Rev. Ciencias Sociales 180 / 2023 (II)
ISSN Impreso: 0482-5276 ISSN ELECTRÓNICO: 2215-2601

Exhibir y juzgar lo distinto. Conservadurismo y neopopulismo en América Latina1

Expose and judge what is different. Conservatism and neopopulism in Latin America

Ricardo Bernal Lugo*
Felipe Gaytán Alcalá**
Jorge Valtierra Zamudio***
Tipo de documento: ensayo académico

Resumen

En el presente texto se propone una distinción ideal-típica entre conservadurismos y fundamentalismos a partir de cuatro criterios: 1) la forma en la que identifican y nombran a quienes consideran como los otros; 2) la manera en que plantea la relación con quienes no se ajustan a su forma de pensar; 3) la forma en que se vinculan con el espacio público; y 4) el tipo de estrategias políticas que utilizan. A partir de esta distinción se analizó la posible relación entre nuevos liderazgos políticos y religiosos con discursos de corte populista y la aparición de grupos conservadores en América Latina, en general, y en México, en particular.

Palabras clave: RELIGIÓN * CONSERVADURISMO * DISCURSO * POLÍTICA * AMÉRICA LATINA

Abstract

In this paper, we propose an ideal-typical distinction between conservatism and fundamentalism based on three criteria: 1) How do they relate to those who do not conform to their way of thinking; 2) How they relate to the public space, and 3) The type of political strategies they use. Based on this distinction, we analyze the possible relationship between new political and religious leaderships with populist discourses and the emergence of conservative groups in Latin America, in general, and in Mexico.

Keywords: RELIGION * CONSERVATISM * DISCOURSE * POLITICS * LATIN AMERICA

* Universidad La Salle, Ciudad de México, CDMX, México.

https://orcid.org/0000-0003-2165-9595

ricardo.bernal@lasalle.mx

** Universidad La Salle, Ciudad de México, CDMX, México.

https://orcid.org/0000-0002-1409-017X

felipe.gaytan@lasalle.mx

*** Universidad La Salle, Ciudad de México, CDMX, México.

https://orcid.org/0000-0003-3681-7867

jorge.valtierra@lasalle.mx

Introducción

Con la caída del muro de Berlín en 1989 finalizaba un periodo de la historia contemporánea marcado por la lucha entre potencias en las que se adjudicaban dos concepciones del mundo antagónicas.2 En este contexto, comunicadores, políticos e intelectuales se vieron tentados a augurar el inicio de una nueva etapa en la historia de las sociedades. Quizás la más celebre de las formulaciones de esta idea fue el anuncio de Francis Fukuyama (2012) del “fin de la historia”. Retomando algunas ideas de Hegel, Fukuyama sugería que, con el fin del bloque socialista, el mercado capitalista y la democracia liberal se habrían de convertir en el horizonte irrebasable de una nueva era para las sociedades.

El anuncio de esta nueva etapa coincidió con una renovación religiosa que se denominó New Age o Era de Acuario. La idea central de los devotos o seguidores de esta corriente era que la espiritualidad y el encuentro de los humanos se materializaría en la promesa de construir un paraíso distinto (Frigerio, 2013). Sin embargo, el entusiasmo por este nuevo fenómeno duró poco. Ya a principios del siglo XXI se hizo patente la reaparición de dos expresiones de carácter político y religioso que hicieron a un lado la meta de la Nueva Era, a saber: los fundamentalismos y los conservadurismos. Fenómenos vividos a partir de la década de 1980 como la expansión de los mercados, nuevas oleadas migratorias y una nueva relación con Estados o sociedades vecinas otrora considerados enemigos, aunado a un significativo aumento de la desigualdad y el desmantelamiento en muchos países de las instituciones de protección social, generaron condiciones propicias para este tipo de expresiones en donde los distintos son rechazados e incluso combatidos.

La incertidumbre social, los vaivenes económicos y las transformaciones culturales, son algunos de los factores que han promovido la reactivación de posiciones que apelan a supuestos “fundamentos” históricos, ideológicos, culturales o religiosos, como fuente única de una verdad incuestionable. Así, por ejemplo, grupos islámicos como el talibán, movimientos de base sionista dentro del judaísmo y distintos grupos provenientes del cristianismo han buscado en sus textos sagrados el argumento fundamental de sus acciones, el orden que su Dios estableció para volver a ellos. En un sentido semejante, los movimientos supremacistas raciales reaparecieron en el espacio público, atribuyendo las crisis sociales a la perversión de un orden jerárquico encabezado por la “raza” dominante (es decir su propia “raza”).3

De igual forma, los movimientos nacionalistas comenzaron a cobrar fuerza mediante un discurso que, en el mejor de los casos, solo alude a una suerte de orden perdido, motivo por el cual este necesita ser reconstruido sin la incidencia y la contaminación que genera lo exógeno. Recientemente, estos movimientos han logrado ganar espacio en la política institucional como el partido Amanecer Dorado en Grecia o Verdaderos Finlandeses en la República de Finlandia. De igual forma, han cobrado fuerza política personajes que llaman a recuperar los valores y los ideales perdidos de su nación como Marine Le Pen, varias veces candidata a la presencia de Francia y presidenta del partido ultraderechista Agrupación Nacional, por once años (Infobae, 05 de noviembre de 2022) o Giorgia Meloni, elegida primera ministra de Italia en 2022.

La diversidad ideológica, política, religiosa y cultural de estas expresiones es considerable, por lo que resulta importante clarificar sus similitudes y diferencias para comprender sus consecuencias en la vida pública. Uno de los principales obstáculos para la consolidación de sistemas democráticos en América Latina ha sido la dificultad para limitar la influencia de intereses privados y poderes fácticos en la toma de decisiones públicas. Las expresiones conservadoras y fundamentalistas suelen coincidir en la convicción de que su forma particular de concebir el orden moral debe prevalecer frente a las otras. Sin embargo, difieren en la manera en la que pretenden lograrlo. En más de una ocasión estas posiciones logran establecer alianzas con grupos políticos, empresariales y religiosos que, ya sea por afinidad ideológica o por intereses estratégicos, reproducen la idea de una moralidad única y verdadera que debe ser protegida.

