Rev. Ciencias Sociales 156: 37-46 / 2017 (II) ISSN: 0482-5276

ACTO DE CLAUSURA DEL AÑO ACADÉMICO DE 19561 *

(CELEBRADO EL 21 DE DICIEMBRE)


Fuente: Fotografía nro. 1952. Inauguración de Ciencias y Letras (4 de marzo de 1957). Archivo Universitario de la Universidad de Costa Rica (aurol ).

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Facio, R. (1956). Discurso del Rector en el acto de clausura del año académico de 1956. En Anales de la Universidad de Costa Rica. San José, 127-142.

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PALABRAS CLAVE: DISCURSO * COMUNIDAD * CULTURA * SOCIEDAD * RESPONSABILIDAD SOCIAL

KEYWORDS: SPEECHES * COMMUNITIES * CULTURE * SOCIETY * SOCIAL RESPONSABILITY

Venimos esta noche a cerrar un ciclo académico más de la Universidad de Costa Rica. Una ceremonia que, como todo dar a luz, es siempre la misma y es siempre distinta. Porque es la misma la institución, pero distintos los graduandos; la misma la significación, pero otros quienes concurren a expresarla; idéntica la ale- gría, pero diferentes los corazones que palpitan con ella.

Y es así como, con emoción antigua y moza a la vez, participamos todos los años los funcionarios en esta fiesta del espíritu, y así también como tomamos la oportuni- dad que ella nos brinda para decir cosas que tal vez se dijeron ayer, y quizás se repitan mañana, pero que siempre tienen actualidad, claro está que, en cada caso con el matiz que las especiales circunstancias históricas del momento le imprimen.

El tema de mis palabras de esta noche, dichas con motivo de la graduación de este hermoso grupo de jóvenes costarricenses, quiero que verse sobre las responsabilidades sociales de la Universidad, sobre las obligaciones que ella tiene para con la colectividad.

Y sugiero que partamos de una premisa que hoy, nadie osaría poner en tela de juicio: la Universidad moderna es una Universidad de carácter y pretensión sociales, una Universidad cuyo norte es el servicio a la comunidad. Afirmación que corresponde a aquella otra, hecha recientemente por el Profesor Isaac Felipe Azofeifa, de que la tra- dición de la cultura como “gentileza”, como adorno de clases aristocráticas, ha termi- nado por ceder al sentido de la responsabilidad social del pensamiento. Estoy pensando especialmente, es cierto, en la Universidad costarricense, o en la latinoamericana, o en la de todos los países que están luchando por su definición cultural, su desarrollo material y su plena madurez política. No en lo europea o la anglo-americana, Universi- dades de países ya hechos y derechos; por más que tampoco crea que su sentido de res- ponsabilidad tenga que ser muy distinto, aunque, seguramente, sí no de tanta urgencia como el de las nuestras.

Porque, cualesquiera que sean la latitud o el continente, ya hoy no podría conce- birse la Universidad de los siglos xv y xvi, tan interesante en ciertos aspectos, pero cerra- da a la problemática ideológica, económica y social de su tiempo.

Y tampoco podría entenderse la Universidad del “siglo de las luces”, que vio estas luces con sobresalto y con antipatía; Universidad que ni aún en Francia, donde las nue- vas ideas científicas y filosóficas iban a tener su mayor auge, generó o expandió el fer- mento renovador, que más bien vino de las academias y las sociedades, de las tertulias y los laboratorios.

Ni menos aún la Universidad colonial hispano-americana. “Hija de la salmantina —como ha dicho el eminente pensador peruano Luis Alberto Sánchez— la Universidad colonial fue una institución completa de acuerdo con las normas de su tiempo. Todas sus actividades giraban en torno de una idea central: la de Dios; de una Facultad nuclear: la de Teología; de una preocupación básica: salvar al hombre”. Tal construcción era verda- deramente grave e imponente, pero casi tenía como condición el aislamiento del medio social, especialmente en un momento en que preocupaciones por la reforma y el mejo- ramiento aparecieron inflamadas por un cierto espíritu laico, cuando no abiertamente antirreligioso. Por eso, cuando la Revolución de la Independencia viene, la Universidad latinoamericana sufre un verdadero eclipse.

