Revista de Lenguas Modernas, N.° 34, 2021 / 79-92

ISSN electrónico: 2215-5643

ISSN impreso: 1659-1933
DOI: 10.15517/rlm.v0i34.42772

El Traidor, la Infiel y el Miserable: un análisis de tres tópicos sobre la traducción

The Traitor, the Infidel, and the Wretch: an analysis of three stereotypes
of translation

Sylvia Hottinger-Craig

Investigadora independiente

Universidad Carlos III de Madrid, España

sylvia.hottinger@gmail.com

Resumen

Este trabajo reúne los problemas teóricos de los estudios de la traducción plasmados en tres tópicos existentes: Tradutore tradittore, Belles infideles y el Miserable, del libro Miseria y esplendor de la traducción de Ortega y Gasset. ¿Cuál ha sido la causa de estos estereotipos? ¿Aún son vigentes? La traducción ha pasado en estos últimos 20 años de una estagnación a un giro paradigmático en su marco de estudios. Al pasar de oficio a profesión, la traducción ha podido adaptarse mejor a los nuevos contextos proporcionados por la perspectiva orientalista y el problema de la otredad. Este trabajo es un estado de la cuestión de la traducción actual a nivel empírico y profesional.

Palabras clave: teoría de la traducción, historia de la traducción, técnicas de traducción, localización

Abstract

This paper is a review of theoretical issues in translation studies via the three most common stereotypes on the subject. A translator was seen as the traitor, Traduttore traditore, the Belle infidele and /or the Wretch found in Ortega y Gasset’s the Misery and Splendor of translation. What were the origins of these stereotypes? Are they still relevant? The conversion of translation as a skill into a regulated profession and the inclusion of Said’s Orientalist perspective of the Empire, and of otherness have improved adaptation to contexts of the globalized linguistic world. This paper is a state of the art of translation studies and their empiricism.

Keywords: translation theory, translation history, translation techniques, localization

Introducción

Dios perdonó al pueblo que construyó la Torre de Babel el Día de Pentecostés; sin embargo, no parece haber perdonado al traductor que, al igual que esos obreros de la Torre de Babel, trabaja usando varios idiomas. En este artículo —empleando la personificación de tres tópicos de la traducción— analizaremos la perspectiva de estas tres actitudes ante la traducción dentro de un marco historiográfico y teórico. De esta manera, presentamos un estado de la cuestión de una labor cuya mala fama la ha acompañado y ha sido precedida a sus logros. ¿Cuál ha sido la causa de estos estereotipos? ¿Aún son vigentes?

Para ello, seguiremos la cronología en la historia de la traducción para adherirnos a lo que Vega (1994) nos explica:

La fuerza o la debilidad de las tradiciones de la traducción, en la literatura de llegada y en un momento dado delimitan también lo posible de traducir. Este posible no se define pues por una comparación abstracta del texto de partida con su traducción sino en la unidad-cultura-lengua-tiempo. […] Las posiciones teóricas y las practicas están situadas históricamente (p. 331).

Este es un estado de la cuestión de los estudios de traducción a principios del siglo XXI. Estos tres estereotipos o tópicos son los siguientes: 1) el que se le atribuye a Maquiavelo: la famosa frase traduttore, traditore, 2) el que usaban los franceses del siglo XVII y quienes, de forma bastante sexista, comparaban la traducción con una mujer infiel: “Si elle est belle, elle est infidéle. Si elle est laide, elle est fidéle” (Si es bella, es infiel; si es fiel, es fea) y 3) el ensayo del filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955), autor de Esplendor y miseria de la traducción que añade a la actitud negativa hacia el traductor la de ser pobre y mal pagado. ¿Qué hay de verdad actualmente en estas personificaciones? ¿De dónde vienen? ¿Denotan una estagnación de la profesión o un cambio? Esta investigación se apoyó en las obras de García Yebra (Espinel del Castillo, 2010) y de J.C. Santoyo.