Para poder identificar y analizar estas expresiones, reduciendo su complejidad y su diversidad, se proponen cuatro criterios, a saber: 1) el tipo de discurso que detentan en relación como los otros; 2) el tipo de relación social que establecen con ellos; 3) la forma en la que intervienen en el espacio público y 4) sus estrategias políticas (véase tabla 1).

Tabla 1. Diferencias y características del conservadurismo y el fundamentalismo

Fuente: Elaboración propia a partir de Gaytán (2019).

Los fundamentalismos pueden reconocerse en movimientos religiosos, en movimientos nacionalistas xenófobos e, incluso, en movimientos racistas que reivindican una serie de principios incuestionables como parte de su concepción del orden social. Aunque estos resurgieron por lo menos desde la década de 1980 en Europa y Medio Oriente, a principios del siglo XXI cobraron mayor fuerza frente a lo que consideraron como una amenaza por parte de los “otros” que eran distintos, pero ya no distantes. Es importante destacar que el fundamentalismo suele caracterizarse por confrontar e imponer sus convicciones, incluso, mediante el uso físico de la violencia física hacia los otros.

El conservadurismo, por el contrario, suele buscar posicionarse y dominar la agenda pública mediante el cabildeo del espacio público, aunque en casos extremos puede utilizar métodos agresivos, insultos o prácticas de estigmatización no buscan deliberadamente el daño físico del otro. La violencia que pueden llegar a ejercer es simbólico, mas no física Estas expresiones comúnmente se asocian a valores religiosos o tradicionales, pero recientemente han comenzado a jugar un papel más importante en la vida política oponiéndose a la pluralidad de opciones en las formas de construir un proyecto de vida personal y buscando imponer su agenda particular como agenda pública.

Desde la lógica conservadora, la aceptación de la pluralidad de proyectos de vida corrompe la tradición y las buenas costumbres. Esto implica una exposición al mal, por lo que es menester detener, reencauzar o revertir el daño que la diversidad ha causado, para recuperar, incluso, rescatar los valores sociales que, desde su perspectiva, son los valores verdaderos. En los conservadurismos prevalece la preocupación de frenar la amenaza de los relativismos morales y el paulatino aumento de la diversidad de formas de vida basadas en la libertad individual (Tejeda, 2009), mediante la transformación de las decisiones privadas de sus seguidores y la influencia en las decisiones públicas mediante distintas estrategias de presión política.

A diferencia de los fundamentalismos, el conservadurismo no pretende la aniquilación del otro. Su acción se dirige más a contener el relativismo o la diversidad y necesidad de convertir al disidente o, quizá en términos más religiosos, al hereje que pervierte el equilibrio moral de la sociedad con sus acciones que pretenden cambiar esos pilares de las buenas costumbres y del deber ser (Figueroa y Moreno, 2010).

Finalmente, es importante considerar que tanto el fundamentalismo como el conservadurismo no son expresiones asociadas exclusivamente a grupos religiosos, ni a grupos identificados con la derecha política.4 Esto significa que es posible encontrar sectores que defienden programas económicos tradicionalmente asociados a la izquierda y que, sin embargo, pueden denominarse conservadores e, incluso, fundamentalistas.

En los siguientes apartados se busca identificar las características de los conservadurismos en América Latina, así como la forma en que se relacionan con el principio de laicidad considerado como uno de los pilares necesarios para un Estado de derecho que promueva la convivencia política y el reconocimiento de la ciudadanía, independientemente de su devoción y creencias.

Para ello, se procedió de la siguiente manera. En el primer apartado, se ofrece un breve panorama de la laicidad en América Latina para comprender la peculiaridad de los conservadurismos en esta región. Posteriormente, se propone una tipología de los distintos tipos de conservadurismos tomando en cuenta el tipo de discurso, la relación con los otros, su posicionamiento en el espacio público y las estrategias que utilizan. Por último, se argumenta que el populismo (religioso) ha sido un espacio o medio para detonar y radicalizar el fundamentalismo o el conservadurismo.

Laicismo y nuevas formas de conservadurismo en América Latina

Uno de los conceptos principales para comprender la historia política de América Latina es el de laicidad. Con toda razón, Jaksic y Posada (2011) señalan que se trata de un aspecto clave para entender la conformación y la legitimación de los Estados nacionales. Debido al poder que desde tiempos coloniales ejerció la Iglesia católica en América, la consolidación de los Estados modernos independientes fue inseparable de la restricción del papel de los poderes eclesiásticos (Domènech, 2004).

Casi todos los Estados nacionales independientes latinoamericanos surgieron paralelamente a la pugna entre el liberalismo y el conservadurismo en el siglo XIX (Pani, 2009), la cual, en gran medida, se centró en la definición del papel que debería tener la religión en los asuntos civiles. A pesar de que los procesos de independencia derivaron en arreglos institucionales que, en mayor o menor medida, impidieron que la Iglesia absorbiera los poderes públicos, el catolicismo mantuvo una enorme incidencia en la vida cultural y política latinoamericana.5

A diferencia del modelo jacobino que buscaba suprimir la influencia política y cultural de la religión, la estrategia predominante en América Latina consistió en la separación del aparato eclesiástico del Estado, delimitando con claridad las funciones de este último. El Estado declinó la función de gestionar las actividades de corte espiritual y religioso permitiendo la libertad de conciencia6. En el caso mexicano, el Estado no solo optó por establecer la tolerancia religiosa y garantizar la libertad de conciencia, sino que se comprometió en fomentar un modelo educativo y una cultura civil basada en los valores ilustrados, en la promoción de la ciencia y en el rechazo frontal a toda forma de superchería (Rodriguez, 2013).7

Sin duda, los procesos de separación de la Iglesia y el Estado contribuyeron en la secularización del Estado y del espacio público.8 Existen muchas interpretaciones que sobreviven hasta el día de hoy que consideran estos procesos como una forma de atacar y eliminar la fe del pueblo, por lo tanto de atentar contra los valores presuntamente originales de la nación.9 Sin embargo, la búsqueda de implementar un Estado laico implica garantizar la libertad de los individuos que de otra forma estarían sujetos a organismos como la Iglesia, cuya convicción era que la ciudadanía no podía pensarse como un ente separado de los creyentes (Giumbelli, 2014).

