Alicia en el país de las maravillas
Giovanni Peraldo Huertas
Alicia ya estaba harta de vivir en ese mundo absurdo. La oruga sabia y fumadora, las flores parlanchinas, el conejo con su chistera y sus prisas infundadas, la loca hora del té con el Sombrerero. Y esa bruja insufrible de la Reina de Corazones y su sonsonete de “…que le corten la cabeza…”, ya la tenían al borde de la locura, al borde del aburrimiento, al borde de… al borde de… bueno, al borde del borde, o como sea. Ya hasta empezaba a actuar y a hablar como los habitantes de ese mundo desquiciado. ¡Volver a su mundo! Era el principal anhelo de Alicia.
–Pero lo absurdo es lo más normal en el mundo, niña–, le decía el Sombrerero mientras tomaba una refrescante taza de té.
–¡En tu mundo! ¡Querrás decir en tu mundo! Sombrerero. Acá todo es absurdo. Todo es tan confuso. ¡La gente que vive acá no entiende que vive en un mundo absurdo!–, tomó aire y continuó, –¡En un mundo maravillosamente extraño!–, dijo esto Alicia arrugando la naricilla en un gesto de aburrimiento.
–Ah, ah, ah, ah… niña. Estás diciendo un sinsentido. Siempre lo extraño es maravilloso.
–Y lo maravilloso es extraño. En ese momento el Sombrerero arrojaba una taza de té a la cabeza de la rata que se encontraba tranquilamente mordisqueando un panecillo mientras esperaba a que su té se enfriara.
–¡Ves! Eso que hiciste es extraño– y señaló a la rata que seguía mordisqueando su panecillo como si nada hubiera sucedido.
–¡Y maravilloso, niña! De lo contrario para qué carajos quiere la cabeza esa rata– y mostraba una amplia sonrisa a Alicia, como para sacarla de quicio.
–¡Eres imposible, Sombrerero!–. Alicia movió la cabeza y suspiró profundamente. –Este mundo está bien loco, Sombrerero–; en el acto que decía esto, Alicia apoyaba cansinamente su barbilla en uno de sus brazos.
–¿Y qué cosa es la locura, Alicia?… o ¿qué es estar cuerdo?–, preguntó el Sombrerero, sin dejar de tomar el humeante té.
–¡No sé! Comportarse correctamente, supongo–, contestaba Alicia haciendo un pequeño gesto de ignorancia.
–¿Y cómo sabes qué es lo correcto?–, señaló el Sombrerero ofreciendo a Alicia un gesto de medida soberbia.
–No sé, Sombrerero. ¡Me confundes!– terminó la frase haciendo un gracioso puchero.
–Acá, mi querida niña, la loca eres tú– y la señaló con sus largos y huesudos dedos.
–¿Puede existir un mundo más loco, más absurdo que este?–, preguntó Alicia, sin importarle el comentario del Sombrerero.
–No lo sé, Alicia. Nunca he salido de él–, respondía mientras se encogía de hombros.
Alicia se quedó reflexionando sobre lo que el Sombrerero le dijo. Tomó un sorbo de té.
–Sabes lo que más me intriga, Sombrerero: nunca he sabido por qué carajos el conejo anda corre que te corre todo el tiempo preocupado por llegar tarde–, hizo una pausa, –¿Sabes por qué se comporta así?–.
–Evidentemente, porque está loco, más loco que un político en campaña– y en el instante arrojó un plato a la cabeza del lirón que con suma pereza se agachó en el momento que el plato llegaba a golpearlo. –Sí, está locoooo…– apuntó el lirón con un largo bostezo.
Alicia se levantó. Hizo un cansado gesto de adiós con la mano y se alejó de la mesa en el momento que todos cambiaban de lugar para no tener que lavar su taza de té. Había caminado un tramo cuando vió al conejo que corría y decía:
–¡Válgame Dios!… ¡Voy a llegar tarde!… ¡La duquesa!… ¡Ella no espera!...–. El conejo blanco parecía un figurín de esas revistas de costura, de fuerte sombrero de copa, guantes blancos y un esmoquin negro con rayas grises verticales. Corría y corría desesperado, como asustado por llegar tarde. Detrás, Alicia lo seguía tratando de darle alcance para, con calma, preguntar todo lo que no ha podido entender de su mundo de fantasía y por qué siempre el señor conejo parecía tan, tan acongojado por llegar tarde.
¿Por qué corre tanto ese lindo conejito?, pensaba Alicia. Desde que llegué a este país no deja de tener prisa, corre que te corre por todo el territorio. Pobre, su vida es una eterna tensión por llegar tarde. El problema es que nunca acaba por llegar al lugar donde se le espera, de ser cierto que se le espere en algún lugar. En eso, el conejo se escabulló en un hueco tipo madriguera, por el que decididamente se metió también Alicia. Caminó y caminó por la madriguera que se transformó en un túnel, que estaba tapizado de estanterías repletas de botellas de licor, carteles con anuncios de venta y compra de vehículos usados. De acá y allá colgaban pantallas planas con programas insulsos sobre concursos mediocres, ridículos juicios judiciales televisados, noticiarios acartonados, en fin con todo lo furris de la televisión. Otros carteles mostraban la naturaleza virgen, en la cual se movía gente en el ápice de la felicidad. En fin, una serie de cosas variadas que no tenían ni orden ni concierto. De pronto, el túnel se hacía cada vez más estrecho, al punto que la pobre Alicia tuvo que seguir su recorrido a gatas. A la lejanía era posible vislumbrar una claridad que
posiblemente anunciaba el fin tan deseado del larguísimo agujero.