El principio de toda obra literaria es una traducción. Más de una frase literaria es un error de traducción, por ejemplo, el que se halla en el libro del Génesis: “En el principio fue el verbo...” (palabra, cómo lo hallamos en el texto en inglés). El traductor no entendió el significado de la palabra del manuscrito y puso su función gramatical en su propia lengua, quizás con la idea de revisarlo tras consultar con otros colegas al finalizar el trabajo. Por alguna extraña razón humana, se espera que una traducción sea perfecta, como las medidas de un edificio, que sea posible buscar sinónimos como si se tratara de una ciencia exacta. A la traducción se le exige una perfección que no se le exige a la literatura. Al autor se le permite escribir lo implícito, parafrasear e incluso incurrir en anacronismos como el famoso caso de Julio César de Shakespeare en que se oyen campanas en tiempos de los romanos. Creo que estas expectativas se deben a la falta de conocimiento sobre qué son los idiomas y de las técnicas de traducción en sí. Son precisamente estas expectativas las que nos llevan a nuestra primera personificación, la del traidor.

El Traidor

Aparte de la mala fama que ha tenido todo intermediario a lo largo de la historia, cabe recordar que el idioma extranjero, extraño e incomprensible, se ha asociado con una incapacidad de hablar (los rusos llaman a los alemanes ‘los-que-no-tienen-lengua’), con la magia o con un lenguaje secreto. Todo mago que se respete tiene fórmulas orales ininteligibles o un lenguaje que solamente entienden él y los espíritus, o los dioses a los que invoca. Más adelante la Iglesia Católica tuvo su propio idioma secreto para sus privilegiados miembros, el latín. Sus continuadores laicos dentro de la administración siguieron desarrollando en la lengua vernácula su propio lenguaje administrativo y jurídico que aún perdura. Cuando se está expuesto a una lengua que no se conoce, esta produce frustración, enajenación y desconcierto. Un idioma extranjero causa la alienación al que no lo entiende. El que hable los dos demuestra que conoce algo que el monolingüe desconoce, algo de lo cual él no es partícipe. Si además el bilingüe desempeña el papel de traductor de ideas, se puede convertir con facilidad en un traidor.

Cuando se formó la Escuela de Traductores de Toledo, fundada por el arzobispo Raimundus (1125-1152), el castellano aún era la lengua romance. Somos muy conscientes de que el castellano aún se está desarrollando hoy en día, pero por aquél entonces no había un marco gramatical e institucional como la Real Academia de la Lengua que hispanizase las palabras. Los calcos y los préstamos adaptados del latín contribuyeron a la formación del castellano. ¿Cuándo empezó a ser traidor nuestro traductor? Desde los comienzos de la traducción, el traductor libre traducirá de la manera que él elija o pueda, y el que tenga patrón debe traducir para complacerle.

Hasta el Renacimiento había un solo patrón: la Iglesia Católica. Toda traducción sobre temas laicos y religiosos estaba sometida a la aprobación de la Iglesia. Cualquier traducción que se saliera de las normas dictadas por la Iglesia era considerada un acto de herejía. De hecho, estaba prohibido traducir la Biblia. Basnett, García Yebra y Steiner, entre otros muchos, nos cuentan cómo Wycliffe fue acusado de hereje por traducir la Biblia a la lengua vernácula. Tyndale (1494-1536) murió en la hoguera por imprimir una versión de la Biblia destinada al lector seglar. Etienne Dolet (1509-1546) también murió en la hoguera de los herejes por una traducción de Platón, y fue acusado de cuestionar la existencia de Dios. Cualquier traducción que se saliera de los cánones establecidos suponía un peligro para el traductor. En España, tenemos el ejemplo de Fray Luis de León, también encarcelado por una traducción del Cantar de los Cantares.

El traductor es traidor desde el momento cuando desobedece a su amo, o mejor dicho, si no cumple con sus expectativas. No nos olvidemos de que el que está entre dos lenguas está también entre dos culturas. El mero hecho de que esté entre dos mundos hace que no sea digno de confianza; si además en su papel de intermediario erra o desobedece, no está de tu parte, no es de los tuyos.

Cuando los italianos llamaron “traidores” a los franceses que tradujeron a Dante Alighieri al francés y le cambiaron su sentido, el traductor traidor no viajaba con tanta frecuencia y facilidad como ahora. América aún estaba en el proceso de descubrimiento y Europa estaba dividida en pequeños reinos y estados. Se empezaba a traducir a los clásicos griegos y latinos. Nuestro Traidor traduce casi parafraseando, pero esto ya era un gran progreso si se tiene en cuenta que en los siglos XI y XII se traducía de la forma siguiente: normalmente, un judío que hablaba hebreo y árabe traducía oralmente al romance; después un cristiano lo traducía al latín. A pesar de lo rudimentario de esta técnica se consiguió conservar los conocimientos filosóficos, médicos y teológicos hispanoárabes. Avicena (980-1037), entre otros, escribió el Canon de la medicina, un texto estudiado y consultado en las escuelas hasta el siglo XVIII. También hubo un judío español, Maimónides (1135-1204), cuyos trabajos filosóficos influenciaron a Albertus Magnus, Santo Tomás de Aquino y, más tarde, a Espinoza.

