Crónica del regreso de la plaga
Juan Carlos Saravia Vargas
Misión de exploración: arribo al planeta, año 2250.
La nave exploradora había cruzado la atmósfera y acababa de aterrizar sobre la fría superficie del planeta, extendiendo dos soportes fuertes que aplastaron el suelo con pesadez. En el valle, los estabilizadores inferiores levantaron una nube de polvo bajo el fuselaje, esparciendo una ola de partículas sólidas que volaron en todas direcciones. Desde la cumbre de la colina, la nave, firme en posición horizontal, asemejaba una gigantesca rana metálica.
El capitán Roskoff preparaba su transporte unipersonal para realizar una rápida inspección aérea del territorio. Ya la tripulación había usado el escáner biométrico y se había determinado que el pequeño planeta estaba habitado por formas de vida no catalogadas, lo cual, en su momento, hizo saltar de emoción a la doctora Morkova. María Morkova era una xenobióloga brillante que rara vez demostraba entusiasmo por nada que no se relacionara con su, siempre en expansión, campo de especialización.
–Pero… ¿Qué diablos son esas cosas?– había preguntado la científica al mirar el resultado en el monitor holográfico. Se había puesto de pie y buscaba en el catálogo portátil que el agente inteligente de su brazalete desplegó como reacción a los nuevos niveles de endorfina en su sangre.
–No se alegre tanto, doctora. Le recuerdo que nuestra orden es eliminar cualquier forma de vida inferior– había dicho el piloto del vehículo de reconocimiento, lo que hizo que Morkova soltara un bufido de exasperación.
Roskoff se ubicó en el asiento del disco volante sin prisa y ajustó su exocoraza, una útil pieza de equipo táctico que, a la vez, lo adhería magnéticamente en su lugar y le permitía realizar maniobras arriesgadas sin tener que preocuparse por salir despedido del vehículo. La comisura de sus labios se arqueó un poco al recordar el sonoro bufido de la científica al escuchar sus palabras. Si algo divertía al capitán más que “asegurar el perímetro usando fuerza discrecional” era contrariar a los “narices estiradas”, o los científicos observadores, en jerga militar.
No había que suponer que Roskoff era un primate cuya única función era disparar; él en realidad respetaba el trabajo de Morkova. Sin embargo,
nadie podía negar que desde que se había oficializado el Acta EU-916, la famosa ley de exploración universal ética, los científicos muchas veces se convertían en un verdadero obstáculo para que la tripulación militar cumpliera con sus precisas instrucciones. Esta ley obligaba a cada misión exploratoria a contar con un equipo conformado por al menos un xenobiólogo, un geólogo-astrónomo y un recombinador. La idea era garantizar que la expansión de las colonias humanas no constituyera una amenaza para las formas de vida inteligentes alienígenas. Mientras que los geólogos-astrónomos podían calcular la edad promedio de los planetas y así graficaban la tendencia evolutiva de la vida en estos. Los conocimientos de los xenobiólogos eran vitales para determinar las características estructurales de los seres vivos encontrados y, mediante un análisis comparativo, establecer sus capacidades biológicas. Los recombinadores eran, en teoría, cirujanos adaptativos. Su labor consistía en mejorar a los soldados para hacer frente a las inclemencias ambientales de los planetas potencialmente colonizables o a cualquier amenaza que supusiera su biosfera.
Pero el piloto del disco volante no se preocupaba por eso ahora. Sin apenas percatarse del hecho, Roskoff había partido de la plataforma de despegue y sobrevolaba la superficie fría del planeta. ¿Cómo iba a ser consciente de los pasos previos a su despegue si, después de más de cinco centenas de misiones iguales, los ejecutaba con la perfección de un autómata? La única idea en su mente era avanzar por los diferentes cuadrantes y eliminar cualquier forma viviente amenazadora. Las imágenes de Morkova mostraban un insectoide blindado de siete patas, algo que recordaba a un escarabajo rinoceronte. Eso era lo que Roskoff debía hallar y, si resultaba ser peligroso, él lo eliminaría.
–Solo que los escarabajos rinoceronte tienen un cuerno sobre la cabeza, no una extremidad móvil. Ah, y tampoco miden 1.52 metros de largo– musitaba para sí el capitán cuando la voz proveniente del intercomunicador lo interrumpió:
–Visual clara, DV. Confirme reporte térmico.
Era la voz del cadete Sirius, sin duda, que recibía en la nave exploradora todo lo que el vehículo unitario captara con sus sensores. Roskoff ojeó con rapidez el recuadro en el visor en su casco y suspiró aliviado. Los indicadores térmicos arrojaban lecturas alentadoras: era un planeta de corte “templado”.
