Rev. Ciencias Sociales 158: 45-59 / 2017 (IV)

ISSN: 0482-5276

MÉXICO: IDENTIDAD, DIVERSIDAD Y EXTRANJERÍA

MEXICO: IDENTITY, DIVERSITY AND FOREIGNERS

Octavio B. Rebolledo Kloques*

RESUMEN

Una constante que ha recorrido la vida de México es la presencia de un sentimiento nacionalista que ha enfrentado a mexicanos y no mexicanos, con anterioridad, incluso, a la formación de la república y previo a que las categorías de “nacional” y “extranjero” estuvieran ideológica o jurídicamente decantadas. La identidad nacional se ha erigido sobre la base de una premisa precaria que la condena a apartar persistentemente a “propios” de “extraños”, aprensión que se ha extendido no solo a quienes vienen de afuera y representan el ejemplo más evidente —los inmigrantes—, sino incluso a quienes viven entre nosotros: los propios pueblos indígenas. El trabajo ha sido elaborado sobre la base de una revisión crítica de conceptos y principios que forman los cimientos del tipo particular de nacionalismo que se desarrolló en México, caracterizado por una poderosa tendencia homogeneizadora como condición de una nación cohesionada y excepcional. Se trata de un nacionalismo etnificado que —por razones de sobrevivencia— recela del extranjero, impidiéndole abrirse a la inmigración y convivir naturalmente con la diversidad. Este artículo es un intento por comprender el proceso de construcción de la diferencia desde los albores de la independencia de México.

PALABRAS CLAVE: NACIONALISMO * EXTRANJEROS * POBLACIÓN INDÍGENA * IDENTIDAD NACIONAL* INMIGRACIÓN

ABSTRACT

One constant factor that has traversed life in Mexico is the presence of a nationalist sentiment that has confronted Mexicans and non-Mexicans, even before the formation of the republic and before the categories of “national” and “foreigner” were ideologically or legally decanted. National identity has been erected on the basis of a precarious premise that condemns it to persistently separate “insiders” from “outsiders”, an apprehension that has extended not only to those who come from the outside and represent the most obvious example —immigrants— but also those who live among us: Indigenous peoples themselves. The foundation of this research is set as a critical analysis on concepts and principles that form the basis of nationalism that has formed in Mexico; a form of nationalism which is characterized by a powerful homogenous tendency of a nation which sees itself as cohesive and exceptional. This form of nationalism which is ethnic at its core —in order to ensure its survival— is suspicious of foreigners, preventing itself from accepting immigration and to live harmoniously with diversity. This article is an attempt to understand the process of building this difference since the dawn of the independence of Mexico.

KEYWORDS: NATIONALISM * FOREIGNERS * INDIGENOUS PEOPLE * NATIONAL IDENTITY * IMMIGRATION

* Dirección General de Investigaciones, Universidad Veracruzana, México.

orebolledo@uv.mx

Una mirada a las experiencias vividas a través de la historia de México, en torno a la presencia extranjera muestra que ha sido casi siempre traumática y dolorosa, lo que ha provocado heridas profundas que aún hoy no cierran y que ha moldeado indeleblemente el perfil de su identidad. Esto ayuda a entender el surgimiento de su vigorosa ideología nacionalista, pero también la distancia que ha caracterizado la relación entre mexicanos y forasteros.

Desde su fundación como república —y aún antes— la historia patria consigna innumerables y severos agravios contra su territorio, sus recursos, su cultura, su soberanía y principalmente, su dignidad, llevados a cabo por individuos procedentes de otras regiones. Todo ello ha terminado por desarrollar sentimientos de temor y desconfianza sobre la figura del extranjero y su presencia en el territorio nacional, situación que se ha expresado en la expedición de leyes en contra de la inmigración, cuyo punto culminante se alcanzó en los años posteriores a la Revolución mexicana.

El “otro”, el extraño, el extranjero ha devenido la personificación de una amenaza real. Este temor a lo extraño es asumido en forma de un comportamiento defensivo, por lo que la solución contra el peligro que se intuye obliga a desconfiar, tomar distancia y permanecer cerrado frente a tal amenaza1, síntomas que corresponden a una sensación de vulnerabilidad frente al desconocido, pues su presencia está íntimamente asociada a heridas que han quedado grabadas tanto en la historia como en la memoria colectiva, tal como se verá a lo largo de este trabajo.

En términos generales, es posible afirmar que el proceso de formación de la identidad en la historia de México ha atravesado al menos por tres momentos fundamentales:

1) Los esfuerzos por configurarla se remontan a la etapa previa al surgimiento de la vida republicana. En su afán por oponerse a la dependencia colonial y por conseguir apoyo en su proyecto de emancipación, los fundadores de la nación hallaron símbolos unificadores en el pasado indígena y en la figura de la Virgen de Guadalupe.

2) Un segundo momento estuvo conformado por la aparición en escena del pensamiento liberal y la figura del presidente Benito Juárez a mediados del siglo xix. Se trató esta vez de una postura de distanciamiento y ruptura, tanto con las raíces indígenas como con el periodo colonial.

3) Un tercer y último momento corresponde al proyecto de nación llevado a cabo a partir de la Revolución mexicana. Este consistió en un esfuerzo monumental tendiente a construir las bases ideológicas de un nacionalismo que —contra los preceptos enarbolados por el liberalismo anterior— intentó recuperar las raíces indígenas y poner el proceso de mestizaje de la población mexicana en el centro de la reflexión.

Estos hechos determinaron la manera específica en la que se construyó la imagen de “nosotros” frente a “ellos”, y en la cual la percepción de la figura del “fuereño” ha jugado un papel fundamental, proceso que no solo ha redundado en la conformación de la impetuosa y pujante ideología nacionalista que caracteriza a México, sino en una escasa presencia de población inmigrante, al grado de ser uno los países del continente con menor presencia extranjera (Rebolledo, 2016).

IDENTIDAD Y DESENCUENTRO

Desde muy tempranamente se manifestó durante la Colonia la gestación de un resentimiento de los criollos en contra de los peninsulares, a causa de la marginación a la cual estuvieron sometidos por parte de la administración de la Nueva España, animadversión que se expresaba en la sensación de despojo que surgió cuando quedó en evidencia la exclusión de las posiciones de poder y privilegios por parte de los funcionarios representantes de la Corona. Estos veían a los criollos como un peligro potencial contra los intereses de la monarquía a causa de sus sentimientos de estima e identificación con la realidad americana y por ello, de ruptura con la autoridad imperial.