Pero volvamos a nuestro Traidor que traduce bajo el ojo vigilante de su amo y que, felizmente, parafrasea todos esos nuevos descubrimientos renacentistas. Si tenemos en cuenta que nuestro lenguaje suele reflejar nuestra realidad, nuestra mentalidad y nuestra actitud ante los hechos, al traducir lo que proviene de un mundo tan diferente, empleando herramientas lingüísticas que reflejan solamente nuestra cultura y no la ajena, vamos a teñir nuestra traducción con nuestra cultura. Un monje o un erudito cuyo lenguaje es el de una sociedad feudal o el de una ciudad mercado-renacentista se encontrará restringido lingüística y culturalmente para reproducir la realidad de un griego o un romano.

Por supuesto, otro periodo de auge de la traducción sería el de la colonización primero de las Américas y después de África y Asia. En estos dos últimos continentes, la colonización duró hasta mediados del siglo XX. Los nuevos amos de los traductores eran las naciones poseedoras de colonias, quienes querían atraer a la emigración para poblar sus nuevos territorios. Por lo tanto, el traductor exaltaría lo exótico, pero también tendría restricciones conceptuales a la hora de reproducir experiencias e ideas nuevas o inusuales para el lector. Tampoco hay que olvidar que las fotografías no aparecerían en los periódicos hasta finales del siglo XIX y que las ilustraciones, exceptuando las caricaturas, eran aceptadas como un fiel reflejo de la realidad.

Pero no perdamos de vista a nuestro Traidor, cuya figura vuelve a surgir en pleno siglo XX. La era del colonialismo tradicional ha terminado. Los países occidentales, que han abierto sus fronteras a la mano de obra barata de la población de sus antiguas colonias y cuyos restos culturales han ido adentrándose dentro de los sistemas culturales de las metrópolis —al echar un vistazo fuera de su imperio—, empiezan a cuestionar qué es lo que han hecho con esas culturas que destruyeron con su superioridad. ¿Quién fue el culpable? Dentro del marco de la literatura comparada y al estudiar los textos, se llega a la conclusión de que ha sido el traductor-traidor quien ha manipulado los textos provenientes de las antiguas colonias. Esto ha creado y perpetuado estereotipos y tópicos, y ha adaptado culturas tiñéndolas de prejuicios occidentales. Como nos descubre Edward Said en Orientalismo:

Europa adquirió unos conocimientos sistematizados y crecientes acerca de Oriente que fueron reforzados por el choque colonial y por el interés general ante todo lo extraño. […] además a este conocimiento sistemático se le añadió una considerable cantidad de obras literarias producidas por novelistas, poetas, traductores y viajeros de talento (Said, 2008, p. 68).

El libro Traducir al Otro de Carbonell empieza hablando de traducciones y termina refiriéndose directamente a los traductores. Primero, nos refiere al discurso colonial en sí: “El ‘discurso colonial’ es un conjunto heterogéneo de actitudes, intereses y prácticas que tienen por objeto la instauración de un sistema de dominio y su perpetuación” (Carbonell, 1997, p. 19). Quien traduce desde la perspectiva de la cultura receptora manipula la imagen del Otro, de tal forma que han llegado a influir en la imagen que las colonias tenían de sí mismas. Los cánones coloniales se impusieron a las colonias a través de la traducción. Los amos del período colonial pidieron traducciones que pudieran entender ellos mismos.

¿Quiénes fueron los amos? Los países occidentales, los que antes llamábamos imperialistas. El Traidor traicionó a la cultura que no podía o que no sabía reflejar o que, simplemente, desconocía. El Traidor traicionó al Otro, al que era distinto, retratándole sin matiz alguno como ‘el primitivo’, ‘el negro bueno,’ ‘el salvaje noble’, entre otros estereotipos. Así progresivamente, se destrozó la cultura del Otro. Este fue el papel que desempeñó nuestro Traidor en un mundo en que el texto escrito era la única vía para transmitir lo desconocido.

