Rev. Ciencias Sociales 175: 159-174 / 2022 (I)

ISSN Impreso: 0482-5276 ISSN ELECTRÓNICO: 2215-2601


UTOPÍA Y DESEO

UTOPIA AND DESIRE

Manuel Martínez Herrera*

Tipo de documento: ensayo académico

Resumen

El presente artículo analiza el acontecimiento del deseo como punto de articulación entre la subjetividad y la utopía, a partir de la revisión teórica pertinente. Se reflexiona sobre la compleja vinculación entre el deseo (cuyo origen es una carencia imposible de satisfacer) y las diversas utopías, sus interrelaciones, complementariedades y tensiones. Se concluye que las preferencias utópicas tienen que ver con cuestiones y demandas subjetivas, y no tanto con aspectos argumentales y principios de los sistemas utópicos.

Palabras clave: Identidad * sociedad * socialización * utopía * deseo

abstract

This article analyses the event of desire as a point of articulation between subjectivity and utopia, based on the relevant theoretical review. It reflects on the complex link between desire (whose origin is an impossible to satisfy) and the various utopias, their interrelationships, complementarities and tensions. It is concluded that utopian preferences have to do with subjective issues and demands, and not so much with argumentative aspects and principles of utopian systems.

Keywords: Identity * society * socialization * utopia * desire

* Pensionado de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Costa Rica, San Pedro de Montes de Oca, San José, Costa Rica.

manuel.martinez@ucr.ac.cr

Utopia y sociedad

En la actualidad, la utopía del Estado-nación bajo cuya sombra se desarrolló el capitalismo palidece frente a la tras-nacionalización y la globalización, al replantearse las viejas identidades basadas en el nacionalismo y la tradición, lo que da paso a nuevas formas de identidad alimentadas por un individualismo rampante, que tan solo procura el bienestar personal. Esta suerte de hedonismo donde cada quien pugna por sus propios intereses, hace que se pierdan los valores comunes y cierto espíritu comunitario al abrigo de identificaciones momentáneas, enmarcadas prioritariamente por gustos y preferencias más que por creencias e ideales. De lo anterior, se colige que los procesos de identidad que previamente se encontraban situados en los márgenes de las utopías hegemónicas y alternativas, inspiradas en diversas cosmovisiones, ceden su lugar a identificaciones con ciertas manifestaciones “culturales” de corta vigencia y pequeña monta sin mayores horizontes. No obstante, esto no es óbice para que subsistan algunas tendencias y tradiciones que se resisten a desaparecer, y que en determinados contextos pugnan en pos de su hegemonía.

Siguiendo a Luhmann (2013), la sociedad contemporánea altamente diferenciada y diversificada no puede tener como eje de articulación e integración una única moralidad orgánica predominante, tal y como ocurría con el mundo católico medieval aun con todas sus tensiones. Por el contrario, los códigos éticos y morales con su pretensión de universalidad dan paso en la actualidad a una eticidad pragmática y tolerante cuyo último límite y punto de fractura es la reproducción a ultranza del gran capital. Cuando el capitalismo ve amenazada su supervivencia, puede vadear y conculcar en última instancia los derechos y las conquistas sociales que surgieron a su abrigo, siempre en aras del máximo rendimiento como objetivo supremo.

Por otra parte, las contradicciones inherentes que acaecen entre los distintos sectores sociales se tienden a resolver de una u otra manera en el marco de las reglas del capitalismo tardío imperante, siguiendo sus lógicas y demandas subyacentes. Dichas contradicciones son parte consustancial del sistema, para lo cual, el propio sistema posee las estrategias y herramientas para su resolución, manteniendo, eso sí, incólume el lucro como propósito último; esto no significa la perpetuación eterna del sistema capitalista, que de manera interesada sepretende hacer creer.

Más allá de las doctrinas políticas, económicas o religiosas que convocan a diferentes intereses sociales e individuales y de sus contradicciones inherentes, el sistema socio-político como tal pervive y se reproduce, cabe entonces la pregunta: ¿Cuál es la justificación ideológica y moral que permite mantener este estado contradictorio de cosas? Al respecto se tiene que en la contemporaneidad emergen con fuerza las tendencias liberales que posicionan las libertades civiles, los derechos universales y los derechos humanos, así como la libre concurrencia del mercado como valores supremos. Se regulan también las relaciones entre los estados a nivel político y económico, incluso, los animales y el medio ambiente son sujetos de derechos. Emerge así un nuevo evangelio laico con su propia lógica y su propia ética, el cual, al igual que los anteriores, es tan solo un horizonte utópico.

La validez de este nuevo “evangelio” no está sustentada en un mandato divino ni en la salvación prometida, obedece a razones y motivaciones distintas aun cuando encuentre su justificación, hasta cierto punto, en los mandamientos anteriores. Se apela en este caso a una racionalidad inherente que suele reconocerse como universalmente válida, justa y conveniente para la convivencia social, por supuesto, no exenta de críticas y transgresiones. Su carácter utópico determinado por el imposible objetivo de su realización, le blinda paradójicamente de una prematura caducidad, ya que, en tanto promesa, siempre se mantiene vigente.

Siguiendo a Habermas (2010), se dirá que lo que conforma una comunidad de creyentes o adeptos es el asentimiento racional a determinadas premisas, al tiempo que un componente subjetivo que, en nuestro caso, se remite a la promesa siempre utópica de la realización de un deseo. Los diversos “consensos utópicos” entran en relación entre sí y no pocas veces en contradicción y conflicto, todo lo cual, se manifestará en la lucha ideológica, política o religiosa. Pese a ello existe una especie de meta-acuerdo más allá de los diferentes principios y supuestos de partida que se enarbolan, que permite la coexistencia pacífica de los diversos sistemas de creencias a pesar de sus contradicciones, se refiere a la libertad de pensamiento y al derecho a disentir. El quebranto de este precario equilibrio supone una cruenta lucha por la hegemonía entre los diversos sistemas de creencias en detrimento de los otros, siendo las primeras víctimas la democracia y el derecho de expresión. Hay que dejar por sentado que la justicia y la verdad es un horizonte utópico que se enarbola en la mayoría de los discursos religiosos y políticos, donde a fin de cuentas cada quien concurre con su propia idea y demanda, al acoger una u otra alternativa presente en el mercado ideológico según sus mejores apetencias y necesidades.

El estatus de verdad

El orden simbólico-social es una metáfora, algo que da cuenta de la realidad pero que no es la realidad misma, es un orden ficcional que se da por supuesto y a partir del cual se asume nuestra existencia, la relación con el mundo y el vínculo con los demás, de suerte tal, que las relaciones que se establecen con los otros son y serán siempre relaciones fantaseadas, propuestas interacciónales mediadas por la percepción subjetiva y los deseos que la atraviesan.

Cualquier estatuto de verdad está determinado por una especulación, incluso, en el ámbito de la ciencia las grandes verdades y sus demostraciones caen históricamente una tras otra. Empero, sin esta “realidad” ficticia sería imposible el funcionamiento societario y todo aquello que se da por establecido. Dicha “realidad” aquieta nuestros temores e incertidumbres, brinda certezas y pautas funcionales sin que se repare en su validez, ni siquiera en su existencia. Se vive como el resultado del curso “inevitable” e “invariable” del orden social imperante, como la única realidad posible. Por supuesto que algunas utopías patrocinan el orden hegemónico aportando una supuesta veracidad, sentido y unidad de propósito, orientando de esta manera las actuaciones del sujeto y del colectivo.

