Rev. Ciencias Sociales 173: / 2022 / III

ISSN Impreso: 0482-5276 ISSN electrónico: 2215-2601


ARTÍCULOS

EXCLUSIÓN SOCIAL Y CONTROL POLICIAL: ENTRE LA IMPOSICIÓN DE LA FUERZA Y LA NECESIDAD DE CONSENSO

SOCIAL EXCLUSION AND POLICE CONTROL: BETWEEN THE IMPOSITION OF THE FORCE AND THE NEED OF CONSENSUS

Sebastián Saborío*

RESUMEN

En este artículo se demuestra que la policía emplea dos estrategias para controlar a las personas y los territorios socialmente excluidos: la imposición de la fuerza y la búsqueda de consenso. La primera se lleva a cabo por parte de quienes gobiernan los Estados a través de retóricas y prácticas securitarias y represivas que tienden a generar nueva exclusión y aumentar las formas de exclusión preexistentes. La segunda, en cambio, la ejecutan mediante prácticas de carácter más democrático, las cuales tienen como principal objetivo aumentar el consenso de la población hacia las fuerzas policiales y su accionar. A lo largo del texto se demuestra que existe una correlación y codependencia entre estas dos estrategias, dado que la policía no puede ser únicamente represiva, así como no puede limitarse a buscar el consenso entre las personas que controla. Para alcanzar este resultado, se ponen a dialogar los clásicos de los estudios policiales con los aportes de investigaciones recientes sobre estos temas, en particular, los que se basan en el análisis de la realidad social de países latinoamericanos y de otros contextos del Sur Global.

PALABRAS CLAVE: POLICÍA * EXCLUSIÓN SOCIAL * CONTROL * POLÍTICA PÚBLICA * VIOLENCIA

ABSTRACT

This article demonstrates that the police use two strategies, executed by governments, to control socially excluded territories and persons: the imposition of force and the search for consensus. The former is carried through employing securitized and repressive rhetoric and practices that tend to produce more exclusion or increase pre-existing exclusionary conditions. The latter, in contrast, through more democratic practices whose main goal is to increase the population’s acceptance towards the police force and their actions. The text shows the correlation and co-dependence between these two strategies, given that the police cannot solely be repressive or looking for consensus among the people they control. To achieve this result, the author sets a dialogue between the classics of police studies and more recent research results, in particular those based on the analysis of the social reality of Latin American countries and other contexts of the Global South.

KEYWORDS: POLICE * SOCIAL EXCLUSION * CONTROL * PUBLIC POLICY * VIOLENCE

* Instituto de Investigaciones Sociales y Escuela de Sociología de la Universidad de Costa Rica, San Pedro de Montes de Oca, San José, Costa Rica.

sebastian.saborio@ucr.ac.cr/sebastian.saborio@gmail.com

INTRODUCCIÓN

En materia de seguridad, Ricotta (2012) recuerda que durante las últimas cuatro décadas, los gobiernos de los países del Norte Global, como Inglaterra, Estados Unidos e Italia, desplegaron, de manera alternada y en ocasiones sobrepuesta, tanto políticas de matriz represiva y reactiva como políticas preventivas y aparentemente democráticas. Lo mismo sucede en los países del Sur Global, aunque, como se mostrará en las próximas páginas, en estas realidades ha sido posible constatar un uso más contundente y menos velado de las formas de control más represivas y reactivas.

A una mirada poco atenta, el uso de estas estrategias puede parecer contradictorio; pero un análisis atento permite comprender su ambivalencia y complementariedad: son funcionales para producir el consenso que las instituciones necesitan para gobernar y para mantener bajo control las poblaciones socialmente excluidas.

Además de ayudar a comprender el uso instrumental que pueden tener las políticas y prácticas de seguridad, su análisis permite también cuestionar la eficacia de aquellas que se caracterizan por ser fuertemente represivas o que no respetan los derechos fundamentales de algunas clases-categorías sociales1. Por ejemplo, ha sido abundantemente demostrado que estas no han alcanzado resultados positivos en la reducción de los conflictos que se dan entre las bandas del narcomenudeo que se sitúan en los barrios marginalizados de América Latina y que, por lo contrario, radicalizan a los criminales y aumentan la violencia que estos ponen en práctica (Jütersonke et al., 2009). Sin embargo, dicha información no ha disuadido a los gobiernos de implementarlas, aumentando de esta manera las distancias existentes entre clases sociales y facilitando procesos de securitización y segmentación socio territorial como, por ejemplo, la fortificación de edificios y espacios públicos, en detrimento de las clases más vulnerables (Lippert y Walby, 2015).

Las prácticas y procesos de securitización no se dan únicamente mediante el uso de fuerzas de policía. De hecho, cuando estas no consiguen garantizar la seguridad de las élites, aumenta el peso que el sector privado tiene en la gestión, prevención y neutralización de la criminalidad. De esta manera, termina por garantizarse la seguridad de aquellas personas que tienen los medios económicos para asegurarse una residencia en condominios cerrados, sistemas de video vigilancia, guardias privadas y bienes de consumo dentro de centros comerciales lujosos e hipervigilados (Angotti, 2013; Caldeira, 2000). Dado el elevado precio de los bienes y servicios que ofrece el mercado de la seguridad, estos no están al alcance de las clases sociales más desfavorecidas. Además, el hecho de que las clases-categorías sociales que consiguen comprar su propia seguridad son también aquellas que ejercen una mayor influencia en la toma de decisiones políticas, permite que los gobiernos dediquen menos recursos para garantizar la seguridad pública de la generalidad de la población. Por ejemplo, el caso de Guatemala es emblemático si se considera que, en el 2013, 19 900 oficiales de policía controlaban “una población de 12,7 millones de personas, mientras que 120 000 guardias privados protegen aquellas personas que se lo puede permitir2” (United Nations Development Programme, 2013). Todo esto contribuye a reforzar y aumentar las desigualdades sociales existentes. De hecho, si la seguridad de las ciudadanas y los ciudadanos no está garantizada de forma equitativa por parte de las instituciones públicas, la misma pasa a ser gestionada directamente por el mercado y, por consecuencia, las clases-categorías que poseen un poder adquisitivo menor quedan más expuestas ante la criminalidad. Esto lleva a la creación de “espacios de prosperidad” para las clases altas (UN-Habitat, 2013) y focos de violencia e inseguridad, las llamadas “no-go-areas”, habitadas por poblaciones empobrecidas (Blokland, 2008; Koonings y Kruijt, 2004, 2007, 2009; UN-Habitat, 2010).

