Rev. Ciencias Sociales 156: 101-109 / 2017 (II)

ISSN: 0482-5276

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INAUGURACIÓN DEL PABELLÓN DE LA FACULTAD DE EDUCACIÓN

(CELEBRADO EL 5 DE JULIO DE 1958)

Fuente: Fotografía nro. 1074. Inauguración del Edificio de la Facultad de Educación. Archivo Universitario de la Universidad de Costa Rica (AUROL).

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PALABRAS CLAVE: DISCURSO * EDUCACIÓN * IGUALDAD DE OPORTUNIDADES * DESARROLLO DE LA EDUCACIÓN * FORMACIÓN DE DOCENTES

KEYWORDS: SPEECHES * EDUCATION * EQUAL OPPORTUNITY * EDUCATIONAL DEVELOPMENT * TEACHER EDUCATION

Al entregar hoy oficialmente al servicio del país y sus juventudes estudiosas este encantador edificio de la Facultad de Educación, las autoridades universitarias lo hacemos con plena conciencia costarricense de que nada nuevo estamos realizando, sino tan sólo continuando el antiguo y venerable esfuerzo nacional por ampliar, perfeccionar y difundir la educación en nuestra pequeña pero ambiciosa República. Un esfuerzo, doblemente centenario, que revela la indisputable vocación de Costa Rica por la cultura.

Desde mediados del Siglo XVIII, en la más pobre y abandonada de las colonias españolas, los vecinos se juntaban para pagar, cuando podían, los maestros de las llamadas escuelas de primeras letras, donde se enseñaba a leer, escribir y contar, algo de moral y urbanidad, doctrina e historia sagrada, y algunos rudimentos de latín. Más tarde, bajo el influjo de la sabia Constitución de Cádiz, que estimuló y purificó la institución de los cabildos, el Ayuntamiento de San José se interesó por establecer un verdadero centro de enseñanza, y logró abrir en 1814 la Casa de Santo Tomás, embrión de nuestro desarrollo educativo; y cuando, a causa de la reacción monárquica española, el Ayuntamiento hubo de cesar en sus funciones, fue el propio vecindario de la ciudad el que decidió mantener la institución y el que, mediante contribuciones particulares, logró asegurar su subsistencia por encima del oleaje de la política metropolitana.

Producida poco después la Independencia y reconocidas nuevamente las Municipalidades como los órganos naturales y primitivos del naciente gobierno popular, a ellas quedó confiada la responsabilidad de la enseñanza, y clara nota de su preocupación por asumirla dentro de un marco democrático puede hallarse en la disposición tomada por el modestísimo Ayuntamiento de Ujarraz, en 1828, según la cual “todos los ciudadanos están obligados a poner cuantos niños tengan en la escuela, sin excusa, diferencia ni privilegio alguno, niños y niñas”.

Escasos años más tarde vendrá la fundación de la Universidad de Santo Tomás, para justificar la cual dirá el Gobierno de entonces, bajo la inspiración de don José María Castro, que “sólo la ilustración pone al hombre en el importante conocimiento de sus derechos y obligaciones”, y que es ella “el baluarte indestructible de la libertad de los pueblos, el firme apoyo de su tranquilidad, el paladión de sus derechos, y la primordial causa de su engrandecimiento y prosperidad”.

Es la expresión de una filosofía racionalista, optimista, un poco ingenua, en boga en el mundo de esa época y, por otra parte, muy bien adaptada al liberalismo espontáneo, no doctrinario, criollo, no europeo, que comienza a desarrollarse en Costa Rica a partir de la Independencia, y que podría definirse como un afán general de mejoramiento colectivo no contrariado por la inercia de intereses creados, entonces inexistentes en el país. Y la fe en la educación continuará guiando los pasos de uno y otro gobierno de la naciente República, para bien indiscutible suyo. “Somos, antes que mandatarios, educadores de un pueblo que entró ha poco en la pubertad”, dirá el doctor Castro siendo Presidente de la República. Pues aunque la educativa no sea la única función vital de la sociedad, lo cierto es que sin ella ninguna de las otras puede trabajar, y porque aunque no bastaba para establecerla como una realidad el creer en ella y proclamarla, para lograrlo, debía empezarse por creerla y proclamarla, tal como lo hacían aquellos ilustres ciudadanos.

