Rev. Ciencias Sociales 179 / 2023 (I)
ISSN Impreso: 0482-5276 ISSN ELECTRÓNICO: 2215-2601

HACIA UNA NUEVA COMPRENSIÓN DE LA MODERNIDAD SEGÚN CHARLES TAYLOR. NARRACIÓN DE LOS CAMBIOS EN EL PENSAMIENTO

TOWARDS A NEW COMPREHENSION OF MODERNITY ACCORDING TO CHARLES TAYLOR. A NARRATION OF CHANGES IN THOUGHT

Francisco Javier Martínez Pérez*

Tipo de documento: ensayo académico

RESUMEN

En sus obras, Charles Taylor se adentra en su narración maestra de la Modernidad como alternativa a la historia de una sustracción que se erigió en el relato dominante. El estudio que aquí se presenta pretende tan solo adentrarse en una de las causas que llevaron a la secularización; esto se trata del desencantamiento progresivo del mundo. El hermeneuta canadiense se plantea en sus principales obras qué otras razones llevaron a la disponibilidad de otras fuentes morales alternativas al teísmo y permitieron la llegada del yo impermeabilizado y el humanismo exclusivo.1

PALABRAS CLAVE: HISTORIA MODERNA * CHARLES TAYLOR * ONTOLOGÍA * HUMANISMO * CONOCIMIENTO * ESCISIÓN * RACIONALISMO * INDIVIDUALISMO * CREENCIA

ABSTRACT

In his works, Charles Taylor delves into his master narrative of Modernity as an alternative to the story of subtraction that became the dominant narrative. The study presented here only intends to delve into one of the causes that led to secularization; that is, the progressive disenchantment of the world. In his main works, the Canadian hermeneutic considers what other reasons led to alternative moral sources to theism and allowed the arrival of the coated self and exclusive humanism.

KEYWORDS: MODERN HISTORY * CHARLES TAYLOR * ONTOLOGY * HUMANISM * KNOWLEDGE * EXCISION * RATIONALISM * INDIVIDUALISM * BELIEF

* Universidades de Salamanca, Provincia de Salamanca y Universidad de Valladolid, Provincia de Valladolid, España.

javiermple@gmail.com

INTRODUCCIÓN

Para Charles Taylor, el siglo XVI es el siglo que “disciplina” la sociedad, que inicia el orden configurador de la vida personal y social bajo parámetros distintos a los del orden cósmico. Los humanistas del Renacimiento inician este “giro copernicano” que lleva a un interés por la naturaleza como tal y no como expresión de la Idea o como imagen de un Dios Creador. El mundo cósmico desaparece progresivamente a través de la aparición de un mundo natural que se configura sobre la ciencia, el realismo en el arte y la vuelta a la ética aristotélica y estoica. Esta desconfiguración del mundo premoderno, la cual ya se había iniciado en el Renacimiento del siglo XII y en el interés por la ciencia, el arte y la ética de los siglos XIII y XIV, se manifiesta con claridad en el Renacimiento del siglo XV y se establece definitivamente con la ciencia galileano-newtoniana del siglo XVII (Taylor, 2014).

Para Taylor, lo relevante no es que el hombre se interese por la naturaleza, sino que poco a poco el interés por la naturaleza se convertirá en algo exclusivo; la naturaleza ocupará el único espacio de preocupación. Del humanismo que conjuga la presencia de Dios con la naturaleza, se pasará a un humanismo exclusivo en el que Dios desaparecerá casi totalmente de las fuentes morales del ser humano. Del horizonte cósmico-ontológico en el que Dios, la Idea o la Razón eterna eran las referencias morales del ser humano, se pasará a una visión en la cual la naturaleza, en sí misma o por sí misma o el hombre, serán las fuentes morales que constituyan la identidad del ser humano (Taylor, 2014).2 Para Taylor, hay tres cambios que inician este proceso y que él caracteriza como la superación progresiva de los tres baluartes de la fe.

PRIMER CAMBIO: DE UN MUNDO ENCANTADO A UNA NUEVA VISIÓN CENTRADA EN LA MENTE

I.- El gran paso que se realiza con la Modernidad es el paso del mundo de espíritus, demonios y fuerzas morales trascendentes ubicadas en el exterior, a un mundo en el cual las fuentes morales se ubican “dentro”, en la mente. Se deja de contemplar el orden eterno expresado en un cosmos espiritualizado y se pasa a un nuevo locus en el que el orden y la razón se ubican en la mente del hombre, esto es, en los pensamientos y en el sentido espiritual del yo que piensa.

Para Charles Taylor, esta mente primera es el espacio espiritual, la urdimbre de la interioridad, la conciencia introspectiva, la reflexividad radical, el hacernos conscientes de nuestra conciencia.3 Taylor piensa que hay que retrotraerse a San Agustín, ya que difícilmente se exageraría si se afirma que fue quien introdujo la interioridad de la reflexividad radical y quien la transmitió a la tradición del pensamiento occidental. El pensamiento de San Agustín trajo un cambio trascendental, puesto que posibilitó la perspectiva en primera persona; es decir, un “yo pienso pre-cartesiano” que introdujo la idea de un ámbito especial de realidades interiores que le dieron relevancia al lenguaje de la interioridad (Taylor, 2006a).4 Será el propio Agustín quien se adelante, según Taylor, a un “pre-cogito” a partir de su emblemática afirmación en su obra sobre el libre albedrío de que si no se existiera sería imposible engañarse.5

Según Taylor, otro autor fundamental en el surgimiento de esta “mente primera”, ya bien adentrado el siglo XIV, es Guillermo de Ockham. El Nominalismo defendía que la soberanía de Dios era incompatible con la noción de la existencia de un orden en la naturaleza que por sí mismo definiera el bien y el mal. Esta línea de pensamiento incluso contribuiría al desarrollo del mecanicismo, dado que, desde ese punto de vista, el universo es mecánico y carece de un propósito intrínseco (Taylor, 2006a).6 Con Ockham se establece la eterna libertad del designio divino, abriéndose así a todas las posibilidades humanas para acceder al conocimiento del mecanicismo del mundo. Se necesitará del lenguaje para construir una imagen adecuada de las cosas. A través del lenguaje, es posible combinar ideas en clasificaciones e ideas más completas y así alcanzar el genuino conocimiento. Para Taylor, el desarrollo de la ciencia moderna ha ido ligada a una perspectiva religiosa, partiendo de las raíces del mecanicismo en la teología norminalista (Taylor, 2006a).7

A Taylor lo que le interesa resaltar, en este primer momento, no es tanto el dualismo cartesiano o el materialismo monista o el utilitarismo, sino que sobre todo quiere hacernos conscientes de lo que significa esta mente primera en relación al cambio fundamental que se experimenta. Con el cambio de perspectiva desde el “exterior encantado” al “interior que piensa”, es la mente la que concibe por primera vez lo que Taylor resume como “el problema mente-cuerpo”, el cual antes era impensable. Lo resume con la siguiente expresión: el que no experimentemos (ya) la existencia de Dios y de los espíritus, no significa que experimentemos su no existencia.8 El cambio, en relación con nuestra percepción del mundo, es de tales dimensiones que se pasa de un mundo en el que estos espíritus ejercían una influencia sobre nosotros, a un mundo en el cual estos espíritus desaparecen, se vuelven inimaginables o dejan de ejercer influencia alguna sobre nosotros (Taylor, 2014).9

Taylor considera este momento de “concepción ingenua” que llevará a la mudanza del desencantamiento. Lo que se empieza a experimentar ingenuamente y de manera casi imperceptible es el hecho de que esos espíritus y esa magia del mundo encantado no ejerzan tanta influencia sobre nosotros. Se trata de un nivel ingenuo, en el cual todo quedará sujeto a dudas sobre la base de que las cosas solo tienen significación en cuanto suscitan ciertas respuestas en “dentro” de nosotros, dado que somos una naturaleza, criaturas capaces de tales respuestas, esto es, con sentimientos, deseos, aversiones; es decir, seres dotados de “una mente” en el sentido más amplio del término. Hemos sido configurados en nuestro interior y, por lo tanto, las significaciones dependen de cómo operamos como mentes u organismos que secretan mentes (Taylor, 2014).10

Taylor considera que la aparición de esta “mente primera” supone la ruptura con el mundo encantado, mundo que encuentra las fuentes de identificación moral no en la mente humana, sino en ese mundo de espíritus tanto benignos como malignos. Agentes espirituales,11 culto a los santos y su acción curativa en torno a las reliquias y demás loci de poder espiritual que despertaban el respeto y la veneración. Para el mundo encantado, la significación de las cosas está fuera, en los objetos y agentes, independientes de nosotros. Las cosas y los agentes pueden ser loci de poder espiritual, el mundo está encantado y, por lo tanto, puede haber realidades y personas que transmitan poder. La realidad transmite significación moral porque hay espíritus que se esconden tras ciertos objetos, realidades y personas que despiertan la veneración y el encanto que se esconde en el misterio espiritual (Taylor, 2015).12 La significación moral se encuentra en el espíritu que habita en ciertos objetos y personas, y que, por lo tanto, está fuera (Taylor, 2014).13

Se puede afirmar que con el advenimiento de la Modernidad no se niega la existencia de Dios, pero por primera vez se somete a la duda, a explicaciones mediadoras o a argumentos novedosos. Esta línea de reflexión es la que le interesa a Taylor, dado que lleva a dar respuesta a la secularidad tal y como se plantea en el tercer sentido: en el paso de una sociedad en la cual la fe en Dios era incuestionable y estaba lejos de ser problemática, a una sociedad en la que se considera que esa fe es una opción entre otras, y, con frecuencia, no la más fácil de adoptar (Taylor, 2014).14 Es así como el autor pretende llegar al corazón de la secularidad y las motivaciones que fundamentaron la aparición de fuentes morales alternativas. En otras palabras, la mente deja de ser un espacio racional que sintoniza con la Razón Eterna del Universo y pasa a ser una realidad “solo humana” que se entiende como un “espacio interior”, como “antena perceptora” de sensaciones, experiencias, creencias, ideas sobre el mundo o sobre nosotros mismos y también de respuestas de sentido y ubicación moral (Taylor, 2014).15

La mente, en este primer momento, se afianza como la mirada interior que capta la significación del mundo “desde dentro”, el sentido de las cosas se alcanza desde la “conciencia percibe”; el mundo y la naturaleza entran en diálogo con nuestra mente y es la mente la que capta el orden y la lógica de las cosas y es capaz de vislumbrar un sentido más profundo. El orden del mundo necesita pasar el filtro de la mente, que ordena y encuentra sentido en la naturaleza y el mundo, una mente consciente de que dentro hay sentimientos, deseos, aversiones (Taylor, 2014).16

Este primer cambio es previo a la filosofía dualista cartesiana y a la filosofía idealista, materialista o utilitarista. Estas filosofías analizarán la mente bajo otras perspectivas. Ahora tiene lugar la afirmación genérica de lo que supone la aparición de esta mente primera, más básica y elemental, que supone un inicio de ruptura con el mundo encantado y que comienza el proceso hacia el desencantamiento del mundo weberiano y hacia la aparición del humanismo exclusivo. Por ser el momento primero, merece la pena enfatizar lo que supone su aparición, porque sin esta ruptura que inicia la aparición de la mente, no se habrían iniciado los procesos hacia la mente dualista, monista, utilitarista o materialista.17

Con la aparición de la mente, el significado moral del mundo se descubre por la mente que ordena, siente y experimenta. Sin esa percepción, nada se da “ya” por supuesto. El mundo no está ahí con su significación, ahora la significación se descubre por la mente. Somos nosotros los que, con nuestra mente, sentimos alegría o tristeza, experimentamos, percibimos, nos dejamos influir por lo que acontece. Todo depende de cómo operamos como mentes y de las respuestas y significados que surgen en nosotros. Otro estudioso de la Modernidad, bajo otro paradigma, insistirá en términos parecidos cuando afirme que:

… lo que iba a suceder entre el siglo XVI y el XVII para fundamentar la formación de la Edad Moderna no aparece como un incremento, o una exacerbación de las aspiraciones cognoscitivas, presuntamente modestas, de la Edad Media, sino como una renuncia muy incisiva —no, ciertamente, escéptica, pero sí cardinal respecto a lo precedente— a seguir midiendo la relación teorética del hombre con la naturaleza según aquella norma que exigía conocer la creación con los ojos y las categorías del Creador (Blumenberg, 2008, p.353).