Por estas razones, se vuelve fundamental analizar el control que la policía lleva a cabo sobre individuos, clases-categorías y territorios socialmente excluidos. Algunas publicaciones sostienen que, cuando este refuerza procesos de securitización, revela su verdadera función, que sería la de gobernar el espacio en una perspectiva de división, segregación y fragmentación, y no de cohabitación pacífica (Moser y Rodgers, 2005). Por ejemplo, según Campesi (2010), en el contexto latinoamericano, las políticas de seguridad que tienen como protagonistas las fuerzas de policía se implementan con una lógica de “defensa del espacio” contra las poblaciones vulnerables, las cuales son descritas a través de la retórica política y mediática como “clases peligrosas”. Sin embargo, como se verá más adelante, para que estas sean llevadas a cabo, las autoridades no pueden simplemente imponer su autoridad a través de la fuerza del aparato represivo del Estado. De hecho, la población debe dar su consenso a ser controlada, de lo contario, no sería posible realizar la acción policial.

El contenido de este artículo es, principalmente, el resultado de más de una década de investigaciones sociológicas sobre las funciones y las particularidades de diferentes fuerzas policiales a nivel internacional. Durante el desarrollo de dichas investigaciones, se recolectó y se analizó un número elevado de publicaciones científicas y, con el objetivo de llevar a cabo el presente trabajo, posteriormente, se seleccionaron aquellos aportes relacionados con los temas aquí presentados. Adicionalmente, y para abarcar un número mayor de publicaciones, se realizó una búsqueda en bases de datos académicas especializadas en ciencias sociales, con las siguientes palabras clave: legitimidad, violencia, uso de la fuerza, control, policía y exclusión social.

EXCLUSIÓN SOCIAL E IMPOSICIÓN DE LA FUERZA POLICIAL

Según Brodeur (2003) y Waddington (1999), quienes analizan la policía desde las ciencias sociales, su función principal no es la de combatir la criminalidad, sino la de ejercitar la autoridad del Estado a través de la imposición de la fuerza (Brodeur, 2003; Waddington, 1999).

Por esta razón, la eficacia de la actividad policial no puede ser medida con base en su capacidad de hacer que la ciudadanía respete la ley, sino con base en el éxito que alcanza al momento de imponer la voluntad de quienes, en la sociedad, poseen el poder. En otras palabras, lo que caracteriza el uso de la fuerza policial es que esta está destinada a preservar el orden establecido. Los enfoques neomarxistas y los neoweberianos concuerdan sobre el hecho de que la policía está al servicio del Estado, es decir, de las fuerzas políticas al gobierno, y no de la ciudadanía (Crowther, 2004). Si la policía no es considerada como legítima por parte de la población, esta necesitará hacer un uso mayor de la violencia para preservar el orden establecido. En general, el Estado es considerado legítimo principalmente por parte de los individuos a los cuales satisface sus necesidades y protege sus intereses. Cuando este tiende a salvaguardar los intereses de una minoría de sujetos, en detrimento de los intereses de la mayoría, es más fácil que se genere un descontento general en la población, lo que aumenta la probabilidad que los gobiernos tengan que recurrir a la policía como instrumento de represión violenta. En síntesis, cuanto menos un gobierno goza de legitimidad entre la ciudadanía, tanto más necesitará recurrir a medios autoritarios para gestionar la población civil. Por esta razón, no sorprende que la fuerza coercitiva de la policía se active más contra las clases sociales más empobrecidas, las cuales tienen menos motivos para considerar legítimo el poder de las fuerzas políticas al gobierno.

Diversas investigaciones latinoamericanas (Laitano y Mateo, 2019; Stamatakis, 2017; Pita, 2019) han dado cuenta de cómo se despliega el accionar represivo del Estado con particular dureza sobre poblaciones de barrios urbano-marginalizados. En Argentina, se ha estudiado que esto impacta principalmente a personas jóvenes de estos territorios, quienes son víctimas de distintas formas de microviolencia u hostigamiento policial, como golpizas, humillaciones, detenciones arbitrarias y formas de discriminación. Un ejemplo claro de esto es el caso de Fuerte Apache, en Buenos Aires, barrio donde, a raíz de los casos de violencia institucional y los reclamos que se dieron en la comunidad a partir de ello, “la policía fue retirada del patrullaje local y, en su lugar, se emplazó a la Gendarmería” (Kessler y Dimarco, 2013, p. 14).

Situación similar se da en México, donde Suárez de Garay (2002) demuestra cómo la policía de ese país establece diferenciaciones en el trato con la población, bajo criterios como la apariencia física, la procedencia territorial y la clase social. Esa sospecha permanente lleva a que se pongan en práctica sobre estos sujetos acciones como detenciones o requisas, las cuales no se ejecutarían de forma tan común en casos de personas con un perfil diferente. Para Montevideo en Uruguay, Mosteriro et. al. (2016) dan cuenta de cómo la violencia física y el uso de lenguaje inapropiado por parte de la policía se despliega principalmente hacia habitantes de la región “Oeste-Noroeste”, la cual está integrada por barrios con mayores índices de pobreza.

Siguiendo con el caso de Argentina, Kessler y Dimarco (2013) utilizan el concepto de profiling, entendido como la presencia de “un sesgo discriminatorio basado fundamentalmente en atributos de clase” que opera en el accionar policial y lleva al ejercicio de estas formas de violencia. La presencia de prácticas que evidencien profiling tiene implicaciones negativas en la confianza y legitimidad policial de los y las habitantes de estos barrios (Kessler y Dimarco, 2013) y especialmente en las víctimas de estas prácticas (Stamatakis, 2017). Una manifestación de esto, para el caso chileno, es que las personas de menores ingresos evaluaran de peor manera, con respecto a las personas de mayores ingresos, la labor de Carabineros (Frühling, 2009).

Otro efecto que se ha estudiado al respecto es cómo estas formas de violencia generan “desconfianza acerca del desempeño de otras instituciones y [...] de los canales estatales que promuevan el control, la sanción y la eventual reparación del daño” (Pita, 2019), llegando a provocar temor de represalias por parte de las fuerzas de seguridad del Estado argentino (Pita, 2019). Las poblaciones victimadas juzgan la violencia policial como injusta en tanto van en contra de la ley (Kessler y Dimarco, 2013).