A partir del surgimiento de las primeras nociones independentistas, los criollos se manifestaron a favor de la idea de aunar política y militarmente todas las fuerzas sociales nacidas en la Nueva España que formaban la sociedad colonial. Ello representó un esfuerzo deliberado por encontrar los vasos comunicantes entre los diversos estamentos, grupos étnicos y raciales que la caracterizaban y dividían, con el propósito de atenuar el peso de las diferencias, resaltando sus proximidades. El fervor patriótico que alimentó esta confrontación daría como resultado el enfrentamiento armado entre mexicanos y españoles, el cual finalizaría con el acto de independencia en 1821 y el establecimiento formal de la república en el año 1824.

De acuerdo a las estadísticas poblacionales, en el año 1814, el Virreinato de la Nueva España contaba con una población que alcanzaba 6.1 millones, de los cuales el 60% estaba conformado por grupos indígenas de muy variado origen (Von Wobeser, 2011 p. 300), porcentaje que representa una paradoja cuando se constata que fue, precisamente en los grupos minoritarios de aquella sociedad, en donde surgió una conciencia nacionalista que intentaba recuperar, nada menos, que el pasado indígena prehispánico —abatido por la conquista y desdeñada durante los tres siglos de la Colonia—, honrándolo y reclamándolo como heredad nacional, patrimonio de todos los nacidos en la Nueva España. Una situación inusitada si consideramos que los criollos eran los descendientes de los conquistadores españoles y que representaban la clase social que —junto a los peninsulares— detentaba los privilegios que se desprendían de la posición de poder político y económico que ostentaban en la jerarquía de la administración colonial.

A pesar de compartir la lengua, la religión, el parentesco, la posición de privilegio, los orígenes culturales y casi tres siglos de historia, criollos y peninsulares no se reconocían como iguales. A mediados del siglo xviii, estos grupos ya eran seres extraños, con una animadversión evidente que los enfrentaba2. A principios del siglo xix, los peninsulares representaban a los extranjeros a los cuales había que expulsar combatiéndolos militarmente. Adquirir una conciencia para distinguir claramente lo propio de lo ajeno, lo nativo de lo extraño, lo mexicano de lo español, fue en esos términos, una conversión radical que marcó de manera indeleble e incontrovertible el proceso de construcción identitaria en México.

Totalmente distantes y ajenos a la posibilidad de reclamar para sí el mundo indígena —al cual de hecho no pertenecían, ni podían identificarse con este—, los criollos novohispanos fueron capaces de concebir un original y audaz proyecto de sociedad al imponer la certidumbre de una comunidad ancestral; de generar una narrativa de la historia antigua en el imaginario social, que les fue posible enarbolarla y reclamarla para sí como algo propio y al mismo tiempo, nacional y mexicano (Hobsbawm, 1998). El “pueblo de México” se constituyó en una esencia indivisa, opuesta y de lucha contra quienes no eran parte de este. Asimismo, los peninsulares representaban la potencia foránea opresiva, injusta y explotadora, contra la cual la nación entera se alzaba en un acto de legítima defensa.

Para comprender el sentimiento que el pueblo mexicano desarrolló frente al extranjero en general, es esencial constatar el sentido que la confrontación con los peninsulares (a quienes se les veía como una figura impuesta, un grupo usurpador, un agente extraño que se imponía solo en razón de su fuerza y poder) jugó en la construcción de la identidad nacional. La distancia que se fue creando entre ellos hizo posible el surgimiento de las razones y los sentimientos que ayudaron a moldear la vigorosa, enérgica y al mismo tiempo, sensible y recelosa identidad mexicana.

Identificar a los españoles como intrusos significó la unificación de los novohispanos; el reconocimiento de ser parte de un mismo pueblo, distinto al de “ellos”. Esto representó un lento y largo proceso de formación de la conciencia nacional que tenía vieja data, pero que estalló con la contundencia de un hecho irreversible en la segunda mitad del siglo xviii.

Tal situación tuvo un efecto social y político súbito: las evidentes diferencias étnicas y sociales existentes en la Nueva España (que se reflejaban en su rígido y complejo sistema jerárquico) no impidieron la identificación al momento de enfrentarse a los peninsulares y presentarlos como el enemigo común a vencer.

Desde el momento en que la población se propuso luchar por su liberación, se atenuaron las diferencias y los intereses encontrados que dividían a los estamentos de la sociedad, instalando una igualdad provisional. Se unieron voluntades y se cerraron filas frente a un enemigo que debía ser visto como el causante de la situación de injusticia no solo de los criollos, sino de todo aquél que fuera novohispano de origen; que no ostentara la condición de forastero.

El temprano nacionalismo abrevó, así, del rechazo a una presencia juzgada invasiva y opresora, un sentimiento en contra de lo que se consideró eran los primeros extranjeros, a los cuales el naciente pueblo se vio enfrentado al plantearse su emancipación. En el imaginario popular, sus enemigos habían surgido en el momento mismo de la Conquista, en 1521, y tres siglos después —los siglos de la Colonia— se presentaba la ocasión para enfrentarlos y vencerlos3.

La enorme diversidad social existente en el periodo colonial (conformada por clases, etnias, castas, razas, estamentos), debió ser omitida al momento de proclamar la independencia. La urgente necesidad de cohesión y unidad frente al imperio obligó a relegar las diferencias y prescribir la igualación de todos los nativos de la Nueva España.

En este proceso concebido y dirigido por criollos y mestizos, la nación se organizó en función de los intereses de quienes la fundaban. Si bien, los indios y otros sectores empobrecidos que acompañaron a Hidalgo y Morelos (los líderes de la sublevación) fueron protagonistas principales de la rebelión, serían los primeros en ser olvidados por la república. No es casual que en el resto del siglo xix y la mayor parte del siglo xx, haya sido el escenario en el que se libró la lucha soterrada de esos pueblos por su supervivencia, pues no encontraron un espacio en el nuevo orden social que surgía de la iniciativa de aquellas élites. No será sino hasta la rebelión zapatista (a finales del siglo xx) que la visión y los intereses de los pueblos indígenas aparecerán en el espacio político nacional como tema central de discusión.

Conformar una conciencia nacional representó la culminación de un largo camino de etnificación de las relaciones entre novohispanos y peninsulares, construida sobre la idea de la existencia de una “nación histórica” (el Anáhuac), el territorio dominado por los aztecas al momento de la llegada de Hernán Cortés, imperio que —se entendió— no solo fue vencido, sino humillado por los conquistadores, y cuyo nombre fue insistentemente reivindicado por políticos e intelectuales criollos con el fin de honrar aquella civilización, al grado de reclamarlo para la república que nacía. Esta singular narrativa histórica se tornará más tarde en la noción central sobre la que se erigirá esa forma singular de concebir al “otro” como una entidad permanentemente enfrentada al “nosotros” que caracterizará el caso mexicano.