Si seguimos el razonamiento de los comparatistas poscoloniales, si descartamos las circunstancias económicas, los factores sociales e historiográficos, y si no tomamos en cuenta los matices de la situación específica de cada colonia, nos hallamos efectivamente ante un culpable de la devastación cultural de las regiones colonizadas.

Sin embargo, esta técnica de reflejar al Otro en un estereotipo se produjo dentro de nuestros propios países occidentales, por ejemplo, cuando los países europeos, salvo Francia, se dividen en estados federales y centralistas. Al perder las guerras internas respectivas, a los federales se les atribuyó caracteres de “otredad” cuando fueron centralizados. Toda Otredad ha sido reflejada de la misma manera, por ejemplo, en España, tenemos al andaluz juerguista y señorito y al catalán hombre de negocios y tacaño, entre otro muchos estereotipos como el del del gitano ladrón, artista y machista, y recientemente incorporado como heroinómano. En los EE. UU. se creó al vaquero, al indio salvaje pero noble, al esclavo bueno, a la adúltera arrepentida o el caballero del Sur. Ese Sur de los EE. UU. donde se albergan oscuras historias familiares y donde los personajes son incapaces de enfrentarse a la pérdida de la gloria de antaño. Casualmente, es el mismo Sur que perdió la Guerra de Secesión, haciendo que el Sur esclavista sea el Otro.

Ahora bien, no creemos que la creación de estereotipos se deba solamente a la obra de los traductores; nuestro Traidor formó parte de un sistema tan responsable como cualquier otro miembro de la sociedad colonizadora. Tampoco debemos descontextualizar las situaciones: incluso, García Yebra en 1994 nos habla de lenguas ‘pobres’ y usa este término refiriéndose a España.

Los tiempos han cambiado a finales del siglo XX y principios del XXI. Se quiere globalizar el mundo, valga la redundancia. El nuevo amo de la sociedad occidental es el mercado que se gestiona por Internet. En la formación de translation studies que ha recibido nuestro Traidor se le dice claramente que su trabajo ha de adaptarse a la cultura del cliente. Peter Newmark, el gran teórico de la traducción que se estudia en las universidades, ha elaborado un Manual de traducción (1987, en inglés), que impone las pautas que deben seguir los futuros traductores y estas son muy claras: la traducción debe dirigirse a la lengua receptora. Pym ha publicado un artículo que se opone a esa política. Acusa a la teoría de Newmark de basarse “más bien en un modelo de autoridad que limita innecesariamente las opciones al alcance de los alumnos” (Pym, 1992, p. 1). Newmark presenta “todo ello como si se tratase de normas y de reglas definitivas respetadas por todos los profesionales de la traducción” (Pym, 1992, p. 1). Ahora bien, todos los teóricos del poscolonialismo provienen de universidades occidentales mientras están acusando al traductor pragmático de traidor. Pero ¿quién es el amo tanto de los comparatistas como el del traductor-traidor? El mercado. ¿Quiénes van a ser sus futuros consumidores? Las antiguas colonias.

Pero la realidad nos muestra que las acusaciones vienen de ese mismo centro: la recopilación de Dolores Romero López, Orientaciones en literatura comparada, recoge artículos de profesores de las grandes universidades occidentales: Oxford, Warwick, Cornell y Standford, entre otras, que defienden la periferia a la que no se vacila en manipular una vez más para favorecer nuestros fines económicos pero con el barniz de lo políticamente correcto. Y, con el objetivo de respetar la Otredad, promulgan la vuelta al texto, que mantenga su sabor de origen, adentrándonos así en el segundo tópico de este trabajo. La fidelidad de la traducción. La traducción, como la mujer del refrán, si es bella es infiel y si es fea es fiel. Esta teoría se conoce como “les belles infidéles”.

La Infiel

Este proverbio de origen francés también se halla en la lengua inglesa en donde se sustituye a la mujer por la esposa y se refiere al problema de equivalencia de la traducción, sobre todo al de la traducción literaria. El problema de la traducción es que muchas veces lo que se escribe en un idioma no corresponde al 100% con todos los registros del otro idioma. Hay elementos del análisis del discurso que hay que tener en cuenta a la hora de traducir: el registro del texto, la cohesión y la coherencia.