En este sentido, en el caso de Brasil, el uso indiscriminado de la violencia que la policía ejerce regularmente hace contra las poblaciones empobrecidas, erosiona su legitimad (Monteiro, 2007). Además de afectar negativamente la legitimidad de la institución policial, la incidencia de estas formas de violencia policial en estos territorios llega a tener implicaciones negativas para las fuerzas políticas al gobierno, particularmente, sobre aquellas que promueven políticas de seguridad criminalizantes y represivas (Soss y Weaver, 2017). La participación electoral es un mecanismo que puede ser usado como protesta por parte de las poblaciones víctimas de violencia policial. De hecho, a través de las elecciones, estas pueden llegar a “castigar” a políticos y políticas que han perdido su legitimidad por no actuar (o de actuar de manera ineficiente) frente a estos casos, evitando que sean electos o electas en cargos de elección popular (Soss y Weaver, 2017). Sin embargo, la perduración de la violencia policial contra clases-categorías socialmente excluidas, permite comprender la incapacidad del “voto de protesta” de resolver de manera generalizada dicha problemática.

Para Waddington (1999), la distinción principal entre la policía y las fuerzas militares es que la función de las primeras es la de ejercer el poder coercitivo del Estado sobre la ciudadanía, mientras que las fuerzas militares lo hacen sobre individuos a los cuales no se les reconoce los derechos básicos de ciudadanía formalmente por pertenecer a otros Estados o, factualmente, en cuanto forman parte de clases-categorías socialmente excluidas. Para sostener su tesis, Waddington recurre al modelo de control colonial, haciendo hincapié en el caso del gobierno sudafricano establecido durante la época del apartheid. La intención del sociólogo es la de demostrar que, contra las poblaciones subyugadas, el Estado impone su autoridad a través de formas de control militarizadas y, en cambio, emplea las fuerzas de policía de manera garantista cuando se relaciona a los grupos sociales dominantes. Básicamente, en las realidades coloniales el elemento que diferencia las fuerzas militares de las fuerzas de policía es que las primeras pueden recurrir mucho más a la violencia y a la coerción, propio porque tienen que gestionar clases-categorías sociales que poseen un nivel mucho menor de garantías y derechos.

Para este mismo autor, el modelo colonial también puede servir como ejemplo para la comprensión del uso que la policía hace de la fuerza en sistemas de gobierno democráticos para controlar a la ciudadanía. De hecho, en estos contextos, la ciudadanía está fuertemente fragmentada, en vez de ser uniforme entre la población. En realidad, algunos sujetos son más “ciudadanos” que otros y algunas clases-categorías son más tuteladas que otras.
En otras palabras, mientras todos los individuos poseen formalmente derechos universales y de ciudadanía, porciones enteras de población son sistemáticamente excluidas de su goce factual. Waddington sostiene que para entender cuál es el nivel real de ciudadanía que poseen los diferentes grupos sociales es suficiente verificar el trato que la policía les da: cuanto mayor es la violencia institucional que se emplea para controlar una clase-categoría social, menor es, efectivamente, su nivel de inclusión dentro del ámbito de los derechos. En síntesis, la policía nunca actúa de manera violenta y represiva indiscriminadamente porque “cómo una sociedad es controlada por la policía depende de a quién se controla” (Waddington, 1999, p. 26).

El combate a la criminalidad no sirve solo a legitimar el Estado y sus fuerzas políticas, sino también y, sobre todo, a su brazo armado: la policía. Waddington (1999) subraya el hecho de que, no obstante, el trabajo de la policía tiene poco que ver con la lucha contra la criminalidad, pues su legitimidad pública deriva principalmente de esta función.

En la misma línea, para Bittner (2003), la policía no se encarga de aplicar la ley o de prohibir que esta sea violentada. De hecho, el autor muestra cómo los y las agentes de policía no hacen respetar todas las leyes indistintamente, sino que, al momento de imponer su autoridad, se limitan a hacer que la población respete algunas de estas de manera muy selectiva, con base en los problemas que deciden resolver. Además, Neocleous (2000) asevera que, más allá del hecho de que la policía tiene la posibilidad de activar e interpretar las leyes de manera discrecional, la mayor parte de las actividades que desarrolla no están enfocadas en la lucha contra la criminalidad. Para demostrarlo, trae a colación que, antes del 2000, año en el que publicó esta información, en el Reino Unido solo entre el 10% y el 15% de las llamadas que las personas hacen a la policía están relacionadas con eventos criminales. La gran mayoría de las llamadas se relaciona con servicios que tienen una función más social que de gestión de la criminalidad. Al mismo tiempo, a través de las llamadas de la ciudadanía, no se puede medir toda la actividad represiva que la policía lleva a cabo en ámbitos distintos al de la criminalidad, como, por ejemplo, en la esfera política. Esto quiere decir que, aunque la retórica institucional insiste sobre el hecho de que la utilidad principal de la labor policial es la de combatir el crimen, en realidad está mucho más orientada a funciones de otra naturaleza.

Neocleous (2000) explica también que todas las policías del mundo han pasado por el dilema de qué nombre dar a la corporación: fuerza de policía o servicio de policía. La escogencia que toman los gobiernos al respecto puede dar pistas para comprender cuál, entre coerción y servicio a la ciudadanía, es la función que más van a resaltar con el objetivo de legitimar el brazo armado del Estado, por lo menos en lo que concierne la esfera simbólica y de representación del trabajo de la policía.

Para Jessop (2015), la estatalidad es entendida como las capacidades del Estado de penetrar y organizar la sociedad y el territorio que controlan. Estas capacidades pueden ser variadas, porque sí se puede hablar de “estatalidades” en plural, en tanto, las formas en que se alcanza ese orden social desde el aparato estatal pueden cambiar a través del tiempo y a lo largo del propio territorio.

En un nivel abstracto, los Estados tienen un conjunto de elementos que comparten entre sí, en tanto formas particulares de organización política (Jessop, 2015). Eso sí, la posibilidad de establecer una definición general del Estado no significa que estos se expresen de igual forma en las realidades concretas, ya que al bajar el nivel de abstracción se puede dar cuenta de cómo las diferentes formaciones estatales ejercen su poder estatal de distintas maneras y son determinadas por arreglos de fuerzas sociales a lo largo del tiempo. En este nivel es donde se ven las diferentes configuraciones del Estado, a lo interno del mismo, por ejemplo, entre distintas instituciones o entre diferentes Estados.

