la modernidad iba de la mano con el fortalecimiento de sus capacidades militares [las de Japón]”49. Sólo algunos latinoamericanos vieron en el devenir moderno y militar japonés una forma de amenaza. En esta línea se podría citar sólo alguna sutil reflexión de Gómez Carrillo al superponer los proyectos de compilaciones poéticas de siglos anteriores con lo que ocurría en su presente: “El emperador escribe tankas para celebrar el heroísmo de sus soldados y las princesas se quejan, en versos de cinco y siete sílabas, de que no todos los que fueron á la guerra hayan regresado”50; algún comentario de Arturo Ambrogi, quien intentó conocer a japoneses comunes y corrientes más allá de los círculos diplomáticos a los que se circunscribieron sus precursores modernistas, lo que le dio una mirada “menos exótica”51, “desencantada”52 y consciente de la realidad social; o bien los ensayos en que José Carlos Mariátegui mostró inclinación por el socialismo japonés, donde describió al proletariado local como la fuerza capaz de detener al devenir militarista e industrialista del país.53 Sin embargo, a pesar de estos ejemplos, pocos intelectuales latinoamericanos admitieron que la utopía estética que era Japón encubría un proceso de militarización y expansionismo que llevaría a ese país a la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, incluso cuando las décadas de 1920 y 1930 fueron tumultuosas para el país en lo que respecta tanto a la política nacional como internacional, entre avances bélicos, enfrentamientos con organizaciones internacionales e intentos internos de golpes de estado, la pregunta sobre los fines ulteriores del Imperio de Japón quedó velada para los cronistas latinoamericanos de 1930 y 1940. En cambio, lo que prevaleció fue una mirada estetizante sobre Japón que tuvo como consecuencia un negacionismo de la situación del país a nivel internacional.

No debemos atribuir dicho encubrimiento de la situación política del Imperio tras un velo estetizante exclusivamente a las lecturas de los cronistas que viajaban al país (latinoamericanos o no). También se debió a las maquinaciones del Imperio. En primer lugar, durante las décadas de 1930 y 1940 el gobierno japonés empleó a líderes de las comunidades japonesas que vivían en Latinoamérica para hacer propaganda de sus fines y para asegurarse de difundir una imagen del Imperio que apaciguara su devenir bélico, siendo ejemplar de este hecho el caso de Shinya Yoshio (1884-1954), un emigrante japonés a Argentina quien organizó propaganda nacionalista a favor del Imperio durante las décadas antes mencionadas.54. En segundo lugar, para purificar la imagen del país, el Imperio envió intelectuales de renombre a sus colonias, que habían sido conquistadas como consecuencia de sus recientes victorias bélicas y avances imperialistas en Asia. Algunos científicos sociales, como Rōyama Masamichi o Kada Tetsuji, sostuvieron un discurso panasiático en China y otras regiones de Asia-Pacífico que hacía del Imperio de Japón el motor que movilizaría una eventual unión regional y que legitimaba el expansionismo. Por otro lado, artistas y escritores, como Natori Yōnosuke o Yosano Akiko, viajaron financiados por el gobierno o por compañías afines para promover una cierta faceta de Japón y de su cultura en el marco del expansionismo del Imperio. En 1936, el entonces famoso escritor Shimazaki Tōson viajó a Argentina y Brasil como presidente del PEN Club japonés. En su diario de ese viaje, que publicó el mismo año, Junrei (Peregrinaje, 1936), Shimazaki abunda en imágenes patrióticas e incluso augura los beneficios económicos que América Latina podría ofrecerle al Imperio, como ya estaban haciendo las colonias de Asia-Pacífico. De igual modo, en las conferencias que dictó en su viaje, Shimazaki definió la cultura japonesa a partir de fuentes pre-modernas que sostuvieron un imaginario vinculado a la búsqueda de la belleza o de la contemplación, en particular, al Genji Monogatari de Murasaki Shikibu (1008), al Oku no hosomichi de Matsuo Bashō (1702) y a las tradiciones poéticas desde el tanka hasta el haiku. Esta propuesta intentaba “limpiar la imagen del Imperio de su imagen militarista”,55 además de establecer una forma de entender la cultura y la literatura de Japón que, primero, legitimaba la idealización del modernismo y, segundo, se sostendría durante las décadas siguientes como voz de autoridad que provenía de Japón mismo. Por último, si bien las actividades del Imperio son la explicación prioritaria de por qué se sostuvo el velo estetizante, en lo que respecta específicamente al rol de los intelectuales latinoamericanos, la carencia de voces críticas ante la beligerante situación internacional japonesa se explica por el hecho de que, para esos intelectuales, cuestionar al Imperio implicaba cuestionar a Japón como utopía del estado-nación y como utopía estética, lo cual llevaba a desmontar la estética local basada en ella y el posicionamiento subsecuente respecto de las culturas europeas.