Dicha percepción ha permeado la historia patria y se prolongó a través del siglo xx bajo el gran impulso nacionalista surgido de la Revolución mexicana, evento histórico en el que la nación se propuso asumir finalmente su pasado indígena, las reivindicaciones agraristas y los nuevos valores nacionales, a través de esa categoría ontológica representada por el mestizo, figura que devendría en el arquetipo de “lo mexicano”. No sorprende que cuatro siglos después de la Conquista, la reivindicación de la civilización aborigen terminara por integrar orgullosamente el espíritu del sujeto nacional por antonomasia.

La conformación de los mitos fundacionales (el guadalupanismo, la histórica nación azteca, la pretendida evangelización previa a la conquista, etc.), ayudaron a crear la certidumbre de que los novohispanos conformaban un contingente único y homogéneo que respondía con una sola voluntad a la situación de injusticia y avasallamiento colonial que los sometía a todos por igual. Dichos símbolos y narraciones fueron los elementos reivindicadores de un pasado preconquista que intentaba distanciar a los criollos de los peninsulares, consiguiendo apoyo y legitimidad en el pueblo llano (constituido mayoritariamente por indígenas) a sus aspiraciones de soberanía.

Así, durante el siglo xviii, los criollos encabezaron una lucha en nombre de todas las capas sociales y étnicas existentes (indios, mestizos, negros, mulatos), proceso que finalizaría en la violenta lucha del movimiento independentista medio siglo más tarde. Llevaron a cabo una estrategia de construcción identitaria en la que se asumía el remoto pasado como herencia recibida por quienes no eran españoles y se señalaba a estos como los enemigos naturales del pueblo de México. Estos elementos conforman la reacción etnificada, la respuesta identitaria a la dominación ejercida por la Corona sobre los territorios y la población de la Nueva España.

La religión constituyó un referente esencial en dicho proceso de fundación de la nación. Una de las primeras manifestaciones locales surgidas como respuesta a la postura oficial de la Corona surgió de uno de los propios elementos de la iglesia asentado en la Nueva España: el sacerdote dominico fray Servando Teresa de Mier4, quien enunció una interpretación sobre la presencia del cristianismo en Mesoamérica y del culto guadalupano desde tiempo inmemorial.

Dejando de lado la excentricidad de su tesis5, lo cierto es que el discurso pronunciado en el mes de diciembre de 1794 enfrente de las más altas autoridades civiles y religiosas del virreinato tuvo como propósito impugnar el argumento central utilizado por España para apropiarse del inmenso territorio en América, someter a millones de indígenas e imponerle su dominio absoluto: traer el evangelio cristiano para salvar las almas de millones de indios paganos.

Las razones esgrimidas por Teresa de Mier dejaban claro que los españoles no habían sido los primeros en evangelizar a los aborígenes y por ello, carecían de la justificación moral de la conquista y del largo dominio colonial. En cambio, se exaltaban los portentos de la cultura indígena y lo que él llamaba la Nación del Anáhuac, ofreciendo a los novohispanos una identidad propia vinculada al histórico imperio azteca, al tiempo que brindaba los elementos para la construcción de otra específica y propia, que anunciaba el proceso de autonomía política y cultural concretado unos años más tarde con la consumación de la independencia. Sus consideraciones anunciaban, por un lado, el proceso independentista y por otro, coadyuvaban a la construcción de un sentimiento patriótico que se erigía en oposición al español, hecho que acentuaba el antagonismo.

Se trataba del surgimiento de los primeros elementos de ese peculiar sentimiento de identidad colectiva que daba contenido al naciente nacionalismo, hecho fundamental si se considera que ello representaba “la proclamación de independencia étnica y cultural de los criollos de la Nueva España” (Lafaye, 1994, p.31), asumiendo como propia la condición de mexicano, una categoría que hasta ese momento solo era aplicada a los aborígenes de esta región y hasta rechazando el apelativo de “americanos”, tal como sucedía en el resto del continente6. Así, más de medio siglo antes de la independencia, “la patria de Eguiara es ya México, y el pueblo al que pertenece es el pueblo criollo, una nueva ‘nación’ que acaba de nacer y se hace mano del solar y nombre ‘mexicano’” 7 (Lafaye, 1994, p. 31).

Si bien, los primeros indicios de localismo novohispano enfrentado a la metrópolis pueden rastrearse hasta fechas tan tempranas como el siglo xvii (Brading, 1988), es un hecho que las contradicciones se fueron agudizando a lo largo de la Colonia hasta estallar en la segunda mitad del siglo xviii, cuando Servando Teresa de Mier, Carlos María Bustamante y otros criollos de la época desafiaron abiertamente el poder colonial y el tutelaje de la Corona sobre los territorios de la Nueva España, al invocar una originalidad, tanto en el plano histórico como en el religioso, que tenía por propósito establecer una distancia sustantiva entre el imperio y su colonia americana.

Los argumentos a favor de una nación distinta a la española y la imagen del peninsular asociada al agente responsable de las tribulaciones colectivas que padecían los novohispanos, fueron elementos que posibilitaron la conformación de una ideología patria que exaltaba la unidad de las castas, presentándolas como un cuerpo social indiviso violentado por una potencia foránea y un enemigo común. De esta manera, el nacionalismo surgió desde sus inicios como un enfrentamiento entre propios y extraños; entre patriotas y antipatriotas; en definitiva, entre mexicanos y extranjeros8.

NACIONALISMO E IDENTIDAD

Hechos históricos tales como la propia guerra de independencia y la fundación de una república; la lucha contra la invasión francesa y el proyecto de instaurar en México una monarquía europea; la necesidad de preservar el territorio original y evitar nuevos actos de despojo; el ideal de llevar a cabo una revolución social y económica que rompiera los vínculos con un sistema considerado injusto y anacrónico; el propósito de ejercer derechos soberanos sobre sus riquezas y hasta la posibilidad de reconocerse en su pasado indígena y mostrarse ante sí y ante el mundo como una nación mestiza, fueron actos de lucha que contribuyeron a construir y a perfilar la identidad nacional.