El proceso de secularización del espacio público se dio de diferente manera y en diferentes momentos en los países latinoamericanos. El aumento de procesos migratorios, la industrialización de los países, el crecimiento de las ciudades y otras transformaciones propias del proceso de modernización de los Estados impactaron en las formas de organización sociocultural (costumbres, movimientos sociales y culturales, división social, emergencia de nuevas ideologías y creencias, etc.), que orientaron de diversas maneras las formas de secularización. Caetano (2006) explica que esto propició que las formas seculares de convivencia dieran lugar a mayores exigencias para ampliar la garantía de sus derechos y libertades.

De forma paulatina estas exigencias se tradujeron en una reestructuración en términos legales y políticos de las demandas asociadas a la laicidad. En la medida en que cambiaba la sociedad, el rechazo a la interferencia de la religión en la vida de las personas ya no se agotó en la petición de la separación de la Iglesia y Estado, ni en la búsqueda de una educación laica.

Desde finales del siglo XX se ampliaron las voces de sectores sociales secularizados que presionaban a las instancias políticas para reconocer las identidades sexuales, ampliar la libertad de gestión del cuerpo y el derecho de la mujer a decidir. Al mismo tiempo, crecieron las exigencias de reconocimiento de las preferencias y las opciones sociales, culturales y étnicas que quedaban fuera de la normalidad católica y a veces se organizaban en contra de ella. Así, las protestas contra los contenidos religiosos en clínicas y hospitales de manera obligatoria, como en Perú, o el rechazo al uso de criterios religiosos para legislar, como ocurrió en la Ciudad de México o en Buenos Aires, configuraron una laicidad a través de la que la ciudadanía alcanzaba su libertad de elección (Huaco, 2011).

Sin embargo, algunos sectores de las iglesias y grupos políticos de diversas corrientes asociaron el declive del lugar de la religión y la moral con el crecimiento del individualismo, la generalización de formas de laxitud ética y pérdida de la identidad nacional (Traverso, 2021).10 Todo lo anterior ha ocurrido en un contexto de transformaciones políticas y económicas (Bárcenas, 2022) en el que poco a poco el Modelo de Sustitución de Importaciones aplicado en casi toda América Latina dio paso a una serie de políticas de apertura comercial, liberalización de los mercados y privatización de las empresas públicas que, bajo la promesa de aumentar el crecimiento y reducir la pobreza, terminaron debilitando las instituciones de protección social.11

En cierto sentido, la ampliación de las demandas orientadas a evitar que los valores religiosos y morales definieran la vida de los individuos y el marco jurídico-político de los Estados en América Latina a finales del siglo XX y principios del XXI fue más allá de la descatolización del espacio público y la separación de la Iglesia del Estado (Gaytán, 2018). Sin embargo, esto ocurrió en un momento en el que prácticamente en toda América Latina las transformaciones políticas y económicas se traducían en un debilitamiento de las instituciones de protección social, una disminución del bienestar y un estancamiento en las expectativas de movilidad social (Cordera, 2019). De ahí que, paradójicamente, la reconfiguración de la idea de laicidad que pugnaba por acotar la influencia de la religión y la moral privada en el espacio público terminó coincidiendo con el resurgimiento de expresiones conservadoras de distintas corrientes que capitalizaron los males sociales mediante discursos que ofrecían explicaciones sencillas sobre el origen y las causas de estos. Esos discursos se posicionaron en la agenda política y convirtieron a sus detentores en actores de presión que de ahora en adelante debían tomarse en cuenta en el mercado electoral (Torrico, 2017). Con todo, habría de hacer notar que, aun cuando han surgido partidos y grupos conservadores en casi todos los países del continente, a excepción del caso de Brasil donde no se han convertido en una fuerza política mayoritaria. De igual forma, si se descuenta el intento de golpe de Estado en Bolivia en 2019 y algunas expresiones puntuales en otros países, los movimientos y los partidos han optado por estrategias de cabildeo político, presión mediática o lucha electoral, y no por la promoción de la violencia física.

Hacia una tipología de los conservadurismos

En América Latina es común observar tradiciones y costumbres, así como símbolos nacionales relacionados con el catolicismo, lo cual instauró durante un largo proceso muchos de los valores morales y religiosos en el espacio público. En torno a las iglesias, es habitual encontrar nombres de santos e imágenes marianas que identifican a las comunidades y los pueblos. Todo ello configuró una normalización de lo religioso en el espacio público, la cual, entre otras cosas, generó una pugna con otras denominaciones cristianas y con tradiciones religiosas populares subalternas.12

A pesar de la construcción de Estados laicos en América, la fuerza cultural del catolicismo ha mantenido una influencia relevante en toda la región (Giménez, 2015). Sin duda, la fuerza cultural del catolicismo es uno de los factores que han abonado al resurgimiento de los conservadurismos en el espacio público. Sin embargo, la cultura católica no es el único elemento que explica este fenómeno, en los últimos años grupos evangélicos han aumentado su influencia de base (Mosqueira, 2017) y su capacidad de incidencia pública (Goldstein, 2020). Un ejemplo claro es el ascenso del Partido Encuentro Social en México (Garma, 2019). De igual forma, es posible localizar grupos conservadores que, al menos en el discurso, defienden posiciones seculares (Veloz, 2021).

