Rev. Ciencias Sociales 175: 175-188 / 2022 (I)

ISSN Impreso: 0482-5276 ISSN ELECTRÓNICO: 2215-2601

Teoría Social y Lenguaje. Saussure como pasaje de lo clásico a lo contemporáneo

Social theory and language. Saussure as A passage from the classic to the contemporary

Sergio Tonkonoff*

Tipo de documento: ensayo académico

Resumen

El trabajo revisita la obra de Saussure al poner de manifiesto la importancia de sus reflexiones en torno a lo social, así como su rol determinante en la transformación de la teoría social. Específicamente, muestra cómo en Saussure se sientan las bases del pasaje del funcionalismo durkheimniano al estructuralismo y el posestructuralismo. Para ello, se analizan sus poco exploradas concepciones acerca de lo social y se reconstruyen sus hipótesis en torno a la lengua como sistema social de diferencias, señalando sus principales consecuencias para la comprensión de lo social en su conjunto.

Palabras clave: LENGUAJE * LINGÜÍSTICA * SOCIOLOGÍA * SISTEMA SOCIAL * TEORIA SOCIAL

Abstract

This article revisits Saussure’s work by highlighting the importance of his reflections on social matters, as well as his decisive role in the transformation of social theory. Specifically, it shows how Saussure lay the foundations for the passage from Durkheimian functionalism to structuralism and poststructuralism. For this purpose, we analyze his under-explored conceptions about social topics and reconstruct his hypotheses about language as a social system of differences, pointing out the main consequences for the understanding of the social as a whole.

Keywords: LANGUAGE * LINGUISTICS * SOCIOLOGY * SOCIAL SYSTEM * SOCIAL THEORY

* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina, Buenos Aires, Argentina.

tonkonoff@gmail.com

Introducción

Una impronta cientificista marcó insidiosamente cierta recepción del corpus de textos que llevan el nombre de Saussure1. Este sesgo se distingue por su excesiva desconfianza a toda proposición filosófica, y está habitualmente impregnado de un celo disciplinario feroz —aunque, llegado el caso, pueda mostrarse comprensivo—. Según esta perspectiva, es necesario advertir que se está ante textos dedicados al estudio riguroso del lenguaje. Por eso, el uso de sus conceptos no sería recomendable más allá del análisis de las lenguas naturales y de su cuidadosa extensión al examen de otros sistemas semiológicos. En breve, Saussure fue un lingüista, y así debe quedar. No es que siempre fuera leído de ese modo. El desarrollo del estructuralismo y del posestructuralismo, donde sus textos juegan un rol primordial, lo muestran claramente. Sin embargo, ante movimientos de ese tipo, la respuesta de los guardianes de las fronteras disciplinarias ha sido con frecuencia la misma: se trata de apropiaciones demasiado libres, cuando no francamente equivocadas.

Con todo, los reiterados llamados a la constricción —es decir, a la separación taxativa entre ciencias sociales, y todas ellas de la filosofía— no impidieron que la obra de Saussure tuviera repercusiones y apropiaciones del más amplio espectro. Su influencia permeó el conjunto de las ciencias sociales y alcanzó no poca penetración en la reflexión filosófica. Y tan importante como eso, participó de la formación del espacio singular que se ubica en la intersección de ambos reinos. Espacio que es necesario llamar meta-teórico, puesto que resulta, precisamente, transdisciplinario. En tanto paradigmas, el estructuralismo y el posestructuralismo se despliegan allí, y ambos dependen en gran medida del desarrollo de la lingüística saussureana. Es cierto que el estructuralismo algunas veces pretendió haber tomado de ella solo una metodología para el análisis de los sistemas de signos. También lo es que algunos momentos del posestructuralismo tendieron a subrayar los residuos sustancialitas descubiertos en Saussure y muchos de sus seguidores. Pero en tales ocasiones, tanto unos como otros pecan, podría decirse, de injusticia. Y ello porque, en realidad, ambos movimientos heredan de Saussure una sintaxis conceptual que los marca de comienzo a fin. Heredan, también, un campo problemático vinculado fundamentalmente al estatuto (epistemológico y ontológico) del lenguaje en particular, y de lo social en general. Tal será, al menos, uno de los argumentos del presente artículo. Cabe anotar, además, que las críticas posestructuralistas al signo saussureano, emprendidas en nombre de la diferencia, fueron hechas por la vía de la radicalización de uno de los rasgos principales de esta concepción del signo: su carácter diferencial, precisamente.

Hoy es posible revisitar el corpus saussureano y encontrarlo mucho más amplio y profundo de lo que dejan ver sus lecturas departamentales, y mucho más radical que lo que sugieren algunas de sus críticas deconstructivas (Derrida, 1998), sobre todo en lo que a la teoría social respecta. En la senda de la deconstrucción, se ha insistido en las consecuencias que el llamado “giro lingüístico” —en el que Saussure es una referencia principal—, trae en el replanteamiento del problema del sujeto y del referente (o la realidad) y, por ende, de la verdad. Como se sabe, las tradicionales concepciones científicas y filosóficas en torno a estos tópicos mayores se han visto conmovidas por la irrupción del lenguaje comprendido como un fenómeno humano fundamental —acaso el más relevante de todos2—. No se pretende insistir en la discusión de esos puntos. Se analizarán las articulaciones básicas del discurso saussureano, no tanto para volver sobre el problema de la verdad, el sujeto y la realidad, como para recuperar lo que, se cree, es el marco general en el que estos y otros problemas capitales son reformulados: la teoría social.

Sucede que el punto de partida de Saussure, aquel del que dependen tanto sus desarrollos específicos como sus vastas consecuencias, es tan conocido como pasado por alto. A saber, lenguaje es un fenómeno social —o, más específicamente, un sistema social—. Este postulado principal se combina con otros dos que son lo propio de la lingüística estructural que así queda instituida. Esto es: ese sistema es forma y no sustancia, y en este no hay más que diferencias. Ambos vectores constituyen lo específico y novedoso de la célebre hipótesis de la lengua establecida en el Curso de lingüística General, y sientan las bases de las teorías estructuralistas de la sociedad y el sujeto, tal como se encuentran formuladas en las obras clásicas de Lévi-Strauss (1987, 2009), Lacan (2005), Barthes (2003) y Foucault (2008). Es decir, sientan las bases del estructuralismo como meta-teoría social. Se verá que en Saussure no solo se producen las principales herramientas metodológicas sino, también (y sobre todo) los principios meta-teóricos que permiten el pasaje de una concepción de sociedad de raigambre durkheimniana a desarrollos que buscarán ir más allá del holismo tradicional. Lo que, a decir verdad, incluye tanto al estructuralismo como a ciertas líneas del postestructuralismo. En este pasaje se concentrará. Allí todo pasa como si la lingüística estructural precisara nuevas visiones de lo social y lo subjetivo, acorde a sus requerimientos. Pero esto vendría después, gracias a ella. En lo que sigue se buscará mostrar que el acontecimiento saussureano —su importancia para la lingüística en particular, y para las ciencias sociales y la filosofía en general— no reside en la concepción de lo social de la que parte, sino, en la concepción de sistema a la que arriba: los sistemas semiológicos como sistemas de diferencias.