Todo aquello que está fuera de la mente nos puede influir de dos maneras:

i) Dejándonos influir por esas realidades exteriores y cambiar la perspectiva ante la cual nos situamos moralmente. Es decir, cuando soy consciente de que experimento realidades y deseos que están fuera de mí y con los que puedo entrar en diálogo, puedo experimentarme como un yo que se deja influir y no ser un yo/mente impermeabilizada, sino un yo que permite espacios abiertos a otras realidades que no pasan por el autocontrol de la mente y que pueden abrirme al misterio.

ii) No limitándonos a ser una mente que solo se deja influir por las reacciones que experimentamos en nuestro cuerpo, sino permitir motivaciones diversas como fuentes morales que abren nuestro campo de juego con el mundo. No todo es reacción biológica (neurofisiología) o materialismo que solo descubre las funciones de las cosas, sino que nuestro cuerpo/mente pueden verse motivados e influenciados por fuerzas que van más allá de lo que se ve o se puede encontrar en el mundo natural en el que vivimos (Taylor, 2014).18

II.- A partir de esta primera mente que deduce las significaciones “dentro” de ella, en el sentido de que las cosas solo tienen significación en cuanto suscitan cierto tipo de respuestas en nosotros, surgirán las filosofías dualistas, materialistas y biologicistas-mecanicistas. La significación no está fuera, independiente de nosotros, sino que es la mente en cada uno de nosotros la que determina y reacciona ante el mundo, descubriendo significaciones de muy diversas maneras, bien sea de forma dualista, utilitarista o biologicista (Taylor, 2006a).19

En clave utilitarista y biologicista, se podría decir que las significaciones están fuera, como cuando nos dejamos influenciar por el estado de ánimo de los otros, o cuando, por ejemplo, la altura moral de otras personas incide en nuestro compromiso moral hacia los demás. Es cierto que en este caso las fuentes morales están fuera, pero no en el sentido del “fuera” del mundo encantado. En ambos casos están fuera, pero en el segundo caso se decide desde dentro, no hay significaciones del mundo cósmico que estén ahí independientes de nosotros. Ahora esas significaciones están fuera, en los otros, pero son descubiertas por mí, desde dentro de mi propia identidad moral, y soy yo quien decido que, estando fuera, estén dentro, porque así lo establezco desde mi propia identidad y voluntad moral. Todo está dentro de las mentes individuales, lo de fuera y, por supuesto, lo que yo determino desde dentro. Es lo que Taylor define como “teorías atomistas” de la mente y que desembocarán en el atomismo filosófico empirista y en el utilitarismo individualista de carácter metodológico que se arraigará en el subjetivismo y en el individualismo autosuficiente (Taylor, 1997; 2005; 2006a).20 Es el gran salto ontológico que se producirá de manera casi imperceptible hasta nuestros días.

La mente que interactúa con el mundo y los acontecimientos, experiencias, deseos y percepciones, no nos sitúa en un marco de encantamiento, pero ofrece un “encanto que enamora”, ya que el sujeto es consciente de poder determinar significaciones. En ese sentido, la mente ofrece una analogía al “encantamiento del mundo”, porque ayuda a comprender de manera endógena lo que en el mundo encantado se realiza exógenamente. El mundo moderno, con la aparición de la mente y el surgimiento del yo, hace que las significatividades cambien de loci y el poder encantador del mundo se sitúe en la mente que encanta de significatividad la experiencia, los acontecimientos y los deseos. Se sitúa desde dentro un poder que otorga significatividad a algo que anteriormente solo estaba fuera. La significatividad sigue estando en las cosas, pero no en sí mismas, sino desde el poder del yo que les otorga. Es una significatividad exógena (a través de la mente) no endógena en las cosas mismas (Taylor, 1993; 1994; 2014).21

En el mundo encantado, las cosas transmiten un poder que maravilla el mundo y produce efectos mágicos, no solo en el hombre, sino también en otras realidades. Este poder puede transformar el alma humana, puede llenarla de trascendencia y poder espiritual, pero, al mismo tiempo, también puede verificar las cosas, salvando de naufragios o cambiando desastres. Las cosas tienen un poder causal debido a la significatividad que llevan dentro. Esto puede comprobarse no solo en la religión arcaica llena de magia, sino también en las religiones preaxiales y axiales. También es posible comprobarlo en la teoría de las correspondencias del Alto Renacimiento, donde aparece la realidad de las cosas que llena de poder y significatividad el mundo tal y como Copérnico, por ejemplo, afirma sobre la creación del mundo por “el mejor y más regular artífice de todos”, con lo que esto significa de estar lleno de significatividad trascendente.22

Taylor entiende que, con la Modernidad, las relaciones causales entre las cosas del mundo no vienen determinadas por objetos cargados de significados que posibilitan la magia y causan positividad o negatividad, sino que es la mente la única que garantiza los significados del mundo. El mundo físico está fuera de la mente y las relaciones causales se establecen entre objetos, no entre significados que preceden al mundo natural. En el mundo premoderno, existen relaciones causales constituidas por los significados que establecen los loci de lo sagrado con influencia y poder causal.

III.- Con el advenimiento de la ciencia galileana y la primera Modernidad, las significaciones están exclusivamente en la mente, circunscritas a un espacio mental que define el sentido de las cosas por los sentimientos, las ideas, las experiencias y las percepciones. En el mundo de espíritus premoderno hay una suerte de espacio mágico de encantamiento, fuera, el cual incluye el yo del individuo que se siente bajo dicha influencia de poder divino y mágico. Con la aparición de la mente hay una especie de “espacio intermedio” que no está fuera (mundo encantado) ni dentro (racionalidad absolutizadora del mundo), sino en un espacio intermedio que se ubica entre el fuera encantado y el dentro del yo impermeabilizado. Taylor define este espacio como un “yo poroso” que asume elementos de encantamiento premoderno y elementos de una racionalidad que empieza a desvincularse y a impermeabilizarse de influencias exteriores, que inicia el camino hacia la desaparición de elementos trascendentes (distinto al de la negación) (Taylor, 2006b).23

Esta imagen de lo poroso que define este espacio intermedio entre lo abierto (encantamiento) y lo impermeabilizado (racionalidad moderna) es muy clarificadora para definir este primer momento de la Modernidad. Una porosidad que permite que se introduzcan elementos de la etapa premoderna en una realidad nueva en la cual se entrecruzan lo anterior, aún no finalizado, con algo nuevo que acaba de empezar. Este espacio intermedio suprime fronteras definidas y, ante lo nuevo que acaba de comenzar, no se cierran las puertas a lo que sigue latente de la etapa anterior; la porosidad permite la entrada de elementos de etapas previas en una situación que acaba de comenzar y que tampoco está definida del todo.24

Desde el punto de vista de Taylor hay, pues, una interacción que influye y entra en diálogo en este espacio intermedio entre lo interior y lo exterior. Cualquier sensación interior no solo es captada desde dentro, con la mente, sino que al mismo tiempo hay espacios para conjugar los sentimientos con explicaciones exteriores que influyen y coadyuvan a que esta situación interna pueda ser entendida desde otras dimensiones. El mundo encantado sigue proporcionando marcos de explicación creíbles para una situación en la que la mente lo explica todo o tiende a buscar significaciones desde dentro. Por otra parte, a la inversa, desde dentro se pueden captar poderes externos y sobrecogedores que debilitan nuestro estado y que influyen en nuestra condición psicológica, configurándola o acentuando elementos propios, de tal manera que su acción de poder no es solo exterior, sino que actúa y se proyecta en los sentimientos y el alcance de la experiencia personal. Siguiendo a Taylor, se considera que esta reflexión es muy enriquecedora y permite ampliar horizontes de comprensión del mundo, de nuestro mundo, en el cual conviven porosamente poderes exteriores que encantan el alma con explicaciones racionales que desde dentro nos hacen conscientes del poder del deseo y de los sentimientos propios y de los otros.

En este sentido, llama la atención el que Taylor apenas cite a Tomás de Aquino como uno de los grandes referentes que inician el cambio. A partir de la Quinta Vía de Tomás de Aquino, en la cual se considera la existencia de Dios a partir de la necesidad de un “ser inteligente que dirige todas las cosas a su fin”, algunos han querido ver también un momento fundamental en la transformación del alma de Occidente. Si el Aquinate habla de una inteligencia que configura el mundo y el hombre está creado a imagen y semejanza de esta Inteligencia ordenadora del mundo, de alguna manera se está promoviendo desde dentro del mundo medieval el gran cambio antropológico que sobrevendrá con la Modernidad. Si se enfatiza desde el pensamiento tomista que la semejanza divina en el hombre no debe ser entendida solo como “poder estático” sobre las demás criaturas, sino como “fuerza dinámica que actúa en el mundo”, entonces podríamos pensar que desde el propio Tomás de Aquino se sientan las bases para una visión de un universo mecánico y espiritual (Capra, 1992; Castellanos, s.f.).25

Por otra parte, esta etapa de la configuración moral del mundo ha sido enriquecedora para el pensamiento filosófico y ayudó a establecer, sobre la base de etapas anteriores, el alumbramiento de un nuevo orden que supuso un enriquecimiento desde la mente, acudiendo a las fuentes interiores de la moralidad, sin olvidar la visión trascendente y porosa del ser humano. Sin duda alguna, esta porosidad de la primera Modernidad supuso un avance en la configuración moral del ser humano, enriquecida racionalmente e integrando elementos de valoración trascendente.

Hay un elemento que merece ser comentado al respecto y que completa la reflexión previa. Es lo que, según Taylor, supuso el advenimiento de la Modernidad en relación con la vulnerabilidad humana. Taylor afirma que la sensación de vulnerabilidad desapareció con el desencantamiento del mundo. La vulnerabilidad del hombre en un mundo premoderno y encantado es vivida como sobrecogimiento ante poderes que se le imponían “desde fuera”. Con la llegada de la Primera Modernidad y el hombre poroso se empiezan a poner las bases para fuentes morales que refuerzan el yo y configuran la identidad humana “desde dentro”, sin olvidar las influencias positivas de fuerzas exteriores que enriquecen la experiencia humana. La vulnerabilidad vivida como incapacidad o sentimiento de debilidad no solo es superada con los poderes divinos exteriores propios de la época de encantamiento, sino que ahora se ponen las bases para un enriquecimiento moral de la identidad del yo desde la mente y el espacio de la interioridad. Las fuerzas cósmicas no son desechadas del horizonte de la experiencia moral del hombre, sino que, con la aparición de la mente, siguen siendo necesarias para comprender la gran empresa del hombre que se va configurando desde su propio yo.

