Rev. Ciencias Sociales 156: 21-27 / 2017 (II)

ISSN: 0482-5276

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ACTO DE CLAUSURA DEL AÑO ACADÉMICO DE 1954*

(CELEBRADO EL 22 DE DICIEMBRE)

Fuente: Fotografía nro. FBS-159. Rodrigo Facio Brenes. Colección fotográfica del Fondo Fernando Baudrit, donado por la esposa María Eugenia Solera. Archivo Universitario de la Universidad de Costa Rica (aurol).

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PALABRAS CLAVE: DISCURSO * UNIVERSIDAD * LIBERTAD * AUTONOMÍA * DESARROLLO ECONÓMICO Y SOCIAL

KEYWORDS: SPEECHES * UNIVERSITY * FREEDOM * AUTONOMY * ECONOMIC AND SOCIAL DEVELOPMENT

Venimos esta noche a clausurar un nuevo ciclo académico de la Universidad de Costa Rica. Y oportunidades como ésta en que estudiantes, egresados, padres de familia, profesores y autoridades, nos congregamos en un ambiente diáfano de alegría y esperanzas, de triunfos y promesas, son oportunidades propicias como la que más para que quienes nos hallamos al frente de la institución hagamos un alto en el camino e invitemos a los demás a hacerlo, para recordar los valores fundamentales en que ella se asienta y reflexionar sobre si están siendo cumplidos a integridad o no. La rutina, los deberes acongojantes de todos los días y todas las horas, nos ocupan tanto el ánimo, que a veces nos falta el tiempo para intentar un examen de conciencia, o para otear, con amoroso cuidado, el horizonte hacia el que nos dirigimos.

Es la nuestra una Universidad que no llega siquiera a quinceañera. Tan tierna, tan sin moldes definitivos es, que casi parece atrevida presunción reconocerla con el mismo nombre de instituciones europeas seis o siete veces centenarias, cubiertas por el prestigio que les ha dado la participación en tantas y tantas aventuras del espíritu y de la historia, y por la densa tradición cuajada alrededor de ellas.

Sin embargo, la nuestra, con ser tan joven, tiene algo fundamental a su haber. Tiene mucho que reformar, que revisar, que mejorar, pero en sus pocos años ha sabido definirse como una institución libre, y la libertad es la condición para que el hombre, plenamente garantizado en su independencia y su dignidad individuales, pueda vivir espiritualmente, vida espiritual sin la cual la verdadera Universidad no existe.

Una Universidad puede contar con magníficas construcciones, tener formidables laboratorios, gozar de bellísimos campos de recreación y estudio, pero si falta la libertad, le estará faltando el soplo vital; será un gigante con el corazón partido.

Nuestra Universidad, joven y modesta como es, es una Universidad libre, y por libre tiene asegurado el derecho a un gran futuro como instrumento de forja de hombres y de valores.

Nuestra Universidad es libre, jurídicamente, porque su autonomía y con ella su derecho a darse gobierno propio y a trazar su propia política, está reconocida por la Constitución Política. Pero ese aspecto legal, con ser tan importante, no es el fundamental en la definición de su libertad. Más importante es la corta pero clara tradición de respeto recíproco desarrollada en las relaciones de la Universidad con los Poderes Públicos. Más importante es la comprensión por los diversos sectores políticos e ideológicos del país, de que la actividad cultural, nacional, que aquí se realiza, no debe ser turbada por las pasiones del momento ni interferida por cálculos, propósitos o designios extraños a su naturaleza. Más importante es que todos y cada uno de los que aquí trabajamos, hagamos dejación todos los días, al atravesar sus umbrales, de nuestras banderías políticas y todas nuestras otras diferencias personales. Todo ello afianza cada vez más y más la independencia y la vida espiritual de esta casa de estudios. Y mientras ese status dure, y mientras ni los de fuera ni los de dentro turbemos la serenidad de la Casa con las estridencias de la política diaria o el sordo clamor de los intereses personales, existirá auténtica Universidad y, con ella, esperanzas de grandes realizaciones humanas en el nivel de la cultura superior de Costa Rica.