Una breve revisión de la historia patria muestra con total evidencia la presencia de ciertos eventos capitales, de diversas situaciones de trauma social que están íntimamente ligadas a la presencia extranjera en el país y que son fundamentales para entender el proceso de construcción del nacionalismo y la identidad. Tres de ellos se presentaron durante el siglo XIX: la Independencia de España; la pérdida de más de la mitad del territorio como resultado de la llamada Intervención Estadounidense (1846-1848) y el arribo del archiduque austriaco Maximiliano de Habsburgo, quien se coronó emperador de México en el llamado Segundo Imperio (1864-1867).

La amenaza de nuevas invasiones, el peligro a más pérdidas de territorio y el miedo a desaparecer como nación, provocaron un distanciamiento con los grupos inmigrantes, fortaleciendo la convicción de que el futuro solo podría depender del esfuerzo de los mexicanos. Al tiempo que se arraigaba la idea del recelo al extranjero, se reforzaba la unidad interior y se confirmaba la sospecha de que “los otros” representaban siempre una amenaza inminente. De esta manera, se fortaleció la tesis que asocia el hecho de nacer en suelo patrio con la garantía de lealtad y sacrificio incondicionales hacia el propio país, lo cual reforzó el sentimiento de aprehensión hacia pueblos y hombres que procedían de fuera de sus fronteras. México optó por el camino de cerrarse al exterior a cambio de asegurar su propia sobrevivencia.

De hecho, cuando “lo criollo” se contrapuso de manera irreconciliable a “lo español” se sentaron las bases históricas y psicológicas de la identidad, así como, la condición para la irrupción del México independiente. Para la segunda mitad del siglo xix, la identificación del español como enemigo extranjero de México había reencarnado en la figura de los ingleses, franceses o norteamericanos, equiparados con la imagen del hacendado explotador, del empresario acaudalado y del comerciante abusivo, prohijados por el régimen de Porfirio Díaz, quien era visto por las clases populares como su aliado y por ello, traidor al pueblo mexicano.

El indigenismo de antaño (enarbolado por los criollos) poco a poco fue abandonado después de terminadas las guerras y fundada la república, a medida que los pueblos originarios eran vistos por las élites del siglo xix como una carga y un lastre irredimible con los que no se podía contar para llevar a cabo el proyecto modernizador que se proponía fundar. Por su parte, la Nueva España y el régimen colonial no representaban más que una suerte de paréntesis histórico (con duración de tres siglos) en el que la nación mexicana había permanecido retenida por un poder extranjero.

El proyecto de construcción del Estado-nación representó la aspiración de los liberales mexicanos, formados intelectualmente bajo el influjo directo de las ideas de los enciclopedistas y de los principios políticos surgidos de la revolución francesa y la independencia norteamericana, procesos históricos que sirvieron de poderosa inspiración intelectual al modelo de sociedad pujante, exitosa y moderna que se anhelaba.

Así, en lugar de buscar en el propio pasado las fuentes de la identidad nacional, esas élites las creyeron encontrar en los principios políticos emanados de las corrientes de pensamiento venidos de Europa y particularmente, de eeuu, nación que comenzaba a distinguirse como paradigma de éxito de una sociedad construida por hombres diversos, venidos de todo el mundo y cuyo único denominador común era su voluntad de progreso individual.

En el siglo xix, ese país se transformó en el modelo a seguir para las jóvenes repúblicas americanas que vieron en su ejemplo las señales inequívocas del auge económico y de vida democrática y civilizada que anhelaban para sí. El entusiasmo, la vitalidad y la determinación desplegados por millones de inmigrantes de diversas regiones que (en un acto inédito) hicieron de ese país que nacía el suyo propio, sentó un precedente fundamental en la postura de los liberales mexicanos al asociar la inmigración proveniente del viejo continente con el acceso al progreso y a la justicia.

De ahí que la noción de lo que debería ser la nueva república se haya expresado en reformas radicales que hicieron surgir esperanzas formidables no solo en los ámbitos de la economía y la política, sino en el de la cultura, entendida esta como el sustrato psicológico, moral y hasta racial del ideal de sociedad al que se aspiraba. La política poblacionista (planteamiento que basaba la prosperidad en el crecimiento de la población a través del estímulo decidido a la inmigración) fue adoptada por la élite liberal del último tercio del siglo xix con un inusitado entusiasmo, en virtud de que se revelaba como una estrategia probada y viable, la cual posibilitaría el aprovechamiento de las riquezas naturales, el resguardo soberano de las fronteras nacionales y hasta el mejoramiento de las características biológicas de la población local (González, 1994).

Las aspiraciones de prosperidad económica y acceso a la modernidad alcanzaron durante el porfiriato rasgos de postura filosófica con los llamados “científicos”, la élite intelectual y profesional que se desarrolló al amparo del régimen y que lo justificaba como una necesidad histórica.En esta etapa, la extrema ponderación de la cultura europea y la difundida idea de superioridad racial de esta población asumieron patrocinio oficial, lo que redundó en iniciativas gubernamentales tendientes a atraer la gran corriente migratoria que se dirigía a América, considerándola la solución a los problemas del país. Los grupos preferidos por esta política de selección migratoria fueron los provenientes de Europa occidental por sobre la corriente originaria de Asia, África o Medio Oriente, al grado de afirmar que “todo lo que no sea de Europa no es más que plaga en materia de inmigración” (González, 1994, vol. II p.153).El reverso de tal xenofilia fue, sin embargo, el desdén sobre el valor, las características y las potencialidades de la mayoritaria población aborigen y campesina de México al comenzar el siglo xx.

Los efectos de una tal percepción fueron profundamente nocivos pues se intentó la implementación de un modelo de nación ajeno a la realidad nacional, que negaba la diversidad étnica, social, económica y cultural que la caracterizaba, desestimando la presencia de las múltiples formas de concebir el mundo y de actuar en este9. Equivocadamente, daba por hecho que los paradigmas de organización social en los cuales se inspiraba servirían de modelo seguro para provocar la refundación del país.

De esta manera, las formas en las que la identidad se fue conformando a lo largo de la historia terminó por crear una distancia (manifestada como temor y desconfianza) hacia la figura del extranjero, al instaurar un tipo de ideología nacionalista caracterizada por ser cerrada y no expansionista, la cual generó una atmósfera social que desalentó gravemente la inmigración.