Apresuró su gateo y por fin llegó al extremo del horrible túnel, se sostuvo del borde del hueco en el que se había transformado el agujero y sacó la cabeza. Se encontraba en medio de una carretera atestada de vehículos que no se podían mover del grado de congestión que existía. La gente que viajaba dentro de los vehículos, generalmente eran los conductores solamente, claramente se veían perturbados, enojados. Otros con una larga cara de preocupación y algunos gritando improperios a medio mundo por estar detenidos perdiendo tiempo en esa infernal presa. Empezaron a sonar las bocinas de todos los vehículos y el escándalo era insoportable. ¡Había caído en un país de locos! ¡De dementes!
Salió del hueco y agradeció, de momento, los rayos del sol, pues el túnel por el que había salido era húmedo y frío. Un maravilloso día soleado como hace mucho tiempo no contemplaba. A lo largo de la carretera y a sus márgenes una fila de árboles llenos de racimos de unas flores de forma acampanada, vestían el árbol de tonos color rosado pálido, otras de tono alba alegraban el ambiente, eran la nota bella, pero parece que nadie se tomaba su tiempo para contemplarlos. Tampoco nadie se enteró cuando Alicia salía del hueco, pues todos estaban concentrados tocando la bocina y lanzando madrazos al sistema, al presidente, a los conductores, a todo. Decidió que era mejor ponerse a caminar por la orilla de la atestada carretera, al paso lentísimo de los vehículos que se movían centímetros por minuto. ¡La oruga fumadora del país de locos de donde venía, se podía mover más rápido! ¡Qué desastre!
De un momento a otro observó al conejo blanco que, esquivando los vehículos, seguía corriendo diciendo siempre su eterna cancioncilla de llegar tarde, sintiendo pena, la duquesa no le perdonaría esa falta de puntualidad, en fin que el pobre conejo había pasado de la preocupación al terror.
–¡Espera, conejo! ¡Conejito!–.
Pero el conejo hacía caso omiso y seguía corriendo, o mejor dicho brincando. ¡Se fue de nuevo! ¡Conejo insufrible! pensó Alicia que, decepcionada, siguió caminando por la orilla de la carretera. Espero que este nuevo país no sea absurdo como el de donde vengo, seguía pensando Alicia. Ese terrible país donde reina esa mujer insoportable: la Reina de Corazones. Que le corten la cabeza, que le corten la cabeza, solo eso sabe decir, reina mal humorada.
El atascadero de vehículos era insoportable. Al fondo divisó otra carretera y otra y otra, todas ellas atestadas de igual número infinito de vehículos. Al seguir caminando por la larga y congestionada carretera llegó a un punto donde había un rótulo de un anuncio que ofrecía préstamos fáciles para que “Usted le de gusto a su familia al adquirir un bellísimo vehículo nuevo o usado, para que cómodamente se pueda desplazar de su casa al trabajo o a esas merecidas vacaciones que necesita. Ya no tendrá que tomar los molestos buses interurbanos. VENGA YA Y LLÉVESE SU PRÉSTAMO INSTANTÁNEO PARA QUE ADQUIERA EL VEHÍCULO DE SUS SUEÑOS. Una foto de un conductor felíz enmarcaba el rótulo.
–¡Qué calor hace acá! ¡Me sofoco!–, decía Alicia y se limpiaba el sudor con su pañuelito rosado. Entonces, observó la puerta de uno de los vehículos y pensó que el hombre dentro del carro no se molestaría en que ella repose un ratito en la cómoda sombra del vehículo. Tímidamente la abrió y se metió. Estaba tan fresquito y cómodo el asiento. No se había terminado de acomodar cuando oyó:
–¿Qué crees que estás haciendo? ¿Quién te dio permiso para ingresar a mi carro? ¡Niña malcriada!–, le gritaba un conductor furibundo.
–Es que estoy cansada de caminar. Además, solo usted está en el vehículo; podría compartir el espacio con una niña cansada de caminar…–, le solicitó Alicia con un poco de temor a ver la cara descompuesta por la cólera del energúmeno conductor.
Un vozarrón la interrumpió. –¡ES MI CARRO! ¡NADIE TE DIO PERMISO PARA METERTE. LARGO DE AQUÍ O LLAMARÉ A LA POLICÍA– y señaló la puerta del vehículo.
Entonces, ignorando al maleducado conductor abrió la puerta y salió. Lo curioso es que no volvió a la carretera atestada sino a un paraje donde construían un puente. Las filas de vehículos a ambos lados del puente eran kilométricas.
Observó a un hombrecillo flacucho, palidejo y pequeño que estaba haciendo visajes y viendo atentamente un plano con una cantidad de rayas y anotaciones que lo hacían casi ilegible. Se llevaba las manos a la cabeza, se miraba las manos y contaba con los dedos, mientras entornaba los ojos como recordando algo en verdad importante. Se acercó.
–Si le resto cuatro... Veamos… por el peso de los tornillos usados… Sí, sí… a ver…. Si le sumo dos a la longitud del puente y luego le resto dos… ¡CLARO!… ¡Me da la longitud del puente!… ¡qué maravilla!...–.
–Buenos días, señor–, le largó el
saludo Alicia.
El hombrecillo dejó sus cálculos y observó atentamente por sobre sus anteojos a Alicia.
–¿Me puede decir donde estoy? Es que estoy perdida–.