–Esto está bien. Templado y estable. En efecto, hay una marcada presencia de oxígeno en la atmósfera, pero no tenemos un ambiente respirable por aquí, excepto para la vida local que, afortunadamente, no es de corte tropical. Odio los planetas tropicales y su vegetación exuberante, donde nunca ves qué es lo que te quiere desmembrar– respondió el piloto mientras escribía un amplio giro a la derecha con el disco volante. Fue en ese momento cuando Roskoff percibió un movimiento sobre la línea del horizonte. El agente de batalla armó de inmediato los rifles ametralladores y alertó:
–Encuentro en T -0.13. Analizando.
El militar se tensó. Ya sabía lo que escucharía a continuación y, por supuesto, el asistente de batalla no lo defraudó:
–Forma de vida en curso directo de colisión– anunció la voz mecánica. –Se recomienda acometida con ametrallador protónico. Ráfaga al...
El piloto no alcanzó a escuchar la recomendación del artillero artificial, pues un chirrido estridente de origen biológico, no electrónico, bloqueó la transmisión. Casi de inmediato, un proyectil gelatinoso proveniente de la retaguardia se estrelló contra el estabilizador central del disco volante, que comenzó a girar sobre sí mismo a una velocidad vertiginosa. Los estabilizadores auxiliares hubieran normalizado el desplazamiento, pero la viscosa materia los había ahogado. Antes de que el agente en el casco del militar pudiera reportar lo sucedido, el vehículo perdió altura, como una cometa a la cual se la tira de golpe por la cuerda, y por fin se estrelló con el ruido de una tromba en una loma rocosa.
Planeta M’Ak-Fhetń: atisbos de guerra
Ift Pot subía pensativo la escalinata de mármol que dirigía hacia el salón de sesiones. Al alcanzar el vestíbulo, sus pasos resonaban por el lugar, generando ecos caprichosos en las columnas levantadas, igual que la escalinata de mármol, con el permiso sagrado de la tierra. El Consejo de Ancianos solicitó su presencia para deliberar sobre la amenaza que los observadores habían detectado.
–¿Y si están equivocados?– quiso consolarse Pot. –Tal vez se trata de una estela psicométrica a la deriva…
Pot desechó la idea sacudiendo la cabeza, que ahora se sentía más pesada por los pensamientos que lo agobiaban. Él sabía de sobra que los observadores jamás cometen errores, pues sus lecturas del espacio provenían de la habilidad para proyectar sus mentes, no de antiguas tecnologías que aumentaban las capacidades de los sentidos. Las cosas habían cambiado mucho después de la última guerra.
La gran puerta de jade se encontraba frente a él. La mano de Pot se estiró para tocar la piedra verde que zumbó y vibró. Por un instante, todo se vio bañado por la luz del cristal verde, hasta que el suave aroma de los narcisos en flor que llenaban el salón alcanzó la nariz del recién llegado. En la sala de sesiones, los ancianos lo miraban con paz, como siempre lo hacían al encontrarlo en la citadela.
– Ift Pot, hijo acogido por M’Ak-Fhetń, por favor, no hables.
Los viejos sabios, sin reparar en su altísima posición jerárquica, rodearon a Pot y lo abrazaron en silencio. Al mismo tiempo que su mente recibió un sinfín de mensajes calurosos de apoyo y agradecimiento genuino, en un milisegundo, toda la información de lo que estaba aconteciendo se almacenó en el cerebro de Ift Pot. La transmisión telepática era la norma en la citadela; Pot sabía que solo lo habían convocado para brindarle afecto físico, algo que, de realizarse únicamente como un impulso psíquico, se vería como una grosería extrema.
Al cabo de un rato, el recién llegado atravesó de nuevo la puerta de jade, bañando de verde sus ojos otra vez y despidiéndose del olor a narcisos.
Su corazón se sentía apretujado. No cabía duda alguna: los observadores habían avistado un contenedor de coloides que se acercaba a M’Ak-Fhetń, tal y como lo había predicho Xlpin, la vidente, antes de reunirse con sus ancestros. Pronto se liberarían los coloides de sus recipientes brillantes y se desataría la guerra, un conflicto que heriría a M’Ak-Fhetń sin remedio. La plaga había regresado.
Había que hacer algo.
Pot recordó cómo, en el pasado, los coloides habían traído la guerra y la devastación al planeta, en completa congruencia con el antiguo poema de Buth-aBle’h:
Los coloides provienen del agujero de la existencia.
Tienen presencia física, mas no
poseen un cuerpo sólido. Agitan sus flagelos,
forran con sarro su ciliada membrana
para obtener consistencia
y escupen descargas eléctricas.
Odian la vida
porque la vida los condenó
a existir.