En la actualidad, se establece un nuevo estatuto de verdad que no reside ya en una revelación trascendente sino en la argumentación y sentido lógico aportados por una cierta racionalidad más o menos especulativa, que desplaza cada vez más las explicaciones de naturaleza teológica (Habermas, 2010). Sin embargo, siempre se requiere de una cobertura ideológica que aporte adicionalmente una justificación y deseabilidad social para que sea aceptada. Se formula de esta manera “lógicas” argumentales cuya justificación reside en una supuesta conveniencia social y en un ideal democratizador, que en el fondo oculta las profundas inequidades que caracterizan al sistema social imperante.

Es menester tener presente que más allá de cualquier raciocinio, la asunción subjetiva de un enunciado de verdad pasa inexorablemente por el tamiz del deseo (consciente e inconscientemente), lo cual mediatiza y subjetiva el discurso ideológico contribuyendo subrepticiamente a su asimilación y aceptación, aun cuando se invoquen razones supuestamente válidas y objetivas (Arrieta y Martínez, 2018).

¿Cómo explicar la coexistencia de las diversas orientaciones utópicas, algunas de ellas francamente antitéticas? Obviamente no puede partir de los juicios que sustentan cada una de las razones utópicas, por cuanto en este acto se negarían tácitamente todas las otras razones que realizan planteamientos diferentes o que se oponen claramente a un discurso dado. Dicho recurso de validación solo funciona en el ámbito interno, donde las utopías se establecen como un sistema cerrado y tautológico que se nutre de sus propias argumentaciones. Hay que buscar entonces que la explicación de la coexistencia “pacífica” de los diversos sistemas utópicos allende a los mismos.

El denominado “consenso social” establece un conjunto de principios y reglas de juego que son explícita y tácitamente asumidas, las cuales sirven como normas de comportamiento, al tiempo que proveen los criterios y los procedimientos para la resolución de los conflictos. Como se señaló anteriormente, dichos principios consisten en un conjunto de garantías inalienables establecidas a título de derechos universales, derechos humanos y derechos constitucionales de los individuos, donde prima la igualdad, la libertad de pensamiento y el derecho a la justicia entre otros. Por supuesto, nada de esto es un seguro que evite que dichas libertades y sus prácticas sean escamoteadas con cualquier pretexto, al calor de determinados intereses.

Una de las mayores fortalezas de los sistemas utópicos más allá de sus justificaciones y de su formalización jurídica, es lo que Bourdieu (2000) ha denominado como el habitus, el cual regula las relaciones a nivel societario bajo un halo de obviedad, sentido común y cotidianidad, sin requerir ninguna argumentación racional ni demostración empírica, por la simple fuerza de la costumbre y de su reiteración.

La denominada realidad objetiva solo surte efecto si el individuo la da por cierta a partir de la presunción de su existencia y de su asunción en la cotidianidad. Siguiendo a Bourdieu (2000), se dirá que la visión dominante y el ejercicio de la “violencia simbólica” que ejerce no estriba tanto en el impacto de los discursos ideológicos en función de su supuesta capacidad argumental, sino en la repetición y la naturalización de aquellas prácticas hegemónicas que se asuemn como válidas, sin cuestionamiento alguno, por la simple fuerza de la costumbre y de su reproducción misma, a manera de una “compulsión a la repetición”.

Dichas prácticas brindan una matriz de sentido (común) que permite el intercambio social, y al ser “universalmente” asumidas se eximen de toda justificación y escrutinio de su supuesta validez. Es así como la dimensión social adviene como una parte previamente estructurada y compartida de la identidad personal a partir de la apropiación subjetiva del conjunto de experiencias, prácticas y prescripciones sociales (que nos es dado vivir), así como de una designación y asignación histórico-social que define quién se es y cuál es nuestro lugar y función en el mundo y en la vida. Ahora bien, la normativa no crea la realidad, la normativa surge, se establece y nutre en el intersticio de tales cotidianidades como marco referencial e identitario común; siendo así la identidad parte de una matriz social normada y compartida que nos acompaña en el diario vivir.

La crítica irrumpe como una suerte de distanciamiento que trasciende la literalidad de todo aquello que sometemos a juicio, al tiempo que pone a prueba los conceptos y definiciones previamente establecidos. Dicha acción implica el surgimiento de visiones y perspectivas diferentes, al establecerse de esta manera, nuevos significados y relaciones de sentido. Según Ricoeur (2009), toda enunciación que tenga pretensión de conocimiento o verdad debe someterse al escrutinio de otros conocimientos y saberes que la inquieran y cuestionen desde otras lógicas, epistemologías y ontologías diferentes al conocimiento o verdad en cuestión. Dicho ejercicio abrirá la posibilidad de nuevos cuestionamientos y exigencias que posibilitará llevar a los diversos sistemas de certezas, independientemente de su naturaleza, a nuevos planteamientos y a nuevos horizontes. El precio de no hacerlo sería el inmovilismo dogmático y el ostracismo, y a la postre, el fenecimiento por anquilosamiento e inadaptabilidad del sistema de conocimiento que se trate.

A partir del predominio de las ciencias positivas y basadas en la evidencia, caracterizadas por la fetichización del dato1, e inspiradas en un esencialismo que establece que la data, en cuanto tal da cuenta de la realidad y la representa, se establece un entorno empirista que hace que las ideologías vuelvan su mirada a la “razón instrumental” y al “interés pragmático”, vaciando su contenido de presupuestos filosóficos, epistemológicos y ontológicos de partida. De esta manera, los horizontes utópicos se estrechan al carecer de ideales y se impone una realidad omnisciente, totalitaria e invariable, cuyo límite último es su constatación, quedando el sujeto inerme merced de hechos y circunstancias que lo gobiernan y de las cuales tiene poco o ningún control fuera de su voluntad.

La verdad es un espejismo que se oculta bajo la “falsa apariencia” análoga a la belleza concebida por Walter Benjamin (Martínez, 2003), la cual, no se puede entender, ver o tocar, porque en dicho acto se corromperá y se destruiría su esencia. Cabe entonces la pregunta, ¿qué es lo que se esconde detrás de las apariencias?; si prescindimos de estas, ¿con qué nos encontraríamos? La respuesta de Žižek (2012) es contundente al respecto, no se encontraría nada, o quizá, lo que se encontraría es una “nada generativa” que a partir de su “ausencia manifiesta” impulsa al sujeto en su incesante búsqueda en pos de una verdad perdida, búsqueda que le lleva a nuevas preguntas y a nuevas incertidumbres2.

La verdad mora en el sujeto bajo la forma de un deseo irrealizable que generalmente se transfiere a una circunstancia, objeto o persona, aun cuando estos no sean el verdadero motivo del deseo como tal, que, en todo caso, yace en un lugar inaccesible. La imposibilidad de la plenitud y del goce perpetuo, atan inexorablemente al individuo al deseo (que se establece como una condición y característica del ser), y le mueven a realizaciones sucedáneas y compensatorias, a manera de un “cumplimiento vicario” de deseo.

Libertad y ruptura social

El desacato que según el “Génesis” conlleva todo mal, es el resultado directo del ejercicio de la libertad. Desde entonces la posibilidad de discernimiento y de “libre elección” se constituyen en un pesado fardo y en una enorme responsabilidad, que es el precio que se paga por la autodeterminación.