–No, usted no está perdida. ¡Está acá! ¡No puede pensar que está perdida! ¡Eso implicaría que todos acá estaríamos igualmente perdidos!–, le dirigió una larga mirada. –¡Razona, niña!–, le espetó el hombrecillo con cara de interrogación.
–¡Ustedes porque son de acá! ¡Yo no soy de acá!– le replicó Alicia.
–¿De dónde eres, pues?–.
–¡Yo soy de otro lugar!–.
–Pero entonces en ese otro lugar tampoco estarías perdida. Debo suponer que en ese lugar también hay gente que NO ESTÁ PERDIDA–.
–Allá no estoy perdida, pues es mi lugar de habitación. ¡Acá si lo estoy!–.
–¡Bueno, bueno! No me vengas con filosofías extrañas. Estoy muy ocupado resolviendo un problema mayúsculo y debo entregar su solución al gobierno de la república, niña–, le gritó enojado el hombrecillo quien volvía en ese momento a sus sesudos cálculos.
–Está bien. Pero ¿me puede decir dónde estoy?–, preguntó resignada Alicia.
–¡Tu estás acá! ¡Qué niña! No entiendes nada de nada–, le volvió a insistir el hombrecillo con cara de fastidio.
–Sí, pero ¿dónde es acá?–.
–Pues acá es acá. ¡No puede ser que mi acá no sea tu acá! No es tu allá–.
–¡Ya se que no es mi allá y que estoy acá! Solo deseo saber donde es acá. ¿Cómo se llama acá?–.
–Acá es acá. ¡No puede ser otro lugar! No entiendes nada de nada. ¡Eres muy burra!– y el hombrecillo se frotaba las manos con frustración.
–¡Mire, tampoco me falte al respeto!–, le gritó Alicia enojada por el trato del hombrecillo.
–Es que me sacas de quicio, niña. Ya me has quitado mucho tiempo. ¡Debo saber cuándo terminaremos este dichoso puente! Y tú me estás enfadando, no me estoy concentrando. Debo terminar hoy mismo mis cálculos, pues debo informar a mi superioridad sobre cuándo se terminará este dichoso puente. ¡Acaso no entiendes que estoy ocupado y que debo concentrarme en mis cálculos!–, le espetó enojado el hombrecillo de los grandes lentes.
–Sí, sí, no se enoje. Disculpe por interrumpir su sesudo cálculo–, le dijo Alicia con un deje de altivez.
–Tampoco ironices, que no merezco tal trato–, frunció el ceño el hombrecillo y volvió a sus cálculos.
Alicia lo observó. Le hizo gracia la carilla de refunfuño del hombrecillo.
–¿Y desde cuando están haciendo este puente?–.
–¿Este puente? ¡Ahora verás!–. El hombrecillo entornó los ojos y comenzó a hacer memoria. –Cuando yo ingresé a la universidad…. A ver…. Y nos pasamos de casa al barrio donde hoy vivo…. A ver… cuando mi mamá cumplió los quince años… ¡Sí, ya lo tengo!– dijo dando palmaditas. –Las reparaciones en este puente empezaron cuando mi bisabuelo se casó, sí, ¡cómo olvidarlo! Fue en ese año, sí señor–, lo dijo con una cara de felicidad absoluta por responder una pregunta tan complicada.
Observó a Alicia con una mirada neutra. –Bueno, era lo que me contaba mi abuelito cuando yo era chico, claro está–, lo dijo mientras con timidez jugaba con sus dedos.
–¿Tanto tiempo?–. Alicia no daba crédito a lo que había escuchado.
–Bueno, es una manera de tener ocupadas a las compañías constructoras–.
Alicia mejor se alejó para interrogar otros empleados, pues realmente estaba preocupada, pues no sabía dónde se encontraba y necesitaba volver a su mundo. Este ya la estaba colmando.
–Señor, señor. ¡Deseo saber donde estoy! ¿Puede decirme si no le importa mucho?–, interrogó Alicia a otro empleado que usaba un tubo para hacer palanca.
–Eso depende–, le contestó el hombre.
–¿De qué depende?–.
–De que realmente me importe mucho o poco. ¡Tu misma lo dijiste!–, le contestó el hombre encogiéndose de hombros. –¡La verdad no me importa nada!–, volvió a responder el hombre de la palanca.
–Bueno y ¿qué pasa si le importa mucho?–.
–Es que no me importa nada! Yo no estoy perdido. Yo me encuentro acá, en mi lugar de trabajo. Asumo que si yo no estoy perdido, tu tampoco –y siguió utilizando la palanca.
–¡Vuelve la burra al trigo! –dijo Alicia entre dientes.
Se devuelve Alicia, resignada, a seguir su camino, cuando observa al hombrecillo del plano dando brincos de la alegría. Gritaba y cantaba. Se le acerca.
–¿Por qué la alegría, señor?–.
–¡Pues porque logré conocer la respuesta sobre el término de este puente! Que alegría. Hurra, yuppi–.
–¡Cuál es la respuesta!–.
El hombrecillo puso cara docta. Se quitó el casco y de manera solemne empezó un discurso sobre cálculos y más cálculos. Que la raíz cuadrada del largo del puente dividido por el volumen de los cimientos multiplicado por las veces que se mueve la rama del árbol que está a cien metros de la estructura, da que el puente… Toma aire, y continúa:
–El resultado es que el puente se concluirá, se concluirá… es que estoy tan emocionado, niña, que no me puedo contener, pues tengo ganas de llorar de la emoción–.