Como se mencionó anteriormente, los grupos conservadores han logrado establecer alianzas o influir en las decisiones políticas de partidos de diferente signo político. En casos como Venezuela o Ecuador, posiciones características de los sectores conservadores como el rechazo al matrimonio igualitario han sido defendidas por líderes autodenominados de izquierda como los expresidentes Rafael Correa y Hugo Chávez. En México, la coalición que obtuvo la victoria en las elecciones presidenciales estuvo compuesta por los partidos de izquierda Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y Partido del Trabajo (PT), y el Partido Encuentro Social (PES) fundado por personajes ligados a grupos evangélicos con posiciones abiertamente conservadoras.

En casos recientes como la discusión sobre la interrupción del embarazo en Argentina (López y Loza, 2021), el intento de implementar el pin parental en algunos lugares de México o el plebiscito para los acuerdos de paz en Colombia (Movimiento de Observación Electoral [MOE], 2019), han podido constatarse alianzas entre sectores conservadores de diferente adscripción religiosa o de carácter secular y diferente signo político. De ahí que los grupos conservadores no puedan identificarse con la religiosidad o con la pertenencia a determinada corriente política. Por el contrario, como se indicó, se caracterizan por 1) un tipo de discurso en referencia a quienes son considerados como diferentes; 2) una manera de plantear las relaciones sociales con respecto a ellos; 3) un tipo de posicionamiento sobre la manera en que debería ordenarse el espacio público; y 4) el uso de ciertas estrategias para conseguir dicho ordenamiento.

Así, a pesar de sus diferencias específicas relacionadas con la tradición religiosa, la coyuntura política, la cultura local, las referencias históricas, etc., los conservadurismos se caracterizarían por considerar y definir a quien se opone a su visión del mundo como un extraño o un extranjero, en el sentido de alguien que posee valores que no corresponden o se desvían de la única visión moral considerada correcta o válida para un orden social específico. En función de esa consideración del otro, los grupos conservadores suelen caracterizarse por buscar la conversión del otro o al menos su integración a las creencias y las reglas defendidas por los sectores que se apegan a los valores presentados como correctos. En este aspecto, pueden encontrarse diferencias respecto al criterio con el que se justifican los valores del orden social (Tabla 2), aunque muchas veces más de uno de estos criterios suele estar presente en el discurso de los grupos conservadores.

Tabla 2. Tipos de conservadurismo por su forma de justificación de la conversión o integración del otro

Fuente: Elaboración propia, 2022.

En lo que respecta al tipo de posicionamiento sobre el espacio público, los grupos conservadores suelen buscar que su comprensión de los valores morales se transforme en la moral pública y que, por ende, los principios éticos, jurídicos y políticos coincidan con su visión del mundo. Cuando esto no ocurre, suelen actuar, ya sea de forma individual o colectiva, para mostrar su rechazo a las reglas que definen el orden social y en algunos casos para buscar modificarlas. Como se señaló anteriormente, a diferencia de los fundamentalismos, los grupos conservadores no suelen hacer uso de la violencia física.

Ahora bien, desde nuestra perspectiva, es posible diferenciar entre dos tipos de conservadurismo tomando en cuenta los recursos que movilizan en sus estrategias orientadas a defender su posición en el espacio público. Por un lado, lo que se podría denominar conservadurismos de base, y, por el otro, conservadurismos de élite. Esta distinción no se basa en ningún criterio que remita a la posesión de mayores competencias, habilidades o conocimientos, sino a la posibilidad de movilizar cierto tipo de recursos a partir de la posición socioeconómica y redes de influencia.

Los líderes y buena parte de los miembros de los grupos conservadores de élite pertenecen a las clases medias y altas. Debido al acceso a recursos que les permite su posición suelen tener vínculos e influencia en medios de comunicación, grupos empresariales, actores políticos y miembros de las cúpulas religiosas. De tal forma que el acceso a recursos económicos y su capacidad de influencia permite que sus estrategias sean más sofisticadas y puedan aspirar a impactar la sociedad en el corto, mediano y largo plazo. Entre ellas destacan la creación de organizaciones de la sociedad civil o asociaciones civiles que promueven su visión del mundo, la presión mediática, el lobbying político, campañas organizadas de desprestigio en redes sociales, etc. En coyunturas específicas pueden participar en manifestaciones físicas en el espacio público, pero cuando lo hacen suelen desplegar sus recursos económicos a visibles en el tipo de mantas, la coordinación de la vestimenta, entre otras.

Por su parte, los líderes de los “conservadurismos de base” y sus miembros pertenecen a las clases media y baja. A diferencia de los “conservadurismos de élite”, la influencia de los liderazgos de base se limita a los miembros eventuales o permanentes de sus grupos o asociaciones concretas. Cuando las bases son amplias pueden incidir mediante movilizaciones para influenciar a los actores políticos. En ciertas coyunturas, los grupos con mayor capacidad de convocatoria, suele ser instrumentalizados por los conservadurismos de élite. Debido a que no poseen los mismos recursos y a que su capacidad de incidencia no tiene un canal directo con los líderes mediáticos, económicos y los tomadores de decisiones, deben usar otro tipo de estrategias más directas y de corto plazo para hacer visibles sus posturas y demandas. Así, las protestas individuales o colectivas, la exhibición, la denuncia y los insultos a activistas y funcionarios en público o en redes sociales digitales, o manifestaciones públicas que implican la movilización de menos recursos y una logística menos sofisticada que la de los grupos de élite, suelen ser las formas en que se hacen presentes en el espacio y el debate público.

Tabla 3. Tipos de conservadurismos en relación con las estrategias y los recursos disponibles para establecer su visión moral

Fuente: Elaboración propia, 2022.

Un par de ejemplos de “conservadurismos de élite” serían los grupos “A favor de lo mejor” y la organización Pro-Vida. El primero busca moralizar los contenidos en los medios a través del retiro o el incentivo de patrocinios a las empresas que cumplan sus criterios morales. El segundo busca utilizar sus redes e influencias para incidir políticamente. Las estrategias de estos grupos eran claras: el lobbying político, movilizar masas y grupos de presión para lograr sus metas de restauración del tejido social, desde la perspectiva de la moralidad y los valores.