Él había estado más cerca que nadie de los coloides y de su viscoso odio. Recordó el dolor y cómo, por la oportuna intervención del intrépido Pzka-Pisk’ah, quien lo trajo de inmediato ante los ancianos, había sobrevivido al horror de la plaga.
Había que detenerlos.
¿Acaso se podría razonar con ellos?
Pot inclinó la cabeza, ahora más pesada que nunca, y emprendió la marcha.
Se había propuesto detener la plaga a toda costa.
Misión de exploración: 45 minutos después del arribo al planeta, año 2250.
El capitán Roskoff abrió los ojos de golpe y, como si su vida dependiera de ello, trató de incorporarse. Un dolor punzante atravesó su pecho, por lo que se retorció de dolor e, impotente, volvió a tumbarse. ¿Acaso se encontraba sobre un colchón?
Se sentía desorientado.
Escuchó un ruido neumático muy familiar; una puerta se acababa de abrir y cerrar. El sonido de las puertas de la nave Andrómeda era muy particular, ya que, mientras la mayoría de los transbordadores espaciales usaban silenciosos inversores magnéticos para activar los mecanismos de apertura, la nave que les había sido asignada recurría a la descontinuada tecnología de micropistones al vacío. La fuerza que succionaba las puertas producía el sonido que alcanzó sus oídos.
–¡Señor! ¡Me alegra que se encuentre bien, señor!
Roskoff sonrió aliviado. Esa voz pertenecía al cadete Sirius, el militar más joven de a bordo. En algún momento, el capitán había refunfuñado por la asignación del poco experimentado miembro, pero ahora se alegraba de escucharlo. Después de todo, Sirius compensaba su falta de experiencia con la más completa dedicación.
Roskoff giró la cabeza despacio para evitar nuevas acometidas de dolor y comprendió que se encontraba en la enfermería, dentro de la cámara reconstituyente.
–Descanse, cadete. Todo me da vueltas; de seguro, me propiné un buen golpe. ¿Fue usted quien me trajo de vuelta a la Andrómeda?– inquirió con voz rasposa Roskoff.
Sirius titubeó un poco antes de emitir una negativa. Era claro que no encontraba cómo narrar lo sucedido en forma coherente.
–Señor, no hubo extracción... Después del choque, usted fue traído de regreso a la nave por... un ED.
Roskoff se mostró confundido al escuchar la clave para “ente desconocido”. ¿Sirius estaba tratando de decirle que el insectoide que derribó el disco volante, en lugar de engullirlo, lo había, de algún modo, sacado del vehículo para llevarlo a buen resguardo? ¿Quería decir eso que los escarabajos no representaban amenaza alguna y que, además, eran formas dotadas de inteligencia tipo 3?
El Cadete se esforzó por narrar a su superior lo acontecido en forma cronológica. En su hilo narrativo, detalló que, antes del chirrido, la tríada de apoyo había partido siguiendo al disco volante. Luego le contó cómo los proyectiles que impactaron contra el vehículo de Roskoff no provenían del ED, sino que habían sido disparados desde una grieta en el suelo, que había sido atomizada por los tres pilotos y que Morkova, justo antes de que la tríada abriera fuego sobre el insectoide, había anulado la orden con su código superior ante la mirada estupefacta de los militares en la nave.
–¡Intentaba evitar el ataque! ¡Es un tipo 3!– había gritado la xenobióloga como posesa por un júbilo inexplicable e irritante. La hubieran acusado de obstrucción deliberada de no haber sido porque, antes de que alguien hubiera podido reaccionar, el escarabajo partió la exocoraza de Roskoff en dos con su céfalo-pata, sustrajo al capitán y, sin que este rozara siquiera la superficie planetaria, había volado con él en las mandíbulas hasta la Andrómeda.
El cadete Sirius hizo una corta pausa. Lucía más confundido que al principio, pero prosiguió con la narración. Tan pronto como el ED depositó su carga humana, dos de los pilotos fueron derribados por una nueva ofensiva de proyectiles viscosos, más agresiva. El piloto restante se elevó ejecutando una maniobra evasiva.
–En ese momento, otro ED, salido de la nada, se aferró a su nave y comenzó a arrastrarla. Poseía una fuerza descomunal, ya que logró desviar el rumbo de los impulsores plasma de la nave…
–¿Otro escarabajo?– preguntó el militar convaleciente.
–Era una especie distinta, señor. A mí me pareció una clase de polilla
acorazada. El piloto giró para deshacerse del ED, pero perdió altura y colisionó. Los otros dos, por fortuna, abandonaron la cabina antes de estrellarse y aterrizaron en la superficie de planeta. Sus detectores indican que sobrevivieron. Enviamos un Rover-drone a recuperarlos, señor.