–Bueno, no llore, usted, pues me tiene en ascuas–.
–¡Mentira! ¡No te estoy quemando por ninguna parte! ¡Eres una niña embustera!–. Se le quedó mirando con una mezcla de preocupación, enojo y de extrañeza. –Cualquiera que oye lo que dices pensará que este humilde servidor tiene un ascua con el que te quema! –le espetó el hombrecillo con un mal disimulado gesto de temor.
El hombrecillo seguía mirando con preocupación a Alicia y negaba a cada rato que la estuviera quemando.
–¡No entiendo! ¡Usted me deja perpleja! Pero, en fín, me estaba diciendo que ya tiene la respuesta de cuándo se terminará el puente–.
–Sí, claro, ¡lo tengo! ¡lo tengo! ¡El gobierno se pondrá feliz con mi servicio! –volvió a la energía el hombrecillo olvidando la discusión del ascua.
–Entonces ¿cuándo terminará el puente según sus cálculos?–.
–El puente se concluirá, se concluirá cuando se termine! ¡Cuando se termine! ¡Es muy lógico!–. Observó a Alicia, que apenas pestañeaba de la impresión que le dio la respuesta. –Cuando se termine el puente, entonces se concluirá. ¿No lo entiendes? ¡Es muy lógico! –volvió a mirarla con gesto de éxito. –Cuando se concluya el puente; entonces, se terminará su construcción–.
Alicia, no le dijo nada, lo miró con una profunda mirada, y siguió con lágrimas y desconsuelo… (No perdón, eso es de “Los motivos del lobo” de Darío). Alicia siguió caminando, caminando, resignada a hacerse viejecita en ese país de locos. Llegó a una ciudad igualmente atestada de vehículos. Motos, bicicletas, camiones, buses, automóviles, todos a un tiempo querían pasar por una intersección pero no lo lograban. Estaban detenidos. La gente se hacía vieja en el vehículo. La gente por las aceras caminaba por esa congestionada ciudad. Era gente sonámbula, como en trance. Todos observando sus celulares, llamando, poniendo mensajes, en fín trataban de caminar al tiempo que leían abstraídos en la pantalla de los teléfonos. En los parques, la gente sentada en los poyos no hablaba entre ellos, sino que siempre con el celular por amigo. Lo peor es que hasta los conductores no veían por donde metían el vehículo, lo que les importaba era usar constantemente su celular. ¡Era una locura! El colmo fue una jovencita que por ir distraída usando su celular se cayó en un hueco y quedó el celular en el aire el tiempo suficiente para que un raterillo lo apañara y saliera caminando despreocupadamente abstraído en la pantalla del teléfono, al punto que Alicia pensó si el síndrome ese era contagioso. ¡Qué terror!
En otro sitio de la atestada ciudad, la gente corría a comprar, comprar; salían de las tiendas cargadas con cajas, para enrumbar hacia las casas de empeño a pignorar lo que ya habían comprado, porque se quedaban sin efectivo para seguir en la fiesta comercial.
–Señor, señor. Disculpe, pero qué es lo que ocurre? La gente está como loca!–.
–No me molestes, niña, que voy a prisa porque me ganan la pantalla plana que está en el Almacén El Garrotazo, y aún tengo que ir a la casa de empeño a dejar esta pantalla que acabo de comprar. ¿En qué país vives? ¡No sabés que hoy y mañana son los días de colores! ¡Todo está a mitad de precio!–. Salió disparado para meterse al almacén a pelearse las gangas que otras personas también se disputaban.
–¡Sí, viste mujer! El hombresucho ese que me compró me va a llevar a la casa de empeño, pues no tiene dinero. Es tan estúpido –le decía una pantalla plana a otra que la oía con mucha atención.
–Igual me pasó a mí. La mujer que me compró se enteró que se quedó sin recursos, “harina” dijo ella; entonces, se fue para la casa a empeñar unas joyas para, agárrate, para seguir comprando… ¡No es una manía!–. Alicia entendía que cada vez se convencía del absurdo de esa sociedad tan pero tan extraña. Al oír a las pantallas se les acercó
–Hola, pantallas. Las oí sin querer lo que estaban comentando entre ustedes. Me parece tan extraño que la gente se comporte de esa manera –las observó con resignación.
–¿Y tú? ¿Por qué no estás en la fiesta de las compras, como toda esa turba de locos y locas? Es que no tienes dinero –la observó con cierta malicia una de las pantallas.
–En realidad, estoy perdida. Llegué a este país por accidente siguiendo a un conejo a través de una gran madriguera–. Alicia se cayó por un momento y luego sin dejar hablar a las pantallas les preguntó: –¿Saben qué país es este?–.
Entonces, una de las pantallas se volvió a la otra y comentó a media voz: –Qué miedo, una loca, se ve que estamos pal gato. Mejor no le hagas caso, mujer, que te puede quebrar de un golpe –y se quedó callada viendo para otra dirección.
Alicia siguió caminando contemplando con admiración lo que veía a cada paso que daba.