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“La Revolución —afirmará el gran educador chileno Luis Galdames— se ha hecho a espaldas de ellas; en el fondo, a pesar de ellas y contra ellas”.

Ni tampoco la languideciente Universidad latinoamericana del siglo xix, inter- venida y mediatizada por los Gobiernos, cogida en el remolino de las luchas políticas, oligárquica y anti-popular, manejada discrecionalmente por una clase que la usufruc- tuaba como cosa propia y la utilizaba para inculcar una ideología que justificase sus privilegios, pasando del miope fanatismo clerical al estéril fanatismo laico; sin libertad, sin recursos y sin espíritu nacional.

Hoy, nuestras Universidades —y el movimiento universitario en Latino América es en esa dirección que obra, sobre todo a partir de la lucha por la reforma univer- sitaria librada en la Argentina en 1918— deben ser libres exterior e interiormente, respetadas y comprendidas, apoyadas y estimuladas, y deben saber ganarse el derecho a todo esto; y más aún, el derecho a la existencia, mediante la formación de un espíritu de claras responsabilidades sociales y nacionales, y mediante su organización de modo que ese espíritu redunde en beneficios concretos y permanentes para la colectividad. Porque la colectividad, el pueblo —para ponerlo en términos más familiares—

es a esta altura de los tiempos y especialmente en estos países aún no completamente desarrollados, más exigente que nunca, y requiere que toda institución se justifique en términos de su función social y nacional.

La historia es muy conocida, pero nunca sobra recordarla:

El avance de la civilización ha hecho al hombre cada vez más consciente de los factores, ya derivados del medio cultural, ya de la organización social, ya de la estruc- tura de la economía internacional, que lo limitan para satisfacer a cabalidad sus cre- cientes necesidades, y lo ha hecho más audaz en el estudio de esas limitaciones y en la búsqueda de medios para superarlas.

El fortalecimiento de la democracia, el acceso de todas las clases a la vida pública, la extensión de la educación general, el desarrollo en todo el mundo del sentimiento de nacionalidad, han convertido el problema de “cómo mejorar las condiciones de vida de grupos, clases y naciones”, en un problema popular, el más popular de todos.

El económico pudo ser un problema inexistente en la Grecia de Pericles, culti- vando su luminoso espíritu sobre la infraestructura del trabajo de los esclavos.

O un problema aristocrático —financiación de guerras dinásticas por un lado, y de lujos en Versalles por otro— en la Francia de Luis xiv, con un Tercer Estado que co- menzaba, apenas, a despertar.

O un problema de academia, aunque cargado de explosivos, en los escritos de los Fisiócratas y los Enciclopedistas del siglo xviii .

O un problema de hombres de negocios y banqueros en la Inglaterra de las pri- meras décadas del ochocientos, con su clase burguesa en ascenso que gozaba los frutos de la Revolución Industrial, sobre el dolor, aún sin voz, de las grandes masas obreras. Pero los procesos democráticos del último siglo, en la política y la educación,

han hecho de lo económico, y, con más propiedad, de lo económico-social —enten- dido el concepto en la forma más amplia y general—, un problema popular, el más popular de todos.

Clases tradicionalmente explotadas que buscan reivindicación moral y física; naciones atrasadas en que fermenta el deseo de independencia política, cultural y económica; obrerismo organizado que expresa en las urnas electorales o en los contratos colectivos su deseo de participar más intensamente en el disfrute de los productos de la técnica moderna; campesinado que pretende gozar de las facilidades

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y las oportunidades de la ciudad; clase media cultivada que plantea la exigencia de formas superiores de vida.

Todo eso explica por qué es social el signo de nuestros tiempos, y por qué —vol- viendo a lo nuestro de esta noche— una Universidad como la de Costa Rica, Universidad joven y pobre de un país joven y pobre, debe tener por norte el servicio a la comunidad.

Y esto es tanto más obligado e imperativo en nuestro caso, dadas las muy es- peciales características de nuestra sociedad: carece de las pronunciadas diferencias de riqueza de que adolecen otros países latinoamericanos; dispone de una extensa y consciente clase media que es la garantía de nuestra estabilidad social y política; mantiene una permeabilidad social que ha impedido la formación de clases o grupos verdaderamente oligárquicos, aristocráticos o cerrados; vive con un sentido igualitario, que establece un orden nacional de prioridades definitivamente favorable al interés de las mayorías.