La mente no desacredita las fuerzas de poderes divinos exteriores, sino que son integradas en la nueva identidad del yo que surge con la mente que crea espacios de interioridad. El surgimiento de la mente que percibe desea, experimenta y siente integra elementos para la creencia en fuerzas exteriores que contribuyen también, a su manera, a crear espacios de significación. El nuevo imaginario filosófico sigue incorporando “desde la mente interior” espacios de significación cósmica que enriquecen la experiencia de identificación moral del yo. Así, la vulnerabilidad no solo es contemplada como experiencia vivida “desde dentro”, sino que también necesita de significaciones cósmicas que interactúan con un mundo de deseos y percepciones que no alcanza a ser explicado solo desde dentro. Se necesitan no solo experiencias de interioridad que nos hacen conscientes de lo que somos, sino que hay realidades “simbólicas” que evocan poderes exteriores y que necesitamos para “recuperar la significatividad de lo que vivimos”. El hombre moderno necesita dar explicaciones “desde la mente” racional a lo que vive, pero al mismo tiempo “surgen” en su interior deseos de una explicación que vaya más allá de la pura “mente” para recuperar significatividad a partir de fuerzas cósmicas o poderes que también entran en confluencia con la mente. Necesitamos seguir conectados con poderes exteriores, aunque en nosotros hayan echado raíces explicaciones interiores que conectan con la mente del yo. El primer yo moderno no encuentra plena justificación en la explicación “desde dentro” que desconecta del “exterior cósmico”, sino que necesita encontrar significación en poderes que siguen conectándonos con el Orden Exterior.

IV.- Con el paso del tiempo, este yo poroso, casi identificado con el encantamiento del mundo o en proceso de transición hacia el desencantamiento, se irá impermeabilizando y haciendo inmune a cualquier referencia a poderes exteriores, quedando establecido en la inmanencia más absoluta o en un humanismo sin referencias trascendentes, un humanismo exclusivo. En esta primera Modernidad ilustrada se trata tan solo de “plantear la posibilidad que tengo de desconectar” con las fuerzas de significatividad exteriores; puedo impermeabilizar el yo de tal manera que no me afecten (Taylor, 2014).26

Por otra parte, Taylor sostiene que este humanismo exclusivo, el cual terminará estableciéndose como referencia de valoración moral, crea en el hombre un estado de nostalgia del mundo encantado. Es como si el hombre experimentara un desasimiento y una situación de desposesión que, al mismo tiempo que le ha establecido en sus referencias éticas fundamentadas racionalmente, también le llevara a una situación de desvalimiento y vulnerabilidad que le lanzara a la búsqueda de algo perdido, de algo que necesita y que no termina de encontrar; ya sea porque ha desconectado precipitadamente o porque esa desconexión crea en él un estado de incomodidad espiritual.

Taylor identifica un segundo aspecto de este yo impermeabilizado que rompe con cualquier “temor exterior” (Taylor, 2014)27 y que le encamina por la senda del autocontrol y la autodirección más absoluta. El temor inherente al encantamiento del mundo por fuerzas sobrecogedoras es superado a base de autocontrol, de sentimientos de autorreferencia. Surge progresivamente un yo impermeabilizado que establece un humanismo inmune a cualquier sentido de significado trascendente. Y ese sentimiento de “nostalgia trascendente” es superado con base en un incremento de autorreferencias humanistas del propio yo (Taylor, 2010).28

Asimismo, el yo impermeabilizado se ha ido construyendo también por influencia de la ciencia como experiencia de empoderamiento del yo que autocontrola y autodirige (Taylor, 2006b).29 En el mundo encantado, los objetos de poder exteriores, sea la propia Fuerza Divina, sean objetos llenos de poder mágico y religioso, tienen poder para encantar de salud la vida del hombre cuando aparecen las enfermedades o el pecado (que frecuentemente son expresiones del mismo mal). La enfermedad es vista en este mundo premoderno como expresión de debilitamiento del hombre interior. Se pensaba que un hombre bien constituido moralmente o después de la confesión sacramental podía recuperar la salud, no solo del alma, sino también del cuerpo. Los objetos que transmiten poder exterior sean objetos o sacramentos, “actúan por sí mismos”, no se pone en duda su acción, son expresión de un Dios que actúa objetivamente, independientemente de nuestro deseo espiritual o de nuestra adhesión a la fe. La acción de la reliquia o del sacramento que actúa “ex opere operato” transmite poder en sí misma, independientemente del deseo espiritual del que lo recibe. También hoy en día quedan huellas de este encantamiento del mundo, pero expresado desde la racionalidad científica. Con la misma fe con la que en el mundo premoderno se frotaban las manos en la reliquia y se esperaba la curación, así también hoy expresamos la veneración por la ciencia y el alcance de totalidad que a veces pretende imprimir a la fundamentación del mundo. En un mundo en el que se sobredimensiona el papel de la ciencia, a veces se quiere dar una explicación del todo y de la totalidad del mundo desde esta como la única verdad incuestionable y resulta difícil fundamentar otros referentes que no tengan que ver con la sola razón científica (Taylor, 1997; 2015).30

Según Taylor, quedan restos de un mundo encantado cuando en un mundo tecnocientífico, ante el problema del mal o la enfermedad, seguimos pensando como si viviéramos en un mundo encantado o nos cuesta desentendernos del encantamiento como nostalgia o explicación que va más allá de la mente y que tiene que ver con poderes exteriores. A veces da la impresión de que necesitamos de algo más para explicar el problema del Todo, del Sentido, como si la tecnociencia no nos bastara y anheláramos otras creencias que nos retrotraen a mundos premodernos. Para Taylor, se desata la búsqueda por necesidad, surgiendo, así, los buscadores herederos de la revolución expresiva (Taylor, 2015).31

Taylor se refiere a las excepciones a la regla general. En el mundo encantado, siempre existía la posibilidad de una cosa y la contraria: las cosechas abundantes o el hambre, la paz y la guerra, ser rescatados del mar o el naufragio. Lo que no respondía al “orden” establecido positivamente era también asumido como “actos de Dios” que tienen que ver con nuestros actos.32 Con la aparición de la Modernidad todo es regido por la ley natural, para la que no existen excepciones. Es un orden científico, racional, en el que no caben excepcionalidades a la ley natural (Taylor, 2015).33

El autor afirma que, en el mundo encantado, la ausencia de fe es muy difícil de entender. Dios es el Espíritu que está por encima de los santos y los espíritus y es el que garantiza que el Bien triunfará (Taylor, 1997).34 Lo que interesa resaltar aquí no es tanto el hecho de la fe cristiana, la cual envolvía el universo moral de Occidente, sino el hecho de que en un mundo así, la perspectiva de rechazar a Dios era altamente improbable por el hecho de que este garantizaba la experiencia de plenitud humana. Posicionarse al margen de Él era entrar en un mundo de vacío y desposesión. Solo quedaba elegir entre Dios o su Antagonista, pero esta opción era muy improbable y reducida. Con el advenimiento de la primera Modernidad se da el primer paso hacia el yo impermeabilizado, eliminando el primer obstáculo que se está comentando, hacia un humanismo exclusivo y en el que las fuentes morales trascendentes empiezan a perder relevancia o a imaginarse que un mundo así es “posible” (Taylor, 1993).35 En momentos posteriores, como la Ilustración radical o la voz de la naturaleza, se irán configurando procesos en los que la posibilidad se transformará en realidad para la mayoría de las personas (Taylor, 2006b).36

SEGUNDO CAMBIO: DE UNA SOCIEDAD ENRAIZADA EN DIOS A UN INDIVIDUO DESVINCULADO SOCIAL Y TRANSCENDENTEMENTE

Durkheim asevera que los primeros sistemas de representación que el hombre se ha hecho de sí mismo y del mundo son de origen religioso. Representaciones religiosas que, a su vez, son representaciones colectivas. La religión es una cosa eminentemente social (Durkheim, 1982).37 Las sociedades primitivas no se entendían sino como sociedades amalgamadas en torno a un tótem y al mundo de los espíritus. De tal manera que, según Taylor, el aldeano que rechaza la transcendencia o practica la idolatría es una amenaza para la cohesión social. De ahí que fuera tan difícil ponerse al margen o que fuera tan complicado el que surgieran personas que no tuvieran fuentes morales trascendentes (Taylor, 2014).38 Todo ello explica, por otra parte, el hecho de que la cohesión social fuera tan sólida.

El sentido social estaba ligado a los espíritus de poder trascendente, por lo cual eran ellos los protectores del bien social. De ahí que los ritos y las devociones fueran algo colectivo, en los que la sociedad se sentía protegida y, al mismo tiempo, experimentaba como sociedad la fuerza de este poder divino que encantaba el mundo. Los ritos tenían una dimensión fundamentalmente comunitaria, ya que pretendían fundamentar y proteger el bien común de la sociedad. No practicarlos era desentenderse de esta responsabilidad colectiva, era despreocuparse del sentido de plenitud experimentado colectivamente. Quizás por esto entendamos mejor la responsabilidad común ante los herejes (Inquisición) que dispersaban o desconfiguraban el sentido social y religioso de la vida o la dificultad de que alguien se posicionara de esa manera, pues el sentido de pertenencia social lo hacía casi imposible.

La sociedad no concebía la ruptura entre el sentido colectivo y religioso. Ser sociedad era sentirse vinculado a los ritos que la protegían y, al mismo tiempo, lo religioso era un pilar fundamental de su constitución como sociedad. Ser sociedad y pertenencia a una religión eran prácticamente lo mismo, no existía ruptura o división. Se vivía a nivel social perteneciendo a la iglesia y se vivía el sentido eclesial como sociedad. Era lo mismo. De ahí que el sentido social estuviera estructurado eclesial o teológicamente. El reino, la ciudad, las aldeas, las parroquias, toda la configuración social y política se vivía desde este sentido que les conducía a Dios. Todos eran responsables de todo: de la ortodoxia, la herejía, los ritos y los tiempos sagrados. Posicionarse al margen de la ortodoxia significaba no contribuir a la unidad social y política del Reino. De ahí que los herejes merecieran la pena del castigo, pues podían despertar la ira de Dios y se desprotegía la sociedad del Bien que aseguraba la trascendencia (Delumeau, 1978).39

Para Delumeau es claro que la Iglesia (y por ende la sociedad) y la sociedad (y por tanto la Iglesia) debían defenderse y hacer frente a toda clase de enemigos que desconfiguraban la unidad política del Reino y de la Iglesia. En esta atmósfera obsesiva por el miedo y la propia autodefensa frente al enemigo, la Inquisición era un brazo ejecutor de la Iglesia y de la sociedad, las cuales actuaban conjuntamente. Según Delumeau, en esta sociedad encantada y de espíritus, el primer elemento al que debían enfrentarse la sociedad y la Iglesia era el de los chivos expiatorios: herejes, brujas y turcos como expresión del maligno. El segundo elemento, igualmente importante, era hacer consciente a toda la sociedad, no solo de los adversarios exteriores, sino también de la presencia del mal en el propio corazón humano, que invita a dejarse arrastrar por todo tipo de pasiones y debilita el alma humana en el camino hacia la santidad. Todo ello contribuía a crear una atmósfera obsesiva y de miedo que atemorizaba las mentes y los corazones.