El lenguaje de Saussure

El gesto inaugural de Saussure en relación al lenguaje es crítico. Propone como comienzo de toda reflexión una desnaturalización que recuerda a la extrañeza con la que San Agustín (1968) se preguntaba por el tiempo: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé” (p.478). De acuerdo con Saussure, algo equivalente sucede con el lenguaje y no solo entre los legos. También aquellos que cuya profesión es estudiarlo rigurosamente le parecen presos de esa modalidad con la que el sentido común procesa las cuestiones más fundamentales de la existencia humana. Esto es, dar por sabido y obvio aquello que, en realidad, resulta de lo más extraño y difícil de conocer —aún cuando sea cotidiano—. Los lingüistas examinan distintos idiomas, los clasifican y los comparan, investigan su historia y sus transformaciones, pero sin nunca llegar a hacerse la pregunta más importante de todas: ¿qué es el lenguaje? La ciencia lingüística, entiende Saussure (1980): “nunca se ha preocupado por aislar la naturaleza de su objeto de estudio. Y sin esa operación elemental, una ciencia es incapaz de procurarse un método” (p.31).

El Curso aborda centralmente ambas cuestiones. Se trata de transformar al lenguaje en un objeto de estudio y proporcionar una metodología adecuada para su conocimiento científico. Lo que significa, según cierto imperativo positivista al tono con la época, mantenerse a distancia de toda filosofía. Sin embargo, dado que se trata de responder las preguntas básicas en torno al lenguaje, lo que está en juego no es solo el problema de cómo conocerlo: hace falta, además, dar cuenta de su naturaleza, saber qué es el lenguaje en realidad. Los Cursos, y acaso sobre todo los Escritos, dejan ver hasta qué punto Saussure fue consciente de ello, y de las consecuencias de sus hipótesis no solo sobre la lingüística, sino también sobre el resto las ciencias sociales y sobre la filosofía misma. En cualquier caso, para Saussure se trata principalmente de (re)fundar una ciencia del lenguaje delimitando su objeto de conocimiento —o, mejor, construyéndolo—. Sucede que, a sus ojos, cualquier ciencia, para ser tal, debe poder identificar, clasificar y analizar la inmensa multiplicidad de hechos que aparecen como perteneciendo a su ámbito de incumbencia. Sin embargo, tiene que poder distinguir entre ellos, los fundamentales y los accesorios, los que no le corresponden a pesar de las apariencias, y los que precisan atención, aunque, en primera instancia, parezcan ajenos. La clave es que todo esto solo puede tener lugar mediante la elaboración de un marco conceptual articulado y coherente. Dicho, en otros términos, el objeto de una ciencia ha de producirse teóricamente. La estructura conceptual es el corazón (o, mejor, la cabeza) de toda empresa científica, y de esa estructura dependerán los métodos y los datos con los que la investigación empírica va a trabajar. Se ve entonces que el gesto inaugural del Curso es crítico también en un sentido próximo al kantiano, y así queda dicho expresamente: “lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista quien crea el objeto” (Saussure, 1980, p.36).

El punto de vista en cuestión queda establecido en el Curso a través de un conjunto de conceptos que trabajan en pares y se definen recíprocamente. El primero y más importante es el de lengua, al que corresponde el habla, como opuesto y complementario. Con este par conceptual Saussure produce la distinción metodológica que entiende como primordial para operar en el inmenso campo de los fenómenos del lenguaje, a la vez que instituye a la lengua como el objeto principal de la lingüística. La lengua, dirá, es un sistema de signos que expresan ideas, mientras que el habla es la actualización individual de las combinaciones que ese sistema permite.

De esa dupla fundacional dependen las demás parejas conceptuales que irán a configurar el herramental analítico de la lingüística estructural. A saber, sincronía-diacronía (distinción relativa a la estabilidad y el cambio del objeto así definido, tanto como al modo apropiado de abordarlo); sintagma-paradigma (distinción relativa al tratamiento de la lengua como sistema); y significante-significado (distinción relativa al signo entendido como unidad elemental de la lengua). Estos conceptos elaborados por Saussure serán desarrollados críticamente por las escuelas de Praga (Trubetzkoy, Jakobson), Copenhague (Hjemlsev) y París (Martinet, Benveniste), y pasarán a ser la infraestructura teórica y metodológica de la ciencia que se propuso refundar, tanto como del movimiento intelectual que la tomará como guía a seguir y modelo a transportar en el análisis de todos los fenómenos de la cultura y la subjetividad. Como se señaló, el idioma de Saussure será pues no solo el lexicón sino también la gramática básica del estructuralismo en su conjunto —y del posestructuralismo en sus versiones textualistas y discursivistas—.

De un modo característico del movimiento estructuralista al que dará lugar, la hipótesis de la lengua es específica por cuanto remite a un campo particular (el idioma), al tiempo que posee profundas implicancias tanto metodológicas como epistemológicas y ontológicas —aunque sea característica también la renuencia a utilizar esta última categoría—. Así, en el Curso se afirma que la lengua debe ser comprendida como “una totalidad en sí”, a la vez que como “un principio de clasificación”. No es que la lengua agote la multiplicidad de aspectos del lenguaje, sino que constituye su dimensión esencial: aquella que Saussure llamó “sistema” y sus seguidores “estructura”. Donde estructura es tanto una totalidad ordenada e inteligible efectivamente existente, como el modelo que permite, a su vez, ordenar y volver inteligible la enorme masa de elementos implicados en fenómeno lingüístico. La consigna es: “hay que colocarse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla como norma de todas las otras manifestaciones del lenguaje” (Saussure, 1980, p.37). Pero, entonces, ello no solo comporta una prescripción de método capaz de orientar una investigación ontológicamente neutra del lenguaje. Sean cuales fueran las precauciones anti-metafísicas que quieran tomarse, este abordaje puede no evitar el problema de establecer a qué orden de realidad pertenece ese sistema que es la lengua. Muy por el contrario, tal problema es un punto de partida inevitable. Esto es lo que en efecto sucede cuando Saussure establece de entrada que la lengua es un sistema social, y dedica notables —aunque poco comentados— esfuerzos a aclarar qué podría querer decir esto.