También la Carta Magna prescribe la libertad en la cátedra universitaria como una de las libertades esenciales de la Nación. Y también en este caso una corta pero clara tradición ha venido incorporando a la carne misma de la institución el ilustrado precepto legal. Una Universidad donde se coartara el derecho a exponer o a contradecir cualquier idea, dentro de los cánones de la mayor compostura en la palabra, sería una Universidad no más de nombre. Porque en la libérrima discusión de todas las ideas y todos los principios descansa la condición del progreso científico, y la seguridad de que todos los hombres sean respetados en su conciencia y su dignidad individuales. Escúchense a ese respecto las palabras del Rector Malott, de la Universidad de Cornell, refiriéndose nada menos que al candente problema de si el estudio desapasionado y el análisis objetivo del marxismo, como doctrina filosófica, económica y social, puede realizarse en las aulas. Dice Malott: “Nosotros en Cornell nunca debemos sentir temor de buscar la verdad. Pero no podremos hacerlo si no somos libres de examinar a la luz del día incluso aquello que pueda ser considerado herético; ello es parte de nuestra tradición de libertad”.

El día en que la Universidad estuviera al servicio de un poder político, o de una confesión religiosa, o de una tendencia anti-religiosa mutiladora de la integridad de la vida interior, o de un sectarismo doctrinario, o de una discriminación racial, o de un privilegio económico, o de una distinción social, ese día sería, pese a las brillantes apariencias y a las frases elaboradas con que se pretendiese disimularlo, el de la liquidación de la vida espiritual creadora en la institución y, por ende, el de ella misma.

Hablamos, es claro, de la Universidad pública, nacional, socializada, de nuestros días —aunque ese es también el esquema general de la Universidad privada Norteamericana— colocada ella en un escenario de arduos problemas económicos, sociales y técnicos, cuya resolución requiere la más absoluta y acertada libertad para investigar, para criticar, para replantear y formular, y en cuyo estudio se espera y se exige unánimemente que participe, casi con papeles rectores, esa misma Universidad.

Otros tiempos ha habido en que la complejidad del medio no era tanta y en que, muy especialmente, no se esperaba de la Universidad semejante decisiva participación en los problemas terrenos. En esos tiempos, de máxima preocupación teológica, sí pudo trabajar la Universidad, y hacerlo con brillantez indiscutible, dentro de una concepción filosófica exclusiva y excluyente.

La propia pequeña Costa Rica tuvo, aunque sin brillantez por cierto, algo de ese estilo, y hay razones históricas especiales, razones de la época y del medio, para explicar el status de la Pontificia Universidad de Santo Tomás que, a mediados del siglo xix, fuera el antecedente de la actual Universidad de Costa Rica.

Como prolongación tardía e incompleta de la Universidad colonial latino-americana, la de Santo Tomás, fundada en 1843 bajo los auspicios del doctor angélico, fue declarada diez años después Pontificia por el Papa Pío IX, resultando de tal declaración, entre otras cosas, la obligación para la institución de ceñir su enseñanza en todos ramos “a las Doctrinas de la Fe y la Moral Cristiana”, la facultad para el Obispo de velar sobre “la conducta religiosa y moral de todos los que componen la misma Universidad”, y la obligación para los profesores y los graduados de hacer ante el mismo Obispo “la profesión de Fe”. Era la misma condición que en sus tiempos coloniales tuvieron todas las Universidades latino-americanas. Pero ya en el siglo xix el sistema se mostró estéril, y la Universidad de Santo Tomás, después de llevar una existencia incolora y vegetativa, se extinguió como se extinguen las cosas que carecen de fuerza interior, “fue científica y naturalmente destruída”, como dijo algunos años después Don Mauro Fernández. El decreto de 1888 la declaró clausurada, “mientras las condiciones sociales del país no permitan la creación de una Universidad como elemento corporativo, con la organización que a sus funciones corresponde”. Es decir, el esquema colonial resultaba ya en la época muy desvitalizado, pero el esquema moderno, nacional, público, autónomo, resultaba aún muy prematuro para una sociedad pobre, de escasos doscientos mil habitantes, que acababa apenas de comenzar a organizar su ciclo de Segunda Enseñanza; sabiamente el legislador recomendaba quedar a la espera de que las condiciones sociales del país maduraran, para crear una Universidad “con la organización que a sus funciones corresponde”.