Hemos mencionado que, tras la derrota del Imperio de Japón en 1945, hubo un derrumbe de la utopía que representaba ese país como estado-nación. Lo mismo no sucedió, sin embargo, en el plano estético-literario. Al contrario, el imaginario de Japón de la posguerra en adelante intensificó muchos de los ideales que se habían establecido desde mitades del siglo XIX. En primer lugar, esto se explica por los lineamientos que el Ejército de Ocupación Aliado habían establecido en su administración de Japón desde dicha derrota y hasta 1952. Para las Fuerzas Aliadas, con Estados Unidos a la cabeza y con apoyo del gobierno local durante y después de la ocupación, Japón debía convertirse en un país modelo que le demostrara a otras naciones del mundo que era posible abandonar un régimen y el aislamiento militarista para así adoptar la internacionalización propia del modelo democrático occidental y capitalista. Originalmente, semejante propuesta buscaba aleccionar a las naciones derrotadas en la Segunda Guerra Mundial, pero posteriormente buscaba también, desde un enclave asiático, combatir a los movimientos revolucionarios y comunistas que estaban surgiendo en diferentes regiones de Asia, sobre todo en China, Rusia y Vietnam. Los lineamientos de las Fuerzas Aliadas sobre la imagen que debía proyectar Japón se adecuaban al imaginario armónico del país que se había gestado desde 1868. Entre los años 1945 y 1952 en que duró la ocupación, hubo una censura feroz contra el lenguaje combativo, el ultranacionalismo, las referencias a Hiroshima y Nagasaki, los partidos de izquierda, la pornografía, entre otras facetas del pasado recientes. Ante esas imposiciones, en el plano estético-literario cobraron un mayor protagonismo obras que no pusieran en primer plano los conflictos bélicos recientes, la situación colonial o, en los años siguientes, las movilizaciones internas que ocurrieron en Japón, sobre todo en el ámbito estudiantil. Asimismo, el Japón idealizado del Genji Monogatari, la contemplación budista, el haiku y las categorías propias de una cultura tradicional del país (mono no aware, miyabi, armonía con la naturaleza, etc.) cuadraban perfectamente con la censura de las Fuerzas Aliadas y con la imagen pacifista del país que se intentaba mostrar. Hablando del Genji, Michael Emmerich explica que el famoso relato del período Heian sirvió para “encarnar la necesidad de la posguerra de reimaginar a Japón como un bunkakoku, ‘un país de cultura’”.56 ‘Cultura’ se asimiló, así, con ‘pacifismo’. Incluso los más famosos críticos literarios y traductores estadounidenses, primero Donald Keene y después Ivan Morris, ambos originalmente financiados por el gobierno de Estados Unidos, promovieron dicha yuxtaposición entre cultura japonesa y pacifismo. Y, si bien desde el fin de la ocupación hasta 1970 surgieron obras que trataron la participación de Japón en la guerra, en su mayoría acentuaban el arrepentimiento y la culpa de los japoneses por lo sucedido y no eran consideradas paradigmáticsa de la cultura del país como sí ocurrió con los valores estéticos que provenían de textos antiguos. En esta línea, el escritor Kawabata Yasunari, exégeta del Genji y galardonado con el Premio Nobel en 1968, cumplió un rol central. El que un escritor representante de las tradiciones japonesas, como la literatura Heian, el zen y la ceremonia del té, recibiera el máximo premio literario exactamente cien años luego de la Restauración Meiji de 1868, transmitió como mensaje internacional que, a pesar de los procesos violentos que había atravesado el país, como la modernización del siglo XIX o la derrota de 1945, Japón era capaz de mantener intacta su identidad pacifista en los planos cultural y estético-literario.