En una primera y fundamental aproximación, la lengua se define entonces como un conjunto de convenciones colectivas —noción que, a lo largo de los tanteos de la investigación, resulta intercambiable con las de costumbre y contrato—. Más allá de este vascular terminológico, es claro que las convenciones en juego no resultan de un acuerdo racional de voluntades. Antes bien, se imponen a los individuos hablantes sin que esté a su alcance modificarlas. Ese carácter impositivo de la lengua es radical, y depende del hecho de que cada acto de habla supone aquellas convenciones como condición de su realización con sentido. De este modo, es un contrato muy particular —o más bien no es un contrato en absoluto—. Estas convenciones dan identidad y sentido a las palabras, lo cual permite a los individuos el ejercicio de la facultad de hablar y escuchar, de entender y hacerse entender, en términos de comunicación con los demás (y consigo mismos). Por eso, el ejercicio del habla se define aquí como un acto individual de voluntad y de inteligencia, en el que se incluyen la actividad de combinaciones permitidas por el código, tanto como el mecanismo psicofísico que permite manifestar esas combinaciones.

De esta manera, el lenguaje es reconocido como un fenómeno complejo en el que intervienen necesariamente elementos físicos (los sonidos, las trazas), fisiológicos (cerebro, aparatos de fonación y auditivos), psíquicos (percepciones, ideas), de comunicación (emisión, recepción) y sociales o culturales (convenciones, costumbres). Pero, al introducir el binomio lengua-habla como distinción primera, Saussure distribuye los elementos que considera propios de soma y psyché, de un lado, y aquellos que corresponden al socious, del otro. Y afirma la preeminencia cabal de estos últimos3. Ahora bien, la afirmación de que el lenguaje es fundamentalmente social requiere también el tratamiento crítico y desnaturalizante que guía las investigaciones saussureanas, puesto que todos sabemos qué es lo social, hasta que nos lo preguntamos.

El lenguaje como sistema social

Al momento de dar cuenta de la clase de fenómeno que es el lenguaje, dos tipos de interrogantes cruciales y relacionadas están presentes en los Cursos y atraviesan las investigaciones estructuralistas ulteriores: ¿en qué consiste la comunicación y cómo es posible?, ¿qué son y cómo son posibles la identidad y el sentido? En el caso de las lenguas naturales, la cuestión puede plantearse, por ejemplo, así: ¿cómo una palabra dicha de maneras diversas, por distintos individuos, en distintos contextos, es comprendida como la misma palabra, portadora del mismo significado?, ¿qué le otorga su identidad y sentido a pesar de la variación en sus ocurrencias?

Como se anticipó, para Saussure y su linaje, las respuestas a estas preguntas no pueden encontrarse en el campo de los fenómenos físicos, biológicos, ni psicológicos. Prueba de ello, afirman, es que cuando un oyente recibe las ondas sonoras de una locución emitida en un idioma que no conoce, el significado de lo que escucha le resulta incomprensible (aun cuando sus aparatos de audición y fonación se encuentren en buen estado, al igual que sus capacidades mentales). De manera que lo esencial del lenguaje —y, en consecuencia, de la comunicación y de la identidad semiológica— no reside en la materia (fónica o de otro tipo) involucrada, ni de los individuos, en tanto entidades psicosomáticas capaces de pensar, hablar y escuchar, —aunque resulte imposible sin ellos—. Si los individuos con un mismo idioma pueden reconocer una palabra o enunciado como el mismo y pueden asociar a él las mismas ideas, es, como queda dicho, porque el lenguaje es básicamente un conjunto de convenciones colectivas que fijan las palabras a las ideas —y a las cosas—.

Desde esta perspectiva, preguntarse por el comienzo de estas convenciones resulta infructuoso e inútil. Lo seguro es que no pueden resultar de un acuerdo racional de voluntades, entre otros motivos porque un acuerdo así ya supone al lenguaje. Cualquiera sea su origen, lo claro para Saussure es que estás convenciones tienen un carácter sistémico, y que, una vez establecidas, los individuos se encuentran siempre frente a un “estado de la lengua” determinado. Por lo tanto, solo pueden comprender y hacerse comprender mediante la actualización en sus locuciones de ese estado convencional, sin que esté a su alcance modificarlo —al menos individualmente—. En definitiva, la lengua no es pasible de ser reducida a una suma de actos de habla individuales, y no podría deducirse de ellos. Se trata, antes bien, de un sistema social entendido entonces al modo del holismo clásico. Esto es, como una totalidad que resulta ser “más que la suma de sus partes”. Contra todo atomismo, sea contractualista o de otro tipo, los sistemas sociales son aquí anteriores y exteriores a los individuos en los que, sin embargo, se realizan. También son coercitivos en sus reglas de ejecución, aunque parezcan poder ser utilizados a discreción y libremente. En breve, los presupuestos de Saussure relativos a la naturaleza social del lenguaje son básicamente durkheimnianos.

En Durkheim, lo social y sus instituciones —entre las que se encuentra el lenguaje— poseen ciertamente una naturaleza psíquica, pero diferenciada, respecto de la piscología individual. Lo social es, según su famosa expresión, una realidad sui generis. Lo que quiere decir, en primer lugar, que tiene una existencia peculiar, ubicada más allá de los individuos tomados por separado, y que no es causado por la suma de sus voluntades. Antes bien, lo contrario es cierto. La totalidad social tiene vida propia e independiente de sus partes a las que, en verdad, determina. En una célebre analogía Durkheim dirá que, así como la vida de la célula no se encuentra en ninguno de sus componentes inorgánicos, sino que resulta de una particular combinación de ellos; así la vida social no se encuentra en los individuos aislados ni en su adición a través de pactos, o cualquier otro modo consciente de relación entre entidades individuales diferenciadas. Si hay algo como instituciones y procesos sociales (una vida social), ellos constituyen “fenómenos nuevos, diferentes de los que se engendran en las conciencias individuales, hay que admitir que estos hechos específicos residen en la misma sociedad que los produce y no en sus partes, es decir, en sus miembros.” (Durkheim, 2001, p.24).