Y es ese mismo espíritu, la misma filosofía sencilla y rebosante de optimismo, la que habla por boca del doctor don Juan de los Santos Madriz, en el acto de instalación de la Universidad. “A este instituto Costa Rica deberá algún día su gloria y su opulencia —dicen en tan solemne oportunidad su primer Rector—. Este instituto venerado brotará hombres científicos, producirá sabios, difundirá en este suelo las ciencias, cubrirá esta tierra de virtudes y la hará feliz…”

El liberalismo criollo y agreste del costarricense, su rústico progresismo, está en acción; el patriotismo en agraz toma la forma de un poderoso himno de fe, de fe en la educación, de fe en los hombres, de fe en la libertad. Los costarricenses se han asignado un estilo de vida: la democracia; y han señalado el instrumento para hacerlo real: la educación; en adelante las veremos a la una y a la otra nutriéndose recíprocamente, y, algunas veces, sufriendo caídas y retrasos, pero caídas y retrasos que serán apenas como altos en un camino que ya no dejará jamás de reemprenderse.

Pero una cosa eran las leyes y los discursos con sus hermosas declaraciones, una cosa el optimismo patriótico, y muy otras las posibilidades reales de la institución de Santo Tomás. La modestísima parcela costarricense no podía transformarse de golpe en medio social para sostener y justificar una casa de estudios superiores. Cómo podía funcionar en una sociedad igualitaria, carente de cualquiera otra fuente de instrucción que no fuera la pública, y donde ésta comenzaba a duras penas a dar sus primeros pasos, cómo podía desenvolverse una Universidad en un medio como aquél?

Y por eso fue constante desde el principio la preocupación de la de Santo Tomás por el desarrollo de la educación elemental, básica, popular. Durante toda su existencia subvencionó centros de primera y segunda enseñanza en distintos sitios del país, e incluso aceptó se establecieran en su seno dos instituciones de enseñanza media.

Cómo explicar el que una institución así de nueva y embrionaria se mostrase tan dispuesta a compartir fondos urgentemente necesitados para bibliotecas, laboratorios, equipo y material didáctico, en levantar, alojar y sostener escuelas y colegios, si no por la ineludible realidad del medio?

Al instalarse la Universidad de Chile —orgullo hoy del Continente— en el mismo año 1843 de fundación de la nuestra, bien podía afirmar su primer Rector, el ilustre don Andrés Bello, que “los buenos maestros, los buenos libros, la buena dirección de la enseñanza, son necesariamente la obra de una cultura intelectual muy adelantada. La instrucción literaria y científica es la fuente de donde la instrucción elemental se nutre y se vivifica”. Bien podía afirmarlo porque Chile tenía entonces, procedente de la época colonial y fundamentada en una estructura social aristrocrática, una élite social culta y preparada sobre la cual podía trabajar fácilmente la Universidad en la forja de cuadros directores y la promoción de la cultura nacional.

Pero en la espontánea democracia rural costarricense que, como dijese de Atenas uno de sus poetas, “tuvo a la pobreza por hermana de leche”, no era posible ni practicable pensar en un sistema educativo que no trabajara de abajo para arriba. Por eso la Universidad de Santo Tomás tuvo que renunciar a usar sus fondos en levantar una torre “literaria y científica” de dudosos fundamentos, para dedicarlos a poner los cimientos de una ancha cultura popular. La circunstancia histórica, más fuerte que el cálido entusiasmo de los fundadores, mataba en sus raíces toda pretensión o vanidad, y convertía a la institución en la modesta y comprensiva hermana mayor pronta a sacrificarse por las más pequeñas.