El reporte de Sirius no fue muy positivo. Si bien Roskoff y dos pilotos habían salido vivos del reconocimiento, la situación era en extremo confusa y habían tenido ya una baja. Roskoff tosió. Sintió una serie de crujidos en su pecho, como cuando se arruga un pedazo de papel celofán con la mano. Los nanites que le habían inyectado debían estar en ese momento reconstruyendo sus costillas fracturadas. Al menos, eso era alentador. Aclaró la garganta y preguntó:
–Cuando el ED me trajo de vuelta… ¿hubo algún intercambio?
–No uno directo, señor. El ED lo depositó a usted sobre la plataforma 2B y se alejó de inmediato, sin intentar establecer contacto con nosotros. La xenobióloga recuperó una muestra de fluido bucal del ED de su traje y su brazo, capitán. Tanto ella como la recombinadora se encuentran efectuando análisis. Por descabellado que parezca, la doctora Morkova asegura que esa saliva y el chirrido constituyen intentos de comunicación de un ED tipo 3.
Por un instante, Roskoff quiso expresar maldiciones a borbotones, como si los nanites de restauración le hubieran sustituido la boca por un manantial de creativas groserías. Sin embargo, se limitó a volver la cara y apretar los ojos. Aunque el dolor de su cuerpo iba disminuyendo, sentía que la cabeza quería explotar, como si algo quisiera abrirse paso por su cráneo desde su cerebro.
Necesitaba dormir un poco más.
En el laboratorio, la doctora María Morkova trabajaba furiosamente junto a la recombinadora, una hábil militar de las fuerzas especiales con grado de Cabo, a quien todos llamaban con el nombre clave “Miss Margot”. Era obvio decir que los militares en la nave mostraban un marcado respeto por la recombinadora, ya que no se trataba de una “nariz estirada” estrictamente hablando, sino que, además de científica, era una soldado de élite.
Las dos analizaban muestras del fluido que recuperaron del traje de Roskoff. Morkova se había molestado bastante cuando los militares pusieron en duda su sano juicio al sostener que la clave de la comunicación radicaba en esa muestra alienígena.
–Doctora… ¿Está segura de que un poco de saliva es un intento de comunicación? A mí me parece un subproducto bucal fortuito –cuestionó un oficial, con cierto aire de condescendencia.
Morkova reprimió su frustración. Se volvió y preguntó con una sonrisa:
–¿Tiene usted un perro, oficial?
–Afirmativo, doctora. Un labrador llamado Eoin –respondió orgulloso
el militar.
–Y cuando usted es descargado de una larga misión y regresa a casa, Eoin, en lugar de usar palabras, le hace ver cuánto lo ha extrañado mediante repetidas aplicaciones de subproductos bucales fortuitos en su cara, ¿o me equivoco?
Touché. El militar no profirió palabra alguna y se retiró.
Miss Margot alzó la vista, divertida. Al igual que la xenobióloga, ella sabía que los insectos son criaturas prácticas, cuyo diseño es funcional.
No desperdician nada. El hecho de Roskoff hubiera sido impregnado con baba por un insectoide que bien hubiera podido no hacer ningún obsequio al capitán debía significar algo, así que susurró antes de repasar la información en el parser genómico:
–Morkova 1, Vagrass 0.
La xenobióloga levantó el puño complacida, ratificando su victoria.
–Doctora, esta secuencia está completa –informó Miss Margot. –Es algo confusa, pero viable. Podemos inicializar el tubo recombinador para sintetizar los resultados cuando guste.
María Morkova replicó lacónica:
–Cuanto antes, mejor. Necesitamos entender qué rayos sucede aquí.
–De inmediato, doctora.
Miss Margot verbalizó la clave de inicio y los instrumentos empezaron a trabajar. Pronto, el tubo recombinador sintetizaría un perfil de comunicación. Solo había que esperar un poco, pero esa espera, por breve que fuera, agobiaba a María Morkova. Ella intuía que no contaban con mucho tiempo.
La voz sintética anunció el regreso del Rover-drone con los dos pilotos caídos.
–Volvieron. Eso es bueno –expresó Miss Margot, mordisqueando un stylus a medida que regresaba a sus lecturas, meditabunda. Había algo en la secuencia que no parecía encajar del todo. Se abocó a encontrar el problema. María Morkova la sacó de su ensimismamiento, apuntando con sus labios hacia una luz roja que parpadeaba en el aire, sobre la muñeca de la recombinadora:
–Miss Margot, su brazalete.
La aludida miró su muñeca. Cuando trabajaba, acostumbraba a limitar los comunicados que le hacía el agente, por lo que no solía recibir ninguno, excepto en el canal militar, que debía permanecer activo siempre.
Miss Margot activó el audio y el mensaje que escuchó la hizo saltar y salir corriendo del laboratorio con un equipo de emergencia.