Baker (1992, p. 286) define el registro como un lenguaje o una variedad del lenguaje dentro de un idioma. Un médico, escribiendo un artículo especializado, va a emplear un registro científico con la cohesión, la lógica estructural y la fluidez del texto, mediante una coherencia que ilustra el proceso de desarrollo de la idea que expone. La traducción no siempre puede corresponder en estos tres niveles.

Para enfrentarse a estas dificultades, el traductor tiene una serie de recursos como la transposición (el cambio del papel gramatical de una frase), la modulación (expresar una idea desde otro punto de vista), la equivalencia (expresar la misma situación desde otro punto de vista) y la adaptación (elementos culturales que son sustituidos por sus equivalentes en la otra lengua). También la amplificación (proceso de usar más morfemas para expresar la misma idea), la explicitación (proceso de convertir lo implícito en explícito), la omisión (supresión de ciertos segmentos innecesarios del enunciado) y la compensación (cuando se produce en algún segmento o unidad de traducción una pérdida de significado, que se debe compensar en otro punto del texto). Precisamente, estas técnicas convierten a nuestra traductora en la personificación de la infidelidad: si se inclina por el registro, puede haber pérdidas semánticas; si lo hace por la traducción literal, puede que pierda cohesión textual.

Durante los años ochenta se intentó negar o minimizar este problema de falta de equivalencia completa. La traducción ya no se consideraba un acto imposible pero esto se debía, como mencionamos anteriormente, a que el texto estaba siendo traducido para el lector de la cultura receptora. Era la belleza de la Infiel lo que importaba. García Yebra (1994) apunta:

La regla de oro para toda traducción es, a mi juicio, decir todo lo que dice el original, no decir nada que el original no diga, y decirlo todo con la corrección y naturalidad que permita la lengua a la que se traduce (p. 311).

Esteban Torre (1994), a su vez, agrega:

El problema de la selección de equivalentes que se reproduzcan en el TLT [texto en lengua término] una ‘situación’ análoga a la del TLO [texto en lengua de origen], teniendo en cuenta la estructura lingüística y el contexto cultural del TL [texto en lengua término] (p. 8).

Esta actitud pragmática hay que contextualizarla bien dentro del siglo XX. La gente viaja con más facilidad, existen la fotografía y el cinematógrafo para reproducir imágenes, y la tarea del traductor se expande en el extrarradio de la traducción literaria. Nuestra Infiel, si no es siempre bella, por lo menos es práctica. Su fidelidad ya no tiene la envergadura que tuvo en el del siglo anterior, mientras sea clara y precisa en la cultura receptora. Aparentemente, su infidelidad solo importa dentro del marco de la literatura y dentro de los límites que posibilitan una comunicación semántica agradable al lector de la cultura receptora.

El nivel de fidelidad de la traducción cobra menos importancia, puesto que lo importante es la coherencia y a veces también el registro. Un ejemplo muy extremo de la traductora más fiel es el de la traducción automática; puede traducir textos cometiendo errores gramaticales y literalismos, no cuenta con recursos para transferir metáforas, elegir entre sinónimos o diferenciar antónimos. En este caso, se podría decir que es tan fiel que aniquila su propia belleza. La traducción informatizada de un texto financiero puede ser por ejemplo, traducir “clima” al inglés como “time” en vez de “climate”.

Si retrocedemos en el tiempo hacia las épocas anteriormente mencionadas, veremos que la traducción literaria tenía mayor importancia de la que tiene hoy en día. El hombre solamente conocía el mundo a través de los libros porque viajar era caro y lento. En este punto, debemos mencionar los textos académicos. Jiménez García (1992) hablando de la traducción de Krause hecha por Sanz del Río nos explica:

Y queda también claro que entre la obra de Krause y la de Sanz del Río, hay diferencias en cuanto al planteamiento desarrollado. Y no podía ser de otro modo cuando a Sanz del Río lo que le interesaba de la filosofía de Krause era, entre otras cosas, la forma que habría de adaptarla y transformarla para la misión que se había propuesto: elevar el nivel intelectual de España tras largos siglos de un penoso vacío cultural. Por ello la adaptación, y no la mera traducción, es su objetivo principal como no se cansará de repetir en la carta a Revilla ya mencionada (p. 80).

