Cazador de polillas

David Boza Méndez

Mateo estaba listo para dormir, mañana tenía que trabajar y eso significaba madrugar. Había tenido un día agotador en la oficina y, después de dedicar unas horas en su casa a ver la TV y relajarse, había llegado la hora de ir a la cama. Preparó sus cosas para el día siguiente, se puso la pijama, lavó sus dientes, puso la alarma, apagó las luces y se metió en las cobijas.

Su mente no dejaba de concebir pensamientos relacionados al trabajo y a las tareas que tenía que cumplir el día siguiente, nada trascendental, solo problemas cotidianos. Seguía pensando en medio de la oscuridad cuando escuchó una polilla volando en el cuarto, parecía ser un insecto grande pues el vuelo era bastante ruidoso. No duró mucho en vuelo directo y parejo. Unos instantes después este comenzó, al parecer, a golpearse contra el techo, algo muy normal en este tipo de animales y, sin embargo, extraño ya que las polillas suelen golpearse contra los techos cercanos de las bombillas encendidas mientras las redondean y acechan con un vuelo torpe, como embriagadas por la luz.

El revoloteo era tan ruidoso que Mateo decidió levantarse y encender la lámpara para buscarla y ajusticiarla,
un sacrificio necesario si quería
descansar lo suficiente esa noche y poder dar la talla en la oficina al día siguiente. Cuando encendió la bombilla y miró al techo se extrañó al no ver el insecto, pero el revoloteo continuaba
—zzzzzzzzz—. El sonido venía del piso. Al llevar su mirada al suelo vio al animal golpeando y haciendo un círculo en el centro de su cuarto. Se levantó a medias de la cama, agarró una pantufla y de un movimiento rápido de arriba a abajo la dejó caer sobre su pequeña presa. No le prestó mucha atención al cadáver, el silencio afirmaba que había cumplido con su tarea. Apagó la luz, y se metió en las cobijas de nuevo, sus pensamientos, seguían girando en torno a su trabajo.

Pensaba y pensaba, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que apagó la luz de nuevo, pero sentía que ya era bastante.

De un pronto a otro, el silencio y sus pensamientos fueron quebrantados por el estruendo alto de lo que parecía esta vez un helicóptero u otro aparato con una hélice de considerable tamaño. El estruendo venía del centro de su habitación. No solo eso, un viento huracanado acompañaba el escándalo y lo empujaba a él y a sus cobijas hacia el lado opuesto. Escuchaba cómo el viento botaba todas sus pertenencias: sus cuadros, sus libros, sus Long Plays, todo hacía un ruido al salir expelido por el repentino torbellino y caer al suelo de manera violenta. A como pudo agarró la lámpara en su mesa de noche antes de que volara como el resto de sus cosas y la encendió.

La luz amarillenta reveló una polilla del tamaño de un toro. Revoloteaba sus grandes alas en el centro del cuarto, tal agitación era la causante del desorden y el escándalo. Ante el asombro, Mateo metió a duras penas una mano debajo del colchón y saco su rifle para cazar elefantes el cual guardaba ahí en caso de que fuera necesario. Lo tomó, observó por la mira a su extravagante blanco y le descargó todo el cartucho de calibre 50. El estruendo de los disparos se confundía con los aleteos que se iban desvaneciendo. El último disparo anunció la vuelta al silencio —piiiiiiiiiiiiii—. La gran polilla permanecía muerta a un metro y medio de su cama, Mateo contempló el cuerpo y el caos que este había causado. Agarró su rifle, lo metió debajo del colchón de nuevo. Apagó la lámpara, se cobijó y se durmió cómodo y profundamente como un león.

El profesor más respetado de nuestra universidad

Para Paco, mi amigo y mi mentor… un tipo algo extravagante.

Fui a visitar a mi tío Mateo, el que había hecho la plata, el exitoso biólogo que había revolucionado el campo, el que decían que su aporte a la ciencia de los seres vivos era tan importante que estuvo a punto de ser nominado a un Nobel. Ya estaba pensionado y muy viejo. Lo visitábamos seguido. Ya era un señor mayor que teníamos que disfrutar y acompañar en sus últimos años. Sus capacidades mentales se estaban deteriorando. Varios doctores que lo habían visto en los últimos meses hablaban sobre demencia; otros, sobre inicios de alzhéimer. Vivía solo, la tía Grettel se le había adelantado ya hace dos veranos. Desde entonces, el tío Mateo se había recluido en su casa en el centro de la capital. Pasaba los días leyendo, escuchando música clásica y tango, y escribiendo para su último libro, el que él decía iba a ser su publicación más significativa. Sus hijos estaban muy ocupados diseñando modas en París, sacando un doctorado en Harvard y debatiendo asuntos internacionales en la Corte de la Haya.