Siendo que se trata de hechos psíquicos, Durkheim deberá hablar de una conciencia colectiva: una “mentalidad de los grupos” en tanto grupos, dotada de leyes propias, y hecha de representaciones de un tipo distinto a las individuales. De esto se deriva que “los estados de la conciencia colectiva no son de la misma naturaleza que los estados de la conciencia individual: son representaciones de otra clase” (Durkheim, 2001, p.25). A este carácter diverso, a la vez que exterior o trascendente de las representaciones sociales respecto de los miembros que componen el grupo —y en cuyas mentes se alojan—, se agregan otros dos rasgos claves: su carácter sistemático y fuerza conminatoria. Aquí las representaciones colectivas comportan formas sistemáticas de pensar (también de sentir y de hacer) que “pesan” sobre los individuos, regulando sus comportamientos y sus interacciones sociales mediante un tipo de coerción que Durkheim llama moral. De este modo, el grupo vive en sus representaciones colectivas, y estas hacen hacer (sentir y pensar) a sus miembros en tanto miembros de ese grupo o cultura.

En términos generales, puede decirse que esta concepción de lo social es asumida cabalmente por Saussure cuando postula al lenguaje como un sistema convencional, externo y obligatorio respecto de los individuos hablantes. Con ello traslada a su propio esquema conceptual todas las aporías del holismo durkheimniano clásico: ante todo, la tendencia al totalismo o la clausura societal, y la ausencia de recursos para pensar la génesis y la transformación de los sistemas sociales. Ese es sin dudas uno de los motivos por los cuales el problema del “origen” de las convenciones lingüísticas queda fuera del marco de la investigación estructural, y se verá enseguida las dificultades que trae para dar cuenta de la mutabilidad de esas convenciones —y de todas las demás—. Pero antes, cabe señalar que en sus últimas obras Durkheim introduce una serie de desarrollos orientados, precisamente, a superar estas aporías propias del holismo funcionalista. Para ello ajusta y especifica el modelo emergentista de los sistemas societales ya presente en su sociología, al tiempo que lo asocia a lo que puede verse como una teoría de la simbolización.

En Las Formas Elementales de la Vida Religiosa (Durkheim, 1993), publicada un año después que Saussure terminara sus cursos en Ginebra, se incorpora al edificio durkheimniano del concepto de “efervescencia colectiva”. Con él se busca dar cuenta de los momentos excepcionales en que el lazo social se vuelve más intenso y apasionado de lo habitual, y donde la fuerza de las costumbres sede el paso a cierta indeterminación psico-social y, por ende, a posibilidades trasformadoras. Interesa subrayar que este estado colectivo es más afectivo que conceptual. Se trata de un tipo de relación social en cierto modo no-representacional —Durkheim (1993, p.308) habla de una especie de electricidad— que, sin embargo, puede iluminar o dar a luz nuevas representaciones colectivas. Así, se estaría ante un proceso social que tendría la siguiente forma: vigencia de representaciones colectivas convencionales desencadenamiento de efervescencia colectiva fusional emergencia de nuevas representaciones colectivas.

Por su parte, al abordar el problema de “la inmutabilidad y mutabilidad del signo”, Saussure argumenta que el par conceptual lengua-habla con el que funda su lingüística es insuficiente y debe ser complementado. Esto porque tiende a presentar al lenguaje en relación al individuo solo, y partiendo desde él o ella. Es categórico al afirmar que vista solo en —y desde— los individuos la lengua es “irreal”, puesto que “en momento alguno existe la lengua fuera del hecho social, porque es un fenómeno semiológico” (Saussure, 1980, p.103). Es decir, no se la encuentra como tal en ningún individuo y no es una función individual. Sostiene entonces que la lengua (en tanto realidad) vive como sistema en una masa hablante y no existe en ningún otro lugar; siendo ambas —lengua y masa— inseparables. Parece abrirse aquí la oportunidad para incluir en el esquema fundacional saussureano el factor voluble, desestabilizante y proteico que la masa siempre estuvo destinada a representar en la narrativa sociológica. Sin embargo, la masa hablante de Saussure no es descripta en términos de la efervescencia colectiva que Durkheim vincula a la renovación de la simbolización societal; ni es la multitud impredecible de Lebon (1983), o a los rumorosos públicos de Tarde (2011). Se la trata, en cambio, como una colectividad de carácter tradicional: una comunidad organizada y unida, entre otras cosas, por una lengua común.

En la economía conceptual del Curso, la masa termina cumpliendo una función conservadora. De ella depende sobre todo la afirmación del valor —en sentido usual y también saussureano del término— de las palabras. Es esta comunidad, la que sanciona el sentido vigente de los términos en uso, otorgándoles una identidad (diferencial) y permitiendo de este modo la comunicación. Entonces, una palabra existe verdaderamente, es identificable como tal, y puede ser un medio de comunicación, ante todo, por contar con “la aprobación que recibe en cada momento por parte de quienes la usan” (Saussure, 2004, p.84).

Ahora bien, sería un error ver en esto la expresión de un constructivismo sociológico simple. A lo antedicho se agrega que el individuo no es dueño de su idioma, pero la masa hablante tampoco. Ni uno ni otro poseen la capacidad soberana de crear o transformar ad libitum ese conjunto de convenciones que, sin embargo, es el lenguaje. Esto se debe fundamentalmente al carácter sistémico de este: a lo que puede llamarse su racionalidad intrínseca. Sucede que aquí una lengua solo puede funcionar en tanto totalidad, y sus signos solo significan algo al interior de sus estructuras. Otro motivo, correlativo del anterior, reside en la irracionalidad o lo arbitrario de esos mismos signos lingüísticos. No hay ninguna razón para que un determinado sonido se asocie a una determinada idea —“no hay motivo alguno para preferir soeur a sister o a hermana, Ochs a boeuf o a buey, etcétera” —, dirá Saussure (1980, p.99). Es este carácter a la vez sistémico y arbitrario del lenguaje o, si se quiere, es su racionalidad interna y su irracionalidad externa, aquello que lo colocaría en una posición de exterioridad tanto respecto del individuo como de la masa hablante. Y, por lo mismo, excluiría la posibilidad de todo cambio “general y súbito”.