–¡Urgente! La recombinadora debe presentarse al hangar 4. Código DAV-6.
La xenobióloga quiso regresar a su monitor mas, siguiendo un impulso inexplicable, corrió detrás de la recombinadora. El Rover-drone ingresaba a la Andrómeda por el hangar 4. DAV-6 significaba, si recordaba bien las claves, que el vehículo de recuperación había regresado vacío.
Morkova corrió tan de prisa como pudo. Al llegar al llegar al hangar 6, su jadeo era incontrolable, así que se inclinó para recuperar el aliento. Miss Margot parecía una abeja: descontaminaba el Rover-drone con un irradiador de ondas. Claramente, el entrenamiento militar era una ventaja; la carrera que la tenía a ella boqueando cual pez fuera del agua no había inmutado a la recombinadora para nada.
Aún jadeando, María Morkova echó un vistazo al interior del drone terrestre. Solamente vio un par de charcos de un líquido turbio, como agua sucia, bajo los asientos. Curiosa, trató de abrir la cubierta, pero Miss Margot la atajó con un solo brazo. La superior fortaleza muscular de la Cabo-científica se hacía evidente de nuevo.
–¡No se acerque, doctora! ¡DAV-6 después de la extracción!
Al cerebro de Morkova le tomó un momento procesar la información. La recombinadora le ayudó:
–Los dos pilotos abordaron, pero estos charcos fue todo lo que llegó aquí. ¿No lo entiende? ¡Ambos sujetos se disolvieron dentro del Rover-drone!
El rostro de todos los presentes se demudó al instante.
La xenobióloga retrocedió horrorizada.
Planeta M’Ak-Fhetń: abandono de la citadela
Los ancianos ordenaron la movilización a la zona segura tan pronto regresaron Ift Pot y Pzka-Pisk’ah de su encuentro con los coloides. Los dos valientes habían arriesgado sus vidas en un intento por minimizar el destructivo impacto de la guerra en M’Ak-Fhetń, pero el resultado de sus temerarias acciones no podía predecirse. Ahora solo restaba prepararse para el peor de los escenarios y esperar.
Sí, la guerra era inminente; aspirar a lo contrario equivalía a hacerse ilusiones vanas e infundadas.
En forma ordenada, los habitantes de la otrora tranquila citadela se dirigían hacia la zona segura cargando lo único que se les permitía; se trataba de un simple recipiente de resina que debían colocar en el suelo de la cámara donde se almacenaba la levulosa. Dentro del frugal equipo de emergencias, transportaban solamente un puñado de una levadura de crecimiento ultra rápido que, una vez depositado en la cámara, se multiplicaría y descompondría la levulosa. Este proceso elevaría los niveles de dióxido de carbono del lugar, lo cual obligaría al biosistema a reaccionar dirigiendo corrientes de oxígeno por los conductos pétreos. De este modo, la reserva de oxígeno estaba garantizada en los estrechos compartimentos donde los habitantes de la citadela debían esperar en animación suspendida.
La descomposición de la levulosa originaría, además, una verdadera laguna de etanol. Este compuesto era vital para asegurar la supervivencia de los habitantes de M’Ak-Fhetń que, poco a poco, entraban en la etapa de letargo y dependerían de las defensas del biosistema para sobrevivir. Gracias al etanol, la plaga no llegaría hasta ellos, al menos no hasta que el biosistema dispusiera de la enorme reserva del líquido etílico. Una vez agotado el etanol, nada evitaría que lo que protegía a los durmientes se volviera en su contra. No obstante, el sistema estaba calibrado con la más precisa exactitud biológica, por lo que no había que preocuparse. Para cuando se acabara el etanol, ya la guerra habría cesado y no existiría riesgo de ataque. Los durmientes despertarían y levantarían la citadela de los escombros, si ese era el caso. Ya antes había sucedido; era parte del acervo cultural de la comunidad.
Ift Pot trataba de recordar el despertar tras la última guerra, mas le era imposible. Ya se encontraba semiinconsciente e imágenes inconexas aparecían y desaparecían en su mente como visiones espectrales provenientes de otra dimensión, de un agujero negro que conducía a otra vida.
Se esforzó por no caer dormido.
Dentro de una luz en su cabeza, pudo ver horrores que ya había olvidado; decenas de contenedores coloides resplandecían a medida que se incrustaban en la corteza planetaria. De ellos, surgían cientos de grumos, como le llamaban a los coloides recubiertos de sarro brillante. Por doquier, las descargas eléctricas de los grumos asesinaban a los pacíficos habitantes de M’Ak-Fhetń y sus cuerpos inertes cubrían el suelo, formando una grotesca alfombra de cadáveres.