Muy peculiar tuvo que ser esta Universidad, para que uno de sus Rectores, don Ramón Carranza Ramírez, en discurso pronunciado en 1870, entendiera que el mandato que había recibido con su nombramiento, era preocuparse por la extensión de la educación primaria. “Los que hemos tenido la honra de ser llamados por el cuerpo universitario para regir el establecimiento —decía—, debemos corresponder a la confianza que en nosotros se ha depositado. Dediquémonos a procurar medidas para el establecimiento y ensanche de la educación primaria, procuremos de preferencia mejorar la condición del pueblo…”

Muy peculiar tuvo que ser una Universidad que estatuariamente prevenía a sus alumnos presentarse en ella “con una certificación de su maestro de primeras letras en que conste que saben leer y escribir con facilidad” y, además, “vestidos con aseo y calzados”. Pero todo tan propio de una nación, en esa época, desnuda y descalza material e intelectualmente hablando.

Pero volvamos un momento a Chile y recordemos, por lo que de aplicable tiene en nuestro caso, que frente a la tesis de Bello, según la cual la cultura debía bajar de la Universidad y de su élite, como desde la cumbre, hacia la llanura donde sedientas la esperaban las masas populares, surgió de inmediato la tesis del eminente publicista don José Victorino Lastarria, en el sentido de que la Universidad debería más bien entenderse como la floración de un gran árbol enraizado en la entraña de la tierra, es decir, en el pueblo mismo, hacia el cual habrían de volver, por derecho natural, los frutos sazonados en las altas ramas. Ahora bien, si en otros medios y en otros tiempos pudo darse y justificarse una Universidad para la élite, para el poder económico entronizado que, a manera de concesión graciosa, se permitía de vez en vez irradiar hacia abajo, hacia el pueblo, algunos destellos de una sabiduría prolijamente conservada y administrada, lo cierto es que en la Costa Rica de mediados del siglo XIX no había espacio para otra interpretación ni posibilidad de funcionamiento para una concepción distinta a la de Lastarria. Era el momento de comenzar a colocar cordial y humildemente las simientes en el surco, sin esperar nada de las cimas; nada podía bajar de éstas, en nuestro caso, sino que todo debía empezar por germinar en la llanura.

Y la colocación de las simientes de una extendida cultura popular será la egregia y paciente tarea, entre otras figuras eminentes de nuestra historia, de don Julián Volio, don Jesús Jiménez y don Mauro Fernández. No le hace, pues, justicia a Costa Rica el distinguido historiador peruano don Luis Alberto Sánchez cuando, ocupándose del problema de la educación en América Latina, afirma que “salvo en Argentina, desde Sarmiento, y en México, desde la Revolución, nos preocupamos de preferencia de lo universitario antes que de lo primario escolar”.

La obra de don Mauro destacará como la más profunda, la más organizada, la de mayor trascendencia para el país. Es su reforma toda una formidable y lucida adaptación de grandes y novedosas ideas al ambiente costarricense, en lo relativo a la Primera y la Segunda Enseñanzas.

Y en cuanto a la Universidad, la clausura —para usar sus propias palabras— “mientras las condiciones sociales del país no permitan su creación como elemento corporativo con la organización que a sus funciones corresponde”. Dentro del realismo sociológico del reformador, había que esperar que la enseñanza elemental y la intermedia maduraran y se propagaran, para poder pensar en la floración de los estudios superiores…

Y el proceso de madurez y difusión cobrará de inmediato una gran fuerza; las condiciones sociales ayudarán en la tarea: homogeneidad étnica, relativa igualdad social, concentración de la población en la Meseta Central, vocación política generalizada que despierta el apetito por saber para poder intervenir con fundamento en los asuntos políticos, fluidez social que abre todas las oportunidades para triunfar en los negocios, las profesiones, las letras o la política, con base en los propios méritos. La educación de la mujer progresa también, y muy pronto ya no se podrá decir de las ticas, como dijera don Felix Belly en 1859, que son todas muy lindas pero que no saben nada de nada…

Es la etapa de la cultura popular, horizontal, de tanto influjo en el espíritu cívico del costarricense. En 1864, cinco años antes de iniciarse la organización de la primera enseñanza por don Jesús Jiménez, la tasa de analfabetismo sobre el total de la población era de 89%; veintiocho años más tarde, en el cénit de la República Liberal, había descendido a 65.5; en 1927 será de 23.6, y en 1950, apenas de un 14.7, la más baja de la América Latina, después de la Argentina y el Uruguay.