Si en otros medios y en otros lustros pudo darse una Universidad para la “élite”, para el poder económico entronizado, que a manera de concesión graciosa, se permi- tía, de vez en vez irradiar hacia abajo, hacia el pueblo, algunos destellos de una sabidu- ría prolijamente conservada y administrada, en Costa Rica la historia fue distinta aún en el siglo xix: la Universidad de Santo Tomás terminó segando desprendidamente su propia existencia por su afán de contribuir, con todos sus recursos y simpatías, a esta- blecer un sistema educativo fundamental para los grupos populares.

En efecto, la Universidad decimonona creó y sostuvo cátedras en distintos luga- res del país, subvencionó varios centros de Primera y Segunda Enseñanza, e incluso llegó a aceptar el establecimiento en su propio seno del llamado Instituto Nacional, con evidente sacrificio de su función propiamente universitaria. Y quizás sirva para ilustrar cómo fue aquel centro de democrático, ya que no en sus arcaicos estatutos, al menos en sus preocupaciones, recordar como el Licenciado Ramón Carranza Ramí- rez, en discurso pronunciado en 1870 en el acto de asumir la Rectoría, entendía que el mandato que había recibido con su nombramiento era concretamente el de interesar- se por la extensión de la educación primaria... “Los que hemos tenido la honra de ser llamados por el cuerpo universitario para regir el establecimiento —decía— debemos corresponder a la confianza que en nosotros se ha depositado. Dediquémonos a prepa- rar medidas para el establecimiento y ensanche de la educación primaria, procuremos de preferencia mejorar la condición del pueblo”.

Claro es que el mandato que, hoy, recibimos quienes nos enorgullecemos de estar al frente de la Universidad de Costa Rica de mediados del siglo xx, no es el mismo de 1870. Las condiciones históricas son otras. Basta señalarlo con un solo índice: la tasa de analfabetismo era entonces de un 89% sobre una población de cien- to treinta y nueve mil habitantes, en tanto que hoy, es apenas de un 14% sobre una población de un millón.

El mandato no es pues ni puede ser el mismo en sus términos precisos, en la tarea inmediata a cumplir; pero es idéntico en su espíritu de servicio a la comunidad. Hoy ciertamente no nos sentimos obligados a subvencionar colegios de Pri-

mera y Segunda Enseñanza, pero nos sentimos obligados a cooperar intensamente con el Ministerio de Educación Pública en la formación de maestros de enseñanza elemental, y nos sentimos igualmente obligados —y hasta que no se hallen en pleno funcionamiento las nuevas Escuelas de Ciencias y Letras y de Educación no estaremos totalmente en paz con nuestra conciencia en cuanto a este extremo— a darle al país excelentes profesores en todos los ramos para sus liceos.

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Y contando ya el país —gracias a la gran reforma de 1888 de don Mauro— con una educación popular extendida hasta sus cuatro confines, no creemos que nuestra tarea sea la de intervenir directamente, aunque sí a través de nuestros profesionales en la docencia, en la educación primaria ni en la secundaria; pero sí que nos corresponde colaborar en la reforma que para tales ciclos educativos se impone en nuestros días, y así lo hemos venido haciendo, sostenida y convencidamente, por medio de nuestros delegados ante el Consejo Superior de Educación.

También es nuestra misión la de formar profesionales —esa es la tradicional—, pero la de formarlos —y esto ya no es cosa de tradición— con sentido social, lo cual implica capacitarlos técnicamente con miras a satisfacer las necesidades concretas que el país sienta de gente preparada; darles una cultura general que procure balance e integración para sus especializaciones; crearles conciencia de que las profesiones, por adquirirlas sólo una minoría, representan un privilegio que debe justificarse ejercién- dolas con un criterio de servicio a la comunidad; y educarlas para la democracia, im- primiendo en su personalidad actitudes de respeto para las personas y las ideas de los demás, de tolerancia, limpieza y comprensión para el común vivir.

En el primer aspecto nos cabe la satisfacción de que la calidad de nuestros egresados es buena y sus carreras útiles para la sociedad: confirma lo primero el éxito, sin excepciones, que nuestros graduados alcanzan cuando van a Universidades extranjeras para seguir cursos de especialización; y lo segundo, la manera intensa en que instituciones públicas y empresas privadas usan de los diferentes profesionales que salen de esta casa.