Los intelectuales latinoamericanos de la posguerra no se detuvieron en las imposiciones de las Fuerzas Aliadas y se adscribieron de lleno a esta nueva postura de Japón que se abocaba a reforzar el imaginario estético-idealizado y a confirmar la potencia creativa de su cultura incluso tras la derrota. Con el éxito de Kawabata y de escritores asociados a facetas más tradicionales de Japón, como Tanizaki Jun’ichirō o Mishima Yukio, los latinoamericanos reafirmaron sus concepciones de la cultura y la literatura japonesas como ejemplo de un país capaz de reinsertarse en procesos de globalización sin perder identidad o autonomía. Como mayor exponente de esta tendencia pueden citarse los escritores del grupo Sur. Esta revista argentina publicada entre 1931 y 1992 contó con colaboradores de distintas partes del mundo a lo largo de su historia, pero fue su número 249 de noviembre de 1957, dedicado a la literatura japonesa, el que reafirmó la visión estetizada de Japón que había promovido el país asiático en la posguerra y en el marco de la Ocupación de las Fuerzas Aliadas antes explicado. De hecho, Donald Keene fue participante vital de ese número de Sur, habiendo organizado dicha publicación junto a Victoria Ocampo y José Bianco, y habiendo esbozado el contenido en base a dos de sus libros más recientes de entonces: An Anthology of Japanese Literature de 1955 y Modern Japanese Literature. An anthology de 1956. Éste fue el momento en el cual Keene se volvió para los latinoamericanos la voz de autoridad sobre la literatura japonesa. En tanto homologación con la actividad de Keene, es posible afirmar que ese número de Sur funcionó como extensión del proyecto estadounidense que extirpó la estética japonesa de su vínculo con la guerra y que ancló su cultura a un pasado idealizado y pacífico. Incluso Roberto Kazuya Sakai, participante del antedicho número 249 de Sur y después profesor-investigador del Centro de Estudios Orientales (actual Centro de Estudios de Asia y África) de El Colegio de México entre 1966 a 1977, continuó en gran medida la mirada de Keene. Esta perspectiva del país asiático en gran medida dejó de lado otras miradas o literatura que hizo eco de la guerra y de los conflictos sociales que estaban emergiendo en Japón en la posguerra. Axel Gasquet destaca también que surge desde este momento, en el marco de la Revolución Maoísta y otros levantamientos en Asia, un “orientalismo fragmentario” en Argentina y específicamente entre los miembros de Sur.57 Por nuestra parte, quisiéramos repetir que el accionar de Keene, Sakai y demás intelectuales estuvo fijado y determinado por los lineamientos que el Ejército de Ocupación de las Fuerzas Aliadas había establecido sobre la imagen que Japón debía mostrar al mundo.

Otro intelectual latinoamericano cuya labor vinculada a Japón perpetuó esta tradición de imagen estetizada y pacifista de Japón fue Octavio Paz. Paz se acercó a la cultura japonesa en los años cuarenta a través de la obra de Tablada y, más adelante, de Suzuki Teitarō Daisetsu. Luego, durante los cincuenta, Paz tuvo contactos muy estrechos con los intelectuales del grupo Sur, con Keene (quien elogió la obra del mexicano en repetidas ocasiones), y con Sakai y el Centro de Estudios Orientales del Colegio de México. Estos vínculos explican el que Paz compartiera el imaginario de la cultura japonesa con sus colegas y son prueba de una institucionalización de la imagen de Japón en América Latina en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. También durante esa década, cuando fue Embajador de México en Tokio en 1953, Paz tuvo la oportunidad de reafirmar la importancia que había tenido el viaje para los modernistas como modo de penetrar en la cultura japonesa y legitimar así gran parte de su producción vinculada al país asiático. Producto de dicha estancia fue su famoso ensayo “Tres momentos de la literatura japonesa” (1954), donde Paz, siguiendo a Keene y a Arthur Waley, analiza la literatura del período Heian, la tradición del teatro nō conectada al budismo zen y la tradición del haiku, todo elementos de un Japón distante del contexto de la posguerra. También en 1954, al regresar a México, Paz conoció a Eikichi Hayashiya, con quien tradujo el renombrado diario poético de Bashō bajo el título Sendas de Oku (1957). Mucho se ha escrito sobre esta traducción pionera de Paz y de su par japonés58, no obstante, quisiéramos señalar el hecho de que Hayashiya estaba en México como parte una misión diplomática para obtener los votos necesarios para que Japón fuera admitido como socio de la Organización de Naciones Unidas.59 Esto significa que la traducción de Paz y Hayashiya fue, no sólo la continuación de una imaginario del Japón pasado, desvinculado de la posguerra, sino también el resultado inesperado de los objetivos del gobierno japonés por limpiar su imagen, a la vez producto de los lineamientos del Ejército de Ocupación. Paz va a afirmar, incluso, que la Restauración Meiji de 1868 y la Ocupación de 1945-1952 fueron procesos históricos que le sirvieron a Japón para integrarse a la Modernidad, no haciendo una sola referencia a la violencia física y cultural que implicaron dichos momentos ni a las voces o fuerzas en contra de los mismos. En la introducción al número 249 de Sur que tenía a su cargo, asegura Paz sobre esto:

