Abstract
Si nuestro proceso ejecutivo pudiese hablar, quizás diría a un buen número de togados: que poco y mal me conocéis, no obstante, que soy el instrumento más eficaz del servicio del derecho. Por mí –añadiría- se hace realidad la obligación impuesta por la ley o el Juez, por causa mía se materializan en hechos tangibles las palabras escritas en un pedazo de papel, ya provengan estas palabras del raciocinio lógico del Magistrado, o del pensamiento modesto del ciudadano estampado en un documento especial. Yo obligo al díscolo y al renuente a pagar lo que debe, aún contra su voluntad, preescribo y proscribo conductas humanas determinadas, soy la espada de la Justica, y en último término, en mí se realiza la máxima: “¡Iurisdictio in sola executione consistit!”
Sin embargo, esa arma al parecer tan poderosa, llamada proceso de ejecución, tiene también sus puntos débiles, en tanto y en cuanto están en desajuste con las formas preescritas por la ley y con el criterio de quien le corresponde decir la última palabra: el Juez.