Caminando, caminando, llegó a una carretera que era cruzada por una línea férrea. A ambos lados de la carretera se levantaban sendos cucuruchos de chatarra. En la cima de uno de ellos, aún se podía ver un vehículo todo arrugado en donde una de las llantas todavía giraba y del vehículo salía con dificultad un hombre todo golpeado. Mejor no preguntó. No había recorrido cincuenta metros cuando oyó la pitoreta del tren que anunciaba su cercanía al cruce. A ella siempre le gustaron los trenes, se volvió para verlo pasar, pero cuál fue su sorpresa que la calle otrora vacía, lucía un embotellamiento espantoso, al punto de que el tren pasó llevándose dos vehículos que se instalaron justamente sobre la vía férrea. Ambos salieron volando y quedaron sobre los cucuruchos de chatarra. La gente empezó a protestar que el tren no tiene cuidado, que otra vez chocó con los vehículos que intentaban pasar por un cruce de tren que no tiene señalización, que el tren no pitó anunciando su fatídica presencia. En fin, mejor Alicia siguió caminando, hasta llegar a la esquina que al doblarla, apareció como teletransportada a un sector de una carretera que iban a inaugurar en ese momento.
La carretera comunicaría en el mínimo tiempo posible las ciudades de Don Ramón con Pesada, o algo por el estilo. No obstante, observó que la tal carretera tiene una grieta impresionante que la parte por el medio y a lo lejos se observa parte de la ladera izquierda caída sobre la vía. Se extraña, entonces pregunta a un señor que la observaba.
–¿Están inaugurando una carretera con tal grieta por medio? Y con las laderas caídas–.
–Sí–.
–¿No sería mejor que la arreglen primero? –le preguntó Alicia en el colmo de la extrañeza.
–Pero ¿no estás contenta con el desarrollo que muestra esta parte del país? –le preguntó el hombre.
–Sí me alegro, pero ¡la carretera está toda rajada! –Alicia señala, asustada, la gran grieta.
–Cierto! Está rota. Pero fue culpa de la mula. ¡Condenada mula tonta! –y puso cara de circunstancias mientras decía esto.
–¿Mula? ¿Culpa de una mula? –Alicia no salía de su extrañeza.
–Sí, niña, de la tontoneca de la mulilla que tienen en el instituto de caminos para trazar las rutas de las carreteras –mientras el hombre se inspeccionaba las uñas despreocupado.
–¿Tienen una mula que les traza los caminos? –preguntaba Alicia, en el colmo de la consternación.
–Sí. ¿Cuál es la sorpresa? Así es como debe hacerse, ¿o no?–. Se quedaba hilvanando la idea y proseguía. –Siempre que es menester la construcción de un camino se suelta una mula borracha–. La mulilla cercana con una amplia sonrisa movía la cabeza en señal de aprobación a la docta explicación del hombre.
–Pero ¿una mula… borracha?–. Aún Alicia no salía de su estupor. No se imaginaba una mula borracha marcando rutas para caminos.
–¡Es muy lógico! ¿O nó? La mula borracha tiene que coger sendero por donde no le cueste caminar, acuérdese niña que la mula va caminando borracha. Pero la tonta mula no se percató que el terreno por donde pasó estaba flojo y entonces ocurrió esto…–. Y señalaba la gran grieta testigo mudo de la incompetencia de la mulilla borracha que mandaron para abrir brecha. –Pero no te preocupes, pues después de que la inauguren mandarán otra mula borracha para que rectifique el sendero por el que ha de abrirse el nuevo camino–.
El hombre observó a Alicia, con docta mirada, orgulloso de su sabia
explicación.
–Pero ¿una mula borracha? No veo que sea una solución adecuada. No sería mejor no inaugurarla para hacer las mejoras…–. Alicia fue interrumpida por el hombre quien le comentó que en el país se acostumbraba así y así tenía que ser.
El hombre observó con fastidio a la preguntona y cuestionadora niña que tenía al frente.
–¿Cuál es el problema? Así se han trazado las carreteras en este país. En una de esas carreteras que ya está en servicio, se usaron 27 mulas para trazar la ruta. El presidente estuvo de acuerdo y la inauguró antes de terminarla–. La mulilla puso cara de circunstancias y movió la cabeza con resignación. El hombre siguió su perorata.
–Ese mismo presidente era tan pero tan eficiente que incluso inauguraba las obras sin que estuvieran hechas –se quedó mirando a Alicia con una mirada de suficiencia. –¿En qué país los presidentes son tan eficientes que inauguran la obra antes de empezarla? Solo en este, niña. Acá hay eficiencia –y se sobaba las manos con gran orgullo.
–Pero ¿y los profesionales ¿qué dicen al respecto? –preguntaba Alicia circunspecta.
–¿Quienes? –preguntaba el hombre con cara de interrogación. –¿Qué son pro… qué cosa? No niña, en este país eso de los pro... No sé dónde lo sacaste. Acá mandan los políticos, ellos son los que deciden las obras que se realizan y dónde. Nosotros los apoyamos porque hacen el mejor de sus esfuerzos para mejorar el país –dijo su discurso con una cara de suficiencia para impresionar a Alicia.
En eso estaban cuando una mula que estaba en las cercanías, llegó por detrás de Alicia a olfatearle la espalda. Al volverse, Alicia se asustó tanto al ver tan cerca de ella una cabezota dientona que le sonreía al tiempo que comía una zanahoria que perdió el equilibrio y cayó por la ladera empinada del cercano río. Cayó en un plano cercano al río mal oliente y lleno de basura. Las espumas, tales como albas palomas, se elevaban y quedaban pegadas a las ramas de los arbustos de las orillas. Parecían arbolitos de navidad blanqueados de nieve. Además, el cauce estaba atestado de botellas plásticas, bolsas, llantas, entre muchos otros desechos.
Las botellas cantaban alegres. –¡Ay, ay ay! Que felicidad. Nos acercamos al lugar del descanso eterno. Un terreno de promisión en donde podremos ver y hablar con nuestros antepasados –Alicia se acercó.