Desde hace cerca de cien años, los japoneses han imitado a Occidente con el mismo entusiasmo con que, en el siglo VII, sus antepasados adoptaron el budismo. Y así, el más alejado y remoto de los países de Extremo Oriente, el más tradicional y encerrado en sí mismo, es también el que está más cerca de nosotros. Japón es ya un país occidental [...] y ese destino no lo sufre pasivamente (como la mayoría de las naciones hispánicas y muchas de Asia, África y aun de Europa), sino que es uno de sus protagonistas, uno de sus “héroes-villanos” y, asimismo, una de sus víctimas. Pero una víctima que no forma parte del coro, sino que ha participado activamente en la representación. Y esto es lo que quería decir cuando afirmé que la literatura japonesa está viva: sus escritores no repiten los gestos sin sentido de una tradición muerta, ni tampoco gesticulan maquinalmente, con ideas y trajes prestados; las ideas y las formas estéticas de que se sirven son ya suyas por un acto de conquista espiritual. Una conquista que no es una anexión o usurpación de lo ajeno, sino una libre aceptación hecha de gozo y sufrimiento.60

Aunque se trataba de un país que había seguido obedientemente los dictámenes de Occidente tanto en 1868 como en 1945, Paz vio en Japón una superación de la dicotomía héroe-villano que, quizás, veía aún en América Latina respecto a Estados Unidos. Sin embargo, no fue un modelo institucional o sociopolítico aquello que le interesaría aplicar a la región, sino uno cultural que incluyera, no sólo la estética, sino también la espiritualidad. Así, la japonesa se transforma en una “cultura utópica” capaz de incorporar literatura y espiritualismo para ofrecer un nuevo modelo en el marco de la posguerra.

En la cita anterior debe destacarse que Paz no habla sólo de espiritualismo, sino que menciona específicamente al budismo. Hemos dicho que uno de los primeros acercamientos que el mexicano tuvo a Japón fue la obra del monje y escritor D. T. Suzuki (1870-1966). Síntesis espiritual y religiosa que aceptaba e incorporaba el cristianismo, el budismo había llegado a los modernistas latinoamericanos a través de intelectuales europeos como Lafcadio Hearn y Arthur Schopenhauer. Suzuki se le presentó a Paz, pero también Borges, Nervo y otros escritores latinoamericanos, muchos pertenecientes al grupo Sur, como una forma de acceder al budismo en voz de un japonés y como una expansión de sus ideales estéticos y sus postulados filosóficos. Asimismo, desde la década de 1950 en adelante, el espiritualismo asiático comenzó a cuestionar la cosmología y la moral judeo-cristianas propias del modelo cultural occidental. Si bien este proceso es complejo y no se explica unidireccionalmente como un relevo a cargo de las espiritualidades asiáticas, el acercamiento al budismo por parte de los latinoamericanos se presentó como una continuación de dicho cuestionamiento y como una reivindicación de un pasado religioso y espiritual propio de América Latina que, al igual que el budismo, era alternativo a las religiones hegemónicas de Occidente. Por aquellos años, también Reginald Horace Blyth, discípulo de Suzuki, difundió la estética del haiku en conexión con el budismo zen, y escritores como Jack Kerouac y Gary Snider, desde Estados Unidos, se acercaron al espiritualismo oriental precisamente para enfrentar el modelo cultural de su país natal.

Si bien la historia de la difusión del budismo en América Latina es demasiado extensa para abordarla en su totalidad en el presente texto, proponemos asimilarla con el imaginario estetizado-ideal que hemos analizado en la historia intelectual de América Latina; más específicamente, en la idea de que el budismo se encontraba de fondo en todas las prácticas culturales de Japón. Paz mismo dijo que la incorporación del espiritualismo en el imaginario latinoamericano de Japón implicaba un cambio respecto de sus precursores (léase, de los modernistas). Sin embargo, como hemos dicho a lo largo del presente apartado, ambos imaginarios coinciden en que propiciaban la imagen de un Japón pacífico que el Imperio necesitaba transmitir en los años de la Segunda Guerra Mundial y que el gobierno japonés de posguerra, siguiendo los lineamientos que el Ejército de Ocupación, buscó difundir de 1945 en adelante.