En este sentido, vale la pena aclarar que las instituciones policiales “están condicionadas por las culturas políticas particulares de las que forman parte, a las que a su vez condicionan” (Montero, 2007, p. 60), lo que significa que la realidad concreta en la que se establecen políticas de seguridad depende también del modelo socioeconómico y político en el que se desarrollan las diferentes formas posibles de estatalidad. Los estudios sobre el vínculo entre las políticas criminales de corte punitivo y el neoliberalismo tienen, como principal referente, a Loïc Wacquant (2010), quien se acerca a esta relación a partir de las realidades de países del Norte Global. Él establece una relación entre la precarización laboral, el desmantelamiento de las políticas sociales y la extensión del uso del aparato represivo del Estado hacia poblaciones de periferias urbanas. Esto significa, para Wacquant, el paso de un “Estado social” que impulsa políticas de bienestar hacia la clase trabajadora a un “Estado penal” que ejerce el castigo, principalmente, hacia las clases subalternas que han visto sus condiciones de vida deterioradas en este contexto neoliberal.

Sin embargo, esta tesis —que encuentra gran acogida en los estudios sobre la penalidad contemporánea— es cuestionada por personas autoras del Sur Global que critican principalmente la lógica causalista que se ha establecido entre neoliberalismo, inseguridad/criminalidad y políticas securitarias, en la cual no se esclarece el “cómo” se da la relación entre esos aspectos (Sozzo, 2017). Para esto, proponen no perder de vista que la consideración de condiciones estructurales —como el neoliberalismo para comprender la presencia de dichas políticas— no debe dejar de lado la dimensión más política, donde priman pugnas, tensiones e intereses al momento de poner en práctica (o no hacerlo) ciertas acciones desde el Estado.

Por otro lado, se puede afirmar que, en los contextos en los que se intenta llevar a cabo un cambio de paradigma político que vaya hacia la creación de modelos posneoliberales, como, por ejemplo, sucedió entre principios de los años 2000 y finales de la década de 2010, en diferentes niveles en el Brasil lulista, la Venezuela chavista y la Argentina kirchnerista, “la inseguridad produce neoliberalismo y limita la profundización del pacto posneoliberal” (Seghezzo y Dallorso, 2016). Esto significa que el discurso securitario, que sostiene que las clases subalternas son las responsables de la criminalidad, influye negativamente en la posibilidad de alcanzar la “inclusión social” —en términos amplios— que se busca desde los proyectos postneoliberales, en tanto zanja las distancias sociales y simbólicas dentro de la población con la construcción de ciertas poblaciones como “clases peligrosas”.

Para el caso venezolano, la trayectoria de las políticas de seguridad ha sido ambivalente, ya que esta ha oscilado entre políticas de corte garantista y otras de corte punitivo (Grajales y Hernández, 2017). Caso similar en Ecuador y Argentina; en el primero de estos dos países, antes de la crisis política del 2010, se impulsaron políticas garantistas, pero después de esta se dio un giro punitivo en la cuestión criminal en respuesta al descontento ciudadano (Paladines, 2017); en el segundo, se dio la misma ambivalencia, la cual se debió en gran parte al contexto sociopolítico, es decir, por la necesidad de articulación con otros actores políticos e intereses electorales que atravesó el kirchnerismo a lo largo de sus 11 años de vigencia (Sozzo, 2017).

Estos acercamientos a las experiencias postneoliberales centran su mirada en procesos eminentemente políticos, por lo que se enfatiza en fenómenos como el populismo penal para entender el porqué de la persistencia de políticas punitivas en gobiernos de este tipo. La principal lección de esto es que no se puede tomar el neoliberalismo como la explicación absoluta de la presencia de la punitividad, aunque tampoco se debe caer en dejar de lado por completo este factor y su carácter estructural.

CONSENSO

Weber (1919) entendió que, para poder sobrevivir, ningún tipo de autoridad puede sostenerse únicamente sobre el uso e imposición de la fuerza, dado que necesita poseer niveles suficientes de legitimidad entre las personas sobre las cuales la autoridad y la fuerza son ejercidas. Más recientemente, Tyler y Fagan (2008) recuerdan las enseñanzas de Weber cuando afirman que, en las sociedades modernas, las autoridades obtienen mucha más ventaja de la cooperación con las personas respecto a la que pueden obtener mediante la imposición de la fuerza y la amenaza de sanciones y castigos. En el caso específico de la policía, Bittner (2003) sostiene que en los sistemas democráticos, esta no puede llevar a cabo su trabajo sin que exista un consenso general de parte de la población a ser controlada, aunque no es necesario que sea total. Según Bayley y Perito (2010), la policía necesita demostrarse como un poder legítimo ante la población para que su actividad alcance niveles de eficacia satisfactorios, sobre todo en contextos caracterizados por altos índices de violencia y en las realidades sociales en las que las instituciones democráticas son inestables o poco presentes. El análisis que Steinberg (2008) realiza de la labor policial en las townships, territorios marginalizados de Sudáfrica, demuestra con ejemplos prácticos qué es lo que puede pasar cuando la policía circula en territorios en los cuales la población no ha dado su consenso a ser controlada:

[La policía] ya sea evita controlar aquellas zonas donde no se siente bienvenida (…) o usa uno u otro medio para negociar su presencia en estas zonas (…) [como por ejemplo] informando su presencia, obstruyendo la justicia o asegurando que no va a intervenir (…). Entre más la policía negocia, por supuesto, más empieza a parecerse a otros usuarios privados de la violencia y menos parece ser policía3 (p. 1).

Estas pocas palabras sintetizan la razón por la cual la legitimidad es fundamental para la institución policial. Dado que lo que caracteriza a la policía es la imposición de la fuerza, cuando su presencia no es aceptada y se ve obligada a negociar el uso de la fuerza, esta deja de cumplir sus funciones de manera plena. Para Bittner (2003), la imposición de la fuerza es fundamental para poder llevar a cabo lo que él considera ser la misión principal de la policía: el mantenimiento de la paz. El autor afirma que la policía mantiene la paz evitando que eventos inusitados cuales “amenazas de herir o perjudicar gravemente a alguien” (Bittner, 2003, p. 37) o emergencias derivadas de robos, peleas entre individuos o tumultos violentos entre grupos de personas, pueden turbar las relaciones de convivencia pacífica en la sociedad. Bittner aclara que no es necesario que la policía aplique, de hecho y siempre, la fuerza física. En realidad, para él esta se tiene que evitar siempre que sea posible para que se dé prioridad al diálogo. Sin embargo, en su teorización es evidente el hecho de que es fundamental que la policía sea capaz de ser intimidatoria. Esto porque, durante emergencias, la amenaza y el uso de la fuerza por parte de la policía es decisiva para disuadir aquellas personas que, con sus acciones, ponen en riesgo la paz social. En esta perspectiva, entonces, la policía debe tener un nivel de legitimidad suficiente para que su acción encuentre el menor nivel posible de resistencia por parte de aquellas personas que resquebrajan el orden social y de aquellas que podrían unirse en acciones violentas con el objetivo de oponerse a policía. En otras palabras, si la policía no es legítima, el riesgo es que, en vez de mantener la paz, esta sea un catalizador de desorden.