Pero la fijeza del lenguaje no está ligada solo a su carácter sistémico, ni al peso de la colectividad sobre el individuo solo. Saussure dice que se debe agregar otro elemento fundamental: el efecto del tiempo. La (im)posibilidad de transformación de la lengua se ve también condicionada por el factor histórico, puesto que una lengua es siempre herencia de una época precedente. En este sentido, Saussure (1980) subraya que, “debido a que el signo es arbitrario, no conoce más ley que la de la tradición, y precisamente por estar fundado en la tradición puede ser arbitrario” (p. 102). El efecto del tiempo sería, ante todo, consolidar la continuidad y la estabilidad de lengua. Es decir, garantizar la conservación o la “inmutabilidad” del signo. Se lo toma, pues, solo en su dimensión de anterioridad; por ello, el peso del pasado (la lengua-tradición) prevalece sobre el presente (el habla-práctica), tanto como sobre sus posibles futuros.

En estas exploraciones en torno a lo social, la masa hablante, asociada al tiempo histórico, aparece entonces como una tercera cosa respecto del tradicional binomio individuo/sociedad —y, por lo tanto, respecto del par lengua-habla—. Pero esto solo sucede por un momento. Luego, la multitud y el tiempo —y con ellos las génesis y las transformaciones— son desalojados del campo conceptual en favor de una visión que identifica a lo social con los sistemas cerrados y estables, tendientes al equilibrio. Ello vale en primer lugar para el lenguaje. En definitiva, la relación de la lengua tanto con los actos individuales en las que se realiza, como con las instancias colectivas en las que de algún modo habita, es de determinación unidireccional y vertical. En cuanto al tiempo en cuestión, se trata, en realidad, el tiempo del sistema. Sistema que, en la perspectiva estructural que aquí queda establecida, tiene que estar constituido desde siempre —o al menos, tiene que haberse constituido de golpe—, como afirma Lévi-Strauss (1979).

El tiempo de la estructura, lejos de identificarse con procesos de mutación se vuelve análogo a la tradición. Esto significa prioridad histórica (pero también lógica y ontológica) del sistema sobre los individuos y, más importante que eso, sobre la totalidad de las relaciones en las que estos individuos podrían verse involucrados. Por ello, la introducción de la masa —que bien puede ser pensada como una modalidad no sistémica de la relación social—, no pasa aquí de ser una débil tentativa. Ciertamente, no tendrá lugar alguno en el desarrollo subsecuente del movimiento estructuralista en su conjunto. La masa, señalada como el lugar de lo colectivo, ubicada por un momento entre el sistema social y el individuo, resulta en los Cursos siempre vuelta a absorber, o bien, por los actos de locución individuales o por el sistema de la lengua de la que es un doble espectral o, mejor, un seudónimo. Lo mismo vale para el tiempo. Todo esto es visible en un esquema presentado por Saussure (1980):

Figura 1
Relación tiempo, lengua y masa

Fuente: Saussure, 1980, p.104.

De este modo, la lingüística saussuriana es sociológica, en el sentido de que establece firmemente al lenguaje como un fenómeno social —oponiéndose así a las perspectivas que lo tienen como un producto de la biología o de la razón—. Pero se trata de una sociología basada en la dicotomía individuo/sociedad en su versión holista. El lenguaje es un sistema social, tal como Durkheim lo entiende. Ahora bien, en una segunda, y más precisa aproximación, la lengua se define como un sistema de signos. Este es el descubrimiento de Saussure, y el punto donde el estructuralismo como movimiento intelectual de amplio espectro comienza. En el despliegue de esta tesis —la tesis de la lengua— el estructuralismo terminará produciendo su propia visión de lo social, y se convertirá en un paradigma diferenciado de la tradición (funcionalista) en la que comenzó apoyándose4.

La lengua como sistema de signos

La lingüística estructural no solo rechaza el atomismo sociológico; también, y por lo mismo, combate el atomismo lingüístico. Por ello, impugna la concepción del lenguaje como una nomenclatura —es decir, como una lista de palabras que representan cosas—. Este punto de vista se sostiene en larga tradición filosófica y lingüística de la que San Agustín es una referencia mayor, y a la que cabe llamar representativo-identitaria; o, si se quiere, logo-céntrica. Sus ejes básicos son 1) la afirmación de una realidad que existe con independencia y por fuera del lenguaje que, por su parte, se limitaría a representarla, 2) la tendencia a considerar los pensamientos —también a los afectos y las percepciones— como anteriores e independientes de las palabras u otros signos que los expresarían llegado el caso, 3) el postulado del sentido como surgido de su representación lingüística apropiada o como siendo de alguna manera intrínseco a los referentes del lenguaje, 4) la consecuente concepción de la verdad como adecuación de los enunciados a los referentes, 5) la afirmación de la lógica de la identidad (A=A) como única forma de articulación correcta del pensamiento y del discurso, 6) la suposición del sujeto hablante como dueño de sus actos lingüísticos.

Todos estos monumentales presupuestos ontológicos y gnoseológicos se encuentran contenidos en la sencilla, y aparentemente obvia, declaración según la cual la palabra árbol representa al objeto árbol, que existe con independencia y más allá de ella. A esta evidencia, Saussure y su descendencia oponen, como se observó, una teoría del lenguaje como institución social capaz de imponer sus significaciones a los hablantes dado su carácter colectivo, tradicional y sistémico. Pero si esto fuera todo, la perspectiva representacionalista-identitaria no correría serios peligros —salvo tal vez por la pérdida de libertad lingüística que suele otorgarles a los individuos—. Tampoco habría demasiada novedad en lo que hace a la concepción holista tradicional de los sistemas societales. Ahora bien, todo empieza a cambiar cuando se define a la lengua como un sistema de signos. Esto es, como un sistema de diferencias. Es allí donde la revolución saussureana comienza, no solo porque la concepción del signo como diferencia funda una nueva lingüística, sino porque, además, exige una seria reconsideración de lo que sean las palabras, las cosas, los sujetos y las sociedades —y provee de medios para hacerlo—. Será el despliegue crítico de este concepto de signo, en el estructuralismo primero y en el posestructuralismo después, lo que acabará por cuestionar radicalmente la tradición representativo-identitaria en su conjunto.