Ese miércoles que lo fui a visitar se encontraba especialmente radiante. Hablaba de Gardel y de Parra, del gran libro azul y de otros temas de antaño que le fascinaban. Estaba hablando de una vieja casa victoriana que tenía dos esculturas de leones en su entrada y que fue demolida para hacer un parqueo cuando me dijo: “¿Vos sabés cómo fue que yo obtuve mi título en Biología?”. Y comenzó a relatar la historia más absurda que había escuchado hasta ese momento y que jamás esperaba que saliera de la boca de mi tío.

Me dijo que para obtener su título de licenciado tenía que hacer un examen de colegiatura el cual incluía la materia más significativa de los últimos años del bachillerato y toda la del año de licenciatura. Era un examen que duraba 4 horas y era famoso por ser un filtro que demostraba quién verdaderamente estaba listo para graduarse de la Universidad Capital y quién no. Para este examen mi tío no se había preparado en lo más mínimo, inclusive me dijo que el día anterior se había tomado una botella de vino con unos amigos.

Llegó 10 minutos tarde a la prueba y el profesor encargado, un tipo famoso en la Facultad por gruñón, le dio el examen y una mirada de desaprobación. Mi tío le sonrió al tiempo que le arrebató el examen de las manos. Hojeó el folleto de 20 páginas, escribió su nombre en el espacio para hacerlo y en ese momento sacó su as bajo la manga. Me dijo: “Mirá, en esta vida hay que ser astuto y un examen de esos es una ocasión perfecta para demostrar la
astucia. Esos exámenes son basura y yo no iba a rebajarme a esas estupideces burocráticas. Una vez un profesor ya viejo me dijo que la clave de todo son las bases, lo que te enseñan en el día uno. Si uno domina las bases lo domina todo”. Y es así como lo contó mi tío en la soledad de su estudio y con “Non, Je Ne Regrette Rien” de Edith Piaf dando vueltas en su tornamesa: mi tío Mateo abrió el folleto en la primera página, metió su mano izquierda en el bolsillo del pantalón y, a como él lo cuenta, sacó una ameba que venía hace semanas entrenando. La tenía en la punta del dedo índice,
se la acercó al oído, la ameba le fue soplando cada una de las respuestas.

Fue el primero en terminar. Y cuando anunciaron los resultados mi tío causó furor en la Escuela de Biología por obtener una nota perfecta. Por supuesto, le ofrecieron trabajo en la facultad y lo mandaron con una beca a sacar un posgrado en Berlín. “Y te cuento todo esto para que veás lo palmados que son los tiesos con sus exámenes… y en Alemania fue igual”.

Varios meses después, el último libro del tío Mateo ganó el Premio Nacional de Investigación. En la Universidad Capital, cambiaron el nombre de la biblioteca principal por el de mi tío, en honor a su gran aporte a la ciencia y la academia.

Recreo de 9:45 a. m.

—Eh, eh, pasala, pasala —gritó un compañero de Mateo después de que otro le empujara la cabeza y esta cayera al suelo dando dos rebotes como una pelota. Varios de sus compañeros corrieron detrás de la cabeza de Mateo. Uno la alcanzó y la pateó contra una pared, al rebotar se devolvió al grupo de niños que eufóricos luchaban con sus pies por su control. —Tomela, tomela, eh —uno se la pasó a otro. El segundo la dominó, después corrió a lo largo de la plaza de juegos de la escuela mientras exclamaba: —La tiene Pelé, se quita a uno —y se burlaba la marca de uno de sus compañeros—
se quita otro —y esquivaba la barrida de otro. —Ya paren, maes —decía Mateo desesperado. Entre gritos, los niños seguían correteando con la cabeza de arriba a abajo por la plaza, tres niñas miraban desde una banca el partido improvisado. —¡Maes ya! —se escuchaba a la cabeza.

Sonó la campana que anunciaba el final del recreo, uno de los chicos dio la última patada. La cabeza fue a dar debajo de un arbusto. Las lágrimas que brotaban de los ojos de Mateo se llenaban de polvo mientras le cruzaban la cara, su cuerpo gateaba por la plaza, como en medio de la oscuridad, buscándola.