El carácter defensivo del impetuoso nacionalismo mexicano se reveló en su forma más contundente frente a los Estados Unidos a partir de la Revolución. El distanciamiento que se estableció con el vecino del norte asumió, por un lado, un tinte de colosal orgullo nacional y por otro, de notable desconfianza, en virtud de que se intuía que dicha relación continuaba fundándose sobre intenciones reincidentes de penetración y despojo por parte de aquella potencia. Al respecto, el mexicano Héctor Aguilar Camín sostiene que:

El nacionalismo ha sido una de las pasiones de México. Lo ha unido y también le ha torcido la mirada. Ha sido un nacionalismo defensivo, en cuyo fondo puede tocarse un núcleo victimista que mira hacia el exterior con recelo. Ese rasgo defensivo de nuestro nacionalismo vive de la cuenta de sus agravios, de lo que otros, en particular EEUU, nos hicieron en el pasado y del resentimiento cultivado de recordarlo no solo como un hecho del pasado, sino como un peligro del presente y del porvenir (2008, p.194).

Dicho nacionalismo cubrió la percepción con sospecha y recelo hacia el extraño. Esta es la razón por la que en la conciencia nacional subsiste una marca indeleble en la que el extranjero es percibido con permanente aprensión, revistiendo, según el calendario histórico, los ropajes de español, francés o norteamericano, sentimiento que se halla en el origen de toda propensión nacionalista a definirse como un pueblo distinto y contrapuesto a cualquier otro.

Con el advenimiento de la Revolución mexicana, la percepción hacia los extranjeros y los pueblos indígenas dio un giro radical: se revalorizó la historia de estos (segregada durante siglos) y se exaltaron sus aportes a la cultura nacional, al grado que toda la grandeza y la vitalidad del país remitía, ahora, al origen indígena, mestizo y popular del México contemporáneo. De representar un estigma, las raíces propias pasaron a ser motivo de identidad, orgullo y mítica veneración, al tiempo que la antigua simpatía hacia lo extranjero se tornó en distancia y exclusión.

Con todo, las fronteras étnicas que se recomponían con el estallido revolucionario, acabarían por cerrarse frente a toda diversidad. Paradójicamente, los “otros” no solo incluirían a los extranjeros; terminarían también por apuntar hacia los propios pueblos indígenas de México.

CARÁCTER DEL NACIONALISMO MEXICANO

El concepto de nación que se desarrolló en México abrevó simultánea y contradictoriamente de influencias tanto francesas como alemanas. Independientemente de que la Constitución de 1857 y el pensamiento liberal de la segunda mitad del siglo xix adoptaran el concepto del Contrato Social —que fundamenta la convivencia en una sociedad abierta y tolerante—, la narrativa nacionalista sobre el indigenismo, la historia patria que hunde sus raíces en el pasado prehispánico, los ritos fundacionales de naturaleza religiosa y la ideología del mestizaje, pueden ser equiparables a las fuentes germánicas del concepto de nación, de forma cercana a la que desarrollaron los nacionalistas alemanes de finales del siglo xviii y principios del xix: un nacionalismo caracterizado por construir la identidad nacional a partir del principio que señala que la pertenencia a una nación no corresponde a un reconocimiento constitucional de derechos, sino a una condición a la que se accede por razones históricas, culturales y hasta biológicas compartidas, es decir una cuestión de coincidencia colectiva con determinadas raíces; un concepto basado en razones de la pertenencia étnica.

El vínculo existente entre los miembros de una comunidad no es entendido como resultado de su contenido jurídico sino “espiritual”, en donde el orgullo que los caracteriza no se adquiere por derecho ni se desprende de una convención, sino que es recibido como una herencia. La continuidad histórica se transforma en el eje y núcleo de la nación y la identidad: el presente es el resultado natural y lógico de una cultura recibida de los antepasados. Identidad y nación quedan definidas en términos de una etnicidad surgida de una esencia cultural, racial y de una ancestral historia compartida, en donde es el pasado quien otorga identidad y sentido de pertenencia. Debido a ello es que este tipo de nacionalismo sea, por definición, excluyente y homogeneizador.

Evidentemente, dichos principios se contraponen con los preceptos en los que se funda el nacionalismo cívico inspirado en los principios de la república francesa, a la luz de las singularidades de su propia realidad: la ciudadanización, la conformación de un espacio público democrático y laico ajeno a contenidos culturales particulares, así como, la separación de los ámbitos público y privado, lo anterior basado en el principio político fundamental de que tales preceptos solo eran factibles porque descansaban en la adhesión libre y voluntaria de los individuos. Un acuerdo que asumía la forma de un arreglo equitativo que garantizaba los derechos y la participación de todos en calidad de ciudadanos.

Tales circunstancias correspondían a una realidad absolutamente inexistente en el México decimonónico, lo cual hacía a todas luces inviable este modelo de nación. Con el surgimiento de los primeros elementos de una conciencia nacional, el país terminó identificándose con el nacionalismo derivado del concepto romántico alemán, en contraposición a la idea del contrato social propugnado desde finales del siglo xviii, cuyo fundamento radicaba en el estatus de ciudadano que protegía derechos fundamentales de cada uno de sus habitantes, condición jurídica que en la naciente república mexicana no disfrutaba —de hecho— la mayor parte de la población, aunque las leyes la reconocieran de manera nominal.

El estallido de la revolución mexicana en el año 1910 y la irrupción de una nueva y resuelta postura nacionalista cuya solidez legitimadora radicó, en buena medida, en la exaltación de lo propio en comparación con lo ajeno, alcanzó su momento cúspide en la decisión de nacionalizar la industria petrolera (estratégica riqueza económica), confiscándola de manos de compañías extranjeras de origen angloholandés y norteamericano en el año 1938. Este radical acto de soberanía se transformó en uno de los símbolos más representativos del nacionalismo, del orgullo y de la dignidad de pueblo de México. Significativamente, este acto fue acompañado de la promulgación de la llamada Ley General de Población, la cual decretaba el apoyo irrestricto al crecimiento poblacional basado en el potencial demográfico, dando con ello un golpe definitivo a la tesis de la necesidad de la inmigración como requisito para el crecimiento económico y social.

La Revolución representó el más profundo y fundamental proyecto de construcción de identidad propia, una fisonomía particular con carácter único y original, un “nosotros”, que —por primera vez en la historia nacional— incorporaba de manera declarada y contundente la figura y la cultura del indígena, del campesinado pobre y del pueblo llano, elementos étnicos y políticos que conferían la respetabilidad reclamada por una comunidad nacional que se asumía finalmente como única y especial. Era el proyecto de hacer del país uno nuevo y de sentar las bases para hacer de México y los mexicanos un pueblo distinto y mejor, en el que las relaciones entre raza, cultura, historia y territorio conferirían la solidez conceptual a la doctrina nacionalista que surgía de esa guerra civil10.