En 1914 se abre en Heredia la Escuela Normal de Costa Rica como centro especialmente dedicado a la formación de educadores, y así se colma un vacío que tan sólo parcial y esporádicamente había podido llenarse hasta entonces. La espiritualidad abrasadora de don Omar Dengo la acompaña en sus primeros tiempos. Y como para hacerla partícipe de ese interés y transmitirle algo de aquel calor inicial, la Universidad, al restablecerse unas décadas después, absorberá esta Escuela Normal, bajo el nombre de Facultad de Pedagogía.

Con el avance del siglo XX, el crecimiento de la población, el fortalecimiento de la clase media, la aplicación inicial de nuevas técnicas a la producción, los transportes y las comunicaciones, y la aparición de una problemática económico-social, comienzan a plantearse una serie de interrogantes al sistema educativo y, muy en especial, a la segunda enseñanza.

Y cuando en 1940 resurge la Universidad, ahora sí como floración oportuna del gran árbol de la cultura popular, por una curiosa asimetría de la historia nacional la preparación para los estudios superiores ha dejado ya de ser el fin único de la enseñanza media, y queda así planteada la necesidad de su reforma para permitirle cumplir los múltiples fines sociales que en la nueva hora correspóndenle así como para lograr su íntima vinculación con la universitaria.

En un primer momento, la Universidad agrava más bien los problemas de la segunda enseñanza al absorber importantes y valiosos grupos de sus profesores, pero más adelante comenzará a prepararse para asumir la grave responsabilidad de un pago con creces. La reforma que se inicia en 1952 en rescate de los intereses de la formación humana, los servicios a la comunidad y la investigación científica, pospuestos en el esquema puramente profesionalista de 1940, y que entre otros rasgos, incluye la creación de las Facultades de Ciencias y Letras y de Educación, corresponde a la conciencia que la Universidad ha venido desarrollando en los últimos años sobre sus obligaciones para con el pueblo que la nutre y la sostiene, y al que debe retornarle en cuantas formas sea necesario su generoso aporte. Entre esas obligaciones, la de preparar cada vez más y mejores maestros, se destaca como una de las más imperativas, al tiempo que una de las más delicadas.

Es muy satisfactorio por cierto para nosotros que la Oficina de Supervisión Técnica de la Enseñanza Media, dependencia del Ministerio de Educación Pública, y la Misión de la UNESCO en Costa Rica, en su interesante informe, recientemente publicado, sobre el estado de la segunda enseñanza en el país, aunque afirmando que el problema de insuficiencia de personal docente especializado para los liceos subsistirá por largo tiempo, hayan dejado dicho que “la reciente reforma universitaria viene a solucionar este grave problema”.

Así hoy como ayer, a mediados del siglo XX igual que una centuria atrás, preocupa a la Universidad la promoción y el perfeccionamiento de la enseñanza elemental y la intermedia. Pero hoy la situación es otra: es, en cierta forma, más fácil, porque el país cuenta con una cultura popular fuerte y generalizada, y ello le da sustento social y lógico a la Universidad; pero es, en otra forma, más difícil también, porque ese mismo desenvolvimiento y popularización de la cultura hace más compleja la tarea de formar los cuadros de educadores que han de orientar, con vigor y sabiduría, los procesos de una enseñanza nacional con múltiples requerimientos tanto de número como de calidad. Pero, en fin, la institución está firmemente dispuesta a hacerle frente al problema, y la alegre ceremonia de esta mañana no es sino el testimonio de cómo deseamos mantenernos ligados a lo mejor de nuestras tradiciones patrias y de cómo nos proponemos cumplir seriamente en el futuro con nuestros deberes para con esas mismas tradiciones.