Los “conservadurismos de base” llegan a tener expresiones más directas, ya que carecen de los medios de presión a los que tienen acceso las élites. No es inusual que de manera individual o grupal insulten y difamen a través de redes sociales o en manifestaciones o actos públicos a activistas o funcionarios a los que consideran como responsables de la crisis moral de la sociedad. Un ejemplo reciente son los grupos de hombres vestidos de “caballeros medievales” que asisten a manifestaciones feministas o de la diversidad sexual con el afán de boicotearlas. De igual forma, en México y Argentina han surgido grupos de personas que se reúnen para orara afuera de las clínicas donde se realizan interrupciones del embarazo. Un fenómeno reciente, cuya frecuencia se ha incrementado a raíz de la pandemia, es el de individuos o pequeños grupos coordinados que asisten a conferencias virtuales sobre temas de género o vinculados a los derechos de la diversidad sexual para boicotearlos.

Ahora bien, si se toma en cuenta ambas formas de categorización se podrían identificar diversos tipos de grupos conservadores a lo largo y ancho de América Latina, los cuales apelan a diferentes criterios para justificar su oposición a quienes consideran extraño o extranjeros y se organizan de manera diferenciada de acuerdo a sus recursos disponibles. Es importante observar que los conservadurismos de base no siempre se identifican bajo un membrete o entorno a una asociación bien establecido, en ese sentido, no siempre podría hablarse de grupos sino de expresiones o movilizaciones.

Tabla 4. Grupos conservadores en América Latina

Fuente: Elaboración propia, 2022.

Para terminar este apartado, se debe señalar que las clasificaciones que se plantearon permiten comprender mejor las similitudes y las diferencias entre las distintas expresiones del conservadurismo. Sin embargo, uno de los aspectos más relevantes de nuestro tiempo es la capacidad de estos grupos de establecer alianzas a pesar de sus diferencias, por lo que no es inusual identificar expresiones en las que conviven conservadurismos de base con conservadurismos de élite en coyunturas muy específicas.

Conservadurismo y neopopulismo

Aunque el reciente surgimiento de nuevos populismos de distinto signo político a lo largo de todo el orbe ha dado lugar a fenómenos políticos muy diversos, también ha sido el catalizador de grupos conservadores y, en algunos casos, de expresiones más cercanas al fundamentalismo.

Los antecedentes del populismo en América Latina datan del siglo XX, a partir de liderazgos que buscaban reivindicar la soberanía del Estado nación frente a las potencias extranjeras e imperios a la par de construir un discurso que defendía las clases populares frente a las élites que acumulaban la riqueza por medio de la explotación y el despojo de los desfavorecidos.

Esto respaldaba acciones como la defensa del pueblo frente a la oligarquía en Argentina con Perón y Getulio Vargas en Brasil, o la educación socialista y la expropiación petrolera en México por parte de Lázaro Cárdenas.13 Ahora bien, tanto en la filosofía política como en la ciencia política hay un amplio debate sobre la categoría de populismo. De entrada, como señala Bueno (2013), cuando se habla de populismo los autores suelen referirse a cosas muy diversas, hay quienes lo consideran una ideología, otros un régimen político, una forma de gobierno, un conjunto de prácticas políticas, un estilo de gobierno, una forma de democracia directa, un mecanismo antidemocrático, entre otros. No obstante, el análisis de los populismos históricos —de Perón a Trump, pasando por Menem y hasta llegar a Chávez—, da cuenta de una diversidad ideológica enorme, de formas de gobierno a veces incompatibles, de prácticas políticas extremadamente variadas y de relaciones con las instituciones muy disímiles.

En realidad, lo que parece hacer coincidir a liderazgos políticos tan diversos como Berlusconi en Italia, Chávez en Venezuela o más recientemente Bolsonaro en Brasil, es menos una forma particular de organización política que la formulación de un discurso particular. Este último interpela al pueblo como sujeto político mediante un antagonismo que divide el orden social entre el pueblo y unas minorías cuyas prácticas impiden la plenitud —siempre imposible, por cierto— de la sociedad (Laclau, 2006).

En ese sentido, el populismo no es ni inherentemente antidemocrático ni democratizador por sí mismo, tampoco es necesariamente antiinstitucional o esencialmente creador de institucionalidad, más bien es una forma de aglutinar un sujeto político que resulta particularmente eficaz en contextos en los que las instituciones existentes no logran procesar las demandas sociales de manera efectiva.

De ahí que, como se constata en los hechos, el populismo pueda identificarse con la izquierda o con la derecha, pueda optar por la destrucción de las instituciones o por la institucionalización, pueda construir el pueblo en oposición a las élites económicas o en oposición a las minorías étnicas o a los extranjeros (Mouffe, 2012). No obstante, aun cuando el populismo no debe ser identificado con contenidos ideológicos específicos o posturas políticas concretas, su forma de articular el discurso político es útil y atractiva para los conservadurismos que apelan a la nación, a las costumbres o a los valores naturales de la moral.

El surgimiento de los nuevos populismos se ubica en Estados industrializados o desarrollados, al percibir la ciudadanía una pérdida paulatina de seguridad social, con el cierre de fábricas, recorte de personal y la escasez de oferta laboral, por lo tanto, un panorama amenazante, al alentar altos índices de violencia, aumento de la inmigración por concebir a los migrantes como sujetos con creencias, ideologías y costumbres que se contraponen a la normalidad y los valores de la sociedad. Esto lleva a actitudes que se radicalizan e impiden una aceptación de sectores de la población que son descendientes de migrantes, es decir, siguen siendo concebidos como extranjeros o que no son parte del espacio social del Estado receptor, pese a que legalmente sí lo sean (Laclau, 2006).