En cuanto a la complementación de una cultura general, aspecto tan importante en el mundo de extremada especialización de hoy, siento verdadero y bien fundado or- gullo en afirmar que con la nueva Facultad de Ciencias y Letras, su Departamento de Estudios Generales y sus otros y variados servicios formativos y de orientación comen- zaremos en 1957 a llenar a cabalidad esa función. Igual cosa puede afirmarse respecto al hecho de imprimirle sentido social y democrático a la enseñanza universitaria: aun- que tal preocupación siempre ha existido y mucho se ha hecho por satisfacerla, tenemos la convicción de que la nueva Facultad llevará al máximo y a una completa sistematiza- ción el esfuerzo. Especialmente a través del Comité de Vida Estudiantil que han planea- do y organizado la nueva Facultad y el Departamento de Bienestar y Orientación, que sigue el espíritu y los principios de “justicia en la pequeña república universitaria” que tuve la oportunidad de exaltar en mis palabras de hace un año.

La intensa evolución institucional, económica y social que el país está expe- rimentando al desbordar la primera mitad del siglo, no hubiera podido comenzar a realizarse ni podría mantenerse, expandirse y fortalecerse —afirmémoslo con orgullo y a la vez con honda preocupación— sin un grupo de instituciones educativas capaces de crear la energía, la preparación, el espíritu y los instrumentos con los cuales pueda hacerse frente a las crecientes necesidades nacionales. En este mundo con hambre de progreso y justicia, pero de tan acusados requerimientos técnicos, el país no podrá ser mejor que lo que lo sean sus cuadros de hombres, y la calidad de éstos será, en último término, la calidad de la Universidad y de los otros Institutos formadores.

También en cumplimiento de sus deberes sociales, la Universidad debe estar abierta a todo costarricense, sin otro límite que el de su capacidad y vocación. Que ningún joven talentoso y esforzado se quede fuera por razón de falta de recursos, es el lema que hemos incorporado a nuestras banderas, y, para su realización, damos, año con año, un paso adelante. Hasta ahora se ha dispensado del pago de la matrícula a

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los estudiantes que demuestren la falta de medios con que cubrirla: esto ha tenido por consecuencia que, prácticamente, la mitad de la población universitaria no pague sus derechos. Y el año 1957 iniciaremos una ambiciosa política de becas para llevar subsi- dio a un número, (pretendemos que cada día sea mayor), de muchachos inteligentes y serios quienes no podrían llegar a la Universidad ni aún siquiera con exención del pago de matrícula.

Infortunadamente, por otro lado, en los tres últimos años, nos hemos visto obligados a limitar el acceso a la institución, mediante pruebas de competencia y selec- ción, como la única manera de responsabilizarnos adecuadamente ante la comunidad por la categoría de nuestra enseñanza, y de no llamar a engaño a estudiantes y padres de familia, aceptando un número mayor de alumnos del que nuestras instalaciones, equipos y recursos razonablemente permitan entrenar. Ha sido un conflicto entre can- tidad y calidad, entre demanda y posibilidades, entre lo que quisiéramos y lo que debe- mos, que de momento, tuvimos que resolverlo entornando un poco nuestras puertas. Pero que, de inmediato comenzamos también a prepararnos para eludir, mediante un denodado y previsor esfuerzo de ampliación de nuestra capacidad física. Así —según ya se ha anunciado al público— para el curso académico de 1957 no tendremos que imponer limitación alguna gracias a las nuevas y espléndidas instalaciones de que se ha dotado a la Escuela de Ciencias y Letras en los campos de la Ciudad Universitaria, y a la reforma de nuestros planes de estudio que agrupará a todos los muchachos de Primer Año en dicha Escuela. Así, hemos resuelto el serio problema de cómo conciliar las responsabilidades académicas de la Universidad, que son también sociales porque implican el garantizar un producto de calidad para su uso desprevenido y confiado por el país, con la urgente necesidad nacional de multiplicar dicho producto. Y todo el pla- neamiento de la Ciudad Universitaria lleva la misma inspiración: eludir en el futuro el conflicto entre los dos elementos de resonancia social: cantidad y calidad.