En su intento por hacer realidad el ideal de nación vigorosa y especial, el nacionalismo se vio enfrentado nuevamente a la monumental tarea de atenuar las profundas diferencias que separaban los varios México que coexistían. Cada uno de ellos reivindicaba su derecho legítimo a participar como actor principal en la construcción de ese nuevo orden conseguido a un precio tan alto en términos de pérdidas humanas y materiales.

El objetivo político central consistió entonces en forjar una historia patria que reforzara la memoria nacional, la identidad colectiva y el destino común. La propia historia de su construcción revela el empeño puesto en homologar a más de medio centenar de naciones aborígenes —con sus particulares tradiciones, costumbres, formas de organización y justicia, lenguas y cosmovisiones— a través de esa doctrina que tomó el nombre de Mestizaje, proceso de asimilación poblacional que ha sido designado por diversos especialistas11 con apelativos elocuentes: blanqueamiento, mexicanización, desindianización e inclusive, etnocidio.

Los pueblos aborígenes fueron considerados expresión de una cultura excéntrica, sobrevivientes del pasado; folklore y curiosidad en una nación que pretendía definirse esencialmente como mestiza y abierta a la modernidad. Guillermo Bonfil expresaba esta distancia de la identidad mestiza promovida por el gobierno revolucionario respecto a la indígena, diciendo que “Ser mestizo es no ser indio”, dando a entender que el “[…] mestizaje no ha desembocado en la formación de una nueva cultura “mestiza” sino en un proceso de desindianización [….]” (citado en Machuca, 1998: 47). El Estado revolucionario mostraba así una grave incapacidad para asumir como suya la pluralidad étnica que caracterizaba la realidad del país: los indígenas solo podrían ser mexicanos en la medida en que aceptaran abandonar su condición de tales.

En su intención, el mestizaje representó una solución a la vez, equitativa y generosa, sin comprender que ello también significaba decidir sobre el destino de pueblos diversos, arrogándose el derecho a decidir por ellos sin considerar las repercusiones de una determinación tan audaz y definitiva. Sacarlos de su condición de miseria y marginación implicaba ser transformados en “otro”. Esta estrategia de asimilación adquirió el rango de política de Estado al ser implementada como proyecto de fusión generalizada surgido de la Revolución.

En definitiva, se trató de una estrategia política consistente en la resignificación del pasado indígena; de incorporar al imaginario social referentes simbólicos de orgullo por las raíces ancestrales, pero bajo la lógica moderna y civilizatoria del mestizo, quien fue asumido como representativo del ser nacional y encarnación de “lo mexicano”. Fue la “integración de razas, culturas y costumbres” (Vizcaíno, 2004, p. 55); el mestizaje entendido como condición de unidad y cohesión. En una frase: la síntesis de biología y cultura.

Así, por ejemplo, Andrés Molina Enríquez (intelectual e ideólogo revolucionario) al referirse al concepto de Patria declaraba que esta:

... responde a la idea de agrupación familiar: la palabra raza, en su sentido amplio, responde a la idea de agrupación de unidades humanas de idénticos caracteres morfológicos derivados de la igualdad y de la continuidad de las condiciones generales de vida: la palabra pueblo responde a la idea de individualidad colectiva suficientemente diferenciada de las demás colectividades constituidas por unidades humanas. [...]. Sin embargo, la patria y la raza casi se confunden, hasta el punto que en el lenguaje corriente pueden usarse las dos palabras, raza y patria, como equivalente (citado en Bokser, 1994, p.75).

La naturaleza homogeneizante que la caracterizaba brindó la posibilidad de imaginar la identidad como un fenómeno totalizante e integrador, en el que todos los híbridos nacionales encontrarían su lugar gracias al carácter abierto, incluyente y unificador de la nación mestiza: una doctrina que disolvía las diferencias e instauraba la armonía. Tal resultado, sin embargo, estaba dado por la pertenencia al hecho de ser mestizo, en su sentido biológico y cultural. Por ello, lo “distinto” fue concebido paradójicamente como una anomalía, en tanto que la ausencia de pureza (la hibridez reivindicada) fue el requisito para formar parte de esa comunidad nacional en la que se debía ser mestizo para acceder a la condición de mexicano. Lo diverso quedaba fuera de la norma por transgredir el principio híbrido del fenotipo, el cual prescribía su condición de mestizo. Se exaltaba la fusión al tiempo que condenaba y excluía aquello que era imposible de fundir: lo “no fusionable” (Machuca, 1998).

IDENTIDAD E INMIGRACIÓN

Este esfuerzo impuso una determinada noción de lo que debía entenderse por lo nacional, lo que condujo a prescribir la homogeneización del perfil que debía caracterizar a la mexicanidad, proceso que, al tiempo que mitigaba las diferencias, aunaba las voluntades, separando lo propio de lo ajeno, oponiendo lo nacional a lo extranjero.

Así, por ejemplo, ante los intentos de algunos que demandaban la necesidad de abrir las fronteras del país a la inmigración extranjera, el destacado intelectual e ideólogo de la revolución mexicana Andrés Molina Enríquez sostenía la tesis de que era “un verdadero absurdo” suponer que esa medida podría ayudar a resolver los problemas nacionales (citado en Bokser, 1994, p.75). Ante una eventual inmigración, la única opción viable era la asimilación de los extranjeros —su disolución como tales— por parte de la población nacional.

Se trataba de la asimilación de lo diferente como requisito de la integración; de la homogeneidad, como condición identitaria. Con ello, lo étnico pasó a ser un imperativo político central en la construcción del nacionalismo emanado de la Revolución y en este, los conceptos de raza, fusión de razas, capacidad de asimilación, extranjeros asimilables e indeseabilidad, asumieron importancia y valor fundamentales dentro del marco legal que regulaba la inmigración.

La doctrina del mestizaje y sus criterios de diferenciación fueron elementos esenciales que se integraron al nacionalismo y a la noción de identidad nacional. Con ello, inmigración y política migratoria fueron temas íntimamente vinculados al proyecto de nación que se intentaba fundar. Esta manera de concebirla demandaba “considerar como ajenos a todos aquellos cuyos orígenes étnicos no encajan en el molde del patrón establecido” (Romero, 2006, p.417).

