La leyenda de la Llorona
Giovanni Peraldo Huertas
Me encontraba midiendo una secuencia sedimentaria en el río Pilas, allá en la zona sur del país. Consistía en una intercalación de lutitas y areniscas medias con unas trazas fósiles que más bien parecen restos de esqueletos blanqueados al sol. Al seguir la secuencia, se hace evidente una estructura sedimentaria maravillosa que representa un proceso denominado slump, cuando se resbala una cubierta de sedimentos recientes sobre los que están en proceso de litificación.
El follaje genera claroscuros en el río que semejan pequeños duendecillos que corren y se divierten en ese paraje de ensueño. Las chicharras arman un escándalo como para volver loco a… bueno, a un loco… Hice caso omiso a las chicharras y seguí trabajando pues ya eran las dos de la tarde y en el campo hay que terminar antes de que anochezca. Sin embargo, el verdugo tiempo pasó rápidamente y cuando me di cuenta, las sombras empezaban a teñir de negro el follaje. Guardé mis implementos de geología; me disponía a retirarme cuando vi a lo lejos una silueta que se acercaba, una figura humana vestida con un atuendo blanco que venía caminando por el medio del río.
Cuando estaba más cerca, escuché sollozos, lamentos, que provenían de ella. Decía algo como “Ay, mi hijo… mi hijito… Ay, ay, ay”. Llevaba el cabello completamente despeinado, enmarañado, parecía una cantante de rock. Iba descalza y debo reconocer que sorteaba bien las piedras del río.
Cuando me vio, alargó hacia mí unos escuálidos brazos terminados en manos como garras, con uñas largas, muy largas y sucias. ¡Amarillas! Se me paró la peluca, y sentí un escalofrío que me recorrió el centro de la espalda y me paró los pelos de la nuca.
Al recordar los cuenteretes de los viejillos de mi cantón, me llegó la luz de que la identidad de la doña esa no era otra sino que la mismísima Llorona. Otro escalofrío más fuerte, esta vez me encogió el… bueno, otra vez me paró los pelos de la nuca.
Yo no me podía mover del terror que sentía en ese momento. Ya la doña llegaba y observaba sus manos, garras, a centímetros de mi cara. Redobló la intensidad de su llanto y de sus lamentos de “Ayyy, mi hijito, mi hijito…”. Estaba por agarrar mi asustada y deformada cara. Entonces, cerré los ojos ─por eso de que ojos que no ven, corazón que no siente─ cuando oí un golpe y un chapuzón gigantesco.
─¡Ayyyy! ¡Jueputa piedra más resbalosa! ¡Ay, qué dolor en el codo! ¡Qué pingazo tan bien dado me llevé ─decía una quejumbrosa voz.
El sonido del chapuzón me hizo abrir los ojos y lo que vi me dejó impresionado. La Llorona, o lo que fuere el espantajo que tenía en frente, se revolcaba en la poza cercana, tratando de ponerse en pie. Diciendo palabrotas que mejor no describo acá, se quedó mirándome y me dijo casi gritando
─¡Diay, pasmao! ¡Ya no hay caballeros! Me va a ayudar a levantarme o qué, guevón.
Medio asustado pero con una mezcla de jocundidad que me afloraba ya a mis labios, le tendí mi trémula mano. Ella la tomó y juro que un escalofrío volvió a recorrer mi columna hasta ahí abajo, ahí donde la espalda pierde el nombre. Pensé en la poesía: “cuando la espalda ya no es espalda y cuando las piernas aún no llegan…”. En fin la levanté y la pobrecilla salió del río chorreando agua por todo lado. Lo bueno fue que por lo menos se bañó, pues tenía un aspecto terrible, como de indigente… Tenía las manos huesudas y frías. Me imaginé una caricia con esas manos pero deseché pronto esa idea.
─Usted es…. Es Usted…. Bueno, ¿cómo le pregunto? ¿Es usted la Llorona, perdón, la señora Llorona?
─No, hijo, soy la hija del gobernador…. ¡Claro que soy la Llorona! Ja, ja, ja. ¡Cosito! ¡Señora Llorona! ¡Señooora Llorooona! Suena así todo elegante ─y siguió haciéndome chacota.