Además de esta falta de reconocimiento, se generan estigmas que se asocian a los migrantes (o hijos de migrantes) como ser la causa de la delincuencia o el deterioro económico, acaparimiento de trabajo entre otros aspectos. En ese contexto, algunos liderzgos populistas, como en el caso de Europa con Matteo Salvini en Italia o Santiago Abascal, líder de VOX en España, muestran a los migrantes como un mal que aqueja a la sociedad, la hace inestable y atenta contra la tradición, las costumbres y los valores que se gestan en una dinámica comunitaria y que es base del orden social.

Podría decirse que el flujo migratorio, y la migración en sí misma, sostiene los argumentos y discursos xenófobos que, por lo tanto, fortalecen el nacionalismo y se proponen soluciones para contener esa amenaza. Esto es visible también en los casos de Italia con la reciente elección de Giorgia Meloni como primera ministra italiana, o la persectiva de Marine Le Pen, en Francia, como ya se había señalado.

En América Latina el “nuevo populismo” es distinto, pues obedece a otras características sociales distintas a las europeas. Aquí los nuevos populismos retoman la idea de lo nacional (Conniff, 2003), que se sustenta en el concepto de Estado nación del siglo XX y asume como los sectores sociales excluidos a las personas indígenas, así como, las tradiciones propias frente a las influencias extranjeras. Un buen ejemplo de esto es el discurso de Hugo Chávez en Venezuela que interpelaba a los sectores populares (Deusdad, 2003) que hasta la década de 1990 habían sido marginados y olvidados por los dos principales partidos políticos de esa nación, Acción Democrática (AD) y Comité Político Electoral Independiente (COPEI). Además, Chávez buscaba promover un sentido de pertenencia latinoamericano mediante la recuperación de la figura de Simón Bolívar y una añoranza por la Gran Colombia, al mismo tiempo que se oponía al Imperio de los Estados Unidos dibujado por él como el origen de buena parte de los males de América Latina.

No obstante, los nuevos populismos latinoamericanos también se articularon en torno a la promesa del desarrollo y el primer mundo. Un discurso que resultó efectivo después de periodos turbulentos de crisis en las décadas de 1970 y 1980. En efecto, Alberto Fujimori en Perú y Carlos Saúl Menem en Argentina, manejaron un discurso e imagen de salvación de sus respectivas naciones que se encontraban en crisis, sin dirigirse a las élites ecónomicas, sino a las élites políticas tradicionales que corrompieron la política. Así, Fujimori pudo presentarse como un outsider y Menem como expreso político. En ambos casos, se edificó una promesa de desarrollo que solo habría de realizarse por su intermediación.

El caso más reciente es el de Jair Bolsonaro, actual mandatario de Brasil, quien logró un inesperado ascenso en la política del país sudamericano en un contexto en el que proliferaban las acusaciones de corrupción a los principales líderes del Partido del Trabajo, fuerza política hegemónica por más de una década en dicha nación. Bolsonaro esgrimió un discurso que, por un lado, recogía la devoción religiosa del pueblo brasileño —pero ya no solo en el marco del catolicismo sino de las distintas vertientes del cristianismo, con énfasis especial en los grupos evangélicos—, y, por otro, las exigencias de “mano dura” frente a la criminalidad. El mandatario brasileño que recientemente ha presentado su propio partido, Alianza por Brasil, antagoniza de manera permanente con grupos denominados por él como “comunistas”. Mediante ese concepto engloba tanto a los defensores de políticas de redistribución de la riqueza como a los movimientos sociales en favor de los derechos de las mujeres o la diversidad sexual.

En contextos de crisis económicas o de conflictos institucionales donde la clase política tradicional que dominaba el escenario fue incapaz de resolver las demandas sociales, los discursos populistas de derecha, así como los de izquierda se centraron en el tema de la seguridad que garantizarían frente a la incertidumbre y control ante la situación ecónomica y política que vivía. Aunque sería erróneo señalar que existe un vínculo indisoluble entre populismo y conservadurismo, es verdad que, en ciertas condiciones, el populismo se convierte en un factor que ayuda a dar firmeza a los conservadurismos y, en muchos casos, deja una plataforma para la gestación y el desarrollo de movimientos fundamentalistas tanto de izquierda como de derecha (Conniff, 2003).

Tanto el llamado discurso de lo políticamente correcto como los movimientos de género, de identidad sexual, demandas de interculturalidad, entre otros, son temas secundarios para muchos sectores sociales en América Latina, si se comparan con problemas como el bienestar económico o la seguridad. Incluso, en algunos casos, son interpretados como artilugios de una comprensión del mundo ajena a los valores y las costumbres propias. No es extraño que las estrategias discursivas de algunos líderes populistas busquen capitalizar el malestar social de amplios grupos reivindicando valores religiosos, una moral tradicional o una idea de nación que contradiga las libertades y la pluralidad.

Ahora bien, paralelo a estos nuevos populismos, también surgieron algunos más vinculados con lo religioso y, en cierta forma, con el conservadurismo. Se trata de populismo que no pretendían obtener el poder, sino influir en este para reparar el daño a un espacio público provocado por aquellos sectores o grupos que amenazaban los principios y valores morales.

Desde la perspectiva de Barranco (12 de abril de 2022), son estos sectores los que se consideran más tradicionalistas, son más bien católicos y no reconocen la diversidad religiosa, ni los grupos sociales que no son compatibles con “la normalidad” determinada por los principios religiosos de la comunidad y amenazan el orden social (Stavrakakis, 2009). Pero también puede encontrarse en estos sectores tradicionalistas a algunos evangélicos. Han sido los líderes carismáticos evangélicos con un discurso relacionado con la noción del pueblo elegido por Dios —que también podría encontrarse en el discurso de algunos grupos católicos— lo que motiva la seguridad de una sociedad con valores, en lugar de la libertad que la corrompe.