Existe una última forma en que Japón se presentaba como utopía en la literatura de los escritores latinoamericanos del siglo XX hasta 1968. Ésta tiene que ver con las comunidades migrantes que residen en América Latina. Los vínculos que las Américas desarrollaron con Japón a partir de la migración se diferencian de aquellos que tuvo con países de Europa, siendo más bien similares a aquellas que el Imperio estableció con sus ex-colonias en Asia dado el potencial económico que significaba y dados los imaginarios que se gestaron en cada región Por ejemplo, Harumi Befu las llama “replicaciones”61, y Kate McDonald habla de un proyecto “de alcance transnacional”.62 Diversos intelectuales pertenecientes a dichas comunidades migrantes, como Amano Yoshitarō (1898-1982), Sano Seki (1905-1966) y el ya referido Sakai, encontraron en el acto de hacer referencia a la cultura japonesa desde América Latina un modo de reivindicar su identidad híbrida. Incluso hoy escritores latinoamericanos contemporáneos con ascendencia japonesa, como Anna Kazumi Stahl (n. 1963), Augusto Higa Oshiro (n. 1946) y Doris Moromisato (n. 1962), siguen desarrollando en sus obras un trabajo en que Japón y Latinoamérica simbolizan un cruce para explicar y desmontar discursos acerca de la configuración identitaria de migrantes o hijos de migrantes, pero también de cualquier persona. En el caso de escritores de ascendencia japonesa, entonces, Japón se presenta como una utopía que excede la estética y el espiritualismo (si se quiere mantener esa diferencia establecida por Paz) para poner en primer plano la cuestión de la identidad. En este punto, el poeta peruano José Watanabe (1945-2007) se posiciona simultáneamente como ejemplo y contraejemplo. Por un lado, si bien Watanabe reivindicó su ascendencia japonesa y la cultura tras de la misma, también negó en diversas ocasiones la prevalencia de esa cultura en su obra, al contrario “identificándose por completo con la cultura peruana”.63 De igual manera, si bien Watanabe vio en el haiku un modo de conectarse con lo espiritual, también describió a ese “más allá de la realidad”, menos como un elemento universalista, que como un acto continuo, propio de la mirada cotidiana.64 Por último, Watanabe va a reafirmar en diversas ocasiones la importancia que el haiku y la influencia del zen tuvo en su poesía como modos de entender la disolución del ego, también su obra entera se constituye como una forma de problematizar el ‘yo’, esto es, su identidad, así como toda la “identidad japonesa”.65 Cualquiera sea el caso, aunque sea una literatura que se presenta con mayor fuerza en las últimas décadas del siglo XX y en la actualidad, las contradicciones que emergen de la literatura de escritores descendientes de japoneses en América Latina sintetizan la función de toda la cultura japonesa en el contexto latinoamericano durante los últimos ciento cincuenta años: la de condensar fuerzas contradictorias, ansias de pertenencia y aspiraciones literarias.

Conclusiones

Este artículo ha recorrido las principales formas por las que escritores-viajeros de América Latina proyectaron imágenes utópicas de Japón en el marco de reflexiones y prácticas que buscaban dar respuesta a los desafíos de la modernidad en el continente latinoamericano. Por medio de desplazamientos físicos, intelectuales y literarios, dichos autores hicieron un ejercicio de ruptura o distanciamiento con la realidad local de las repúblicas latinoamericanas para asistir a escenas que bien podrían describir al eu-topos o “buen lugar” que se presenta como modelo para la construcción de la sociedad futura en el relato utópico. A finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, hombres de estado, periodistas y diplomáticos reconocieron en el Japón que emergía como la única nación soberana de Asia con carácter de potencia colonial, un modelo de la construcción del estado-nación. De esta manera, el Japón de finales de Meiji parecía realizar los pronósticos del progreso inherentes a los métodos de la modernidad Occidental que en América Latina todavía se asomaban como promesas futuras. Sin embargo, si los triunfos militares del Imperio del Japón corroboraron la universalidad de la modernidad occidental, el protagonismo que las tradiciones culturales autóctonas parecían tener en el impulso del progreso y la unidad nacional insinuaban la existencia de alternativas a las jerarquías y categorías hegemónicas de Occidente.

Por otro lado, la distancia geográfica y la diferencia cultural muchas veces alimentaron un exotismo que describía a Japón en términos comparables a los del ou-topos: el no-lugar imaginario, un sitio propio de un relato utópico. Mediante una apropiación crítica del archivo orientalista europeo, los autores del modernismo latinoamericano idearon una tierra de ensueño en donde el pueblo profesaba un íntimo amor por la naturaleza, y demostraba una particular espiritualidad hasta en los actos cotidianos más mundanos. La experiencia directa o textual de este sitio posibilitaba expandir el horizonte cultural y estético de la literatura latinoamericana, abriendo así la puerta para su inserción en una modernidad cosmopolita. Si bien esta imagen onírica de Japón parecía brindar una potencia creativa capaz de desestabilizar la hegemonía del canon europeo, la misma cumplió el rol de endulzar o invisibilizar la expansión violenta del Imperio en Asia.