El miedo estaba omnipresente, acrecentado por la idea de que cada individuo tendría que asumir su propio destino en el juicio final (Delumeau, 1978; Taylor, 2014 ).40 “En la Europa de principios de los tiempos modernos, el miedo, camuflado o manifiesto, está presente en todas partes. Así ocurre en toda civilización mal armada técnicamente para responder a las múltiples agresiones de un entorno amenazador” (Delumeau, 1978, p. 34). Este miedo, característico de los creyentes que participan de la fe en la resurrección y temerosos de la vida eterna, es de lo que se les supone carentes a los no creyentes o herejes. Es ese miedo el que garantiza de alguna manera la rectitud de intención en esta vida; la bondad, el amor misericordioso, todas ellas actitudes que encaminan la vida terrena hacia el reino futuro. Sin esta fe en la vida eterna difícilmente se puede garantizar en esta vida el “santo temor de Dios”, con lo cual los no creyentes o herejes difícilmente pueden hacer juramento sincero en esta vida, ya que no tienen ese santo temor a la muerte y en esta vida a vivir de acuerdo con los valores que conducen a la vida eterna (Delumeau, 1978).

Taylor es de la misma opinión respecto a la idea de que los herejes y no creyentes eran una amenaza para la convivencia social que se mantuvo hasta bien entrada la Ilustración. Cita a Locke como ejemplo de filósofo que defiende que los juramentos de lealtad debían ser nulos para los ateos, ya que no temen el castigo después de la muerte. Según Locke, a los no creyentes no debería concedérseles los plenos derechos de ciudadanía.41

Lucien Febvre ilustra claramente lo “inimaginable” que sería ubicarse personal y socialmente en aquella época sin las fuentes morales trascendentes. Cualquier persona tenía aspiraciones morales trascendentes que conllevaban la afirmación ineludible de Dios. Al mismo tiempo, la sociedad no se entendía sin estas referencias socialmente establecidas. Dios cohesiona la sociedad y no se puede entender la sociedad sin Dios. Es esta sociedad, fundamentada en los orígenes trascendentes, la que confirma colectivamente la existencia de Dios. Dios existe porque existimos como sociedad. La colectividad era, de alguna manera, una prueba que llevaba a la convicción de que Dios existe. Según Lucien Febvre, en el siglo XVI “solo la religión iluminaba el universo y el hombre que pretendiera no pensar como los demás, el hombre de palabras atrevidas, de crítica fácil, recibía las aclamaciones: <impío>, <blasfemo> y para terminar <ateo>” (1993, p.92). Taylor afirma que aquella sociedad estaba más unida, puesto que Dios representaba el pilar fundamental (Taylor, 2014).42

En este sentido, se puede decir, de acuerdo con Taylor, que la religiosidad medieval tiene muchos elementos en común con lo que hemos visto de las civilizaciones de las religiones naturales y arcaicas (Taylor, 1994; 2010).43 Sin embargo, hay dos elementos que conviene destacar en este proceso de desvinculación social que se está estudiando: por un lado, el deseo de bienaventuranza humana que ineludiblemente busca todo ser humano y, por otro, la invitación del cristianismo a promover un sentido de autotrascendencia y un compromiso de transformación total de la persona. Integrar los requerimientos de la bienaventuranza humana con la invitación a superarla desde un sentido más profundo de conversión y búsqueda de valores superiores, conlleva frecuentemente tensiones (Taylor, 1997).44 Son las tensiones entre la vida buena y la buena vida, entre negarse a uno mismo y afirmarse en el propio deseo de felicidad humana. A continuación, se verá cómo se van integrando ambos elementos en las dificultades inherentes a ambos planteamientos y su influencia en el proceso secularizador.

I. La vida buena y la buena vida

Según Taylor, en el primitivo Cristianismo surgen las vocaciones eremíticas y monásticas como respuesta a superar la vida que nos instala en las demandas del pecado original y a superarlas, elevando el espíritu hacia una vida de entrega total a Dios en la castidad (Taylor, 1997).45 La tensión entre el celibato “celestial” y la vida que prolonga en el tiempo las consecuencias del pecado original con la procreación, no es fácil de integrar y superar.46 La idea de que el cuerpo era malo y estaba asociado a la debilidad por la que entró la muerte en el mundo, llenó de sospechas cualquier aspecto relacionado con el cuerpo y la sexualidad. Por todo ello, la sexualidad era vista como el tiempo del pecado y de la historia herida por las consecuencias de la debilidad humana, y el celibato era visto como el tiempo de la eternidad de Dios.

Frente a la vida del mundo está la vida del tiempo nuevo, es decir, el tiempo en el que Dios está cerca e invita a la conversión y a creer en el Evangelio (Cfr. La Biblia, 2009, Mc. 1, 15). En otras palabras, ha llegado el tiempo de Dios frente al tiempo del hombre. Como dice San Pablo: “Atrás ha quedado el hombre viejo” (2 Cor. 5,17), el tiempo viejo, el tiempo de la condición humana, invitando a pasar al tiempo de la eternidad que “se empieza a realizar” en medio del mundo. Algunos textos evangélicos como “Hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por el Reino de los Cielos. El que pueda entender, que entienda” (Mt. 9, 12); y “Dejar casa, mujer, hermanos, padres e hijos por el Reino de los Cielos” (Lc.18,29), invitan a superar la mentalidad del “mundo” y pasar a vivir según una mentalidad nueva, más allá de la bienaventuranza humana e invitando a una experiencia de hacerse célibes, con un compromiso único por el Reino, así como a dejar cualquier tipo de “lazo familiar” para vivir en una entrega totalizadora.

Los textos paulinos, Rom. 15, 18-19, Gal. 1, 22 y I Cor. 15, 8, y Gal 6, 15 hablan de la criatura nueva que vive en Cristo Jesús, la cual hace nuevas todas las cosas. La bienaventuranza humana queda “pospuesta”, “entendida” o “iluminada” por los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús. Según Taylor, la fe cristiana apuntaba a la autotrascendencia, esto es, a ir más allá de la bienaventuranza humana ordinaria, buscando las cosas de allá arriba (Taylor, 2014).47

En esta misma línea, Peter Brown, en su obra titulada El cuerpo y la sociedad, cita a Clemente de Alejandría, quien propone un ideal de vida cristiana basado en la apatheia como estado de serenidad de propósitos (Brown, 1993).48 En parecidos términos se expresarán otros Padres de la Iglesia, que inciden en esta libertad para superar necesidades e impulsos indomables (Choza, 2011).49

Esta tensión, en opinión de Taylor, se expresó de diversas maneras a lo largo de la historia de la Iglesia: la importancia que cobraron las vocaciones célibes en los primeros siglos en la Iglesia oriental, la tentación de imponer el celibato a todos o el planteamiento de la Reforma que rechaza de plano las vocaciones célibes.

Con el tiempo, en la cristiandad latina occidental romana y ortodoxa, se verán ambas vocaciones como complementarias; el clero reza por la vida laica matrimonial y se superan tensiones identitarias o de supuesta superioridad de una vocación sobre la otra. Con el tiempo, a la tensión se superpone un equilibrio basado en una complementariedad de funciones. Naturalmente, según Taylor, esto no elimina las continuas formas de tensión. Inadecuaciones que se han resuelto de distintas maneras, intentando equilibrar la conversión evangélica con la ética del honor, el estatus social, el amor propio, la vida guerrera (Taylor, 1994; 2014).50

Las tensiones entre bienaventuranza humana y exigencias evangélicas se han ido manifestando en cada momento histórico bajo distintas formas de equilibrio y complementariedad (Taylor, 1997).51 En el mundo de espíritus y premoderno, una de las formas de superar la tensión entre la bienaventuranza humana y las exigencias de conversión evangélica se resolvía con lo que Taylor denomina el mundo de “al revés” o inversión del orden natural de las cosas: los niños se ponían la mitra, los tontos eran nombrados reyes y había un espectáculo general de burla como en los carnavales. La significación de estos rituales de inversión es doble: por una parte, destacan el carácter enigmático de la vida de la que se hace una parodia temporal, y, por otra parte, potencian el sentido del humor como algo que nos acerca a lo importante, que a veces no se logra comunicar en lo ordinario de la vida. En el fondo, dichos ritos de inversión pretendían confirmar los valores morales existentes y expresar, a través de estas rupturas temporales del orden, que se desea vivir desde ellos el sentido más profundo de la vida (Taylor, 1994).52 En realidad, se trataba de auténticas “válvulas de escape” en una sociedad tan estructurada y tensionada, que necesitaba de momentos de distensión para que el sistema se mantuviera.

La teoría de la válvula de escape indica, en cierto sentido, que el orden establecido era demasiado tenso y que no permitía armonizar de manera equilibrada la bienaventuranza divina con el deseo y la búsqueda de la propia satisfacción. En cierto sentido, con el ritual del mundo al revés, se está volviendo al tiempo de los orígenes, en el cual la energía del desorden, que estaba en el origen del caos primitivo, sucede al orden y al esfuerzo de organizar la vida de acuerdo a determinados parámetros. Y ese orden, cada cierto tiempo, exige “recuperar la energía de los orígenes”, así se da un impulso nuevo al orden que se va imponiendo (Taylor, 1994).53 Burke habla de la vuelta al estado de la naturaleza para poder revitalizar el orden y ser conscientes de lo que supone vivir en ese estado, recuperando de cuando en cuando la energía de los orígenes. Se trata de “un escape controlado del vapor”, de un ritual del desorden que pretende recuperar el orden con impulso renovado. No se señala ningún impulso de ruptura, sino tan solo un ritual que potencia aún más el orden establecido (Taylor, 1994).54 De igual manera, piensa Taylor, al afirmar que no se trataba de impulsar ningún orden antitético de las cosas para motivar un reemplazo del orden imperante. La parodia se enmarcaba en la idea de que son la virtud y el sistema eclesiástico los que debían regir el mundo (Taylor, 2014).55

Bakhtin habla de la risa y la dualidad en la percepción del mundo: los dos mundos, uno oficial y un segundo mundo o una segunda vida. El carnaval representa este segundo mundo que forma parte de la cosmovisión del hombre medieval, un realismo grotesco de espontaneidad y vida.56 Según Turner, el carnaval resalta el aspecto inclusivo e igualitario del sentido de la vida. El orden estructura y fundamenta la diferencia, por lo que es necesario volver a expresar ese sentido igualitario y comunitario de la vida que el orden olvida o margina. Por eso, cada cierto tiempo, se vuelve a expresar ritualmente ese tiempo de los orígenes en el cual lo social y comunitario nos hermanaba en una cosmovisión que nos hace iguales57 a través del contrapoder temporal de los débiles y la interacción humana de yuxtaposiciones y alternancias (Taylor, 2014).58

En las sociedades premodernas, existen los ritos de paso en los cuales la comunidad asume un papel protagonista, encarnando los valores y la cultura de la tradición depositaria de la sabiduría (Taylor, 2006b; 2010; 2014).59 Se trata de la liminalidad o el umbral en el que los neófitos viven en una suerte de antiestructura, “una tabula rasa, una pizarra en blanco, en la que se inscribe la sabiduría y el conocimiento del grupo, en aquellos aspectos que son propios del nuevo status” (Turner, 1988, p. 107). Se trata de los ritos liminares que marcan el paso de una etapa a otra, tal y como afirma Van Gennep.60

Taylor considera la importancia de la “antiestructura” para manifestar elementos que difícilmente pueden ser comunicados desde el orden institucional que pertenecen a una clase de sabiduría que comunica con planos espirituales y que necesitan del anticódigo para transmitirse. La rigidez del orden imposibilita la comunicación de valores que están escondidos en lo hondo de la tradición, en una sabiduría del mundo que nos hermana en un sentido universal de la vida y que difícilmente puede comunicarse por el orden establecido. Hay una sabiduría de los débiles, de los subyugados, del pueblo que va más allá del orden institucional y jurídico. Solo cuando el pueblo asume su protagonismo liminal o del umbral puede acompañar los ritmos que nos enraízan en el misterio de la vida.