Hay quienes han condenado la clausura de la Universidad décimonona; más constructivo, dicen, habría sido proceder a reformarla de acuerdo con el nuevo espíritu de la época. Realmente es difícil fallar en el asunto, más viendo las cosas retrospectivamente, hay buenas razones para considerar conveniente la clausura. En primer lugar, porque la falta de recursos habría hecho que la Universidad reformada, cualquiera que hubiese sido el espíritu de la reforma, fuese una institución con todas las limitaciones en calidad y excelencia que fatalmente resultan de la escasez de medios materiales. Era mejor esperar a que, incluso en este aspecto de las finanzas, “maduraran las condiciones sociales del país”. En segundo lugar, porque la reforma en los años ochentas hubiera necesariamente sido de carácter liberal en el sentido histórico del término, es decir, anti-religioso, o cuando menos, a-religioso, y habría traído luchas y producido reacciones en el seno de la institución que posiblemente habría costado muchos años y muchos esfuerzos superar, quién sabe si para no poder llegar a lograr nunca la tónica de libertad, serenidad espiritual, reconocimiento del valor de lo religioso, respeto recíproco, y tolerancia para todas las ideas, de la que la Universidad restablecida en 1940 se envanece con razón y disfruta con provecho. Las condiciones sociales del país, en este aspecto, han madurado a tal punto en el lapso de ochenta años, que ya hoy no se explicarían las luchas de entonces, ni la intolerancia religiosa de los unos, ni la intolerancia anti-religiosa de los otros; y para la actual Universidad ha sido una ventaja no tener su pasado hundido, y tal vez marcado por el fuego de esas luchas.

Y en tercer lugar, si la Universidad hubiera continuado existiendo hacia los fines del siglo xix, habría sido con una independencia muy reducida, si no con ninguna, sumergida en las luchas políticas del momento y constantemente interferida por el Estado, ya que el crecimiento de éste en la Costa Rica del Siglo xix fue en el sentido de la centralización, del presidencialismo agudo. Teniendo que esperar para restablecerse la maduración de las condiciones sociales del país, la Universidad ganó también en este punto, pues se la restableció cuando la tendencia del Estado costarricense a crecer administrativa e institucionalmente en forma descentralizada, tendencia iniciada en 1914, había ya progresado definitivamente en intensidad, en extensión y en aceptación por parte de la opinión pública. Posiblemente le hubiese costado mucho ganar su autonomía, saliendo poco a poco del fondo de una situación de aguda dependencia gubernamental, tal como la que privó ya, en la mayor parte de su existencia, en la propia Universidad de Santo Tomás; y nos inclinamos a creer que, en todo caso, nunca la hubiera logrado tan completa e integral como la goza ahora.

Su pasado mismo, pues, o quizás mejor, su falta de pasado, su falta de un pasado paupérrimo, candente de luchas religiosas y caracterizado por una endémica sujeción política, asegura para la Universidad de Costa Rica su futuro como institución progresista, independiente y tolerante, valga decir, libre.

Libre es, pues, la Universidad de Costa Rica; abierta a todas las tendencias; receptiva de todas las inquietudes filosóficas, científicas o sociales; respetuosa de todas las ideas. Y no aceptará nunca más calificativo que ese: el de libre. Entiéndase bien: el de libre, no el de liberal con su histórica connotación a-religiosa.

Y dentro de esa condición de libertad está realizando su actual reforma, porque la Universidad, al ser restablecida surgió —como lo sabemos bien— con el problema de su reforma planteado: lo de 1940, con ser muy importante, fue solo congregación de las escuelas profesionales que venían operando independientemente y adición de otras nuevas, y el elemento profesionalista quedó preponderando a expensas de los propósitos de formación humana, de investigación científica y de servicio a la comunidad.