La Facultad de Educación, cuya casa definitiva inauguramos, establecióse a principios del año 1957 y vino a sustituir a la de Pedagogía que, a su vez, según se ha dicho, fue un hermoso desprendimiento de la antigua Escuela Normal de Costa Rica. Su fundación debióse, dentro del criterio de departamentalización que presidió la reforma general de la Universidad, al propósito de que todos los cursos pedagógicos —ya fuesen para la preparación de los Profesores de Primera Enseñanza, ya para los de Segunda, o bien para los especialistas en ciertos campos escolares— quedasen agrupados dentro de una sola unidad académica y administrativa. Hasta entonces, la situación de dichos cursos había sido la de su dispersión y administración independiente por diferentes Facultades.

La Facultad, así reorganizada, continuará produciendo Profesores de Primera Enseñanza mediante una carrera especial y corta, tal como lo hizo Pedagogía hasta 1956, pero lo hará apenas con el carácter de agencia colaboradora del Ministerio de Educación Pública, que es el que, por medio de su red de escuelas normales, tiene la obligación y la posibilidad de producir en los grandes números que el país lo requiere dichos profesionales. La Universidad mal podría hacerse cargo del problema por otras vías que por las de muestra y símbolo, dado que a ella corresponde, y esto sí de manera exclusiva, la formación de todas las otras clases de profesionales que también son intensamente demandados por el país. Para ofrecer una muestra de una institución normal modelo y como símbolo de su interés por todos los ciclos de la enseñanza nacional, la Facultad mantendrá, por encima de las objeciones de un academicismo ortodoxo, este servicio esencial para nuestras escuelas primarias.

Pero comenzará también muy pronto a producir Profesores de Segunda Enseñanza en el número y las condiciones en que la Universidad no ha podido hacerlo hasta ahora, a pesar de que en este caso la responsabilidad sí es toda suya y corresponde a una de sus más trascendentales obligaciones institucionales.

Se viene hablando de la crisis de la segunda enseñanza, y la Universidad, en distintas oportunidades, ha creído obligado referirse a ella. Pero nunca en forma de recriminación o ataque contra otras entidades, ni tampoco con el afán de exonerarse ella misma de responsabilidades. Porque la crisis tiene relación con circunstancias objetivas, hechas patentes en las últimas décadas, y que quizás podrían sintetizarse en el crecimiento explosivo de la población escolar y en las crecientes y variadas demandas que la evolución económico-social del país le está enfrentando al régimen de enseñanza. Es nada más, pero a la vez nada menos, que una crisis de adaptación a una sociedad más grande, compleja y exigente. Es, por lo demás, una crisis de orden universal; aunque en algunos países y, entre ellos, el nuestro, asume por varias razones caracteres de extrema gravedad.

Permítasenos, para ilustrar su faceta puramente cuantitativa, recordar que la matrícula de la escuela secundaria ha aumentado en Costa Rica en la década 1946-56, al saltar de 3.562 a 17.609, en 494%.

Ahora bien, el crecimiento torrencial del alumnado, al tiempo que plantea la necesidad de adoptar ciertas reformas tanto en la segunda enseñanza como en la universitaria, crea problemas de escasez de construcciones escolares y de personal docente, todo lo cual supone, a su vez, y pese a la creciente participación de la iniciativa particular en el campo educativo, un aumento continuo del gasto público en educación. Entre nosotros él pasó de 21.5 millones de colones en 1950 a 52 millones en 1956, lo que supone un aumento del 17 al 20.3% en relación con el presupuesto total de egresos del Gobierno de la República. Y sin embargo es manifiesta su insuficiencia.

Problema de tal magnitud y cuyos perfiles cualitativos, si se quiere, son más complicados todavía, requiere en lo relativo a formación de personal un plan muy claro y una decisión muy firme. No se puede confiar comodidosamente en que él va a arreglarse solo. Ni tampoco se puede optimistamente pretender aplicarle fórmulas que resultaron buenas hace más de 25 años, cuando grupos de intelectuales y científicos con una gran vocación por la enseñanza, hacíanse cargo, con brillantez inolvidable, de los grupos cortos y homogéneos que por entonces llegaban a los liceos.