Según Taylor, hay una necesidad de la antiestructura y del anticódigo. Si con el advenimiento de la Modernidad se impone la rigidez de un solo concepto moral y falta este contrapeso de lo espiritual o de lo mágico, difícilmente se puede avanzar en la comprensión de los ritmos de la vida. Se cae en lo que Taylor denomina negación, debilitamiento y atrofia en la estructuración social que coopera en el advenimiento de una cierta “autodestrucción”. Para el autor, la pérdida de este sentido de estructura y antiestructura, de código y anticódigo con la llegada de la Modernidad es una de las causas de la aparición de la secularización del tipo 1. Quizás la complementariedad de ambos códigos se realizaba en un mundo encantado y espiritual o de fuerzas superiores. Cuando ese mundo colapsa, caen con él las estructuras antitéticas. De alguna manera, todo contribuye al advenimiento de un vacío secular en el no tiene mucho sentido las antiestructuras o no se les considera asumidas como tal ni por la sociedad ni por los poderes establecidos. Son expresiones que pueden ser restos de épocas anteriores, pero que ya no tienen la conciencia espiritual de un cosmos encantado. Por lo tanto, todo queda desconfigurado en el camino hacia el vacío secularizador en el que todo pierde fundamento o sentido y se hacen cosas sin mucha conciencia de por qué, o, al mismo tiempo, no tienen la fuerza encantadora que subyace en un mundo espiritual. Se impone un código, el propio de la Modernidad, y no se necesita crear anticódigos ni antiestructuras.

En el mundo encantado existía un código que se imponía de manera totalizadora y sin límites. Surgía la naturalidad de las antiestructuras. Con el eclipse de las antiestructuras, ahora se impone el código de la Modernidad que sin necesidad de antiestructuras cierra cualquier “porosidad” que permita entrar a la trascendencia para que, finalmente, se imponga un yo humanista autorreferencial. La imposición de este nuevo código de la modernidad no tiene límites, por lo cual las antiestructuras caen por sí mismas. Ya no es necesario poner límites al código establecido, como era el caso de la estructura encantada. Incluso, Taylor da una gran relevancia a la desaparición de la antiestructura como posibilidad que permitió la aparición de regímenes totalitarios en nuestra época.

Esa “tolerancia cero” fue el humus que permitió la desaparición de cualquier alternativa al poder ya establecido. No obstante, según Taylor, también la Modernidad ha intentado superar la tentación del olvido de la antiestructura, al proponer ideales y modelos en lo que se realiza la diversidad, la valoración múltiple, la oposición y la división de poderes. Taylor considera la Revolución Francesa como el momento fundamental en el que se puso fin a cualquier alternativa antiestructural y se plantea la posibilidad de establecer un código sin límite moral alguno. Se trató de consolidar el código revolucionario con tanta pasión de cambio que todo estaba permitido con tal de ir en contra de cualquier vestigio del antiguo régimen. En este momento, se trataba de llenarse del nuevo espíritu revolucionario, con lo que cualquier “anticódigo” resultaba contraproducente e inadecuado a la nueva situación.

Con el advenimiento de la Modernidad, se impone el código único, sin una estructura antagónica de contrapeso (Taylor, 2014).61 No obstante, como afirma Taylor, en nuestro mundo moderno también hay distintos principios de oposición que, de alguna manera, realizan dicho papel de contrapeso; por ejemplo, la división de poderes como principio básico de oposición (Montesquieu, 1906)62 o la distinción público/privado en la que el ámbito de la estructura correspondería al ámbito privado (Taylor, 1994; 2014).63 En la actualidad, la antiestructura adopta esta forma de “salirse” de lo público introduciéndose en esferas que son asumidas por el código como pertenecientes a lo privado y que se manifiestan en la vida doméstica y en las esferas públicas que se sostienen fuera de este: en la música, el arte, la literatura, y la vida religiosa. Es lo que Taylor denomina “antiestructura de lo individual” que se desarrolla en el ámbito de lo público y que evita ese empobrecimiento flagrante que conlleva el empoderamiento de lo individual. Otra manifestación de la antiestructura en nuestro mundo se manifiesta, según Taylor, en las corrientes de protesta contra el código único de la tecnología, la ciencia, la globalización burocratizada, la razón instrumental controladora de todo, el saqueo a la naturaleza o la eutanasia. Aquí, la negación del código adquiere referencias utópicas hacia alternativas que eleven el sentido moral hacia propuestas de integración ecológica o en opciones humanistas que vayan más allá de la razón utilitarista y tecnológica.

Para Taylor, el objetivo de la antiestructura revolucionaria es reemplazar el orden actual, con el fin de aportar al campo para el diseño de un nuevo código de libertad, fraternidad e igualdad universales, sin necesidad de limitaciones morales. En este sentido, para Taylor, la evolución como sentido de acrecentamiento moral queda gravemente comprometida bajo el acrecentamiento de la antítesis como referencia única. Un no-código que se establezca con el ánimo de permanencia, sin elementos de una antítesis superadora, pone en declive el sentido profundo de esperanza que oriente la historia y las bases morales del hombre hacia niveles elevados de utopía. Las bases para el desencantamiento se van acrecentando.

En resumen, con la Modernidad, la vida del ciudadano se irá enriqueciendo en una gran variedad de matices a través de la participación en un proyecto de vida socio-política y a una vida centrada en el autoenriquecimiento y los placeres privados (Taylor, 1997).64 Se va desplazando el lugar de la vida buena, desde una esfera especial de actividades superiores (orden rígido que exige válvulas de escape), a la vida misma, en la cual no se precisa de ningún orden superior o de cualquier configuración moral que esté más allá del orden inmanente. La vida plena ahora se definirá en términos de producción y trabajo, por un lado, y matrimonio y vida familiar, por otro. Las actividades superiores relacionadas con el logos óntico son fuertemente criticadas (Taylor, 2006a).65

II. El tiempo de Dios y el tiempo del hombre

Desde el punto de vista de Taylor, es necesario analizar estos ritos de inversión en relación con el tiempo y la relación entre el tiempo y la bienaventuranza humana. Con la Modernidad, se tiende a ver la vida dentro del discurrir horizontal del tiempo secular. Junto al desencantamiento y el eclipse de la antiestructura, el tiempo moderno es un tiempo secular definido a partir de una comprensión del mundo desencantado y sujeto a las leyes de la ciencia. La ciencia mecanicista del siglo XVII empieza a configurar el orden del mundo de una manera totalmente distinta. Se superan las visiones asociadas al logos óntico, esto es, a la eternidad de Dios o al mundo de las Ideas y adquiere relevancia tan solo la ley de los cambios a lo largo del tiempo (Taylor, 2014).66

La bienaventuranza divina no define el tiempo del hombre, sino que es el hombre el que asume su propio proyecto de felicidad en un tiempo exclusivamente secular y unívoco, que se puede medir y controlar para lograr que las cosas se configuren de determinada manera. Taylor hace referencia a la “jaula de hierro” de la Modernidad en clave weberiana, esta difumina todos los tiempos superiores e, incluso, dificulta su concepción. Se abre camino la Modernidad definida por el humanismo exclusivo y la afirmación de la vida común (Taylor, 2006a).67

El tiempo premoderno, al contrario del tiempo secular y horizontal de la Modernidad, era un tiempo en el cual hay rupturas kairóticas, es decir, lapsos de manifestaciones de especial trascendencia o donde suceden cosas importantes. El tiempo premoderno, por su relación con procesos de liminalidad, era un tiempo donde había lapsos, rupturas que expresaban los misterios que esconde la vida en sus ritmos, y nos despierta para captar el fluir del tiempo de una manera distinta al tiempo ordinario. De ahí la importancia de los procesos de inversión y de antiestructura. En la Premodernidad, lo fundamental venía establecido por los tiempos superiores, por los nudos kairóticos entendidos como tiempos de Dios. A partir de ahí se organizaban el resto de los ritmos ordinarios de la vida. Los nudos kairóticos serían las manifestaciones del tiempo de Dios, definido por su eternidad, frente al tiempo ordinario de la Modernidad, referido al transcurrir histórico de la vida de las personas en su temporalidad y su secularidad, como refiere Taylor.68

La idea medieval de la simultaneidad, como anuncio y prefiguración en una omnipresencia divina sin causalidad y que interrelaciona presente pasado y futuro, es superada por una simultaneidad, en la cual se entrecruzan acontecimientos separados temporalmente por un tiempo entendido desde el reloj y los calendarios. La percepción natural de todo el orden de la naturaleza, primero como orden providencial deísta y, posteriormente, como negación naturalista de dicho orden, impulsará progresivamente a la consideración del tiempo como un fluir natural, vacío y secular.

El tiempo premoderno es el que hereda el Medievo de la filosofía platónica y aristotélica. El tiempo eterno es el tiempo de las Ideas, donde todo es inmutable y donde no existe la “variabilidad temporal imperfecta” de la encarnación de la Forma. El mundo de lo eterno y de las formas es fijo, permanente e invariable. Lo que ocurre en el tiempo es menos real que lo que ocurre en el mundo de las Ideas, porque este es la perfección suma. El tiempo de la eternidad es el tiempo de lo perfecto, lo inmutable y lo auténticamente real. La Divinidad solo “es”, no puede entenderse como un “fue” o un “será”.69 Por otra parte, Platón plantea la idea del tiempo como una huida en el sentido de superación progresiva de una circularidad repetitiva para ir comprendiendo el tiempo en una linealidad que asegure el compromiso del hombre por elevarse hacia la eternidad.70 El tiempo es huir del mundo para elevarse hacia la eternidad, donde no exista el tiempo que va asociado a los males y a este mundo natural, tal y como plantea Platón.71 De ahí que, para Platón, en relación a su Idea del tiempo eterno, la vida mejor es la que está regida por la razón, la virtud y el orden, los cuales gobiernan los deseos y su tendencia al exceso, la insaciabilidad y el conflicto (las actividades “superiores”) (Taylor, 2006a).72

En Aristóteles, la idea del tiempo va asociada al cambio y el movimiento. El tiempo es lo que tiene que ver con lo mutable, “la medida del movimiento según el antes y el después” (Aristóteles, 1995, p. 219 b1)73. Solo los seres en movimiento están en la “temporalidad”, porque el tiempo está indisociablemente unido al movimiento. A partir del cambio y el movimiento, la vida buena es definida en términos de equilibrio entre el “demasiado” y el “muy poco” para así lograr el bienestar del “todo” (Taylor, 2006a).74 Un bienestar asociado al ejercicio de la razón que contempla el bien, reflexiona sobre la excelencia moral y delibera acerca del bien común y la aplicación de las leyes (Taylor, 2006a).75

Con la llegada del cristianismo y la encarnación de Dios “en el tiempo”, todo se desconfigura. El tiempo histórico pasa a ser considerado totalmente real, porque Dios actúa en el tiempo y el tiempo es un tiempo de salvación. La concepción cristiana del tiempo evoluciona y se impone la idea agustiniana de este.76 Un tiempo que, siguiendo la senda aristotélica, se mantiene asociado a la idea de movimiento, pero un tiempo que asocia dicha idea de movimiento a la “percepción” que se tiene de él. El movimiento es captado por un alma, por una interioridad, con lo cual la idea del movimiento va asociada a una “experiencia de interioridad” que capta dicho tiempo. El alma mide el tiempo como una percepción subjetiva y llega a dudar que pueda conseguir comprenderlo o ser capaz de explicarlo.