Además, para Bittner (2003), si la población no brinda su propio consenso a ser controlada, no es posible hablar de control policial, sino de pura y simple opresión. Es decir, la acción policial que resulta ilegítima no tendría que existir en los sistemas democráticos en cuanto es característica de aquellos autoritarios. De la misma idea son De Oliveira Muniz y Proença Júnior (2007) cuando afirman que, independientemente de la autorización legal, sin un adecuado nivel de legitimidad las fuerzas de policía son solo “tropas de invasión o de ocupación que existen para suprimir el disenso, sustentando alguna forma de opresión en los territorios y sobre las poblaciones que están a su alcance” (p. 54). Por esta razón, la frecuencia con la cual la policía usa la fuerza contra la población es un indicador del nivel de democracia de los gobiernos (Waddington y Wright, 2008), de la misma manera que, como se ha mencionado anteriormente, el nivel de violencia institucional de la cual una determinada clase-categoría es víctima permite comprender cuál es su nivel de inclusión social.

Ha sido ampliamente demostrado que las políticas de seguridad que fomentan técnicas represivas de control policial facilitan, de hecho, abusos por parte de esta, aumentan la distancia entre la ciudadanía y el Estado en general y, en particular, en lo que concierne a las relaciones entre las personas y la policía (United Nations, 2011). La distancia entre la población y la policía puede facilitar el surgimiento de otros círculos viciosos que contribuyen a aumentar la criminalidad violenta, sobre todo en contextos caracterizados por elevados niveles de exclusión social. En efecto, si las personas se sienten distantes respecto a la policía, tenderán a no tenerle confianza y, en consecuencia, la evitarán hasta en los momentos que necesiten sus servicios. Esto debilita la capacidad que la policía tiene de combatir el crimen en los momentos que quiera hacerlo y, en última instancia, de legitimar su propia autoridad. Por ende, si la policía no es legítima, esta tendrá que hacer un recurso mayor a técnicas de control más represivas y violentas para poder imponer su autoridad, distanciando ulteriormente a la población controlada y así sucesivamente. Este círculo vicioso resulta todavía más deletéreo en algunos de los territorios empobrecidos de muchas ciudades del Sur Global, en las cuales, según Gonzáles (2017), la policía es el órgano estatal más presente y que mayormente entra en contacto con las personas.

Sin embargo, no es solo la violencia institucional llevada a cabo por parte de las fuerzas de policía que las vuelve ilegítimas ante la mirada de las clases-categorías sociales con mayores desventajas. En este sentido, juega un papel importante el hecho de que estas gocen, o no, de sus derechos básicos de ciudadanía. Esto significa que en los territorios en los cuales las personas no ven garantizados sus derechos civiles, políticos y sociales, es más probable que las fuerzas de policía sean percibidas como el brazo armado de un Estado opresor y, por consecuencia, como una institución ilegítima. El hecho de que la policía sea percibida de esta manera puede favorecer el surgir de otros actores sociales que se disputan con el Estado lo que, según Weber (1919), tendría que definir su existencia: el monopolio del uso de la fuerza. Por esta razón, las organizaciones criminales tienen tanta más capacidad de reforzarse, hasta el punto de obtener el control total de un determinado territorio, cuanto menos el Estado es presente a su interior (Arias, 2013). En relación con esto, Koonings y Kruijt (2004) consideran que muchos estados latinoamericanos son, en efecto, “democracias fracasadas”. El fracaso de las democracias es el resultado de la exclusión social que caracteriza una amplia porción de la población en la región y de la consecuente ocupación de sus territorios de residencia por parte de actores sociales que no hacen parte del Estado y que se le oponen, como, por ejemplo, grupos de guerrilleros u otros que se dedican al comercio de sustancias ilícitas. El culmine del fracaso se da, según estos autores, cuando quienes se oponen al Estado consiguen usurpar a la policía su poder coercitivo con el objetivo de imponer sus propias leyes.

Como hace notar Davis (2012a4), en los territorios en los que la violencia es un problema crónico, las personas, en el mejor de los casos, perciben la ley del Estado y la policía como inútiles y, en el peor, como instrumentos de opresión. En el caso de la policía, esto se da porque se presenta como el brazo armado de un Estado que no los beneficia y que, en cambio, los excluye socialmente. El hecho de que, como afirma Davis (2012a), las personas tienden a sentirse más distantes del poder estatal cuando las leyes y la policía no funcionan para ellas y ellos, sino en su contra, debe llevar a reflexionar a fondo sobre el papel de las leyes, cómo las personas las interpretan y porqué deciden respetarlas, ignorarlas o violarlas.

POLICÍA DE COMUNIDAD

Para aumentar la aceptación de la policía por parte de poblaciones socialmente excluidas, es decir, que estas les permitan ser controladas, las autoridades de países del Norte Global y del Sur Global han desarrollado programas de policía comunitaria. Según Müller (2010), los objetivos declarados de estos programas son los de “volver la gobernanza de la seguridad más democrática, participativa y capaz de rendir cuentas, aumentar la confianza que las poblaciones locales depositan en la policía y mejorar la sensibilidad de la policía conforme a las preocupaciones de la ciudadanía con respecto a la seguridad” (p. 22).

El concepto de “policía de comunidad” surgió de la síntesis entre una filosofía sobre las relaciones Estado-sociedad y una estrategia operacional de policía. Las primeras experiencias de policía de comunidad se dieron en los Estados Unidos y en Gran Bretaña en la década de 1970 y estaban basadas en la “idea de que los agentes de policía y los ciudadanos actúen de manera conjunta y creativa para resolver los problemas relacionados a la criminalidad, el miedo al crimen, desordenes urbanos y sociales y la disgregación de los barrios en las comunidades contemporáneas” (Bertaccini, 2009, p. 167).