El ser humano, a partir de la instauración de la cultura debe responder por sus propias acciones, pasiones e inclinaciones como parte de un pacto o contrato que le permite vivir en sociedad al tiempo que le hace acreedor de determinados derechos y obligaciones también. El agobio de esta responsabilidad, aunado a sus propias flaquezas e incertidumbres le llevan a buscar en el entorno y más allá una respuesta a su finitud y a su propia imposibilidad, al crear universos trascendentes que le permiten bifurcarse entre una materialidad social concreta y carente y una realidad ideal concebida para aplacar, al menos en parte, sus temores y ansiedades, y por supuesto, su necesidad de vencer la muerte. Tales concepciones metafísicas no se quedan exclusivamente en el plano esotérico, ya que tienen consecuencias en el derrotero histórico, al contribuir a configurar el orden societario.

El denominado “sentido de la vida”, que antaño era relativamente claro, se torna en la actualidad confuso e incierto, lo cual impone vivir en una especie de incertidumbre dictada por las circunstancias. Circunstancias que tienen consecuencias a nivel de la construcción de paradigmas y horizontes utópicos en general, ya que los mismos tienden a obedecer a las exigencias materiales inmediatas más que a visiones trascendentales; de forma tal que la realidad en la que habitamos se asume como la única realidad posible, sin darnos cuenta de que la verdadera utopía consiste en creer que dicha realidad es y será para siempre la misma (Žižek, 2014). Se obvia así la constante histórica de que el cambio yace en el seno del mismo sistema donde emergen los discursos contestatarios y demás utopías anti-sistema que propenden y a la postre logran la transformación del propio sistema. Nuestra época se caracteriza por el pesimismo, la desesperanza y una expectativa de futuro sombría, incluso, entre quienes abrazan los “evangelios” del cambio.

La vacuidad del ser en estos tiempos tiene que ver con la ausencia de asideros firmes y permanentes que brinden garantías y seguridad en relación con el acontecer subjetivo y colectivo en virtud de lo vertiginoso de los cambios sociales. Las elecciones no están claramente establecidas y la supuesta libertad de decisión, aún dentro del abanico de posibilidades propuestas por el propio sistema, tendrán consecuencias para los individuos y el colectivo, de forma tal, que ante dicha responsabilidad se tiende a demandar y confiar en una otredad infalible que opta y decide por el sujeto, bajo la modalidad de una declinación y delegación de la decisión. Dicha depositación y enajenación de la voluntad exime al individuo, hasta cierto punto, de las consecuencias y la responsabilidad que implica tomar las propias decisiones. Vivir cargando el pesado fardo de las incertidumbres sin más auxilio que las propias falencias, se puede volver intolerable para muchos individuos. Esta otredad construida de manera especular a imagen y semejanza de los deseos de cada quien, no constituye un impedimento para que tal diversidad de deseos pueda ser acogida por un determinado sistema de creencias.

El orden social se vive como una exterioridad, como algo ajeno e impuesto que hasta cierto punto constriñe la voluntad y la libertad, una “otredad” que vigila y controla, a la cual hay que dar cuenta y obedecer, o burlar si se puede, aunque se deban asumir las consecuencias correspondientes. En este punto de quiebre es donde afloran las contradicciones entre una voluntad manifiesta y la manifestación de una voluntad que se le opone, de lo cual derivan las tensiones entre la organización social y los individuos, quienes precisamente a partir de dicha conflictividad se reconocen como tales, al mismo tiempo que parte de un orden societario determinado, siempre con la posibilidad de incidir y transformar el mismo.

La actual reivindicación de la universalidad de los derechos humanos y de las minorías, así como del multiculturalismo, que sin duda constituyen un paso adelante en la construcción de sociedades más equitativas tiene su lado oscuro, ya que a partir de dichas reivindicaciones se oculta un sistema social cada vez más injusto y desigual, donde, performativamente, las opciones de elección nos son dictadas dentro del límite y la lógica de la reproducción del capital, lo cual favorece a determinados sectores e intereses sociales en detrimento de otros. Se soslaya así el origen estructural de las diferencias sociales que se naturalizan y entienden como parte consustancial de una diversidad/inequidad necesaria y hasta cierto punto deseable. La mayoría de las utopías tributarias del sistema, plantean como parte de sus objetivos y horizontes ideales, el bienestar y el progreso material como resultado directo del esfuerzo individual y personal en consonancia con las leyes y principios que rigen el sistema capitalista, contribuyendo de esta forma a su mantenimiento.

La elección entre las diferentes propuestas y discursos utópicos no es necesariamente un acto de libertad, ya que dichas elecciones están determinadas por el conjunto de las posibilidades y contingencias sociales históricamente establecidas, así como por la constitución subjetiva (incluido los miedos, ansiedades, necesidades y deseos) que devienen como parte de la historia personal previa y de la correspondiente asimilación individual particular y característica de cada sujeto del contexto histórico-social. Paradójicamente, el sentimiento de libertad es directamente proporcional al grado de ignorancia que se tenga en relación con los determinantes sociales, culturales y subjetivos que pesan sobre las decisiones.

El individuo es al mismo tiempo sometimiento y rebeldía, complacencia e insatisfacción, pero es ante todo un deseo indomado, una demanda que irrumpe por instantes conmocionando los estamentos del poder, es siempre un enigma abierto en el derrotero de la historia. El sujeto como tal es un paréntesis al tiempo que unidad respecto al universo social donde habita, es oportunidad y posibilidad de cambio, es lo inédito y novedoso en el concierto social que desafía y fuerza sus límites propiciando su transformación.

El ejercicio de la libertad como posibilidad de rompimiento interrumpe la cadena causal, de manera tal, que sin su concurso otro sería el derrotero de los acontecimientos, todo lo cual, tiene como consecuencia el establecimiento de una marca y de una contribución personal a la construcción del edificio social, que solo el individuo y solo él puede realizar a partir de su singular forma de ser. Es, en función de dicha impronta subjetiva que el individuo se materializa como tal en el universo social, de esta manera la subjetividad deviene como posibilidad y dilema que impacta el devenir social. Lejos de los determinismos, los sujetos optan o deciden con consecuencias para sí y para los demás, de forma tal, que los acontecimientos tienen implícito el sello de cada quien.

El sujeto puede elegir entre las opciones sistémicas oficiales, lo que le evitará la confrontación, o decidir por opciones rupturistas con las consecuencias sociales y personales que ello implica. Es así como la realidad social está atravesada por el conjunto de las decisiones y acciones de la totalidad de quienes la conforman y la constituyen; de la misma manera, las utopías de cualquier orden se conforman a partir las demandas y los deseos de quienes participan en ellas. Hay que tener presente que nunca las decisiones son enteramente libres, ya que están atravesadas por prescripciones sociales, legales, ideológicas, así como por el habitus y por la tradición como tal.

La verdadera libertad, a despecho de lo que propone la sociedad de consumo, no reside en el acceso al objeto del deseo, que siempre será espurio y opaco como tampoco en el supuesto derecho a la elección que se ofrece a partir de redes de significación preestablecidas en función de realidades performativas. El ansiado reino de la libertad consiste en la inconformidad y el rechazo que nos es dado experimentar en relación a una realidad dada, que como tal no nos satisface y convoca nuestra desaprobación (Arrieta y Martínez, 2018). Dicha inconformidad es una fisura en la estructura social, una especie de discontinuidad que abre posibilidades e inaugurará nuevas realidades.