Recuerdese brevemente que un signo es aquí la resultante de la unión de un significado y un significante —operación llamada significación—. El primero es una idea o concepto; el segundo, se dirá en el Curso, es una “imagen acústica”, pero es claro también que las letras escritas, los dibujos, y otras imágenes no verbales son significantes. Lo crucial es que, tanto uno como otro, poseen un carácter mental. Esto quiere decir que, por ejemplo, el signo “árbol” no une una palabra a una cosa que la identifica, sino dos entidades psíquicas. Quiere decir, también, que su vinculación con aquello que designa (su referente) está lejos de ser simple, y que, como se vio, para significar algo pasible de ser comunicado precisa de una sanción social vigente. Así concebido, el signo saussureano se destaca por, al menos, dos rasgos fundamentales: su arbitrariedad y su valor.

El carácter arbitrario remite a la inexistencia de una relación necesaria o natural entre significante y significado. Se dirá, por el contrario, que se trata de una relación inmotivada. Se mencionó una de las ilustraciones brindadas por Saussure a este respecto: no hay motivo particular para llamar soeur a la hermana en francés, como prueban las diferentes denominaciones en otras lenguas (sister en inglés y schwester en alemán). Luego, y como parte del desarrollo de la lingüística estructural, Benveniste (1986) ajustará esta definición de arbitrariedad diciendo que arbitraria es la relación entre signo y referente, mientras que la existente entre significante y significado es necesaria. Esta inconsistencia ha sido vista como la prueba de un residuo sustancialista presente en el texto fundante de la lingüística estructural, puesto que, en los mencionados ejemplos, el referente se mantendría idéntico a sí mismo y tendría siempre el mismo significado: se trataría de las mismas “cosas”.

La crítica interna (estructuralista y posestructuralista) buscará terminar de evacuar estos remanentes siguiendo la vía del valor del signo. Es decir, de su carácter diferencial o relacional. No son pocas las pruebas de que este giro ya había sido comenzado por el propio Saussure en esos mismos términos —sus propios términos5—. En cualquier caso, importa recordar que la arbitrariedad en cuestión es, antes que nada, la marca de lo colectivo. El signo es arbitrario porque depende de los designios de cada cultura que, aún comprendida en su acepción durkheimniana, comporta un carácter relativista. Solo con esto, ya no resulta tan fácil afirmar que en los ejemplos ofrecidos (o en cualquier otro), se trate de las mismas cosas, puesto que los sentidos globales de cada signo varían de una lengua a otra. Si a esto se agrega la teoría del valor lingüístico se da, en efecto, un paso más en el establecimiento de una relación arbitraria, no necesaria, entre signo y referente —o si se quiere, entre sentido y mundo—.

La introducción de la noción de valor es pues determinante por cuanto, a partir de ella, el signo ya no incluye solamente el vínculo entre significante y significado, sino que involucra la relación diferencial con los otros signos del sistema del que forma parte. Según esto, tanto en el plano del significado como del significante, un signo no se define de manera intrínseca por su contenido; sino de modo relacional, por su oposición a los otros signos. De ahí el famoso lema: “su más exacta característica es la de ser lo que los otros no son” (Saussure, 1980, p.141). Esto implica que, si los signos son eficientes en la producción de sentido, no es por sus características sustanciales ni por sus vinculaciones con referentes externos, sino por sus relaciones diferenciales con los demás. Tal cosa es parte fundamental de lo que Saussure describió como la racionalidad interna de la lengua en su aproximación sociológica.

Esta comprensión del valor tendrá numerosas e importantes consecuencias. Ante todo, respecto a lo que se entienda como sistema o estructura. A partir de ella, la lengua —y, por extensión, todo sistema semiológico— no será solo un sistema orgánico en el que todos los términos son solidarios entre sí —aquí no habría más que una definición tradicional de sistema—. Un sistema de diferencias es una estructura de relaciones en la cual el valor de un elemento (su identidad y su sentido) resulta exclusivamente de la presencia sincrónica de otros, y su identidad no preexiste al sistema, sino que es producto de la posición y funciones que cumple en este. Así, Saussure (1980) pudo afirmar célebremente “en la lengua no hay más que diferencias. Todavía más: una diferencia supone, en general, términos positivos entre los cuales se establece; pero en la lengua sólo hay diferencias sin términos positivos. Ya se considere el significante, ya el significado, la lengua no comporta ni ideas ni sonidos preexistentes al sistema lingüístico, sino solamente diferencias conceptuales y diferencias fónicas resultantes de ese sistema” (p. 144). Puesto en la terminología filosófica que el Curso emplea, se dirá entonces que la lengua es forma y no sustancia. O mejor todavía, que es forma social modelando materias fónicas y materias ideativas.

Para aclarar esto, Saussure propone un experimento mental que, vale mencionarlo, obró como matriz de los desarrollos estructuralistas y posestructuralistas ulteriores —sobre todo en Lacan (2005), Derrida (1998), Barthes (1994), también en Laclau y Mouffe (2006)—. Aquí, es preciso imaginar un momento lógico inicial en el que tanto la materia significante (fónica o gráfica) como la semántica (ideas, pensamientos) son masas amorfas y fluyentes. Estas masas funcionan como dos “reinos flotantes”, informes y continuos, que son paralelos entre sí y, dentro de los cuales, en un segundo momento, las lenguas marcan distinciones significativas arbitrarias. Puesto en otros términos: si se hace abstracción de la lengua que los articula, los sonidos del habla constituyen un continuum indiferenciado (piénsese, por ejemplo, en oír hablar en un idioma que no se conoce). No hay sentido en los sonidos tomados en sí mismos —ni en ningún otro elemento de expresión: letras, imágenes, objetos—. Tampoco lo habría en el flujo de pensamiento donde, de hecho, los significados no existen sin los significantes correspondientes. Es decir, que el flujo de pensamiento en tanto tal, si existe, no llega a constituir conceptos ni ideas definidas; y, fuera de la lengua, resultaría tan informe como el de los sonidos. Sucede que, en esta perspectiva, no hay estructuras semánticas a priori, independientes del lenguaje mismo como máquina social que pudieran organizar el significado del pensamiento. Por su parte, las cosas no son capaces de fijar los conceptos que, se supone, refieren a ellas. No solo porque no poseen al sentido como una propiedad emergente que penetre los enunciados, sino porque estos no alcanzan a definirlas por mera adecuación vis a vis, y solo pueden formularse significativamente al interior de un sistema de diferencias o valores6.