Sucesivamente y hasta la actualidad, los programas de policía de comunidad fueron presentados a menudo como la mejor solución para acercar las comunidades locales a la policía en los periodos en los que la relación entre estos dos grupos fuera percibida por parte de las instituciones gobernativas como “insatisfactoria” (Tilley, 2008). Además, para Brogden (2005), la policía de comunidad se volvió el “elixir mágico” que se tiene que presentar cada vez que se desee mejorar la imagen de la policía después de que esta haya sido responsable de graves violaciones de los derechos humanos. Entonces, se puede sostener que las instituciones presentan a la policía de comunidad como algo que se contrapone a las técnicas de control que recurren al uso de la fuerza de manera desproporcionada. Sin embargo, aquellas y aquellos que critican este modelo policial subrayan el hecho de que su verdadera utilidad es la de legitimar el poder coercitivo de la policía (Zhao et al., 2001). Otras críticas que se le hacen a los programas de policía de comunidad conciernen su eficacia al momento de reducir y prevenir la criminalidad, en particular, la que tiene expresiones violentas. Por ejemplo, el análisis de programas de policía de comunidad implementados en los Estados Unidos ha demostrado que estos no consiguen reducir las tasas de criminalidad (Body-Gendrot, 2000; MacDonald, 2002). El argumento más usado por parte de quienes critican a la policía de comunidad es que esta no consigue transformar las prácticas de las y los agentes de policía dado que, al máximo, se pude afirmar que sirve para modernizar su léxico e imagen adecuándolos a las transformaciones sociales en momentos en los que la institución a la que pertenecen tiene que ser presentada como más democrática y menos violenta (Bertaccini, 2009; Müller, 2010).

No obstante, quienes idearon el concepto de policía de comunidad, así como aquellas y aquellos que la apoyan y deciden reproducirla, insisten en el hecho de que esta sirve para construir relaciones positivas y colaborativas entre las fuerzas de policía y la población. En esta perspectiva, dicho modelo policial genera formas de poder compartido entre la policía y la ciudadanía respecto a las actividades orientadas a prevenir la criminalidad. Para alcanzar este objetivo, la acción conjunta entre estos grupos tendría que dar prioridad a prácticas preventivas y proactivas que sean capaces de considerar las peculiaridades de cada contexto, en vez de ejecutar las técnicas de control estandardizadas, reactivas y represivas que comúnmente caracterizan el trabajo policial (Bittner, 2003; Tilley, 2008; United Nations Office on Drugs and Crime, 2010). Esto también significa que los programas de policía de comunidad tendrían que ser llevados a cabo según una lógica de problem solving, donde la atención de la policía se dirige a los “problemas que están atrás de los accidentes, en vez de enfocarse únicamente en los accidentes” (Moore, 1992, p. 99). Dado que la retórica de la policía de comunidad da más énfasis a la prevención que a la represión (esta sostiene que en vez de usar la fuerza se tendría que preferir el diálogo), Alderson (1984) llegó a afirmar que el verdadero objetivo de este modelo es el de hacer que los agentes de policía se vuelvan más “oficiales de paz” (peace officers) y menos sujetos comprometidos en hacer respetar las leyes (law enforcers).

La policía de comunidad, entonces, nació ante todo como una forma de mitigar la imposición de la fuerza por parte de la policía. Desde el momento en que esta era la prioridad, tradicionalmente, los programas de policía de comunidad le han dado poca importancia a explicitar y delinear de manera clara cuáles son las prácticas que tendrían que caracterizarlos. Según Moore (1992), las prácticas propias de dicho modelo pueden variar dado que no han sido establecidas desde su inicio. En cambio, han sido definidas solo sucesivamente a su aplicación en diferentes contextos y con alcances diferentes (Cordner, 1995). Esto ha llevado a las personas expertas a concordar sobre el hecho de que “no existe un modelo consensuado de policía de comunidad” (Wisler y Onwudiwe, 2009, p. viii). Dado que el concepto de policía de comunidad es muy amplio, este puede ser abierto a diferentes interpretaciones (Terpstra, 2010). Seagrave (1996) llega incluso a sostener que la fluidez y la intangibilidad del concepto permiten que su aplicación se transforme siempre en una “reforma retórica”.

A continuación, se demostrará que, de todas maneras, la única práctica que, de hecho, une cada programa de policía de comunidad es la cooperación entre ciudadanos y la policía con el objetivo de garantizar, de manera conjunta, la implementación de una policía más moderna y democrática. Según la definición dada por parte de Trojanowicz y Bucqueroux (1999), “la policía de comunidad se basa en la premisa de que la policía y la comunidad tendrían que trabajar juntas para identificar, priorizar y resolver problemas” (p. 4).
En la misma línea, Skogan (2006) sostiene que la policía de comunidad debe involucrar al “público en esfuerzos direccionados a aumentar la seguridad de la comunidad” (p. 29) o, por lo menos, reforzar “la capacidad de las comunidades para combatir y prevenir el crimen de forma autónoma” (p. 29). De manera más moderada, Rao (2013) se limita a evidenciar que la necesidad de alguna forma de colaboración activa entre los miembros de las comunidades y los de la policía. Por su parte, Tilley (2008) afirma que la policía debe controlar los territorios con las comunidades y no limitarse únicamente a controlar las comunidades dentro de los territorios.

Independientemente de la retórica, en la práctica, la participación de la ciudadanía en los programas de policía de comunidad no se da de manera satisfactoria ni siquiera en la realidad anglosajona, donde estos programas nacieron. En particular, es más difícil e improbable que las personas residentes de comunidades empobrecidas tengan un papel activo en dichos programas y consigan que la policía les comparta su poder en relación con la gestión de las políticas de seguridad. No obstante, irónicamente, es propio en estos lugares que, para legitimar su presencia, la policía tenga una necesidad mayor de construir relaciones de confianza con sus residentes (Tilley, 2008).

La razón que lleva a una participación muy limitada por parte de estas poblaciones en los programas de policía de comunidad se encuentra en el hecho de que, en su mayoría, estos se implementan sin tomar en consideración las motivaciones socioeconómicas que alejan a los miembros de estas comunidades de las fuerzas de policía (Brogden, 2005).Además, los programas de policía de comunidad se emplean sin reconocer la existencia de asimetrías de poder entre estos dos grupos y, en consecuencia, sin elaborar una estrategia comunicativa adecuada (Schneider, 1998). Por estas razones, en lugar de generar nuevas modalidades relacionales, la policía de comunidad muchas veces termina reiterando las que ya existen y que se basan en los estereotipos estigmatizantes que las y los policías tienen de las comunidades vulnerables (Frühling, 2012).