–¿Ustedes tienen una tierra donde verán a sus antepasados?–.
–Sí. Dicen que es una playa en la desembocadura de este río –intervino una diminuta botellita color azul chispeante. –Ahí seremos felices por siempre –decía otra que una vez contuvo desinfectante.
–Pero no solamente es el paraíso de ustedes, también el mío –intervenía con una voz cascada una vieja lavadora mientras esperaba la siguiente crecida para avanzar hacia el paraíso de los desechos. –Habré de encontrar a mi abuelita que hace mucho tiempo la botaron a este río sus antiguos dueños –gritó esperanzada.
–Y tú. Niña, ¿por qué te botaron? ¿Ya no sirves? –le preguntó el casarón de un antiquísimo auto atascado entre las piedras.
–¡A mí nadie me ha botado! ¡Me caí al río que es diferente! –respondía Alicia
–Ja, ja, ja, niña. Sigue durmiendo de ese lado. Al principio, todos decimos lo mismo, y ya ves, somos desechos que alguien en algún tiempo botó al río– intervino un colchón enredado en las ramas del cauce.
–Es en serio, señor colchón. Me caí. Me asustó una mula. Pero ya me voy. Espero que todos lleguen a ese paraíso que anhelan.- Todas las basuras se despidieron de Alicia, quien escuchó al alejarse las botellas con su canto sin fin sobre su dichoso paraíso. Es en fín un país rarísimo, más complejo del que provengo donde gobierna la Reina de Corazones. Si estuviera oyendo a las basuras de este río las mandaría a que les corten las cabezotas, pensaba Alicia mientras subía por la empinada ladera. Resbalaba debido a las pompas de jabón que la cubrían por completo. Por fin llegó al término de la loma y llegó nuevamente a la carretera atestada de vehículos en donde había empezado el recorrido por ese extraño país. Frente a ella se alzaba un rótulo publicitario con figuras de animales, selva verde, ríos y playas azules, gente disfrutando de la naturaleza, y bajo la pintura una leyenda que decía: “EN ESTE PAÍS AMAMOS LA NATURALEZA”. Alicia mejor se mordió la lengua para no replicar una blasfemia de tal jaez, más cuando venía de hablar con la basura acumulada en el río.
De momento observó otra vez al conejo que corría, más loco que nunca, desesperado por llegar al té de la condesa. Alicia lo siguió y observó que el conejo se detenía y se volvía a observarla con una maliciosa mirada. Luego, volvió a su rutina de correr a todo lo que le daban las piernas y se lanzó de cabeza en un hueco de la carretera. Alicia lo siguió y estaba tan desesperada por abandonar ese país extraño que también se lanzó de cabeza al hueco.
Fueron instantes en que cayó como un fardo, veía pasar como en una película todo lo visto ese día: gente furibunda comprando y vendiendo a mansalva, mezclada con millones de vehículos que seguían ordenadamente las mulas borrachas que abrían senderos en la montaña virgen protegida por el estado, porque nos encanta la naturaleza, mientras tanto todos los choferes y gente de a pie en la gran ciudad botaban sus desechos en calles y ríos y estos desechos felices por llegar al paraíso de la basura en las playas del país. Otros conductores reían diabólicamente mientras lanzaban sus vehículos al encuentro con el tren lo que hacía que los cúmulos de chatarra llegaran hasta el cielo y explotaran en una terrorífica erupción de latas, motores, llantas, tornillos que al caer se convierten otra vez en los vehículos atascados en las inmensas presas de ese extraño país.
De un pronto a otro despertó en un prado donde las flores, ya preocupadas por el sueño profundo en que cayó Alicia, se preguntaban unas a otras qué le pasará a Alicia. No despierta. Hay que llamar a la oruga fumadora o al Sombrerero para que la examine. Entonces cuando las flores se percataron del despertar de Alicia respiraron tranquilas.
–Hola, amiguitas, las veo preocupadas –dijo Alicia mientras se restregaba los ojos y luego daba un bostezo largo, largo.
–Es que tenías meses de no despertar de ese sueño pesado –le contestó doña Rosa, que en ese momento daba un moquete a la altiva Margarita que se burlaba de ella debido a sus feas espinas.
–Soñé con un país muy bello, pero con gente sumamente extraña y contradictoria –les contó Alicia, mientras se incorporaba y se sacudía sus enaguas de las briznas de césped adheridas. –¡Mucho más extraño y loco que éste!–.
–¿Y qué tiene nuestro país de extraño y loco, señorita? –le preguntó un tanto enojada la Rosa del jardín.
–Disculpa rosa, no quise ofenderla–. Se despidió de las flores y corrió en busca del Sombrerero.
Cuando llegó al paraje donde vive el Sombrerero, observó a unas comadrejas que estaban construyendo algo que no reconoció qué podría ser. Se acercó a la larga mesa del té donde el Sombrerero, la señora Rata y el señor Lirón compartían el té de la tarde. –Hola a todos, ¿me puedo servir una taza de té?–.
–Bienvenida, Alicia, pensamos que el hada de los sueños te había raptado para siempre. Siéntate y sírvete, estás en tu casa –la invitó el Sombrerero mientras le lanzaba una taza a la cabeza del asueñado lirón que ni sintió el tremendo golpe que recibió.
Ante la mirada interrogadora de Alicia ante la construcción, el Sombrerero se adelantó: –Están construyendo un muro, dicen que para separarnos del resto de los habitantes. Dicen que estamos completamente locos. ¡Te lo puedes creer!–.