La clave es, entonces, que cierta combinación de sonidos va siempre asociada a cierto campo semántico al interior de una lengua determinada. Y hay que suponer que esto sucede porque, de un solo golpe y al mismo tiempo, se han segmentado (en el eje horizontal) y se han unido (en el eje vertical) aquellos dos flujos informes. Los signos no son otra cosa más que el producto de esa segmentación y de esa unión. El sentido es, por consiguiente, un orden, pero un orden que es división, y surge como efecto de ella. Esta operación (misteriosa, reconoce Saussure) se llama articulación, y es necesario suponer al sistema de la lengua como el sujeto colectivo que la realiza.

Cada lengua efectúa divisiones diferentes en el continuum de los sonidos posibles y a este recorte hace corresponder otras en el continuum del significado. De manera comparativa, los lingüistas estructurales han ilustrado esto tanto en el nivel fonológico, como en el gramatical y semántico. Tómese un ejemplo brindado por Hjelmslev (1961) donde muestra las distintas articulaciones que realizan en tres lenguas distintas, poniendo de relieve el carácter a la vez sistémico y diferencial de los signos en cuestión.

Figura 2
Diferencias de segmentación entre lenguas

Danés Alemán Francés

Fuente: Hjelmslev, 1961, p.54.

En danés, el significado asociado al significante træ se corresponde, en alemán, con dos significantes, baum y holz y, en francés, con arbre y bois. De igual manera, el área de significado que cubre el significante danés skov, se corresponde con el significado que cubren los significantes holz y wald en alemán, y los significantes bois y forêt en francés. Se puede ver, entonces, que la correspondencia entre significado y significante en estas lenguas no es idéntica, ya que depende de las segmentaciones diversas que cada una de ellas produce en los campos del sonido y del significado. Pero entonces, siendo que no se trata de los mismos sentidos, una pregunta simple resulta pertinente: ¿se trata de las mismas cosas?

No se pretende responder aquí a esta difícil cuestión, sino de mostrar el modo específico en el que la lingüística estructural produce una sintaxis conceptual y un campo de problemas transversales ubicados, por así decirlo, en el centro de la teoría social. Este marco conceptual y problemático se irá a desarrollar y consolidar paradigmáticamente cuando —de la antropología al psicoanálisis y a la sociología— el modelo de la lengua sea traspuesto al análisis de la cultura y la subjetividad. Tal cosa es lo que se conoce como estructuralismo. Esas transiciones (recíprocas) del lenguaje a la cultura, y de la cultura a la subjetivación, son delicadas y complejas, y ha tenido distintos desarrollos —no siempre concordantes— dentro mismo del movimiento estructuralista. Lo que importa remarcar aquí es que, en todos los casos, la generalización de la hipótesis de la lengua ha permitido mostrar cómo los distintos sistemas semióticos que componen una cultura recortan de diferentes maneras el mundo social y natural, otorgando distintos valores a las definiciones e identidades que de este modo producen.

El punto estructuralista no es que cada sociedad denomina de distintos modos a las mismas cosas. Al contrario, se refiere a que, al ser el lenguaje (y el resto de las estructuras sociales) sistemas a través de los cuales los individuos y los grupos ordenan significativamente el mundo en el que viven, no se trata de las mismas cosas. Cada cultura vive entonces en un mundo de sentidos que le son propios y, como en todas las lenguas, puede haber traducciones, pero no sin residuos.

Conclusiones

Si ahora se vuelve a preguntar cómo adquieren identidad y sentido las palabras, y cómo es posible la comunicación, ya no se podrá responder lo que se tiene por obvio: todo depende de las cosas designadas, y del pensamiento del sujeto que las piensa y las expresa. Afirmando que el lenguaje es un sistema societal y que los signos alcanzan su identidad por la doble determinación de la significación y el valor, Saussure y sus herederos niegan explícitamente esos postulados. Como se observó, la hipótesis de la lengua implica el rechazo de la representación simple y del sujeto como soberano en sus actos de habla. Sin embargo, también implica una particular teoría de la identidad por diferencias. Una teoría de relacional de las identidades insustanciales y no semejantes a sí mismas que, paulatinamente liberada de su cientificismo inicial, iría a desplegarse en el estructuralismo y el posestructuralismo irrigada por el pensamiento postfundacional y el relacionalismo radical de las revoluciones científicas del siglo XX.

Así, cualesquiera hayan sido las críticas antisustancialistas que pudieron merecer las tesis de la lingüística estructural —resumidas en el calificativo de logocentrismo—, queda de ellas la conmoción que produjeron en el modo tradicional de concebir el vínculo entre las palabras, las cosas y los sujetos. Pero queda también la centralidad de la pregunta por lo social en estos y otros asuntos, habitualmente tenidos por metafísicos tanto en la filosofía como en las ciencias sociales. Es precisamente en ese punto donde la obra de Saussure resulta una notable bisagra o pivote de rotación de gran escala, puesto que acoge la forma funcionalista (durkheimniana) de comprensión de lo social, al tiempo que elabora los elementos que permiten trascenderla. Esto es lo que efectivamente va a suceder cuando sus formulaciones semiológicas alcancen la forma de una teoría social estructuralista —que bien puede verse como una semiología generalizada—. Lo notable es que la crítica posestructuralista a esta semiología general y sus aporías (logocéntricas) también encuentran en Saussure algunas de sus herramientas principales. Si para el estructuralismo se trataba de dar cuenta de los sistemas societales entendidos al modo de lenguajes (o, más bien, de lenguas saussureanas), en el momento posestructuralista se buscará liberar la diferencia —redescubierta, no solo pero sí en gran medida, por Saussure—, colocándola en la base de las dinámicas sociales y sus transformaciones.