Es precisamente dicha inconformidad la que provocará cuestionamientos y demandas en los diversos sistemas utópicos, que de alguna manera tendrán que responder o perecer ante el embate de tales cuestionamientos. Ahora bien, es necesario tener en cuenta que un nuevo orden no implica una renuncia absoluta al ordenamiento previo, toda vez que cualquier discurso que plantee una ruptura será necesariamente un discurso crítico acerca del discurso hegemónico y toda nueva organización se fundará inevitablemente sobre los cimientos de la anterior. La liberación de los viejos dogmas y el reconocimiento de la anterior condición de sometimiento será siempre un importante discernimiento en la construcción histórica de la humanidad.

Un discurso emancipatorio entrañará necesariamente una nueva utopía que deviene como un horizonte alternativo, cuya comprensión y entendimiento implicará un ejercicio hermenéutico que conjuga el pasado, el cual se erige como una presencia concreta levantada sobre las injusticias de las generaciones precedentes, tal y como lo concibió Benjamin (1986); al tiempo que las nuevas demandas y apremios de la contemporaneidad. Dichas utopías y su afán emancipatorio contribuyen en mayor o menor medida a configurar nuevas realidades. La materialidad social estará de alguna manera construida por el anhelo y las reivindicaciones del conjunto de los ideales que luchan y conviven en un determinado espacio histórico.

En todo caso, la adscripción a determinados universos utópicos provee una orientación básica y unidad de propósito que justifica y explica, hasta cierto punto, el mundo material, las dinámicas sociales y el propio acontecer subjetivo. Las concepciones utópicas como tales son una aspiración personal al tiempo que un anhelo compartido que varía y se transforma a lo largo del tiempo, tanto a nivel social como individual.

La verdad de las utopías

Las utopías como tales parten de una matriz de sentido que apela a una determinada racionalidad, la cual convoca a ciertas conciencias persuadidas por un marco referencial, esto es, por un conjunto de principios y enunciados que tienden a justificarse de manera tautológica y los cuales generalmente desdeñan todo escrutinio externo. La validación de tales verdades se acompaña también de la fuerza y seguridad que brinda la “hermandad de creyentes” y, frecuentemente, del concurso de la tradición, que con regularidad exime de esgrimir alguna justificación racional, siendo la evocación de la tradición la justificación misma.

No se debe perder de vista que la posibilidad de realización de ciertas propuestas utópicas se encuentra siempre determinada por los límites y las condiciones de la formación histórico-social que se trate, y en la contemporaneidad, de la auto perpetuación del sistema capitalista como tal, el cual empero no es inamovible ni eterno como ideológicamente se nos ha hecho creer. Las utopías son parte de los juegos de poder y participan abierta o subrepticiamente en estos. Las utopías son parte de los dilemas y conflictos que se desarrollan en el ámbito societario, tomando posiciones en la denominada “lucha ideológica”. La confrontación entre sistemas utópicos, así como el intercambio entre estos, fuerza a determinadas re-conceptualizaciones al tenor de los signos y las demandas de los tiempos. Parece ser una constante histórica que aquellas utopías que no se renuevan, tienden a desaparecer.

Las utopías que llevan implícito los designios de cada época son construidas a partir de una realidad histórico-social concreta, donde el deseo (que es de naturaleza ahistórica) se representa en los ideales y las tareas propias de una sociedad determinada a manera de un compromiso individual y colectivo, el cual, puede o no tender al cambio.

Con la aceleración de los cambios en todos los ámbitos de la vida social, donde la constante es precisamente el cambio mismo no es posible enarbolar las viejas certezas “a toda prueba”, que anteriormente edificaban sólidas realidades sociales donde los individuos podían conducirse sin apremio y con toda seguridad teniendo claro lo que de ellos se quería y esperaba, de suerte tal que los grados de incertidumbre eran mucho menores, al igual que las opciones políticas e ideológicas que se ofertaban.

En la actualidad, lo que dábamos por cierto ayer ya no lo es hoy y se imponen de manera precipitada reconsideraciones y nuevos juicios de valor, de forma tal que la lealtad a determinadas verdades es relativa, cuando no momentánea, ya que el propio sujeto sabe o intuye que todo puede e, incluso, debe cambiar. De esta manera, las verdades dogmáticas se mediatizan y su seguimiento suele ser menos ortodoxo que en el pasado. Este parece ser cada vez más el destino de las diferentes concepciones utópicas, condenadas de esta forma a un perenne cambio.

A pesar de lo vertiginoso de los cambios acaecidos, parece utópico y prematuro predicar el denominado “fin de las ideologías”, ya que si se da un vistazo a nuestro alrededor se verá que pululan por doquier propuestas de naturaleza ideológica y utópica de nuevo y de viejo cuño, así como de uno u otro signo. Existe más bien el resurgimiento de cierto tradicionalismo y fundamentalismo que “convive” con un nuevo humanismo de naturaleza agnóstica y de un materialismo positivista con poco afecto a los idealismos, romanticismos y nostalgias, situación que propicia la confrontación política e ideológica. Quizá, en lo que a los fundamentalismos respecta, esto se debe a una reacción de los viejos estamentos que ven cuestionados y en peligro de los valores y las certezas con los que han construido su destino a lo largo del tiempo. En medio, persiste una masa indiferente que se niega y resiste a enarbolar banderas, carente de confianza y sin una orientación ni perspectiva clara de futuro. Es probable que dicho sector sufra de algún tipo de atrofia ideológica y de una especie de replegamiento utópico que no le permite trascender los estrechos límites y las condiciones de su situación y satisfacción personal. Por último, se tiene aquellos que creen sinceramente en el cambio y hacen suya la consigna de que “un mundo mejor es posible”.

La debacle de las viejas utopías, algunas de ellas con pretensiones de universalidad y de verdad absoluta, no han resistido el paso del tiempo ni el veredicto de la historia. Los signos de nuestros tiempos nos han obligado a renunciar a aquellas cosmovisiones omniscientes en los dominios de la filosofía, las ciencias sociales e, incluso, del psicoanálisis, a resguardo de nuevas evidencias y teorías que ofrecen explicaciones más convincentes y certeras, estrechando de esta manera sus correspondientes dominios explicativos. Se asiste a una importante devaluación de las teorías y sistemas generales acerca del sujeto y la sociedad, sobre los cuales se cierne cierta sospecha y desprecio, favoreciendo el conocimiento técnico y pragmático. Esta situación atenta contra el pensamiento utópico y cercena la posibilidad de una visión a largo plazo que permita cierta unidad de propósito, coherencia en la actuación y la oportunidad de una evaluación prospectiva.

La última gran utopía que se mantiene incólume es la de la “libre elección”, la quinta esencia de la “racionalidad” capitalista, que junto con la “libre concurrencia del mercado”, operan como porta-estandarte ideológico del sistema capitalista. El capitalismo suele asumirse como la consumación de la historia, como el último y superior desarrollo de la evolución social, sin un más allá que su eterna perpetuación. El individualismo que campea en la concepción capitalistas afín a la “tabula rasa”, borra de plano toda consideración de las diferencias sociales e individuales, como si la realidad social coincidiera con el “Emilio” rousseauniano o, voluntaria y conscientemente se hubiese suscrito el “contrato social”. Según lo propuesto por Martín-Baró (1985), la subjetividad es una asimilación única e irrepetible del contexto histórico, es la individuación de lo social y siendo que la historia personal de cada quien es diferente, las posibilidades y oportunidades individuales de acción-asimilación serán también diferentes. En el actual estado de cosas, no es de extrañar que las utopías contemporáneas atravesadas por el ideal hegemónico del individualismo capitalista nieguen aquellas otras utopías de naturaleza colectiva y colectivamente construidas a las que miran con sospecha y desprecio.