Debido a la percepción negativa que muchos de los miembros de las barriadas empobrecidas tienen de las fuerzas de policía, a menudo las personas que tienen la intención de participar activamente en los programas de policía de comunidad son desalentadas por parte de sus vecinas y vecinos o, peor aún, pueden volverse víctimas de formas de intimidación o, incluso, de agresión (Tilley, 2008). En fin, la incapacidad de la policía de comunidad de ser un vector de participación se debe también a los límites personales de las personas agentes que se destinan a este tipo de programas. En primer lugar, Sadd (citado en Bertaccini, 2009) señaló que la población policial no siempre comprenden a plenitud los objetivos y las modalidades operativas de los diferentes programas de policía de comunidad. En segundo lugar, a menudo no les agradan las tareas de acercamiento a la población, como, por ejemplo, las reuniones con los miembros de las comunidades y otro tipo de eventos públicos. Esto porque algunas y algunos tienen la percepción que de esta manera aparentan ser más amigables de lo que tendrían que ser para sentirse respetados o porque temen el hecho de que sus colegas que se dedican a actividades más tradicionales y represivas puedan burlarse de ellas y ellos. En sustancia, a las y los agentes les puede costar aceptar las actividades propias de la policía de comunidad en cuanto las consideran una forma de trabajo social y no como una actividad de policía a todos los efectos (Tilley, 2008).

En las zonas empobrecidas del Sur Global que tienen altas tasas de criminalidad y donde la policía en vez de representar una solución a la violencia puede ser un propulsor de esta, es aún más difícil que los programas de policía de comunidad tengan éxito (Davis, 2012b5).

Todos estos elementos permiten que las voces más críticas de dichos programas puedan afirmar que “una visión simplista, tal vez nostálgica de las relaciones entre Estado y sociedad impregna mucha de la retórica de la policía de comunidad” (Herbert, 2006, p. 92).

POSIBLES SOLUCIONES: ENTRE LAS POLÍTICAS INTEGRADAS DE SEGURIDAD Y EL REFORMISMO

Si los gobiernos desean que las fuerzas de policía resulten legítimas antes las poblaciones socialmente excluidas, no tendrían que darles a la responsabilidad de resolver problemas estructurales de la sociedad. Y, aunque sí de importancia fundamental, para algunos estudiosos y estudiosas a tal efecto no es suficiente substituir técnicas de control de tipo autoritario con otras más “democráticas” y respetuosas de los derechos fundamentales de las personas. Como ha sido evidenciado por parte de Davis (2012a), la policía es solo una parte del engranaje en los mecanismos políticos y en las dinámicas sociales que tendrían que ser responsables de la seguridad de las personas. Por esta razón, la autora sugiere que, para crear formas, experiencias y prácticas de seguridad que sean legítimas para las personas receptoras de estas, es necesario implementar políticas que no se limiten al ámbito del control policial, sino que tengan también el objetivo de promover la inclusión social de los individuos en un sentido más amplio.

En los estudios relacionados con la criminalidad existe un consenso difuso sobre el hecho de que no es posible identificar un único factor causal de la criminalidad y de la violencia que se concentra en las zonas caracterizadas por altos niveles de exclusión. Por esta razón, Muggah y Krause (2009) afirman que los modelos de seguridad que se basan únicamente en el uso de las fuerzas de policía para disminuir las tasas de criminalidad violenta tienen escasas o nulas posibilidades de tener éxito. Los autores sostienen que para reducir estos fenómenos es necesario plantear políticas integradas de seguridad, es decir, que tomen en consideración no solo cuáles son sus causas sociales, como, por ejemplo, la pobreza y la desigualdad, sino que también intenten incidir positivamente en las modalidades a través de las cuales estas se entrelazan y se reproducen. De su lado, Davis (2012b) hace notar que este tipo de propuestas son difíciles de implementar. Por esta razón, las instituciones prefieren concentrar sus energías en métodos que tengan como objetivo reducir, eliminar o prevenir, un factor causal a la vez. Y, dado que, como se mencionó anteriormente, para el Estado en general, y para la policía en particular, la lucha contra la criminalidad es una fuente de legitimidad, tienden a preferir estrategias de alto impacto simbólico que produzcan consenso en el breve periodo. Por este motivo, como fue mostrado por Moncada (2013), los gobiernos proponen, casi exclusivamente, soluciones reactivas a estos problemas, como por ejemplo, el aumento del aparato policial o penas más severas para aquellas personas que cometen crímenes.

Una crítica a las políticas integradas de seguridad proviene de aquellas y aquellos que consideran inalcanzable este tipo de soluciones y proponen un acercamiento de tipo reformista para solventar la falta de legitimidad de las fuerzas de policía. Para Soares (2006), dichas políticas no alcanzan resultados tangibles en poco tiempo. Esto sucede porque se enfocan en las causas estructurales de la violencia, criminalidad y del uso excesivo de la fuerza por parte de la policía contra clases-categorías vulnerables, elementos que, para el antropólogo y ex ministro de Seguridad de Brasil, no es posible eliminar en los tiempos que caracterizan el manejo político de los problemas sociales, el cual suele responder a la necesidad de los gobiernos de demostrar resultados concretos durante sus mandatos al electorado. Además, el autor argumenta que, en el ámbito de la seguridad, si las personas no ven los resultados de las políticas en poco tiempo, estas no consiguen entender su utilidad, lo que las lleva a pedir medidas reactivas y represivas contra la criminalidad.

En esta perspectiva, el planteamiento reformista tendría la ventaja de poder, según Soares (2006), demostrar a la población que es posible alcanzar resultados en tiempos más razonables quitando, de esta manera, el espacio de maniobra a políticas de tipo autoritario que ven en la brutalidad policial contra clases-categorías excluidas la respuesta más adecuada a la violencia difusa en la sociedad. Para Soares (2006), la profesionalización y la democratización de las fuerzas de policía pueden ayudar a superar modelos reactivos de seguridad y facilitan la creación de formas de control respetuosas de los derechos de las personas. La ideación y la formulación de los programas de policía de comunidad que fueron mencionados precedentemente también van en esta dirección. En consecuencia, estos elementos generan, según el autor, consenso entre las clases-categorías más vulnerables, las cuales ven aumentar su posibilidad de gozar de un servicio de policía que tenga como objetivo garantizar su seguridad, así como garantizar la de las clases medias y altas.