Un tiempo asume el presente como el instante de la eternidad, lo que hace que el tiempo sea tiempo, pues la eternidad es la ausencia de tiempo, con lo que el presente es el instante que asume el tiempo en su realidad y que engloba el instante que deja de existir, y existe como pasado y acoge en esa huida el futuro como presente. Por tanto, el tiempo es esa conjunción en el presente de un instante que deja de serlo y pasa a ser pasado, y de un instante que acoge la esperanza de algo que todavía no es. Para Agustín, el tiempo es lo que va dejando de ser para ser lo que es, un permanente presente que deja de serlo para ser pasado y que acoge dentro de sí la semilla de algo que todavía no es (Taylor, 2014).77 La consistencia del tiempo es una simultaneidad en torno a un presente que está dejando de existir. Es el nunc stans que fluye constantemente, el eterno presente.78

Taylor afirmará que, para San Agustín, todo en Dios es instante de eternidad, mientras que el tiempo ordinario es “dispersión y pérdida de unidad”. Frente a la pérdida de la unidad en la cotidianidad del tiempo, para San Agustín, todo se renueva en esa eternidad divina que todo lo envuelve (Taylor, 2014).79

Este sentido de lucha para ir más allá del tiempo ordinario que dispersa, a veces nos incapacita para captar en profundidad el “instante de Dios”. En esa incapacidad, dice Taylor, se puede bajar la mirada y, en vez de elevarse, se cae irremediablemente en la debilidad (Taylor, 2014).80 El tiempo ordinario es una lucha por recuperar la eternidad, según San Agustín, y el sentido de unidad en un tiempo que divide “la simultaneidad trascendente” y hace que nos quedemos en un presente que puede llevar a divinizar las cosas en vez de elevarse sobre ellas para recuperar la unidad trascendente. De ahí que el cuidado de uno mismo y la vida por los caminos de la interioridad sean la propuesta de felicidad cristiana según el tiempo de Dios agustiniano. El cuidado del yo significa el cuidado del alma propia, restando importancia a las cosas externas como la riqueza, el éxito, el placer y el poder (Taylor, 2006a).81

Así pues, Taylor llega a la conclusión de que en la Edad Media existían tres tiempos: el tiempo de la eternidad inmóvil platónica, el tiempo de la eternidad de Dios agustiniana y el tiempo de los orígenes de tradición popular.82 Tiempos que enmarcaban un mundo encantado y una sociedad enraizada en Dios. Todas estas referencias temporales a la eternidad mítica en sus tres dimensiones se vacían en la Modernidad en un solo tiempo horizontal, vacío y homogéneo. Un tiempo secular, uniforme, unívoco, que tratamos de controlar y medir, organizar. Un tiempo antropológico en el cual el hombre se vuelve hacia las cosas del mundo y en el que se siente protagonista de su acción controladora y dominadora a través de la ciencia y la técnica. El tiempo ordinario deja de estar en relación con tiempos superiores. El tiempo es el tiempo que es indiferente a cualquier contenido. La idea de que el tiempo es indiferente a su contenido marca la idea de su homogeneidad y vaciamiento. Si ya no hay relación a tiempos superiores, entonces lo que sucede dentro de él no importa realmente (Taylor, 2006b).83 Según Taylor, este tiempo vacío es un tiempo en el que hay más probabilidad de desorden. El tiempo es indiferente a los eventos que se suceden en él. No hay rupturas con relación a tiempos superiores y “todo sucede como si nada”. El tiempo de la eternidad es entendido a partir de ahora, no tanto en sus referencias transcendentes como en la permanencia de las leyes naturales (Taylor, 1997).84

El autor afirma que la modernidad implica el olvido de ese cosmos poroso y la introducción en un mundo en el que los tiempos superiores son olvidados o muy difíciles de concebir. Aunque puedan ser admitidos, no explicitan en su integridad un convencimiento que arraigue en las fuentes morales del yo (Taylor, 1994).85 Tal y como afirma Max Weber, “sobre todo ya no requiere apoyarse en la aprobación de los poderes religiosos y se considera como un obstáculo toda influencia perceptible sobre la vida económica de las normas eclesiásticas o estatales” (2014, p. 10). Se ha pasado de una sociedad enraizada en Dios a un individuo atomizado social y culturalmente, enraizado en una ética “que solo yo puedo enunciar y descubrir” (Taylor, 1994).86

En este nuevo contexto de la Modernidad, a finales del siglo XVIII terminará por imponerse el ideal de la vida corriente, caracterizado por un nuevo modelo de civismo según, el cual, la vida burguesa del comercio, el trabajo y la economía definen el nuevo orden moral. Por otra parte, la imagen de la razón desvinculada como un orden simplemente observado configura una nueva concepción de la dignidad humana, caracterizada por la autonomía responsable y la liberación de las exigencias de cualquier autoridad (Taylor, 2006a).87 Tanto el deísmo lockeano como el deísmo de Shaftesbury impondrán sus planteamientos. En el primer caso, a través del sujeto desvinculado, responsable de sí mismo y con clarividencia racional y controlador. En el caso de Shaftesbury, ahondando en los sentimientos que anidan en nosotros. Irremediablemente, todo se encamina a un mundo desencantado en el que la Ilustración radical irá imponiendo un nuevo orden moral a partir de la idea de que ciertos bienes vitales solo pueden ser alcanzados si están relacionados con una fuente no teísta. El cambio vital será reinterpretadoo, como afirma Taylor, naturalmente, al margen de cualquier designio divino (Taylor, 2006a).88

TERCER CAMBIO: DE UN COSMOS ETERNO A UNA NATURALEZA

Para el hermeneuta canadiense, el cosmos designa la idea de la totalidad de la existencia porque contiene el sentido del todo ordenado. Esto quiere decir que, en el cosmos, el orden de las cosas tenía una significación humana. El orden en el cosmos configuraba, daba sentido y ordenaba la vida del hombre, confiriéndole un marco referencial de identidad moral (Taylor, 2014).89 Pero el desencantamiento disolvió el cosmos (Taylor, 2014).90

El tiempo de los orígenes era el tiempo fundador que establecía un orden creador y actualizaba ritualmente dicho orden (Taylor, 2014).91 La razón eterna platónica era descubierta para dar orden y razón a nuestras vidas, superando cualquier clase de desorden y desenfreno pasional.92 Para Aristóteles, el universo era finito, esférico y el cielo era único, perfecto, con múltiples traslaciones y con un movimiento regular de los astros.93 Además, el mundo terrestre estaba en contacto con el mundo de los astros, en constante movimiento,94 y ejerce una influencia en el mundo sublunar. Todo el cosmos tiene su fin último en Dios como realidad inmóvil, algo semejante a la Razón eterna platónica, la Idea.95 Desde esta mente ordenadora del mundo se concluye que la mente del hombre es la dimensión más divina de este.

La vida según la mente será la expresión más alta de su felicidad,96 precisamente porque es la que le pone en contacto con esa dimensión última del cosmos que es Dios.97 Por lo tanto, según Taylor, para el hombre premoderno ese orden racional configurado en el cosmos es el que tiene que expresar la vida social e individual de los hombres. El cosmos expresa una realidad jerárquica, con realidades superiores, lunares y sublunares. Todo es referido a una Idea, un Motor Inmóvil, un Creador o un orden que se estableció desde el comienzo, a unas formas esenciales entendidas según una estructura que puede comprenderse teleológicamente según alguna idea moral de Bien o de Ser (Taylor, 1997).98

Todo esto se desvanece con el advenimiento de la razón científica de la Modernidad. Se pasa del cosmos “formalizado aristotélicamente” o “idealizado platónicamente” a un universo que tiene su propio orden, con unas leyes inherentes a su propia naturaleza. Desaparecen las jerarquías establecidas ontológicamente y la eternidad como motor que determina el orden personal y social (Taylor, 1997; 2010; 2014).99

Con la aparición de la ciencia y la revolución científica galileana y newtoniana, se desconfiguran las miradas ontológicas del cosmos y todo puede establecerse según unas leyes naturales que determinan el funcionamiento del universo. Todo ello influye, según Taylor, en la necesidad de reubicar intelectualmente la fe en el ámbito de la razón científica y del marco inmanente, con los consiguientes debates entre creacionismo y evolucionismo. El problema ha radicado, según Taylor, allí donde el cristianismo se ha quedado encerrado en la idea del cosmos. Ha intentado explicar el mundo creacionalmente, evitando establecer un diálogo entre fe y ciencia, entre razón y religión.

Así como Galileo desubicó a la Iglesia, intentando reclamar una mejor explicación de los textos bíblicos para establecer una relación entre la verdad de la Biblia y la verdad de la ciencia, que no podían estar en contradicción, así también la verdad científica darwiniana lanza un reto fundamental a la explicación del “cosmos bíblico”, para que entre en diálogo con la verdad científica que se va abriendo camino y que tampoco debería entrar en contradicción con la verdad de la fe. Taylor no está satisfecho con que los hallazgos de la ciencia se utilicen para refutar la religión (Taylor, 2014).100

El autor invita a repensar la Biblia dentro del marco del “universo científico” que se abre con la Modernidad. Algo que se remonta, desde su punto de vista, a la mejor tradición de pensamiento religioso. Pascal es un referente para tener en cuenta, ya que invita a comprender la razón que se abre al conocimiento de las cosas que, al mismo tiempo, no olvida la importancia de comprender el Todo. La ciencia nos ubica en el conocimiento de una parte, pero la comprensión del Todo sigue siendo ese referente que llena al hombre de misterio y trascendencia. Pascal invita al hombre a repensarse a sí mismo y considerar su pequeñez con relación al cosmos y a sus posibilidades cognitivas. Hay un misterio que se esconde en todo y al que es muy difícil sustraerse en esa explicación última por el Todo. La razón científica permite al hombre seguir entendiendo el mundo. Es una expresión fiel de la espiritualidad inherente a la condición humana en su apertura a la naturaleza, pero nunca deja de sorprendernos y llenarnos de interrogantes ante “panoramas infinitos” que surgen de las partes que se interrelacionan en el Todo.

Taylor concluye afirmando que “la verdadera relevancia de la concepción del universo es más sutil e indirecta. Reside en la forma en que ha alternado los términos del debate y reconfigurando las posibilidades tanto de la fe como de la ausencia de fe, abriendo nuevos loci de misterio y ofreciendo nuevas formas de negar la trascendencia” (2014, p. 109).