Podría tal vez narrarse así la corta historia de los estudios superiores en Costa Rica:

Un primer episodio, de 1843 a 1888, con la prolongación un tanto estéril del esquema de la Universidad colonial, tardíamente reproducido en la pobre y más abandonada de las antiguas colonias españolas. Esa época se confunde por cierto con los comienzos del desenvolvimiento y extensión de la educación primaria, que ya había descubierto su vocación democrática desde antes de la Independencia, cuando los Ayuntamientos enseñaban, sin distinción social alguna, a leer y a escribir, a contar, y los rudimentos de la Doctrina Cristiana.

Un segundo momento: la sustitución de la Universidad Pontificia por unas pocas escuelas profesionales, que prepararon una élite dirigente de enorme brillo intelectual y gran capacidad política, mientras continuaba silenciosamente propagándose la enseñanza primaria y adquiría conciencia y comenzaba su desarrollo la secundaria. En esta etapa, la cultura popular, la cultura en sentido horizontal, se expande y comienza a trabajar la levadura del civismo costarricense.

Un tercer momento: la Universidad restablecida como conjunto de escuelas profesionales antiguas y nuevas, con unidad tan sólo formal, y un tanto desconectada de la comunidad; pero restablecida —y esto es lo importante, como hemos venido afirmándolo, porque es la condición de todo auténtico movimiento creador— como una institución libre. Esta etapa coincide con la crisis de adaptación de la segunda enseñanza una sociedad más grande, más compleja y más exigente. Por una curiosa asimetría de la Historia Nacional, la preparación para estudios superiores deja de ser la función única de la Segunda Enseñanza en los momentos en que el país vuelve a contar con una institución de esta clase de estudios, y queda planteado así el problema de reformar esa etapa de la enseñanza para que pueda cumplir múltiples fines sociales, junto con el de lograr su coordinación efectiva con el ciclo universitario.

Y la cuarta época es la que, con un impulso inagotable y arrebatador, porque se genera en esa condición de libertad y se nutre en necesidades del espíritu y de la comunidad, la institución está tratando actualmente de inaugurar. La época de una Universidad concebida no como simple agregado de partes distintas, sino como unidad orgánica y funcional; sin el agrietamiento producido por los feudalismos profesionales ni la brecha abierta por la absurda dicotomía de hombres de ciencia y hombres de letras; convencida de que su misión fundamental es la formación de hombres, de generaciones; inspiradora de altos ideales éticos; participante de la angustia de los problemas nacionales y obsesionada por la idea de contribuir, desde ángulos científicos, a procurarles solución; estimulante de las grandes vocaciones nacionales e individuales; preocupada por el desarrollo de las Ciencias y las Letras; creadora de conciencia social en las juventudes; fomentadora del espíritu de servicio. Una Universidad así es la que queremos. Una Universidad así es la que pretendemos estar comenzando a crear en esta, la presenta etapa de su historia.

Y al hacerlo así no vamos empujados por un capricho, ni siquiera guiados por una teoría. Respondemos simplemente al llamado de la Patria en esta hora de ahora.