Hay un elemento que está más allá de las vanas promesas de los diversos discursos políticos, filosóficos, religiosos o científicos, la cual constituye una fuente fundamental de realización subjetiva para todos aquellos y aquellas que participan dando vida y sentido a los distintos sistemas utópicos; se refiere a la “función catártica” que deriva de la implicación de las subjetividades en dichos procesos. Dicha implicación tiene por sí mismo un efecto liberador, al permitir depositar las distintas aspiraciones, necesidades y conflictos en una exterioridad asumida y compartida, que brinda a la vez identidad y sentido de pertenencia. Dicha comunión “espiritual” facilita el desarrollo del “lazo social” y el establecimiento de vínculos, al tiempo que satisface necesidades afectivas de diversa índole, todo lo cual refuerza y estimula la adscripción a alguna o algunas de las propuestas presentes en el mercado de utopías. De esta manera, el triunfo colectivo se vuelve propio y el propio triunfo se vuelve colectivo, lo que sella un pacto tácito y explícito entre quienes comulgan con las “mismas” ideas y con las “mismas” visiones utópicas de mundo.

Para Foucault (2000), las “tecnologías del espíritu” adquieren su mayor desarrollo durante los siglos III y IV de nuestra época, bajo el patrocinio de la vida monástica. “Tecnologías” tales como: la oración, la meditación, la contemplación, el ayuno, el retiro, el silencio, el celibato y la flagelación entre otras, forman parte del arsenal ascético. Dichas “tecnologías” tienen el efecto de que el individuo se convierte en su propio fin y el espíritu se repliega sobre sí mismo, lo que lleva implícito cierto desprecio y repugnancia del mundo y del cuerpo, fuentes de concupiscencia y “cárcel del alma”. Por supuesto a lo anterior hay que agregar la caridad, la bondad, el amor y el servicio al prójimo entre otros, que también se encuentran en función del desarrollo espiritual, aunque con una marcada orientación social, no individual, siendo esta, otra forma de profesar la fe cristiana y de alcanzar la salvación como objetivo supremo. La observancia de los preceptos y rituales son también un aspecto esencial del “plan de salvación”. Dichas vivencias y prácticas trascendentes determinan y definen formas y experiencias de vida con su concomitante impacto en la constitución psicológica, al brindar de esta manera una manifestación concreta de los ideales utópicos que las inspiran. Desde luego, lo anterior no solo es válido para el cristianismo, sino también para muchos otros sistemas organizados de creencias.

La noción de pathos que según Foucault (2000) entre epicúreos y estoicos se entendía como “pasión” y como “enfermedad”, arroja luz acerca de nuestro funcionamiento psíquico. Acaso sería excesivo decir que las enfermedades mentales están atravesadas de una u otra forma por alguna alteración de las pasiones, o acaso los anhelos en ellas presentes no son una parte fundamental para entender su génesis, dinámica y evolución; cuestiones estas acerca de las cuales hace mucho tiempo teoriza el psicoanálisis. Al hacer una derivación de esta situación al lugar y función que ocupan las utopías (más allá de la justificación y mantenimiento de los sistemas sociales), en este caso relacionado con el funcionamiento psicológico individual, se dirá que las visiones utópicas brindan cierto “resarcimiento psíquico y satisfacción libidinal” a nuestras pasiones desbordadas que al ser “sublimadas” atemperan nuestro espíritu y logran de esta manera el cometido de aplacar los deseos y encauzar los anhelos, cumpliendo así su fin civilizatorio.

La ley por su parte cumple la función de legitimación y estandarte del orden imperante, es por ello que su desafío es acogido por las utopías contestatarias que incluso pueden tener como objetivo último el establecimiento de un nuevo orden social y su correspondiente legalidad. Adicionalmente a las altruistas motivaciones para trabajar y luchar por un orden social que se considere más justo, se tiene un tipo de “resarcimiento libidinal” a partir del desafío mismo de la ley, lo cual, se erotiza y encuentra su goce no tanto en el acceso al “objeto prohibido”, sino en el propio acto de la transgresión.

Al amparo de la ley e invocando sus preceptos se han cometido históricamente las peores vejaciones contra la humanidad. El denominado “bien común” suele ser una fórmula maniquea atravesada por intereses particulares y egoístas exenta de todo principio de justicia social. Las utopías independientemente de su legitimación, principios, enunciados y propósitos tienden a satisfacer secretas motivaciones éticamente censurables, que al amparo del ideal utópico se justifican invocando la justicia y la razón, así como un prometedor y venturoso futuro al final del horizonte utópico siempre y cuando cumplamos con nuestra misión.

En otro orden de cosas se tiene que el “sadismo super-yoico” se alimenta de la ley, a partir de la “denegación del deseo” ajeno, cuyo mayor placer consiste precisamente en cancelar el goce del “otro”, a partir de la estricta aplicación de la ley y de sus consecuencias. Se trata de un placer perverso de naturaleza “sado-masoquista” donde se conjugan motivo, razón y pretexto, facilitando de esta manera el acceso a un goce socialmente permitido exento de culpa y sin necesidad de reparación alguna.

Los ideales utópicos se conforman a partir de un conjunto de enunciados que expresan una cierta racionalidad que los justifican. Ante dichos ideales concurren las subjetividades convencidas de que están matriculadas con las razones e ideas que dicta su fuero interno; siendo en realidad muy distintas las razones y motivaciones que las convocan. ¿Cuál es entonces el punto de anclaje a partir del cual se conciertan las diversas conciencias y voluntades? No existe una respuesta unívoca al respecto. En general, la adscripción o no a determinadas razones utópicas tiene que ver fundamentalmente con motivaciones de orden afectivo más que racional, lo anterior sin detrimento de las justificaciones o valoraciones científicas, filosóficas o éticas que brindan un fundamento más o menos afín a los pensamientos y creencias subjetivas de cada individuo. Es gracias a la esencia y al carácter etéreo y vacuo de las propuestas utópicas y, precisamente, en virtud de ello, que los individuos pueden inscribirse con determinadas propuestas y no con otras, según cierta afinidad con sus particulares sensibilidades y apetencias.

Lo posible y permitido en el ámbito societario determinará los límites estructurales, afuera lo que se encuentra es la transgresión, que no es necesariamente negativa toda vez que las transgresiones de hoy serán la norma mañana. Las utopías como tales fluctuarán entre el fortalecimiento del sistema social, la posibilidad de cambios y su transformación. El “objeto del deseo”, que es sostenido por una carencia, encuentra arraigo en la permisibilidad liberal que caracteriza al “capitalismo tardío” y en sus márgenes de tolerancia, al ser este más permeable que en épocas anteriores caracterizadas por una mayor restricción.