La guerra se desató; los grumos caían con ruidos ensordecedores. Se resquebrajaban y, como si fueran teseractos espectrales, se volteaban desde su interior hacia afuera, exponiendo coloides apenas recubiertos por una especie de episperma que iba desapareciendo.
El cuerpo de Ift Pot se estremeció. Recordó a los flagelos de los coloides agitándose en desconcierto en la superficie del planeta, que ahora parecía cubierta de lagos. Él mismo luchaba por salir de una poza, donde se hubiera hundido sin remedio, pero algo lo sacó y lo remontó en el aire. Alcanzó a distinguir unas alas grandes, como de lepidóptera, que se batían, furiosas, evadiendo los mortíferos misiles que llovían sobre los invasores. En un instante, los coloides, los lagos y el miedo se volvían pequeños y distantes.
¿Qué había sucedido después?
Ah, sí...
Ift Pot, al igual que todos los demás en la zona segura, se quedó dormido en su compartimento.
Misión de exploración: crucero espacial Andrómeda, hangar 4.
Miss Margot soltó a María Morkova y prosigió con la descontaminación. Era un procedimiento sencillo, pero la recombinadora sabía que, de no llevarse a cabo con precisión, toda la tripulación quedaría expuesta a patógenos desconocidos, así que la científica-soldado se enfocó en su tarea, bombardeando con partículas los pesados neumáticos. Mientras Miss Margot descontaminaba el Rover-drone, la doctora Morkova notó que el chasis del vehículo de rescate dejaba salir gotas plateadas, primero diminutas, pero que aumentaban de tamaño, como si el metal estuviera transpirando.
No le tomó mucho tiempo a la xenobióloga completar el rompecabezas y resolver el misterio de la desaparición de los dos pilotos: el vehículo había sido infestado por microorganismos disolventes. Con el máximo sentido de urgencia, gritó:
–¡Rápido, saquen el Rover de la nave! ¡Sáquenlo de aquí y aléjenlo!
Ante la apremiante orden, un recluta activó con rapidez el mando remoto del vehículo, que zumbó a medida que bajaba la plataforma a toda velocidad. Para cuando se hubo separado de la nave unos cien metros, el Rover-drone carecía por completo de cubierta y asemejaba más bien un arcaico buggy arenero. Tras recorrer veinte metros más, lo que hubiera sido que disolvió a los pilotos había convertido al drone terrestre en un rastro líquido en la superficie planetaria.
Los testigos no tuvieron tiempo de recuperarse de su estupor; a través de los brazaletes, una voz soñolienta, que podía identificarse como perteneciente al capitán Roskoff, emitió una preocupante alerta:
–¡Atención a toda la tripulación! La nave despegará en T-1. Como medida de seguridad, los dispositivos magnéticos de los trajes se activarán al entrar en las áreas de emergencia. Por favor, diríjanse a ellas de inmediato. Repito, diríjanse de inmediato a las áreas de emergencia.
Las alarmas comenzaron a sonar y, con ellas, cada una de las puertas de la nave se cerró con su característico ruido de succión. Miss Margot y la doctora Morkova habían alcanzado ya un sector en el hangar marcado con un cuadro anaranjado, donde quedaron firmemente adheridas al suelo y a la pared. Un escudo de plástico acrílico reforzado las encerró. Frente a ellas, cuatro soldados se encontraban protegidos en un área idéntica.
Los impulsores inferiores iniciaron sus poderosas descargas, que elevaron la Andrómeda, y las poderosas turbinas plasma traseras se prepararon para sacar a la nave de la atmósfera del planeta con rapidez. Una vez más, Roskoff se dirigió a la tripulación. Su voz denotaba un cansancio singular:
–Hemos salido del planeta y... nos dirigimos a un cuadrante seguro. Gracias... por su cooperación. La movilidad será restablecida, ah, en breve.
Comandante Bruno Pek, fuera.
–¿Comandante Bruno Pek?– preguntó la xenobióloga, con los ojos abiertos y desmesurados por la sorpresa.
Miss Margot, también confundida, asintió con la cabeza:
–Eso fue lo que yo escuché. ¿Qué broma es esta?
La recombinadora alzó su brazo y habló al brazalete. Deseaba comunicarse con el capitán y preguntarle qué sucedía. La respuesta a sus intentos, sin embargo, puso a todos a cubrirse las orejas y a rabiar de dolor. En lugar de la adormecida voz de Roskoff, un chirrido espeluznante les atravesó los oídos, un sonido que cuerdas vocales humanas jamás alcanzarían a producir.
Planeta M’Ak-Fhetń: supercificie planetaria
Desperdigados sobre una loma rocosa, en un radio de 30 metros, se podían apreciar los fragmentos destrozados del disco volante. Impulsores, motores y seguros magnéticos, todas piezas relativamente pequeñas, fueron la primeras en desprenderse después del aparatoso choque del vehículo con la antigua roca extraterrestre. Tras el extraño rescate del piloto, la máquina había quedado inmóvil, como un cascarón plateado roto.