Sus graves efectos fueron inusitados, al tiempo que pasaban inadvertidos, pues con ello, no solo los extranjeros fueron vistos con recelo, sino los propios pueblos originarios de México. Ambos grupos representaban figuras ajenas al prototipo nacional, a la identidad y cultura que se intentaba construir. Quedaban constreñidos a ser asimilados o segregados por carecer de la idoneidad étnica y racial que el nacionalismo revolucionario imponía como criterio ideológico central. Aunque el sentimiento nacionalista que brotó de la revolución significó un rompimiento total con las bases económicas, políticas y sociales de toda la realidad histórica anterior, el nacionalismo etnificado resurgiría en México con fuerza tan formidable que acabaría por restituirlo sobre nuevas bases.

Sus consecuencias también se dejarían sentir de manera drástica en el campo de la política exterior. México se retrajo y se aisló, cerrándose violentamente al mundo exterior en su afán por salvaguardar las conquistas sociales alcanzadas con la revolución y hacer realidad el histórico ideal de convertirse en la nación fuerte, digna y soberana tan largamente anhelada.

A comienzos de la década de 1920, cuando aún no cesaban las luchas intestinas entre las fracciones revolucionarias, el destacado intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña pudo captar con aguda lucidez el proceso de enclaustramiento que se instauraba con el nuevo nacionalismo:

Durante años, México estuvo solo, entregado a sus propios recursos espirituales. Sus guerras civiles que parecían inaplacables, la hostilidad frecuente de los capitalistas y los gobernantes de los Estados Unidos, finalmente el conflicto europeo, dejaron al país aislado. Sus únicos amigos, los países de la América Latina, estaban demasiado lejos o demasiado pobres para darle ayuda práctica. Con este aislamiento, que hubiera enseñado confianza en sí misma a cualquier nación de mucho menos fibra, México se dio cuenta de que podía sostenerse sin ayuda ajena […] (Henríquez, 1924).

En esta situación de hierático aislamiento, México resolvió permanecer12 hasta casi los años noventa del siglo pasado, cuando finalmente comenzó a dar los primeros pasos para vincularse al mundo exterior, movido por las presiones que imponían gobiernos, corporaciones y organismos internacionales inducidos por la necesidad urgente de hallar nuevos mercados, eliminar barreras aduanales y crear enormes zonas de libre flujo financiero y comercial.

La versión nacionalista desarrollada con la Revolución mexicana representó la culminación de un proceso identitario que comenzó antes de la Independencia y que se expresó como un sentimiento de susceptibilidad hacia todo aquello que fuera asumido como “no nacional”. Esta percepción se ha manifestado con claridad específicamente en el campo de las leyes migratorias implementadas por los gobiernos posrevolucionarios, las cuales se han caracterizado por un explícito desinterés hacia la inmigración, al grado de hacer de México un país con una endémica y estructural escasez de población extranjera. Principalmente, razones de naturaleza económico-social (sobreabundancia de mano de obra, protección de la planta laboral, defensa de los derechos laborales, etc.) fueron reiteradamente invocadas para entender dicha singularidad, aunque lo que parece no dejar duda es la naturaleza biologizada que la distinguió y con ello, las profundas repercusiones sobre el carácter altamente prohibitivo que ha caracterizado la política migratoria de México. A este respecto, Pablo Yankelevich (2009) realiza un dramático señalamiento sobre una paradoja singular: “[…] la peculiaridad mexicana fue haber diseñado una de las políticas inmigratorias más restrictivas que conoció este continente en medio de una realidad demográfica donde el peso de la inmigración resulta insignificante” (p. 14), al grado de hacer de México uno de los países que ostenta menor porcentaje de extranjeros, condición que nunca ha llegado a representar ni el 1% de la población total en sus casi dos siglos de vida republicana (Rebolledo, 2016).

COLOFÓN

El discurso indigenista sostenido por las élites del periodo de las guerras de independencia terminó abandonado sus simpatías por los pueblos aborígenes para terminar percibiéndolos como un fatal anacronismo imposible de integrar. Con el fin del porfiriato y la demoledora crítica al positivismo y a las ideas del liberalismo que se generó a raíz de la revolución de 1910, el mestizaje (como proyecto) y el mestizo (como sujeto político) pasaron a formar el fundamento de la nueva nación mexicana (Basave, 2002).

A diferencia de lo que aconteció con los pueblos aborígenes o con los grupos de población que presentaban rasgos más europeos, el mestizo (por razones biológicas y culturales) fue asumido como el arquetipo del pueblo mexicano, representando al sujeto social que encarnaba los ideales y la voluntad necesarios para hacer una mejor patria más inclusiva, cobijo y garantía de lo que se conceptuaba como la “familia nacional”.

Las traumáticas experiencias que la república sufrió desde su fundación definieron la figura del extranjero como sinónimo de voracidad y menosprecio hacia la población local, hechos que están en el origen de la aprensión que se constata.

Fue en el ámbito de las políticas de Estado que tales vivencias se expresaron con mayor evidencia, al consolidarse como el fundamento de una legislación migratoria claramente restrictiva, expresión jurídica de un nacionalismo defensivo cuyo punto culminante se alcanzó en los años posteriores a la Revolución mexicana. A partir de allí, la categoría extranjero no solo no tuvo cabida, sino que no volvió a ser citada, excepto como alusión a su carácter prescindible o como referencia a la aprensión que su figura despertaba.

Se sentaron así las bases para construir un “nosotros” que, por definición recelaba del extraño, al tiempo que rechazaba su presencia, cerrándose a su influencia y desarrollando en cambio una confianza ilimitada en los recursos y potencialidades del pueblo mexicano. La Revolución fue capaz de instalar sólidamente en el imaginario colectivo la convicción de que la nación que emergía constituía una entidad original, superior, cultural y racialmente homogénea, cuyo denominador común era la supremacía del elemento mestizo, ahora sí, inequívoca garantía de supervivencia y prosperidad de la nación.

Por contraposición a la identidad étnica que terminó por imponerse, el nacionalismo cívico reconoce en el ámbito jurídico, solo una identidad: la identidad nacional, de tal manera que cualquiera otra basada en aspectos de una índole distinta (religión, origen étnico, género, nivel social, raza, etc.), tiene efectos irrelevantes en el espacio de lo público, lo que provoca una igualación legal de las personas al relegar cualquier otra fuente de identidad particular al plano privado. Esta consideración se torna esencial para la comprensión del tema que se trata en este artículo, pues la condición de ciudadano persuade a asumir la diferencia con naturalidad, lo cual favorece la tolerancia y el reconocimiento del “otro” como un sujeto de derechos. Precisamente, esta merma de ciudadanía fue la que caracterizó al caso de México.