Los mandamientos que los sistemas utópicos plantean no solo encausan los comportamientos individuales y colectivos a partir de prescripciones y prohibiciones, son también en sí mismos una fuente de “gratificación libidinal” a partir de la promesa de la realización de demandas imposibles. La atadura a las distintas utopías le deparará al individuo una satisfacción y seguridad más allá de las propias capacidades y posibilidades, sin embargo, en el momento en que se corte el suministro libidinal, por la razón que sea, o que los márgenes de satisfacción posible y fantaseada sean muy constrictivos, se crearán nuevos mundos utópicos, diseñados para satisfacer las “nuevas” demandas. Los diversos sistemas utópicos son tributarios de los designios y deseos de todos aquellos que se amparan bajo su égida. Dichos sistemas se encuentran a su vez presos de las demandas de quienes a ellos acuden, y es de esta manera que se constituyen a imagen y semejanza de los anhelos y fantasías en ellos depositados.

El deseo se “reviste libidinalmente” en un “objeto” que se convierte en “el objeto del deseo”, el cual se tramita a través de su “denegación, postergación o realización sublimada”, cumpliendo así la utopía su fin civilizatorio al posibilitar el gobierno pulsional (Martínez, 2016). El deseo es perenne en tanto sus objetos son históricos y por tanto proclives y sujetos al cambio según los avatares societarios. La posibilidad social e histórica de las utopías se sostiene también en función de propuestas y objetivos realizables que impactan los dominios societarios y generan algún beneficio y satisfacción momentánea a sus seguidores, por lo cual, las utopías son más que un horizonte allende de los escenarios sociales y se apuntalan también a partir de realizaciones concretas.

El “objeto del deseo” valga decir aquel objeto que se “reviste” de deseo, se permuta y transforma a través del tiempo forzando así los límites de la utopía, sus preceptos, prescripciones y prohibiciones al compás de las demandas históricas. Emergen así nuevas exigencias en función de nuevas necesidades y demandas sociales que replantean y crean horizontes utópicos. Las transformaciones utópicas no significan que las tradicionales y anteriores utopías desaparezcan, ya que coexisten un mismo espacio societario generando no pocas veces tensiones y conflictos en la lucha por ganar acólitos, conciencias y voluntades, al tiempo que espacios sociales. Las diversas utopías procuran granjearse un lugar protagónico y hegemónico en la realidad social donde actúan e intentan imponer sus condiciones. Algunas visiones utópicas no son necesariamente contradictorias entre sí, incluso pueden ser complementarias, en tanto otras son francamente antitéticas y se excluyen mutuamente. Históricamente, lo que se impone es el cambio para unas y para otras.

El establecimiento de la verdad, en tanto acto formal, contempla premisas, métodos y reglas a seguir, al tiempo que brinda un determinado conocimiento y una certeza de veracidad. Toda utopía enarbola una verdad, aunque poco o nada tiene que ver con el sujeto y su propio estatuto de verdad. La verdad antes que un conocimiento estricto o una iluminación, es ante todo una convicción personal establecida a partir de oscuras y secretas motivaciones personales, cuya comprensión escapa incluso al propio sujeto. La verdad es hija de una certeza que abriga una esperanza y un deseo más allá de cualquier justificación. En el fondo de nuestras certidumbres, lo que subyace es un deseo amorfo que nunca podrá ser satisfecho, por cuanto lo que se anhela es una “plenitud perdida” que jamás será restituida (Arrieta y Martínez, 2018).

El “amor por la verdad” oculta su par antitético, en este caso, el “temor por la verdad” (Žižek, 2012); temor a la verdad de que la “verdad absoluta no existe” y que por tanto somos irremediablemente sujetos de la incertidumbre y de la falta. Las utopías, con sus poses de verdad son en realidad el velo tras del cual se oculta la verdad de que la verdad es una quimera y en cuanto tal no existe.

A nivel ontológico la “verdad trascendente” poco tiene que ver con cuestiones de naturaleza metafísica o teológica. Las verdades trascendentes lejos de ser un lejano objeto de la especulación se circunscriben fundamentalmente al impacto que sobre el sujeto provocan y a los significados que el propio sujeto les atribuye, los cuales, generalmente tendrán consecuencias en su vida. La verdad no es entonces una aseveración abstracta, antes bien es una condición propia y particular del sujeto. El sujeto como tal tiende a validar su verdad asumiendo aquellos argumentos que a su juicio la confirman y tenderá a imponer a los demás su particular forma de pensar. Recíprocamente, los otros intentarán imponer sus visiones, al aportar unos y otros a la construcción colectiva de espacios y lazos sociales no exentos de tensiones. Lo trascendente, será siempre una experiencia subjetiva que remite al mundo espiritual.

Las religiones, ideologías y demás utopías advienen como una promesa siempre incumplida de “realización de deseo”, lo cual permite hacer más llevadera la indefensión y la soledad del sujeto frente a su propia finitud, de ahí proviene su capacidad de convocatoria y adherencia. La verdad acerca de la verdad, esto es de su razón de ser en el orden óntico, trasciende los enunciados y demostraciones y tiene que ver en definitiva con una condición de apremio y necesidad existencial del sujeto. Ciertamente, “la verdad es de quien la enuncia” y agregaremos, de quien la necesite. Cuanto mejor refleje una determinada utopía las necesidades subjetivas, más fuerte e intenso será el compromiso con la misma.

La verdad se aloja en un espacio vacío generativo, que precisamente en virtud de dicha vacuidad, se constituye en un lugar propicio para los deseos y las fantasías ahí depositados, donde perduran y se mantienen a resguardo. Aquí concurren y yacen nuestros anhelos y aspiraciones, por lo que cualquier desvelamiento de su ausencia destruiría de raíz toda esperanza, al revelarse la inexistencia del “objeto-causa del deseo” y lo inescrutable de nuestra falta. La revelación de la ausencia absoluta sería el fin de las utopías, no solo de naturaleza trascendente, sino de todas aquellas que prometen un futuro luminoso y pleno para todos. Significaría que el sujeto deba asumirse carente, falente y dejado a sus propias y exiguas posibilidades, sin más amparo que su propio ser y requerido del auxilio y el concurso de los otros también carentes y falentes, de los cuales empero no puede dar cuenta. El sujeto así concebido debe ser su propio auxilio y auxilio de los demás y deberá comprender que su fortaleza no depende de alguna utopía ubicada en un más allá incierto, sino en la suma de flaquezas y fortalezas propias y del conjunto social donde habita y al cual pertenece.

Si la verdad se desacredita, si deja de ser un norte que orienta los pensamientos y las acciones, si tan solo es un convencionalismo que permite dar por sentado algunos principios y normas que facilitan la comunicación y el vínculo social; se habrá perdido la capacidad de soñar, de construir individual y colectivamente las realidades imaginadas que aunque imposibles de alcanzar, forzarán a nuevas y urgentes realizaciones inspiradas justamente en esos sueños, y entonces quedaremos presos de una concreción material impuesta que nos somete y aplaca.