¡Cuánta libertad e infidelidad la de los académicos del siglo XIX! No obstante, al adentrarnos en el siglo XX, nos encontramos con otros académicos cuya preocupación principal es la fidelidad, uno de ellos fue Ortega y Gasset (1898-1955) y el otro, Vladimir Nabokov (1899-1977). Este último siempre practicó, teorizó y habló de la traducción abiertamente; por ello, Steiner en su obra En torno a Babel le califica de extremista. Muchos de sus contemporáneos llegaron a acusarle de no saber ninguno de los dos idiomas que empleaba para traducir; pese a esto, las traducciones de Nabokov aún se publican en Penguin Classics y sus notas del traductor son explicaciones detalladas de la cultura rusa. Fue uno de los autores de su época que más habló de su trabajo como traductor, que reflexionó sobre el tema y ejerció la traducción profesionalmente. Sus traducciones eran investigaciones lingüísticas. Consideraba que la traducción era un arte. El traductor estaba traduciendo otra cultura y no había una expectativa de normalización lingüística. La fidelidad de Nabokov se estaba desarrollando en un mundo en el que solo se hablaba de la Unión Soviética. Rusia era un país aislado, dominador y odiado que pasó por muchas fases en el siglo XX. Al principio, en tanto modelo empírico de una utopía pasó a ser la representación de un régimen opresor. Había grandes trabas administrativas para conocer el país. Rusia era Stalin, los tanques en las calles de Praga y el siniestro Kremlin donde espías y políticos estaban en una pugna constante para hacerse con el poder. Nabokov, al traducir a Pushkin y a Lermontov, estaba dando a conocer una cultura desconocida para Occidente. En tanto que académico y escritor gozaba de una independencia económica que le daba cierta libertad en cuanto a las restricciones temporales y financieras se refiere. Ahora bien, el traductor profesional de los años 80, que depende financieramente de su trabajo, tiene que ser infiel; como señala Sánchez Calderano, el traductor debe conocer el tema, el estilo de la lengua fuente, el estilo de la lengua termino y saber quién será el lector del texto: si va ser un usuario especializado o un usuario lego. En este último caso, nos comenta: “this requirement forces the translator to go deep into the meaning contained in the text and then express it in the most comprehensible way to the public” (Sánchez Calderano, 1998, p. 6).

Durante los últimos 20 años, se ha exigido a nuestra traductora que sea infiel. Pym lo atribuye a razones pedagógicas. Se han buscado equivalencias empleando la nomenclatura impuesta por organizaciones e instituciones multinacionales y estas han sido impuestas como canon. Puede que, como resultado de la aceptación de la traducción automática, hay paradójicamente una vuelta a la fidelidad de Nabokov; sin embargo, hay que matizar que ya no se pide la exaltación de lo exótico al estilo de William Morris (1834-1896). Se pretende que la traducción sea un medio para ayudar al lector del texto término a ser lo que Scheiermacher llamó ‘un mejor lector’.

Lambert, en su libro Transnational equivalence: a natural basis for translation studies? (1992, p. 2), nos dice que la traducción no es una copia ni un calco, sino un texto reconstruido dentro de un marco, el del traductor. Carbonell aboga en favor de la fidelidad por respeto a las culturas de las cuales se traducen. A nuestro juicio, la división de los que abogan a favor de la fidelidad se irá acrecentando a medida de que esas traducciones sean la norma en España. Sobre todo, si se tiene en cuenta que un gran porcentaje de las traducciones al castellano son del inglés. El aumento de anglicismos en el lenguaje de los medios de comunicación de masas y, consecuentemente, en el lenguaje cotidiano nos hace formularnos las siguientes preguntas: ¿cómo serán las traducciones al inglés?, ¿fieles o bellas?, ¿cómo será nuestra traducción al español, bella o infiel?, ¿estamos abogando por la causa de las periferias o nos estamos sometiendo, una vez más, a la política del centro homogeneizador y sus correspondientes cánones? A la hora de leer la bibliografía española para este trabajo, observamos que todas las citas están hechas del francés, del catalán o del inglés. Aún no se ha hallado alguna cita en hindi, chino o árabe.

Parece que la fidelidad vuelve a estar de moda. La traducción automática está ya moldeando los hábitos de lectura de los usuarios de los programas de traducción. También la ideología de lo políticamente correcto está aceptando, en teoría y dentro de los cánones establecidos, formas de expresión distintas a la hora de comunicarse y emplear un idioma. La tendencia actual pareciera ser la de aceptar hispanismos en el inglés norteamericano o el de aceptar anglicismos en el español y en francés.