Pero, aparte de todos estos deberes relacionados directamente con la enseñan- za nacional y la preparación para el ejercicio útil de las profesiones, hay otros que demandan imperativamente también, el pensamiento y la acción de la Universidad, y que apuntan, con gesto novedoso, a otras necesidades de la comunidad costarricense. Nuestro Estatuto Orgánico los señala en estos términos textuales:

“Contribuir a elevar el nivel de cultura del país mediante los diversos medios de extensión universitaria”.

“Estudiar los problemas de la comunidad con el propósito de encontrar posibles soluciones a los mismos”.

Contribuir a elevar el nivel de la cultura del país es todo un obligante progra- ma ¿Lo estamos haciendo? A lo sumo —digámoslo con la franqueza que demanda la seriedad del asunto— de una manera muy leve. Porque los órganos para hacerlo, si bien ya determinados, no alcanzan todavía el desarrollo necesario para poder esperar de su acción un efecto profundo y permanente sobre el espíritu nacional. La Editorial Universitaria, aunque muy bien orientada y muy rigurosa en cuanto al rango de sus obras, para convertirse en una influencia verdadera, tiene que llegar a multiplicar por muchas veces el número actual de sus publicaciones. La Escuela de Temporada, si bien ya levanta año tras año en muy distintos campos la simpatía y el interés de cuatro- cientos o quinientos alumnos de la más variada formación intelectual y de toda clase de ocupaciones, tiene que proyectarse más hondo, y de manera aún más sistemática sobre la colectividad. La renovación cultural o la reeducación del adulto debe ser, en efecto, una de nuestras más grandes preocupaciones. Deberíamos comenzar con la

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renovación de nuestros propios graduados y, en general, de cuantos ejercen una profe- sión universitaria, mediante conferencias, cursillos y hasta cursos anuales —usemos la expresión corriente— para “ponerlos al día”. Siguiendo con los cursos de capacitación o entrenamiento para empleados públicos y privados, y con clases experimentales para obreros, artesanos y campesinos, que quizás podrían desembocar en la participación sistemática de la Universidad en los programas de educación vocacional. Y terminar con los cursos libres de cultura general para públicos indiferenciados. Con todo esto, se lograría demostrar que la Universidad no es sólo lo que el vulgo cree: una fábrica de profesionales, sino algo más, de profunda colaboración con el pueblo que en forma directa o indirecta la sostiene.

La Radio Universitaria, apenas hasta este año, dotada de los equipos mínimos in- dispensables, todavía necesita mucho personal y mucha experiencia para llegar a realizar la obra grande que sus directores, ilusionados y optimistas, ya comienzan a avizorar. Cuando lo logre, la Radio será sin duda —y más si consigue la compañía de la Televisión— el más aguzado instrumento de la extensión cultural de la Universidad. El Teatro Universitario ha tenido ya la virtud de despertar en las generaciones más jóve- nes de San José el gusto por las grandes y por las pequeñas obras, siendo suyo, induda- blemente, el crédito de la multiplicación de grupos escénicos de tipo experimental que se ha observado en los últimos meses. Falta sin embargo orientarlo más, en lo que se refiere al estudiantado, por el sendero académico, y en cuanto dice a la labor de extra- muros, hacia los grandes grupos populares. El Coro Universitario, aunque en embrión apenas, se vislumbra ya también como un magnífico elemento de proyección cultural. Y en cuanto a las conferencias, recitales y conciertos organizados por la Secretaría General, puede asegurarse que han terminado por crear, gracias al rigor usado en la selección de personas, temas y conjuntos, clientelas caudalosas y constantes. Aquí lo único que importa es sostener el ritmo y la calidad de los actos, que su beneficio a corto y a largo plazo se encuentra asegurado.

En cuanto a la exigencia de estudiar los problemas de la comunidad con el ánimo de hallarles posibles soluciones, representa un programa tan ambicioso y una responsabilidad tan pesada como la de levantar la cultura nacional. Especialmente por- que aquí radica, más dramáticamente que en cualquier otra parte, la posibilidad de la justificación social de la Universidad.

Porque es aquí en donde la institución debe enfrentarse con el estudio de los obstáculos de orden natural, social e internacional que le impiden al hombre costa- rricense vivir su vida con la dignidad a que tiene derecho. Porque es aquí donde se encuentra frente a las exigencias más fuertes de una colectividad que despierta y se despereza. Y es aquí, en los alrededores de los planteamientos sociales de nuestra época, en donde la Universidad tiene que laborar con más angustia de justicia, pero también con más independencia y seriedad.