De repente, el fuselaje, que descansaba pacíficamente sobre la piedra, comenzó a sudar. Transcurrieron solo unos instantes antes de que cada pieza metálica se diluyera y, en este nuevo estado físico, el metal, convertido en delgados riachuelos plateados, corrió ladera abajo hasta alcanzar la llanura, donde se perdió de vista entre los pliegues del suelo.
La faz del planeta mostraba grietas rocosas por doquier, como los resquebrajamientos que se observan en el suelo de los desiertos terrestres, aunque había también grietas bastante más profundas, semejantes a trincheras naturales, que se interconectaban en una curiosa topografía laberíntica. De ellas, sin previo aviso, salieron eyectados, como disparados por cañones subterráneos, proyectiles viscosos, que describieron una parábola y aterrizaron en perfecta sincronía en el lugar donde se había encontrado apostada la nave de los terrícolas.
Cada proyectil contenía una incontable cantidad de devoradores, fagocitos extraterrestres capaces de disolver cualquier cuerpo ajeno al sistema planetario que se hallara en la superficie.
Tan solo uno de los proyectiles hubiera bastado para causar a la nave un daño irreparable, pero, para la fortuna de los exploradores de la Tierra, la Andrómeda ya se había elevado lo suficiente como para que la lluvia viscosa no la tocara.
M’Ak-Fhetń no era un planeta en realidad, sino un gigantesco geoformo biófobo, una roca viviente que flotaba en el espacio y rechazaba prácticamente todo lo que tocara su superficie. Los habitantes de la citadela lo sabían, pues se habían adaptado en una relación simbiótica con él. La mayoría del tiempo, permanecían bajo tierra y solo emergían a la superficie cuando el geoformo lo toleraba. Los humanos, por su parte, no tenían idea de que, al aterrizar, habían desencadenado la respuesta inmune de M’Ak-Fhetń, la esfera viviente.
Los organismos extraterrestres que convivían con el enorme geoformo sabían que permanecer sobre el suelo planetario constituiría una imprudencia que les costaría la vida, pues serían atacados por los inclementes fagocitos y estos no se detendrían hasta haber arrasado con todo lo que hiciera contacto con la superficie. Ellos, los Bnmoś, se referían a la los fagocitos como “negnag” y conocían a la respuesta inmune del enorme geoformo biófobo con un nombre especial.
La llamaban “G’zek”, la plaga.
Misión de exploración: crucero espacial Andrómeda, al escape.
La Andrómeda se encontraba saliendo de la atmósfera del planeta a toda prisa. El capitán Roskoff, inclinado sobre su asiento en el puente de la nave, permanecía con la cabeza entre las manos, tratando de recordar cómo había llegado al puente, para así contradecir la fantástica historia que le había relatado el cadete Sirius. Los nanites habían concluido su tarea de restauración, por lo que su estado físico era óptimo; de hecho, el puño herido ya había cicatrizado. Sirius le había proporcionado una versión inverosímil sobre el origen de esa herida, un relato tan descabellado que Roskoff se rehusaba a creer. Miss Margot, a su derecha, mostraba un semblante turbado mientras que musitaba algunas palabras ininteligibles y sacudía su cabeza en negación. La doctora Morkova, sentada a la izquierda del capitán, sollozaba. En lugar de reflejar alivio por haber logrado salir del planeta con vida, la desolación demudaba los rostros de todos.
El cadete Sirius, en silencio, verificaba con insistencia los reportes que los agentes de integridad del fuselaje acumulaban sobre la condición de la Andrómeda. Sus manos, temblorosas, luchaban por pulsar los botones generados holográficamente frente a sus ojos en un tablero invisible. Era una tarea difícil, pero él había optado por cambiar la interfaz de reconocimiento de voz a la interfaz táctil porque su garganta se negaba a producir sonido alguno.
Los sucesos se habían dado de forma acelerada y brutal; los miembros de la tripulación apenas podían enfrentarse al hecho de que, hacía tan solo unos minutos, habían estado al borde de una muerte espantosa, tal como les había acontecido a los dos pilotos que regresaron a la nave convertidos en una disolución pegajosa. Eso era suficiente como para impresionarse.