Al traductor se le está permitiendo hacer lo que Ortega y Gasset propuso en su ensayo Esplendor y miseria de la traducción:

Imagino, pues una forma de traducción que sea fea, como lo es siempre la ciencia, que pretenda garbo literario, que no sea fácil de leer, pero sí que sea muy clara, aunque esta claridad reclame gran copia de notas de la página (1994, p. 103).

Esta descripción se ajusta a lo que es la traducción automática salvo en cuanto a las notas de pie de página se refiere. Si para Ortega el esplendor es arrancar al lector de sus hábitos de lectura y la miseria es:

El destino —privilegio y el honor— del hombre es no lograr nunca lo que se propone y ser pura pretensión,
viviente utopía. Parte siempre hacia el fracaso, y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien. Así acontece en esta modesta ocupación que es traducir. En el orden intelectual no cabe faena más humilde. Sin embargo, resulta ser exorbitante (1994, p. 29).

El Miserable

¿Desde cuándo, cómo y por qué el traductor español es miserable? Traductólogos como Vicente García Yebra y Santoyo nos ilustran la idea plenamente: el traductor tiene mala fama desde el Siglo de Oro.

A pesar de que El Quijote fuese presentado como una traducción, Yebra afirma:

Cervantes, en el capítulo 62 de la segunda parte del Quijote, hace que el caballero andante asemeje las traducciones al envés de los tapices flamencos y rebaje en particular las que se hacen del italiano, con estas palabras ya citadas: «El traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel»; y agrava aún tan despectivo juicio con el sarcasmo: «Y no quiero por esto inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque entre otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho lo trujesen»[...] También Lope de Vega muestra gran desdén por los traductores del italiano: «y si no es violencia en mí, plegue a Dios que yo llegue a tanta desdicha por necesidad, que traduzca libros de italiano en castellano; que para
mi consideración es más delito que pasar caballos a Francia» (1994, p. 151).

Esta visión peyorativa del traductor estaba fundamentada si se tienen en cuenta estos tres aspectos del sector: el traductor, los editores y la remuneración del trabajo del traductor. Muchos de los autores no firmaban sus traducciones y, además, Santoyo escribe que escritores como Miguel de Unamuno (1864-1936) traducen sin saber el idioma de la lengua original que en este caso era el inglés. La traducción era la actividad intelectual que se
desempeñaba cuando no se tenía dinero.

Nuestro Miserable no recibía más formación que los ejercicios de traducciones tradicionales empleados con fines didácticos en el aprendizaje de la lengua. Los estudios superiores de traducción no empezaron en España hasta los años 80. La traducción no se tomaba en serio. “Al castellano se traduce casi siempre por entretenimiento, por necesidad o por casualidad” (Santoyo, 1996, p. 35). Lo más inaudito es la descripción de traducciones recicladas por los editores para ahorrarse los derechos de autor del texto ya traducido. Con tal de no pagar a nuestro Miserable, el editor cambia el registro, expansiona, reduce e incluso sustituye unas palabras por sus sinónimos, disfrazando así la traducción para que parezca otra. También hay que tener en cuenta la remuneración de la traducción y las condiciones dentro de las cuales se produce. El Miserable tiene que aceptar traducciones dentro de plazos maratonianos y muchas veces sin estar en contacto con el cliente. Para ganar tiempo, muchas veces se emplea a varios traductores a la vez, repartiendo la obra en varias partes. Cada traductor traducirá a su estilo y sin tener tiempo para revisar, corregir o terminar, sobre todo si se tiene en cuenta que la finalización de un trabajo no es ni el primer ni el segundo esbozo.

El Miserable no dista mucho del pícaro de la literatura española: “El traductor se mueve en medio de una impunidad aterradora. Cualquiera puede traducir cualquier cosa; todo se traduce y todo se cambia, desde los títulos a los contenidos, de la misma manera que todo se compra y todo se vende” (Santoyo, 1996, p. 39). Ya lo decía Ortega y Gasset: “No nos extrañemos que un autor traducido nos parezca un poco tonto” (1994, p. 436). Esto explicaría una de las razones por la cual haya autores que se nieguen a ser traducidos.

El Miserable nunca va a dejar de serlo hasta que no se cambie la actitud hacia la traducción, hasta que se deje de considerar como un ejercicio mecánico de traslado de un idioma a otro como si de muebles se tratara.