La lengua como sistema (social) de signos. Como se detalló, esta gran hipótesis contiene tres vectores fundamentales que, ahora podemos agregar, se revelan como no del todo concordantes —lo que ha permitido, entre otras cosas, su ulterior desarrollo las distintas direcciones mencionadas—. En primer lugar, se encuentra la afirmación del lenguaje como un fenómeno social, y la comprensión de lo social según la dicotomía individuo-sociedad en su versión holista tradicional. Esto es, una visión según la cual lo social está hecho de sistemas que totalizan a sus partes. Luego, se formulan los dos teoremas, propiamente saussureanos, según los cuales “la lengua es forma y no sustancia”, y “en la lengua no hay más que diferencias”. Ambos serán desplegados por el movimiento estructuralista que, aún sin atravesar el umbral del holismo, producirá una nueva visión de la sociedad y de los individuos —convirtiéndose la primera en un orden simbólico y los segundos en sujetos de ese orden—. La lingüística estructural precisaba de una teoría social acorde a sus descubrimientos, y la consiguió por la vía de la generalización de sus principios fundamentales en las obras de Lévi-Strauss, Barthes, Althusser y Bourdieu, entre otros. Y, otro tanto, puede afirmarse de la teoría del sujeto que obtuvo en los escritos de Lacan uno de sus desarrollos posibles, y más elaborados. En todos los casos, el teorema de la forma prevaleció sobre el de la diferencia, conduciendo a lo que se conoció como la clausura de las investigaciones estructurales. No siempre se dimensiona, sin embargo, que algunas salidas más relevantes de esta clausura fueron emprendidas por aquellos (y otros) autores, precisamente por el camino que abría el teorema diferencial. Tal será el momento posestructuralista que traerá, a su vez, otras formas de comprensión de lo que sea lo social y lo subjetivo. Así de relevante fue el acontecimiento llamado Saussure.

Los textos que llevan ese nombre se encuentran lejos de poder ser restringidos a la ciencia lingüística donde se les reconoce un lugar de privilegio. Se trata, antes bien, de una obra que participa del canon fundacional de la teoría social en tanto espacio trans-disciplinario o paradigmático. Uno de sus legados más destacados consiste en establecer firmemente al lenguaje como problema general e ineludible para todo saber sobre lo social y lo subjetivo —así como para todo saber sobre el saber mismo—. Es decir, en afirmar al lenguaje como una institución societal básica y como dimensión constitutiva de todo proceso social y subjetivo, al tiempo que se lo revela como una instancia sobre la que es imprescindible reflexionar si se quiere acceder al conocimiento de cualquier cosa.

Referencias

Barthes, R. (1994). La aventura semiológica. Editorial Planeta.

Barthes, R. (2003). El sistema de la moda. Paidós.

Benveniste, E. (1986). Problemas de lingüística general, tomo I. Siglo XXI.

Derrida, J. (1998). De la gramatología. Siglo XXI.

Durkheim, E. (2001). Las reglas del método sociológico. Akal.

Durkheim, E. (1993). Las formas elementales de la vida religiosa. Alianza.

Foucault, M. (2008). Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Siglo XXI.

Godel, R. (1957). Les sources manuscrites du Cours de linguistique générale de F. de Saussure. Droz.

Hjelmslev, L. (1961). Prolegomena to a theory of language. University of Wisconsin Press.

Lacan, J. (2005). Escritos 1. Siglo XXI

Laclau, E. y Mouffe, C. (2006). Hegemonía y estrategia socialista. Fondo de Cultura Económica.

Lebon, G. (1983). Psicología de las masas. Morata. 

Lévi-Strauss, C. (1979). “Introducción a la obra de Marcel Mauss”. En Marcel Mauss, Sociología y antropología (pp. 13-44). Tecnos.

Lévi-Strauss, C. (1987). Antropología estructural. Paidós.

Lévi-Strauss, C. (2009). Las estructuras elementales del parentesco. Paidós.

San Agustín (1968). Confesiones. BAC.

Saussure, F. (1980). Curso de lingüística general. Losada.

Saussure, F. (2004). Escritos sobre lingüística general. Gedisa.

Tarde, G. (2011). “El público y la multitud”. Creencias, Deseos, Sociedades (pp. 199-250). Cactus.

Verón, E. (2004). La semiosis social. Gedisa.

Fecha de ingreso: 24/03/2021
Fecha de aprobación: 01/06/2022


1 Se refiere, ante todo, a los textos que llevan por título Curso de Lingüística General y Escritos de Lingüística. El primero fue redactado por Charles Bally y Albert Séchehaye en base a los apuntes tomados por asistentes a los cursos que Saussure dictara en Ginebra en los años 1907, 1909 y 1911, y se publicó en 1916, tres años después de su muerte. El segundo contiene fragmentos y notas escritas del propio Saussure reunidas póstumamente. Hay también una edición crítica de los manuscritos que sirvieron para la preparación del Curso, publicados por Robert Godel (1957).

2 Dicho sencillamente por Saussure (1980): “En la vida de los individuos y de las sociedades, el lenguaje es un factor más importante que cualquier otro” (p.35).

3 “… una palabra solo existe verdaderamente (…) por la aprobación que recibe en cada momento por quienes la usan. Y esto es lo que hace que sea algo diferente a una asociación de sonidos y algo diferente de otra palabra aunque esté compuesta por la misma sucesión de sonidos” (Saussure, 1980, p. 84).

4 En su aproximación de las posiciones de Durkheim y Saussure, Eliseo Verón (2004) habla de “positivismo metodológico” de ambos, y señala la importancia vital de la noción de conciencia colectiva tanto en uno como en el otro —aunque en el segundo no esté abiertamente tematizada—. Verón reprocha a Saussure que, a pesar de su conciencia metodológica, no evite “recaer” en el ontologismo —término que parece igualar a reificación—. Señala que ambos autores tratan a sus objetos como “cosas” e indica la fundamental ambigüedad que ello implica en términos de sus deslizamientos de la metodología a la ontologización. Con todo, como se verá enseguida, la diferencia lingüística —principal descubrimiento de Saussure— no es ni puede ser tratada como cosa. Esto no ha impedido su enclaustramiento y reificación en términos de estructura, por parte del estructuralismo al que daría lugar. Pero tampoco impidió su posterior “liberación” en manos del postestructuralismo. Por lo demás, el propio Saussure (2004) llegará a anotar, en lo que podría de ser un esbozo de una ontología de la diferencia, “como no hay unidad (del orden o la naturaleza que se quiera) que se base en nada que no sean diferencias, en realidad la unidad es siempre imaginaria, solo la diferencia existe” (p. 84).

5 Por ejemplo, cuando sostiene que “arbitrario y diferencial son dos cualidades correlativas” (Saussure, 1980, p. 142).

6 Anota Saussure (2004): “No establecemos ninguna diferencia de importancia entre los términos valor, sentidos, significación, función o uso de una forma, ni siquiera con la idea como contenido de una forma; estos términos son sinónimos. Con todo, hay que reconocer que valor expresa mejor que cualquier otra palabra la esencia del hecho, que es también la esencia de la lengua, esto es, que una forma no significa sino que vale: ese es el punto cardinal. Vale, consecuentemente, implica la existencia de otros valores” (p.33).