El estado de insatisfacción perenne y la búsqueda también perenne de satisfacción es el motor que moviliza al conjunto societal a nuevas realizaciones y es, al mismo tiempo, el motivo último que subyace al denominado progreso social. El reino de la libertad no estriba necesariamente en la satisfacción del deseo, sino en el hecho de desear y en la posibilidad de actuar consecuentemente para la realización (imposible) de dicho deseo. Tal insatisfacción nos permitirá imaginar nuevos horizontes utópicos y empeñarnos en la utopía de su realización, que, aunque imposible, siempre tendrá consecuencias a nivel del devenir social. De esta manera, se puede decir que el orden social está construido a partir de las aspiraciones nunca alcanzadas pero jamás inocuas que impulsan acciones utópicamente inspiradas, las cuales confieren a la historia un determinado derrotero. Utópicos son también los consensos sociales y toda certeza sobre la cual fundamos nuestros pensamientos y acciones, a fin de cuentas, el “lazo social” se establece a partir de una auto-referencialidad aledaña al deseo a manera de una propuesta interaccional que determinará nuestros vínculos y relaciones sociales.

Ante la imposibilidad de que el sujeto deje de soñar y anhele cambiar la realidad, emergen espurias “utopías” basadas en el inmediatismo, el conformismo y un materialismo rayano en el consumismo, las cuales ofrecen la realización de la felicidad y la plenitud en esta tierra, bajo el patrocinio de las ideologías de la “superación personal” (de manera individual por supuesto) o de las denominadas “teologías de la prosperidad”, a manera de un anticipo del reino de los cielos.

Las utopías existen gracias a un “gesto vacío” que se resiste tenazmente a la simbolización y que, por tanto, escapa al control del orden societario siendo el último intersticio de una libertad incondicional que empero, solo se puede expresar bajo la retórica enarbolada por los discursos utópicos que retrotraen todo deseo a la materialidad social del lenguaje.

Frente a la vacuidad, lo inconmensurable y lo indecible que clama por ser nombrado como condición para su existencia, al menos simbólica, se generan “significantes vacíos”, nombres de una “plenitud ausente” (Laclau en Butler et al., 2011) que, a partir de su polisemia, permite ubicar diversas fantasías, colmar deseos y ampliar, al menos en parte, los límites estructurales e históricos impuestos. “Justicia”, “libertad” e “igualdad” son algunos de los nombres de esa plenitud imposible, de las que se valen las utopías para sumar adeptos y por las que luchan todas las generaciones y en el nombre de las cuales se ofrenda hasta la vida.

Gracias a la abstracción de estos ideales, es que política e ideológicamente son cooptados, manipulados y tergiversados contraviniendo el bien común y pervirtiendo sus enunciados. De esta manera, las diversas utopías emergen en los bordes de estos “significantes vacíos” sin lograr salvar la brecha existente entre sus manifestaciones cotidianas y las aspiraciones a ellas encomendadas, hechas a imagen y semejanza de cada quien en un vano intento de trascender la tiranía de la realidad.

A partir de la incapacidad de poder expresar a cabalidad sus deseos y afectos, el sujeto queda en falta y buscará incesantemente su resarcimiento. Es precisamente, la anhelada realización del deseo lo que mantiene al individuo fiel a determinadas utopías, aun cuando sea defraudado una y otra vez, alimentado por la esperanza de que algún día, en esta o en otra vida se cumplirán sus aspiraciones. En ocasiones, es el mismo sujeto quien debido a sus propias faltas se considera indigno de cualquier satisfacción, lo que conlleva la culpa concomitante y la esperanza del perdón.

El sujeto preso de las “redes simbólicas”, que siempre serán sociales, se le imponen medios, formas y contenidos. Empero, el sujeto es el “único dueño” de su deseo, del cual paradójicamente no puede dar cuenta. El deseo como tal queda encallado en las “redes simbólicas” como única posibilidad de existencia, aunque su representación no es unívoca. Las utopías se colocan necesariamente entre el orden simbólico y ese deseo inescrutable imposible de simbolizar, cuya única posibilidad de expresión y de ser pesquisado en la dimensión social, es precisamente la dictadura simbólica del lenguaje. La utopía es un lugar de transición o acaso de intermediación entre la realidad social y el deseo.

La esencia de las propuestas utópicas no se encontrará en sus presupuestos ontológicos, epistemológicos o éticos, su esencia evade cualquier intento de formulación y abstracción porque su naturaleza es acoger un deseo imposible de simbolizar cuyo origen se pierde en la mismidad de la subjetividad y del cual el propio sujeto poco o nada sabe, siendo su única manifestación posible la adscripción a algún ideal utópico.

Tal y como se indicó anteriormente, la manifestación utópica del deseo no es unívoca, se trata tan solo de un referente, una semblanza que oculta un deseo amorfo que se inviste en una demanda, la cual, tampoco no da cuenta del deseo como tal. Es, precisamente de esta indeterminación y maleabilidad de las utopías de donde proviene su eficacia y capacidad de adherencia, incluso, hasta llegar a la fe ciega en ellas depositada. La utopía, análoga a los sueños freudianos, es también un “cumplimiento de deseo”, en tal sentido, las utopías se construyen en los márgenes de las fantasías y anhelos y en función de estos; y no tanto de las solemnes sentencias y decálogos utópicos, de lo cual se deduce que las utopías serán siempre algo más que el conjunto de sus enunciados.

Las prescripciones y las proscripciones que las utopías establecen tienen el efecto de producir determinadas marginalidades u otredades bajo cuya sombra emergen deseos prohibidos que irrumpen y que se manifiestan en la realidad social. Desde esta perspectiva, el deseo deviene como el anverso de lo socialmente convenido, que se opone y desafía (Žižek, 2016). Se prohíja así una rebeldía a las condiciones impuestas a través de un discurso contra-hegemónico, al tiempo que se producen modos de vida alternativos que alimentan las utopías del cambio y la revolución.

De lo anterior se puede colegir que más allá de las sentencias enunciadas por las diversas propuestas utópicas con su pretensión de sabiduría y verdad, es “el sujeto de la falta” el que significa y les da sentido a dichos enunciados. Es a partir del sujeto y solo del sujeto que las utopías cobran vida según la particular e inédita re-significación hecha por este, razón por la cual se produce un cisma entre lo formalmente establecido y lo asumido por las subjetividades. Dicha re-significación subjetiva es lo más próximo del deseo.

El sujeto, acaso se debería decir el “sujeto de la falta” y precisamente en virtud de dicha condición, se ve obligado a construir escenarios utópicos y realidades ficticias donde tienen abrigo y cobijo sus necesidades, fantasías y deseos por los cuales trabaja con ahínco, vive, lucha e, incluso, muere. De esta forma, la fantasía soporta la realidad, la conforma y constituye, al punto que ni la historia ni la sociedad se pueden concebir sin la participación de las creencias, idearios y utopías que las animan y conducen a algunos lugares posibles y a otros no, sellando de esta manera su destino. Se obra así la paradoja de que lo irreal e insustancial y la quimera participan decididamente en la construcción de una materialidad social determinada, la cual lleva implícitos los anhelos y esperanzas, así como las contradicciones y conflictos de quienes participan en su seno, lo cual, funda nuevas realidades no solo a nivel simbólico, sino también a nivel estructural y material propiamente dicho. El deseo latente en las utopías deviene como la causa que solo existe en sus efectos.

Sin un “núcleo de goce” (Žižek, 2010) que convoque el deseo, ninguna utopía tendrá vigencia social y estará condenada al fracaso histórico sin posibilidad ni alternativa para inspirar el derrotero social. Las utopías se ubican en un lugar equidistante entre el deseo y la realidad social a la cual sirven, cumpliendo así una función de intermediación que propicia la materialización y la socialización del deseo, valga decir, su manifestación en el territorio de los procesos sociales, participando de toda la dramaturgia social y sus vicisitudes a partir de un asentimiento al “estado de cosas” o de algún tipo de “malestar cultural”.