El desencanto de los latinoamericanos con el Japón imperial, entregado al expansionismo y el totalitarismo, impugnó la visión idealizada que se había construido desde fines del siglo XIX. En definitiva, el colapso político y militar que siguió a la derrota en la Guerra de los Quince Años (1931-1945) llevó al colapso de la imagen utópica del estado-nación japonés. En contraste, aquella otra visión de una cultura japonesa utópica fue capaz de sobrevivir a la bancarrota de la modernidad del Imperio. La continuidad de visiones utópicas sobre Japón en el imaginario literario puede considerarse símbolo del modo en que el país asiático fue entendido desde América Latina desde la mitad del siglo XIX hasta la posguerra. Aquí se descubre la resiliencia de una concepción culturalista de Japón que explicó su sociedad y su política a través de la cultura y no a la inversa.

Hacia fines de la década de 1960, Japón se transformó entonces en lo que parecía ser un caso excepcional de la suspensión de las tensiones de la modernidad, carente de conflicto social y político, una suerte de imagen utópica e invertida de una Latinoamérica desgarrada por las asimetrías geopolíticas de la Guerra Fría y la violencia de los conflictos internos. Las llamadas teorías Nihonjinron (literalmente, ‘teorías sobre los japoneses’), trabajos académicos o ensayísticos que proponían explicar el éxito económico y la estabilidad social del Japón contemporáneo a la luz de una esencia nacional excepcional y radicalmente diferente a Occidente, instalaron una nueva visión utópica de la psicología y la sociedad japonesas capaces de sostener el rápido crecimiento económico como el que el país había tenido durante la década anterior. En contraste con esta nueva visión utópica de un estado-nación modélico del Japón de 1960 en adelante, sin embargo, hacia fines de la década del setenta y comienzos de los ochenta surgió un imaginario de un Japón distópico en el campo cultural-literario. Paradójicamente a lo que había sucedido durante los la década de 1950 con la imagen estetizante y pacifista de la cultura japonesa, en las últimas décadas del siglo XX la violencia se convirtió en una característica propia de la estética japonesa en el imaginario latinoamericano, lo que sucedió no sólo gracias a la literatura, sino también a través del cine y, sobre todo, del manga y el anime. Una futura investigación que analice los cambios entre estos imaginarios y utopías desde dichos años y hasta la actualidad serviría para complementar la historia intelectual expuesta y analizada en el presente artículo.

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1 Walter Mignolo, The Idea of Latin America (Malden, MA: Blackwell, 2005), 115.

2 Axel Gasquet (sobre cuya obra discutiremos más tarde) señala que la combinación entre tradición nacional y modernidad universal del Japón de finales de siglo XIX y comienzos del XX generaba una “atmósfera de gran seducción” en sus visitantes, y provocaba incluso una sensación de encontrarse en un país superior a los parámetros de vida civilizada en Occidente. Axel Gasquet. El llamado de Oriente. Historia cultural del orientalismo argentino (1900-1950) (Buenos Aires: Eudeba, 2015), 97.

3 Hernán Taboada, “Un orientalismo periférico: viajeros latinoamericanos, 1786-1920”. Estudios de Asia y África. Vol. 33, No. 2 (106) (mayo-agosto, 1998).

4 Araceli Tinajero. Orientalismo en el modernismo latinoamericano (Lafayette: Purdue University Press, 2004).

5 Gasquet, El llamado de Oriente, 17-18.

6 Fátima Vieira, “The Concept of Utopia”, en The Cambridge Companion to Utopian Literature, ed. Gregory Claeys (London: Cambridge University Press, 2010), 5.

7 Eugênio Rezende de Carvalho, “La utopía identitaria en Argirópolis de Domingo F. Sarmiento. Tabula Rasa, 21 (2014): 247–265.

8 Vieira, ”The Concept of Utopia”, 8.

9 Vieira, “The Concept of Utopia”, 4

10 Mariano Siskind. Cosmopolitan Desires: Global Modernity and World Literature in Latin America (Evanston: Northwestern University Press, 2014), 9-10.

11 Vieira, ”The Concept of Utopia”, 10.

12 Héctor Pérez Brignoli. Historia global de América Latina. 2010-1810 (Madrid: Alianza, 2018), 123.

13 Renee Worringer, “Meiji Japan, Ottoman Egypt, and the British Occupation. A Turn of the Century Colonial Triangle of Non-Western Modernity and Anti-Colonial Egyptian Nationalism”. Global Perspectives on Japan, 2, (2019): 69–105.