Buena parte de estos movimientos proliferaron en países como Colombia, Chile, Brasil, Paraguay o Argentina. Se apropiaron del espacio público, a través de la ocupación de de cargos públicos o un acercamiento con la sociedad de otro tipo para rescatar la moralidad de la política. En México, en donde los grupos evangélicos han tenido un crecimieto considerable a partir de la década de 1970 y, sobre todo, durante el siglo XXI (Garma et al., 2020), han lograron con habilidad alcanzar espacios políticos, pese a ser un Estado laico y con candados políticos y jurídicos en cuanto a la relación política-religión se refiere. El caso representativo es el del Partido Encuentro Social (PES) que no solo logró su registro, sino que se alió con el partido Movimiento Regeneración Nacional durante el proceso electoral presidencial de 2018.

Pese a estos candados políticos, grupos como el PES sostuvieron un discurso que pretendía reparar el tejido social dañado por el relativismo cultural y la individualidad que propició la pérdida de los valores sociales a través de un Estado que permitió proceso de reconocimeinto de la diversidad sexual y de género, así como el Pin parental que, por ejemplo, durante el sexenio de Enrique Peña Nieto causó gran polémica y alento a este y otros grupos más bien adscritos al catolicismo a manifestar su descontento, como el caso del Frente Nacional por la Familia.

Así como este ejemplo, el populismo religioso confirmaba un discurso que exaltaba la idea del pueblo elegido por Dios, aunque es cierto que en muchos casos ese discurso abandonaba la exclusividad del catolicismo o del cristianismo evangélico, es decir, había fines comunes entre distintos grupos religiosos que lo que iba generando era un movimiento antiderechos, un movimiento que defendía los valores de la vida y la familia, o un movimiento que no reconocía la diversidad identitaria. La pregunta central al respecto es ¿en qué punto convergen este tipo de populismos y el conservadurismo? Al menos se observan dos elementos principales: el discurso de la familia y el de la defensa de la vida (centrado en el tema de la interrupción del embarazo), que se concretan en campañas y marchas que, en el segundo caso, por ejemplo, impidan su aprobación en las legislaciones nacionales (Ruibal, 2014); todo lo anterior siempre antecedido o respaldado por Dios contra la laicidad que deteriora la convivencia en el espacio público.

Como ya se ha insinuado, algunas formas de populismo corren en paralelo al conservadurismo en la plaza pública en un discurso del bien contra el mal. Este siempre apela al pueblo elegido por Dios que debe luchar contra el engaño de las minorías, es decir, aquellos grupos que anteponen sus intereses indivuales y contrarios a los designios de Dios. Desde esta persepctiva, los movimientos LGBTTTIQ+ y los feminismos representan un castigo para una sociedad con valores deteriorados. De igual forma, el Estado se convierte en una suerte de cómplice que se antepone a “lo que lo sagrado elegiría y por consiguiente es necesario influir en la clase política” (Gaytán, 2019, p. 44).

Conclusiones

El individualismo característico de un mundo basado en un modelo económico, político y cultural, así como fenómenos derivados de la desigualdad social y económica como la migración cada vez mayor, da cuenta de la necesidad de pensar al mundo de una forma distinta, en la que prevalece la diversidad social. Esto implica asumir la existencia de modelos de convivencia inclusivos y universales que rompan con la perspectiva homogénea de muchas comunidades, como es el caso de aquellos conservadurismos y fundamentalismos, de los que se han hecho mención a lo largo de este artículo.

Muchos cambios en Latinoamérica han sido asimilados paulatinamente a partir de la renovación de su propio proyecto nacional decimonónico, lo que implicó crear un Estado laico que no se trata de manera burda de una separación de la Iglesia y el Estado sino de crear un régimen de convivencia garante de los derechos de la ciudadanía, a saber: los derechos civiles que conllevan el derecho de ser informado, derecho de conciencia, participación y de religión.

En este sentido, se promueve implícitamente el reconocimiento de lo distinto y de la diversidad identitaria. Sin embargo, la consecuencia también se expresa en un escenario conflictivo con sectores de la población y con los valores y los principios arraigados en este ámbito —en particular aquellos con un trasfondo religioso— que observan en estas libertades una amenaza a la estructura social. Frente a estos fundamentos, el Estado laico ha sido una suerte de fuelle para muchos movimientos de corte conservador y/o fundamentalista, pues ha sido la laicidad la que ha propiciado que diversos grupos contrarios al reconocimiento de la diversidad y las libertades sean invisibilizados. Argumentan entonces que la laicidad y el reconocimiento de estas libertades entierran lo que estas personas quieren expresar y su derecho de salvaguardar y mantener los valores sociales que, desde su perspectiva, están en franca decadencia.

Es claro que cuando se habla de esta crisis de valores, más allá de una base religiosa —principalmente cristiana católica o evangélica en el caso latinoamericano— señalan como una aberración las libertades que han dado protagonismo al feminismo, a la diversidad sexual, a los derechos de decidir sobre el cuerpo, entre otros. No se busca que haya un diálogo, sino, en un momento dado una tajante exclusión o, si acaso, un proceso de convenicmiento y conversión con el fin de restaurar los valores. Esto no es negociable.

El radicalismo de muchos de estos movimientos se explica por la sintonía existente de estos con los nuevos populismos. El escenario en el que se desenvuelven estos grupos y movimientos con base en la estigmatización y condena a sus adversarios, es decir, la población que ha luchado por sus libertades encontró afinidad con el populismo político “a partir de que este último refiere la distinción entre el pueblo y las élites mientras que conservadurismos y fundamentalismos defienden los valores religiosos de la nación, la familia y la vida” (Gaytán, 2016, p. 125).

La defensa de los valores comunes y el impulso por frenar grupos minoritarios percibidos como los causantes de la crisis social son afinidades entre los movimientos populistas y conservadores. Estos últimos han comenzado a irrumpir en la política para conformar bloques con una agenda que incluye el propósito de obstaculizar los derechos civiles, derechos sexuales y reproductivos, e imponerse la noción de pueblo, el bien común y la familia contra el individualismo y el relativismo que les amenaza.