Las utopías se sostienen por un “núcleo de deseo” compartido que es al mismo tiempo individual, bajo la quimera de que lo que se desea es igual para toda la feligresía, cuando en realidad cada quien concurre y debe dar cuenta de su particular y personal deseo que poco o nada tiene que ver con el deseo ajeno. Dicha ficción, no es un obstáculo hermanar y compartir, al tiempo que crear comunidad. Sin embargo, las elecciones utópicas no son del todo azarosas, se puede decir que existe una suerte de matriz histórico-social a partir de la cual se engarzan sueños y fantasías a determinadas orientaciones políticas, ideológicas o religiosas, a las cuales se acude en función de algún grado de afinidad entre el deseo y el ideario propuesto, aunque nunca son equivalentes. Precisamente, esta ambigüedad permite a las utopías moverse en el conjunto de la heterogeneidad de las demandas y deseos. Lo cierto es que ningún sistema de creencias utópico se sostiene sin el concurso de la voluntad y la esperanza de aquellos a quienes convoca, su supervivencia depende enteramente de ello.

Según Žižek (2012), el sujeto no es la pregunta, es la respuesta. La oquedad y el vacío yacen en el sujeto quien intentará infructuosamente obturar esta ausencia, y ante su fracaso y perplejidad, al no poder resolver el enigma que le aqueja, formula una pregunta para la cual ya tiene una respuesta; al mismo tiempo, realiza una demanda que las distintas utopías intentan satisfacer sin lograrlo, lo cual hace que vuelva una y otra vez, en una especie de “compulsión a la repetición”, a formular las mismas preguntas y las mismas demandas.

La ausencia por la que clama el sujeto, el motivo de su incesante búsqueda no es algo inocuo y conmueve al universo social. Siendo el sujeto la fisura en la estructura social al tiempo que es quien encarna su propia vacuidad, es él y solo él quien produce sus propios enigmas y dilemas. Frente a su ignorancia y a la imposibilidad de dar una respuesta satisfactoria a sus incertidumbres, los sujetos elevan la vista al cielo y formulan una pregunta a un oráculo inerte y lo que escuchan es el eco de sus propias palabras que no reconocen como suyas, atribuyéndolas a una otredad infalible. La verdad revelada es una verdad que les pertenece, es el eco de sus propios deseos. La “confirmación” de este oráculo brinda al sujeto una certeza y seguridad de la cual carece para afrontar sus propias decisiones y continuar con sus designios. Tales oráculos son los diversos sistemas utópicos de creencias en los cuales nos amparamos y a los cuales acudimos menesterosos y confundidos.

A manera de conclusión

La supuesta racionalidad enarbolada por los distintos sistemas utópicos tiene como “quinta esencia” la égida del deseo y sus manifestaciones históricas, de lo cual depende la posibilidad de su existencia y vigencia histórica. Su pretendida racionalidad y apelación a la intelección, no es necesariamente lo que convoca a los individuos que se movilizan en función de una perenne falta imposible de satisfacer, y a la cual no pueden renunciar. Las utopías ofrecen compensar, solo hasta cierto punto, la imposibilidad y la soledad que embarga al sujeto en busca de consuelo.

La llamada “era post-ideológica” que emerge frente a la bancarrota del liberalismo, la socialdemocracia y el socialismo como grandes utopías históricas contemporáneas, no conlleva necesariamente a la muerte de las utopías como tales, ni a la atrofia de la capacidad de soñar más allá de la realidad concreta en la que existimos, aun cuando se pretenda a que se asuma dicha realidad de una vez y para siempre. La cancelación de las utopías, si fuera posible, implicaría el “fin de la historia” como precipitadamente se anunció hace algún tiempo y, por ende, la renuncia a la posibilidad del cambio y la transformación. En todo caso, dicha posibilidad no es otra cosa más que una nueva invención utópica afín al estado de cosas y a la preservación del establishment con el fin de resguardar los intereses y los privilegios de las élites. En la actualidad, nos encontramos en una especie de parálisis utópica, sin embargo, nuestra apuesta, también utópica, es que vendrán nuevas y mejores utopías donde la humanidad se encontrará consigo misma para su propia redención.

Según Bauman (2013), la “era pos-paradigmática” se aleja cada vez más de las viejas prescripciones y prohibiciones para dar paso a una creciente oferta de propuestas que rápidamente serán sustituidas en la “realidad líquida” en que vivimos. La función “homeostática” de la cultura en la actualidad, no se basa tanto en la justificación del status quo, sino más bien en el establecimiento de diferentes opciones que el propio sistema brinda, las cuales a pesar de su diversidad y, precisamente por eso, contribuyen al mantenimiento del sistema como tal, cuyos contornos aparecen borrosos y se vuelven poco precisos, lo cual dificulta su elucidación.

Ciertos sectores sociales reaccionan ante las nuevas alternativas e intentan forzar un regreso nostálgico a las viejas tradiciones, dando pie a la coexistencia conflictiva de diferentes visiones y utopías, lo cual obra como una especie de equilibrio que facilita la perpetuación del sistema y se convierte en una parte constitutiva de su funcionamiento.

La existencia de nuevos horizontes utópicos no significa la inminencia de una transformación social, ya que, regidos por una lógica mercantil, las utopías suelen estar al servicio del consumo constituyéndose en este acto en una mercancía más, que como tal tiende a seducir a una clientela ávida que concurre al mercado de utopías.

La “bancarrota de las ideologías” y demás utopías se constata en lo que Žižek (2016) llamó la “era del cinismo”, caracterizada por una franqueza brutal y vulgar donde las más sórdidas, egoístas y mezquinas intenciones se confiesan sin reparo de ningún tipo, prescindiendo de todo ornato ético o ideológico, de manera tal que la irracionalidad que se ocultaba con celo, o bien, se intentaba justificar con esmero en la “ideología tradicional pre-cínica”, se vuelve innecesaria. Acaece una suerte de retorno a la “horda primordial” freudiana, donde se impone la “razón” del más fuerte y prevalece su interés.

Por artilugio de las ideologías y con la complicidad de las utopías, el interés particular pasa de contrabando como interés colectivo y se cumple la máxima gramsciana de “hegemonía más consenso”. Una de las paradojas de nuestro tiempo es que dicha adulteración acaece en plena “era de la información”. Ocurre así una degradación de las de las utopías, la política y de la ética en general que vuelven al sujeto cada vez más suspicaz e individualista, al tiempo que presa fácil de discursos oportunistas y teorías conspirativas según el vaivén de los tiempos.

REFERENCIAS

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Žižek, S. (2012). El sublime objeto de la ideología. Siglo XXI Editores.

Žižek, S. (2014). Pedir lo imposible. Ediciones Akal.

Žižek. S. (2016). El resto indivisible. Ediciones Godot.

Fecha de ingreso: 22/01/2021
Fecha de aprobación: 29/04/2022


1 El dato considerado como objetivo, observable, cuantificable, susceptible de registro y predecible, valga decir, demostrable.

2 La física cuántica ha demostrado que los resultados de cualquier observación dependen del punto de vista del observador y que la medición crea cambios en la situación observada; criterio establecido tiempo atrás por las ciencias sociales, particularmente por la psicología social y la antropología cultural.