Resumen
La oposición entre historia y literatura frecuentemente se alimenta de tres lugares comunes (y por
lugar común me refiero a esas afirmaciones ampliamente consensadas, ambiguas, y en ocasiones
vacías de significado, y sin embargo, necesarias para el entramado del discurso).1
Primer lugar común, las fronteras que separan a la historia de la literatura son difusas. Bajo
esta afirmación subyace otro problema: cómo el literato y el historiador, cada uno atrincherado
en su propia disciplina, representan el quehacer del otro y cómo funcionan los prejuicios --en
sentido gadameriano-- implícitos en esta doble representación.
El segundo lugar común enfatiza las similitudes: la historia y la literatura comparten un
elemento nodal: el relato, la trama. Para ambos la inteligibilidad de la realidad a la que se refieren
descansa en una trama que desarrolla un conflicto, con personajes, bajo una unidad espacial y
temporal definidas. Este lugar común ha conducido a innumerables debates sobre la narratividad
en la historia, a los que no me referiré en estas páginas.
El tercer lugar común se centra en las diferencias. La distinción entre historia y literatura
remite al tratamiento de la realidad. Las respuestas en los en los últimos 26 siglos (si tomamos a
Aristóteles como referente) han sido muy diversas y fecundas en matices, quizá una de las más
lúcidas fue la de Sexto Empírico. El latino distinguió tres narrativas: historia, ficción y mito. La
historia narra la verdad realmente como sucedió, la ficción relata cosas que no sucedieron pero
que parece que sucedieron y el mito cuenta cosas que no sucedieron y que son falsas.