CONCLUSIÓN GENERAL

Taylor pretende articular un relato de la Modernidad que supere visiones unilaterales y contribuya a explicar en toda su amplitud el cambio en la concepción de lo que él denomina “plenitud”. Es decir, el cambio de un estado en el que las fuentes morales que identificaban el sentido moral del yo se enraizaban en aspiraciones espirituales y trascendentes a un estado en el que dichas aspiraciones pueden relacionarse más bien con una alternativa de fuentes morales diferentes que en muchas ocasiones niegan el sentido trascendente.

Se trata de un relato en el que, tal y como se ha evidenciado, los tres baluartes de la fe que identificaban la identidad moral del ser humano a partir de marcos referenciales trascendentes van dando paso de manera casi imperceptible a fuentes morales alternativas en las que el sentido trascendente de la vida va desapareciendo y desconfigurándose.

1) Las personas vivían en un mundo «encantado». Taylor relata la historia del desencantamiento del mundo acuñando el término utilizado por Weber para describir la condición moderna como un proceso de impermeabilización del yo y la superación del yo poroso premoderno, caracterizado por la accesibilidad a un mundo de espíritus. Dios es el espíritu dominante, el que garantiza que, en este campo de fuerzas misteriosas, y a veces atemorizantes, el bien triunfará. El yo impermeabilizado allanará el camino hacia la desvinculación del cosmos y de Dios y posibilitará el camino hacia el humanismo exclusivo.

2) Dios también estaba implicado en la existencia de la sociedad. Hay un gran consenso social en torno al marco referencial desde el que vivir. Un marco que aseguraba el bienestar común como un hecho ligado a ritos, devociones y compromisos colectivos. Las diversas asociaciones que conformaban la sociedad participaban del rito y el culto y Dios aparecía por doquier. La sociedad no permitía la ruptura con dicho orden trascendente pues cualquier desviación era considerada como una traición y exigía la venganza para que cesara la posible ira de Dios, que podía manifestarse en tormentas, plagas, sequías, inundaciones.

3) El mundo natural en el que vivían las personas, que tenía su lugar en el cosmos que imaginaban, era el testimonio del designio y la acción divinos. Dicho orden natural transmitía significados morales que configuraba la identidad del yo.

Por lo tanto, la respuesta de Taylor a la pregunta —¿qué sucedió entre 1500 y 2000?— es evidente que estas tres características planteadas en la presente investigación se han desvanecido. Sin embargo, eso no puede explicarlo todo, porque según él, a pesar de la desaparición de estos tres modos de presencia de Dios, se puede seguir experimentando el sentido de la plenitud como un don de Dios en un mundo desencantado, en una sociedad secular y en un universo poscósmico (Taylor, 2014). 101

La historia que pretende narrar Taylor es la historia no solo del retroceso de Dios en estas tres dimensiones. Para nuestro hermeneuta canadiense se deberá explicar también cómo algo diferente de Dios pudo llegar a convertirse en una fuente moral y espiritual alternativa de la «plenitud». O, expresado, en otros términos, cómo surgieron fuentes morarles alternativas a las fuentes morales que determinaban los marcos referenciales del mundo premoderno. Para llegar al yo impermeabilizado se requirió algo más que el desencantamiento. Es necesario explicar cómo se llegó a confiar en nuestros propios poderes para llevar a cabo la configuración de una ontología moral naturalista.

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Fecha de ingreso: 03/08/2022
Fecha de aprobación: 08/02/2023


1 El presente trabajo es una adaptación de un capítulo de la Tesis Doctoral de Fco. Javier Martínez Pérez titulada “SECULARIZACIÓN Y REENCANTAMIENTO DEL MUNDO SEGÚN CHARLES TAYLOR. UNA VISIÓN SOBRE EL FUTURO DE LA RELIGIÓN EN LA ESFERA PÚBLICA”. Puede consultarse en el siguiente link: https://uvadoc.uva.es/handle/10324/52097.

2 Consultar pp. 46,57,79,112,144,164,211,351,371,383.

3 Se quiere resaltar la diferencia entre interioridad (como espacio espiritual) y conciencia. No todo lo que se esconde en nuestro yo, en esa urdimbre de la interioridad pasa a la conciencia. Taylor sugiere que hay muchas cosas que están escondidas y de las que no somos conscientes, no pasan de “la mente” como interioridad a la conciencia, bien sean porque pertenecen a estados “inconscientes” (no pasan a la conciencia) o bien sea porque están “reprimidos” y no les permitimos que afloren a la conciencia. La interioridad como ese espacio espiritual es lo que Taylor denomina “reflexividad radical”. El “hacernos conscientes de nuestra conciencia” es lo que Taylor quiere decir cuando habla de esta “conciencia introspectiva”.

4 Consultar p. 189.

5 Consultar Libro II, III,7.

6 Consultar p. 126.

7 Consultar pp. 273 y 426.

8 “La idea moderna de mente vuelve concebible algo como el «problema mente-cuerpo», de hecho, de manera ineludible, cuando en la concepción anterior éste no tenía verdaderamente sentido. Pero por sí sola no ofrece una respuesta a ese problema” (Taylor, 2014, p. 50).

9 Consultar p. 63.

10 Consultar pp. 64, 65 y 67.

11 Nos parece importante reseñar la apreciación de Taylor en torno a la “mente divina” que en este mundo encantado tiene una percepción benevolente o malevolente sobre el ser humano. Por el contrario, con el advenimiento de la Modernidad las únicas mentes del cosmos son las mentes humanas. El hecho de que la mente divina desaparezca del imaginario de la Modernidad como una mente que actúa sobre el mundo nos parece también relevante con esta ruptura que se inicia en torno a la aparición de la mente y la posterior ruptura dualista mente-cuerpo.

12 Consultar p. 49.

13 Consultar pp. 75-78.

14 Consultar p. 23.

15 Consultar p. 52.

16 Consultar pp. 67-70.

17 Las perspectivas materialistas que fundamentan las fuentes morales en las funciones que las cosas tienen para nosotros o en las respuestas biológicas que activa la naturaleza humana. Taylor afirma que este tipo de perspectivas también se sitúan “dentro” pero desde otro planteamiento totalmente distinto: las respuestas están “dentro” por cómo hemos sido “programados” (materialismo) o como respondemos al descubrir la función de las cosas para nosotros (utilitarismo).

18 Consultar p. 67.

19 Consultar pp. 162-163.

20 Consultar en 1997, pp. 177-178,183; en 2006a, pp. 265-268; en 2005, pp. 229 y ss.

21 Consultar en 1993, p. 48; en 1994, p. 62; en 2014, p. 69.

22 “Pues ¿quién, adhiriéndose a lo que ve constituido en óptimo orden, dirigido por la providencia divina, mediante la asidua contemplación y cierto hábito hacia estas cosas, no es llamado hacia lo mejor y admira al artífice de todo, en el que está la felicidad y el bien completo? Pues, no en vano, aquel salmista divino se confesaría: delectado por el trabajo de dios y arrebatado por la obra de sus manos; si no es porque, por medio de estas cosas como por una especie de vehículo, fuéramos llevados a la contemplación del sumo bien”. (Copérnico, 1982, p. 97).

23 Consultar pp. 214 y ss.

24 “Lo interior ya no es solo interior; también es exterior. Es decir, las emociones que yacen en las profundidades de la vida humana existen en un espacio que nos transporta más allá de nosotros mismos, que es permeable a cierto poder externo, un poder con apariencia de persona”. (Taylor, 2014, p. 72; Cfr. Taylor, 2010, pp. 12 y ss).

25 Consultar de 1992, p. 27; de s.f., p. 18.

26 Consultar p. 74.

27 Consultar p. 74. En relación con el temor a poderes sobrenaturales, no se debe olvidar la definición de Mircea Eliade de “mysterium” como algo tremens et fascinans. Algo que nos inspira temor, pero al mismo tiempo nos sobrecoge, nos fascina, nos atrae, y en este sentido crea nostalgia. Es una nostalgia de algo que configuraba la propia identidad moral y que sin ella ahora se experimenta como “pérdida”. La nostalgia se relaciona con la pérdida de algo que enriquecía las fuentes morales del yo. Cuando esa experiencia se desfundamenta, se desontologiza, se debilita, entonces surge desde las mismas fuentes de identificación moral del yo, desde dentro, un sentimiento de vulnerabilidad que busca algo que se ha perdido, algo que se necesita para la propia construcción del yo. Por otra parte, en relación con el sentimiento de temor, no se debe olvidar las referencias taylorianas al cuadro del Bosco, El Jardín de las Delicias que expresa ese mundo encantado en el que se entremezclan sentimientos de miedo, de pavor, de esperanza, de oposición ética entre lo que nos identifica con el Bien y las fuerzas del mal que se adentran en los sentimientos y deseos del corazón humano. Un mundo que es difícilmente expresable pictóricamente sin recurrir a la metáfora y a las fuentes bíblicas.

28 Consultar p. 319.

29 Consultar pp. 26-28.

30 Consultar de 1997 las pp. 64-65 y en 2015 la p. 387. “Ninguna ciencia tiene o puede tener esa ambición y, por esta razón, está lejos de satisfacer plenamente esa necesidad humana fundamental, aunque la ciencia pueda ofrecer muchas herramientas útiles para lograr los objetivos que figuran en una determinada elección inspirada por ciertos valores. Por supuesto, esta función de orientación no la desempeñan en exclusiva las religiones en el sentido literal del término, sino que también puede ser realizada por las ideologías, o simplemente por ciertas cosmovisiones secularizadas que una persona puede abrazar con particular seriedad y compromiso existencial” (Agazzi, 2011, pp. 27-28).

31 Consultar p. 332.

32 “Asimismo por nuestra pobreza se muestra todavía mejor aquella inmensidad de bienes que en Dios reside; y principalmente esta miserable caída, en que por la transgresión del hombre caímos, nos obliga a levantar los ojos arriba, no solo para que, ayunos y hambrientos, pidamos de allí lo que nos haga falta, sino también para que, despertados por el miedo aprendamos humildad” (Calvino, 1999, p.3).

33 Consultar p. 411.

34 Consultar pp. 199-220.

35 Consultar p. 51.

36 Consultar pp. 214-215.

37 Consultar pp. 14-15.

38 Consultar p. 80.

39 Consultar capítulo 2.

40 “No basta temer esto o aquello. Se requiere el temor absoluto y total para cobrar conciencia de lo negativo y devenir así hombre” (Valls, 1971, p. 135).

41 No obstante, parece recomendable hacer una lectura de Escritos sobre la Tolerancia, de Locke, en la que incide en la libertad de cada persona para orientarse de acuerdo a sus convicciones personales y a asegurar el camino propio de la salvación, incidiendo en la separación entre el poder del magistrado y la conciencia propia del creyente. También es aconsejable la lectura del Tratado de la Tolerancia, de Voltaire, para comprobar el alcance de estas expresiones y matizar conceptos.

42 Consultar p. 80.

43 Consultar pp. 170-175.

44 Consultar en 1994 las pp. 52 y ss; en 2010 las pp. 210-211.

45 Consultar p. 347, así como las referencias al orden metafísico inherente a la gran cadena del ser en la jerarquización social y eclesial en Taylor (2014, p. 83).

46 Hay autores que afirman que el primer cristianismo en su expresión cultural se impone hegemónicamente bajo la forma de un cristianismo monástico que dominaría todas las manifestaciones culturales hasta la Reforma del siglo XVI con un cristianismo bíblico y laico. Cfr. el capítulo titulado “El retiro monástico y el ideal ascético” del libro de Febvre.