Porque es también aquí donde el conformismo por un lado, y la acción des- enfrenada por el otro, son más peligrosos; donde la apatía y la insensibilidad luchan a veces con la impaciencia desorbitada; donde los problemas propiamente tales se ven desfigurados, agravados o encendidos por el conservatismo y el radicalismo a un tiempo; donde a veces se adelantan presuntas soluciones, sin base y sin estudio, y donde, los intereses creados, se acorazan tras de argumentos especiosos. En una palabra, nos acercamos por aquí al escenario de las grandes luchas políticas —en el sentido más amplio del término— de nuestro tiempo, en donde tanto puede y debe hacer la Universidad por aclarar conceptos, fines y procedimientos, pero en donde

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tanto cuidado debe tener también para preservar su independencia, mantener su se- renidad, y salvaguardar la racionalidad de su acción y sus pronunciamientos. Claro es que la institución corre riesgos al transitar esta región, pero, el saberlo así, no debería nunca inducirla a la pasividad o el alejamiento, porque entonces estaría cometiendo el pecado de desinterés por el pueblo, por la República, que a una institución pública de cultura superior de mediados del siglo xx no podría en manera alguna perdonársele. Lo que sí se impone es proceder con prudencia, con seriedad, teniendo siempre, en mente, que es lo que constituye el objetivo universitario, señalado por el Estatuto, de “estudiar los problemas de la comunidad con el fin de encontrar posibles soluciones a los mismos”. A nuestro juicio se trata de estudios objetivos proseguidos sin otro interés que no sea la búsqueda de la verdad y el beneficio del país; estudios científicos emprendidos con una visión de largo plazo, para alcanzar conclusiones y recomen- daciones cuya aplicación a la vida real ya no cae en la jurisdicción de la Universidad, sino en la del propio pueblo, a través de sus órganos, instituciones y agencias de decisión pública o política. Y es nuestra convicción que si la Universidad muestra se- riedad en sus análisis y profundidad en sus investigaciones, si les garantiza estabilidad y continuidad, como perfectamente puede hacerlo, por encima de las agitaciones y los intereses políticos del momento, encontrará muy pronto la reacción favorable, el apoyo y la cooperación de esas mismas agencias y organismos. Vendrán entonces acuerdos cooperativos con ellos y también con empresas de carácter privado, facilidades para la financiación de la investigación universitaria, transferencias de personal especializado, encomienda de trabajos importantes, con beneficio para todos y en último término para el país.

De hecho, mucho de eso está ya ocurriendo: en diversos campos viene la Univer- sidad —por sí sola o en cooperación con otras Instituciones Autónomas y con algunos Ministerios— dándoles pensamiento a diferentes problemas relacionados con el bienes- tar de la comunidad costarricense, ya en el aspecto de las limitaciones impuestas por la naturaleza, ya en el de las impuestas por el régimen social y el carácter sub-desa- rrollado de nuestra economía. El estudio sobre problemas hidráulicos y de materiales de construcción en el campo de la Ingeniería, sobre aprovechamiento de tierras en los campos de la Edafología, la Conservación de Suelos y la Geología; sobre plagas insecti- les, fungosas, bacteriales, etc., en el campo de la Entomología y la Fitopatología, y otros de igual interés para la producción nacional, va revelándose cada vez más práctico y fructífero. Y en el campo propiamente económico-social, dos grandes proyectos: el de desarrollo económico nacional, y el de las condiciones de vida de los Barrios del Sur de la ciudad de San José —que ahora se proyecta ampliar a toda el área metropolitana— son a la vez serios y prometedores.

Y yo preveo y espero que otros proyectos de tipo económico-social han de emprenderse muy pronto, sin que ello suponga en absoluto, como alguien podría imaginar, una tendencia materialista, un practicismo unilateral y cerrado, sino más bien una actitud comprensiva de las situaciones y las condiciones materiales y de su influencia sobre la libertad, la dignidad y la cultura del individuo, que ha de seguir siendo para la Universidad —y para la República, como un todo—, la última instan- cia, el punto final y definitivo de referencia para juzgar sobre lo que ha de hacerse y lo que ha de proscribirse. Es decir, la convicción de que nuestra casa de estudios debe ser una servidora de la comunidad, es una convicción relativa a los medios de que ella ha de valerse en estos días de conciencia social, de preocupación por la suerte de las mayorías populares, para garantizar al individuo, a cada individuo, a todos los

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individuos, al hombre de alma, carne y hueso —que es la única realidad sustantiva— sus derechos fundamentales e inalienables.