Esta es la razón que explica que el país nunca haya sido destino principal para el colosal flujo migratorio internacional (calculado en decenas de millones de personas) que se produjo desde principios del siglo xix hasta casi mediados del siglo xx. De acuerdo a cifras proporcionadas por José Iturriaga (1951), para un periodo que abarca ciento veinte años (1821-1940), al país arribó un total de 200 mil extranjeros, es decir, un promedio de solo 1670 personas por año.

En el 2010 (fecha del último censo), México alcanzó una cifra récord en el número de los extranjeros admitidos: 961 121 personas. Sin embargo, ese monto solo representaba el 0,86% del total de su población, calculada en 112.3 millones de habitantes. A modo de comparación, se cita el caso de un país demográficamente pequeño como Costa Rica (con solo 4.3 millones de habitantes y 385 899 extranjeros en el año 2011), cifra que constituye el 9,0% del total de su población (Dirección General de Migración y Extranjería, 2012) y que equivale al 40% del total de los extranjeros que había en México, con una población 26 veces menor.

Los inmigrantes nunca llegaron en el número esperado y quienes lo hicieron, en su mayoría, decidieron no permanecer. Reconocer este asunto es central para comprender la forma particular en la que la categoría extranjero se fue cubriendo de crítica significación a través de la historia nacional, situación que en el último siglo ha operado con la fuerza de un axioma: la integración de los extranjeros a la cultura nacional es un hecho no solo poco deseado, sino al parecer, inviable.

Al hacer un balance del aporte extranjero al país, Gilberto Loyo (1935), especialista en estudios de población y mentor de la política demográfica de México, sentenciaba: “Nuestro país no es de inmigración. [...] La inmigración masiva en México está, definitivamente, fuera del pensamiento, de las posibilidades y de la política inmigratoria de nuestro país” (p.30).

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Fecha de ingreso: 21/02/2017

Fecha de aprobación: 31/08/2017


1 El historiador británico Alan Knight ha constatado la existencia de este mismo desafecto en sus estudios sobre México, designándolo “xenofobia popular”, el cual se caracterizaría por una “antipatía psicológica y cultural originada por viejos resentimientos derivados de la Colonia y de la guerra de Independencia” ( Héau, C. y Giménez, G., 1999, 101).

2 “Aunque hubiese nacido a la semana de la migración de su padre, el accidente del nacimiento en las Américas lo condenaba a la subordinación, aunque en términos de lengua, religión, ascendencia o maneras fuese en gran medida indistinguible del español peninsular. No había nada que hacer al respecto: irremediablemente era criollo. […] nacido en las Américas, no podía ser un español auténtico; ergo, nacido en España, el peninsular no podía ser un americano auténtico” (Anderson, 2005, p.92).

3 Octavio Paz sostiene que el nacionalismo mexicano estableció una continuidad histórica entre el pasado prehispánico y la fundación de la República. Señala que “el régimen de Moctezuma, aunque haya oprimido a todas las naciones indias, fue un régimen nacional, mientras que el virreinato fue un régimen extranjero; de ahí que la Independencia sea una restauración […]” (Gabayet, 1994, p.88).

4 Servando Teresa de Mier (1765-1827), mexicano de nacimiento, miembro de la élite criolla y activo participante del proceso independentista.

5 Este sacerdote sostenía que Tomás (el apóstol de Jesús) habría venido a América a cristianizar los indígenas, en donde fue conocido por los aborígenes de estas tierras con el nombre de Quetzalcóatl, figura central de la cosmogonía de los pueblos aborígenes asentados en la región mesoamericana. Los años que este habría permanecido en este lugar, los dedicó a evangelizar a los nativos, misión en la que habría colaborado María (la madre de Cristo) a la que los indios habrían llamado Tonantzin (otra deidad azteca prehispánica), la que ya era venerada por los indígenas en el propio cerro del Tepeyac mucho antes de la llegada de los españoles y lugar en la que —se afirma— hizo su aparición la Virgen de Guadalupe en el año de 1531, solo diez años después de la toma de la ciudad de Tenochtitlán (Luqui, 2009).

6 Desde mediados del siglo xviii, la palabra “mexicano” (o el término “nación mexicana”) comenzó a ser usado de manera deliberada para designar a los nacidos en esta parte del continente americano, en lugar de la denominación “novohispano” (o “Nueva España”), que hacía referencia a la condición de súbdito español que esa región ostentaba.

7 Juan José Eguiara y Eguren (1695-1763), historiador, teólogo y bibliógrafo nacido en la Ciudad de México.

8 De acuerdo con la versión del historiador criollo Lucas Alamán (1792-1853), la exhortación que pronunció el cura Miguel Hidalgo para animar al pueblo a la sublevación respondió al grito “Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines” (Alamán, 1985, p. 2). Era un acto que tenía, simultáneamente, significación étnica y política. Por un lado, subrayaba el hecho de que tal choque se daba entre dos naciones de naturaleza distinta, por otro, era un llamado a enfrentar militarmente a un enemigo extranjero.

9 Reflexionando sobre el carácter excéntrico de esas ideas y del sentimiento de ilegitimidad que estas provocaban en la población, Octavio Paz sostenía que dicha doctrina era “una concepción jurídica y política sin raíces en la realidad de nuestros pueblos y sin precedentes” (1993, p.181).

10 Un ejemplo notorio de este magnífico sentimiento de orgullo lo constituye el histórico manifiesto de los muralistas mexicanos dado a conocer en el año 1924. Esta proclama —firmada por David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera y José Clemente Orozco, entre otros connotados artistas— declaró la pintura mural arte oficial de la Revolución y fue “Dedicada a la Raza Indígena”. En esta se denunciaba que “toda manifestación estética ajena o contraria al sentimiento popular es burguesa y debe desaparecer porque contribuye a pervertir el gusto de nuestra raza […]”, prescribiendo sin ambages que “el arte del pueblo de México es la manifestación espiritual más grande y más sana del mundo y su tradición indígena es la mejor de todas” (Siqueiros, 1924).

11 Entre otros autores, ver Pla (2011), Machuca (1998), Giménez (2000), Basave (2002) y Báez-Jorge (1996).

12 El carácter cerrado y distante que México ha mostrado respecto a la inmigración extranjera se ha manifestado en un correlativo alejamiento con respecto al resto de América Latina. Los ojos del país tradicionalmente han estado volteados hacia el norte. Paradójicamente, todo un continente ubicado al sur de su frontera —con el que comparte lengua, historia, religión y cultura— pareciera haber quedado al margen de sus afectos e intereses. Ni la fuerza, ni la presencia ni el liderazgo de México se han dejado sentir al sur del río Suchiate.