–¿Por qué no reclaman a la Reina de Corazones para que explique este atropello? –le sugirió Alicia, visiblemente molesta.
–Porque la Reina de Corazones ya no gobierna este país –tomó un sorbito de té y continuó. –Cuando estabas
dormida, la Reina abdicó, dijo estar cansada de dirigir el país y de cortar cabezas –tomó otro sorbito de té.
–¿Te acuerdas de Donato Triunfo?, el sobrino de color rojo de la Reina. Pues en él cayó la sucesión al trono –dijo esto al tiempo que obsequiaba a Alicia con una mirada entre cómplice y maliciosa. –El piensa que somos mala influencia para los demás en este país. Por ese motivo nos encerrará con un muro. Pero ¡nos prometió que a cambio lo pintará de color zanahoria! –volvió a ver a Alicia con una amplia sonrisa– ¡No te parece de ilusión ese color!–.
–Pero ¡no podrían salir de este predio! ¿Qué van a hacer al respecto? –preguntó Alicia con un tono alarmado.
–¡Nada! Seguir tomando el té –respondió El Sombrerero encogiéndose de hombros. –Además, no queremos ver ni oír a la Baronesa y su cerdito. ¡Gritan mucho, como locos! Ya estamos cansados de oírla y el muro nos separará de tan ingrata vecina–.
–Gritan muuuuchoo –dijo el Lirón entre un gran bostezo y se quedó nuevamente dormido.
Alicia no sabía qué pensar. Entre este mundo y el que conoció en sueños le quedaban tremenda incertidumbre si era ella la loca o los demás. ¡Ya no pensaba con claridad! Entonces, tomó un sorbo de té y el resto con toda y taza se la lanzó al Sombrerero, quien se apartó y como si nada siguió tomando el té, no sin antes obsequiarle con una amplia y cómplice mirada.
Si no puedes con ellos, únete a ellos, pensaba Alicia mientras le lanzaba la azucarera a la cabeza de la rata que se encontraba cómodamente sentada al otro extremo de la larga mesa.
Poesías Desesperadas
Giovanni Peraldo Huertas
Reproche
Sale el Sol de la esperanza,
cálido sin que queme,
luminoso sin que encandile,
hinchado de añoranza.
El niño, con ojos de reproche
lo observa y lo admira,
desde la ventana raída
del tugurio de gangoche.
Coronado, noviembre de 2007
Te cuento
Te cuento que cuando viajo, y no te rías,
llevo la mochila llena de poesías,
que desgrano cuando la oportunidad se presenta
y mi musa, de su dulce sueño despierta.
Te cuento que cuando viajo, camino y veo,
me pierdo en la realidad del ensueño.
Cada sitio que veo, cada piedra que curioso manoseo
es un tema de un monólogo cabildeo.
Te cuento que cuando viajo, palpo y escucho,
mi espíritu y mi musa hacen el amor lujuriosamente;
eyaculaciones de poesía se esparcen
estrepitosamente
y la cama queda partida por ideático serrucho.
Te cuento que cuando viajo, camino y camino
se abre un mundo de mágico deseo.
Quiero volar al fin del universo, cual mágico estornino,
y poseer una estrella con un mil
escarceos.
Te cuento que cuando viajo, y no te rías,
mi espíritu libre se siente
porque sabiamente presiente,
que llevo mi mochila llena de poesías.
(Valparaíso, Chile, 1.° de noviembre de 2008)
Catecismo
¿Dónde está el reino de la poesía?
En la lágrima de ternura que la musa regurgita.
¿Qué dimensiones tiene?
Hasta donde crea el poeta que poesía es una norma.
¿Con qué otros reinos limita?
Con los sentimientos que se nutren de armonía.
¿De cuántas musas se conforma?
Del número de espíritus sensibles al amor eterno.
¿Cuántos seres de maravilla lo habitan?
Los que habiten en la sutil y febril mente del poeta.
¿Cómo hablan con nosotros desde la poética región?
Desde todo lo que nutre a la sensible melancólica pluma.
¿Qué quieren de nosotros esos seres?
Muy simple: la poesía.
Coronado, 20 de noviembre de 2008
Tristeza
¡Sí existe la sonrisa triste!
Es un sollozo disfrazado
o una lágrima esperanzada
en un calvario en ristre.
¡Sí existe la sonrisa triste¡
es una tarde oculta por la angustia,
es la mirada aplastada de fracaso,
desde un profundo y oscuro cielo.
¡Sí existe la mirada triste!
es una lágrima travestida,
una mueca mal nutrida,
una mancha de un sucio traste.
Coronado, junio de 2009
Noche
Recién me siento noche,
sin luna,
sin estrellas,
noche oscura, perruna.
Recién me siento noche,
sin brisa,
sin noche,
noche negra, sin prisa.
Recién me siento noche.
Lágrimas de derroche
oscuras, que queman,
noche eterna que siento.
Recién me siento noche,
tenebrosa como tumba,
pesada como el hierro,
por eso la saco del tintero.
Noche que siento noche...
Noche sin luna...
Noche sin noche…
Coronado, junio de 2009
Soledad
La soledad en mi alma
es pesada como el plomo viejo,
quema, como el hierro a la fragua.
Ensordece como un grito añejo.
La soledad en mi alma
es la gárgola que me rasga,
que busca extinguirme
igual que el agua al rojo fuego.