No se trata, pues, de un divorcio de lo material y lo espiritual, ni mucho menos de una preferencia excluyente por lo primero, cuando afirmo que la Universidad tendrá que interesarse cada día por los problemas económico-sociales; tendrá que interesarse cada vez más por ellos, porque cada día estará más interesada por el hombre; tendrá que ser cada día más social, porque cada día será más espiritual. Es tanto cuestión de medios cuanto de fines.

En los fines pensaba aquel caballero del idealismo que fue Omar Dengo, cuando, al objetar la supuesta preeminencia de lo económico, decía:

“...Podréis objetar con criterio de economistas que el problema educacional es económico, y yo responderé con credo de maestro de escuela que el problema económico lo es, fundamentalmente de cultura; y para saltar sobre florentinas consideraciones, diré, además, que el inextricable entrelazamiento de esas interferentes realidades sociales, se aclara con sólo reconocer la preeminencia, en la naturaleza y en la historia, de la energía, de aquello sutil, revelado en el orden moral por las virtudes que el individuo expresa como sacrificio en las horas supremas y que, iluminadas de videncia, integran la gloria epopéyica de los pueblos ...”

Y, ciertamente, tenía razón, pero no la tenía menos el docto Monseñor Sanabria cuando terminaba su primera conferencia al clero sobre la doctrina social cristiana, y decía: “Señores sacerdotes: no le podemos enseñar el Padre Nuestro a quien tiene hambre”. La Economía, si se toma como fin, conduce al hombre a la abyección, porque

el materialismo, la pura satisfacción de las necesidades fisiológicas, el simple disfrute de los goces materiales de la vida, como objetivo último, desemboca en un simplista programa de parque zoológico modelo. Y no podemos desconocer el peligro de que en su lucha constante por satisfacer el hambre, el satisfacerla pueda convertirse, para la Humanidad, en el fin, con olvido completo del Padre Nuestro... y de todos los valores supremos que él representa.

Evitar ese peligro de una Humanidad materialista, mecanizada, degradada, olvidada de los fines auténticos, es cosa que sólo puede lograrse con iluminar racional- mente los problemas económico-sociales, imprimiéndoles hondo sentido pedagógico a la Economía y a las aplicaciones de la Economía. Y aquí es donde la Universidad moderna encuentra muy claros y definidos sus papeles. Papeles de preocupación por la sociedad, por el pueblo, por sus necesidades, sus afanes y sus limitaciones de orden material. Papeles de cooperación seria e independiente en el estudio de esos problemas; papeles de enfoque educativo de los medios para resolverlos. Papeles de vigilancia para que la resolución de los problemas de orden material, sea con el fin, último, de mejorar la calidad espiritual del hombre.

El día en que la Universidad de Costa Rica pueda desempeñarlos a cabalidad, estará cumpliendo plenamente sus obligaciones sociales.

Si algún auditorio puede comprender, sin esfuerzo imaginativo alguno, lo que he venido tratando de explicar, es un auditorio como éste, un auditorio integrado por jóve- nes. Porque el joven tiene como cualidades específicas la generosidad, la capacidad de entrega, la virtud de anteponer lo de los demás a lo propio, la aptitud para sobreponerse a

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cálculos e intereses mezquinos en aras de las grandes causas del Espíritu, de la Libertad y de la Patria.

Por eso he hecho las anteriores reflexiones con el ánimo confiado, seguro, de que vosotros, jóvenes graduados del año académico de 1956, querréis, a su vez, reflexionar sobre ellas. Y a vosotros las entrego, en testimonio de la alegría y la con- fianza con que la Universidad os contempla esta noche, en ambiente que recuerda el júbilo de la cosecha, partir hacia el encuentro de vuestras propios vidas. Conducíos siempre en ellas de tal manera, que sea timbre de orgullo para la Universidad de Costa Rica saberos sus espirituales hijos...

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