Las reformas policiales tienen una urgencia particular en contextos que recientemente han realizado una transición de gobiernos autoritarios a sistemas políticos democráticos, como es el caso de Brasil, el cual fue analizado por Soares (2006), quien identificó que es urgente transformar las prácticas de control violentas y represivas para aumentar la legitimidad de las fuerzas policiales. El objetivo del planteamiento reformista, como el propuesto también por parte de Bayley y Perito (2010), es el de crear fuerzas policiales más democráticas (democractic policing). Estos autores ponen énfasis en el hecho de que “un control policial efectivo y legítimo es la esencia de la construcción de una democracia nacional” (Bayley y Perito, 2010, p. 67). Sin embargo, el intento de generar consenso de la población hacia la policía mediante estrategias de democratic policing no es exclusivo de democracias recientes o de realidades que poseen tasas elevadas de criminalidad y de violencia difusa. En general, en la perspectiva de reforzar los sistemas democráticos y evitar demandas sociales autoritarias y represivas es necesario tener en cuenta que “cuando las principales estructuras y agencias del Estado sufren de varios niveles de tensión e ilegitimidad, se vuelve crucial desarrollar y sostener instituciones policiales fuertes” (Brogden, 2005, p. 65). Los países que cuentan con una historia democrática más consolidada también pueden atravesar fases en las que las fuerzas de policía gozan de poca legitimidad entre una parte significativa de la población. Por ejemplo, en el contexto europeo, Papanicolaou y Rigakos (2014) recientemente promovieron nuevas formas de democratic policing para contrarrestar las pulsiones autoritarias que demandan que la policía sea usada de manera más enfática como instrumento de represión de los conflictos que emergen como consecuencia de las recientes crisis económicas y del aumento de exclusión social.

CONCLUSIONES

El presente artículo dejó claro que, sin un adecuado nivel de legitimidad, la policía no puede llevar a cabo sus funciones. Esta situación puede llevar a los gobiernos a imponer con mayor fuerza su propia autoridad o, para ganar consenso entre la población a ser controlada, puede llevarlos a buscar soluciones alternativas a la pura y simple imposición de la fuerza. Como se explicó en precedencia, la policía resulta ilegítima ante las personas que:

A) Son sometidas sistemáticamente a formas de control represivo y violento por parte de la policía.

B) Son excluidas socialmente en cuanto no consiguen gozar plenamente de sus derechos civiles, políticos y sociales.

Es obvio que una condición no excluye la otra y que, por lo contrario, estas pueden ir de la mano, en particular en territorios marginalizados, empobrecidos o vulnerables, conforme quiera llamárseles. En consecuencia, para poder generar o recuperar legitimidad, las fuerzas de policía tienen que:

A) Mostrarse menos represivas, violentas y distantes de las personas que controlan. En otras palabras, tienen que implementar técnicas de control menos autoritarias y más democráticas.

B) Mostrarse como un servicio que viene brindado por un Estado incluyente y respetuoso de los derechos de las personas. Esto significa que la policía tiene que ser percibida por parte de la población como uno de los tantos servicios que el Estado garantiza para mejorar la vida de las personas y no como una fuerza opresora que tiene el objetivo de neutralizar el potencial conflictivo y la peligrosidad social de las clases-categorías sociales vulnerables.

A este punto se puede comprender que para poder analizar la imposición de la fuerza por parte del Estado es necesario preguntarse antes cuáles son los mecanismos que permiten que los gobiernos excluyan determinadas clases-categorías sociales. Es decir, cuáles son los elementos que determinan quién, y quién no, está incluido en un sistema de derechos que, lejos de ser universal, se demuestra variable, diferenciado y excluyente. Esta ardua labor no es el objetivo de este texto; sin embargo, aquí se ha puesto atención en el papel que juega la policía respecto a estos temas. Waddington (1999) arroja pistas que permiten comprender que la policía puede ser tanto excluyente, cuando reprime grupos sociales e individuos, cuanto incluyente respecto a aquellas personas que “sirve y protege”. Es tarea de las personas investigadoras sociales que analizan la institución policial verificar si, y cuándo, los aparatos de control son abiertamente represivos o son democráticos. De la misma manera, deben desvelar cuándo formas de democratic policing se limitan a ser mera retórica o consiguen, por lo contrario, aportar contribuciones significativas para la inclusión de grupos sociales en el ámbito de los derechos de ciudadanía.

Algunas personas expertas proponen políticas integradas de seguridad ante problemas como el uso excesivo de la fuerza por parte de la policía, la criminalidad y la violencia que caracterizan muchos de los territorios de la exclusión social en todo el mundo; elementos que contribuyen a disminuir la legitimidad de la policía e impiden que esta consiga que la generalidad de la población le brinde su consenso a ser controlada. Según las promotoras y los promotores de este planteamiento, es necesario tomar medidas que incidan sobre los factores sociales que generan las desigualdades socioeconómicas que permiten que las clase-categorías excluidas no perciban a la policía como un servicio, sino únicamente como el brazo armado del Estado. Por otra parte, las defensoras y los defensores de soluciones reformistas sostienen que las políticas integradas de seguridad difícilmente alcanzan resultados satisfactorios porque no consiguen incidir en los problemas estructurales y no alcanzan resultados tangibles a corto tiempo y, por esta razón, proponen reformas policiales capaces de democratizar mayormente el control policial y que, por ejemplo, lleven a la creación de programas de policía de comunidad. Sin embargo, ha sido demostrado que las modalidades de implementación que han caracterizado este tipo de programas hacen que difícilmente consigan resultados positivos, en particular en territorios poblados por grupos socialmente excluidos. Por el momento, el debate entre la necesidad de transformaciones amplias y la posibilidad de alcanzar resultados concretos queda abierto y sujeto al análisis de las ciencias sociales.

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Fecha de ingreso: 25/09/2020
Fecha de aprobación: 26/01/2022


1 A lo largo del artículo, se usa el concepto de clases-categorías, definido como “los conjuntos abstractos y vacíos que derivan en los lugares existentes en los procesos de trabajo, los cuales varían de acuerdo al tipo de propiedad o posesión que se tenga sobre los medios de trabajo, al tipo de trabajo que se realiza en ese lugar: si es manual o intelectual; al control que se ejerza o no sobre el proceso pro ductivo y a la función global que se cumple en relación al capital y al trabajo” (Parra et al., 2006, p. 323).

2 Todas las citas de textos en idiomas diferentes al español han sido traducidas literalmente por parte del autor.

3 En el idioma original: “They either avoiding policing in those zones where they are not welcome (…). Or they use one or another means to negotiate their presence in those zones” (…) “information, the obstruction of justice, the assurance that they will not intervene” (…) “The more police officer negotiate, off course, the more they begin to resemble other, private user of violence, and the less they look like police”.

4 La publicación citada se sustenta en una investigación realizada por diferentes investigadores e investigadoras que llevaron a cabo trabajos de campo en las siguientes ciudades: Johannesburgo, Medellín, São Paolo, Ciudad de México, Nairobi, Kigali, Managua y Karachi.

5 La publicación citada se sustenta en la misma investigación de la publicación (Davis, 2012a) que se citó arriba, por lo que esta se basa en el trabajo de campo realizado en las ciudades mencionadas anteriormente.