Tenía las mechas de la cara chorreando agua y su modo de verme, entre enojada y triste, me hizo gracia y reviví el batacazo que se llevó; viendo el codo todo raspado, me dio unas ganas tremendas de carcajearme.
Se sentó en un tronco cercano a sobarse el codo. ¡Se veía tan cómica!
─Pero si usted es un ánima en pena, ¿cómo diablos se cayó?
Me miró con resentimiento, lanzó un largo sollozo, se tocó otra vez el codo, se veía que le dolía.
─¿Los espectros no tenemos derecho de caernos? ¿O es que los derechos solo los tienen ustedes, los vivos? ─se tocaba el codo y la rodilla─. Además, como una no va a parar las patas cuando esas putas piedras están todas llenas de baba y de musgo. ¡Es un patín, esa vara!
Se levantó del tronco y se terminó de escurrir las faldas del fantoche que la cubrían. Se volvió a tocar el huesudo codo.
─¿Y, usté, qué habla? ¡No paró las patas allá donde estaba viendo como enajenado la piedra esa! ¡Se paró, volando guacho para todo lado, pensando que lo habían visto y estarían cagados de risa detrás de las matas de la orilla! ─unos profundos ojos de reproche me observaron.
¡Era cierto! Me había llevado una matada de muy padre y señor mío cuando quise pasar por un tronco caído sobre el cauce del río. Me acuerdo que me levanté volando ojo para todo lado, pensando que alguien me habría visto. Se me partió entonces el corazón de verla tan malita sentada en el tronco sobándose el codo y la rodilla.
─¿Si desea la llevo al hospital de PZ para que la revisen? ─le dije con voz de ternura.
Me miró entre divertida y seria. –Para que me digan que no tengo remedio. ¡Que de todos modos estoy toda muerta! ─una sonrisa apareció en esos marchitos labios.
─Pero le pueden poner alcohol o algo así para que no se le infecte ─le externé mi sesudo consejo.
─¡No sea baboso! Al hospi van solamente los vivos.
─Cierto, perdóneme usted, es que me preocupé que se cayera de esa manera tan fuerte.
─¡Qué ternura! Preocupado por la caída de un espectro ─se volvió a ver la rodilla─. Ciertamente se ve muy mal. ¡Vea está hectoplasmando!
Era cierto. El hectoplasma se le chorreaba por la pantorrilla. Pero ¡qué carajos estoy diciendo! ¡Nunca antes había visto a alguien hectoplasmar!
─Vea, chito, tráigame unas hojas de aquellas que se ven moviéndose al viento en aquel matorral. Esas son remedio efectivo pa’ los golpes.
Me levanté, tomé las hojas y se las di. Las hizo una pasta con los dedos y se la untó en las heridas que dejaron de supurar.
─Este remedio me lo dio un roco que hace como cien años estuvo por acá y decía que era botánico o algo por el estilo. ¡Me dio una salvada!
─Pero usted es un espíritu, ¿o no?, digo, porque un espíritu flota.
─¡Flota! ¡Ni que fuera carabela! ─Se puso más pasta de la planta que le traje y continuó. ─Me dieron a escoger. Decidí poder encarnarme para no desligarme de la vida.
─Entonces ¿usted sí es la Llorona?
─Pues sí. Soy la Llorona. Todo el mundo que me ve se muere del susto. Soy de los espectros más populares. ¡Ayyy, mi hijo! ¿Qué no se asusta? ─Me volvió a ver entre extrañada e histérica, levantó nuevamente los brazos con el fin de agarrarme.
─Debe reconocer que su llegada no fue muy glamorosa que digamos.
En otras palabras, perdió puntos. La observé con una hipócrita sonrisa.
Bajó los brazos. Se volvió a sentar en el tronco y sonrió.
─¡Cierto! Tiene toda la razón. ─Se quedó pensativa.
─Sabe. Son muchos años que llevo en este río. Mi castigo es estar asustando hasta el fin de los días.
