Abstract
La escritura es un recurso mnemotécnico que vierte sobre la hendidura de la forma las
variaciones y conformaciones que la estructura mental convierte en palabra; al nombrar, al asignar
un sentido (entendemos por sentido no a la recurrente forma doxológica, sino a la semiológica)
a un hecho concreto, o específico, por ejemplo, a los pensamientos, a los sentimientos y a los
recuerdos, la grafía pierde su total capacidad transmisora -si es que la tiene-, de modo que
no existe una «fórmula» para descifrar los códigos envilecidos en un texto; no hay forma de
adentrarse en el medio de su locura, nada más ingenuo que pretender ‘entender’ lo que ellos
mismos, los signos, no entienden. ¿Es necesario entender algo?
La dificultad de la escritura ofrece un reconocimiento: «se la reconoce como ‘personal’,
remitiendo al estatuto impenetrable del individuo» (2002: 91). Su dificultad prima sobre la
intención de comunicar algo, ¿acaso el trazo debe comunicar algo? El intento fallido por la
comprensión de la forma escrita es, con mucho, el mayor peligro; provoca que se pierda la con/
postura del placer; el mito de comunicar, trastorna los referentes y evoca la confusión, confusión
con la que se corre el riesgo de romper el encanto de reordenar los sentidos. El mito es capaz de
crear patologías.