Y es así como se ha impuesto la necesidad de organizar la docencia como una función de especialistas, con sus métodos y fines propios, objeto de un muy serio proceso de preparación.

La Universidad, para organizar con el sentido dicho la profesión docente, ha ingeniado una fecunda transacción entre el punto de vista tradicional, ya insuficiente, de que el profesorado es una actividad intelectual eminentemente académica, y el punto de vista más moderno, pero también peligrosamente unilateral, de que es una actividad profesional eminentemente pedagógica. El sistema adoptado consiste en una sabia distribución de funciones entre las Facultades de Educación y de Ciencias y Letras; la primera, tal como se ha dicho, tendrá a su cargo la formación pedagógica del profesor; la segunda, su formación académica; científica o literaria. “No hay duda —dejó dicho el Seminario Interamericano de Educación Secundaria celebrado en Santiago de Chile en 1954—; no hay duda de que el profesor secundario debe dominar ampliamente la materia específica que enseña y, a este respecto, su preparación debe ser de un nivel que corresponda a la educación superior”. De acuerdo con ese principio, nuestros futuros profesores recibirán en los distintos Departamentos de la Facultad de Ciencias y Letras una preparación fundamental, en lo científico o lo literario, tan sólida como la que reciben los estudiantes que siguen otras carreras profesionales.

Pero a los conocimientos especializados que en esa forma adquieran, deberá dárseles un valor instrumental de acuerdo con el fin de la docencia, que no es lo estrechamente utilitario ni lo puramente especulativo, si no la comunicación, la comunicación de las ideas, con el propósito de procurar la formación integral del educando y, en última instancia, el perfeccionamiento de la sociedad. Y esta armonización de los contenidos con la función específica de la profesión docente, se conseguirá con la simultánea preparación técnico-pedagógica de los futuros maestros en la Facultad de Educación. Así estaremos acogiendo el otro aspecto de las recomendaciones del Seminario Interamericano en relación con la formación del personal docente para la enseñanza media.

Contrastando nuestro sistema con la afirmación hecha en el mismo Seminario de que “el profesor debe ser experto en la materia que enseña, pero ante todo debe ser un profesor”, cabría decir que para la Universidad de Costa Rica el profesor también debe ser, ante todo, un profesor… pero un profesor profundo en su materia y que, por tanto, al tiempo que pueda contribuir a forjar con esmero la personalidad del educando, pueda someterlo a un creador esfuerzo intelectual. Porque así como, dados los requerimientos de la segunda enseñanza contemporánea, un intelectual puro o un científico puro no podría con entera propiedad, sino excepcionalmente y en virtud de una espontánea vocación, desempeñar esa docencia, tampoco podría hacerlo un pedagogo equipado con todas las técnicas metodológicas y psicológicas, pero desprovisto de un conocimiento sólido en el campo de su especialización. Hay en este último sentido una reacción poderosa en todo el mundo contra lo que quizás podría llamarse una filosofía de complacencia en relación con el rigor intelectual del proceso de la enseñanza. En los Estados Unidos, por ejemplo, ante el reto de los avances científicos de la Unión Soviética, se ha puesto en entredicho la tendencia educativa de los últimos años, que en Costa Rica ha comenzado también a dar sus malos frutos, de aflojamiento de la disciplina y del esfuerzo productivo individuales de los jóvenes, en aras del propósito, llevado a inadmisibles extremos, de lograr fáciles ajustes y adaptaciones de su personalidad al medio social. Se ha tratado, a juicio del Dr. Lawrence A. Kimpton, Canciller de la Universidad de Chicago, de una desnaturalización de las doctrinas de John Dewey por parte de ciertos grupos influyentes de educadores. “El pensamiento comienza, según Mr. Dewey —ha dicho Kimpton— en un interés o una preocupación. En consecuencia, han inferido los educadores, nuestro problema es interesar a los estudiantes, y esta interpretación llevó fácilmente al error de que lo que había que hacer era divertirlos y entretenerlos… La verdad es que lo que Dewey afirmó es que el pensamiento comienza en desajustes con el medio y continúa como un proceso activo, duro y difícil… Esto fue mal interpretado por algunos educadores profesionales, cuya influencia excedió su sabiduría, en el sentido de que el fin del proceso educativo es el ajuste de los adolescentes a su medio sin ninguna actividad o preocupación de su parte… Esta enorme sensibilidad y ternura por el sentido de seguridad y adaptación del niño es una verdadera desnaturalización del pensamiento de Dewey, cuya mente era verdaderamente rigurosa…” Y el tratadista Paul Woodring, dentro del mismo temperamento de revisión, dejó dicho el mes de marzo recién pasado en una reunión de 700 decanos y profesores de Escuelas de Educación norteamericanas: “Debemos trabajar con el criterio de que el líder en el campo de la educación no es simplemente un organizador, sino fundamentalmente un intelectual, un erudito, un hombre de ideas. Esto representará un cambio en la tendencia de los últimos treinta años, pero un cambio que debemos realizar si queremos que el liderato educativo, al nivel de las ideas, sea devuelto a las manos de los grupos profesionales… Los programas para la formación de profesores y administradores, incluyendo aquellos que conducen al Doctorado en Educación, deberían incluir y requerir una porción mucho mayor de estudios liberales”.