─¿Y se puede preguntar por qué la castigaron? ─le pregunté, así de sopetón o a boca ’e jarro como decía la gente de antes.
─Es una larga, larga historia. Una historia de amor no correspondido. ─Se miró las manos, quedó hilvanando sus recuerdos, ─La historia de una jovencilla estúpida que lo dio todo a cambio de nada. ─Se tocó mecánicamente el codo y quedó en un largo silencio.
Respeté su silencio. Parecía que estaba rememorando su experiencia de vida.
─Yo vivía feliz. Era una chiquilla a la que solo le gustaba ir con mamá o abuela a los ríos a lavar la ropa. Me gustaba ir al pueblo a oír misa, a los turnos a comer las ricas comidas que se vendían. En fin, era feliz. ─Guardó nuevamente silencio. Se lo respeté.
─Pero el diablo se mete en la vida feliz de la gente. Se me presentó en la figura del hijo del gamonal del pueblo. Yo le comencé a gustar. En fin, él me gustaba, pero ¿cómo desearlo? Yo, una joven que no tenía ni donde caer muerta. ¡Mi familia era casi esclava! Era empleada de la familia del joven gamonal.
Salió la luna.
Una claridad argentina teñía el paraje haciéndolo ver como encantado. El murmullo del río y el susurro del viento entre el follaje hacían esa noche especial. Los grillos rascaban su cuerda y todo se complementaba en un concierto de maravilla.
─Fue durante una noche oscura, detrás de las caballerizas. Ahí el malnacido me tomó a la fuerza. Satisfizo sus necesidades conmigo y luego se alejó.
Me miró con unos ojos de furia como nunca los había visto antes. ¡Me asustó! pero no se lo dije.
─Sabe, hace tiempo hice una poesía justo con ese tema. Más o menos, va así. ─Empecé a declamarla para ella.
En la negra noche prolongada,
por tenaz y rotundo arrebato,
la moza de amor suspira
y se consume en nostálgica pira.
La observé y ella escuchaba, se ve que recordaba. ¡Proseguí!
El objeto de su desgano:
un esbelto y joven mancebo,
una sonrisa de placebo
y la caricia de una mano.
─Idéntico al malnacido que me sedujo ─al decir esto se tocó el codo.
Después que el placer eficiente
de la moza echó garras,
el olvido se hizo presente
en el joven de marras.
El hijo del gamonal.
Fue una cana al aire.
¡Otra conquista no cae mal,
que importa a nadie!
La deshonra de la moza
en una varonil sociedad,
fue por necia vanidad
y pensar que era una rosa.
La observé nuevamente al término del verso y vi que se llevó las manos a la cara y empezó a sollozar.
La sacaron muerta del río.
No resistió a los ajenos ojos ser mala,
de su familia el desafío
por creer que su conciencia fue rala…
Un silencio de ambos se esparció por el paraje.
─Bien, buena, buena. Pues es así mero como me ocurrió. Fueron días muy malos para mí. Claro, malos porque me morí. ¡Me gustó! Me parece que pinta mi historia muy bien. ─Lo dijo con una leve sonrisa de resignación.
Una fuerte ráfaga de viento interrumpió su historia. Entonces, cayó y me miró entre consternada y agradecida.
─Quedé embarazada. Lo oculté por un tiempo. Me tallaba el vientre con paños y cuerdas, pero llegó el día en que no pude más. La enorme barriga afloró ante las viperinas lenguas de la población. ─Al decirlo se abrazó el vientre y se lo acarició con ternura.
─Y ¿qué hizo? ─pregunté interesado en la historia.
─¿Qué hice? Aguantarme las críticas de mi familia. Del padre del pueblo. ¡De todos! Decían que era mala, una perdida. Mientras el joven gamonal, el desgraciado ese, se casó con una mujer de su condición social. Él era un héroe ante la vista de la sociedad. Era todo un hombre, que juega con las campiranas ignorantes. ─Un sollozo se escapó de su boca.
─¿Y el crío?
─El crío, como usted le dice, lo tuve. ¡Un bastardo! Nunca sería reconocido por el tata.