Por último, es importante señalar que los conservadurismos anhelan regesar a un mundo de valores idílicos, mientras que los fundamentalismos pretenden restaurar el mundo presente de estas amenazas. No obstante, en ambos casos e independientemente del populismo que han retomado para pregonar su pensamiento y hacerse visibles, no conciben, desde la perspectiva religiosa en la que suelen basarse, que el mundo nunca ha sido homogéneo, por lo que los principios comunitarios por lo que luchan tampoco definen a la comunidad como homogénea, sino que pueden quizá compartir valores, principios y pensamientos comunes, mas no una identidad única.

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Fecha de ingreso: 23/11/2022
Fecha de aprobación: 05/05/2023


11 Este trabajo es producto de una investigación inicial del grupo de investigación, desarrollo e innovación (GIDi+) “Derechos a la cultura e inclusión a través de la participación social” de la Vicerrectoría de Investigación de la Universidad La Salle, México.

2 Para algunos intelectuales la caída del régimen soviético implicaba el triunfo de la democracia como horizonte de y el fin de los totalitarismos, entendidos como formas políticas que, entre otras cosas, se caracterizaron por la instrumentalización eficiente de la aniquilación, por usar los términos de Arendt (1998).

3 Al respecto puede tomarse como caso emblemático la manifestación de 2017 de supremacistas blancos en Charlottesville, Virginia.

4 Aunque la religiosidad conlleva una serie de valores y preceptos morales que en sociedades como las latinoamericanas han sido una base esencial para definir aquellos valores sociales a los que alude la perspectiva conservadora, en la actualidad el conservadurismo puede tener diferentes signos religiosos y político. Un ejemplo de esto son los grupos Pro-Vida habitualmente vinculados a la Iglesia católica. En la actualidad, estos grupos pueden adscribirse a diferentes comunidades religiosas, pero sus ideas también son impulsadas por sectores con diferentes posturas política. El caso del gobierno que encabezó un político de izquierda como Rafael Correa en Ecuador, quien se opuso abiertamente al matrimonio igualitario y al derecho que las mujeres tienen de decidir sobre su cuerpo, es tan solo un botón de muestra.

5 Esto es importante pues muchas de las festividades de los países latinoamericanos con un predominio católico llegaron a ser concebidas como expresiones identitarias, incluso, nacionales. De hecho, es claro que muchas de estas festividades y tradiciones, aun con la carga religiosa que se lee en la estructura de estas, llegan a ser parte de un dispositivo político con el que se busca afianzar una identidad nacional, regional o local, en lo que Pérez-Montfort y Teresa (2020) denominan estereotipo cultural.

6 La tolerancia religiosa que derivó de este proceso, transformó la geografía religiosa. Con la llegada de diversos grupos religiosos y credos.

7 En el caso de América Latina, se puede distinguir al menos dos formas en las que tuvo lugar el proceso de limitación del poder de la Iglesia Católica. En casos como los de México, Argentina y Uruguay, donde el proceso de separación de la Iglesia y el Estado fue acompañado por un fuerte compromiso de crear una cultura cívica y una educación pública al margen de la religión. En casos como los de Perú, Paraguay y Chile, la restricción del poder eclesiástico vino acompañada de diferentes formas de Concordato mediante los cuales al Iglesia católica mantuvo concesiones y privilegios (Gaytán, 2018).

8 Mientras que en algunos periodos históricos se aludía a una forma de “desfanatización” y en otros simplemente “descatolización”.

9 En el caso mexicano, esta idea ha estado presente desde el Plan de Tacubaya de 1857 (Fowler, 2020), en el del movimiento cristero en el primer tercio del siglo XX y en algunos discursos de los movimientos de derecha el resto de ese siglo.

10 En efecto, resulta que los nuevos hábitos de consumo mediante los cuales la juventud intentaba expresar su individualidad desde finales de la década de 1980, los derechos de la diversidad sexual y la manifestación de nuevas formas de espiritualidad cuestionaban el mito del marco común católico en América Latina. Las culturas urbanas, los nuevos movimientos estéticos e, incluso, la apertura en la oferta del entretenimiento, supusieron un fuerte cuestionamiento hacia las formas de vida defendidas por los sectores más conservadores. Un ejemplo de los constantes desafíos al mito del marco común católico puede localizarse en lo acontecido desde el último tercio del siglo XX y lo que va del XXI con propuestas inclusive artísticas que representan la imagen guadalupana como indigente, zapatista o vedette, así como la sátira a la imagen de Jesucristo y el alto clero.

11 Estas instituciones, con mayor o menor éxito, se habían creado desde la década de 1930 (Puchet y Puyana, 2018). Como ha señalado el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz (2002), los beneficios desiguales del nuevo modelo no solo no permearon a las grandes mayorías, sino que generaron el caldo de cultivo de un amplio malestar social que sería capitalizado de diversas maneras por los grupos religiosos y políticos.

12 En este contexto histórico marcado por el predominio católico, la laicidad significó construir un espacio político sin la intervención de lo religioso. El Estado laico fungió como un dispositivo político que, como se observó, originó una larga pugna entre el clero y los grupos adscritos o partidarios de este, y el gobierno que sostenía la firme idea de exclusión de estos en lo político (Stiglitz, 2002).

13 Dussel defiende que el populismo latinoamericano que va de la década de 1910 a la de 1950 fue el resultado de las condiciones históricas producto de las guerras mundiales, ya que los países centrales inmiscuidos en el conflicto bélico permitieron una lianza entre las clases populares y la burguesía industrial nacional en los países latinoamericanos. Desde su perspectiva, en sentido estricto solo estos gobiernos pueden considerarse propiamente populistas, mientras que la utilización reciente de la palabra populismo es resultado de un doble equívoco: por un lado, una utilización peyorativa sin valor epistémico y, por otra, una confusión entre gobiernos populistas y gobiernos populares (Dussel, 2015).