14 Martín Bergel. El Oriente desplazado. Los intelectuales y los orígenes del tercermundismo en la Argentina (Bernal, Argentina: Universidad Nacional de Quilmes, 2015), 74-76.

15 Rogerio A. Deszem, Matizes do “Amarelo”: A Gênese dos Discursos sobre os Orientais no Brasil (São Paulo: Associação Editorial Humanitas, 2005), 257.

16 Francisco Díaz Covarrubias. Viaje de la Comision Astronómica Mexicana al Japon, para observar el tránsito del planeta Vénus por el dísco del sol el 8 de diciembre de 1874 (Imprenta Políglota de C. Ramiro y Ponce de León, 1876).

17 Axel Gasquet, Extremo occidente y extremo oriente: herencias asiáticas en la América hispánica (Pontificia Universidad Católica del Perú: Fondo Editorial, 2018), 74-76.

18 Guillermo Quartucci. “Un mexicano visita Japón a fines del siglo XIX”. Estudios de Asia y África, 29, N° 2 (1994): 305.

19 Quartucci. “Un mexicano visita Japón”, 311.

20 Quartucci. “Un mexicano visita Japón, 311.

21 Axel Gasquet, Oriente al sur: el orientalismo literario argentino de Esteban Echeverría a Roberto Arlt (Buenos Aires: Eudeba, 2007), 167-168; Koichi Hagimoto “Contrapuntos estéticos e higiénicos. Japón y China en las crónicas de viaje de Eduardo Wilde”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 44, N° 87 (2018): 161–178.

22 Gasquet, Oriente al sur, 171, 269.

23 Eduardo Wilde, Por mares i por tierras (Buenos Aires: Jacobo Peuser, 1899), 485.

24 Wilde, Por mares i por tierras, 601.

25 Wilde, Por mares i por tierras, 606.

26 Manoel de Oliveira Lima, No Japão. Impressões da terra e da gente (Rio de Janeiro: Laemmert, 1903), 141-159.

27 Oliveira Lima, No Japão, 21-22. La traducción es propia.

28 Oliveira Lima, No Japão, 47.

29 Enrique Gómez Carrillo. El alma japonesa (París: Garnier Hermanos, 1907), 169.

30 Yigal Sheffy, “A Model not to Follow. The European Armies and the Lessons of the War”, en The Impact of the Russo-Japanese War, ed. por Rotem Kowner (London: Routledge, 2014), 266.

31 La Nación, “La Nación en el Imperio del sol naciente. Nuestro enviado especial en viaje”, 20 de junio de 1905.

32 Enrique Gómez Carrillo. De Marsella a Tokyo: Sensaciones de Egipto, La India, La China y el Japón (París: Garnier Hermanos, 1906), viii.

33 Enrique Gómez Carrillo, El alma japonesa (París: Garnier Hermanos, 1907), 41.

34 Gómez Carrillo, El alma japonesa, 59.

35 Alfonso Reyes, “Visiones del Japón”, en Simpatías y diferencias (CDMX: Fondo de Cultura Económica, 1956), 11.

36 Reyes, “Visiones del Japón”, 14.

37 Jorge Tulio Royo, Otro Japón desconocido (Kobe: Kakumaru Printing Company, 1925), 11.

38 Royo, Otro Japón desconocido, 21, 45.

39 Royo, Otro Japón desconocido, 40.

40 Vieira, “The concept of Utopia”, 3.

41 Entendemos por modernidad estética global a un imaginario universalista del proceso de modernización visto en el plano de la estética. Junto a Mariano Siskind interpretamos, además, que la modernidad literaria latinoamericana debe ser entendida no sólo en tanto intento por emular o acercarse a los centros productores de cultura que determinaban las características dominantes de esa modernidad estética global, sino también como “un conjunto de procedimientos estéticos que funcionan como mediaciones de una red transcultural ampliada de intercambios culturales dispares”. Siskind, Cosmopolitan Desires, 19.

42 Taboada, “Un orientalismo periférico”, 285-305.

43 Hans Robert Jauss. “La historia de la literatura como una provocación a la ciencia literaria”, en En busca del texto. Teoría de la recepción literaria, ed. por Dietrich Rall (CDMX: UNAM, 1987).

44 Beatriz Colombi, Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América Latina 1880-1915 (Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2004).

45 Hanno Ehrlicher. “Enrique Gómez Carrillo en la red cosmopolita del modernismo”. Iberoamericana. América Latina - España - Portugal. Vol. 15 Núm. 60 (2015): 53.