Nosotros creemos que la forma en que se está organizando la carrera aquí, responde satisfactoriamente al propósito de hacer del Profesor de Segunda Enseñanza un maestro completo en el sentido en que lo exigen las desafiantes condiciones intelectuales y sociales del mundo moderno.

Para lograrlo, el nuevo edificio ayudará mucho, tanto cuanto la belleza del medio y las facilidades materiales pueden ayudar en las grandes tareas del hombre.

Después de una larga peregrinación, esta Facultad estrena al fin su propia casa, especialmente diseñada y equipada para atender con esmero y eficiencia los servicios docentes que le corresponden. Se trata de una obra bien pensada y bien ejecutada, por lo que todos —funcionarios, educadores, encargados del planeamiento, arquitectos, ingenieros y constructores— todos cuantos intervinieron en ella, merecen la gratitud y la exaltación de la Universidad. Su apariencia, que guarda relación arquitectónica y funcional con el resto de las edificaciones ya levantadas en la Ciudad Universitaria, pero que al tiempo ofrece una singularísima y atractiva característica de cosa ligera y alada, es suceso que debe acreditarse a la visión anticipada que la señorita Decana, Doctora Emma Gamboa, tenía del pabellón, y a la formidable capacidad interpretativa de nuestro Departamento de Planeamiento y Construcciones. Y trabajando concienzuda y efectivamente, las firmas Beeche y Fait y Johanning y Compañía, tradujeron ideas, planos y especificaciones en este bellísimo edificio.

Su área es de 2.820 metros cuadrados y su costo de 1.253.160 colones; representa un nuevo e importante esfuerzo en la magna tarea de levantar, para servicio del país, la Ciudad Universitaria de Costa Rica.

Hoy, 5 de Julio de 1958, declárolo inaugurado en nombre de la Universidad, e invito al señor Presidente de la República y a los otros señores miembros de los Supremos Poderes, así como a los del Cuerpo Diplomático acreditado en el país, y a todos los demás amigos que hoy nos honran y estimulan con su presencia, a recorrerlo y apreciarlo con sus propios ojos, para terminar luego compartiendo con alumnos y maestros la modesta pero cordial colación con que la Facultad ha querido celebrar el acto de hoy.

Recíbanlo los estudiantes con un grave pero a la vez alegre sentido de responsabilidad. El país, con sacrificios, lo ha levantado para ustedes. Ustedes, con cuanto sacrificio de su parte sea necesario, deberán aprovecharlo estudiando y preparándose para ir a cancelar después, mediante la difusión de la enseñanza por los cuatro horizontes del país, deuda tan pesada pero tan grata de llevar también...