Los juicios de valor que se emiten tras estos tópicos son fruto de un desconocimiento de lo que son las lenguas en tanto entes vivos. Además, no toman en cuenta que los tipos de traducción varían según las necesidades del cliente. Los estudiosos poscoloniales deberán decidir si las traducciones que estudian fueron hechas con fines literarios o con fines políticos y si los traductores fueron conscientes de esa destrucción que se les imputa o si estaban reflejando una visión muy limitada del mundo característica de la cultura de su era.

La profesión y el oficio

Ninguno de estos dos términos es excluyente, sobre todo si se tiene en cuenta que la acepción de “tener oficio” es una expresión que designa una larga experiencia en un trabajo concreto. Parece que los que tenían oficio quisieron afianzar su trabajo para alejarse de esos tres tópicos al forjar la profesionalidad a los traductores.

Los últimos 20 años nos han permitido ver cómo la traducción ha pasado de oficio a profesión; asimismo, cómo el orientalismo ha pasado de ser la preocupación de la traducción literaria a ser la conciencia de lo que se desarrolla con la informática, por ejemplo, con la creación de denominado la localización de productos. Los productos localizados lingüísticamente, como los juegos informáticos o el entorno de las películas, ya no se adaptan lingüísticamente al imperio sino a la lengua y al entorno del usuario a un plano tan amplio que ya no se puede llamar traducción, sino adaptación de un producto a una región específica.

Cada vez más estas tres figuras tópicas tienen menor importancia. Cualquier oficio, sobre todo uno tan antiguo como el de la traducción, ha tenido sus traidores, infieles y miserables. Este cambio es fruto de una voluntad consciente de los académicos, los editores, los empresarios exportadores e importadores y las empresas informáticas para que el usuario-cliente se identifique culturalmente con el producto. Si bien es verdad que la globalización ha perjudicado superficialmente la profesión debido a los programas de traducción y de subtitulación y sus burdos errores, y la también reducción de las tarifas, sigue habiendo una voluntad de mantener la calidad del trabajo de traducción a través de las asociaciones de traductores nacionales e internacionales. Igualmente, las editoriales son mucho más selectivas en cuanto al tipo de traductor que necesita cada libro, sobre todo desde que tenemos como referentes de traductores a grandes autores como Julio Cortázar (1914-1984), Fernando Pessoa (1888-1935) y Jorge Luis Borges (1899-1986), por ejemplo. Hoyos (2011) también atribuye a este cambio la formación universitaria de traductores en las facultades de lingüística aplicada, que preparan a sus graduados para que formen parte de una profesión, ya sea como traductor independiente, aprovechando que entidades públicas o privadas certifican profesionalmente, por ejemplo, el diploma del Instituto de Lingüistas de Londres o el diploma de intérprete de la policía inglesa también del Instituto de lingüistas o la calificación de traductor jurado (Vigor Moreno, 2010) o el traductor e interprete oficial en Costa Rica.

En este punto, conviene señalar la aportación del orientalismo, definido por Nagy-Zekmi (2008) de la forma siguiente:

[…] lo que aquí se resalta como praxis orientalista no es la temática oriental en sí, sino la tendencia de erotizar el referente: «secretos y avatares,» «misterios seculares,» «Visiones legendarias» (el subrayado es mío). Puede interpretarse como el uso de un extravagante «orden simbólico inaudito» del que Roland Barthes (1982: 4) habla en The Empire of the Signs. No obstante, esto no excluye la posibilidad que el otro oriental (fakir) se represente como atemporal y ahistórico, plasmado en un vacío cultural, como parte del imaginario occidental que recicla continuamente (p. 15).

Incluye países que no están en Oriente pero que sí han sido retratados como “otros”. Esta conciencia de la creación del “otro” no solamente ha sido detectada por y en la traducción, sino también a través de la globalización, que ha ido cambiando las perspectivas que se tenía antiguamente de las culturas colonizadas en las distintas ramas del conocimiento. La traducción ha dado un giro al desarrollarse la localización de productos, al hacerse una selección más cuidada de los libros que se editan, ya sea en papel o en digital, y también en una conciencia de que ya no se traduce para el imperio. Este giro paradigmático está permeando en distintas contribuciones culturales, muchas veces a través de la traducción, contribuyendo así a la expansión de una perspectiva global más democrática.

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Recepción: 03-07-20 Aceptación: 27-02-21