─La leyenda dice que lo tiraste en la corriente del río y entonces fuiste condenada a buscarlo por siempre. ─La Llorona se rio, mucho. Sus carcajadas rebotaban en los peñones del río.
─¡Eso dice la leyenda! Pero la leyenda es eso, una fantasía recubierta con una capa de verdad. Era tal el desprecio que mi familia y, por qué negarlo, de mí misma teníamos para la criatura, que me pareció no era justo para él. Me informaron de una pareja que iba para Panamá, por el camino de mulas. La busqué y le di el crío. Luego llegué a mi casa y conté la historia que lo había ahogado en las aguas del cercano río.
─¿Por qué inventar algo así? ¿No era mejor decir la verdad?
─¿Crees que esos malditos hipócritas merecían una verdad? ¿Crees que la humanidad merece una verdad? Disfruté cuando me creyeron el crimen. El padre, ese pelafustán hipócrita, me condenó al fuego eterno. Y ya ves, en el fuego, por lo menos no estoy. Eso sí, me hastió todo lo que tenía que ver con las personas, y fui yo quien se tiró a la corriente del río. Es interesante la sensación del abandono del cuerpo material. Cuando mi espíritu iba abandonando el cuerpo, se empezó a disolver en las aguas del río, y quedé por siempre en ella, como parte de ella.
─Pero lloras de arrepentimiento por tu hijo, ¿o no?
Lloro porque me imagino la vida de un bastardo en esa sociedad de mierda. Lloro por no haberme arrojado al río con mi hijito en brazos. Ambos estuviéramos viviendo en esas aguas y no estaría tan sola.
Una pausa.
─¿De qué putas se ríe? ¿Dije algo gracioso acaso?
─Perdón. Es que me acordé del golpazo en la poza. Sinceramente me causó mucha gracia.
─¡Sí! Debo reconocer que fue gracioso. ¡Por lo menos me sacó de la rutina! ─Me miró y sonrió tímidamente.
─Dígame una cosa. ¿Usted está en todos los ríos? Esto porque en mi pueblo, en el valle central hablan de la llorona que sale en el río Virilla, en el Torres, y en todos los ríos que se dignen de serlo.
─¡Cada puto río tiene su llorona! Curiosamente, ningún río tiene sus llorones. ¡Sería inimaginable en esta sociedad!
─¿Llorones?
─Sí. ¡Llorones! La sociedad nos condena por nuestros pecados, pero estos se hicieron entre dos. ¿Verdad que sí?
─La miré y le di la razón. Es una sociedad de mierda.
─Cada Llorona cuenta una historia similar a la mía. Incluso, la Llorona mexicana tiene una historia cruel e injusta. Es la Malinche, la amante de Cortés. Condenada por traicionar a su gente. ─Salió la luna. Su luz lechosa alumbró la penumbra del río. ─Pero vea la injusticia de la sociedad parcializada. Le dije que no hay llorones, y en México deberían existir muchos llorones, pues hubo pueblos que ayudaron a los españoles a conquistar México. Pero ¡eran hombres!
La interrumpí pues comprendía lo que me quería decir. ─Ya la comprendo. La historia los pone como pueblos resentidos con la autoridad del imperio, creyeron que los extranjeros los iban a liberar. No los ven como traidores, por lo tanto no son condenados por la historia.
─En cambio la Malinche fue por amor. ¡El amor de la mujer no se perdona! ─dijo con un hilo de voz y se quedó así observando un punto imaginario en el suelo iluminado por la luna.
De un pronto a otro, se levantó. Me miró y caminó hacia el río. Se volvió y lo que vi fue una muchacha bajita y hermosa, un cabello negro que brillaba a la luz de la luna, de cuerpo bien proporcionado, que me miraba a través de unos ojos melancólicos, pero soberbios. Con sus bracitos regordetes se abrazaba su vientre con ternura. Levantó una mano y me mandó un saludo de despedida.
─Gracias ─me dijo con una preciosa sonrisa y se fue metiendo al río. Se hizo translúcida y se fue mezclando con el agua de la corriente.
Eran las cuatro de la mañana.
El rumor del agua del río se oye más dulce porque ella va cantando.