47 Consultar p. 83.

48 Consultar p. 183.

49 Consultar pp. 75-134.

50 Consultar en 2014 las pp. 84 y ss.; en 1994 las pp. 62 y ss. Por otra parte, Taylor afirma, siguiendo a Erasmo, que el cristianismo contribuirá en cierta manera a dar un alcance distinto a la magia y a iniciar pasos hacia una primera secularización de la misma, a través de procesos de purificación de la devoción popular y a través de una adecuada comprensión de los sacramentos (Cfr. Rotterdam, 2008, pp. 52, 114-115, 126).

51 Consultar pp. 176,180,195, 218.

52 Consultar p. 198. Hoy los “tiempos de vivencia de gran intensidad” se expresan de otras formas, aunque “no se enmarcan en una comprensión profundamente compartida”, ni en antagonismos de estructuras.

53 Consultar p. 273.

54 Consultar p. 288.

55 Consultar p. 86.

56 “El carnaval es la segunda vida del pueblo, basada en el principio de la risa. Es su vida festiva. La fiesta es el rasgo fundamental de todas las formas de ritos espectáculos de la Edad Media. Todas esas formas presentaban un lazo exterior con las fiestas religiosas. Incluso carnaval, que no coincidía con ningún hecho de la vida sacra, con ninguna fiesta santa, se desarrollaba durante los últimos días que precedían a la gran cuaresma” (Bajtin, 2003, p. 14). Cfr. Ibid., p. 21.

57 “Parece como si existieran aquí dos ‘modelos’ principales de interacción humana, yuxtapuestos y alternativos. El primero es el que presenta a la sociedad como un sistema estructurado, diferenciado, y a menudo jerárquico, de posiciones político-jurídico-económicas con múltiples criterios de evaluación, que separan a los hombres en términos de ‘más’ o ‘menos’. El segundo, que surge de forma reconocible durante el período liminal, es el de la sociedad en cuanto “comitatus”, comunidad, o incluso comunión, sin estructurar o rudimentariamente estructurada, y relativamente indiferenciada, de individuos iguales que se someten a la autoridad genérica de los ancianos que controlan el ritual” (Turner, 1988, p. 100).

Taylor también resalta en este sentido el alcance de la palabra “comunitas” para referirla no solo a los elementos codificados en los que nos relacionamos a nivel institucional y que determinan roles y justifican el orden en el que nos movemos, sino a ese otro aspecto de ruptura en el que nos relacionamos como sociedad a otros niveles más intuitivos que justifican la inversión y la trasgresión. Creemos que este segundo aspecto es relevante tenerlo en cuenta para la reflexión que se está haciendo.

58 Cfr. pp. 112 y ss.

59 Consultar en 2010 pp. 48,69,74-75 y ss; en 2006b pp. 213 y ss; en 2014 pp. 93 y ss, y 127 y ss.

60 “Los ritos del umbral no son, por consiguiente, ritos de “alianza” propiamente hablando, sino ritos de preparación para la alianza, precedidos a su vez por ritos de preparación al margen. Propongo en consecuencia llamar ritos preliminares a los ritos de separación del mundo anterior, ritos liminares a los ritos ejecutados durante el estadio de margen y ritos postliminares a los ritos de agregación al mundo nuevo” (Van Gennep, 2013, p. 37).

61 Consultar pp. 75 y ss. Taylor insiste en este código único y omnicomprensivo de la Modernidad, a pesar de que como han insistido algunos autores como Benjamin, Constant, Alexis de Tocqueville e Isaiah Berlin nos gusta guardar fidelidad a más de un principio a pesar de que entre algunos de ellos haya conflicto. Son los regímenes liberales con una orientación de carácter pluralista (Taylor, 1994).

62 Consultar p. 227. Esta es la forma que adopta la antiestructura. En este código común asumido democráticamente desde un punto de vista político, los tres poderes asumen unos respecto de otros, cierto carácter de antiestructura y de código al mismo tiempo.

63 Consultar en 2014 pp. 117 y ss; en 1994 p. 65.

64 Consultar p. 192.

65 Consultar p. 291.

66 Consultar pp. 106-107.

67 Consultar pp. 33,289-340.

68 Cfr. Taylor, 2014, pp. 99,103,137,330.

69 “Estas son todas partes del tiempo y el ‘era’ y el ‘será’ son formas devenidas del tiempo que de manera incorrecta aplicamos irreflexivamente al ser eterno. Pues decimos que era, es y será, pero según el razonamiento verdadero solo le corresponde el ‘es’, y el ‘era’ y el ‘será’ conviene que sean predicados de la generación que procede en el tiempo, pues ambos representan movimientos, pero lo que es siempre idéntico e inmutable no ha de envejecer ni volverse más joven en el tiempo” (Platón, 2018b, pp., 37e-38).

70 “Los males no habitan entre los dioses, pero están necesariamente ligados a la naturaleza mortal y a este mundo de aquí. Por esa razón es menester huir de él (la cursiva es nuestra) hacia allá con la mayor celeridad y la huida consiste en hacerse uno tan semejante a la divinidad como sea posible, semejanza que se alcanza por medio de la inteligencia con la justicia y la piedad”. (Platón, 2018a, p. 176a-b).

71 “Entonces, al formular las Ideas, y la Idea del Bien, y el enlace de todas las cosas eternas en ella misma y en la eternidad, tendríamos algo que se le aproxima mucho: una esfera que gira sobre sí misma y con regularidad, y conforme a los números. Esto será el tiempo: el movimiento de la esfera es el tiempo. Una vez ahí, el movimiento de la esfera puede ser comunicado poco a poco, cada vez más y más abajo. Tendremos así todos los cambios; tendremos así el mundo del devenir que habrá sido dado, en efecto, por el solo hecho de que el mundo de la eternidad lo está” (Bergson, 2018, p. 130).

72 Consultar p. 43.

73 “Además, si de un tiempo finito se sustrae un (intervalo) finito, lo que reste será también, necesariamente, finito y tendrá un comienzo. Ahora bien, si el tiempo de desplazamiento tiene un comienzo, habrá un comienzo del movimiento, de modo que también lo habrá de la distancia que se ha recorrido. Y lo mismo (ocurrirá) en los demás casos” (Aristóteles, 1996a, p. 60).

74 Consultar p. 180.

75 Consultar p. 290.

76 “Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe este, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?” (Hipona, 2018, cap. XIV, p. 17).

77 Consultar p. 102. Taylor habla aquí de que en este sentido San Agustín es un predecesor de los “tres ekstaseis” de Heidegger. Para Heidegger la temporalidad es el “fuera de sí” en sí mismo. Y en este sentido nos recuerda el presente que deja de ser constantemente para ser lo que es. “Futuro, haber-sido, presente, muestran los caracteres fenoménicos del ‘hacia-sí’, del ‘de-vuelta-a’ y del ‘hacer-comparecer-algo’... Temporeidad es el originario ‘fuera-de-sí’, en y por sí mismo. Por eso, a los fenómenos de futuro, haber-sido y presente ya caracterizados los llamamos éxtasis de la temporeidad. La temporeidad no es primero un ente que, luego, sale de sí, sino que su esencia es la temporización en la unidad de los éxtasis” (Heidegger, 2003, p. 344).

Existe otro texto de San Agustín que recuerda de alguna manera los éxtasis heideggerianos. “¿En qué espacio de tiempo, pues, medimos el tiempo que pasa? ¿Acaso en el futuro de dónde viene? Pero lo que aún no es, no lo podemos medir. ¿Tal vez en el presente, por donde pasa? Pero tampoco podemos medir el espacio que es nulo. ¿Será, por ventura, en el pasado, adonde camina? Pero lo que ya no es no podemos medirlo” (Hipona, 2018, Cap. XXI, p. 27).

78 Para San Agustín, en Dios todo es presente, en Dios todas las etapas de la historia están presentes ante Él en una simultaneidad ampliada. Dios es un ahora que contiene el presente, el pasado y el futuro. En Dios todo es un presente eterno. La eternidad de Dios abarca todos los tiempos porque es siempre presente. Dios dirige el tiempo, Dios dirige la historia y todo va encaminado hacia un fin. Será una idea que recogerá Hegel en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia.

79 Consultar p. 103.

80 Consultar p. 103.

81 Consultar p. 187.

82 Hay un tiempo de los orígenes o el “Gran Tiempo”. Según Mircea Eliade es “el tiempo mítico primordial hecho presente”, el tiempo ontológico, el tiempo creador y santificado de los Dioses, el “in illo tempore”, es la creación divina que funda el tiempo “ab origine”, el eterno presente mítico que se actualiza ritualmente. El tiempo cósmico aparece con la creación que da lugar al tiempo. La creación tiene lugar en el principio, in principio, en el comienzo del tiempo.

83 Consultar p. 214.

84 Consultar p. 94.

85 Consultar pp. 121 y ss.

86 Consultar p. 65.

87 Consultar pp. 335.506

88 Consultar pp. 332,362,390,433-438.

89 Consultar pp. 107 y ss.

90 Consultar p. 351.

91 Consultar p. 161.

92 “Dicen los sabios, Calicles que, al cielo, a la tierra, a los dioses y a los hombres los gobiernan la convivencia, la amistad, el buen orden, la moderación y la justicia, y por esta razón, amigo, llaman a este conjunto ‘cosmos’ (orden) y no desorden y desenfreno. Me parece que no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio” (Platón, 2018c, p. 508a).

93 “Así en un sentido se llama naturaleza a la materia primera que subyace en cada cosa que tenga en sí misma un principio del movimiento y del cambio. Pero, en otro sentido, es la forma o la especie según la definición. (…) Así, en este otro sentido, la naturaleza de lo que tiene en sí misma el principio del movimiento sería la forma o la especie, la cual solo conceptualmente es separable de la cosa. En cuanto a lo que está compuesto de materia y forma, por ejemplo, un hombre, eso no es naturaleza, sino ‘por naturaleza’” (Aristóteles, 1995, 193a-b).

94 “Ahora bien, este (mundo) está necesariamente en contacto inmediato con las traslaciones superiores, de modo que toda su potencia está gobernada desde allí: en efecto, aquello de donde (procede) el principio del movimiento para todas las cosas hay que considerarlo como la causa primera” (Aristóteles, 1996b, p. 247).

95 “Hay ciertamente algo que mueve sin estar en movimiento y que es eterno, entidad y acto” (Aristóteles, 1994, Libro XII, 1072a20-25. Cfr. Ibid., 1073a35-5).

96 “Así pues, si Dios se encuentra siempre tan bien como nosotros a veces, es algo admirable. Y si más aún, aún más admirable. Y se encuentra así. Y en él hay vida, pues la actividad del entendimiento es vida y él se identifica con tal actividad” (Aristóteles, 1994, 1072b25-30).

97 “Si la felicidad es una actividad de acuerdo con la virtud, es razonable (que sea una actividad) de acuerdo con la virtud más excelsa, y esta será una actividad de la parte mejor del hombre. Ya sea, pues, el intelecto ya otra cosa lo que, por naturaleza, parece mandar y dirigir y poseer el conocimiento de los objetos nobles y divinos, siendo esto mismo divino o la parte más divina que hay en nosotros, su actividad de acuerdo con la virtud propia será la felicidad perfecta” (Aristóteles, 2018, 1177a10-15).

98 Consultar p. 71.

99 Consultar en 1997 p. 176, en 2010 p. 13, en 2014 p. 106.

100 Consultar p. 24.

101 Consultar p. 57