Coronado, junio de 2009
El grito
El grito, al galope, sale de mi boca,
como caballo loco,
como gacela perseguida,
cual fantasma que huye del averno.
Es el grito encerrado por milenios,
el padre eterno de los gritos,
el robusto grito de los gritos.
Coronado, junio de 2009
Visiones
Al terminar la última gota
me asomé al fondo de la botella.
Vi feas enteramente bellas,
ángeles y demonios.
Mi vida entera en el fondo de la botella.
No contento con ello
me escurrí por el orificio estrecho.
En caída libre por entre etílicos vapores,
por entre sierras y llanuras
puse mi huella,
la primera huella que la especie humana,
por ser humana se da el lujo de poner por donde primero pisa.
Ese día pisé fuerte, puse una servilleta por bandera
y salí en galope hacia el horizonte;
a ese horizonte que oteaba en el horizonte de la botella.
Horizonte horizontalmente vacío,
había nada de nada,
todo estaba fuera de la botella.
Alcé la vista y con espanto,
el más grande espanto de los espantos
pude ver mis más deformes visiones riéndose de mí,
ahí, fuera de la botella,
constelaciones de espectros, duendes, caras confusas,
sexos en escatológica orgía
de la que surgían raquíticos órganos sexuales
en franco agotamiento.
¿Cómo salir?
¿Cómo alcanzar el romo borde del redondo cráter?
Hasta que llegó el hada de la botella
y con un erecto pincho
me roció esencia de estiércol,
y me elevé hacia las alturas de la pinche botella.
Pude ver el redondo cráter desde abajo
cómo crecía, y esos deformes rostros,
de políticos en celo
que evocan vileza y pecado,
depravaciones de riqueza,
almas friéndose en el caldo del infierno,
billeteras untadas de excremento.
Caras deformes, espectros burlones,
trasnochadas modelos de pasarela,
el frío intenso de la hermana muerte,
de la santa maldita indiferencia,
un frío que traspasaba los raquíticos huesos
de niños hambrientos,
de putas histéricas sin dinero.
Pelucas trasvestidas en el pestífero caño,
borrachos pidiendo el alcohólico sobro.
El escenario todo de una ciudad
macilenta,
llena de degeneración, de deseo, de risas dolientes,
de vértigo, de vómito fresco en el
pavimento.
De linduras dichas con la hipocresía más hedionda,
de zorras juntando monedas
besando rubios culos de reales familias.
Abrí los ojos, claridad, solo claridad.
Logré asirme al romo borde
pero ya no pude ver nada más,
solo vacío, vacío eternamente vacío…
Los buses, gente por la acera,
rugiente marejada de voces,
nubes arracimadas de una luminosa mañana veranera.
Cegome el candente brillo de una botella.
Coronado, marzo de 2011
Canción en desarmonía
¡Oh, muerte, que te quiero lejos!
¡Oh, muerte, que te quiero al fin!
Tú eres lo más afable de la existencia,
pues deseas a todos por igual.
La paz que das a la vida,
se trueca en futuros renaceres.
La más temida por la vida,
aunque sin ti, la vida pierde sentido.
Es la obsesión que acumula el viviente
para descargarla en la Estigia oscura.
El manantial que todo lo iguala,
donde todos somos uno,
absortos en la paz incorde de la tumba,
en la memoria oscura y rala.
Tumba que destila vanidades
que nutren las lágrimas y el recuerdo.
Lágrimas que riegan campos de
vivencias,
en el anochecer del sufrimiento.
Sin embargo, ante el velorio y el difunto,
llego mudo, tenso, no sé qué decir.
Ante el deudo, me atormento y la palabra junto,
y la fría distancia quiero medir.
La muerte me impresiona tanto.
Como la existencia misma,
lo insondable del universo.
Me veo como un cascarón macabro
y vacío.
Me impresionan los ambientes lóbregos.
Tanto, como el tormentoso mar del sufrimiento,
como el beso de la novia, confusa, esperanzada,
o el grito que se pega en el silencio.
Llego mudo y no digo la palabra que no sale.
No puedo proferir mi duda más profunda.
Sacar mi miedo más oculto.
Ver la realidad desnuda.
Me conduce el sufrimiento.
Me detiene la hipocresía de la pléyade.
Me asusta la lágrima y el lamento,
cadavéricos, mustios, fríos como el jade.
¿Dónde vamos después?
¿Podremos encontrarnos?
¿Dónde se pudren nuestros huesos?
¿En qué lugar se añora el sufrimiento?
¿Dónde queda la lágrima vertida?
¿Quién recoge los ayes lastimeros?
¿Dónde quedan los suspiros sinceros?
¿En qué punto acaba nuestra propia vida?
Preguntas que juegan con el miedo.
que viajan al recuerdo.
Recuerdo compartido en nuestra mente intacta,
en una sociedad que oculta se desgasta.
Nuestra sociedad cada día muere.
Nuestro sentir se apaga en el sufrimiento.
El afán de ser humano desaparece,
en un mañana de escatológico sortilegio.
Recuerdos de lamentos obstinados
que juegan en el cuerpo hecho alma,
convergen en el recuerdo más profundo
de los seres que vivieron hace tiempo.
Mas ahora, la vida se nutre de muerte.
Es el reflejo en el espejo
del que a asomarse se atreve
para ver su imagen desdibujada.
La muerte viaja en el espejo.
Atemoriza a los que viven dentro
que esperan de su imagen de afuera,
la sentencia de viva, viva o muera, muera.
Coronado, 20 diciembre de 2009