46 Tinajero, Orientalismo en el modernismo latinoamericano, 3.

47 Uno de los autores del presente ensayo ha profundizado sobre dichas críticas al canon europeo por parte de latinoamericanos en: Matías Chiappe Ippolito, “Orientalismo latinoamericano de viajeros el manejo de fuentes europeas y fuentes japonesas en los relatos de viaje de Eduardo Wilde, Enrique Gómez Carrillo y Juan José Tablada”. Boletín de Literatura Comparada, Nº. 39 (2014): 89-106.

48 Para consultar los clásicos sobre el tema, referirse a: Julia Alexis Kushigian,, Orientalism in the Hispanic Literary Tradition: in Dialogue with Borges, Paz and Sarduy (Albuquerque: New Mexico University Press, 1991); Tinajero, Orientalismo en el modernismo latinoamericano; y Gasquet, Oriente al sur.

49 Alejandro Carlos Uscanga Prieto, “El “Paréntesis mexicano” en Japón al inicio de los Treintas”. Mirai. Estudios Japoneses. 3, (2019): 85.

50 Enrique Gómez Carrillo, El Japón heroico y galante (Madrid: Renacimiento Editorial, 1912), 203.

51 Joan Torres-Pou. “Writing Japan: Intertextuality in Enrique Gómez Carrillo’s and Arturo Ambrogi’s Travelogues”. Japan Studies Review. Vol. XXII (2018): 132.

52 Álvaro Martín Navarro, “La crónica del desencanto en la obra Sensaciones de Japón y China de Arturo Ambrogi”, Revista CS, número 14 (julio-diciembre 2014): 162.

53 “La gran industria no predomina aún en la economía japonesa. La mayoría de la población está compuesta hasta ahora de campesinos, artesanos y pescadores. Pero la industria, acrecentada e impulsada por la guerra [ruso-japonesa de 1904-1905], imprime su fisonomía y su carácter a la urbe, hogar y crisol de la conciencia nacional. El proletariado industrial, ya en gran parte organizado, es en el Japón la fuerza del porvenir. Por otra parte, la concentración de la propiedad agraria, antes completamente fraccionada, está formando un proletariado rural, en el que se propaga gradualmente un sentimiento clasista”. José Carlos Mariátegui, “El movimiento socialista en el Japón”,Variedades, Lima, 8 de Enero de 1927.

54 Facundo Garasino, “Ratenamerika kara teikoku wo senden suru: hitori no aruzenchin nihon imin ga kataru seiyō – oriento – shinsekai”. Nihon gakuhō, 35, 03/20 (2016): 129-152.

55 Matías Chiappe Ippolito, “Ishikawa Tatsuzō and Shimazaki Tōson. Two Writers / Travelers to South America in the Eye of Imperial Discourse”. Japan Studies Review, XXV (2021). 95-109. 104.

56 Michael Emmerich, The Tale of Genji: Translation, Canonization, and World Literature (New York: Columbia University Press, 2013), 363.

57 Axel Gasquet, “El orientalismo argentino (1900-1940). De la revista Nosotros al grupo Sur”, Latin American Studies Center, No. 22, University of Maryland, 2008): 22.

58 Al respecto, puede consultarse: Aurelio Asiain, Japón en Octavio Paz (México DF: Fondo de Cultura Económica, 2014); Enrique Eguiarte, “Octavio Paz y la poesía japonesa”, Mayéutica. Vol. 39, No. 88 (julio-diciembre, 2013): 405-417; y Christian Elguera y Daisy Saravia, “Octavio Paz, Thinker of Translation. Versioning Matsuo Bashō and Fernando Pessoa”, en The Routledge Handbook of Latin American Literary Translation (London: Routledge. 2023).

59 Asiain, Japón en Octavio Paz, 34.

60 Sur, No 249, “Literatura japonesa moderna” (Buenos Aires, noviembre-diciembre 1957), 87.

61 Harumi Befu, “Japanese Transnational Migration in Time and Space: A Historical Overview”, en Japanese and Nikkei at Home and Abroad: Negotiating Identities in a Global World, ed. Adachi Nobuko (New York: Cambria Press, 2010), 43.

62 Kate McDonald, Placing Empire: Travel and the Social Imagination in Imperial Japan (Santa Barbara: University of California Press. 2017), 11.

63 I gnacio López-Calvo, The Affinity of the Eye: Writing Nikkei in Peru (Tucson: The University of California Press, 2013), 167.

64 Mato Shigeko, “Contemplating José Watanabe’s Poetic Eyethrough Roland Barthes’s Photographic Eye”. Transmodernity: Journal of Peripheral Cultural Production of the Luso-Hispanic World, Vol. 6, No. 1 (2016): 85.

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