Sin embargo, previo al despegue, Sirius había visto salir al capitán de la enfermería con dirección al laboratorio de la nave, usando solamente el cobertor plástico como indumentaria. Al cruzarse con el oficial superior, Sirius había quedado helado. Roskoff no caminaba erguido, sino que se desplazaba con una velocidad pasmosa a pesar de hallarse contorsionado de manera antinatural: mientras los codos y rodillas del capitán se juntaban bajo el cuerpo en posición ventral a manera de coxa, los antebrazos y pantorrillas se proyectaban hacia afuera, cual coleóptero. Apenas se recobró de la impresión, el cadete corrió tras su superior, sin poder alcanzarlo. Cuando Sirius por fin llegó al laboratorio, el capitán Roskoff había recobrado su humanidad y se encontraba de pie, con un puño sangrante. El tubo de recombinación, quebrado y manchado de rojo, chisporroteaba a su espalda.
–¡Sígame, cadete!– había ordenado el casi desnudo Roskoff al perplejo joven, y ambos emprendieron de nuevo la carrera, esta vez hacia el puente de mando, desde donde el capitán hizo despegar la nave.
En el momento en que los seguros magnéticos se desactivaron, la recombinadora y la xenobióloga corrieron al puente. Querían asegurarse de que Roskoff se encontraba bien, ya que, antes del horrible chirrido, en lugar de identificarse con su nombre, se había autodenominado “comandante Bruno Pek”.
Unos cinco años atrás, ambas mujeres habían formado parte del equipo de exploradores del carismático comandante Pek, justo antes de que él fuera asignado a una misión clasificada con otra tripulación. Ni Pek ni su nuevo grupo regresaron jamás; la nave había desaparecido de forma misteriosa y nunca se develó lo acontecido. Se rumoreaba que la nave del intrépido militar había sido interceptada por piratas, quienes la habían destruido. Nadie había podido constatarlo; toda la tripulación había sido declarada “desaparecida en acción” y casi nada se hablaba ya del asunto.
Al entrar en el puente, tanto Roskoff como Sirius yacían en el suelo. El asiento central parecía estar ocupado por una figura humana, una especie de maniquí que resplandecía con un tenue brillo verdoso. Al volverse hacia ellas, las científicas no pudieron evitar gritar; ante ellas se encontraba una versión del desaparecido comandante Pek, deforme en extremo, fabricada por la concatenación masiva de algún tipo de esporas extraterrestres, que se disiparon en todas direcciones.
Morkova estaba en lo correcto. La descarga viscosa del insectoide era, en realidad, un intento de comunicación.
Uno muy efectivo, por cierto.
Planeta M’Ak-Fhetń: compartimentos subterráneos.
El etanol se había agotado. ¡Cuánto disfrutaba M’Ak-Fhetń beberlo; el humor del geoformo mejoraba notablemente tras su consumo!
El líquido etílico, además, inhibía la implacable respuesta inmune de la roca viva. Los Bnmoś, criaturas escarabajo de siete patas, habían descubierto esta preferencia del geoformo tras una larga convivencia.
La falta de etanol envió una señal a la colonia y, poco a poco, los Bnmoś volvieron a reanimarse. Por fortuna, la guerra no se había prolongado en esta ocasión.
Los ancianos sabían que la roca viviente estaba ya en paz; los cuerpos extraños habían sido removidos, tal como había acontecido durante la guerra anterior. Sin embargo, a diferencia de la última vez, la superficie de M’Ak-Fhetń no se había cubierto con alfombras de amigos ni de coloides. Tal vez era la señal de una nueva era. Querían creer que sería así; no todos los cuerpos extraños debían constituir amenazas. Después de todo, el horror de la plaga se había evitado gracias al valor de dos extraños que convivían con ellos en la citadela. Uno era, por supuesto, la polilla blindada que venía del planeta ardiente. Una vez más, esta criatura noble había tratado de salvar a un enemigo, como lo había hecho antes, cuando trajo ante el Consejo a un coloide que se derretía por el ataque de los fagocitos del planeta vivo.
El otro había sido el mismísimo Ift Pot, el coloide hibridizado por un acto de misericordia extraterrestre. Pot había venido un día como enemigo, pero era ahora uno más de la comunidad; con su pesado exoesqueleto y sus siete patas cubiertas de espinas, no se le podía distinguir de los demás Bnmoś…
A decir verdad, sí existía una sutil diferencia.
Justo detrás de la céfalo-pata de Ift Pot, se podía apreciar una singular cicatriz, una especie de bajorrelieve. Dicha marca había nacido producto de la hibridación genética y la impresión psicométrica, pero carecía de significado entre los Bnmoś, que no podían percibir visualmente nada reconocible en ella.
Si las dos mujeres que partieron en la Andrómeda hubieran observado esa cicatriz, sin embargo, habrían visto algo completamente diferente. Con toda certeza, con solo echar un vistazo a la marca en el tórax del insectoide, Miss Margot y la doctora Morkova hubieran identificado un rostro humano retorciendo la boca en una grotesca mueca de dolor.…
¡Se trataba de la cara del desaparecido comandante Bruno Pek!