Resulta, para desasosiego de algunos, que Costa Rica se está haciendo grande o, quizás mejor dicho, que está alcanzando un grado de crecimiento tal que, súbitamente, nos percatamos de que ideas, instituciones, modos de actuar y sentir, a que el país se hallaba habituado, comienzan a quedarle chicos. La aldea como que se desespereza y busca convertirse en ciudad. Las calles no son ya suficientes para el tránsito de vehículos motorizados. El agua ya no alcanza para alimentar las nuevas barriadas. La fuerza eléctrica resulta escasa ante las demandas hogareñas e industriales. La política se sale de las manos de los grupos privilegiados. Los sindicatos le plantean nuevos problemas a las gerencias. Las mujeres buscan tomar sitios de trabajo, de influencia o de comando al lado del hombre. El capital se demuestra insuficiente para satisfacer los nuevos proyectos de producción. Los bancos no dan abasto, ni aún manejados con criterio público, para responder a la creciente demanda de crédito. El agricultor quiere consejo técnico y maquinaria; el empresario, la racionalización de su empresa; el obrero, hogar propio; el empleado público, estabilidad; todos, educación para sus hijos y medicinas baratas. Escuelas y Colegios no bastan para recoger los miles de niños y jóvenes que desean estudiar. Puertos, aeropuertos y aduanas están congestionados. Las imprentas se hallan atascadas en tanto quedan inéditos cientos de trabajos valiosos. El campo quiere gozar las ventajas de la civilización. El mundo externo se acerca a nuestras fronteras en forma de presiones, propaganda, inducciones y requerimientos. La administración estatal centralizada resulta impotente para responder a las exigencias colectivas. La administración descentralizada o autónoma demanda expertos, nuevos métodos, gente preparada. Se quiere conocer, conservar y explotar mejor los recursos de la tierra. Se quiere garantizarle mayor eficiencia y dotar de mayor dignidad al trabajo humano.

Y el fenómeno no es sólo de una población que crece —y la nuestra crece con mayor intensidad que cualquiera otra en la América— sino también de un pueblo que despierta, crea necesidades, exige su satisfacción, y se organiza para garantizarlo.

Ante el desmesurado fenómeno de insurgencia democrática, y en tanto unos cuantos suspiran sin remedio por “la Costa Rica de ayer”, la Universidad tiene obligadamente que transformarse, como Universidad del pueblo, para el pueblo y por el pueblo que es, para contribuir a crear el espíritu, el ambiente, la energía, la preparación y los instrumentos con los cuales tratar de darles satisfacción a tan múltiples y acongojantes problemas y, a la vez, de evitar que tal satisfacción se realice con mengua de los valores supremos del espíritu y culmine en un grosero y torpe materialismo. A ella le corresponde esa tarea junto con otras instituciones; pero a ella más que a ninguna otra en cuanto es formadora de hombres y señaladora de valores. El éxito con que las otras instituciones puedan hacerle frente a la grandiosa revolución pacífica, en gran medida depende del éxito que la Universidad tenga para formar hombres capaces, serios y enérgicos, inspirados en altos ideales éticos de servicio y humanidad, dotados de incuestionable fortaleza moral y de una insobornable dignidad personal. El éxito depende de la institución a la que no interesan sólo los medios, sino también y fundamentalmente los fines.

Hoy ponemos al servicio de esta tierra tan querida 166 hombres y mujeres de esas condiciones: maestros, profesores, artistas, ingenieros, agrónomos, abogados, farmacéuticos, dentistas, microbiólogos, economistas, contadores; muy pronto estaremos dando también servidores sociales y médicos; y no muy lejos, arquitectos y veterinarios.

Llevan ellos el mensaje de esta Casa de Estudios a la comunidad que la creó, la nutre y la mantiene. Van a pagarle a la República la oportunidad magnífica que les ha ofrecido: el privilegio de poder servirles mejor a sus semejantes y a sus conciudadanos. Pero van sin arrogancias ni falsas pretensiones. Con la modestia que es el signo de los buenos y de los verdaderos.

Jóvenes egresados del año académico 1954: al despediros, la Universidad os hace más suyos que nunca, porque de ahora en adelante, si bien materialmente alejados de su claustro, seréis su representación en todo sitio adonde vayáis, en toda función que desempeñéis: os confundiréis espiritualmente con ella.

Esa, vuestra responsabilidad fundamental para con estos muros: conduciros siempre de tal manera virtuosa, constructiva y noble, que con cada uno de vuestros actos y cada una de vuestras palabras estéis llenando de honor y de satisfacción a la Universidad de Costa Rica que esta noche, emocionada pero regocijadamente, os ve partir, como en las bellas palabras de Neruda, llevando prendida una aurora en cada sien ...

* Facio, R. (1954). Discurso del Rector en el acto de clausura del año académico de 1954. En Anales de la Universidad de Costa Rica. San José, 63-73.